Centro del Grupo Evento
Base Nellis de las Fuerzas Aéreas, Nevada
Sarah había estado cuatro horas al teléfono con los laboratorios Bell, e incluso había despertado al ingeniero jefe de Bose. Tuvo que revisar una serie de cuestiones con los ingenieros jefes de ambas instalaciones después de que Niles Compton, desde Washington, tirara de unos cuantos hilos con bastante poder y le despejara el camino para que pudiera hablar directamente con los laboratorios. Cuando terminó con las preguntas, el departamento de Ingeniería del Grupo probó su teoría en un modelo propuesto por el Europa.
Tras cierto éxito en la parte teórica, necesitaban un modelo real que funcionase. Montaron un modelo mecánico en uno de los muchos talleres del complejo. Habían ensamblado dos losas de arenisca, cada una de veinte centímetros de grosor, y eran estos extraños objetos lo que el equipo de Ciencias de la Tierra estaba examinando mientras la división de comunicaciones se apresuraba a instalar el equipo que iban a usar en el experimento.
—No termino de entender lo que sugieres, Sarah —dijo el joven doctor del Instituto Tecnológico de Virginia. Miró después al monitor de la sala y a la cara de Niles Compton, que estaba en comunicación con ellos desde el subsótano de la Casa Blanca, donde había instalado su oficina con el nuevo asesor científico del presidente.
—Creo que yo sí, y si le sale bien, al menos tendremos una teoría que adelantarles a los rusos y a los chinos, y quizá, solo quizá, ellos puedan convencer a los coreanos —dijo Niles desde Washington.
—La clave aquí es nuestro equipo de comunicaciones navales. —Sarah les hizo un gesto a los técnicos de comunicación y estos levantaron sus pulgares.
Los científicos convocados y el personal de ingeniería asignado a la investigación de los terremotos se encontraban en el laboratorio, y todos llevaban gafas protectoras. La mayor parte sacudía la cabeza, dubitativos ante lo que intentaba hacer Sarah. Muchos de ellos habían oído hablar del sonido como transmisor de impactos, pero pocos creían que se pudiera utilizar de verdad en situaciones reales. Mientras observaban cómo se hacían las últimas conexiones, a cada uno se le entregó un par de tapones para los oídos y unos cascos. El personal de comunicaciones, un sargento del Ejército y un especialista en señales de la Marina, les ordenaron que se pusieran primero los tapones para los oídos y que después se colocaran los cascos encima.
Sarah estaba nerviosa, pero sabía que el experimento tenía que funcionar. Se encontraba junto a Jerry Gallup, que tenía un doctorado en Telecomunicaciones por Harvard y que le había informado, después de ver los resultados del Europa, que poseía una teoría muy viable.
Sarah pensó por un instante en Lisa Willing, su compañera de habitación, que había muerto en una operación de campo casi tres años antes. Su amiga estaba en comunicaciones y una vez le había dicho que los decibelios de sonido podían penetrar en las formaciones agregadas de la misma forma que una cantante de ópera podía romper un cristal cuando llegaba a cierto tono. Ocurría muy pocas veces en esas circunstancias, pero Sarah y Gallup habían recibido una información sorprendente de los laboratorios Bell y de las corporaciones Audiovox y Bose; según ellos esa teoría tenía un uso práctico dentro de sus laboratorios.
Sarah observó por un circuito cerrado de televisión que el profesor Harlan Walters, de la Universidad de Hawái y director del Instituto Trans-Pacífico de Estudios Sísmicos de Oahu, daba comienzo al experimento.
—Muy bien, creo que estamos listos para empezar —dijo desde Hawái—. Los arietes hidráulicos que ven en el banco están puestos a una escala de doscientos mil millones de toneladas métricas, una simple estimación, desde luego, de las presiones que algunas de nuestras placas continentales inducen sobre sus bordes anteriores. Las dos planchas de arenisca que ven representan las placas. En este momento, los arietes hidráulicos están ejerciendo esa presión sobre las planchas, igual que hacen bajo nuestros pies nuestras placas de verdad. Bien, encima de estas planchas de arenisca vamos a poner un trozo de granito con una fractura superficial fina como un cabello que actuará como nuestra falla.
Ese era el pie que esperaba Sarah, que miró a los técnicos de sonido y asintió.
Mientras los testigos reunidos miraban, los hombres de comunicaciones colocaron pequeñas cúpulas en una larga línea, a sesenta centímetros de la grieta superficial que tenía el granito; después les acoplaron unos cables eléctricos.
—De acuerdo, lo que están viendo son las pequeñas cúpulas que hemos puesto sobre el granito, tienen lo que los científicos del sonido llaman «diapasones inductores de sonido». Se envía una pequeña corriente eléctrica a través de estos diapasones, que actúan igual que un diapasón real cuando se golpea; solo que nosotros controlaremos la cantidad de vibración por medio de una corriente eléctrica; lo que significa que controlaremos la potencia de la emisión de decibelios. Si bien ninguna energía de ondas sonoras será lo bastante fuerte como para dañar estratos tan duros como el granito, esa tampoco es nuestra intención. En su lugar, golpearemos lo que sostiene el granito, o la corteza superior de la Tierra, las placas tectónicas, que son las que en realidad sostienen la corteza superior y son las responsables de los movimientos continentales a lo largo de la historia. Puesto que estas placas tienen todas bordes anteriores que son irregulares y el grosor varía hasta cierto punto, presuponemos que las pueden atacar, a falta de una palabra mejor, las ondas auditivas.
Se oyeron murmullos perceptibles cuando los miembros del laboratorio de ingeniería expresaron su desacuerdo con uno u otro punto de la teoría.
—Teniente McIntire, puede comenzar —dijo el profesor desde Hawái.
—Sargento, si quiere dar inicio al asalto de decibelios contra las placas, por favor.
Una gran consola compuesta a toda prisa por el departamento de Comunicaciones cobró vida. El sargento y el especialista en señales de la Marina comenzaron a manipular los mandos e interruptores que activarían la corriente, lo que a su vez pondría en marcha el movimiento diminuto de los diapasones dentro de las pequeñas cúpulas.
Una mujer (una joven doctoranda de primer año de Stanford) sacudió la cabeza y se tambaleó. Cuando notó las primeras náuseas, la ayudó a salir del laboratorio otro de los técnicos, que tampoco se encontraba bien.
—Parte de la onda escapará. Afectará a las personas de forma diferente, puesto que nuestro oído interno no es idéntico. Algunos se sentirán revueltos y mareados, mientras que otros quizá no sientan nada en absoluto. Una vez que entrevistemos a los supervivientes de los terremotos y determinemos si alguno de ellos sintió los mismos síntomas justo antes de los terremotos, podremos añadir más garra a la teoría —explicó Walters por el enlace del circuito cerrado de televisión.
Sarah hizo una mueca, ella también sintió cierta incomodidad cuando la onda inició su asalto. Tras un momento, la joven se sintió mejor.
—En este instante empezarán a modificar el tono de la onda —dijo—. Con el término tono nos referimos a si el sonido es una nota alta o baja. Las frecuencias altas crean tonos altos y las frecuencias bajas producen tonos bajos. El oído humano puede procesar frecuencias de entre veinte y veinte mil hercios. Son sonidos audibles. Las ondas sonoras con frecuencias que están por encima de los veinte mil hercios se llaman ultrasónicas. Los perros pueden oír sonidos de hasta cincuenta mil hercios. Así que un silbato que solo pueden oír los perros tiene una frecuencia superior a los veinte mil pero inferior a los cincuenta mil hercios. Las ondas sonoras con frecuencias inferiores a los veinte hercios se llaman infrasónicas. Nosotros comenzaremos en el extremo inferior de la escala ultrasónica e iremos subiendo.
Al principio observaron la arenisca que había treinta centímetros por debajo de la losa de granito y que estaba conectada por varias barras de acero que lo sujetaban todo. No pasó nada. Habían colocado un paño blanco bajo el doble de la placa tectónica para recoger los escombros que pudieran caer y poder ver así con claridad cualquier pequeño gránulo de arena que cayera.
—Suban la onda a quinientos mil hercios, por favor —ordenó Sarah.
Cuando los dos técnicos modificaron las frecuencias en el tablero improvisado, unas cuantas personas más presentes en la sala comenzaron a sentir los efectos. No era nada que pudieran describir en realidad, pero se llevaron las manos a la cabeza y a las sienes. Otro técnico lo sintió en el estómago y en los empastes, y todos los síntomas terminaron en calambres y náuseas.
Sarah y Virginia observaron que los primeros granos de arena comenzaban a golpear el paño blanco. Después empezaron a precipitarse cada vez más gránulos. Luego, un trozo pequeño de unos dos centímetros y medio de grosor se desprendió del fondo de una de las losas de arenisca. Y a continuación otra sección incluso mayor se soltó del borde contrario.
El sistema hidráulico mantenía una presión constante, empujando las dos losas de arenisca una contra la otra con gran fuerza.
Sarah asintió y se incrementó la potencia. Empezaron a caer más trozos grandes de ambos extremos. Los bordes anteriores se agrietaron cuando las campanas de sonido penetraron en el granito y lo atravesaron para golpear la arenisca de debajo. De repente, los bordes anteriores se partieron con un fuerte estallido cuando imitaron el movimiento de las placas tectónicas continentales durante un seísmo real. Cuando se rompieron, el sistema hidráulico continuó presionando, con lo que movió las barras de conexión acopladas a ambos conjuntos de piedras.
—Dios mío —dijo Virginia sin dirigirse a nadie en concreto.
Las barras conectoras empujaron hacia dentro, la arenisca de abajo se deshizo y de repente, el granito con la falla debilitada en la superficie se agrietó con un fuerte taponazo y la falla del granito se separó por completo, después se partió en dos trozos, y una mitad se deslizó sobre la otra. Cuando continuó la presión de la arenisca inferior, la estructura entera de granito se hundió.
La sala se quedó en silencio cuando el sistema hidráulico se apagó. El experimento había funcionado. Algunos de los profesores y técnicos sonrieron y le dieron a Sarah y al profesor Gallup palmaditas en la espalda, pero vieron que Sarah no sonreía en absoluto a pesar de su triunfo. La joven se quitó poco a poco los cascos y miró el modelo que había hecho el departamento de Ingeniería. Después se volvió hacia Virginia.
—Puede que tengamos un problema muy grave —dijo, le dio la espalda a Virginia y miró al monitor que transmitiría su imagen a Niles en Washington y a Harlan Walters en Hawái.
—Pero, Sarah, funcionó. Eso demuestra que…
—Doctor Compton, por favor, escuche con atención lo que Sarah tiene que decir. Yo acabo de pensar exactamente lo mismo —lo interrumpió Walters.
—Director, el experimento fue un éxito, sí, pero demuestra una cosa: si estos incidentes fueron provocados por una manipulación humana, estamos sentados encima de una bomba de relojería.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Compton.
—Si las placas se mueven, incluso aunque solo sea unos pocos metros, sería suficiente para hacer que una falla se fracturase y crease un terremoto. Si se aumenta la onda y la placa se deshace en, digamos, un kilómetro y medio o dos, la reacción principal de cualquier falla a la que se dirija el asalto quizá no acabe solo con la zona deseada, sino que continúe por toda la falla. Se podría producir otra reacción incluso peor a miles de kilómetros de distancia, en el otro lado de la placa. ¿Ve a lo que me refiero? Como las placas tectónicas de verdad no son en absoluto elásticas, tirarán de otro punto y afectarán a cada falla que encuentren por el camino.
—Dios —dijo Niles—. Virginia, que me envíen un resumen de los resultados del experimento de inmediato.
—Sí, señor.
—Doctor Compton, ahí fuera puede que haya alguien jugando con un arma del Juicio Final que podría sepultar un continente entero.
—O abrir un agujero en la corteza terrestre lo bastante grande como para tragarse un océano o un continente que quizá no fueran el objetivo deseado —añadió Walters con tono lúgubre.
El teniente segundo Will Mendenhall bostezó, sentado en su escritorio, dentro del centro de seguridad del nivel tres. Casi no había dormido desde el vuelo de regreso de Virginia.
Volvió a bostezar mientras rellenaba las nuevas listas de turnos para el personal extra que se habían traído de las operaciones de campo. Al coronel le preocupaba el pequeño secreto que tenían en el desierto, y que al parecer ya conocía el hombre del teléfono de la noche anterior.
Se abrió la puerta y el cabo de la Marina Donny Sikes metió la cabeza.
—Señor, la unidad de campo tres informa de que hay un helicóptero sobrevolando la línea norte.
Mendenhall levantó la cabeza y se preguntó cómo se las había arreglado una aeronave no autorizada para entrar en la zona restringida sin tener a la policía aérea de Nellis encima.
—¿Habéis escuchado algo en la radio de la seguridad de la base?
—No había nada en las ondas, señor. Ni autorización ni orden de abandonar el espacio aéreo.
—¿Es que la Fuerza Aérea está dormida ahí arriba? —preguntó Will mientras se levantaba y entraba en el centro de mando.
El cabo de la Marina fue a la gran hilera de monitores y señaló con un gesto la pantalla correcta. Mendenhall observó que un gran helicóptero rodeaba el antiguo hangar de la Segunda Guerra Mundial que el Grupo Evento utilizaba para meter de forma clandestina cargas grandes en las instalaciones secretas principales.
—Europa ha identificado la aeronave como un Sikorsky ejecutivo S-76. El número de cola es el 4907653, registrado como vehículo de empresa 310, de Virginia. De propiedad privada, y el propietario registrado de la matrícula es Carmichael Rothman, de Industrias Rothman.
—No me jodas; los canarios han vuelto a casa.
—¿Señor? —preguntó el cabo, confuso.
—¿Qué equipo de seguridad sobre el terreno es el que está más cerca?
—El tres, señor; tienen la nave cubierta, tres Stingers están en este momento apuntando la aproximación. Con el humor que tiene el coronel estos días, pensé que era mejor pecar de precavidos y cubrirnos el culo.
—Bien. Ahora llama a la seguridad de la base Nellis y pregúntales por qué han permitido que una aeronave civil entre en el campo de tiro norte, y averigua por qué esa misma nave está en una zona donde no se permite el vuelo.
—Sí, señor.
Mendenhall observó que el helicóptero comenzaba a posarse entre los matorrales del desierto a noventa metros del hangar. La puerta uno era una zona donde la seguridad de Evento podía disparar a matar, pero Mendenhall no era de los que ordenaba la muerte de alguien solo por ser estúpido, o cobarde. En su lugar, se limitó a observar cómo aterrizaba el gran helicóptero. Cuando los rotores se ralentizaron hasta alcanzar una velocidad aceptable, se abrió una puerta y apareció una escalerilla. Bajó entonces una mujer que sujetaba el brazo de un hombre que no parecía sostenerse muy bien. Mendenhall confirmó visualmente las identidades de las dos personas y después cogió a toda prisa la radio de campo del escritorio que tenía al lado.
—Equipo tres, observación solo, pongan el seguro a las armas. Repito, seguro en las armas.
—Recibido, armas con seguro, en este momento solo observación.
Will se relajó cuando el equipo tres confirmó que no estaban a la vista porque eran invisibles contra el terreno alto del desierto. Incrustados en la tierra y letales, como dictaba su adiestramiento.
Cuando la anciana pareja se alejó de su transporte, el gran Sikorsky empezó a hacer girar los rotores y a levantar arena y matojos. Carmichael Rothman se sujetó el sombrero y Martha Laughlin agachó la cabeza cuando el helicóptero levantó el vuelo y salió veloz hacia el norte.
A Mendenhall le asombró ver que el hombre y la mujer se quedaban allí de pie, mirando el hangar y sin moverse. Parecían mirar la cámara oculta que estaba dentro de la antigua estructura. Allí plantados, esperando.
Mendenhall estiró la mano, cogió el teléfono y marcó el número de la sección esterilizada, donde sabía que estaban sus superiores.
—Collins.
—Coronel, jamás adivinará quién acaba de aparecer de la nada en la puerta uno. Tiene que ver esto.
—Mándalo, Will.
Mendenhall tecleó unas cuantas órdenes y las imágenes de vídeo en vivo terminaron en el monitor que tenía Jack en la sala estéril de Europa.
—Lo tengo. Informe, teniente.
Mendenhall describió todo lo que tenían sobre el helicóptero y la situación de seguridad, y mientras lo hacía, observaba a la anciana pareja en la pantalla. Seguían sin moverse ni hablar el uno con el otro. Se limitaban a esperar, como si supieran que el Grupo los estaba observando.
—Tráigalos con la debida cortesía y acompáñelos a la sala de retención —dijo Jack—. Yo voy ahora mismo. Informe al capitán Everett de que se reúna allí conmigo. Y, teniente, nadie habla con ellos y ellos no hablan con nadie, ¿está claro?
—Sí, señor, los ponemos en hielo —respondió Mendenhall, y después dijo para sí—: Antes de que decidan darse el piro otra vez.
Martha Laughlin y Carmichael Rothman estaban sentados en una pequeña habitación blanca. Las capuchas que les habían puesto en la cabeza al entrar por la puerta uno habían sido una molestia, pero la habían soportado sin una sola queja. Dos grandes marines con monos azules les quitaron los abrigos después de que pasaran por un escáner corporal oculto en lo que parecía una simple puerta. La revisión en busca de armas se llevó a cabo sin el habitual registro de cuerpo entero.
La habitación especial a la que los habían llevado estaba equipada con instrumental para aturdirlos, lo que significaba que los gasearían al momento si se les consideraba hostiles durante la entrevista. Mientras permanecían allí sentados, esperando, otro hombre vestido con un mono azul, ese con una insignia del Ejército de Estados Unidos, entró con dos vasos de agua para los dos visitantes. Rothman utilizó el agua para tomarse dos pastillas de morfina que el equipo de seguridad le había permitido conservar.
La puerta se abrió tras diez minutos y entró Everett seguido por Collins. Los dos vestían los mismos monos azules que los otros militares, tanto hombres como mujeres; la única diferencia era su rango de oficiales.
Jack los miró a los ojos, uno por uno, y después apretó un botón que había en la mesa.
—Para que conste, sus nombres son Carmichael Rothman y Martha Laughlin, ¿correcto?
—Correcto —dijeron Rothman y Martha a la vez.
—Y he de suponer que saben que han entrado en una zona restringida de una reserva gubernamental de los Estados Unidos, ¿estoy en lo cierto en ese punto también?
—Lo está.
—¿Pueden decirnos cómo recibieron permiso para acceder a un espacio aéreo restringido?
—No oficialmente, no, no puedo.
—Está usted protegiendo a un oficial de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, supongo; en concreto, el oficial al mando de la base Nellis, pero ya nos ocuparemos más tarde de ese pequeño delito.
—Sí, coronel Collins, es posible, pero no me hará admitir quiénes son mis amigos. Resulta que es un joven muy agradable y todo lo que tuve que hacer fue explicar por qué necesitábamos estar aquí. Después de todo, usted nos animó a venir —dijo el anciano, e hizo una mueca.
—Tiene usted dolores, ¿quiere que le traigamos un médico? —preguntó Carl.
—He visto a muchos médicos, señor Everett, y ellos también saben que tengo dolores, y que los tendré durante un periodo de ocho a nueve meses. Garantizan que el dolor cesará en ese momento.
Ninguno de los dos oficiales dijo nada. Comprendían que el hombre que tenían sentado allí delante estaba condenado a muerte.
—Como he dicho, hablaremos sobre la incorrección del comandante de la base en otra entrevista. Ahora me gustaría entender qué clase de persona deja atrás a los hombres que defienden su vida cuando lo único que tenían que hacer era esperar —dijo Jack, que miró a Martha y después a Carmichael.
—Para ser honestos, coronel, desconocíamos sus capacidades en ese momento. Estaban ustedes en una situación más bien sombría y la información que tenemos nosotros debía ser salvada, así pues parecía que debíamos dejarles en una situación bastante comprometida. Ahora entendemos que sus capacidades exceden con mucho a las percibidas en una primera impresión. Y dicho esto, quizá sería preferible abordar ya el tema que hemos venido a debatir. Cosas que podrían haberse dicho anoche, antes de que la Coalición intentara asesinarnos —dijo el anciano, que estiró el brazo y cogió la mano de Martha.
—¿La Coalición? —preguntó Everett.
—La llamada de anoche la hizo un miembro de la Coalición —contestó Martha—. No sé con exactitud qué miembro, pero no cabe duda de que era de la Coalición.
—Una vez más, ¿qué es la Coalición? —preguntó Collins.
—La Coalición es una nueva encarnación de un grupo más antiguo llamado los Julia. Verá, coronel, cuando mira en el fondo del dinero, las corporaciones, los conglomerados y demás, puede que se encuentre con que los más adinerados de esos individuos pertenecen a los Julia, o la Coalición. Su existencia es secreta y lo ha sido desde los tiempos de la antigua Roma. —Martha miró a Rothman durante solo un instante—. Su objetivo, al menos en un primer momento, era el control de la riqueza. Con eso, el control de las personas al principio, y después de los gobiernos, sería la consecuencia natural.
Jack había visto la breve mirada que le había lanzado Martha a Rothman durante su explicación y supo que la mujer se había dejado algo fuera. Pero de momento optó por no decir nada.
—Los Julia originales comenzaron en la época de Julio César. Él los inventó, coronel. Nació en una gran familia de una civilización antigua y perdida. Cuando César comenzó a anhelar cada vez más poder, esta familia se dividió en dos entidades separadas. Los Julia, llamados así por su propia familia, ansiaban dominar el mundo entero. La otra facción, liderada por el otro cónsul de Roma, Pompeyo Magno, intentó detener a César, que pretendía proclamarse emperador y para lograrlo declaró la guerra y mató a Pompeyo y a la mayor parte de sus seguidores.
—La guerra civil romana fue por una lucha de poder entre los dos hombres —dijo Everett.
—La historia siempre la han matizado los ganadores. Seguro que eso ya lo han aprendido en estas magníficas instalaciones —dijo Martha con una sonrisa. Después le hizo un gesto a Rothman para que continuara.
—Los pocos seguidores que quedaban de Pompeyo se unieron. Ocultarse de César y la Coalición Julia no era fácil. Algunos tuvieron que formar parte de esa sociedad hambrienta de poder. Hasta que al fin vieron que el poder de la Coalición bajo el dominio de César estaba aumentando más allá de todo esfuerzo por contenerlo. Por tanto, actuaron. Los seguidores de Pompeyo acabaron con César, como le contará cualquier libro de historia. La historia que nos transmitieron no mintió al narrarlo de este modo, solo omitieron algunos de los hechos que explican las razones.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Jack.
—Fue nuestro grupo el que se separó de César. Jackson Keeler, su padre, su hermano, eran de los nuestros.
—¿Qué les separa a ustedes del resto del mundo? —preguntó Everett.
—De momento digamos solo que somos diferentes de usted y de aquí el coronel. —Una luz pareció encenderse en los ojos de Martha, como si se le hubiera ocurrido algo—. Por ejemplo, ¿los artefactos que sus hombres confiscaron en Nueva York? Bueno, en cierto modo nos pertenecen, es decir, a Carmichael y a mí.
—¿Ustedes son los verdaderos propietarios de los artefactos robados? —preguntó Jack.
—Sí… bueno…
—Digamos para simplificar que sí, son nuestros —respondió Rothman por ella—. Bien, los artículos de periódico sobre el ataque a sus instalaciones de Nueva York afirmaban que solo se robaron objetos: armaduras, espadas, cerámica, cosas de ese tipo. Las noticias nunca mencionaron nada sobre historias, pergaminos, mapas o diagramas. Por favor, dígame que no se encontraban en Nueva York.
Jack no respondió a la pregunta. No estaba en absoluto seguro de que esas personas estuvieran siendo sinceras con él. Así que se limitó a observar a la pareja.
—Coronel, esto es muy importante. Anoche nos demostraron que son hombres muy capacitados; déjenos demostrarle a usted que nosotros también tenemos cierto valor. ¿Tienen ustedes los pergaminos?
—Sí.
Everett y Collins vieron el alivio en los rostros de los ancianos cuando Jack respondió.
—En ese caso, podemos mostrarle la fantástica historia que tenemos que contar —dijo Martha al tiempo que apretaba la mano de Rothman.
—¿Quiénes cojones son ustedes? —preguntó Jack con calma pero con firmeza.
—Anoche Carmichael y yo llegamos a una encrucijada bastante tenebrosa. Los nuestros siempre se han conformado con permitir que las personas como usted se ocupasen de la Coalición a su modo, usando sus propios mecanismos. Nosotros jamás fuimos valientes, no como usted y aquí el capitán. Nosotros solo queríamos vivir e integrarnos. Carmichael me hizo ver anoche, después de dejarlo a usted y sus hombres allí, que esta cobardía no podía continuar. Hemos tenido renegados en nuestra familia que intentaron ayudar al mundo a luchar contra personas como las de la Coalición, pero siempre fueron muy pocos. Pero Carr me convenció de que podíamos confiar la verdad a su Grupo.
Jack y Carl intercambiaron una mirada en la que iba implícita la pregunta, ¿de qué carajo va esto?
—Carr se está muriendo; me imagino que ya lo habrán supuesto. Yo también estoy condenada. Somos los últimos de nuestra especie. Los Keeler eran la última familia capaz de engendrar hijos, y Jackson era el último. Nuestro linaje quizá hubiera continuado un poco más, pero Jackson Keeler perdió a su hermano en 1941, en Pearl Harbor. Puede que él hubiese sido capaz de tener hijos, como su abuelo, pero nunca lo sabremos.
—Esto no tiene ningún sentido —dijo Everett, frustrado.
—Somos los últimos de Pompeyo, el grupo que se separó de los Julia hace más de dos mil años. Pues bien, hemos engendrado con otras familias de Pompeyo hasta que la práctica debilitó la capacidad de reproducirse de nuestros cuerpos.
—Me cuesta mucho creer su historia —dijo Collins, al que le apetecía levantarse y dejar a esos dos chiflados solos con sus fantasías.
—Sabíamos que le costaría. No obstante, lo creerá, coronel. Lo obligaremos a creer. —Martha miró a Carmichael y cobró fuerzas—. La Coalición también está entrando en sus últimos días. Puede que les quede una generación o quizá dos, pero están acabados, igual que nosotros.
Jack por fin consiguió que al menos los bordes del rompecabezas encajaran.
—Son todos lo mismo, la Coalición y ustedes, el mismo linaje.
—Exacto. Sin embargo, no es la historia completa. Como ya he dicho, los pergaminos, de un modo indirecto, nos pertenecen a Carr y a mí. La Coalición también puede reclamarlos como propios. Fueron nuestros ancestros los que hicieron los pergaminos que tienen ustedes en su posesión. Los hicieron hace ya quince mil años.
—No estará diciendo…
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo, coronel. Usted vio el gran mapa en relieve en Nueva York, supongo. —La mujer se detuvo y miró a Rothman, y dudó antes de hablar, con la esperanza de que el anciano la aliviara de la carga.
—Lo que Martha quiere decir, coronel Collins y capitán Everett, es que nosotros y unos cuantos miembros de la Coalición Julia somos los últimos descendientes de una civilización que los soñadores y los aficionados a la ficción llaman Atlántida.
Jack y Carl fueron pacientes y escucharon el relato más extraño que habían oído jamás. Les asombró la historia que Martha y Carmichael relataron: cómo dos mil de sus ancestros habían sido ocultados siendo niños, y se habían salvado de la destrucción de la Atlántida. Su pequeña sociedad había aprendido a confundirse con la humanidad en conjunto, pero a la vez se mantenían separados y puros por medio de la endogamia. Con la intención inicial de no volver a permitir jamás que nadie tuviera la arrogancia de esclavizar a los pueblos inferiores del mundo, los atlantes se habían convertido en observadores de las sociedades destructivas que los rodeaban. Es decir, hasta el comienzo de los Julia, que recordaban el poder del gobierno.
Habían hecho intentos menores de inclinar el poder hacia su lado del tablero muchas veces, pero jamás habían elegido un apoderado lo bastante sabio como para manejar el dinero y el poder que ellos ofrecían. Desde la Santa Iglesia Romana, pasando por España, Inglaterra, Napoleón y Hitler, habían fracasado en cada intento. Si bien la purificación de las razas era un objetivo de la Coalición en todas sus formas, jamás había sido la intención del cuerpo gobernante eliminar las razas en general. A los ojos de los atlantes, eso habría sido una tontería. ¿Por qué eliminar a esos que mejor pueden servir a la clase gobernante? Mantenlos bien alimentados, permíteles unas cuantas libertades y te seguirán adonde sea. El suyo era un sistema de clases, amos y siervos. Si sabes que eres la raza de los amos, ¿hace falta ser una mente brillante para no decírselo a los que no lo son? Y al contrario, ¿no es mucho más inteligente consentir que la gente se haga la ilusión de pensar que su valor es igual?
Jack y Carl intercambiaron miradas de incredulidad cuando Martha detuvo su versión de una lección de historia del mundo.
—Lo que necesitamos es llevar a las personas que asesinaron a su amigo, sus empleados y nuestra gente ante la justicia. No los desvaríos de una subsociedad que jamás podría lograr lo que están sugiriendo ustedes. El asesinato de inocentes es lo que me preocupa —dijo Jack.
—No, coronel, hay más cosas que deberían preocuparle —dijo Martha mientras le ofrecía a Carmichael otra pastilla de morfina—. Sospechamos que la Coalición esta vez se está saltando la fase de la nación marioneta y pretende conseguir de forma directa su propia forma de dominación. Una forma que hace que la humanidad tenga que depender de ellos en lugar de los gobiernos.
—El tiempo se está acabando, joven. Ya están sustituyendo a líderes mundiales con su propia gente; dos ya han caído y caerán más. Está ahí mismo, en los periódicos.
—¿De qué están hablando? —preguntó Collins.
—Los magnicidios de Alemania y Japón, relaciónelos con los terremotos y el asesinato de Jackson Keeler. Las piezas encajan.
—En su retorcido rompecabezas pintado por Picasso, quizá —dijo Everett.
—La explicación no es sencilla, capitán. Toda nuestra vida, desde la infancia a la edad adulta, nos han transmitido historias. Relatos de nuestros ancestros que han ido pasando de boca en boca, de generación en generación, relatos que nos contaban cómo nuestra antigua civilización se perdió bajo el mar. Uno era el relato de una gran arma que utilizaba el poder de la propia Tierra para destruir a sus enemigos. Una máquina que era capaz de hacer que la tierra temblara y se moviera bajo los pies de ejércitos enteros y los destruyera.
—Nos estamos saliendo un poco del tema. Vamos a ver, ¿cuentos de hadas? Venga, hombre —dijo Everett, pero Jack puso la mano en el brazo de Carl cuando este empezó a levantarse para irse.
—Continúe, Martha.
—Los pergaminos los encontró en un principio un hombre, un arqueólogo que formaba parte de nuestra sociedad. Buscó la financiación de la Coalición en un vano intento de unir a los dos bandos en una empresa beneficiosa para ambos: su excavación arqueológica para encontrar los pergaminos ocultos. Pues bien, eso fue lo que hizo, encontrarlos. Los desenterró en España, justo donde los antiguos relatos decían que estarían. Solo que en los pergaminos, la Coalición descubrió el diseño de la onda de los antiguos, el mismo mecanismo de leyenda y la misma arma que había destruido la Atlántida miles de años antes.
—¿Tú te tragas algo de esto, Jack? —preguntó Carl, pero vio que Collins estaba escuchando con interés.
—El mecanismo se iba a construir y probar. Al menos eso fue lo que este sencillo hombre de ciencia sospechó de sus patrocinadores financieros, la Coalición. El diseño estaba incompleto porque faltaban tres objetos perdidos que controlan el mecanismo utilizado para crear terremotos. Se conocían como las llaves atlantes. Diamantes azules industriales que eran tan grandes que jamás piedra semejante había salido de una mina de la Tierra. Dos de esos diamantes se perdieron con nuestra civilización, mientras que el otro se enterró en secreto… —Martha miró a los dos hombres con atención, con la esperanza de obtener una reacción—, en Etiopía.
Everett se quedó de repente muy quieto en su silla. La historia acababa de dar un giro más realista hacia la zona de la credibilidad.
—El descubridor de los pergaminos sabía que no podía permitir que se construyera ese mecanismo. Por tanto, huyó con el mapa encontrado con los pergaminos. Una placa de bronce imbuida de extrañas propiedades que contenía las coordenadas exactas de dónde encontrar la llave atlante enterrada. La placa con el mapa se envió a América.
—La familia Keeler —dijo Jack.
—Exacto, coronel; al padre de Jackson Keeler, para ser más precisos. Bien, tras la desaparición del único objeto que permitiría descubrir el escondite de la última llave, al pobre profesor lo asesinaron y los pergaminos desaparecieron hasta que ustedes los descubrieron en su osado asalto. Sin embargo, eso no detuvo a los poco escrupulosos hombres de la Coalición. Se dice que un industrial alemán construyó de todos modos el arma de ondas sonoras. Solo que en vez de utilizar el diamante azul gigante, él utilizó un cristal y basó el diseño atlante en eso. Sin mirar los pergaminos. No sabemos nada de los detalles de la construcción. Su experimento se realizó en una pequeña isla del mar de Java. Un lugar llamado Krakatoa.
Jack miró a Carl y dejó que fuera él el que afirmara lo obvio.
—¿Entiendo que necesitan de verdad ese diamante azul para que funcione?
—Sí. Sin embargo, Carmichael y yo creemos que no están esperando a que se descubra la llave. Se nos dijo que el arma funcionaria a pequeña escala, y que todavía podría afectar zonas de forma indirecta. Esto lo hemos sabido por miembros de la Coalición que han dejado su sociedad. Los terremotos en Oriente Medio, los ataques en Corea del Norte y Rusia, unidos al asesinato de Jackson, todo apunta a que la Coalición está implicada.
—Esperen. ¿Están basando todas estas especulaciones en una historia que les han transmitido? Están basando la fuerza de esta arma y la historia entera en simples rumores. Es forzar las cosas —dijo Everett.
—En circunstancias normales no esperaría que lo creyera, capitán Everett, pero en este caso, son algo más que simples rumores. El profesor que descubrió los mapas y los pergaminos, y que estudió los diseños con detalle, se llamaba Peter Rothman; era el abuelo de Carr. El hombre que la Coalición asesinó en su empeño por conseguir el arma.
Everett se quedó inmóvil y Jack asintió, comprensivo.
—De acuerdo, así que son algo más que simples rumores. Lamento lo de su abuelo —dijo Everett, que se sentía como un imbécil.
—¿Qué se ganaría si Corea del Norte y del Sur entraran en guerra? —preguntó Jack, para volver a poner en marcha la conversación.
—Se ganaría unos Estados Unidos más débiles, coronel, un país que ya no tendría ninguna fuerza moral en los asuntos del mundo. Con las pérdidas de las cosechas en Rusia y China y sus capitales y ciudades importantes arrasadas por los terremotos de la onda atlante, los gobiernos no sobrevivirían a menos que los respaldara y apuntalara alguien, o alguna entidad.
—La Coalición —dijo Jack.
—Exacto.
—¿Por qué el asalto mortal a la oficina del señor Keeler?
—Ese es el punto al que tenemos que llegar —dijo Martha—. Como saben, la placa con el mapa se envió al padre de Jackson Keeler. Justo antes de que la Coalición encontrara el rastro que llevaba hasta él con la ayuda de los nazis, el padre de Jackson la envió a un lugar seguro. Su hijo fue el primer receptor y después se la entregó a otro antiguo para que la pusiera a buen recaudo.
—¿A quién se le dio y dónde está? —preguntó Carl.
—En el mismo sitio en el que ha estado los últimos setenta años, joven: en una caja fuerte.
—¿Dónde está la caja fuerte? —preguntó Jack.
—A bordo de un barco de guerra de la Marina estadounidense, el mismo barco al que fue destinado el hermano de Jackson Keeler. El teniente Keeler hizo lo que le ordenó su padre y se la entregó a un miembro secreto de la última familia de la Atlántida, el capitán de su barco. La placa con el mapa ha permanecido a bordo hasta este día.
—¿En qué barco de guerra, que siga en activo, podría estar la placa después de todos estos años? —preguntó Jack, perplejo.
—El USS Arizona —respondió Martha.
Jack y Carl apartaron la mirada de los dos ancianos y se quedaron mirando el uno al otro por un momento. Collins quería decir algo, pero se había quedado sin habla. Everett, por otro lado, no.
—Jesús, Jack.
Collins y Everett iban casi corriendo pasillo abajo para hacerle llegar la información a Niles, en Washington, cuando oyeron una voz femenina que los llamaba a su espalda. Jack vio a Sarah McIntire corriendo hacia ellos, pero los dos militares no refrenaron el paso. Collins solo le hizo un gesto a la joven para que se apresurara.
—No tengo tiempo, McIntire —fue todo lo que dijo cuando la teniente los alcanzó sin aliento—. Se te asignará una nueva tarea en cuanto lo comentemos con Virginia y Niles y lo aprueben. Vas a empezar a leer unos pergaminos antiguos.
—Pero, Jack, tenemos un teoría sólida sobre los terremotos. Ahora sabemos que es posible que fueran provocados por el hombre y que puede que los causara y activara el…
—¿Sonido? —dijo Jack, interrumpiendo la espectacular noticia.
Sarah se paró en seco con un resbalón.
—¿Cómo coño sabías tú eso?
—Dos antiguos atlantes nos lo acaban de contar —dijo Everett sin dejar de caminar.
Sarah observó a los dos hombres llamar al ascensor y corrió para alcanzarlos.
—Creo que tenéis que explicarme el chistecito ese de los «dos antiguos atlantes», chicos.
Virginia se sentía fuera de lugar sentada ante el escritorio de Niles Compton. Miraba un monitor que mostraba los rostros de Martha y Carmichael y sacudía la cabeza mientras Jack se lo explicaba todo.
—¿Estás convencido de que están diciendo la verdad? —dijo Virginia sin quitar los ojos de la pareja de ancianos.
Jack tiró un rollo de papel sujeto por una goma sobre el escritorio.
—Según la medición del polígrafo de la tensión en su voz, sí.
—Tenemos que enviarle esto a Niles y esperar que él pueda convencer al presidente de su validez.
Virginia al fin apartó la mirada de Martha y Carmichael, cuya imagen seguía estando en el monitor montado en la pared, y tecleó unas órdenes en el ordenador. Tras un momento, otro monitor cobró vida y allí estaba Niles, con aspecto ojeroso y agotado.
—¿Qué tenéis?
—Niles, como sabes, a Sarah se le ha ocurrido la forma en que los terremotos se podrían haber iniciado. Y aquí Jack acaba de confirmar la teoría y quiénes fueron las personas responsables.
—¿Qué?
Collins se puso junto a Virginia para ver a Niles. Sarah se mordía el labio inferior y miraba a Carl, que permanecía allí con gesto adusto.
—Niles, habla con el presidente y hazle entender que ahora sabemos algo de las personas responsables de los fenómenos antinaturales que han estado ocurriendo por todo el globo. Son también los que atacaron a nuestro equipo en Nueva York y además asesinaron al agente Monroe y a su esposa.
—Haré lo que pueda, pero, Jesús, esto parece sacado de una mala película de espías.
—Quizá, pero yo les creo, Niles.
Este se limitó a asentir y después la imagen se quedó en blanco.
Una hora después, Alice entró con café para las cuatro personas que había en la sala de reuniones. Se quedó de pie junto a su asiento y miró a Sarah, después a Jack y a Carl.
—Los tres habéis hecho un buen trabajo. Si no necesitáis a esta vieja, creo que me voy a dar un paseo hasta seguridad y llevaré a nuestros invitados Martha y Carmichael a la cafetería. Estoy segura de que piensan que nuestro concepto de la hospitalidad deja mucho que desear.
—Llámalos sin más y diles que se reúnan allí contigo; puede que ya tengan las llaves de todas las puertas —bromeó Carl.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Virginia mientras tomaba su café y hacía una mueca, se acababa de dar cuenta de que ella no quería café.
—Hemos alertado al Servicio de Parques Nacionales de Honolulu y reforzarán la seguridad hasta que llegue una dotación de marines al puesto. La Marina proporcionará vigilancia y apoyo las veinticuatro horas y Carl y yo salimos hacia allá en unos treinta minutos. Carl ha pedido que el equipo 6 de los Seal también esté preparado. Esta gente no se anda con chiquitas cuando se trata de conseguir lo que quieren. Pídele a Niles que le diga a su viejo amigo el presidente que nos consiga los permisos necesarios para bucear en nuestra vieja amiga la Arizona. El Servicio de Parques está cooperando al máximo, pero sigue siendo muy quisquilloso cuando se trata de este buque en concreto.
—Bueno, es un cementerio naval —dijo Sarah.
—No obstante, tenemos que entrar. Debemos conseguir la placa con el mapa por dos razones. Una, demostrará que la Coalición está detrás de este desastre, y dos, no podemos dejar que esos chiflados hambrientos de poder le pongan las manos encima.
—Buena suerte. Entre tanto, estoy segura de que el FBI y el resto de las fuerzas de la ley están deseando obtener los nombres de los hombres y las mujeres que componen esa supuesta Coalición Julia —dijo Virginia cuando por fin apartó la taza de café.
—Carmichael y Martha solo tienen el nombre de un coalicionista americano sobre el que únicamente han oído rumores, un tal William Tomlinson. Creen que es uno de los peces gordos, pero no están seguros. No hay más.
—El teniente Mendenhall está a punto de cerrar este sitio a cal y canto, nadie entra ni sale. No sabemos cuánto saben estas personas ni qué información obtuvieron torturando a los nuestros en Nueva York. Tenemos que basar nuestras reacciones en el mensaje que nos dejaron en el almacén —dijo Everett cuando Jack y él se levantaron para irse.
—Por aquí hemos redistribuido a los cerebros, ahora que ya no hemos de ocuparnos de la cuestión de los terremotos. A Sarah y al resto se les utilizará en el departamento de Historia Forense y en el de Ingeniería, leyendo idiomas antiguos y descifrando los pergaminos y mapas. Necesitamos saber con exactitud a qué clase de tecnología nos enfrentamos aquí.
—Bueno, si alguien puede conseguir desentrañar quince mil años de historia, es este Grupo —dijo Jack, y se levantó para irse.
—Vosotros dos, tened cuidado, lo vuestro con las balas es pura atracción, y uno de estos días, vais a conocer una muy de cerca —dijo Sarah mientras clavaba los ojos en los de Jack.
—¿Estás de broma? Somos más rápidos que una bala, más potentes que una loco…
—Anda, vete a coger tu avión —dijo Sarah para cortar en seco la broma de Everett.