Collins, Everett, Mendenhall y Ryan se encontraban junto a las oficinas del bufete de Evans, Lawson y Keeler, fácilmente identificables para el público por las cintas policiales de color amarillo chillón que rodeaban la antigua casa de piedra. El Departamento de la Policía de Boston tenía varios focos de luz colocados delante del edificio y varios policías de uniforme vigilaban de cerca a los curiosos.
Las cazadoras negras que vestían los cuatro hombres tenían la insignia de la ATF en la espalda y sobre el pecho, a la izquierda. Jack se acercó a la fachada del edificio y enseñó su identificación.
—ATF, de Nueva York —empezó a decir. Se encontró con que ni siquiera necesitaba esa pequeña presentación con el policía que hacía guardia en el gran pórtico que llevaba a las oficinas. El tipo se limitó a señalar las puertas dobles de entrada.
—Robos-Homicidios se ha instalado en el vestíbulo, amigo. También hay café.
—Gracias —dijo Collins y les hizo un gesto a sus tres hombres para que lo siguieran.
El olor a muerte golpeó a Jack en cuanto entró. Las luces fluorescentes iluminaban la recepción del prestigioso bufete y parecían contradecir toda la violencia que había tenido lugar allí menos de veinticuatro horas antes.
—Meternos en escenas de este tipo se está convirtiendo en una costumbre de la que puedo prescindir, Jack —dijo Everett, que sacó su identificación cuando entró un detective que salía del largo pasillo que había tras la recepción y los miró.
—Sigue siendo un mundo duro —fue todo lo que contestó Collins.
—¿Puedo ayudarlos?
Jack miró al hombre vestido de civil, con las mangas de la camisa enrolladas, y vio que llevaba la funda de una pistola en el hombro.
—ATF. Los nuestros llamaron hoy y hablaron con un tal capitán Harnessy. Encontramos una correspondencia en el informe de balística que redactó su departamento.
—Lo del almacén, ¿no? —dijo el detective.
—¿Podemos echar un vistazo? —preguntó Everett, y empezó a rodear al detective.
—No hemos terminado la investigación de la escena del crimen, así que…
—Mire —Jack se inclinó y miró bien la placa del hombre—, teniente, estamos dispuestos a compartir la información que tenemos, y tenemos mucha. Dispuestos siempre que no haya que jugar a las jurisdicciones. Lo crea o no, estamos todos del mismo lado.
El teniente miró a su alrededor y después asintió.
—De acuerdo, pero voy con ustedes y no tocan nada. Mi capitán lleva a rajatabla lo de la escena del crimen limpia y demás.
Jack sonrió y echó a andar hacia la puerta de la recepción.
—Sé a qué se refiere; nuestro director también lleva las cosas a rajatabla.
Cuando atravesaron la puerta, Carl se adelantó y le susurró algo a Jack antes de que el poli de Boston los alcanzara.
—Sobre todo si se entera de que estamos aquí.
—Ay, tío —siseó Ryan cuando vio la primera mancha de sangre en la moqueta, donde habían matado a la primera víctima.
—Se cargaron al guardia de seguridad aquí. Al resto de las víctimas las separaron en seis despachos diferentes y las ejecutaron a tiros.
Jack atravesó la primera puerta que vio, que era la sala de reuniones principal. A Collins le pareció que en aquella gran sala habían matado a cuatro o cinco personas. Había manchas en el suelo alfombrado y en la pared.
—La segunda remesa de personas murió aquí, pensamos. Un hombre, tres mujeres, todos con un tiro en la cabeza. A las señoras les dispararon contra la pared, como si de una ejecución se tratara.
—Jesús, ¿con quién coño estamos tratando aquí? —preguntó Ryan cuando salió de la sala.
Mendenhall no dijo nada cuando se reunió con Ryan. Él había pensado exactamente lo mismo cuando había visto las muertes en el almacén, y después de dos días seguía sin poder entender qué clase de hombre mataba de forma tan despiadada.
—¿Ustedes piensan que el motivo fue el robo? —preguntó Jack cuando salió con el detective.
Al entrar en el pasillo, varios miembros del equipo de investigación de la escena del crimen pasaron a su lado con enormes cajas. El último de la fila era un hombre con una bata blanca que sacó varias fotos de una gigantesca mancha de sangre que había en la pared. Cuando los cinco hombres se alejaron, el fotógrafo de la policía tomó varias fotos más y después se fue. No se apresuró ni llamó de ninguna otra forma la atención mientras se dirigía a la puerta principal después de recoger una caja negra. Saludó con la cabeza a los policías uniformados del exterior, pasó junto a los mirones, cruzó la calle con tranquilidad y desapareció.
A Collins y los otros los llevaron a un despacho muy bien amueblado. Una gran mancha de sangre había empapado la moqueta beis delante del escritorio de roble. El detective señaló un retrato de tamaño considerable que sobresalía de la pared contraria. Jack vio la caja fuerte abierta empotrada en una cavidad que había detrás del cuadro.
—La caja fuerte se encontró así, solo tenía las huellas del socio mayoritario… —Consultó una pequeña libreta—. El señor Jackson Keeler. Se hallaron veinte mil dólares en efectivo, junto con varios objetos personales y documentos legales.
—¿Qué faltaba?
—No lo sabemos de momento. El señor Keeler no tiene parientes vivos y sus socios están entre los asesinados.
—Tiene que ser algo bastante bueno para haber matado a tantas personas —dijo Ryan mirando en la caja fuerte.
—Por el momento podría ser cualquier cosa, o nada. Sea quien sea el que mató al señor Keeler, disfrutó a conciencia. Le dispararon diez veces.
—Así que quizá no consiguieron lo que querían. Tal vez fue eso lo que hizo enfadar a sus asesinos —comentó Everett mientras contemplaba la gran mancha de sangre.
—¿Las balas que se le extrajeron a Keeler encajaban con las de los otros?
—No lo sabemos todavía; aún no se le ha hecho la autopsia. El forense parece ir con un poco de retraso. Supongo que no estaba preparado para tanta demanda.
—¿Captaron algo las cámaras de seguridad? —preguntó Jack.
—No, los cables estaban…
—¿Qué coño está haciendo, visitas guiadas?
Jack y los otros se volvieron al oír la voz atronadora con un tono cantarín irlandés. Un hombre grande había entrado en el despacho, con las manos apoyadas en las caderas, y miraba furioso al detective.
—Capitán, estos hombres son de la ATF y querían…
—Me importa una mierda lo que quieran. ¡Que salgan cagando leches de aquí! ¿Sabía que tiene más gente aquí dentro que en el estadio de los Red Sox? A uno de nuestros fotógrafos de la escena del crimen lo han atacado fuera hace solo veinte minutos. Le han dado una paliza de la hostia. Así que se acabaron los tratos de favor. Los de la ATF que sigan los canales habituales.
Tres minutos después Jack y los otros estaban al otro lado del cordón policial.
—¿Y ahora qué, coronel? —preguntó Mendenhall.
—El despacho del forense, quizá él tenga algo que podamos utilizar.
Las identificaciones falsas de la ATF volvieron a funcionar sin dificultades. Las instalaciones del forense estaban atestadas de familiares y especialistas de refuerzo a los que habían pedido que acudieran desde otras ciudades para ayudar a la oficina de Boston con las víctimas de la masacre. Jack cogió por banda a la primera bata blanca agobiada que pudo parar.
—Jackson Keeler… ¿ya le han hecho la autopsia? —gritó Collins por encima del estruendo de los llantos de las familias y las voces de los agotados médicos.
La joven quiso soltarse de la mano de Jack, pero cuando vio que le apresaba la muñeca como un grillete de hierro, miró rápido su tablilla.
—Número tres. Acaban de empezar.
Collins soltó a la mujer, que salió disparada hacia una muchedumbre de personas y empezó a explicar el retraso en el proceso de identificación. Los cuatro hombres observaron un momento y lamentaron el sufrimiento que estaba causando a las familias esa tragedia perpetrada a sangre fría.
Después se dieron la vuelta y fueron a dos puertas juntas. Una decía «Sala de reconocimiento 3» y la siguiente estaba marcada como «Observación».
Jack escogió esta última. Cuando entraron los cuatro hombres, vieron que había dos estudiantes de Medicina junto al cristal. Los jóvenes miraron a los cuatro hombres de las cazadoras negras con la curiosidad que mostraría alguien por un bicho que se le acabara de colar en el bocadillo. Everett levantó la identificación y los dos estudiantes tragaron saliva y se pusieron al otro extremo del cristal.
Dentro, la autopsia ya había comenzado. En una pizarra que había delante de la mesa de acero inoxidable había una identificación escrita a toda prisa: «Jackson Keeler, 78 años, 4 meses».
El altavoz que había en la sala de observación estaba conectado al micrófono utilizado por el médico forense cuando empezó a trabajar sobre el anciano abogado.
Veinte minutos después, Everett se inclinó hacia Jack.
—Bueno, supongo que lo único que vamos a sacar es la causa de la muerte.
—Maldita sea. Esperaba que saliera algo de aquí —dijo Collins, que se dio la vuelta y se sentó en una silla junto a Will y Jason.
Ninguno de los cuatro hombres prestó atención alguna a los estudiantes de Medicina; la chica se había levantado y se había acercado al intercomunicador.
—Doctor Freely, cuando su ayudante quitó la dentadura postiza del sujeto, se le cayó algo de la boca.
Everett observó que el ayudante de la sala de autopsias se inclinaba, recogía algo del suelo y lo levantaba hacia la luz.
—Jack, puede que quieras ver esto —dijo Carl, que observaba con atención.
—Es un trozo arrancado de un papel. Parece que hay cuatro nombres, son difíciles de distinguir —dijo el ayudante mientras lo colocaba delante del forense.
Jack miró a Everett y los dos se dirigieron a la puerta.
—Ryan, Will y tú id a arrancar el coche y recogednos en la puerta principal.
El médico forense iba a coger el trozo arrancado de papel cuando se abrió la puerta y entraron dos hombres con cazadoras negras.
—No toque eso, doctor, por favor —dijo Jack.
—¡Eh, no pueden estar aquí, estamos haciendo una autopsia! —dijo el ayudante, e intentó ponerse delante de Everett, que se limitó a coger al hombrecito y apartarlo.
Jack cogió de golpe un par de guantes de goma del mostrador, se puso el derecho y le quitó sin más el papel al conmocionado forense.
—¡Llama a seguridad y que saquen a estos hombres de aquí! —dijo el médico cuando vio que Collins levantaba el papel a la luz.
El ayudante parecía querer cumplir las órdenes de su jefe, pero Everett seguía plantado delante de él con las cejas alzadas.
—ATF, doctor. Vamos a necesitar esto —dijo Jack al tiempo que bajaba el papel y se dirigía a la puerta, seguido de cerca por Everett.
—¿Qué es, Jack? —preguntó Carl cuando alcanzó a Collins.
—Nombres; no los distingo, pero son nombres. Es obvio que Keeler no quería que sus asesinos los vieran, así que se los metió en la boca antes de morir.
Estaban a tres metros de la puerta cuando el gran capitán de policía de Boston entró con el detective que les había hecho la visita guiada del bufete; los dos policías se plantaron delante de Jack y Everett.
—¡Eh, detengan a esos hombres! ¡Acaban de llevarse pruebas de la sala de autopsias! —exclamó el quejumbroso y diminuto ayudante desde la puerta abierta de la sala de reconocimiento.
—Está bien, denme…
Fue todo cuanto llegó a decir el capitán de la policía, porque justo en ese momento Jason Ryan abrió las puertas dobles con todas sus fuerzas y mandó a los dos policías despatarrados al suelo de azulejos verdes. Everett y Collins no esperaron a disculparse, siguieron al más menudo Ryan por la puerta y se metieron en el coche. Mendenhall pisó el acelerador y salieron pitando como si acabaran de robar un banco.
Cuando su coche arrancó, otro vehículo, una furgoneta blanca, dejó el borde de la acera y aceleró, dispuesto a perseguirlos.
Centro del Grupo Evento
Base Nellis de las Fuerzas Aéreas, Nevada
Sarah les había dado un descanso de dos horas a los equipos científicos para que pudieran recargar las pilas. Hasta el momento, al grupo no se le había ocurrido ninguna teoría que explicara de forma aceptable la validez de la teoría del terremoto provocado. Virginia estaba casi lista para llamar a Niles a la Casa Blanca e informarle de que, en opinión del Grupo, si bien no era imposible de hacer, el coste y los problemas logísticos serían excesivos y muy difíciles de afrontar con la tecnología moderna. Cosa que en sí misma tampoco era el evangelio, pero sí estaba muy cerca, dadas las mentes que tenían trabajando en el problema.
Virginia y Alice se sentaron con Sarah en la enorme cafetería. Las dos optaron por tomar un té y miraron el sándwich sin terminar de Sarah.
—¿Estamos interrumpiendo algo? —preguntó Alice con su agradable sonrisa.
La geóloga dio un pequeño salto, como si hubiera estado sumida en sus pensamientos.
—Ah, hola, señoras. No, no estáis interrumpiendo nada más que la contemplación del fracaso.
—¿Fracaso? Yo no diría eso, Sarah. El presidente no te ordenó que provocaras un terremoto, solo que demostraras si es posible que lo provocaran otros. No has fracasado en nada.
Sarah miró a Virginia y después a Alice y esbozó una sonrisa triste.
—¿Sabéis?, puede que os suene raro, pero creo que podría hacerse. Ya, ya sé que las afirmaciones de los norcoreanos quizá no sean más que una cortina de humo, pero creo que las respuestas están ahí fuera y que somos incapaces de encontrarlas.
Alice dio unos golpecitos en la pequeña mano de su compañera.
—Bueno, no te lo tomes tan a pecho. Deberías pasar el resto de tu descanso abajo, en la sala de catalogación de artefactos, es donde está toda la emoción.
—Sí, bajé antes y vi ese mapa grande y el otro con las líneas extrañas que lo recorren —dijo Sarah; cogió la cuchara y jugó con la sopa fría.
—No solo eso, además se toparon con unos pergaminos de la antigua Roma. Julio César, nada menos —dijo Alice antes de coger su taza de té y tomar un sorbo.
—¿César? ¿Por qué iban a estar mezclados sus pergaminos con los textos antiguos? ¿No me digas que Jack y Carl la cagaron cuando embalaron y lo metieron todo junto?
—No, no. El coleccionista hizo que los catalogaran así. Todo colocado por fechas. Están trabajando en ello ahora mismo. Hay mucha emoción en esa sala, de verdad; sobre todo con esos pergaminos científicos y otras cosas que son muy poco comunes —dijo Virginia—. Así que incluso si a tu equipo no se le ocurre ninguna forma de provocar terremotos, todavía tenemos cosas de sobra para que todos los investigadores estén entretenidos.
Alice y Sarah observaron que Virginia había dejado la taza de té y parecía distante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sarah.
—Oh. Es que acabo de darme cuenta de lo ridículo que es todo esto cuando piensas en lo que está pasando en el mundo. Quiero decir que tenemos críos, muchachos americanos, que están muriendo, y aquí estoy yo, actuando como una colegiala por un montón de trastos que en realidad no significan nada comparados con las vidas humanas.
—¿Y ahora quién está siendo dura consigo misma? —dijo Sarah, y dio unos golpecitos en la mano de Virginia.
—No, es que a veces la estupidez de la gente hace que me apetezca chillar tan fuerte que podría romper ese vaso.
Sarah sonrió, pero después una extraña expresión cruzó por su cara.
—¿Qué acabas de decir?
—Oh, por favor, podría hablar y no parar de la estupidez de…
—Romper el vaso —dijo Sarah en lugar de esperar a que Virginia terminara.
—¿Disculpa? —preguntó Virginia.
Sarah cogió su vaso de agua y lo miró. Después lo dejó en la mesa y miró a Virginia y a Alice.
—¿Qué le pasa a un cristal cuando una cantante de ópera alcanza cierto nivel de decibelios?
—Bueno, he oído que pueden… —Virginia fue dejando de hablar a medida que caía en la cuenta de lo que Sarah había preguntado—. ¿Te refieres al sonido?
—¿Sonido y terremotos, Sarah? —preguntó Alice, y bajó su taza de té.
Sarah se levantó y sonrió.
—Disculpen, señoras. Tengo que hacer unas llamadas.
—¡Maldita sea! —exclamó Jack en el asiento del copiloto.
—¿Qué? —preguntó Will mientras doblaba una esquina todo lo rápido que podía sin perder tracción.
—¡Deberíamos habernos traído un portátil para poder conectarnos al Europa!
—Espera un minuto, Will; aparca junto a esos chavales —dijo Ryan desde el asiento de atrás.
Mendenhall se arrimó a la acera y Ryan salió de un salto. Everett, Collins y Will observaron a Ryan hablar animadamente con los chicos sobre algo.
Durante los últimos quince minutos habían estado intentando leer los nombres del papel húmedo y al fin les parecía que tenían los cuatro: Henry Fellows Carlisle, Davis Cunningham Ingram, Martha Lynn Laughlin y Carmichael Aaron Rothman. Ninguno de los cuatro reconoció los nombres, pero significaban algo para alguien, eso al menos estaba claro. Jackson Keeler había querido protegerlos hasta el punto de morir por ellos, y las personas que lo habían matado los habían buscado sin piedad.
—¿Qué carajo está haciendo el aviador? —preguntó Everett. Ryan terminó de hablar con los adolescentes, regresó a la carrera al coche y saltó dentro.
—Tercera con Argyle —dijo al tiempo que se acomodaba.
Everett miró a Ryan sin comprender.
—Necesitas conectarte al Europa, bueno, pues hay un cibercafé en la esquina de la calle Tercera con Argyle.
—Los de la Marina nunca dejáis de asombrarme —dijo Jack cuando el coche se metió a toda velocidad en el tráfico.
El hombre que había hecho las fotos de Jack y su equipo en el bufete estaba sentado en la parte trasera de la furgoneta blanca e instruía al conductor para que los siguiera hasta el corazón de Boston. La bata blanca que había empleado y la identificación que le había quitado al técnico forense de la policía yacían arrugados en el asiento de al lado. Estaba usando un revelador de fotos portátil en la mesa plegable que tenía delante. La primera foto del hombre salió clara como el cristal cuando sacó la instantánea de veinte por veinticinco todavía húmeda de la boca de la máquina. Encendió una luz interior y examinó el rostro. Por fin sabía con seguridad que era el mismo hombre que había visto en el almacén.
Se saltó las otras cinco imágenes del rollo, las apartó, colocó la foto de Collins dentro de un escáner y cerró la tapa. Después abrió el portátil y examinó la foto en blanco y negro más de cerca. Centró el cursor en la placa de identificación y aumentó el zoom cien veces. El nombre quedó enfocado.
—John Harriman, ATF —murmuró el técnico melenudo por lo bajo—. Veamos si eres quien dices ser, John.
El hombre cogió un móvil e hizo una llamada. Dio el nombre y el departamento del sujeto y después esperó.
—Así que no hay ningún John Harriman en Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, ¿eh? Me lo estaba oliendo, este tío es demasiado eficiente para ser funcionario. —El hombre lo pensó un momento—. Mira, ¿puedes obtener una identificación visual de este hombre y ver si te surge alguna correspondencia? Esperaré.
La persona con la que estaba hablando era un operativo secreto que estaba en la nómina de Dalia, lo utilizaban en muy raras ocasiones por el cargo que ostentaba en la división de archivos federales. No se quemaba a alguien que estaba en posición de darte ese tipo de información.
Sonó el móvil
—¿Qué tienes? —Escuchó y escribió la información—. ¿Eso es todo? ¿Coronel Jack Collins, Fuerzas Especiales del Ejército de Estados Unidos en servicio especial y luego nada? Ya le transmitiré a Dalia que has sido de gran ayuda —dijo con tono colérico.
—Están arrimándose a la acera enfrente de ese cibercafé —dijo el conductor.
—Aparca por ahí cerca y por Dios, que no te vean. Esos tipos están empezando a ponerme un poco nervioso.
El hombre abrió el móvil y marcó un solo número.
—Aquí Cerradura. Te voy a mandar por fax unas fotos. Nuestros amigos del almacén han vuelto. Fueron al bufete, después a la morgue, y se largaron de allí a toda leche. Escucha, Dalia, he utilizado a la fuente que tenemos en archivos oficiales y estamos tratando con una incógnita; identificó a un tal coronel Jack Collins, Ejército de los Estados Unidos. Perteneció a Operaciones Especiales y ahora está en servicio especial en una entidad desconocida; creo que sus hombres y él pueden haber descubierto algo en la oficina del forense porque se largaron de allí cagando hostias. Voy a hacer que sigan a estos tíos, pero necesito refuerzos importantes. ¿El equipo de asalto de Boston sigue en la ciudad? Gracias. Ahora voy a ver si puedo enterarme de lo que están haciendo. Te volveré a llamar.
El hombre sacudió la cabeza, sabía que Dalia no terminaba de comprender que de alguna manera había dejado que una posible agencia federal de pericia desconocida le siguiera la pista a sus movimientos. Oh, la dama actuaba con gran calma, pero claro, ella estaba a salvo en Nueva York, mientras que él estaba con el culo al aire, persiguiendo a un puñetero boina verde y a su equipo, tipos que te hacían cagarte de miedo con solo mirarte.
—Maldita sea, esto es demasiado —murmuró, se llevó el teleobjetivo al ojo y empezó a examinar el cibercafé en busca de Jack Collins.
Jack se sentía expuesto mientras Carl y él establecían el enlace con el Europa. Everett mantenía el ojo puesto en los clientes del cibercafé para asegurarse de que ninguno se paseaba junto a ellos para echar un vistazo. Por suerte, la mayor parte de los chavales del cíber estaba haciendo los deberes o charlando en MySpace y ninguno parecía interesado en los dos adultos. Estaban metidos en una mesa que daba a la parte trasera del local, así que Everett mantenía la mirada puesta sobre todo en las personas que había más cerca del ventanal mientras Jack comenzaba su conversación con el ordenador Cray de Nevada.
Tecleó los nombres que habían leído en el trozo de papel y le preguntó a Europa si había algún tipo de archivo sobre ellos. Al ordenador no le llevó mucho tiempo encontrar a los dos primeros.
«Henry Fellows Carlisle, fallecido, 81 años, muerto en 1999. Antiguo presidente del grupo de compañías Fellows».
—¡Mierda! Uno fuera —dijo Jack.
«Davis Cunningham, fallecido, 90 años, muerto en 2004. Antiguo director general de la compañía de armas de fuego Ingram, director general de fabricaciones en metal Ingram, antiguo presidente de los astilleros Adalay de Maryland».
—Dos fuera.
«Martha Lynn Laughlin, 1932. Presidenta de laboratorios Laughlin, fundadora de la farmacéutica Deeley».
—Muy bien, eso ya está mejor —dijo Jack mientras copiaba la información.
«Carmichael Aaron Rothman, 1921. Antiguo director general de Industrias Rothman, antiguo miembro de la junta de la corporación General Dynamics, antiguo presidente de la junta de aeronáutica Lockheed Martin».
—Uau, menudo par de peces gordos —dijo Everett cuando miró por encima del hombro de Jack.
—Pues sí. Eran los dos últimos nombres del trozo de papel que Keeler se escondió en la boca y también los dos únicos que siguen vivos.
—¿Crees que nuestro colega el abogado tenía una lista de sus amigos?
—O enemigos. Estos dos quizá sean los responsables de su muerte y él quería que las autoridades tuvieran sus nombres.
—Bueno, nosotros no somos la autoridad, pero el que lo encuentra, se lo queda, Jack —dijo Everett.
Collins tecleó los dos últimos nombres y le preguntó a Europa por sus direcciones actuales.
—Virginia. Así que supongo que nos vamos al sur, ¿no?
—¿Por qué no? Nos acercamos y les preguntamos quiénes cojones son y por qué sus nombres están relacionados con más de sesenta y cinco muertes en las últimas veinticuatro horas —dijo Jack mientras apagaba la conexión segura con Nevada.
—Esto podría ser muy interesante —dijo Everett, que salió el primero del cibercafé.
El hombre de la furgoneta apenas había conseguido capturar los dos últimos nombres de la lista y sus direcciones con el teleobjetivo. Los escribió, después cogió el móvil y marcó un solo número, como antes.
—Martha Laughlin y Carmichael Rothman, ¿significan algo para ti?
—Se los pasaré al que me ha contratado.
—Sospecho que se dirigen al aeropuerto —le dijo el hombre al conductor—. Síguelos y confirma que hemos terminado aquí; Dalia puede quedárselos.
Edificio Hempstead
Chicago, Illinois
William Tomlinson había decidido quedarse en la oficina y ultimar los planes para montar las operaciones de la onda desde la ciudad hundida, donde la Coalición estaría protegida por tres kilómetros de agua y otro kilómetro casi entero de lecho marino. Desde que Vigilante se había ido por esa noche, Tomlinson se sentía más cómodo. Suponía que tendría que acostumbrarse a tener al anciano mirando por encima de su hombro, pero cuando estabas habituado a tener tu intimidad, costaba habituarse a lo contrario. Por mucho que necesitara reglas nuevas y ciertos cambios en la Coalición, Tomlinson sabía el valor que tenía la tradición, y Vigilante era al menos eso.
La línea de su teléfono privado zumbó. El magnate respiró hondo, tiró el bolígrafo sobre los planes de las operaciones marítimas en el Mediterráneo y cogió la llamada.
—Sí.
—Me temo que tenemos un problema que no estaba previsto en tus planes.
—Creí que habíamos eliminado la mayor parte de los obstáculos, Dalia.
—Y así es, pero los puntos que faltaban en el diario de Keeler acaban de aparecer.
—De acuerdo, Dalia, entiérralos. Y buen trabajo, por cierto. ¿Cómo descubriste su paradero?
—Estaban ocultos a plena vista en Virginia. Les atribuimos demasiado talento para el subterfugio.
—Nunca te acostarás sin saber una cosa más. Llega hasta ellos antes de que reúnan el valor necesario para empezar a dejar caer nombres. La muerte de Keeler puede que los haya puesto nerviosos.
—William, nosotros no descubrimos los nombres.
Tomlinson se adelantó en la silla.
—¿Qué?
—Las personas que aparecieron en el almacén de Nueva York, mi fuente ha confirmado que fueron ellos los que recuperaron los dos nombres y las direcciones. Se dirigen a Virginia en estos mismos momentos.
El nuevo presidente de la Coalición se recostó en su sillón.
—No es tan grave. Ataca a esos hombres en Virginia cuando aparezcan. Quiero esa peste fuera de nuestro camino. No, espera… Quiero saberlo cuando lleguen y entren en una de las casas. Quiero decirles adiós a los dos antiguos y a ese tal… ¿cómo se llama ese hombre?
—Collins; coronel Jack Collins.
—Creo que lo más apropiado es que acabe yo con esta última amenaza. Muy bien, y por fin puedo decir, un trabajo muy riguroso, Dalia.
Ella hizo caso omiso del tono desdeñoso de Tomlinson.
—Bueno, ¿y supongo que vas de camino a Hawái?
—Sí, salgo en menos de una hora. Mandaré mi equipo de asalto a Virginia para informarte de cuándo puedes llamar. Buenas noches, William.
Les había llevado solo dos horas volar al sur, a Richmond. Jack había decidido ir primero a la casa de Carmichael Rothman, sin más razón que porque Rothman era el último de la lista.
El paisaje era hermoso por aquellas carreteras rurales por las que Mendenhall los conducía entre grandes y ostentosas mansiones. Tardaron treinta minutos enteros en encontrar la dirección adecuada. La casa se internaba en el bosque y tenía un largo camino de acceso de cemento. La gran valla de hierro atravesaba el césped bien cuidado. Había un pequeño edificio junto a la verja de nueve metros de altura, y los recién llegados vieron a dos guardias sentados dentro.
—Díganme todo lo que ven, tenientes —les pidió Jack a Ryan y Mendenhall.
—Ah, sigue el examen —dijo Ryan—. Bueno, además de los dos guardias, la verja es a prueba de impactos. Hay dos postes de sesenta centímetros de grosor que bajan por la verja y se meten en el cemento, anclándola con firmeza.
—Hay un perímetro láser de seguridad que rodea toda la propiedad. No han ocultado la fuente de electricidad muy bien. Si derribas la garita de guardia, tomas la propiedad —dijo Mendenhall al tiempo que se metía en el camino de acceso y se detenía.
—Muy bien. Pero no habéis dicho nada del pequeño edificio que hay al otro lado de la calle. No tiene nada que hacer ahí. No hay casa, ni camino de acceso —dijo Collins, y observó al primer guardia, que salió para saludarlos.
—Pero sí guardias de sobra listos para recuperar la garita que acabáis de tomar vosotros —terminó Everett por Jack.
—Ah —dijo Ryan—. Cómo…
—Fuentes de electricidad independientes. ¿Ves el generador en un lado del edificio? No hay razón para eso en un barrio como este. Además, ¿ves la línea de teléfono que va de la garita a la estructura del otro lado de la calle? Este tal Rothman se toma su seguridad muy en serio. Pero oye, chicos, estáis aprendiendo el oficio… más o menos —dijo Everett mirando a Ryan.
Mendenhall bajó la ventanilla cuando el bien uniformado guardia se acercó al coche. Jack vio que el segundo guardia había desaparecido de la ventana.
—¿Puedo ayudarlos?
—Estamos aquí para ver a Carmichael Rothman —dijo Jack desde el asiento trasero.
El guardia negó con la cabeza.
—El señor Rothman no acepta visitas. Sin excepciones.
Jack lo pensó un momento.
—Informe al señor Rothman de que estamos aquí para verlo por la muerte de Jackson Keeler.
El guardia miró dentro del coche.
—Informaré al ama de llaves. Por favor, no salgan del vehículo.
Los cuatro observaron al guardia darse la vuelta y entrar otra vez en la garita, donde lo vieron coger el teléfono. El otro seguía sin aparecer por ninguna parte.
—Tenemos compañía detrás de nosotros y a la derecha. El arbusto grande que hay junto a la garita… el segundo guardia, sospecho, y tiene un arma bastante grande apuntando… bueno, apuntándome a la nuca.
—Es esa personalidad arrolladora que tienes, Jack —dijo Everett mientras se deslizaba un poco más hacia la puerta.
—Muy gracioso.
De repente, las dos grandes verjas empezaron a separarse. El hombre reapareció y se acercó a la ventanilla delantera del vehículo.
—Por favor, continúen por el camino pavimentado de acceso hasta que lleguen al porche delantero, donde los recibirá la señora Laughlin, una buena amiga del señor Rothman. Me han ordenado que les diga que solo tienen un minuto para convencer a la señora Laughlin de su sinceridad. Si fracasan, los expulsaremos de la propiedad.
El guardia se giró de golpe y regresó a la garita. Mendenhall atravesó despacio la verja.
—Qué suerte, tenemos juntas a las dos personas que más nos interesan —comentó Jack por lo bajo.
Cuando llegaron al porche delantero, vieron a una mujer anciana de pie delante de las ornamentadas puertas doradas. Esta se dirigió con paso lento al coche cuando se detuvo. Collins salió del asiento trasero y miró a aquella mujer no muy alta y vestida con informalidad. La señora se cruzó de brazos y esperó a que hablara Collins.
—¿Señora Laughlin? ¿Martha Laughlin?
Si a la mujer le sorprendió que Jack supiera su nombre de pila, no lo demostró.
—Sí.
—Soy el coronel Jack Collins, del Ejército de los Estados Unidos. Los han informado de que estamos aquí para verla a usted y al señor Rothman con el propósito de hablar sobre la muerte de Jackson Keeler. ¿He de suponer que han oído hablar de ese hombre?
Esa vez Jack vio parpadear a la mujer. Fue lo único que hizo, pero en ese breve instante Jack vio tristeza, pero no conmoción, ante la noticia de la muerte de Keeler.
—¿Por qué le interesa al Ejército la muerte de un abogado, coronel?
—Su nombre y el del señor Rothman estaban en un trozo de papel que el señor Keeler escondió en su persona antes de morir. ¿Sabe por qué haría eso?
—Coronel, este tipo de preguntas no tiene ningún interés para mí ni para el señor Rothman. No veo razón alguna para compartir información de naturaleza privada con el Ejército de los Estados Unidos, al que, tal y como yo lo entiendo, no se le ha encomendado el trabajo, asignado a agencias mucho mejor equipadas para ocuparse del asunto de la muerte del señor Keeler.
—Bueno, puedo empezar con la muerte de treinta y seis de mis compañeros, que no habían hecho nada más que examinar unos artefactos de gran antigüedad.
Jack vio una vez más que la mujer parpadeaba, después cambió de postura y repartió el peso de su cuerpo entre los dos pies.
—Artefactos. ¿El Ejército se ocupa ahora de artefactos? ¿Puede explicar este repentino cambio de dirección de una sección de las Fuerzas Armadas, coronel? Quiero decir que, con todo lo que está pasando en el mundo, yo diría que tienen más que suficiente en lo que ocuparse en lugar de dedicarse a las antigüedades.
Jack sonrió, pero no dijo nada.
—Muy bien, coronel, ha despertado usted mi interés. Usted y sus hombres pueden pasar por aquí.
Jack observó a la mujer subir los cuatro escalones que llevaban a la puerta. Sabía que la señora se había olido algo que no le cuadraba. Eso y el hecho de que la mujer estuviera totalmente vestida y presentable a las cuatro de la mañana le indicaron que detrás de esas puertas los habitantes de la casa no se estaban relajando demasiado. Llamó a los otros con la mano para que salieran del coche y siguieron a la anciana al interior de la casa.
Dos furgonetas blancas se metieron en el camino de acceso y esperaron a que el guardia saliera de la garita mientras otro vehículo similar aparcaba al otro lado de la calle. Cuatro hombres descendieron de la furgoneta y llamaron a la puerta. En cuanto se abrió, empujaron al hombre que había respondido, tiraron algo en el interior y cerraron la puerta. Oyeron un golpe seco amortiguado, después se pusieron unas capuchas negras y entraron en el edificio. Dentro había cinco hombres en total, el que había respondido a la puerta y otros cuatro guardias que estaban durmiendo en literas arrimadas a la pared. Todos jadeaban y les costaba respirar. Con mucho cuidado y sin ruido, despacharon en un momento a todos los guardias de un tiro en la cabeza.
Al otro lado de la calle, el primer guardia que salió a recibir a la furgoneta blanca sufrió un destino parecido. Un balazo en la frente lo tiró de espaldas y cayó en el cemento. Se abrieron las puertas de atrás, bajaron dos hombres que entraron corriendo en la garita. Uno reapareció al momento, levantó una mano y luego la cerró. El segundo hombre vio la señal y empezó a disparar el MP-5 con silenciador hacia el arbusto donde había observado que estaba el guardia poco antes, cuando había llegado el coche. El hombre quedó satisfecho cuando oyó el ruidoso gemido y después se aseguró acercándose a la parte trasera del arbusto y disparándole tres veces más al hombre que se había creído bien escondido.
La eliminación de la dotación de seguridad de Rothman se llevó a cabo en treinta y dos segundos. Después, las dos furgonetas, que llenaban quince hombres bien armados, comenzaron a subir por el camino de acceso.
A Jack, Carl, Ryan y Mendenhall los condujeron hasta un gran gabinete donde Martha Laughlin les dijo que tomaran asiento alrededor de la gran mesa que había en el centro de la habitación. Después se dio la vuelta y se fue.
Collins miró a Everett cuando se sentó y asintió. Carl, con un movimiento rápido, sacó su Beretta de 9 mm, quitó el seguro y metió una bala en la recámara, después permitió que su mano desapareciera bajo la mesa. Mendenhall hizo lo mismo.
Martha no tardó en regresar. Ayudaba a un hombre que estaba totalmente vestido con pantalones informales y una camisa blanca. Encima de la ropa llevaba una bata y parecía tan débil como un recién nacido. El hombre, que obviamente era Carmichael Rothman, era de baja estatura, con poco más de uno sesenta de altura, y se sujetaba al brazo de Martha como si pudiera caerse en cualquier momento. Collins miró a Everett, y Carl, a su vez, se sintió como un imbécil por haber sacado su arma.
Jack se levantó y observó a Rothman, al que acompañaban con lentitud a la mesa. El anciano no miró a ninguno de sus visitantes a los ojos cuando se sentó poco a poco. Jack también se sentó.
Martha permaneció en pie por un breve instante y después se sentó a su lado. El anciano al fin alzó los ojos y encontró al hombre que supuso que estaba al mando. Y que resultó ser Collins.
—Jackson Keeler era… amigo nuestro.
El anciano dijo las palabras con mucha lentitud, sus ojos no abandonaron en ningún momento la cara de Jack.
—¿Por qué lo masacrarían así, a él y a otras personas inocentes? ¿Qué estaban buscando para que se derramara tanta sangre?
Rothman miró a Jack y después a Martha, que le apretó el brazo para darle su apoyo.
—Si le pregunto para quién trabajan, coronel, ¿encontraría la verdad en su respuesta?
—Trabajo para personas que perdieron treinta y seis hombres y mujeres a manos de la misma panda de asesinos que mató a su amigo, señor Rothman.
—Entiendo. Eso explica su interés. —Se volvió y aceptó las dos pastillas que le ofrecía la señora Laughlin y que tragó sin agua—. Aquí Martha me ha informado de que usted dijo que su personal estaba examinando unos artefactos, según creo.
Jack no respondió. No estaba en Virginia para que lo interrogasen, estaba allí para que respondieran a sus preguntas.
—¿Podrían ser los artefactos recuperados en Nueva York, un relato acerca del cual he leído en los periódicos?
Los cuatro hombres que tenían delante permanecieron sentados sin moverse.
—Me temo que los hombres responsables de la muerte de tantas personas no estaban solo tras los nombres de Martha y el mío. Perseguían algo mucho más valioso para ellos. Nosotros solo éramos un incentivo más. Sabíamos que nuestro viejo amigo tenía un diario, y no pudimos convencerle de que era peligroso, no solo para sí mismo, sino para otros.
—¿Como ustedes dos? —preguntó Jack.
Martha sonrió y su mirada no se apartó un instante de Collins.
—Sí, como nosotros, coronel.
—Hay personas en el mundo, coronel, que no van de cara. Hombres y mujeres muy poderosos que… —Rothman miró a Martha en busca de apoyo.
—Buscan poder y continuidad. Quieren el mundo como un todo, un bonito sueño de un solo gobierno central, pero con razas separadas. Su voluntad de lograr esa sociedad utópica ha sido una fuerza despiadada a lo largo de los años. Son los responsables de la muerte de sus hombres y mujeres y de la de nuestro amigo. Como he dicho, llevan muchos años buscando un modo de imponer su visión. De hecho, tienen un antiguo precedente de esa sociedad utópica, coronel.
—¿Se refiere a la Atlántida?
Martha se quedó callada. Rothman solo sonrió.
—Coronel, no ha dicho nada, pero nos lo ha contado todo —dijo Rothman mientras daba unos golpecitos en la mano de Martha.
Collins y los otros tres hombres vieron que Rothman recuperaba algo de fuerza. Las pastillas debían de estar haciendo efecto.
—La verdad es que no creía que usted y su personal siguieran existiendo. Mi padre me habló de una maravillosa organización que existió hace muchos, muchos años. Sin embargo, perdió el rastro de la misma justo antes de la Segunda Guerra Mundial. No ponga esa cara de sorpresa, coronel. Fue la mención de los artefactos lo que lo traicionó. Pero aunque me maten no consigo recordar el nombre de su grupo.
Jack permaneció en silencio, pero vio que a Everett, Mendenhall y Ryan les estaba costando bastante más.
—Sí, ya entiendo por qué hicieron enfadar a ciertas personas. Fue su organización la que llevó a cabo el asalto a las instalaciones del almacén, ¿no? No es necesario que responda; su comentario sobre la Atlántida es circunstancial, pero tiene sentido.
—Parece ser usted un hombre muy bien informado, señor Rothman —dijo Jack sin sonreír.
—Sí. —Una vez más le dio unos golpecitos a Martha en la mano—. Solíamos serlo. Ahora somos viejos y solo queremos que el mundo siga girando. Coronel, estamos informados porque en cierto momento, hace muchos, muchos años, mi padre ayudó al presidente Wilson a redactar los estatutos de su organización.
—Departamento 5656. Pero se me escapa el apodo tan gracioso que le pusieron a esa agencia —dijo Martha mirando a Rothman.
—Qué concepto tan maravilloso, me lo ha parecido siempre, aprender todo lo que hay que saber sobre la historia, y estudiar formas de evitar que las partes más horrendas se vuelvan a repetir. A lo largo de nuestras largas vidas e inmensos conocimientos, su grupo permaneció escondido en lo más profundo, hasta tal punto que yo no creía que existiera, aunque mi padre insistía en que sí. —Se quedó callado por un momento, sumido en sus pensamientos—. Grupo… Grupo. —Sonrió y fue mirando cada cara una a una—. ¡El Grupo Evento!
Jack intercambió miradas con los otros. Habían ido a conseguir respuestas, pero esas dos peculiares personas le habían dado la vuelta a la tortilla de algún modo y acababan de adivinar uno de los secretos mejor guardados del mundo.
Rothman se giró hacia Martha, parecía contento. Los dos ancianos se quedaron mirándose durante un buen rato hasta que Rothman se volvió y observó a los hombres.
—No se preocupe, coronel. Martha y yo sabemos guardar un secreto mejor que nadie en el mundo.
Jack observó que Martha se cubría la boca y hubiera jurado que lanzaba una risita divertida con el chistecito de Rothman.
—Tenemos poco tiempo y Martha y yo ya hemos perdido mucho porque por lo general no interferimos en los asuntos de su… bueno, en los asuntos del mundo. Creo, sin embargo, y estoy seguro de que Martha estará de acuerdo, que ustedes quizá sean las personas que podrían ayudarnos.
—Coronel, no es una coincidencia que ustedes y nosotros nos veamos juntos en esto. La situación del mundo es apurada y creemos saber quién está detrás. Hablo de las acciones en Corea y de los asesinatos aquí; está todo relacionado —dijo Martha.
Jack estaba empezando a tener la sensación de que se había caído por el agujero de Alicia en el País de las Maravillas. Miró a Carl, que a su vez miraba a Martha como si fuera una marciana.
Collins estaba a punto de preguntar de qué diablos estaban hablando aquellos dos cuando entró un sirviente en el gabinete por las puertas correderas y se acercó a Martha. El coronel observó que una expresión preocupada cruzaba el rostro de la mujer. Esta dio las gracias al hombre y lo despidió. Martha miró con atención a Jack, se levantó y se dirigió al pequeño escritorio, cogió el teléfono y lo colocó en el centro de la mesa. Jack vio una luz que parpadeaba, lo que significaba que había alguien en espera. Martha se echó hacia atrás y miró a sus invitados.
—Parece que tenemos una llamada, coronel. Un caballero que quiere hablar con usted, con Carmichael y conmigo.
—No me diga que el director ya se ha enterado de que hemos cogido el avión —dijo Everett medio en broma, después se acercó al gran ventanal que se asomaba a la piscina de la parte de atrás. Les hizo un gesto a Mendenhall y Ryan para que cubrieran las otras ventanas.
—Les aseguro, señores, que esta propiedad está bien protegida —dijo Rothman cuando vio a los tres hombres en las ventanas.
—No es nada personal, señor, pero ya hemos debatido las deficiencias de su seguridad, y siento decirle que las carencias son importantes.
Rothman miró a Everett, después a Jack, y asintió.
Martha estiró la mano y puso la llamada en modo manos libres apretando el botón que parpadeaba.
—Diga —aventuró la señora Laughlin, como si aquella llamada fuera lo más normal del mundo.
—¿Supongo que estoy hablando con Martha Laughlin?
—No creo reconocer su voz.
—Eso no debe preocuparle en este momento, señorita Laughlin. ¿Imagino que me están escuchando Carmichael Rothman y un tal coronel Jack Collins?
Los tres permanecieron en silencio, Jack lanzó una rápida mirada a Everett, que se colocó a un lado del marco de la ventana. Sacudió la cabeza para indicar que el patio estaba despejado. Jack hizo lo mismo con Mendenhall y Ryan, que tenían una buena visión de la parte frontal. La respuesta de los dos fue la misma.
—Su silencio es respuesta suficiente. No hay necesidad de decirles quién soy. Eso no importa. Lo que sí importa es que, individualmente, ustedes tres son una molestia, pero juntos son una amenaza. Coronel Collins, no sé para quién trabaja, pero desde este instante no volverá a interferir en mis asuntos. Sospecho que fueron usted y sus tres hombres los que interpretaron el papel de héroes en Etiopía. Bien, estoy aquí para decirles que tales acciones tienen una reacción equivalente y mucho más hostil. Es una lección que a buen seguro ya han aprendido en los últimos días.
—Algo me dice que no es usted de los que cumplen sus amenazas en persona. Por el tono de su voz, supongo que ordena a otros que se encarguen del trabajo peligroso mientras usted se hace las uñas y mira.
Martha y Carmichael observaron a Collins en silencio.
—Muy bien, coronel. El ingenio que muestra en momentos de tensión me indica que es usted un hombre acostumbrado al riesgo. De lo que aquí se trata en realidad es de que tengo el poder para hacerlo, como han demostrado con claridad las bajas entre su personal. Bien, Carmichael y Martha, creo que ustedes son los últimos de sus hermanos y hermanas. El señor Keeler fracasó, como su padre y hermano antes que él, a la hora de proteger lo que no era suyo, ni de ustedes. Puede que con el tiempo adivinen mi identidad, y me parece bien. Sin embargo, yo sí que conozco la suya. Los suyos siempre han carecido de toda fuerza y ustedes no son ninguna excepción. Sus ancestros deberían haber permanecido con nosotros, porque como entidad dividida no tienen ustedes espinazo.
—Somos conscientes de lo que está haciendo y ahora tenemos el espinazo de hablarle al mundo sobre usted. Puede que hayamos sido débiles en el pasado y que le hayamos permitido ciertas libertades con respecto a asuntos mundiales. Ahora que solo quedamos Martha y yo, qué coño, por fin vamos a dejar que el mundo sepa de su existencia y de la de su gente, y de todo el sufrimiento que han causado a lo largo de la historia.
—Su historia debería convertirse en una novelucha muy interesante, señor Rothman. Mucho más interesante es el hecho de que yo habría deseado oír su explicación de por qué usted y los suyos permitieron que ocurriera sin ayudar a esa pobre, pobre gente a lo largo de la historia. Usted y esa zorra que tiene a su lado se merecen morir con el coronel y los suyos, que no son más que monos retrasados.
—¡Eh! —dijo Ryan desde su sitio junto a la ventana delantera—. ¿Monos?
—Adió… Oh, una última cosa, coronel. Dígales a los hombres que tiene en las ventanas que se agachen.
La línea se cortó justo cuando las ventanas de cada muro del gabinete estallaron entre una lluvia de balas. Jack se lanzó al suelo, reptó a toda prisa hacia Martha y la sacó con gestos bruscos de la silla. Mendenhall se apartó en cuclillas de la ya inexistente ventana delantera, se llevó a Carmichael de su asiento y después lo cubrió con su cuerpo.
—Creo que lo has cabreado, Jack —dijo Everett al tiempo que hacía tres disparos rápidos por el marco de la ventana y después se apartaba.
—Es lo que tenemos los monos —dijo Collins, después miró a Martha. Entraron más balas volando por la ventana y se estrellaron contra los lujosos paneles—. Necesitamos una forma de salir de aquí que no sea demasiado obvia.
—Hay un pasaje que Carmichael usa para llegar a su helicóptero, que aterriza en la parte de atrás de la propiedad. Se va por el sótano, pero el coche eléctrico va por unas vías y solo puede llevar a dos personas en cada viaje —dijo Martha. En ese momento algo golpeó la mesa y cayó con un golpe seco al suelo.
Jack buscó hasta que encontró el objeto, después decidió casi de inmediato que no tenía tiempo para deshacerse de él. De repente tenía a Ryan allí; el piloto cogió la granada y la tiró por la ventana aunque por poco se lleva por delante la cabeza de Everett. Oyeron el crujido de la granada cuando estalló en la piscina.
—Coronel, este lugar tiene demasiados agujeros; quizá deberíamos reubicarnos en otra parte —dijo Ryan al tirarse al suelo junto a Jack.
—Como ya he dicho, estás aprendiendo, Ryan. Vamos, nos largamos al sótano. Ayuda a Mendenhall con Rothman. ¡Marinero, cúbrenos!
Everett disparó seis rápidos tiros por la ventana, después se dio la vuelta y disparó cinco más por la ventana que Ryan había estado cubriendo. Oyó a alguien fuera que gritaba de dolor y no tardaron en recompensarlo con una andanada de cien balas que se estrellaron contra las paredes y las obras de arte que los rodeaban.
—¡Adelante, Jack! —gritó Carl, que metió otro cargador a toda prisa en su Beretta y repitió la misma secuencia de fuego para cubrir a sus compañeros.
Collins levantó a Martha y corrió hacia las puertas dobles del gabinete. Las abrió y se metió en el largo pasillo. Sin contemplaciones, dejó a Martha contra la pared y esperó a que Ryan y Mendenhall sacaran a Rothman.
—¡Sal cagando leches de ahí, Carl! —ordenó Collins—. Usted delante, señora Laughlin.
Jack se puso detrás de la anciana pero todavía ágil señora, que los llevó por el pasillo hasta una gran cocina. Ryan, Will y Rothman los alcanzaron al cruzar las puertas batientes y después Ryan se volvió y sujetó la puerta para que pasara Everett, que disparó tres veces hacia una entidad invisible que tenía detrás.
—Al menos diez, quizá más, Jack, y nos están mordiendo el culo —gritó Everett, después disparó cinco rápidos tiros por las puertas batientes. Otro gañido de dolor y luego vieron sangre por debajo—. No está mal para ser monos, ¿eh?
—Por aquí —dijo Martha, y abrió la puerta que llevaba al sótano.
Jack empujó a Will y Rothman por delante, tras ellos pasó Ryan a toda prisa y bajó las escaleras; Everett se agachó y el batiente que tenía enfrente se sacudió con las diez balas que se incrustaron en la madera.
—Estos tíos van en serio, Jack.
Collins disparó el cargador entero por la puerta astillada y después tiró de Everett para que lo siguiera.
Una vez en el espacioso sótano, oyeron las fuerzas de ataque encima de ellos, moviéndose. Solo unos segundos después notaron que varios objetos bajaban rebotando por las escaleras. Collins y los otros se agacharon rápidamente detrás de uno de los muros de cemento reforzados cuando estallaron tres granadas. La metralla se dispersó en un arco letal que perforó todo lo que había quedado expuesto en el sótano.
—Está justo ahí. Hay un pequeño rellano; las vías y el coche están detrás de esa puerta de acero —dijo Martha mientras señalaba.
—Carl, entra, compruébalo y asegúrate de que esos tíos no se han tropezado también con esa pequeña información.
—De acuerdo —dijo Everett, se acercó a la puerta y la abrió a toda prisa. Salió de un salto y se preparó para responder, pero no hubo tiroteo—. Son solo escaleras, Jack.
—En marcha, todos. Señor Ryan, ayude a la señora.
Los otros se dirigieron a toda prisa a la puerta y las escaleras que había detrás. Jack esperó un minuto, después se dio la vuelta y los siguió.
Al momento se encontraban a cien metros bajo tierra, mirando un pequeño coche eléctrico posado sobre unos raíles. Los raíles que llevaban arriba y los cuatro hombres vieron una luz que los iluminaba.
—Bien, señora Laughlin, usted y el señor Rothman se ponen en marcha. Nosotros les cubriremos todo el tiempo que podamos. Pero muy pronto estos tíos van a espabilarse y cortarán la electricidad, así que manden ese trasto de vuelta de inmediato. —Jack miró la puerta cerrada con llave, solo esperaba una carga explosiva que la volara—. Si por alguna razón nos separamos, ustedes deben contar su historia, ya sea en la Casa Blanca, donde se encuentra mi director, se llama Compton, o en la Base Nellis de la Fuerza Aérea. Si ese es el caso…
—Si ese es el caso, conozco al comandante de esa base. Hice que lo destinaran a la Academia —dijo Rothman.
—Qué bien —comentó Everett mientras empujaba a Rothman hacia el cochecito.
Los cuatro hombres observaron a los dos ancianos que se alejaron en el coche eléctrico. Martha se volvió y Jack habría jurado que pronunciaba las palabras «Lo siento».
Resonaron varias explosiones en la puerta de acero y el asalto al sótano comenzó en serio. Les empezó a caer tierra del túnel que tenían por encima y alrededor.
Jack miró con atención la rampa por la que trepaban los pequeños raíles que desaparecían a lo lejos. Tomó una decisión.
—Oye, a mí no me apetece nada esperar a que aparezcan nuestros invitados. Vamos a hacer que lo paguen con creces, subamos a la superficie. Quizá podamos liquidar unos cuantos.
—Yo me apunto —dijo Everett, y cogió un cargador de munición que le ofrecía Mendenhall.
—Pues vámonos a coger el autobús, chicos. Will, tú delante.
Justo cuando echaron a andar oyeron la primera explosión de verdad contra la puerta de acero. Jack le hizo un gesto a Everett para que alcanzara a Mendenhall y Ryan.
—¡Ya está bien, joder! Déjame correr riesgos de vez en cuando.
—Es una orden, marinero. Y ahora, muévete.
Everett obedeció y Jack se agachó y esperó. No tuvo que hacerlo durante mucho tiempo. Oyó órdenes susurradas cuando los atacantes traspasaron la puerta de acero. El militar ladeó la cabeza para escuchar. Jack sabía que estaba a suficiente altura en la rampa de los raíles como para que no lo vieran. Tendría que aprovechar esa ventaja al máximo. Aparecieron los primeros cuatro hombres. Vestían trajes negros de Nomex y cubrían el terreno como profesionales: dos hombres por delante, dos agachados y cubriéndolos. Collins esperó a tener el disparo óptimo.
Cuando los dos primeros se agacharon para cubrir a los segundos, Collins apuntó y disparó a los dos que acababan de levantarse para correr. Jack disparó cuatro veces. Los dos hombres se derrumbaron y cayeron sobre los raíles. El coronel modificó la postura y disparó a los hombres arrodillados antes de que supieran lo que estaba pasando. Dos tiros a cada uno. Pero esa vez solo cayó un hombre. El otro, el de la derecha, solo estaba herido, y estuvo a punto de hacer que Jack pagara su falta de puntería. Con el arma en modo automático, el hombre disparó mientras caía. Las balas golpearon los raíles metálicos delante de Jack y después fueron puntuando todo el muro de cemento del túnel.
—¡Mierda! —dijo Collins; se recuperó a toda prisa, apuntó y disparó. Sus balas alcanzaron al hombre en el muslo y después en el estómago. Tuvo la satisfacción de ver a su oponente dejar caer el arma y emitir un suspiro.
De repente aparecieron más hombres y esa vez dejaron que los rifles automáticos fueran los que los cubrieran. Las balas comenzaron a volar por todas partes y Jack supo que no iba a tener muchas oportunidades de responder con su arma.
Everett había alcanzado a Mendenhall y Ryan justo cuando había empezado el tiroteo abajo.
—Maldita sea. Vosotros dos, subid y buscad el puto interruptor. Estos tíos están tan bien equipados que seguro que tienen gafas de visión nocturna. —Miró su reloj—. Dadme exactamente tres minutos y después, apagad las luces. Treinta segundos después, volved a encenderlas. ¿Entendido?
—¿Y si no hay interruptor en ese extremo? —preguntó Ryan.
—Entonces puede que asciendas más rápido de lo que creías.
—¿En serio? —dijo Ryan con toda la falsa frivolidad que pudo reunir.
Jack sabía que estaba metido en un lío. Se pararía unas décimas de segundo y dispararía a ciegas con la esperanza de alcanzar a alguno de los asaltantes con una bala rebotada. Después echaría a correr, se pararía y volvería a hacer lo mismo.
Cuando se volvió la tercera vez, las luces se apagaron.
—Oh-oh —dijo para sí.
Se esforzó por escuchar y permaneció totalmente inmóvil. Oyó unas órdenes en voz baja pronunciadas por el que estuviera al mando; también oyó el ruido de los hombres que revolvían en la oscuridad. Apuntó hacia parte de ese ruido, pero se abstuvo de disparar con la esperanza de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad repentina.
Unos segundos después se abrió un fuego abrasador justo contra la posición de Jack. Volaron trozos de cemento que lo golpearon mientras intentaba retroceder arrastrándose boca abajo. El asalto era demasiado preciso para unos hombres cegados por la oscuridad, debían de tener gafas de visión nocturna. Cosa que Collins sabía que significaba la ruina para él.
Por encima del estrépito de las explosiones, Jack oyó una voz conocida.
—¡No te levantes, Jack, y prepárate!
De repente, se encendió la luz del túnel con un resplandor cegador. Los hombres de los trajes negros de Nomex chillaron cuando la luz ambiental se multiplicó por mil y el brillo les golpeó los ojos. Lucharon por quitarse las gafas de visión nocturna.
Everett, que solo estaba a tres metros de Jack, abrió fuego con una precisión mortífera. Jack no vaciló un segundo, apuntó y añadió su 9 mm a la refriega, alcanzando a los hombres que chillaban en el pecho, la cara y los brazos. Los dos militares habían atrapado a cada uno de sus supuestos asesinos en terreno abierto.
Tres hombres se dieron la vuelta para regresar a la carrera por donde habían llegado, pero el resto jamás regresaría con el hombre que les había ordenado atacar la casa de Rothman.
Cuando todo terminó, Jack se levantó y se apresuró a reemplazar el cargador que había gastado. Examinó la zona de un vistazo y después miró a Everett.
—¿Cuándo coño va a seguir las órdenes que se le dan, capitán?
—Quizá cuando tú empieces a darme órdenes que tengan sentido permitiéndome asumir parte del riesgo, Jack.
—De acuerdo, capitán —dijo el otro, que por fin dejó que una sonrisa le arrugara la cara curtida por el sol—. Como plan improvisado, no estuvo nada mal, por cierto. Sobre todo porque no sabíamos si tenían equipo de visión nocturna. Y también la parte del plan en la que presuponías que Ryan iba a encontrar el interruptor que encendía las luces.
—Na, sabía que iba a apretarlos todos; así que lo teníamos todo a nuestro favor.
Collins se quedó mirando el cochecito vacío y la puerta abierta. Mendenhall y Ryan estaban junto al vehículo y no parecían muy contentos.
—¿El helicóptero? —preguntó Jack.
—Se ha ido —contestó Ryan.
—Quizá al malo que llamó no le faltaba razón sobre esos dos, Jack —dijo Everett—. Es decir, dejarnos aquí plantados para que repeliéramos a los lobos mientras ellos huían no es lo que suelen hacer las personas con carácter.
Jack hizo una mueca y después miró a los demás.
—Bueno, nos hemos enterado de unas cuantas cosas. Vámonos a casa, a ver qué sale de todo esto. Llamaremos a la policía local y luego utilizaremos a Europa para ver si podemos ponerle nombre a la hospitalidad virginiana que nos ofrecieron en el túnel.
—Sí, sí que nos hemos enterado de unas cuantas cosas; por ejemplo, que no se debe confiar en nadie de más de cincuenta años —murmuró Ryan mientras se daba la vuelta y se iba.