Hotel Friehauff
Berlín, Alemania
La primera canciller que había elegido el estado alemán se levantó y caminó hasta el podio. La cena era a beneficio de la Cruz Roja alemana y llegaba en el momento más oportuno, ya que los recursos de la organización se habían visto forzados al límite por los recientes desastres naturales en Asia y Oriente Medio. La canciller estaba radiante con su traje negro de gala y les dedicó una sonrisa deslumbrante a los quinientos invitados de la Cruz Roja que habían pagado por estar allí. Su equipo de seguridad examinó las cuarenta mesas redondas que se habían instalado en el salón de baile del más nuevo de los hoteles de lujo de Berlín.
El público se levantó para aplaudir a la mujer que tan poco tiempo antes había cautivado al país con palabras y votos. La habían elegido gracias al voto de la paz, igual que a su homólogo americano, con lo que la dama se había aliado con la política de exteriores americana.
Saludó con la mano a los invitados allí reunidos y levantó los brazos en un gesto triunfante que encantó a los más ricos del salón de baile. Su mano, envuelta en un guante negro, estaba lujosamente adornada con un brazalete de diamantes, un regalo que le había hecho su marido el día de las elecciones.
En la parte posterior de la sala, un hombre se la había quedado mirando. El nuevo jefe de seguridad del hotel, un hombre bien considerado de cincuenta y tantos años, observó a aquella zorra izquierdista, como la llamaba él, disfrutando de toda su gloria. El tipo esbozó una sonrisa burlona, se llevó el móvil al oído e hizo una llamada. Saludó con la cabeza a uno de los guardaespaldas de la canciller, que estaba cubriendo la puerta; el otro sonrió y saludó a su vez, sin sospechar nada.
—Sí —respondió la voz.
—La canciller está recibiendo una bonita bienvenida —dijo el jefe de seguridad en perfecto inglés.
—Qué bien. Tenga la bondad de darle recuerdos nuestros.
—Desde luego que se los daré… Y mi familia, ¿recibirá honores por esto?
—No carecerán de nada en varias generaciones.
El oficial de seguridad colgó la llamada y se volvió a guardar el teléfono en la americana del traje. Le sonrió de nuevo al agente que tenía al lado y después se alejó hacia el escenario, pasando con facilidad junto a los invitados que estaban de pie y zigzagueando alrededor de las mesas. La misión para la que se había presentado voluntario llevaba diez años planeándose y él estaba bien preparado. Como antiguo soldado alemán, y más tarde oficial de Inteligencia, estaba por encima de todo reproche en lo que a su acreditación de seguridad se refería; así pues, había podido lograr su ventajosa posición sin ningún problema.
Mientras se movía entre la multitud, se desabotonó la americana y ese movimiento atrajo la atención de la dotación de seguridad de la canciller que estaba en el escenario. Un oficial vio al hombre bien vestido, lo conocía de nombre y sabía que su cargo en el hotel no justificaba que estuviera donde estaba.
La canciller por fin había persuadido a sus invitados para que sentaran a escuchar uno de sus encendidos discursos sobre la economía, la Unión Europea y la guerra contra el terror, cuando vio al hombre que se acercaba al escenario. Observó que este se detenía y después un disparo resonó desde el ala izquierda del escenario. La bala alcanzó al jefe de seguridad en el hombro, pero no bastó para impedir que llevara a cabo su misión por el honor de su familia, auspiciada por la Coalición.
La explosión de los cuatro kilos de explosivo plástico C-4 desintegró los primeros dos metros del escenario, junto con la nueva canciller alemana. El hombre de seguridad y diez mesas de la parte delantera de la sala se desvanecieron. El techo cayó con estrépito sobre las mesas de los invitados del centro y mató a ciento diez personas más.
La brigada de artificieros examinaría con todo cuidado los restos del salón de baile durante toda la semana siguiente y lo único que recuperarían de la nueva canciller sería una mano enguantada con un brazalete de diamantes aferrándose todavía a la seda.
Con las piezas en conflicto repartidas por todo aquel tablero de ajedrez, y las ocupadas apenas sobreviviendo, el asesino había acabado con la reina blanca sin que ninguno de los jugadores fuera consciente en realidad de cómo había quedado comprometido su lado del tablero. La partida estaba en jaque porque una gran parte del aparato de defensa occidental acababa de ser eliminado del tablero, y lo único que le había costado a la Coalición había sido un insignificante peón negro.
El Boeing 777 estaba empezando a rodar para despegar. Los colores de la compañía eran blanco sobre rojo y la cola lucía la bandera nacional de Japón. El primer ministro Minoro Osagawa volvía con precipitación a casa después de enterarse de lo ocurrido en el Pacífico. Había sido un día frenético desde que el terremoto se había cobrado un precio devastador en la punta septentrional de su país. El primer ministro llevaba cuatro horas intentando despegar, pero el cielo de Los Ángeles había estado cubierto por la niebla la mayor parte del día. Por fin, su piloto había recibido permiso y estaba recorriendo la pista a doscientos diez kilómetros por hora.
La furgoneta blanca, azul y roja de Federal Express llevaba las últimas cinco horas en el aparcamiento de larga estancia de British Airways. Los hombres del interior habían sido pacientes e incluso habían bromeado sobre el tiempo de Los Ángeles, pero se pusieron serios cuando recibieron la noticia de que el avión del primer ministro había obtenido permiso para despegar. Tres hombres salieron de la enorme furgoneta, cada uno con un gran estuche. Oyeron el silbido agudo de una gran aeronave cuando los motores aceleraron. Se encontraban a dos mil setecientos kilómetros exactos de la pista cinco. Una fuente de la Coalición había informado a los francotiradores del despegue inminente del primer ministro.
Los tres hombres colocaron los estuches en el suelo y los abrieron, casi podían sentir el poder de los objetos que había en el interior. Cada uno de los tres estuches contenía un arma que en otro tiempo había aterrado a los pilotos de combate rusos más valientes. Como el misil Stinger emplea un dispositivo buscador de blancos pasivo, es un arma de las de «dispara y olvídate», que no necesita ningún tipo de guía por parte del operario después de lanzarla. Otros misiles (los que rastrean el reflejo de un haz designado) requieren que el operario mantenga el objetivo en el punto de mira. El Stinger permite que su operario se ponga a cubierto, se reubique o que entable combate con otros objetivos inmediatamente después de disparar el misil. Y eso era para lo que se habían adiestrado esos hombres en los meses y años previos a ese día.
Un cuarto hombre se había colocado en una posición estratégica delante de la furgoneta y estaba observando el cielo a través de unos prismáticos. Se volvió y miró a sus tres compañeros.
—Moveos, aquí viene.
Los hombres ya se habían colocado los Stingers en el hombro y solo estaban esperando. Pasó junto a ellos una anciana que tiraba de una maleta con ruedas. Uno de los hombres la miró y le guiñó un ojo. La mujer ni siquiera sabía qué sostenían aquellos hombres, se limitó a seguir andando un poco más deprisa y no mirar atrás.
No tardaron en ver al gran Boeing alzarse hacia el cielo y poco después el tono del buscador resonó en sus oídos, lo que significaba que la cabeza del buscador había fijado la mira en el motor uno del 777. Primero uno, después el segundo y por fin el tercero de los misiles salieron como rayos de los tubos de lanzamiento.
Los hombres bajaron los cilindros vacíos y observaron asombrados los pequeños misiles que ascendieron por el cielo ya azul de Los Ángeles. Las estelas blancas eran tan claras como una pincelada de pintura, y los misiles ganaron terreno rumbo a su objetivo. La escena era surrealista y los hombres permanecieron allí, maravillados.
Fuera quien fuera el piloto de la aeronave del primer ministro, era muy, muy bueno. El sensible radar y los detectores de amenazas del Boeing tuvieron que alertar al piloto porque este viró el gran avión todo a la izquierda y se lanzó en picado. En la cola, unas bengalas empezaron a liberarse de su tubo de lanzamiento y tras ellas empezaron a estallar desechos ardiendo. El papel de aluminio no engañaría a las cabezas buscadoras de los Stingers, pero las bengalas quizá sí.
El líder de los francotiradores se mordió el labio inferior y mantuvo los prismáticos clavados en la aeronave, que giraba y hacía picados. El primer Stinger se fue a por las bengalas y se desvió treinta metros de la cola sin causar ningún daño. El segundo Stinger acertó al objetivo de lleno y golpeó el gran motor General Electric. El tercero alcanzó el ala izquierda y arrancó una sección de diez metros de la punta. El 777 se hundió hacia la izquierda y fue entonces cuando la aeronave desapareció de la vista.
—¡Hostia puta! —dijo el líder mientras examinaba el cielo con los prismáticos.
Entonces oyeron el chirrido del avión que luchaba por recuperar altura. Toda el ala izquierda estaba ardiendo y la aeronave se había quedado sin una gran parte de la misma. El gran motor turborreactor seguía ahí, pero había una bola de fuego sobre él cuando el avión intentó dar la vuelta y regresar al aeropuerto de Los Ángeles.
Los hombres observaron envueltos en un silencio absorto el avión que, como si fuera a cámara lenta, comenzó a ladearse hacia la derecha cuando el ala izquierda fue incapaz de soportar el peso de su lado. El líder sonrió cuando el 777 perdió al fin su batalla contra la gravedad, se deslizó contra un pequeño centro comercial y explotó. El líder cerró los ojos cuando el suelo tembló ligeramente debido al impacto lejano.
Los hombres se apresuraron a abandonar la zona al tiempo que empezaban a resonar las sirenas. No se molestaron en recoger los estuches que habían contenido los Stingers porque el equipo no se podía rastrear, se había comprado de los excedentes de varias fuentes del interior de Afganistán, donde la Coalición tenía contactos ilimitados.
Con las muertes de dos de los líderes más influyentes de Occidente, los Julia ya solo estaban a cuatro movimientos del jaque mate.
Sala de crisis
La Casa Blanca
Washington D. C.
Las luces eran tenues y reinaba un silencio mortal en la sala en la que se encontraba el presidente con su Consejo de Seguridad. En medio de la silenciosa habitación, un lápiz se partió en dos. En el monitor de alta definición se mostraba una escena del Pacífico en tiempo real, una escena como no se había visto desde la Segunda Guerra Mundial. Las imágenes las emitía un satélite que sobrevolaba la zona; también recibían imágenes en vivo de uno de los barcos del destacamento especial. Los directores de la CIA, el FBI y la Agencia de Seguridad Nacional, así como el general Kenneth Caulfield del Ejército estadounidense y el presidente de la Jefatura Conjunta, estaban todos en silencio. Lo inesperado del ataque de las Fuerzas Aéreas coreanas había cogido a los jugadores del Pentágono totalmente por sorpresa, y los había dejado a todos con una profunda sensación de fracaso.
Los ojos de los presentes en la sala de reuniones estaban centrados en las escenas de destrucción cuando se abrió la puerta y entró la luz de las oficinas exteriores. Un hombre pequeño vestido con sencillez con un traje negro, corbata, y camisa blanca buscó a toda prisa un asiento pegado a la pared. Solo el presidente lo miró y después sus ojos volvieron de inmediato a la horrenda escena.
—¿Bajas? —preguntó.
—Los informes preliminares del Roosevelt son mejores de lo que cabía esperar. Hasta el momento, hay cuatrocientos cincuenta y siete marineros muertos con un número parecido de heridos. En este momento no tenemos garantizada la supervivencia del barco. Varios países están prestando toda la asistencia posible; se trata de Japón, Australia e Inglaterra, cuyo pequeño destacamento especial podría estar en la zona en cuatro horas —dijo el almirante John C. Fuqua desde su sitio en la mesa—. Los rusos han ofrecido solo apoyo moral en esta fase debido al daño sufrido en Vladivostok.
—De acuerdo. ¿Qué tenemos en el Lake Champlain? —preguntó.
—Treinta y tres oficiales, veintisiete suboficiales y trescientos veinticuatro reclutas. Se hundió con toda la tripulación.
Niles Compton apoyó los brazos en las rodillas y bajó la cabeza. Acababa de llegar en helicóptero al césped de la Casa Blanca procedente de la base de las Fuerzas Aéreas Andrews, y entrar y ver eso ponía todo lo que estaba pasando en perspectiva, una perspectiva real y letal.
El presidente hizo un gesto para que se encendieran las luces, la gran pantalla se fue apagando y las horrendas escenas desaparecieron.
—¿Recomendaciones?
—Tenemos que defender a nuestra gente, señor presidente, eso es evidente —estableció el almirante con tono firme mientras miraba a su superior a los ojos.
—Estamos de acuerdo. Ya se han enviado las reglas de enfrentamiento a todas las fuerzas americanas repartidas por todo el mundo —dijo el presidente, que miró al almirante y adivinó sus siguientes palabras.
—Un cambio en las reglas de enfrentamiento no será una respuesta adecuada, señor. Tenemos que…
—Dar comienzo a una guerra mundial, porque eso es lo que estaríamos haciendo. El cónsul coreano y el embajador chino nos han notificado que el ataque contra nuestro destacamento especial fue solo defensivo y dictado por un acto de guerra manifiesto contra sus países. Da igual lo que nosotros creamos y da igual lo que gritemos y protestemos para reivindicar nuestra inocencia, ellos creen que los atacamos de forma intencionada, y si no fuimos nosotros, entonces alguien de nuestra esfera de influencia. ¿Quién más tendría la tecnología para hacer aquello de lo que afirman tener pruebas si no es Occidente?
—Sus afirmaciones carecen por completo de base científica. Nuestra propia gente afirma que lo que ocurrió solo pudo ser un suceso natural —respondió el director de la CIA, Charles Melbourne.
—No obstante, tenemos terremotos sin réplicas y la prueba que estas personas dicen poseer es… —El presidente tiró el bolígrafo sobre el bloc amarillo que tenía delante, aterrizó sobre el número de bajas que había rodeado varias veces. El mandatario cerró los ojos para reflexionar y dejó la cuestión en el aire—. Caballeros, esto hay que pensarlo con mesura y claridad. Tengo mis dudas, no creo que los coreanos hubieran hecho esto por ninguna otra razón que no sea que se han visto empujados a ello. No tiene ningún sentido militar. El ataque contra ese destacamento especial fue un acto de desesperación por su parte. Lo presiento. Si es un ataque directo lanzado con una tecnología desconocida o no, eso ya no importa, caballeros; ellos creen que lo es.
—Tenemos que responder, se lo debemos a esos muchachos. —El tono del almirante era tranquilo y firme, pero todos los presentes en la sala podían apreciar que era una voz forzada.
—En primer lugar, quiero una zona de exclusión de setecientos cincuenta kilómetros alrededor de nuestro destacamento especial. Voy a ordenar que las Fuerzas Aéreas den luz verde a vuelos de reconocimiento de bajo nivel sobre los puntos de concentración norcoreanos. Quiero que se hagan los preparativos, y quiero las previsiones de objetivos sobre mi mesa dentro de tres horas, por si Kim cruza la frontera. Le haremos saber con toda claridad que cualquier gesto de amenaza hacia el sur será recibido con medidas de fuerza inflexibles.
El presidente miró a los ojos a cada uno de los presentes en la sala.
—Los coreanos han dicho que para ellos las conversaciones han terminado, pero no les voy a permitir que una vez más comiencen una guerra sangrienta sin más hechos que me respalden. Los haré entrar en razón, pero necesito pruebas de que fueron desastres naturales, o bien necesito evidencias de que se produjo un delito, ¿me han comprendido? —Miraba a la cara a los directores de la CIA y el FBI—. Tenemos suerte de que los rusos no hayan dicho nada sobre esa cinta que tienen. Podemos agradecer que no estén añadiendo gasolina al fuego de Kim, al menos de momento.
Varios asintieron alrededor de la mesa.
—Volveremos a reunirnos en tres horas. Consíganme respuestas. Pueden irse.
Niles recibió varias miradas de curiosidad del Consejo de Seguridad cuando fueron abandonando la sala. No es que evitara el contacto visual, pero tampoco lo facilitó. Observó irse al último miembro, que cerró la puerta tras él, y después miró al presidente.
—Has tardado mucho en llegar, maldita sea.
Niles asintió.
—Mi personal necesitaba instrucciones. Si no hubiéramos sido tan discretos sobre nuestra amistad, podría haberme ido mucho antes. Sobre todo ahora que veo que tenemos problemas de verdad.
El presidente sonrió, se levantó a toda prisa, se acercó al director del Departamento 5656 y le tendió la mano.
—No quiero que la gente sepa lo buenos amigos que somos. A ti podría perjudicarte en tu ámbito y a mí en el mío. Secretos, el mundo gira a su alrededor.
Niles se levantó y estrechó la mano del presidente. Alice había tenido razón en lo que había pensado sobre el presidente y Niles Compton. No solo eran amigos de la infancia, sino que habían asistido a Harvard juntos. El estudiante del ROTC[1] y el empollón que estudiaba informática eran amigos desde los ocho años y habían compartido habitación en la primera de varias residencias de estudiantes.
—Yo confío en mi gente. Tienes suerte de que me diera cuenta cuando viniste a visitar el Grupo —dijo Niles mientras observaba a su amigo, que se había sentado con gesto cansado.
—Cuando fui de visita al complejo me pareció más inteligente mantener nuestra amistad en un segundo plano. No sabía si le habías dicho a alguien que somos amigos. Y luego —se sirvió un vaso de agua de la botella—, cuando empezaron estos terremotos, me bombardeó todo el mundo, desde el MIT[2] hasta mis propios asesores científicos diciendo que los sucesos eran naturales y que no había forma humana de que fueran provocados.
—¿Y?
—Niles, aquí hay algo raro. Tengo una corazonada; no es un gran punto de partida, me temo, pero creo que está pasando algo que no entendemos. —Tomó un sorbo de agua y dejó el vaso—. Llevo toda mi vida adulta siendo soldado y esto no es normal. Los coreanos jamás se habrían arriesgado a que los aniquiláramos por esto. A pesar de lo que la mayor parte de la gente pueda pensar de ellos, no actúan sin motivo, aunque sea uno ridículo.
—Los rusos y los chinos, ¿cómo están reaccionando?
—Los rusos están esperando a ver lo que hacemos antes de comprometerse en un sentido u otro. China, bueno, el presidente condenó a los coreanos por atacar a nuestros barcos, pero no llegó a decirle a su aliado que se retirara. En otras palabras, ellos tampoco están seguros.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Niles, tú eres el hombre más inteligente que he conocido jamás. Las personas que has reunido en ese villorrio tuyo del desierto son asombrosas de verdad. Necesito tu cerebro. Te necesito aquí para que me ayudes a salir de esta pesadilla creciente. —El presidente le pasó una carpeta por la mesa a su amigo y después apartó la mirada.
Niles leyó el informe y miró al presidente.
—Ambos fueron asesinados hoy, con solo unos minutos de diferencia.
—Dios, esto no puede ser una simple coincidencia.
—El puñetero mundo se está derrumbando igual que si lo hubieran orquestado todo. A ver si va a resultar que los norcoreanos no andan tan desencaminados.
Niles cerró la carpeta que contenía el informe de la CIA.
—Pinchazos por todas partes —dijo en voz baja.
—¿Cómo dices?
—Con suficientes pinchazos se puede desangrar un cuerpo, por muy fuerte y poderoso que sea, hasta que esté demasiado débil para funcionar.
El presidente no tuvo que preguntar nada más. Sabía que Niles era el hombre al que podía recurrir.
—¿A quién tienes trabajando en el asesinato de tu gente?
—Al coronel Jack Collins, el director de seguridad del Grupo.
El presidente miró a su amigo de siempre.
—¿Collins está contigo? Conozco a Jack. Pensé que el Congreso y la Jefatura Conjunta lo habían crucificado hace unos años por hablar con el Congreso sobre la cagada en Afganistán.
—Y lo hicieron. Yo me llevé lo que quedaba. Y sigue siendo mejor soldado de lo que tú fuiste jamás.
—¿Qué coño sabrás tú de soldados, ratón de biblioteca? —le contestó el otro—. Pero tienes razón en lo de Collins. —El presidente lo pensó un momento—. Maldita sea, Niles, os necesito a ti y tu mejor gente en esto.
Su interlocutor se levantó y le dio a su viejo amigo unas palmadas en el hombro.
—Quiero satisfecha mi solicitud de presupuesto, señor presidente.
—¡Serás chantajista, cabrón!
Niles dio unas palmadas más fuertes todavía al hombro presidencial.
—Ordené a mi personal que se pusiera a trabajar en ello antes de dejar Nevada. Siempre un paso por detrás de mí, ¿eh, Jim?
Los dos hombres se quedaron callados cuando la visión del Theodore Roosevelt en llamas invadió sus mentes a la vez. Niles sabía que el presidente estaba enfadado y quería devolverle el golpe a alguien. Él solo quería asegurarse de que esa rabia se dirigía a la persona correcta.