El hombre de sesenta y seis años miraba la CNN sin ver en realidad las imágenes de las tropas norcoreanas que avanzaban. Sabía que eran imágenes de archivo, así que no le hacía falta ver el pequeño desmentido de la parte inferior de la pantalla. Si había algo que sabía ese hombre, era el número de tropas con el que contaba el Ejército norcoreano; y podía ver con toda claridad que los uniformes que vestían las tropas de la República Popular eran, por su estilo, de quince años atrás por lo menos, por eso sabía que tenían que ser imágenes de archivo.
El vaso de leche que tenía en la mesita de café permanecía intacto desde que el ama de llaves se lo había llevado. Las pastillas que reducían su dolor al mínimo continuaban inadvertidas en una pequeña bandejita de plata junto al vaso. Por fin, el hombre parpadeó y volvió a concentrarse en la pantalla cuando el presentador de Atlanta dejó la situación cada vez más deteriorada de Corea y pasó a hablar de acontecimientos un poco más cercanos.
Según las autoridades policiales de la zona de Boston, no ha quedado ningún indicio que explique por qué treinta y un empleados y clientes del prestigioso bufete fueron asesinados como si de una ejecución se tratara, en el crimen más horrendo de la historia de Boston. Las autoridades están desconcertadas en cuanto al quién y el porqué…
Carmichael Rothman se irguió de golpe, haciendo que el dolor de su espalda se disparara con una punzada insoportable, cuando la cámara enfocó la fachada de un antiguo edificio de piedra ocupado sobre todo por oficinas. Allí estaban las letras doradas de la fachada del edificio para que el mundo entero las leyera. Sin hacer caso de la reportera a la que enfocaban las cámaras, el anciano se quedó mirando los nombres que tenía detrás. «Evans, Lawson y Keeler» quedaban solo tapados en parte por la periodista, pero Rothman vio las letras chapadas en oro con toda claridad.
Sin escuchar todavía las palabras de la reportera, estiró la mano con aire distraído, cogió las tres pequeñas tabletas de morfina de la bandeja de plata y se las colocó con mano temblorosa en la boca. Buscó el vaso de leche tibia, pero en lugar de cogerlo, sus dedos se negaron a abrirse y lo único que consiguió fue volcarlo.
—Señor, ¿se encuentra bien? —El ama de llaves había entrado en el estudio sin que la oyera y se plantó a su lado al instante—. Deje que vaya a por un paño y en un momento le limpio esto.
Con las amargas pastillas disolviéndose en la boca, Rothman sacudió con violencia la cabeza. Dio varias palmotadas al aire cuando la anciana empezó a recoger el vaso caído y por fin consiguió apartar las manos del ama de llaves. Esta levantó la cabeza y lo miró, pero los ojos del enfermo seguían clavados en la pantalla de la televisión.
—Martha, llame… a Martha por teléfono, de inmediato.
El ama de llaves continuó arrodillada junto a la mesita de café.
—La señora Laughin está al teléfono en este mismo momento, por eso entré; no sabía si quería que lo molestaran.
Rothman no dijo nada. Se limitó a recostarse en el sillón rojo de cuero y cerró los ojos. Las pastillas iban haciendo poco a poco el efecto deseado y el cáncer que lo estaba matando de dolor lo soltó un poco.
—El teléfono, por favor —murmuró.
La mujer se levantó, quitó el teléfono inalámbrico de su soporte y se lo puso en la mano. Con los ojos cerrados, Rothman empezó a ordenar sus ideas.
—Carr, ¿estás ahí?
Al principio, el aludido no contestó mientras esperaba a recuperar un poco sus fuerzas.
—Carr, soy…
—Estoy aquí, querida. ¿Qué vamos a hacer?
—Escucha, tú relájate. Tengo a nuestros contactos en Boston trabajando para enviarme unas cuantas cosas de la escena del crimen. Uno de nuestros informadores huyó con pruebas antes de que sus superiores las encontraran. Necesito que no te me derrumbes porque tenemos que hablar de muchas cosas en muy poco tiempo.
—Sabía que no era una coincidencia, la onda está activada, debería haberlo sabido de inmediato, y tú también… ¿en qué estábamos pensando?
—Quienquiera que usara la Coalición fue muy bueno. Quién habría creído que podrían rastrear el linaje Keeler después de tantos años. Escucha, Carr, no sabemos con certeza si quienquiera que hizo esto ha conseguido la ubicación del mapa oculto. No tenemos la certeza.
Carmichael Rothman se incorporó y le hizo gestos a su ama de llaves para que saliera de la habitación. Más alerta, la vio irse y después observó mientras las dos puertas de paneles de cerezo se cerraban tras ella.
—Pasamos por alto tres coincidencias cuando Corea, Irán y ahora la base naval rusa fueron atacadas sin réplicas aparentes. Y ahora este espantoso acto de Boston ha borrado del mapa el último linaje fértil, ¡es demasiado! ¡Tienen el paradero del mapa y es muy probable que el nuestro también!
Hubo un silencio en el otro extremo del teléfono cuando quedó claro el argumento que acababa de exponer el anciano.
—Martha, no es momento de guardar secretos. ¡Necesitamos ayuda!
—Sí, pero quién… ¿la nueva administración americana? Pensarán que estamos locos cuando se lo digamos. Nuestros activos en Washington ni siquiera pueden empezar a acercarse a ellos. Por lo que tengo entendido, el nuevo presidente está hasta arriba con todo lo que está pasando, y ahora mismo no es que atienda a razones precisamente.
El anciano se quedó callado.
—Los dos tenemos suficiente seguridad a nuestro alrededor como para repeler un ejército. Los Julia serían idiotas si vinieran a por nosotros. Debemos suponer que tienen la información que buscaban.
—¿Así que no hacemos nada, como de costumbre? ¿Esperamos a que nuestros hermanos y hermanas más oscuros tomen el control?
—Nuestra influencia ha menguado, Carr. Nuestro momento ha pasado.
—Ese ha sido siempre nuestro fallo, Martha. Dejar que sean otros los que mueran. Siempre nos conformamos con dejar que los gobiernos detuvieran a los Julia. Ni una sola vez, ni nuestros ancestros ni nosotros, nos pusimos en peligro o defendimos siquiera una causa. La Coalición siempre ha sido despiadada, mucho más de lo que podemos comprender; sin embargo, procedemos de los mismos padres y madres. Me resulta muy duro. Soy tan viejo como tú. Somos los últimos. ¿No podemos ayudar esta única vez sin pensar en nuestra propia seguridad?
Al otro extremo de la línea reinó el silencio. Carmichael Rothman continuó sentado y escuchó, pero al tiempo que lo hacía, sentía que sus valientes palabras comenzaban a desmoronarse en su recuerdo. Los antiguos y él siempre habían temido a los hermanos y hermanas mucho más agresivos que habían seguido a Julio César por un camino de separación y dominio despiadado. En esos momentos, allí sentado, en su magnífica casa, sintió que sus deseos de acción empezaban a fallar.
—Carr, al principio nuestro bando no era mejor que el suyo. Éramos reflejos idénticos unos de otros. Éramos tan odiosos como lo eran nuestros ancestros y ese es nuestro delito. Que seamos los últimos no significa nada. Nos odiará el mundo entero por nuestras inclinaciones belicistas del pasado. Yo no soy lo bastante valiente para eso. Lo siento.
Rothman oyó que la línea se cortaba. Sintió que embargaba su memoria la vergüenza de la falta de acción de todo su linaje a lo largo de la historia. Colgó poco a poco el teléfono y bajó la cabeza.
Así que los dos últimos antiguos librepensadores iban a hacerse a un lado y dejar que el mundo se derrumbara, solo para que la Coalición recogiera los trozos y lo volviera a recomponer, pero esa vez a su imagen y semejanza.
Carmichael Rothman se llevó las manos a la cabeza y sollozó, más avergonzado de lo que se había sentido jamás. Para el nieto del hombre que había arriesgado su vida para frustrar los planes de la Coalición más de un siglo antes, aquello era insoportable.
Destacamento especial 7789.9
USS Theodore Roosevelt
Navegando a veintiséis nudos, el Roosevelt avanzaba a buen ritmo sobre los mares revueltos, que seguían siendo un recordatorio del inmenso terremoto del día antes. El portaaviones de clase Nimitz y sus escoltas habían sido despachados dos días antes para que se desplegaran como retaguardia de los convoyes del George Washington y del John F. Kennedy, que en esos momentos estaban en el mar de Japón. El último mensaje que había recibido le había ordenado entrar directamente en el controvertido canal que había entre Corea y China a velocidad de flanco. En esos momentos estaba surcando las aguas a setecientos cincuenta kilómetros de la costa de la isla Sajalín.
El capitán era un hombre conocido por su forma de pensar alternativa. Iba a correr un gran riesgo y era mucho lo que dependía de las acciones del Departamento de Estado estadounidense. Estaban intentando obtener el permiso del gobierno ruso para entrar en el estrecho de La Perouse, una exigua vía de agua entre Sajalín, controlada por los rusos, y la isla japonesa de Hokkaido, y hasta el momento los deseos del Departamento de Estado los estaban frustrando en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas tanto los rusos como los chinos, las dos naciones más golpeadas por los recientes terremotos. Si el capitán del Roosevelt no recibía confirmación pronto, tendría que alterar el rumbo y dirigirse al mar de Japón por una ruta más meridional.
Los cielos estaban oscuros mientras el gran barco se iba abriendo camino por los mares picados. Los escoltas más pequeños lo estaban pasando mucho peor con aquellas olas que el gigantesco portaaviones, pero seguían manteniendo el ritmo rápido del Teddy.
El capitán se había sentado en el gran sillón del puente de mando cuando un operador de señales se acercó y le dio un informe de contacto. El capitán le echó un vistazo y después miró al marinero.
—¿Intermitente?
—Sí, señor. El contacto es bajo, es posible que lo oculte el mar picado.
El capitán pensó en dar la orden de zafarrancho de combate, pero en vez de eso cogió el teléfono y se puso en contacto con el Centro de Información de Combate.
—Sí, capitán, le habla el comandante Houghington. Nuestro contacto podría ser solo un fallo técnico porque no creo que nadie quiera afrontar este mar a tan baja altitud.
—¿Conclusiones? —preguntó.
—Cualquier acción en este momento no estaría apoyada por lo que tenemos, capitán. El Champlain está vigilando el contacto y advertirá de cualquier cambio de aspecto.
—Muy bien. Informen a todo el mundo de que esto podría ponerse serio en cualquier momento.
—Sí, capitán.
El capitán colgó el teléfono y se mordió el labio inferior, pensativo. Era una mala costumbre, una información extra que se había extendido entre su tripulación con bastante rapidez: cuando se ponía así, es que estaba inmerso en sus pensamientos.
—Al diablo con todo. Oficial de cubierta, dé la orden de zafarrancho de combate a todo el destacamento especial.
En aquellas aguas revueltas, los doce barcos del gran convoy cobraron vida y los hombres empezaron a ir de un lado para otro para ocupar sus puestos. Pronto se corrió la voz de que el convoy podría estar bajo vigilancia en el mejor de los casos, o que podría estar rastreándolos alguien con intención de causarles daño; en alta mar, ambos escenarios captaron de inmediato la atención de los hombres.
USS Lake Champlain (CG-57)
Crucero lanzamisiles Aegis de clase Ticonderoga
El crucero pesado se había unido al destacamento especial como sustituto de última hora y había llegado desde su puerto original de San Diego justo a tiempo para reunirse con el Roosevelt antes de que se acercaran a distancia de ataque de la isla Sajalín.
En el centro de dirección de combates del crucero lanza misiles Aegis, los marineros observaban en silencio sus monitores. El oficial de cubierta tenía la atención fija tanto en el sonar submarino como en los radares de vigilancia aérea. Sus ojos iban de la vigilancia subacuática a la vigilancia aérea, pero los atraían con más frecuencia los dispositivos aéreos.
—Ahí está otra vez, señor —exclamó el técnico.
Cuando el capitán de corbeta se inclinó sobre la pantalla, la gran irregularidad desapareció.
—¡Maldita sea! Si eso es una aeronave, es más valiente que yo. Esos mares suben a casi cinco metros.
—El último contacto mostraba doscientos treinta kilómetros y acercándose, señor, podría ser solo oleaje junto a la costa y basura.
—Bueno, el Teddy no va a correr ningún riesgo. Acaban de despegar sus cazas de Alerta Uno para unirse a la Patrulla Aérea de Combate.
El oficial se concentró en la pantalla de vigilancia subacuática y la irregularidad verde apareció y se desvaneció una vez más.
Escuadrón gran defensa. Eco-Tango-Bravo
Cien kilómetros al nordeste del USS Theodore Roosevelt
El escuadrón de seis cazas S-37 de las Fuerzas Aéreas norcoreanas rozó el mar al nivel de las olas. Si no hubiera sido por la gran cantidad de espuma de mar que chorreaba de sus fuselajes, la nueva línea de cazas equipada con tecnología indetectable por radar habría golpeado sin que nadie advirtiera su presencia. Con todo, la señal intermitente fue suficiente para confundir a los americanos.
Cada uno de los seis cazas nuevos contaba con una sola arma: el misil crucero SS-N-22. Los servicios de Inteligencia occidentales habían bautizado hacía poco a aquella arma nueva de diseño ruso como «el misil más letal del mundo». Con el nombre en código de Sunburn, «quemadura», era capaz de alcanzar velocidades supersónicas y pegaba con tal fuerza que podía hundir sin más ayuda un portaaviones americano de clase Nimitz. En ese momento había seis Sunburns apuntando al Roosevelt.
USS Lake Champlain (CG-57)
Crucero lanzamisiles Aegis de clase Ticonderoga
—Tenemos múltiples objetivos aproximándose, ciento ochenta kilómetros y acercándose. ¡Velocidad estimada de Mach 1,2!
Los radares del Roosevelt y el Lake Champlain solo captaban cuatro de los objetivos que se avecinaban porque, tras el lanzamiento, uno de los costosos misiles crucero se había caído sin más del riel de lanzamiento y había quedado colgando de uno de los pernos explosivos. Cuando quedó al aire, arrastró al avión y chocó contra el mar; en unos segundos el costoso caza iba dando vueltas por el mar enfurecido.
Otro de los Sunburns se prendió, pero entonces la cabeza explosiva detonó de forma inexplicable. Sin que lo supiera el fabricante, un sello hermético que se había instalado mal en la fábrica rusa había dejado entrar agua de mar durante el vuelo de ida y se había corrompido el temporizador de armamento. La explosión resultante se llevó no solo al S-37 que lo había lanzado, sino también a su compañero de vuelo. Los dos cazas se desintegraron en una oleada expansiva de destrucción que iluminó el cielo oscurecido.
El gigantesco barco viró a estribor a velocidad de flanco al tiempo que los misiles que se acercaban iban ganando terreno. Tres de los Sunburns apuntaban al gran portaaviones y uno al Lake Champlain.
Los misiles RAM llenaron el cielo gris alrededor del destacamento especial, lanzados desde todos los barcos de guerra del convoy, y el viejo sistema Falange del Lake Champlain comenzó a rastrear la amenaza inminente. La plataforma R2-D2, llamada así por el personaje de La guerra de las galaxias, rotó con el chirrido agudo de la turbina, y la ametralladora Gatling de seis cañones comenzó a girar, lista para enviar sus cartuchos letales por el aire.
El capitán del Roosevelt vio lo que iba a pasar.
—¡Timonel, todo a babor! —ordenó en voz muy alta.
El portaaviones empezó a girar, pero fue demasiado tarde. La primera cabeza explosiva de trescientos ochenta y cinco kilos se estrelló contra el navío por debajo de la línea de flotación, en medio del barco, matando a cuatrocientos marineros en el estallido inicial. El fuego se extendió con rapidez por toda la cavernosa cubierta de hangares. El gigantesco barco de guerra se estremeció y, de hecho, se alzó sobre el mar cuando la quilla se dobló y después se estiró en una especie de salto que estuvo a punto de romperle la espalda. Cuando volvió a asentarse en el agua, su tripulación esperaba ya el segundo golpe que con toda seguridad acabaría con la nave.
La salvó el Lake Champlain. Al repartir las dos viejas torretas Falange entre el segundo misil y el tercero, el capitán del Champlain esperaba contra toda esperanza salvar al Roosevelt del golpe mortal que iban camino de asestarle.
Otro misil, que apuntaba directamente al Champlain, lo estaban rastreando sus viejos pero fiables misiles estándar Raytheon RIM-161. La nave empezó a lanzar los misiles tierra-aire tan rápido como su cargador automático podía desplegarlos. De forma simultánea empezaron a explotar desechos y bengalas que salieron de sus tubos en un intento de confundir al Sunburn que se acercaba.
El primer misil estaba cruzando el punto sin retorno rumbo a la Falange delantera. Los cartuchos de uranio empobrecido se repartían como agua de una manguera de jardín en busca del proyectil. El misil crucero apareció de repente en los últimos segundos de vuelo gracias a las órdenes que tenía programadas de apuntar a la cubierta de vuelo del Teddy. En el último momento, cinco de los más de ocho mil cartuchos de uranio que había en el aire golpearon al gran misil justo en el centro y explotaron a más de veinte metros de la gran estructura central del portaaviones. El fuego y la metralla del impulso que llevaba el Sunburn extendieron la destrucción hasta la zona del puente de mando del portaaviones justo cuando volvía a enderezarse tras el primer impacto.
El segundo misil seguía al primero de cerca, y justo cuando el Roosevelt se acomodaba y sus hélices de bronce golpeaban el mar, luchando por cobrar velocidad, el misil lo golpeó en la popa. No hubo detonación. Al Roosevelt lo había alcanzado un proyectil que no estalló. Gracias al Champlain, se salvaron miles de hombres.
El Lake Champlain no tuvo tanta suerte. Intentaba girar a babor cuando lo alcanzó el cuarto misil coreano. La explosión resultante rasgó la sección central y reventó el otro lado. El peor efecto fue la trayectoria descendente de la onda expansiva de destrucción, que encontró un agujero en el diseño del barco: el túnel que enviaba los misiles al cargador automático. Los misiles americanos estallaron en la zona de carga principal del crucero y el resto de la energía bajó hasta las entrañas del orgulloso buque de guerra. La energía cinética se estrelló contra la cubierta inferior y desintegró placas de acero reforzado hasta que al fin encontró la quilla. La gruesa columna vertebral de acero se partió por la mitad como una frágil ramita. La oleada de agua inundó la mitad delantera del Lake Champlain y la hundió, dejando a la popa para alcanzarla.
A tres kilómetros de distancia, el USS Theodore Roosevelt flotaba muerto en el agua con incendios fuera de control bajo las cubiertas. Otros barcos comenzaron a acudir en ayuda de sus compañeros; la conmoción por el ataque coreano quedó sustituida de inmediato por la rabia ante lo que equivalía a un ataque por la espalda contra el destacamento.
La situación mundial iba empeorando poco a poco, según el plan. Entre tanto, al otro lado del océano y a medio mundo de distancia, la Coalición se estaba preparando para atacar otro barco, mucho más antiguo, que continuaba en la lista activa de la Armada estadounidense; el USS Arizona.