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Edificio Hempstead

Chicago, Illinois

William Tomlinson aceptó la copa que le tendía su ayudante mientras los otros miembros de su círculo interno esperaban. En la gran pantalla de cristal líquido había una amplia vista de la sala de reuniones de Noruega. Se estaba librando una lucha de voluntades tan palpable que el aire era denso como la melaza.

—No ha comprendido nada en absoluto, señor. El arma ha provocado daños en los dos convoyes de portaaviones americanos que iban camino del mar de Japón. Eso es comprometer las líneas de resistencia americana y coreana si el norte ataca. Se verán rebasadas y eso, a pesar de todas sus bravatas, no es ahora, ni nunca lo fue, el objetivo del ataque de prueba. Y su flagrante indiferencia ante la pérdida de vidas en Japón y China es ofensiva. Eso nunca formó parte del plan ruso.

Tomlinson ni siquiera levantó la vista de su copa mientras el austriaco pronunciaba sus palabras de condena.

—Debilitamos a los viejos enemigos, no destruimos a nuestros propios gobiernos. ¡Los necesitamos, al menos de momento!

—Caballeros, puede que ustedes los necesiten; nosotros, por otro lado, en absoluto. —Tomlinson dejó la copa sobre la mesa pulida y se levantó, sabía que la cámara lo seguiría—. Esta organización ha cometido el mismo error fatal tres veces en trescientos años: confiar en los gobiernos existentes para que se plegasen a nuestra voluntad, y solo para lograr que esos individuos, locos por el poder, se resistiesen a nuestras órdenes y se desviaran de todo el trabajo duro que habíamos hecho y de los complejos planes que habíamos diseñado. Lo cual —se volvió y se enfrentó al objetivo de la cámara con mirada firme y segura— no volverá a ocurrir jamás. Los planes han evolucionado a partir de nuestro plan de ataque original y este Consejo ejecutivo —y enfatizó la palabra «este»— ha anulado la estrategia inicial y ha decidido utilizar la sequía y las inundaciones en Rusia y China para avanzar a grandes pasos. Derribaremos a aquellos que con el tiempo se interpondrían en nuestro camino antes de lo que habíamos decidido.

—¿Ha perdido la razón completamente? ¿Quién controlará esos gobiernos cuando la anarquía los destroce? —exclamó Zoenfeller, que dio unas palmadas en la mesa de conferencias—. Rusia primero, después de obtener la llave atlante. ¡Usted fue contra la votación que hicimos y golpeó de todos modos!

—¿Me permiten decir algo? —Un hombre no muy grande se levantó y se abotonó la americana.

Tomlinson lo había adiestrado bien, sabía cuándo tenía que hablar y lo que tenía que decir. El magnate señaló al dueño de un gran consorcio japonés de compañías electrónicas.

—Está usted juzgando nuestro enclave con demasiada dureza. Sí, hemos cambiado pequeñas cosas de la ofensiva para aprovechar la actual debilidad de Rusia y China. El arma fue precisa y no provocó más daños que los que habría causado un terremoto natural en la misma zona que fijamos como objetivo. Fue, después de todo, parte de la costa de mi propio país la que sufrió los daños provocados por los efectos residuales de la onda. Sin embargo, sigo apoyando de forma incondicional este plan acelerado.

—Eso no le da derecho a…

—Hemos de quitar a Rusia del medio, junto con China. Hagámoslo ya. Es el momento de actuar. En cuanto tengamos la llave atlante en nuestro poder, podremos volver al programa original y ocuparnos de los gobiernos occidentales. Y entonces, cuando los países empiecen a derrumbarse por culpa de los desastres naturales, serán nuestras corporaciones y líderes en todo el mundo los que intervengan. Nos aclamarán porque seremos los que les habremos llevado una nueva esperanza, y será entonces cuando al fin todos tendremos el control absoluto. Ahora es el momento de mostrarse resolutivos —el miembro japonés del Consejo agitó la mano y señaló la pantalla de video—, no de ser tímidos. El reich de los Julia y los césares prevalecerá.

Los dieciséis miembros del Consejo que pertenecían al círculo interno golpearon la mesa de conferencias con suavidad para mostrar su acuerdo absoluto, el representante japonés se inclinó y se sentó.

La siguiente persona en intervenir fue una elegante mujer de Gran Bretaña que se levantó sin prisas y sonrió. Miró a Tomlinson y luego habló.

—La purificación étnica, el control económico y la eliminación de los gobiernos formales han sido siempre los objetivos de los Julia. Da igual quién golpee y cuándo, es inevitable que se desestabilice Occidente. Como ha afirmado en repetidas ocasiones el señor Tomlinson, tenemos a nuestra gente lista para intervenir y tomar el control, pero no podemos hacerlo hasta que haya comenzado el proceso de desestabilización. —Dame Lilith abrió su carpeta y sacó una hoja de papel—. Alemania, Japón y América deben ser los primeros en caer. Así pues, se ha determinado que los líderes de esos países han de ser eliminados y un programa que se ocupe de ello en el marco de tres semanas no es imposible —afirmó con el tono práctico y seguro que utilizaría para darle instrucciones a uno de sus criados.

—Una vez más, nos adelantamos al calendario previsto en por lo menos cuatro años. Debemos…

—Y ahora, dama y caballeros, para proporcionarles una dosis de fe en lo que hemos planeado, les informaré de lo que está ocurriendo en estos momentos —dijo Tomlinson, que interrumpió una vez más a Zoenfeller—. Como saben, el revés que sufrieron nuestras instalaciones de investigación en Nueva York fue, en un principio, preocupante. Sin embargo, me complace anunciarles que ese gordo necio en el que ustedes, caballeros, depositaron tanta confianza hace muchos años, ha sido eliminado antes de que pudiera causarnos daño con algún tipo de acuerdo al que hubiera podido llegar con las autoridades.

Una vez más, los presentes al otro lado del Atlántico sufrieron un sobresalto al enterarse de que se habían dado órdenes de matar a alguien sin la aprobación conjunta de todos.

—El segundo hecho es que el agente que estuvo al mando de ese asalto está ahora muerto, junto con todo su equipo. El material de Westchester se ha recuperado intacto —dijo Tomlinson con una sonrisa, ni se inmutó cuando la pequeña mentira fluyó por sus labios.

De nuevo los miembros más jóvenes reunidos en Chicago empezaron a dar palmadas en la mesa al oír las noticias.

—Y ahora las buenas noticias. Nuestra operativa Dalia también ha localizado la placa con el mapa que robó Peter Rothman hace más de cien años, ha seguido su pista hasta un antiguo radicado en Boston. Pronto la tendremos en nuestras manos.

—¿Entonces por qué no esperar hasta la recuperación de la llave antes de emprender más golpes? —preguntó el austriaco; al otro lado del Atlántico muchas de las cabezas mostraron su acuerdo con varios asentimientos—. Si tan seguro está…

Tomlinson interrumpió al austriaco con brutalidad.

—La llave es recuperable y no tardará en estar aquí; eso es todo lo que necesita saber de momento. Con respecto a Creta, nuestros esfuerzos ya se han completado casi en su totalidad. Consiguieron entrar en la ciudad hace solo unas horas. Tendremos un lugar desde el que podremos atacar al resto del mundo con impunidad. Después de todo, ¿cómo van a poder rastrearnos hasta un sitio que la mayor parte del mundo ni siquiera cree que existió jamás?

Los miembros más ancianos de la Coalición Julia apartaron la vista de la pantalla en su lado del océano Atlántico. Zoenfeller miró a su alrededor en busca de apoyo, pero se encontró con que la mayor parte de los miembros más antiguos se había dejado convencer por los argumentos de Tomlinson y por las audaces acciones de los que habían sido los miembros más jóvenes.

Tomlinson se estiró la americana del traje y se sentó sin prisas. Miró a la pantalla y sonrió.

—Nuestra larga búsqueda por fin llega a su fin. Desde la época de los césares, pasando por la búsqueda de los templarios del lugar de enterramiento de los pergaminos mientras fingían perseguir un ridículo grial, hasta los intentos germánicos y napoleónicos, hemos aprendido una dura lección: el mundo no caerá en nuestras manos sin más. Ahora, con este plan nuevo y ajustado, el mundo incluso rogará que lo liberemos. Se acabaron las ideologías absurdas y el fervor patriótico, nada de eso se interpondrá en el camino de un mundo disciplinado.

—¿Y qué hay de las afirmaciones que está haciendo circular ese idiota de Corea del Norte? —preguntó Zoenfeller en un último intento desesperado de recuperar cierto control.

—No hay ni una sola entidad al servicio de ningún gobierno de este planeta que pueda descubrir lo que estamos intentando. No hay ninguna prueba fehaciente que respalde esas afirmaciones. Solo tienen que seguirnos y pronto heredaremos la Tierra, mucho antes de lo que preveía el plan original.

La Casa Blanca

Washington D. C.

El nuevo presidente llegaba tarde a una sesión informativa en la Sala de Crisis, pero la reestructuración de última hora de varios departamentos había adquirido prioridad por culpa de las absurdas afirmaciones de Corea del Norte; según ellos, los males de su país habían sido provocados por la mano del hombre. Tenía que empezar con el mismo departamento que había visitado solo un día antes.

—Director Compton, lamento las pérdidas que ha sufrido, pero no puedo preocuparme por ese asunto en este momento. ¿He explicado con claridad los requisitos de personal que he perfilado?

La línea telefónica se quedó en silencio un momento; después, Niles Compton contestó.

—Señor presidente, darle mis departamentos de Ciencias de la Tierra no supone ningún problema. Pero si se lleva el cien por cien de nuestras Ciencias Informáticas, no tenemos forma de buscar a quien dio el golpe en mi almacén de Nueva York esta mañana.

—Ese asunto se pondrá en manos del FBI y de las fuerzas de la ley locales. ¿Está claro?

—Está destrozando la mejor oportunidad que tenemos de averiguar lo que está pasando. Mi personal es capaz de emprender múltiples tareas a la vez, más que cualquier departamento o entidad del mundo entero. Trabajan en equipo, y separarlos es un error. Les resta habilidad, los incapacita para pensar juntos. Tenemos un grave problema, señor, y usted está condenando a mi Grupo a enfrentarse a las muertes de muchos de sus colegas sin la posibilidad de averiguar qué pasó.

—Señor director, ¿he de suponer que está con el manos libres?

Niles miró a su alrededor. Virginia y Alice eran las únicas presentes en el despacho.

—Sí, señor.

—Por favor, coja el teléfono. Me gustaría hablar con usted en privado.

Niles se inclinó y cogió el auricular. Clavó los ojos en el escritorio y escuchó. La conversación fue unilateral mientras Virginia y Alice intercambiaban miradas curiosas.

—Sí, señor —respondió Niles, después estiró la mano y apretó un botón, con lo que volvió a poner la llamada en modo conferencia.

—Doctor Compton, ¿quién es su subdirector? —preguntó el presidente.

—La profesora Virginia Pollock, señor presidente —respondió Niles, miró a Alice y se encogió de hombros.

—Profesora, ¿está escuchando?

Niles se irguió y se sentó en el borde de su escritorio, después miró a Virginia y asintió. La mujer alta, de cabello oscuro y rasgos afilados, se levantó y se acercó más al manos libres.

—¿Sí, señor presidente?

—Profesora, le he ordenado al doctor Compton que venga a Washington para unas consultas directas conmigo. La pongo al mando del Departamento 5656 de forma temporal. Le ordeno que transfiera el control del departamento científico de su Grupo a mi asesor de Seguridad Nacional. También tiene órdenes de utilizar la extraordinaria potencia informática de su agencia para ayudar a descubrir si las alegaciones vertidas por los coreanos tienen alguna validez. ¿Ha comprendido esta orden?

—Todo salvo lo de ponerme a las órdenes de su asesor, señor presidente, porque según los estatutos de nuestro departamento, el asesor de Seguridad Nacional no es un cargo del gabinete, así que no puede tener conocimiento sobre nuestro departamento y puesto que somos…

Niles carraspeó e interrumpió a Virginia. Esta alzó los ojos y él negó con la cabeza.

—Disculpe, señor. Todos los departamentos quedan a su disposición para ayudar en todo lo que podamos.

Niles asintió, fue detrás de su escritorio y se sentó.

—Muy bien. Por la presente, el doctor Compton tiene orden de dejar su puesto y acudir a Washington para unas consultas con mi asesor científico, además de actuar de enlace entre el Grupo y yo mismo. Ha de encontrarse en un avión antes de media hora. ¿Está esta orden clara?

—Sí… —Virginia se calló de golpe cuando comprendió que estaba hablando con una línea muerta.

El presidente colgó el teléfono y le echó un vistazo al informe inicial de bajas del intercambio de artillería en Corea. Después apartó la primera hoja y miró los cálculos de los daños que había provocado el terremoto en los dos convoyes de portaaviones en el mar del Japón.

Los escuadrones que iban a bordo de los dos portaaviones de clase Nimitz se habían reducido al cincuenta y tres por ciento en el George Washington y al sesenta y ocho por ciento en el John F. Kennedy. Más de doscientas personas habían perdido la vida cuando los últimos vestigios de los tsunamis habían golpeado los navíos de escolta más pequeños de los dos convoyes.

El secretario de Defensa abrió la puerta y entró. Parecía desolado cuando le entregó una nota al presidente.

—Los norcoreanos nos han informado, a través del gobierno chino, que cualquier intento de reforzar las tropas de tierra o aire por parte de la OTAN o alguna de sus facciones se interpretará como un ataque inminente contra las fuerzas norcoreanas y se verán obligados a defenderse.

—Por Dios. ¿Qué dicen los rusos y los chinos?

—Nada aparte de que apoyan a los norcoreanos en la defensa de la frontera, y nos han pedido que mostremos buena fe y retiremos el destacamento especial que se dirige al mar de Japón.

—Maldita sea, no se puede decir que eso sea nada. —El presidente se dio la vuelta, examinó la nota otra vez y la tiró sobre la mesa—. Tenemos libertad de navegación y no pienso permitir que se deje sin control un aumento de la tensión en la frontera. No puedo —dijo al tiempo que se giraba y miraba a su asesor—. El destacamento especial continúa adelante. No voy a dejar a esos muchachos sin apoyo naval. Envíe un mensaje a los coreanos, queda en sus manos. Que se alejen de la frontera. Que permitan la entrada de las operaciones de auxilio y entonces podremos hablar.

Observó irse al secretario y después se quedó mirando por la ventana el cielo nublado. Sacudió la cabeza, empezaba a preguntarse si no habría algún intento serio por parte de alguna influencia externa o sobrenatural empeñada en frustrar cada uno de sus movimientos para lograr la paz. Sabía que necesitaba la ayuda de alguien en quien confiara sobre todas las cosas para evaluar lo que estaba pasando. Esperaba que esa ayuda estuviera ya en camino desde Nevada.

Centro del Grupo Evento

Base Nellis de las Fuerzas Aéreas, Nevada

Niles intentó sonreír, pero no le salió. Se quitó las gruesas gafas y se frotó el puente de la nariz.

—¿Cuáles son tus órdenes inmediatas para el Grupo, Virginia? —preguntó cuando al fin levantó la cabeza y miró a las dos mujeres—. Ha salido en todas las noticias que en ese puesto de escucha del mar de Japón se captaron unas señales extrañas justo antes de que golpeara el terremoto. Así que ese cabrón chiflado puede que tenga motivos para creer todo lo que está soltando.

Se oyó una llamada a la puerta y uno de los secretarios entró y le ofreció a Niles una nota.

—El presidente acaba de enviar esto, señor.

Niles cogió la nota que le tendían y dejó irse al secretario.

Virginia se sentó con gesto tranquilo y después miró a Niles a los ojos.

—Treinta y dos personas, Niles, eso fue lo que perdimos esta mañana en Nueva York. Comparado con las pérdidas de la nación en Corea y en esos dos convoyes de los portaaviones, y todas esas pobres almas de China, un número muy pequeño. Cumpliré las órdenes, por supuesto, y haré lo que me han ordenado. Pero me niego a olvidarme sin más de nuestra gente de Nueva York.

Niles le hizo un gesto con la mano para que continuara. Él seguía mirando la nota del presidente.

—Los departamentos científicos se pondrán a trabajar para averiguar si esa ridícula afirmación de los coreanos podría ser verdad y es cierto que el terremoto que los golpeó fue obra del hombre y, por tanto, intencionado. Pero al departamento de Ciencias Informáticas se le permitirá conservar un cincuenta por ciento de la potencia del Europa para ayudar a encontrar a los asesinos de los nuestros, y para averiguar cómo han podido saber de nuestra existencia y por qué esos artefactos recuperados en Westchester eran tan importantes.

—Gracias, Virginia —dijo Niles mientras se volvía a poner las gafas.

—No es por ti, ni por mí, ni siquiera por el Grupo. Es que no quiero ser la que le explique a Jack por qué no estamos buscando a esos cabrones asesinos.

—Lo mismo pienso yo —dijo el director. Después miró a Virginia con atención y le pasó la nota—. Pero la prioridad aquí ya no es encontrar a los asesinos de nuestra gente. No hagas muy grande ese segmento de la investigación.

—¿Por qué? —preguntó Virginia mientras cogía la nota y empezaba a leer.

—Porque ahora no solo tenemos a los norcoreanos haciendo esas afirmaciones; parece que los rusos también captaron una señal rara segundos antes de otro terremoto. Este se produjo hace solo una hora y explica el malhumor del presidente.

—¿Qué pasa? —preguntó Alice.

—El puerto ruso de Vladivostok acaba de ser borrado del mapa.

El envío de artefactos y mapas había llegado al fin y se había transferido a los niveles inferiores de los departamentos científicos para ser fotografiado y catalogado con todo esmero.

Sarah McIntire se había acercado a la zona de carga para recibir a Jack, Carl y Mendenhall, y para darles el pésame por la pérdida del cabo de la Marina, Sanchez, y de los otros miembros del Grupo que habían fallecido en el almacén de Nueva York. Ser la amante secreta del coronel no había evitado que en un principio Sarah recibiera una mirada gélida y distante de Jack cuando lo miró a los ojos. Tras un momento, el coronel había vuelto en sí, había asentido y después le había acariciado con discreción el hombro derecho antes de alejarse para ir a informar a Niles. Sarah había empezado a decirle a Jack que a Niles le habían ordenado viajar a Washington, pero después pensó que sería mejor si era Virginia la que se encargaba de eso. Después de hablar con Carl durante solo un momento, la había vencido la curiosidad y había cogido el ascensor para bajar al nivel treinta y dos y ver con sus propios ojos las maravillas que se habían recuperado en Westchester.

Diez minutos después, Sarah estaba observando a los miembros del departamento de Catalogaciones, que iban sacando los objetos de las cajas de transporte. Más personas se habían unido a ella y lanzaban ohs y ahs al ver algunas de las piezas más magníficas. El sistema de megafonía no tardó en reclamar a la mayoría cuando cada departamento empezó a recibir sus nuevos encargos, según las órdenes del presidente.

Como geóloga, hubo un artefacto en concreto que Sarah vislumbró y que hizo dispararse sus pulsaciones. Dos hombres habían sacado de un estuche para cuadros un gran pergamino enmarcado con aspecto de mapa. Cuando se acercó más al grueso cristal vio que era una representación aproximada del mundo, tal y como una sociedad antigua lo habría pintado. La colorida geografía de Europa, el Mediterráneo, África y Asia era casi como se la conocía en la actualidad, salvo por un extraño anillo de islas en el centro del Mediterráneo. Las figuras de América del Norte y del Sur parecían como si el cartógrafo las hubiera dibujado después de mirar su reflejo en un espejo de la casa de la risa. Estaban borrosas y deformadas, como si las hubiera dibujado un niño.

Lo que de verdad le llamó la atención y le produjo la sensación de que debería reconocer algo en aquel extraño y antiguo mapa eran las líneas que lo recorrían. Le sonaban de algo.

Sarah dio unos golpecitos en el cristal y captó la atención de los técnicos. El especialista de la Marina agitó una mano embutida en un guante blanco cuando levantó la cabeza y vio que era Sarah. La conocía de las partidas de póquer del sábado por la noche. La geóloga señaló el mapa de dos metros y medio por uno y medio e hizo un gesto con la mano para que los dos técnicos lo acercaran más al cristal. Los hombres intercambiaron unas miradas, se encogieron de hombros y después levantaron el pesado marco y lo acercaron para que Sarah pudiera verlo mejor. Después, el hombre al que Sarah conocía apretó el intercomunicador.

—Sé lo que estás mirando. Es esa isla rara en medio del Mediterráneo, ¿verdad?

Sarah no respondió. Estudió las extrañas líneas y se preguntó dónde las había visto antes. Después esbozó una sonrisa débil y miró al hombre a través del cristal.

—¿Qué es eso, Smitty?

—Eso digo yo, la isla con los anillos alrededor.

—No. Es decir, sí, eso es un poco raro, pero a mí me interesan las líneas que atraviesan este mundo tan raro, más que las islas anilladas.

—Quizá una especie de marcas de latitud y longitud. Parece que la han cagado un poco, pero quizá sea eso. —El técnico miró a Sarah y después al mapa que estaba ayudando a sujetar delante del cristal.

—Sí, son marcas de latitud y longitud, pero las líneas más gruesas que hay por debajo, zigzaguean como locas por todos los continentes y todos los océanos. ¿Qué diablos se supone que son?

Los técnicos se encogieron de hombros y después, cuando vieron que llegaba su supervisor, echaron a Sarah y subieron el gran mapa a una mesa donde estaba trabajando el fotógrafo.

Cuando McIntire se alejó, no pudo evitar tener la sensación de que sabía con exactitud lo que eran esas extrañas líneas. Intentó concentrarse, pero aquel era un recuerdo que no dejaba de destellar en los márgenes de su mente sin llegar a entrar en ella.

Jack se sentó en la mesa de conferencias con los otros jefes de departamento del Grupo Evento. La mayor parte seguía preguntándose por qué Niles había dejado su puesto y volado a Washington. Virginia los había dejado más perplejos todavía cuando les había dicho a los reunidos, doctores, físicos, ingenieros y personal de los departamentos de Informática y de Historia, que no iban a dedicar todos sus recursos a buscar a las personas que habían asesinado a sus colegas de Nueva York. En su lugar, la mayor parte de los equipos iban a ponerse a las órdenes del presidente en persona. Cuando comenzaron las protestas, Virginia dio unos golpes secos con los nudillos en la mesa pulida. La nueva directora miró directamente a Jack, sentado al otro extremo de la mesa, que no había pronunciado ni una sola palabra.

—Todos, escuchad. Estamos a punto de entrar en un conflicto a gran escala con Corea. Muchos soldados, simples críos en su mayor parte, ya han perdido la vida. Soldados como los que perdimos esta mañana. Haremos lo que ha ordenado el presidente. Salvo los jefes de departamento, que se presentarán ante Pete Golding en el centro informático; él coordinará los esfuerzos para encontrar a quien mató a nuestra gente. El resto de vuestros equipos se centrará en el problema de esa absurda afirmación hecha por los rusos y los coreanos. Después del terremoto ocurrido en las aguas justo al este de la costa rusa, comprenderéis por qué es una prioridad.

—Es que esa afirmación es estrafalaria, Virginia —dijo Clark Ortiz, del departamento de Ciencias de la Tierra—. ¿Un terremoto inducido por la ciencia? Hostia, incluso si alguien pudiera fijar como objetivo algo parecido a un país, ¿cómo diablos podríamos empezar a provocar siquiera un suceso sísmico?

—Teniente McIntire, ¿alguna idea por el lado geológico de las cosas? —preguntó Virginia.

—Podemos hacer un modelo de la actividad sísmica reciente en el ordenador, ¿pero dar comienzo a un terremoto real? No. Harían falta miles y miles de kilos de material explosivo para iniciar algo parecido. Y ese escenario ni siquiera sería garantía de conseguir aunque fuera una vibración en las fallas superficiales conocidas. Las fuerzas tectónicas empiezan muy por debajo de la mayor parte de las fallas, aparte de que no se pueden alcanzar con nada que no sea una operación de perforación masiva.

—¿Así que no cree que sea factible?

—A mi juicio, no. Pero me gustaría oír esa misteriosa cinta de vigilancia que los rusos y los coreanos afirman tener.

—Tengo entendido que el gobierno coreano la está poniendo a disposición de los demás a través de las Naciones Unidas, una prueba que parece indicar una creencia bastante firme en sus afirmaciones —sentenció Alice desde su asiento, junto al de Virginia.

—Entonces empezamos de cero. Sarah, tú encabezarás los esfuerzos aquí y serás la jefa de equipo de los departamentos de Geología e Ingeniería. Además, voy a poner todo el peso del departamento de Ciencias de la Tierra sobre tus hombros. Tu trabajo es encontrar un modo de manipular la corteza para que se mueva. Si podemos construir un modelo que funcione, quizá podamos demostrar o refutar esa afirmación. Demuéstralo o entiérralo deprisa. Te coordinarás con el director Compton; él será tu caja de resonancia.

Cuando terminó la reunión, con los jefes de departamento alejándose para darle órdenes a su personal, Virginia vio que Jack y Carl no se habían movido. Alice Hamilton también se quedó, y estaba sentada con gesto tranquilo en la mesa, con el bloc de notas y el lápiz en el regazo.

—El cabo Sanchez era un gran chico, Jack. Lo siento —dijo Virginia mientras sostenía la mirada de los ojos azules de Jack.

—Todos lo eran.

—Lo sé. Pero también sé que Sanchez era buen amigo de los dos; así pues, lo siento de verdad.

Jack no respondió. Estaba recién afeitado y aseado, con el mono azul habitual. Abrió la carpeta con bordes rojos que tenía delante, cogió uno de los expedientes y se lo pasó a Virginia por la mesa. Esta miró a Jack y después la foto, y luego cerró los ojos.

—Se acabaron los secretos —leyó Virginia en voz alta, después le pasó la foto a Alice Hamilton.

—Alguien sabe de nuestra existencia, por lo menos lo del almacén de Nueva York, y también la parte de los estatutos nacionales que nos rigen y que dice que debemos permanecer en la sombra —dijo Jack, que miraba a la cara a Virginia sin parpadear siquiera.

Carl se aclaró la garganta.

—Esto no parece cosa de nadie al que nos hayamos enfrentado, Virginia. Nos atacaron por sorpresa, y no pareció importarles que el blanco estuviera en pleno centro de la ciudad más concurrida del mundo. Potencia de fuego masiva y absoluta sorpresa, fue un golpe militar puro y duro contra el Grupo Evento para recuperar lo que pensábamos que no eran más que unos artefactos robados. —Carl miró a una mujer y luego a la otra—. No se trata solo de lo que hemos perdido, es lo que podríamos perder.

Collins continuó sentado, inmóvil, el rostro tranquilo.

—¿Qué queréis? —preguntó Alice, que interrumpió a Virginia antes de que esta pudiera decirle a Jack lo que había planeado.

—Muy simple: carta blanca. Quiero que se saque a todo mi departamento de Seguridad de cada excavación, campus universitario y lugar de investigación del mundo. Los quiero aquí. Vamos a necesitarlos a todos. El país está casi en guerra y tenemos muy pocas opciones en lo que se refiere a proteger este complejo. Si tienen conocimiento de una de nuestras instalaciones satélite como es Nueva York, es posible que sepan del complejo principal. El ataque de esta mañana no fue solo para recuperar unos cuadros bonitos y unas armaduras. Lo que estaban buscando está aquí y lo saben. Sea lo que sea lo que quieren, lo quieren con la suficiente urgencia como para enviar un pequeño ejército a buscarlo.

—Pero, Jack, esto es el Grupo. Estamos situados bajo una de las bases aéreas más protegidas del mundo entero. Jamás podrían atravesar toda esa seguridad y entrar aquí.

Una vez más, fue Carl el que habló.

—Cuarenta mil.

—¿Disculpa? —dijo Virginia.

—Hay cuarenta mil policías en la ciudad de Nueva York. Ese pequeño detalle no pareció disuadir a esa fuerza; atacaron un edificio en pleno corazón de Manhattan. Asesinaron a un prisionero en un juzgado federal y se metieron en la casa de un agente de alto rango del FBI, lo torturaron y lo asesinaron, y a su mujer también.

—Haz lo que tengas que hacer para garantizar la seguridad del Grupo y su personal.

Bufete de Evans, Lawson y Keeler

Boston, Massachusetts

Las tres furgonetas Chevrolet blancas se metieron en el aparcamiento adyacente y esperaron. Ese bufete concreto era lo bastante grande como para tener un aparcamiento privado con un ascensor directo que conducía hasta la gran casa de piedra de cuatro plantas que le daba cobijo. Las furgonetas eran corrientes y carecían de ventanillas. Estaban aparcadas, con los motores apagados. Se limitaban a esperar.

Solo un minuto después se acercó un Mercedes SL negro que subió la empinada rampa que llevaba al nivel inferior del garaje, que se encontraba un piso entero por encima del bufete. El coche entró marcha atrás y muy deprisa en un espacio que había enfrente de las tres furgonetas. Las luces destellaron una vez y después una vez más. Tras la señal, las puertas correderas laterales de las furgonetas se abrieron y de cada una salieron diez hombres a toda prisa. Vestían monos y pasamontañas negros, y todos iban muy bien armados.

Lorraine Matheson, más conocida como Dalia, observó al equipo de asalto del nordeste de la Coalición comprobar con gestos expertos sus armas de camino al ascensor. Sería un robo despiadado, realizado con rapidez e intención asesina. Los hombres que se iban a encargar de ese trabajo se habían hecho millonarios sirviendo a la Coalición. Esta pagaba a los mejores soldados de todo el mundo. No eran tímidos a la hora de acabar con una vida, ni tenían miedo a morir. Para ellos el peligro era más bien una droga, y el dinero solo era el medio para llegar a ella.

Un hombre salió de la primera furgoneta y se acercó a ella. Iba vestido no con el uniforme de combate del escuadrón de asalto, sino con una camisa de vestir y una americana deportiva. Llevaba un sobre de color manila. Dalia bajó la ventanilla y aceptó el paquete. Lo abrió y hojeó la abundancia de fotos. Descartó enseguida a todos los policías uniformados. Entonces vio a tres hombres que le llamaron la atención. Repasó todo el lote y encontró más fotos de veinte por veinticinco de los mismos tres hombres. Estudió los rostros y decidió que tenía lo que quería.

—Estos tres hombres no forman parte de la policía de Nueva York. Este en concreto —dio unos golpecitos en la imagen del tipo que estaba en el centro de la primera foto—, no es poli, desde luego. Envía esto por fax a Tomlinson por una línea segura y dile que sospecho que estos hombres conspiraron en el ataque de Westchester y que puede que sean integrantes de ese misterioso Grupo del desierto sobre el que nos hablaron los técnicos recientemente fallecidos. —Dalia pensó un momento mientras volvía a meter las fotos en el sobre—. Dile que parecen personas con mucha iniciativa y que podrían ser un problema. Este hombre en concreto, no me hace ninguna gracia.

El tipo de la americana la vio dar unos golpecitos con el dedo en el rubio de la foto.

—Ese fue el hombre que me dio miedo cuando miró a la cámara. Tiene algo. La única palabra que se me ocurre es «amenaza».

Dalia estudió la cara más de cerca antes de meter la foto con las demás. Se quedó callada y le volvió a pasar el sobre por la ventanilla. No quería decir que a ella se le ocurría otra palabra cuando contemplaba la cara de ese hombre: némesis.

El fotógrafo cogió el sobre y volvió a desaparecer en la primera furgoneta para llevar a cabo sus órdenes.

La mujer rubia se obligó a relajarse; después, la imagen del hombre y sus dos compañeros se desvaneció a toda prisa.

Tres minutos después de entrar en el bufete de Evans, Lawson y Keeler, treinta y seis empleados, abogados y visitantes estaban puestos en fila y de rodillas en la sala de reuniones principal. Tenían las manos en la cabeza y la mayor parte estaba conmocionada por la repentina muerte de su anciano agente de seguridad. Al antiguo oficial de la policía de Boston, que había tenido la sangre fría de enfrentarse al líder del grupo de asalto, le habían disparado a quemarropa. En ese momento representaba el ejemplo de lo que le ocurriría a cualquier otro que no siguiera las instrucciones. Su cuerpo continuaba derrumbado en el suelo, justo fuera de la sala de reuniones, donde muchos todavía podían verlo.

—Aquí no tenemos ningún dinero, y si es una venganza por algo que nuestro bufete ha hecho en el pasado, les aseguro que…

—¿Su nombre? —preguntó el hombre más pequeño del grupo de asalto. La pistola de 9 mm con silenciador se dirigió hacia el hombre bien vestido que había hablado.

—Anderson. Soy asociado y…

Las mujeres gritaron y los hombres se quedaron aturdidos cuando la bala alcanzó al joven en la frente y salpicó de sesos todo el muro pintado de blanco que tenía detrás. El cuerpo chocó contra la mujer de detrás, que no dejaba de chillar.

—¡Salvaje!, ¿por qué has tenido que hacer eso? —exigió saber un señor mayor con tono desafiante a pesar de estar de rodillas.

—¿Su nombre? —preguntó el asaltante, que hablaba con un fuerte acento.

El hombre miró al asaltante enmascarado, esperaba él también una bala.

—Harold Lawson, socio mayoritario de este bufete.

—Bien. ¿Podría señalar a los otros dos socios mayoritarios, por favor? En concreto —el hombre sacó un trozo de papel del guante negro—, un tal señor Jackson Keeler.

Otro hombre de unos setenta años se aclaró la garganta.

—Soy yo —dijo con voz temblorosa.

—¿Usted el hijo menor de Jackson Keeler tercero, nacido en 1930?

—Sí.

El hombre menudo les hizo un gesto a dos de sus hombres, que se adelantaron para levantar al abogado.

El hombre miró después a tres de las pasantes que se encogían junto a la pared contraria.

—Señor Jackson Keeler, se le formulará una serie de preguntas sobre su padre, su hermano mayor y también sobre sus afiliaciones, en concreto sus afiliaciones privadas. Responderá a esas preguntas de la forma más directa y honesta posible. Si lo hace, esto no le ocurrirá a ninguno más de sus empleados. —El hombre disparó tres rápidos tiros a las mujeres encogidas que había seleccionado y puesto en fila contra el muro. Las balas golpearon con limpieza y las mujeres estaban muertas antes de caer en la costosa moqueta.

—¡Cabrón asesino! —gritó Keeler.

Los empleados y visitantes reunidos rezaron para que el señor Keeler, cuyo padre había sido el socio fundador del bufete, fuera de verdad franco en sus respuestas.

—Creo que deberíamos retirarnos a su despacho para mantener esta conversación.

Cuando los dos hombres, con Keeler en medio, dejaron la sala de reuniones, el hombre más pequeño vaciló y después se inclinó hacia un hombre grande que se encontraba cerca de la puerta para susurrarle unas instrucciones.

—Separadlos, metedlos en otras salas y despachadlos a todos.

El hombretón asintió y miró a los hombres y las mujeres esperanzados que había en la sala de reuniones. Cuando ellos lo miraron, les dedicó una sonrisa tranquilizadora.

A Jackson Keeler lo llevaron a su espacioso despacho y lo obligaron a sentarse en su sillón. El hombre pequeño les hizo un gesto a los dos matones que habían escoltado a Keeler y que salieron del despacho para reunirse con el resto de su equipo.

El abogado cerró los ojos cuando el asesino se quitó el pasamontañas negro, como si no verlo pudiera de algún modo salvarle la vida.

—Relájese, señor Keeler. ¿Le importa si me sirvo una copa?

El anciano abrió los ojos a tiempo de ver que el hombre del bigote se servía una copa de las caras licoreras que había en el pequeño mueble bar.

—La placa con el mapa, señor Keeler, ¿dónde está? —preguntó mientras se acercaba al escritorio y ponía un vaso idéntico de bourbon en el secante granate de la mesa.

Jackson Keeler cogió el vaso y se bebió el bourbon de un solo trago. Lo posó de nuevo con mano temblorosa y se limpió la boca.

—Un asunto desagradable, ya lo sé. Pero necesitamos seguir adelante, y lo único que tiene que hacer usted es decirme dónde está la placa con el mapa.

Keeler sabía que no servía de nada negar la existencia del mapa o que su familia lo había tenido en su momento.

—Solo sé lo que mi padre me dijo cuando era joven. Cualquier otra cosa, la desconozco.

El hombre tomó un sorbito de su vaso y sonrió.

—Eso está bien. Ve, hay voluntad por su parte de terminar de una vez con este feo asunto. Dígame, ¿qué fue lo que le dijo su padre?

—El objeto que buscan no está aquí. Se le envió a mi hermano mayor hace muchos años, antes de la guerra.

—¿Ah, sí? Por favor, continúe.

Keeler miró a su alrededor, cualquier esperanza de rescate había desaparecido.

—La placa con el mapa se envió a Hawái justo antes del comienzo de la guerra, y a mi hermano se le indicó que la entregara a otra persona. Es todo lo que sé.

El hombre se terminó la copa y volvió a colocar el vaso en el bar. Se giró y miró al anciano, pero no pronunció ni una sola palabra.

—No sé nada más. Por favor, permita que los que no están implicados en este asunto dejen el edificio.

El hombre siguió sin decir nada.

La puerta del despacho de Keeler se abrió y entró Dalia, que saludó con la cabeza al hombre pequeño, y después se quitó el abrigo con su ayuda. Dalia sonrió y se volvió hacia Keeler.

—Bueno, es todo un honor. Jamás pensé que llegaría a conocer a uno de los suyos cara a cara. Es decir, mi jefe es uno de sus hermanos, pero conocer de verdad a uno de los últimos antiguos, bueno, no puedo expresar el honor que significa para mí.

Dalia se volvió y miró al hombre pequeño, que la observaba trabajar con una sonrisa grabada en los rasgos duros. El hombre negó con la cabeza y después le susurró algo al oído. La mujer rubia se dio la vuelta para escudriñar a Keeler. Luego miró a su alrededor, a aquel despacho amueblado con opulencia; sus ojos repasaron los cuadros y volvieron a posarse en Keeler. Se quitó los guantes y se sentó en uno de los sillones que tenía el anciano enfrente.

—Su hermano mayor, al menos por lo que muestran los archivos de mi jefe, era un inconformista al que no le gustaba el pequeño y sucio secreto sobre los antiguos, y no quería tener nada que ver con su familia. Esos viejos y esas viejas quizá eran un poco cobardes para su gusto. Por tanto, tomó su camino. Cosa que suscita mi curiosidad, me pregunto por qué su padre le habría enviado la placa con el mapa. Usted le dice aquí a mi hombre que su hermano se la pasó a otra persona. Sin embargo, su padre jamás habría confiado un objeto tan valioso a una persona indigna. Así que debo concluir que fue entregado a un antiguo, y creo que usted sabe quién es.

—Como le dije aquí a su asesino, no lo sé.

—¿Quiere abrir su caja fuerte, por favor?

—No tengo caja fuerte en el despacho.

—Señor Keeler, he tenido un día largo y extenuante. ¿Debo ordenar las muertes de más de sus amigos en la oficina exterior?

El anciano bajó la cabeza y supo que tendría que darle a esa mujer el nombre que buscaba. La sensación de traición lo estaba ahogando, igual que había ahogado a su hermano aquella noche, mucho tiempo atrás, en Hawái.

—Se dio la orden de que el mapa se entregara a un antiguo.

—Ah, ya sabía yo que su padre era un hombre astuto —dijo Dalia, y esbozó una sonrisa deslumbrante. Después volvió a ponerse el guante negro en la mano derecha y la estiró. Su hombre le colocó un vaso de bourbon en la mano y se quedó allí mientras ella tomaba unos sorbos—. Me pareció que procedía tomar una copa. Usted no lo sabe, señor Keeler, pero este es un día histórico. —Dalia sonrió otra vez y sostuvo la copa con la mano enguantada—. ¿El nombre?

El anciano bajó la cabeza y señaló con un gesto la pared contraria.

—Detrás de ese cuadro está mi caja fuerte. ¿Me permite?

—Desde luego, por favor.

Keeler pasó despacio junto a la mujer y se acercó a un gran retrato de su padre. Tiró del lado derecho y el cuadro se separó de la pared y reveló una pequeña caja fuerte montada en el muro.

—Bueno, no querría que abriera eso y nos sorprendiera con un arma. Eso no sería nada propio de su linaje, ¿verdad? Iría contra su naturaleza implicarse de forma directa.

—Nada de armas —dijo el abogado al tiempo que estiraba la mano y empezaba a marcar la combinación.

Dalia le hizo un gesto al hombrecito para que se acercara y observara a Keeler.

El anciano tiró de la manija de la puerta de la caja fuerte y sintió la presencia del asesino, que se había puesto detrás de él. Sabía que tenía que proceder con delicadeza. Introdujo la mano en la caja abierta y empezó a sacar un libro grande, bloqueando mientras la visión con su cuerpo delgado. Al hacerlo, deslizó la mano derecha bajo las gruesas páginas.

El hombre pequeño empezó a adelantarse para arrebatarle el diario. Keeler tuvo que pensar rápido antes de que descubrieran su engaño. Dejó que las rodillas se le combaran, gimió y se derrumbó arrastrando de camino el diario y sacándolo de la caja fuerte. Cayó en la alfombra y rodó como si estuviera sufriendo un ataque al corazón. Con una plegaria, sin prisas y sin ruido, arrancó la parte inferior de la última página y se deslizó el papel doblado en la boca, entre la mejilla y la dentadura postiza. Cerró los ojos y esperó.

El hombre le dio la vuelta y le quitó el diario de las manos. Keeler respiraba profundamente, manteniéndose en su papel a la perfección.

Dalia extendió la mano para recibir el diario; miraba a Keeler con la leve curiosidad que uno le dedicaría a un niño pesado.

—Por favor, ayude a levantarse al señor Keeler y dele un poco de agua.

El hombre pequeño levantó al delgado abogado a pulso sin demasiados miramientos. Lo colocó en un sillón junto al escritorio y le sirvió un poco de agua. Keeler, entre tanto, permitió que su respiración se ralentizara a medida que su obra de un solo acto llegaba a su fin.

Dalia no lo estaba mirando; estaba examinando el grueso diario que llevaba el nombre de Jackson Keeler grabado en letras doradas en la cubierta.

—¿El paradero de la placa con el mapa está aquí?

El abogado asintió y observó a la mujer, había sido un alivio que no lo hubieran visto cuando había arrancado la parte inferior de la última página. Aceptó el agua que le ofrecieron y bebió.

—¿Hay una lista con los nombres de los hermanos y hermanas que quedan? —preguntó Dalia cuando empezó a hojear las páginas.

El anciano vio lo que estaba haciendo la mujer, se levantó y dejó que el vaso de agua se le cayera de la mano. Se adelantó con un tambaleo, furioso, todavía fingiendo debilidad, hasta que el hombre bajo se interpuso entre él y la rubia. Keeler sabía que tenía que impedir que la mujer llegara a la última página, rasgada e incompleta.

—He terminado de responder a sus preguntas. Tienen lo que quieren, así que, por favor, váyanse de aquí.

Su rostro no mostró alivio alguno cuando Dalia levantó la cabeza, sorprendida, y cerró el libro.

—Sin duda ha sido usted muy servicial, y siento causarle aflicción.

Jackson Keeler, por asustado y avergonzado que se sintiese, no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa. Sabía que no podía dejarla salir de allí sin hacerle saber que el libro ya no le serviría de nada si lo que quería era la ubicación de la placa con el mapa.

—Van Valkenburg es el nombre que necesita buscar en mi diario para saber dónde está la placa con el mapa.

—Muy servicial una vez más. Gracias. Bueno, ¿a que ha sido fácil?

—Sorprendentemente fácil, más de lo que pensé que sería, señorita —dijo el abogado, la sonrisa satisfecha crecía en el rostro marcado por la edad y todavía tembloroso que permanecía delante de la mujer.

Por primera vez Dalia se sintió incómoda al observar que el anciano iba recuperando la confianza, un hombre que debería estar rogando por su vida.

—En toda su investigación sobre mis hermanos y hermanas y el antiguo linaje al que pertenecemos, señorita, ¿nunca se le ocurrió mirar en qué barco estaba destinado mi hermano? Ahora tiene el nombre del hombre al que mi hermano le entregó la placa con el mapa por cuestiones de seguridad. Van Valkenburg era su comandante. El barco que capitaneaba era el USS Arizona. —Keeler al final tuvo que soltar una risita porque, con tanta seguridad como que él era hombre muerto, sabía que había dejado perpleja a la mujer que lo miraba.

Dalia apretó los dientes e intentó no mostrar ninguna emoción delante del hombre, pero, por la expresión arrogante del rostro masculino, sabía que no lo había logrado. Se inclinó, colocó la copa sin terminar en el escritorio y, con el diario sujeto con la otra mano, se levantó. Se volvió a poner el otro guante, se dio la vuelta y miró a su hombre. La orden tácita estaba clara.

Jackson Keeler, sin dejar de sonreír, se despidió de ella con la cabeza.

—Ha sido un placer, señorita. ¿Supongo que tiene recursos para ir a rebuscar alrededor de un monumento nacional que tiene el potencial de derrumbarse en cualquier momento? ¿Un monumento que está protegido veinticuatro horas al día? ¿Un monumento que también es reverenciado y que está situado en medio de uno de los puertos más vigilados del mundo?

Dalia se giró, su sonrisa se había abierto de nuevo con gesto brillante.

—Los pocos hermanos y hermanas del linaje original que quedan en la Coalición Julia tienen muchos más recursos de los que su cobarde facción ha tenido jamás. Recuperaré para ellos la placa con el mapa y su linaje, señor Keeler, se irá extinguiendo sin ruido. Incluso sin la placa con el mapa, ya solo por eso puede que les haya merecido la pena a los que me han contratado.

—Alguien los detendrá; siempre lo hacen.

—Me temo que algunas historias no terminan con la caballería viniendo al rescate. Señor Keeler, ha sido usted de lo más servicial y su información muy útil. Ahora me gustaría hacer algo que muy pocas veces hago. —Estiró la mano enguantada una vez más y su hombre le colocó en ella un arma con silenciador—. La arrogancia en su rostro cuando me dijo dónde se encuentra la placa con el mapa, bueno, me irritó bastante.

Levantó la automática y disparó diez balas hacia el cuerpo delgado del anciano. Este cayó al suelo, donde su sangre se extendió por la gruesa alfombra.

El rostro de Dalia permaneció inexpresivo. Bajó el arma y se la tendió a su hombre, que se la cogió. Este jamás había visto a Dalia ni siquiera hablar con tono colérico, así que el despliegue de violencia que había mostrado era una faceta que aquella mujer siempre había sabido ocultar.

—No, nada de heroica caballería, señor Keeler. —Empezó a darse la vuelta, pero se detuvo en seco—. Nuestro fotógrafo está esperando fuera. Me gustaría que se quedara aquí y comprobara quién aparece. Dile que se quede al menos veinticuatro horas. Tiene las mismas órdenes que la otra vez.

Con esas órdenes se volvió y dejó la oficina. Con ella se llevaba el diario que la conduciría no solo a la ubicación de la placa con el mapa y en su momento a la llave atlante, sino también a los nombres de los últimos antiguos que quedaban.