Sarah yacía de espaldas, Will Mendenhall y dos de los marines la atendían. Will sonrió sin ganas y le colocó una venda en el hombro, muy tirante. La herida era mucho peor de lo que él había pensado en un principio y se estaba dando de patadas por haberla dejado sin atención durante tanto tiempo.
—¡Aaaah! —exclamó Sarah cuando Mendenhall apoyó buena parte de su peso en el cuerpo pequeño de la joven.
—Lo siento, yo…
—Escucha —dijo Sarah, casi en un estado de ensoñación—. Ryan lo consiguió… lo consiguió, Will.
Mendenhall, que no había prestado atención porque había estado muy ocupado esquivando balas y atendiéndola a ella, notó entonces que era cierto que se sentía mejor. Habían desaparecido las náuseas y el dolor de cabeza. En su lugar había algo de lo que había intentado hacer caso omiso porque hubiera jurado que le salía de los empastes.
—Ah… me encanta esta canción —dijo Sarah con un pestañeo.
De repente, Ryan saltó por encima del pedestal roto y aterrizó contra uno de los marines después de esquivar el fuego de metralleta al correr para buscar refugio.
—¡Hostia puta! Supongo que esos gilipollas no saben apreciar la buena música —dijo con una sonrisa, pero entonces vio a Sarah y su estado.
—Maldita sea, no pensé que fuera tan grave —dijo cuando comprendió la seriedad con la que la trataba Will.
—Escucha, sé que no estoy… que no voy… muy bien, y antes de que Will me hunda el pecho… algo va mal…
—Sí, bueno, ya nos lo dirás más tarde. Ahora necesito que…
—¡Cállate! Recuerda que te supero en rango por catorce meses —dijo Sarah mientras intentaba incorporarse—. Ahora escuchad… el suelo sigue temblando aquí… La onda debe de haber desestabilizado los cimientos de la isla… o lo que sea sobre lo que… la Atlántida aterrizó cuando… se hundió…
Sarah cerró los ojos como si se hubiera quedado dormida.
—¡Oh, mierda! —exclamó Will, y le buscó el pulso. Se lo encontró por fin en el cuello, pero era lento y débil—. Maldita sea, está perdiendo demasiada sangre. Necesitamos a ese paramédico de los marines aquí —dijo, e intentó mirar a su alrededor. Entonces vio que las balas trazadoras volaban sobre su posición y volvió a agacharse.
—Iré yo. No te muevas y mantenla con vida, chaval. Volveré en cuanto encuentre al paramédico.
Antes de que Mendenhall pudiera decir nada, Ryan se había ido. Su compañero oyó el cambio en el fuego de la Coalición cuando encontró un nuevo objetivo.
Bajó la cabeza y miró a Sarah, vio que respiraba de forma superficial y el vendaje de presión empapado que le cubría la herida.
—¡Mierda, aguanta, pequeña!
La carga sorpresa, junto con el hecho de que antes de que los atacantes llegaran al fondo de la ciudad ya se sentían cien por cien mejor, cogió desprevenida a las fuerzas de la Coalición que quedaban. Intentaron resistirse a aquella panda de chiflados, pero uno por uno, y después en desbandada, corrieron a la Cámara del Empirium, donde habían visto refugiarse a Tomlinson y a los pocos miembros de la junta que habían sobrevivido. Los edificios caían a su alrededor y otros escombros se cobraron también su precio; para cuando llegaron a las grandes puertas de bronce, solo restaban unos cinco de los quinientos defensores de la Coalición.
Everett hizo un gesto a los seals para que avanzaran, por fin habían despejado un camino hasta los cables eléctricos. Los tres cables, de casi un metro de grosor, estaban colocados juntos y parecían troncos pequeños. Hizo guardia junto a tres seals que colocaban las cargas. Mientras lo hacía, vio una cara conocida que surgía del gas y el vapor, seguida por cuatro marines. Observó a Jack sujetarse por el movimiento creciente de la ciudad.
—¿Cómo coño sobreviviste a esa pequeña montaña rusa, coronel?
Collins tuvo que doblarse por la cintura para recuperar el aliento.
—Es que tenía prisa por bajar aquí para matar a Ryan por robarme mi cedé de Lynyard Skynyrd.
—Tengo la sensación de que puede que Sarah haya tenido algo que ver con eso. Ahora esperemos que cuando cortemos esos cables, este sitio deje de temblar.
Nada más pronunciarse esas palabras se oyó otro crujido estrepitoso en las alturas; otra parte de la cúpula de cristal había cedido, permitiendo que más cataratas del tamaño de las del Niágara golpearan el extremo occidental de la ciudad.
—No creo que nos quedemos mucho más en este maravilloso lugar de vacaciones —dijo Jack al erguirse. Fue entonces cuando vio a Ryan acercándose a ellos entre tropezones.
—Coronel —empezó a decir.
—Buen trabajo por allí. ¿Qué te hizo…?
—Jack, es Sarah; la alcanzaron en el hombro. Está mal.
Collins mantuvo la expresión neutral, pero, por dentro, se le heló la sangre.
Carl fue el primero en reaccionar.
—¡Médico!
—Will está con ella, pero ha perdido mucha sangre —contó Ryan casi sin aliento.
—Vete, Jack, tenemos esto controlado —dijo Everett; colocó una mano en el hombro de Collins y lo empujó un poco.
—No. Vi a varios de la Coalición entrar corriendo en esa Cámara del Empirium, los quiero.
—Jack…
Collins se volvió y dejó la zona a la carrera.
Everett sabía que Jack no quería estar allí si Sarah moría. Después de todos los hombres bajo su mando que había perdido en todos los conflictos de su larga carrera, esa era una baja que sabía que podía acabar con él para siempre. Ryan cogió al paramédico cuando llegó y miró a Everett, que solo cerró los ojos y asintió para que se fuera. Después se giró y vio la figura de Jack Collins desapareciendo entre el humo y el vapor.
—¡Fuego en el agujero!
A Everett lo cogió el teniente de los Seal y lo empujó tras un gran trozo de calzada rota justo cuando el detonador prendió diez kilos de C-4. Cuando se despejaron el humo y los escombros, vieron que los tres cables eléctricos estaban hechos jirones, muertos.
Pero, mientras Everett miraba, empezó a caer en cascada más agua de la cúpula y la intensidad del movimiento del suelo aumentó.
—De esta no salimos —dijo para sí—. Mayor, teniente, reúnan a sus hombres y llévenlos al borde del lecho seco del lago…
En ese mismo instante, una sección de noventa metros del armazón que sujetaba los paneles de cristal cedió al lecho marino que se movía y lo aplastaba y el Mediterráneo empezó a caer como si las compuertas se hubieran abierto de verdad.
La Atlántida sufrió una sacudida y tembló cuando la placa tectónica no pudo soportarlo más; y eso que habían detenido la onda del mar Negro. La teoría del dominó de las placas estaba a punto de convertirse en un hecho, y acabaría de destruir la ciudad que no había terminado de aplastar quince mil años antes.
La agonía definitiva de la Atlántida había empezado.
Tomlinson no quiso discutir con dame Lilith y Vigilante. Sabía que la única forma de salir era por donde las fuerzas de asalto americanas habían entrado sin que nadie los viera y por donde los había atacado.
—Llegaron por aquí, por algún sitio, es el único modo —dijo mientras examinaba el suelo.
—Ya basta —dijo Vigilante.
Tomlinson oyó el tono terminante del hombre y alzó la vista. Sonrió cuando vio la pequeña pistola del calibre 32 que lo apuntaba al tiempo que parte del techo de mármol caía de las alturas. Se acercó a los escombros del antiguo terremoto, y Tomlinson vio que a Vigilante no podía importarle menos el peligro que suponían los temblores de tierra.
—Usted le ha costado todo a la Coalición. Jamás nos recuperaremos de esto, por muchos activos mundiales que hayamos conseguido ocultar. No intentaremos sobrevivir a esta debacle. Usted permanecerá aquí con el resto de la Coalición Julia.
Tomlinson se quedó inmóvil y sonrió todavía más.
—Muy noble; ni el propio César lo hubiera dicho mejor. Pero mira, viejo, tú y esos cobardes que tenéis detrás puede que estéis derrotados, pero yo desde luego que no —dijo al tiempo que miraba más allá del hombro de Vigilante.
La expresión del anciano no llegó a cambiar cuando el cuchillo se le clavó en la base del cráneo y giró. El cerebro se le quedó inutilizado de inmediato y la pistola se le cayó de la mano.
Dame Lilith vio al fin al mercenario en la sala oscura cuando dejó que el cuerpo de Vigilante se deslizara de sus manos hasta el suelo roto de mármol.
—Puedes asesinarme a mí también, ya que estás —gritó la dama por encima del ruido del terremoto con toda la dignidad que pudo reunir.
Tomlinson ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a hacerle un gesto con la cabeza al hombre que sostenía el cuchillo. El gran mercenario, que con tanta elegancia había liquidado al agente especial William Monroe y a su joven esposa en su hogar de Long Island, se adelantó y clavó el cuchillo en el centro del pecho de dame Lilith hasta que sintió que la hoja chocaba con la columna de la mujer, y después, poco a poco, lo fue sacando, observando la vida que iba desapareciendo de los ojos femeninos. Los otros tres miembros de la Coalición se apartaron del atacante de Lilith, pero los derribaron con disparos de metralleta los cinco mercenarios que quedaban de pie detrás del que empuñaba el cuchillo.
—Tú y tus hombres acabáis de convertiros en los soldados más acaudalados en la historia del mundo, pero de momento tenemos que buscar el pasaje que nos saque de aquí, y rápido.
Will y el médico tuvieron que usar una camilla para sacar a Sarah del lecho seco del lago. La cuenca se había llenado a rebosar con el agua de mar de aquel torrente continuo. La presión del lecho marino estaba empezando a agrietar la cúpula a un ritmo alarmante.
Everett ayudó a Sarah en los últimos metros mientras al fondo unas cuantas de las estatuas y monumentos que quedaban se agrietaban y caían a las calzadas rotas que tenían debajo. Un géiser de roca fundida estalló donde la excavación de la Coalición había debilitado los estratos de la antigua cúpula de lava que había protegido durante milenios la ciudad hundida.
Algunas de las lámparas klieg empezaron a sufrir cortocircuitos, las chispas volaron y se unieron a las llamas en un efecto estroboscópico que añadía un aire surrealista a la situación, una situación de la que Everett sabía que no saldrían con vida. Con una mirada hacia la Cámara del Empirium, Carl se arrodilló junto a Sarah.
—¿Cómo te encuentras, enana? —le preguntó, e hizo todo lo que pudo por sonreír.
—No creo que me vaya a doler… mucho más —le contestó ella con una mueca en los labios.
Mendenhall apartó la mirada.
—No, creo que no —respondió Everett con un guiño cuando vio que el paramédico le ponía una vía y le conectaba una bolsa de plasma. Carl lo miró a los ojos y el sanitario se encogió de hombros.
—¿Dónde está… Jack?
—Donde siempre, haciéndose el héroe por ahí.
—Gili… pollas —comentó ella con tono débil.
—Fue una idea muy buena, la del cedé interfiriendo con los tonos de la onda.
Sarah parecía haberse desmayado al fin, pero sonrió.
—Ryan… se las arregló para… dejar los cedés de Jack en… el fondo del lago. Se va a… cabrear.
—Se le pasará. —Everett miró a Mendenhall y después a Ryan. Los dos se erguían con gesto protector sobre la geóloga para salvaguardarla de los escombros que caían y de las chispas de los respiraderos abiertos de lava que estaban surgiendo por toda la Atlántida—. Sarah, ¿tú qué dices sobre el resto de los objetivos de la lista de la Coalición?
Los ojos de la joven se abrieron con un aleteo y los fijó en Carl.
—La presión… de las placas se ha… agotado, casi seguro. Esto… esto no lo dictaron las… fuerzas naturales… del planeta. —Sarah hizo una mueca de dolor por un instante, el médico se inclinó sobre ella y le inyectó una dosis de morfina—. La tierra sabe cuándo tiene que desahogarse, así que… no había nada empujándola… aparte de la onda… pero aquí la antigua cicatriz está reaccionando… intentando terminar lo que empezó hace miles de… —Sarah miró a Carl a la cara—. ¿Dónde está Jack? —E intentó levantarse.
—No tardará, ya lo conoces —respondió Everett mientras volvía a recostarla.
—¡Jesús! —exclamó Ryan cuando miró arriba, un tremendo rugido había llenado el espacio.
Everett observó que un tercio entero de la cúpula se venía abajo justo cuando el suelo se sacudió bajo ellos. Una catarata más grande que todo lo que había sobre la superficie de la tierra fluyó por la brecha y antes de que los hombres pudieran reaccionar estaban metidos en agua hasta las rodillas. Veinte de los jóvenes marines y seis de los seals quedaron aplastados por los armazones de hierro que cayeron del techo. Everett estiró los brazos, sacó a Sarah del agua y, agarrando bien la bolsa de sangre, echó a correr hacia el terreno elevado de la parte de atrás.
De repente resonó una sacudida estrepitosa y la ciudad saltó de las cuevas subterráneas que la sostenían. Everett cayó cuando la Atlántida se inclinó treinta grados y los últimos edificios que los rodeaban empezaron a derrumbarse.
—¡Empezad a buscar cualquier cosa que flote! —les ordenó a los cincuenta marines que quedaban. El instinto de supervivencia afloró, Everett corrió hacia el muro de lava antigua y empezó a trepar hacia el terreno elevado.
—¡Aquí! —gritó Tomlinson.
Cuando los seis mercenarios dejaron de buscar y echaron a andar hacia donde se encontraba Tomlinson, la cámara rota estalló en fuego de ametralladora. Cuatro de los mercenarios de la Coalición cayeron con agujeros de bala cosiéndoles la espalda.
Jack Collins se agachó en la puerta, pero tuvo que moverse cuando otra losa de mármol y las vigas que la sostenían se precipitaron justo a su lado.
Tomlinson estaba en el suelo, temblando, cerca del agujero por el que habían entrado Jack y los otros menos de una hora antes.
—¿William Tomlinson?
No se podía creer que alguien estuviera llamándolo por su nombre. Miró al hombre que lo había servido tan bien con su cuchillo y le hizo un gesto con la mano para que saliera y matara al que fuera.
—¡Déjeme en paz! ¡Se acabó! —exclamó.
—No… todavía no —respondió Collins con tono monocorde al tiempo que se arrastraba poco a poco a una nueva posición. Comprobó su MP-5 y decidió que no la quería. La dejó en el suelo y sacó su Beretta de la funda. Después se quitó el equipo antibalas y lo dejó sin ruido.
—¿Quién es… usted? —preguntó Tomlinson; quería orientarse, saber dónde se ocultaba el hombre en aquella cámara llena de sombras.
—Soy el tío que enviaron aquí para matarlo —dijo Jack. Entonces vio lo que quería. Una fina sombra jugueteaba por el muro de mármol a unos quince metros de distancia. Miró a su alrededor y por fin se dio cuenta de que era uno de los mercenarios que quedaban, que estaba agachado detrás del tocón de una columna rota, así que rodeó muy despacio el busto aplastado de uno de los patronos de la Atlántida, muerto hace ya mucho tiempo, y se puso en mejor posición. Cayó otro trozo de piedra y estuvo a punto de alcanzar su cuerpo inclinado, pero él siguió arrastrándose.
—Usted solo es uno y nosotros somos…
Un disparo resonó con un destello de luz en la cámara y Tomlinson dejó escapar un gañido.
—Ahora solo dos —dijo Jack cuando vio que el penúltimo mercenario se deslizaba de lado con un agujero de bala en la sien, una bala que había salido de la pistola de Jack, que le había disparado a una columna para que el rebote alcanzara a su objetivo.
—¿Quién es usted? —gritó Tomlinson; al mismo tiempo le hacía gestos a su último hombre para que averiguara dónde estaba el que los atacaba.
—Usted ordenó matar a mi gente en nuestro almacén de Nueva York, y ahora estoy aquí para matarlo.
Tomlinson rodó y quedó tirado de espaldas. Cayó en la cuenta que aquel era el hombre del vídeo que le había mandado Dalia; él y otros tres se habían presentado en el almacén y después en el bufete. Ese extraño Grupo que tiene su hogar en el desierto de Nevada… Jesús, ¿quién es esta gente?, pensó.
Tomlinson vio que su hombre se había agachado en la profundidad de las sombras, pero no iba a esperar al resultado del enfrentamiento porque tenía la nítida sensación de que el tipo del Grupo del desierto iba a ganar la partida. Se arrastró sin ruido hacia el agujero del suelo, apartó los restos de huesos del atlante al que había estado mirando antes, se deslizó en el interior y desapareció.
Jack se movía con lentitud, intentando pasar tan desapercibido como podía. El problema del ruido no era tal debido al derrumbamiento de la ciudad a su alrededor y de las erupciones constantes de la Tierra.
Antes de que Jack supiera lo que estaba pasando, el agua inundó la cámara abierta, lo arrastró y lo empujó de cabeza contra una mesa de mármol destrozada. Y después, sin que pudiera recuperarse, una forma oscura saltó de las sombras y cayó sobre él. Justo antes de que el hombre pudiera hundirle el cuchillo, Collins levantó de repente la rodilla y detuvo el impulso del hombretón, dándose así tiempo para deslizarse y alejarse de la mesa. Se levantó, pero se dio cuenta de que ya no tenía la pistola. El asesino se había puesto en pie, el agua le salpicaba los muslos, y empezó a avanzar hacia Jack. El hombre se abalanzó, pero Collins se agachó y dejó que el impulso lo arrastrara hasta que el agua lo cubrió por completo. Se giró e intentó rodear nadando el suelo salpicado de escombros de la cámara.
El mercenario siguió avanzando. Apenas podía ver a su objetivo cuando se acercó a la única luz que quedaba en la cámara.
Collins sabía que se estaba acercando a la entrada subterránea porque sentía la corriente de agua que aumentaba al luchar, también, por escapar. Siguió gateando, era consciente de que cualquier segundo podía ser el último para él, y en ese momento su mano rozó los restos de un brazo. Jack no lo sabía, pero era el cuerpo del antiguo Andrólicus, el hombre que había dejado que lo que había sido la poderosa civilización de la Atlántida se deslizara en el mundo del mito y la leyenda; yacía donde había caído muchos miles de años antes. Seguía aferrado al cuchillo que hubiera deseado usar contra sí mismo, pero los dioses crueles de su pueblo no le habían permitido esa última concesión a la dignidad. Jack arrancó el arma de bronce de sus dedos y rodó de espaldas justo cuando la sombra del mercenario cayó sobre su figura sumergida.
Cuando el hombre levantó la mano para atacar, Collins sacó de repente la suya del agua y alcanzó al hombretón en la ingle. El tipo se dobló, Jack sacó el cuchillo y volvió a golpear, y esa vez acertó al hombre en la garganta.
Collins salió a la superficie escupiendo agua salada por la boca y encontró al hombre mirándolo fijamente. Después cayó poco a poco boca abajo en el agua, muerto. Collins dio una patada al cuerpo y se levantó. El mar había subido metro y medio en los dos minutos que había pasado bajo el agua. Miró a su alrededor, sabía que su objetivo principal se había metido en el túnel de entrada. El agua era un remolino que llenaba el agujero del suelo. Mientras miraba, la succión que creaba el torbellino de agua tiró de su cuerpo y fue entonces cuando dejó escapar un chillido primitivo de rabia, sabía que no podía perseguir a William Tomlinson.
Jack se giró y empezó a salir con pasos coléricos de la cámara, el resto del Empirium comenzó a derrumbarse a su alrededor. Se agachó y corrió tan rápido como le permitieron las aguas revueltas, y por fin se lanzó por la puerta rota recubierta de bronce y salió a la pesadilla de la Atlántida.
Tomlinson se vio empujado por las escaleras con el torrente de agua. Se había dislocado el hombro izquierdo al aterrizar doce metros más abajo en la escalera de caracol de piedra. La total y absoluta oscuridad le resultaba aterradora; jamás hasta entonces había experimentado la falta de luz o el tacto de la mugre. Enterró la mano en la camisa para sujetarse el hombro y bajó con vacilación dos escalones, donde vio un torrente de agua explotando al mezclarse con lava. Tomlinson chilló y volvió a subir los escalones. Sabía que tendría que abrirse camino como fuera por la abertura y que con toda probabilidad se ahogaría. Pero pensó que cualquier cosa era mejor que morir así.
El agua subía con rapidez a las cimas deshechas de los edificios de mármol y piedra. La tierra se agrietaba y empujaba a la superficie el material antiguo que se había enterrado bajo la sección abovedada de la ciudad cuando la Atlántida había explotado tanto tiempo atrás. Una gigantesca estatua de bronce de Afrodita se alzó de un barranco, escupiendo llamas y lava. Aquella magnífica belleza recubierta de musgo y moho se alzó hasta que su base original resurgió a la superficie, empujada por la roca fundida, y después, como una anciana cansada, rodó poco a poco de cara y se hundió bajo el agua, creando un maremoto que golpeó el único muro de lava.
Jack nadó hacia la seguridad temporal del lecho resurgente de lava, sentía que el agua se iba calentando con cada brazada. El terremoto era un temblor constante que arrancaba trozos cada vez más grandes de la cúpula y el lecho marino que la cubría se iba desprendiendo a pedazos. El militar solo esperaba haber impedido que estuviera ocurriendo algo así en el mundo entero.
De la oscuridad teñida de rojo salieron unas manos que lo arrastraron a un terreno de roca en su mayor parte sólida, pero que no dejaba de temblar.
—Me alegro de verte, Jack —dijo Everett cuando levantó a Collins de un tirón cogiéndolo por el cuello de la ropa.
Jack no respondió, solo intentaba recuperar el aliento.
—Ven, Sarah está allí.
Jack asintió y siguió a Everett por la rampa para reunirse con los otros supervivientes de la Operación Puerta de Atrás, que solo estaban esperando el final inevitable. El paramédico estaba sentado junto a Sarah; Mendenhall y Ryan se habían arrodillado cerca. Se levantaron cuando se acercó Collins.
Bajo ellos, la última de las torres iluminadas se hundió en el agua y la Atlántida se sumió en un fulgor amarillo y rojo sobrenatural. Los estallidos de lava hacían erupción entre el agua que subía a toda velocidad y el vapor enturbiaba su visión de la segunda destrucción de la ciudad.
Collins hincó una rodilla en el suelo, miró a Sarah y le puso una mano en la mejilla. Ryan, Mendenhall y Everett formaron un semicírculo, el paramédico se apartó y se unió a los otros cincuenta y seis que aguardaban su suerte.
—Le ordené que mantuviera el culo a cubierto, teniente.
Los ojos de Sarah continuaban cerrados, envuelta en el abrazo de la inyección de morfina. Separó los labios y apenas los movió, pero Collins vio que había dicho su nombre. La joven intentó sonreír, pero fracasó.
Collins se inclinó sobre ella y por primera vez no le cohibió hacerlo delante de los demás.
—Te quiero, pequeña —le dijo al oído.
La joven siguió muy quieta, pero Jack vio que movía los labios otra vez.
—Ya lo sabía… imbécil.
Collins tragó saliva y estaba a punto de decir algo cuando la ciudad entera saltó en el lecho marino. Los hombres se vieron arrojados como muñecos de trapo a la dura elevación de lava que se estaba convirtiendo a toda prisa en una playa.
—Se acabó —dijo Everett cuando el lecho marino que había encima de la cúpula se agrietó y con él los paneles de cristal. El Mediterráneo entró sin trabas y todos se vieron arrastrados por el torrente.
Jack se aferró a Sarah y la corriente se los llevó a un tumulto que era como una pecera llenándose de agua. El coronel levantaba a la joven e intentaba con desesperación vadear el agua, pero sabía que el peso de la chica y el suyo propio los arrastraría al fondo. La abrazó con fuerza y la besó en la mejilla; una erupción de gas y agua creó una gigantesca burbuja de aire y cayeron bajo el torbellino, Jack sujetando a Sarah por última vez.
Veinte de los marines y dos de los seals restantes subieron a la superficie y de inmediato los aplastó el derrumbe del montículo de lava que los había salvado en un principio. El resto intentó alejarse nadando de la cúpula de cristal expuesta, que había estado cubriendo el montículo de lava. Fuera de la estructura de cristal de la cúpula, el Mediterráneo borboteaba y hervía mientras el volcán extinguido largo tiempo atrás estallaba con su furia original. La explosión fue tan inmensa que cuatrocientos cincuenta kilómetros de lecho marino se desprendieron de la corteza terrestre y trillones de toneladas de material fundido empezaron a empujar el antiguo lecho hacia la superficie del mar, casi cuatro kilómetros más arriba.
Everett tiró de Ryan para subirlo a la superficie y él, Mendenhall y el teniente de los Seal empezaron a ayudar a los marines a permanecer a flote; las agitadas aguas se arremolinaron a su alrededor y el último edificio se hundió bajo ellos.
Carl buscó con ansiedad a Jack y Sarah, pero no se los veía por ninguna parte. Cuando se giró y miró a través del muro de la cúpula, vio lava hirviendo que se alzaba por un costado y después se enfriaba, convertida en una masa sólida antes de que la envolviera más material procedente de la corteza terrestre. Sabía que la cúpula no tardaría en derrumbarse por completo y esperaba que sus muertes fueran tan rápidas como las de Jack y Sarah.
El capitán Burgess había ordenado al turno de guardia que bajara. Por el modo en que se balanceaba el barco, sabía que parte de su tripulación terminaría cayendo por la borda y con ese mar sería imposible recuperarlos. El almirante por fin se había abierto paso entre las extremas interferencias radiofónicas provocadas por la electricidad estática en el aire y le había ordenado que afianzara el navío por debajo de la superficie. Pero Burgess sabía que no podía hacerlo, no después de que al almirante se le escapara que el portaaviones estaba preparado y esperando para regresar a Creta en busca de supervivientes. Él no iba a huir mientras en la superficie se quedaba uno de los barcos.
El capitán Burgess examinó el mar revuelto que rodeaba al Cheyenne y sonrió cuando captó con los prismáticos al submarino ruso Gephard, que también se balanceaba en las aguas. Vio que su capitán era el único en la vela del submarino, igual que él. Burgess levantó la mano y le sorprendió ver que su homólogo ruso le devolvía el saludo.
—Hijo de puta, supongo que está tan chiflado como yo.
Cuando una gran ola se estrelló contra la alta vela del Cheyenne, Burgess se agachó y buscó refugio. Cuando volvió a levantarse, vio los remolinos gigantes alrededor de su nave. Miró atónito los chorros de vapor que se alzaban como las torres de una gran ciudad y el agua recalentada que estaba creando una niebla propia. Lo único que se le ocurrió fue que el Mediterráneo se estaba preparando para morir y estaba dando su último aviso.
—Capitán, contacto.
Burgess se sujetó a la torre con una mano, apretó el auricular contra su oído y escuchó.
—Adelante, contacto —dijo, otra ola golpeó al Cheyenne, que se sacudió y se ladeó con fuerza a babor, el movimiento estuvo a punto de desbancarlo y tirarlo al mar.
—Capitán, el sonar dice que están captando unas lecturas muy raras.
—¿De qué coño habla, Billy?
—Señor, los operadores dicen que es casi como si estuviéramos tocando el fondo. El lecho marino está subiendo, capitán.
Burgess oyó lo que decía su primer oficial, pero le llevó un momento asimilarlo.
—Maldita sea, hombre, póngase en contacto con el Gephard y el Iwo, ¡dígales que salgan cagando leches de la zona!
—¿Capitán?
—Bájenos a cien pies, ordene avante a toda máquina, ¡haga volar al Cheyenne, Billy, volar! ¡El maldito lecho marino está subiendo y nosotros estamos justo en medio!
Cuando Burgess llegó a la escotilla, el gran submarino de guerra de clase Los Ángeles empezaba a hundirse bajo las grandes olas. A su popa, su único propulsor con forma de cimitarra levantó un torrente de agua cuando el casco se separó del mar. Después, en cuestión de diez segundos, el Cheyenne estaba volando para salvar la vida.