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El Nilo Azul, cuatrocientos cincuenta kilómetros al norte de Addis Abeba, Etiopía

En el río tranquilo, un barquito pesquero se mecía con suavidad con el ancla echada. Un toldo de rayas rojas y azules cubría el barco entero y ocultaba a sus ocupantes. Varias cañas de pescar se doblaban con pereza sobre la suave corriente.

La tranquilidad de las últimas horas de la tarde quedó rota de repente por el sonido de un motor que se acercó al barco pesquero anclado en el centro de la parte más perezosa del río. El segundo barco estaba pintado de un color verde apagado y había varios hombres de pie junto a las regalas. Al acercarse al centro del Nilo, examinaron el barco anclado con expresión suspicaz. Vieron una pequeña bandera americana cerca de la popa, junto al potente fueraborda. Las barras y estrellas captaron la suave brisa vespertina y después se relajaron cuando el breve respiro contra el calor se redujo a nada.

Los hombres observaron; una sola cabeza surgió de repente del interior del barco y miró hacia ellos. Una mano se desplomó por el costado, chocó contra el agua y después el hombre se pasó con suavidad el agua por la cara. Los hombres del barco que se acercaba sonrieron con desdén y el negro alto de la popa dijo una sola palabra.

—Americanos.

Observaron al hombre moreno deslizarse poco a poco al interior del barco mientras ellos mantenían su rumbo. Los doce hombres iban armados con machetes de aspecto letal y cuatro de ellos tenían rifles de asalto AK-47, de fabricación rusa. El líder africano no apartó los ojos del barco americano, pero se relajó cuando el estadounidense no volvió a aparecer. Después miró el campamento americano que había en la otra orilla y vio que también los observaban desde allí. Pensó que cuando terminara, quizá fuera a ver lo que la excavación yanqui podía ofrecer a modo de rescate. Sonrió y levantó el rifle automático que llevaba, le gustaba sentir su peso, le producía esa descarga de poder que siempre sentía cuando estaba a punto de acabar con una vida humana.

—¿Quién diablos está cruzando el río con un motor de avión?

El teniente Jason Ryan volvió a mover la cabeza y sintió la explosión de dolor cuando intentó abrir los ojos.

—Barco —consiguió decir con una boca en la que parecía que le había cagado un rebaño de ñús.

—¿Qué? —preguntó otro hombre desde donde estaba tirado.

—Parecía un barco lleno de Bloods o Crips, o las dos cosas. Una especie de banda con muy mala pinta, en cualquier caso —respondió Ryan.

En la popa, el coronel Jack Collins intentó levantar la cabeza dolorida y miró a su alrededor. Vio la popa del barco ofensor, que ya había pasado de largo y estaba a unos cincuenta metros de donde ellos habían echado el ancla.

—No creo que Etiopía tenga un problema de bandas, por lo menos todavía no —dijo cuando se volvió a echar—. Yo lo único que quiero es que pare ese ruido.

Otro sonido irritante hendió el aire cuando otro barco se apartó de golpe de la orilla y se dirigió hacia ellos.

—¿Qué coño es todo ese ruido? ¿Es que la Marina etíope está haciendo maniobras aquí fuera o qué? —preguntó un grandullón rubio en la parte delantera del barco. Se incorporó y lo lamentó de inmediato. Salió como pudo de debajo de diez latas de cerveza y miró a su alrededor.

Jack Collins miró primero a Jason Ryan y después al capitán Carl Everett, y luego le dio un codazo al hombre negro desmayado a sus pies al que las aguas sucias del pantoque lamían la cara.

—Eh, teniente, esta es tu fiesta, así que levántate y llega al fondo de este asunto, ¿quieres?

—No fue idea mía, coronel. Me tendieron una emboscada —dijo el recién nombrado oficial, que ni siquiera intentó levantarse del mugriento fondo del barco—. No me encuentro muy bien —dijo Will Mendenhall como si acabara de darse cuenta.

—¿Recién nombrado teniente segundo y ya borracho y alterando el orden, Jack? —preguntó Everett al tiempo que se inclinaba sobre el costado y se salpicaba la cara y el pelo corto con agua.

—Creo que fue la combinación del sol, ese matarratas de whisky, la cerveza y esos antiguos cedés que trajo el coronel —contestó Ryan, que también se inclinó sobre el costado del barco; se preguntaba si al final no terminaría compartiendo la cena con los peces.

Collins se asomó a la puesta de sol con los ojos entrecerrados, que se protegió con una mano, y observó la presencia del barco del campamento, que se iba acercando a buen ritmo.

—No metas mi música en esto, teniente; lo que pasa es que los suboficiales no sabéis aguantar la bebida. —Sacudió con suavidad la cabeza para intentar despejarla de los efectos del alcohol que habían consumido a primeras horas de la mañana.

Un hombre y una mujer frenaron y acercaron la zódiac de goma al barco. La mujer, que conocía al coronel Collins solo de oídas, se quedó estupefacta al ver el estado de aquel hombre y su equipo de seguridad. Con vacaciones o sin ellas, eso no era lo que esperaba del hombre que se había convertido en una leyenda en los dos años escasos que llevaba en el Grupo Evento.

—Coronel, ¿vio usted a los hombres que acaban de pasar?

Collins miró el rostro joven del cabo de la Marina Sanchez, que había cubierto a Mendenhall para que este pudiera unirse a ellos y celebrar el nombramiento del antiguo sargento primero como nuevo oficial del Ejército de Estados Unidos.

—Los vio Ryan; dijo que no tenían muy buena pinta.

—Bueno, acabamos de recibir órdenes para sacar de aquí al equipo de excavación. Parece que está pasando algo al norte de aquí. Fuertes terremotos, ha dicho el Grupo. Y hay algo más: el gobierno etíope advierte de la presencia de piratas recorriendo el río. Esos tíos con mala pinta puede que tengan algo que ver —explicó la doctora en arqueología Sandra Leekie mientras ataba la zódiac al barco—. Y es una pena, coronel, porque estamos empezando a encontrar cosas muy raras en estas arenas, cosas que no tienen por qué estar ahí.

—Ya, pero oficialmente se supone que el señor Everett, el teniente Ryan y yo ni siquiera estamos en este país. Aquí Will —le dio otro empujón a Mendenhall con el pie— es, oficialmente, el jefe de seguridad de esta excavación.

—El director llamó por radio y nos advirtió que ha habido varios ataques contra excavaciones etíopes y sudanesas, tanto nacionales como privadas, por todo el Nilo Azul. Tenemos orden de salir de aquí —dijo Leekie, que acababa de divisar las botellas de alcohol y las latas de cerveza tiradas por todo el barco.

Collins miró río abajo, por donde había desaparecido el primer barco.

—¿Sabe quién está por allí abajo? —preguntó.

—Que nosotros sepamos, hay una pequeña excavación gestionada por unos estudiantes y unos profesores de Addis Abeba, a unos mil metros río arriba.

—Bueno, doctora, que su equipo de campo se prepare para salir de aquí y…

Sonó un disparo lejano que resonó por todo el río. Se oyó un grito, seguido por otro estallido de un arma de fuego. Mendenhall se sentó de golpe al oírlo y Everett y Ryan hicieron lo mismo.

—Sanchez, usted y la buena de la doctora vuelvan y díganle al equipo que empiece a recogerlo todo. ¿Supongo que tenemos helicópteros de camino para llevarse al equipo de excavación?

—Sí, señor —respondió el cabo de la Marina.

—De acuerdo, en marcha. Nosotros vamos a comprobar a qué perversas hazañas se dedican nuestros invitados río arriba.

—Coronel Collins, ¿me permite recordarle lo que me acaba de decir? Se supone que ni siquiera están aquí. El cabo Sanchez dijo que usted le dijo a Niles que se iban de pesca a Canadá, así que ¿por qué no se vienen con nosotros? —preguntó Leekie con tono nervioso.

Collins se limitó a mirarla y empezó a izar el ancla.

—No es culpa mía si mi suboficial, el señor Ryan, no sabe distinguir entre el este y el oeste cuando vuela. Además, lo que el director Compton no sabe, no le hará daño.

Cuando su comentario sobre el director del Grupo Evento fue recibido con un silencio, Collins, entre tirón y tirón para subir el ancla a bordo, miró a Leekie y su cola de caballo.

—Es que a mí se me escapó que estaban aquí para celebrar el nombramiento de Will. Lo siento —dijo la mujer mientras se mordía el labio inferior.

Everett volvió tambaleándose a popa.

—Bueno, ya se ha descubierto el pastel. Supongo que volvemos a estar metidos en un lío, coronel —bromeó, pero después se volvió con gesto serio hacia la zódiac—. Sanchez, ¿todavía tienes una Ingram en el campamento?

—Sí, señor —respondió el soldado de primera a la pregunta sobre la metralleta automática de fuego racheado oculta en una caja de herramientas.

—De acuerdo, tírame esa 9 mm; puede que la necesitemos. Will, ¿sigues armado?

Mendenhall, que no parecía tener resaca, metió la mano bajo un asiento y sacó su Beretta.

—Bien. No es mucho contra lo que sonaba como un AK-47, pero tendrá que servir.

—Están todos locos. El director Compton nos va a colgar a todos —dijo la profesora y desató la zódiac justo cuando Collins arrancaba el motor del barco.

—Sujétate, Will; no quiero perder a mi nuevo oficial por la borda. Y agarra bien el aparato de música y mis cedés antes de que caigan al río.

—Si estas antiguallas se fueran al agua no se perdería mucho —murmuró Mendenhall cuando el barco salió disparado.

—¿Cómo dices?

—Digo que no querría perder tan magnífica música.

—Eso me había parecido.

Jack apagó el gran motor y dejó que la inercia del barco los llevara hasta la otra orilla, donde se deslizó por la suave arena marrón con un siseo.

—Ryan, Will y tú esperad aquí mientras Everett y yo echamos un vistazo.

—Oh, venga ya, coronel, siempre nos deja a…

La queja de Ryan de que siempre lo dejaban atrás quedó interrumpida cuando estalló otro grito en algún lugar de la espesura que tenían delante. Procedía sin duda de una mujer joven.

Jack y Carl saltaron del barco y rápido y en silencio se abrieron camino entre la maleza que bordeaba el río.

Ryan los vio desaparecer y tuvo que recordarse que aquellos dos eran con toda probabilidad los oficiales militares más letales y formidables que había conocido jamás. El coronel Collins era un antiguo genio de Operaciones Especiales y el capitán Everett un seal condecorado varias veces, pero, pese a todo, meterse en una situación desconocida a ciegas con solo una pistola de 9 mm era una locura.

El cabecilla sujetaba por la nuca a una joven negra y menuda. La sacudía y la amenazaba con un machete. El profesor de la chica yacía a los pies de esta. Su sangre ya había desaparecido en la arena caliente de la orilla del río. Había otra mujer muerta, su cuerpo estaba tirado sobre un gran baúl repleto de equipo y tenía la cabeza a casi un metro de distancia. Cerca, a un muchacho le curaban las heridas dos estudiantes etíopes en una de las diez tiendas de campaña que habían sido colocadas alrededor del centro de la excavación. Seis de los mercenarios se abrían paso entre los objetos marcados y etiquetados, leían las etiquetas a toda prisa y luego los tiraban. Era obvio que estaban buscando algo muy concreto.

Los otros cinco hombres permanecían de pie en un círculo irregular alrededor del campamento etíope. Una vez más, el jefe, un hombre grande, zarandeó a la joven estudiante negra y le gritó una pregunta. Los ojos llenos de lágrimas de la chica no se apartaban un instante del machete que se cernía sobre ella y se encogía con la presión que tenía en el cuello. Cuando el hombre levantó el machete por encima de su cabeza, la chica chilló de repente una respuesta. Los otros estudiantes, un grupo compuesto por chicos y chicas a partes iguales, gritaron y lloraron en apoyo de su compañera. Cuando el líder relajó la presión sobre el cuello de la chica, esta se irguió y le escupió sangre a la cara. El hombre también le escupió y la chica estalló en un largo grito de blasfemias.

—Maldita sea, van a matar a esos críos, Jack —dijo Everett desde el pequeño otero en el que se habían parapetado Collins y él—. ¿Quiénes son esos cabrones?

—Creo que son sudaneses. Parece que hablan dinka.

—Dinka o chino mandarín, me da igual, Jack, tenemos que movernos. Esa chica es la cría más valiente que he visto jamás.

—Tranquilo, Carl. Ese gilipollas tiene un objetivo en mente. Esta no es una operación relámpago normal —contestó Jack en voz baja—. Mira esos hombres; están buscando algo concreto —dijo mientras se apartaba de un empujón del borde del montículo y se echaba de espaldas bajo las últimas horas de la ya fresca tarde.

—Nuestro propio equipo está aquí para… ¿qué?, ¿una especulación sobre una antigua riada que arrastró artefactos hasta la cuenca del Nilo?

—Sí, eso era lo que decía el informe previo a la excavación. ¿Por qué?, ¿qué estás pensando?

—Simplemente que esto es muy raro; esos capullos integrales no tienen pinta de ser capaces de distinguir entre un táper y un jarrón Ming. Quieren algo que saben que podría estar aquí… o quizá en el campamento americano. En cualquier caso, llevas razón, tenemos que hacer algo. Nuestra gente no estará lista para irse enseguida, así que o nos ocupamos de ellos aquí o nos ocupamos de ellos allí y arriesgamos a los nuestros.

Everett asintió cuando Jack se deslizó por el montículo, después lo siguió. Sabía que Collins solo estaba usando el equipo del campamento americano como excusa para ir ya a por esos cabrones asesinos, y que no iba a dejar que mataran a esos chavales allí abajo. Eso era lo que le gustaba del coronel. Cuando lo que estaba bien estaba bien, el «manual» salía volando por la ventana más cercana.

—¿Y qué hago yo mientras vosotros arriesgáis la vida, tíos, me siento aquí y cuido el barco? —preguntó Ryan con tono incrédulo mientras Jack terminaba de pergeñar a toda prisa su plan de rescate.

—No, señor Ryan, usted es la parte más importante —dijo Jack; recogió algo del barco, que resultó ser el aparato de música, y se lo puso en las manos al hombre de la Marina—. Escoja una música apropiada y monte follón en el río, solo para captar su atención. Sin una distracción, nuestro pequeño asalto puede terminar como la masacre del día de San Valentín.

—¿Y cuando capte su atención?

—Entonces puede usted improvisar todo lo que quiera, señor Ryan —dijo Jack mientras Mendenhall, Everett y él saltaban del barco y se abrían camino con sigilo hasta la pequeña cresta. Después levantó la mano derecha y enseñó tres dedos: tres minutos hasta que necesitasen la distracción en el río.

Jason Ryan los vio irse, sacudió la cabeza y esperó saber improvisar un poco más rápido que esos mercenarios de los rifles automáticos. Jesús, pensó, y todo esto solo horas después de la gran borrachera de celebración. A Ryan le encantaba su trabajo y los hombres para los que trabajaba; además, ¿en qué otro sitio podías joder vivos a los malos antes de la cena?

Una vez situados en el montículo sobre el campamento etíope, Jack sacó una pequeña navaja y desplegó la hoja. Miró a Everett, después a Mendenhall y luego asintió.

—No tardéis, chicos. Cuando me veáis moverme, acabad con los elementos amenazantes que antes reaccionen. Yo diría que los que me disparen serían un buen comienzo.

—Jack, no me importa decirte que este plan es un poco arriesgado. Me refiero a que depender de que dos hombres que acaban de consumir un poco más de alcohol de lo que permite la legalidad les acierten a unos objetivos móviles, bueno… —No terminó la frase.

—¿No te sientes con ánimo, marinero?

—¿Sabes, Jack, que desde que el presidente me ascendió dos rangos, oficialmente soy tu superior?

—Lee la letra pequeña, marinero, yo jefe, tú hombrecito: cuando te hagas cargo, podrás correr todos los riesgos.

—Él tiene razón, coronel, va a entrar con un cuchillo en un tiroteo…

La severa mirada de Collins hizo que Mendenhall cerrara la boca al instante.

—Nosotros no dejamos que mueran críos cuando andamos cerca. Ni diplomacia ni burocracia, ¿está claro? —dijo mientras miraba a un hombre y al otro.

Los dos asintieron.

Abajo, en el campamento, continuaba el registro en busca de lo que fuera que los mercenarios quisieran. Los estudiantes se encogían de miedo unos contra otros y el que parecía llevar la voz cantante entre los asaltantes continuaba sujetando a la joven por la garganta, solo que de momento había dejado de sacudirla. Justo cuando Jack estaba a punto de alejarse hacia el otro lado del campamento, desde donde iniciaría el ataque, se oyó un repiqueteo procedente de algún lugar próximo al líder. Mientras los demás miraban, el hombretón dejó caer a la mujer, que se quedó tirada en la arena sujetándose la garganta. El hombre metió la mano en el chaleco y sacó un móvil. Everett se estiró para intentar escuchar.

—¿Sí? —dijo el hombre en inglés.

Everett deslizó poco a poco el pasador de su Beretta y metió en la recámara una bala sin dejar de escuchar.

—Nada parecido a lo que describió. Haré unas fotos con el teléfono y se las enviaré. ¿Cómo voy a saber el periodo de la pieza si la encontramos?

Everett se volvió hacia Will y le susurró:

—Pase lo que pase, intentamos hacernos con ese móvil, puede que acabemos de toparnos con una buena oportunidad para averiguar quién le paga a ese capullo.

Mendenhall asintió mientras le quitaba el seguro a su 9 mm y apuntaba con el arma al hombre que estaba más cerca de los estudiantes y que sostenía una AK-47.

El jefe cerró el teléfono de golpe con gesto airado y se lo guardó. Después le gritó una pregunta a la mujer encogida que tenía a los pies y levantó poco a poco el machete.

Everett lo tenía a tiro, pero no llegó a disparar, siguiendo las órdenes, y se obligó a bajar el arma.

El líder puso una cara rara cuando miró al río. Ladeó la cabeza, escuchó y después les hizo un gesto a dos de sus hombres para que se dirigieran hacia un sonido rítmico que provenía del agua.

—Oh, mierda —dijo Mendenhall cuando miró el Nilo y vio la distracción que Ryan estaba intentando crear.

—Increíble, joder —fue todo lo que pudo decir Everett.

El sonido estridente del motor no era nada comparado con la música amplificada procedente del aparato de música que Ryan había sujetado con alambre al armazón de la lona alquitranada. Los Eagles, la banda de los setenta, sonaban a todo volumen con su gran éxito, Take It Easy, mientras Ryan ataba el timón y hacía girar el barco dibujando un lento círculo delante del campamento etíope. Todos los ojos se clavaron en aquel hombre pequeño, sin camisa y con bermudas, que se había puesto en pie encima del toldo del barco con los brazos extendidos, y que hacía equilibrios como si estuviera surfeando. El barco giró como un loco por el río al son de esa rítmica canción sobre un viaje por toda Arizona en autostop. El antiguo piloto naval de Tomcats F-14 no había perdido nada de su teatralidad desde que se había unido al Grupo. Seguía estando tan loco como los hombres que lo habían reclutado.

A los mercenarios los dejó estupefactos aquella visión. Era obvio que aquel imbécil americano estaba borracho y pretendía jugar con ellos.

—¡Disparadle! —chilló el cabecilla en dinka, después volvió a levantar el machete para golpear a la aterrada muchacha.

Antes de que el hombre pudiera actuar y asesinar a la mujer que permanecía tirada, algo salió como un rayo del matorral y se estrelló contra el jefe sudanés. Jack bajó la pequeña navaja con una fuerza tremenda directamente hasta el cuello del hombre. El golpe paralizó el machete en pleno aire. Cuando el asesino empezó a caer, Jack se volvió y lanzó la navaja contra el tipo armado más cercano que vio. El cuchillo, aunque no asestó un golpe letal, alcanzó al mercenario en el pecho, justo por debajo de la clavícula, y provocó suficiente daño y conmoción como para que el hombre dejara caer el arma.

En el río, Ryan oyó en la orilla los primeros y característicos estallidos de la AK-47 y tuvo la osadía de seguir en equilibrio un momento más sobre la lona que cubría el barco. Después, una vez acabada la mejor parte del espectáculo (o su parte, al menos), se cogió al armazón de acero, saltó por encima y se metió en el barco justo cuando los cartuchos de 7,62 mm empezaban a estrellarse contra el barco de madera. Mientras Ryan se peleaba con la cuerda anudada al timón, un crujido agudo la partió y se la quitó de las manos. Después de descubrir de repente que volvía a tener el control del barco, empujó la palanca y frenó de golpe. Entre tanto, los Eagles continuaron tocando a todo volumen, ahogando los gritos y las maldiciones de los mercenarios de la orilla.

Everett distinguió al primero de sus objetivos. Un hombre alto y muy delgado se estaba volviendo para disparar a Jack y a la joven que el militar ayudaba a levantarse a toda prisa. La bala de 9 mm alcanzó al hombre entre los ojos, justo a la derecha de la nariz. En ese mismo instante Mendenhall le ganó la partida a Everett al derribar a dos hombres que ya le estaban disparando a Ryan. Ambas balas alcanzaron a los hombres en la nuca. Otros se habían vuelto hacia su líder y estaban empezando a apuntar a Jack.

Carl y Will abrieron fuego con todo lo que tenían con la esperanza de derribar a tantos como fuera posible, pero tenían que decidir entre los hombres de los rifles y los que empezaban a volver sus miradas, y sus machetes, hacia los estudiantes etíopes.

Jack apartó a la mujer menuda de un pequeño empujón y cargó contra el hombre más cercano que amenazaba a los estudiantes. Mientras otros empezaban a sucumbir al fuego fulminante procedente del otero, Jack golpeó al hombre más próximo y lo tiró al suelo, donde empezó a darle puñetazos. Uno de los jóvenes estudiantes intentó coger un machete caído para ayudar a Collins, pero de inmediato otro mercenario se interpuso entre él y el arma. A ese asaltante lo derribó entonces un disparo de Everett.

El jefe, que había sido el primer hombre en caer en el asalto improvisado, empezó a arrastrarse sin que nadie se percatara. El golpe asesino que Jack había creído infligir garantizaba solo una muerte lenta, demasiado lenta para evitar que el hombre hiciera lo que tenía que hacer. Mientras tropezaba e intentaba levantarse, sacó el móvil y luchó por ponerse de rodillas justo cuando Mendenhall y Everett acababan a tiros con el último de sus hombres. El jefe de los bandidos abrió el móvil y, a pesar de la intensa hemorragia que sufría, lo estrelló contra una roca. Después levantó el brazo para arrojar los restos al río, pero no había notado los sonidos cambiantes procedentes del agua; el ángulo y los estridentes sonidos de Take It Easy habían cambiado de dirección.

Sin que nadie se diera cuenta, una bala perdida por fin había hecho diana y alcanzado a Ryan. El pesado cartucho solo le rozó sien, pero fue suficiente para dejarlo mareado y mandar el gran barco en una línea recta contra la orilla del río. La proa golpeó la pequeña elevación de arena y mandó el barco a toda velocidad por el aire. Se elevó por encima de los estudiantes, que se escabullían como podían, y del rostro estupefacto de Collins, que le estaba quitando el machete al hombre al que acababa de matar.

—Pero ¿qué coño…? —empezó a exclamar Everett cuando el gran barco, con el motor chillando por el esfuerzo y viajando a treinta y cinco nudos, voló por los aires casi nueve metros.

Todo el mundo miró cuando la embarcación se precipitó con un estallido sobre el jefe sudanés, al que alcanzó justo cuando iba a lanzar el móvil. El barco lo aplastó cuando se partió en dos y mandó al inconsciente Ryan volando hasta la tienda de campaña más cercana. Así, sin más, el asalto había terminado tan deprisa como había empezado.

Collins corrió a ver si Ryan había sobrevivido a su improvisada distracción. Everett bajó del montículo con Mendenhall cubriéndolo y empezó a comprobar si alguno de los malos seguía con vida.

En total, el asalto del equipo de seguridad el Grupo Evento había durado menos de dos minutos y medio.

Media hora más tarde, mientras el sol se hundía bajo el horizonte etíope, Jack, Everett y Will Mendenhall, con la ayuda del equipo de excavación del Grupo Evento, estaban auxiliando a los aturdidos estudiantes etíopes. A lo lejos se oyó el zumbido seco y suave de los helicópteros procedentes de Addis Abeba, al sur.

Collins se había arrodillado junto a un vendado Jason Ryan, y sacudía la cabeza, bastante enfadado.

—Cuando digo que «improvises», no me refiero a que te subas al techo de un barco y hagas que la gente te dispare, Ryan.

—¿Le gustó la música que elegí? Eso es todo lo que importa, coronel.

Jack esbozó una sonrisita de satisfacción y se levantó.

—Sí, sí que me gustó.

Ryan hizo una mueca y dejó que una de las mujeres del Grupo Evento lo ayudara a levantarse.

—Jack, la doctora dice que están llegando cuatro Blackhawks del Ejército para sacar a todo el mundo, cortesía del consulado americano. Se ha notificado al gobierno etíope la noticia del asalto a sus estudiantes universitarios; la doctora también ha dicho que alguien ha citado a Niles diciendo: «Dejad a esos idiotas en Etiopía, no me hacen ninguna falta en Nevada» —dijo Carl.

—Así que al director no le ha gustado nuestra elección de lugar de vacaciones, ¿eh?

—No exactamente. —Everett empezó a darse media vuelta, pero entonces se detuvo y le tiró a Jack un pequeño objeto negro—. El gilipollas del jefe estaba usando esto justo antes de que tú empezaras a imitar a Tarzán con la navaja. Está roto, pero con un poco de magia del Grupo Evento, puede que nos lleve a quien estuviera dirigiendo a este equipo de mercenarios.

—Coronel, tengo alguien aquí a la que le gustaría darles las gracias —dijo la profesora Leekie al tiempo que apoyaba las manos en los hombros de la joven estudiante africana que se había enfrentado con valentía al líder de los mercenarios—. Coronel Collins, capitán Everett, me gustaría presentarles a Hallie Salinka, hija del vicepresidente de Etiopía, Peter Salinka.

—Yo… me gustaría… eh…

La joven no pudo decir más. Rompió a llorar y se arrojó en brazos de Jack. Sollozaba sin control y Collins supo que la joven todavía estaba bajo los efectos de la conmoción del ataque. El coronel miró a Everett sin saber muy bien qué hacer, pero Carl no le ofreció ningún consejo. Se limitó a observar la escena con gesto estoico. Leekie se llevó una mano a la boca al imaginarse el terror que esa niña debía de haber soportado. Con cierta incomodidad, Collins, al fin, y con mucha lentitud, levantó la mano y le dio unos golpecitos a la chica en la espalda. Poco a poco los sollozos fueron menguando y Leekie pudo llevársela de allí.

Jack se las quedó mirando cuando Leekie se alejó sin prisas con la ensangrentada joven. Miró durante un buen rato el móvil que tenía en la mano antes de guardárselo. -Señor, ya sé que es mucho pedir, pero déjame conseguir ese número. Quiero tener una conversación muy personal con el tipo que está al otro lado.