19

Atlántida

La escalera gigantesca la habían tallado en la piedra circundante las manos de miles de esclavos. Era una escalera espectacular, el mundo jamás había visto nada parecido. La compañía entera podía subir por ella junta y todavía quedaría espacio por ambos lados.

—¿Qué le parece, coronel? —preguntó el teniente de los Seal.

—Si sube, nosotros subimos con ella —dijo Jack, y miró a Sarah—. ¿Está segura de que estamos bajo la ciudad principal?

—Afirmativo, coronel. Esta es la cámara de la onda que solía encontrarse bajo la capital, y ahí arriba están la Coalición y el equipo de la onda. Apostaría la vida.

—Acaba de hacerlo, teniente, la suya y la de la mitad de la población del planeta. —Collins miró a su alrededor—. Señor Everett, usted y los seals pónganse en cabeza y no se metan en nada a ciegas hasta que sepamos a qué tenemos que enfrentarnos. La eliminación del equipo de la onda es la prioridad número uno. —Miró las caras de una en una—. Repito: prioridad número uno. Ahora es cuando largo el viejo discurso de que todos somos prescindibles y solo buscamos un único objetivo. Muy bien, ustedes primero, marineros.

Los seals y Carl emprendieron la marcha a paso vivo. Collins los vio desaparecer entre el vapor que se escapaba de las paredes y después miró los rostros jóvenes de los marines que lo rodeaban.

—Carguen y amartillen; puede que no tengamos tiempo cuando estemos in situ. No tengo que decirles lo que está en juego. Son ustedes marines, ya saben de qué va esto, y aquí tienen a un gilipollas del Ejército que se alegra de que estén aquí. Vamos, mayor, yo me llevo el primer pelotón y al resto de mi gente; usted cierra la marcha con los otros tres y el equipamiento pesado.

—Sí, señor. Artillero, ensilla y vamos a hacer algo con este sitio. Tengo entendido que no les caen bien los marines —gritó, haciendo que Jack hiciera una pequeña mueca. Pero dejó que se animaran solos. Después de todo, pensó, da igual si triunfan o no triunfan, nadie sabrá jamás que estuvieron aquí.

Tomlinson sonrió, los generadores estaban aguantando mucho mejor de lo anticipado. Tras el asalto inicial a los sentidos de todos, los efectos se habían calmado y habían permitido a todos los presentes en la gran plataforma disfrutar del momento. La cámara del diamante la estaban enfriando con un flujo constante de nitrógeno líquido para evitar que el módulo reforzado con titanio se fundiera a causa de la tremenda fricción provocada por la llave atlante al girar. Uno de los efectos secundarios de los surcos tonales tallados en el diamante era que nadie se podía acercar a menos de tres metros por culpa de la minionda producida por la tremenda cantidad de aire que pasaba por encima y alrededor del diamante. Parecía que te iba a explotar la cabeza si lo intentabas.

Mal sabían que con cada revolución del diamante, el exceso de energía no se estaba diluyendo, sino que lo estaba absorbiendo el diamante azul. El mineral más escaso del planeta estaba actuando como una especie de batería, solo que se había convertido en el depósito más eficiente de la historia del mundo.

—Estamos recibiendo informes de primera mano, parece que Nueva York está experimentando molestias debido a la onda —dijo Engvall por encima del ruido y el chillido penetrante de la gran fuerza centrífuga que hacía girar el diamante gigante.

—¿«Molestias»? ¿Hemos de ser tan formales, profesor? Puede decir las cosas como son. ¡El Martillo de Tor ha dado un golpe y el mundo lo está sintiendo!

—La onda viajará al este al quíntuplo de la velocidad del sonido y golpeará a nuestros viejos enemigos, con Rusia sintiéndola primero, y después China, al este.

—Muy bien. Informe a sus técnicos de que no tienen nada que temer de arriba; los americanos han fracasado en su intento de reabrir la excavación. Muy pronto, con un poco de práctica, podremos enviar la onda directamente contra sus efectivos en la costa y sus barcos de guerra, y ya no tendremos que temer represalia alguna.

Engvall miró el rostro lleno de confianza de Tomlinson, después el pétreo e impasible de Vigilante, y tras él los semblantes asustados de dame Lilith y los otros dieciocho miembros de la junta de la Coalición. Se alejó caminando, con la esperanza de que esa pesadilla surrealista no tardara en terminar.

El túnel atlante

El pasadizo y la escalera eran inmensos. Estalactitas gigantes habían crecido sin estorbos en los miles de años de oscuridad, humedad y deterioro. Fisuras enormes atravesaban las escaleras rotas. Miles de metros más abajo, el flujo de lava que los antiguos habían utilizado para generar electricidad corría en una cinta interminable de líquido infernal.

Everett y los seals llevaban quince minutos de ventaja cuando Jack y el contingente de marines los siguieron. La subida era ardua con aquel calor extremo, pero todos sintieron que la presión y el bochorno comenzaban a desaparecer a medida que se acercaban a la cima.

—Jack, hemos llegado a un punto muerto —dijo Carl cuando volvió sobre sus pasos hasta el grupo principal.

Collins aceleró todavía más y alcanzó a los seals. Así era, cuando miró a su alrededor lo único que pudo ver fue los estratos de roca mal tallados que los rodeaban. La escalera se reducía a cuatro metros y medio de anchura y terminaba de golpe.

—Arriba hay un panel suelto del suelo de mármol —dijo el teniente de los Seal cuando se acercó a Jack y Carl—. Hay sonidos de maquinaria, sonidos de un motor, que lo atraviesan sin dificultad. Pensé que podía esperar hasta que volvieran ustedes para abrir la puerta.

Jack pasó junto al equipo de los Seal y estudió la sección de suelo que tenía encima. Miró a Carl, los dos se agacharon todo lo posible y después utilizaron las piernas y las manos para empujar el panel. Este se movió con facilidad y, al hacerlo, una luz brillante se derramó por el pozo. Cosa que sobresaltó a los dos hombres, que volvieron a bajar el panel de inmediato hasta que solo quedaron unos centímetros abiertos. Collins se aventuró a mirar alrededor y vio que era una gran cámara de algún tipo. Había columnas de mármol tiradas por todas partes, y el aspecto general era de destrucción, lo que se estaba convirtiendo en una visión habitual para el equipo de la Puerta de Atrás. Cuando Jack miró al exterior, un par de botas se colocó justo delante de su línea de visión y el coronel se quedó paralizado.

Jack siguió vigilando y señaló a Carl, que asintió. Collins levantó un dedo y después se pasó ese dedo por la garganta. En circunstancias normales habrían esperado a que se fuera esa persona, pero les quedaba muy poco tiempo, un tiempo precioso; tenían que dejar ese nivel subterráneo y subir. Jack se preparó y miró a Carl. El antiguo seal había sacado su cuchillo de combate, tenía la gran hoja sujeta entre los dientes y miraba el suelo de mármol sin pestañear.

Cinco pasos más abajo, el mayor de los marines y el teniente de los Seal intercambiaron miradas interrogantes.

Jack asintió y empujó con todas sus fuerzas, y en esa décima de segundo de luz brillante, Everett metió los brazos, agarró las botas del desconocido y lo empujó, haciendo que la persona cayera de cara con un simple golpe seco. Después Everett usó todo su peso para arrastrar a la persona por la abertura justo cuando Jack dejaba que el suelo de mármol volviera a caer con facilidad en su sitio. Fue como si la trampa de una araña hubiera arrancado a un insecto de la superficie.

Cuando el teniente de los Seal saltó para ayudar a sujetar a la conmocionada y perpleja persona, Everett le puso el cuchillo en la garganta. Le sorprendió comprobar que era una mujer. Una mujer con los ojos muy abiertos y fijos en él.

—¿Hablas inglés? —preguntó Everett con tono sereno y sin prisa.

La cabeza de la mujer rubia subió y bajó. La mano del seal todavía le tapaba la boca, así que este la quitó poco a poco después de ponerle una 9 mm en la sien.

—¿Nacionalidad? —preguntó Everett.

—A…a… americana —dijo la mujer, y miró a su alrededor, a las tres caras que habían clavado los ojos en ella.

—¿Qué hay encima de nosotros?

Jack se limitaba a observar desde donde se había encaramado, en el escalón más alto.

La mujer solo negó con la cabeza.

—Una vez y solo una: ¿qué hay justo encima de nosotros? —insistió Everett, sus ojos fríos clavados en la mercenaria.

La mujer miró a Everett con los ojos muy abiertos y vio que estiraba la mano y le cogía al teniente la 9 mm, después volvía a estirar la mano y para coger algo del hombre que había abierto la trampilla por donde la habían sacado a ella. Los ojos de la mujer se posaron entonces en la pistola, el rubio grande le estaba acoplando un silenciador. El tipo le apuntó a la rodilla. El seal y el mayor de los marines se quedaron estupefactos cuando Everett no dudó ni un segundo en meter una bala en la articulación de la mujer. El seal tuvo que taparle boca con fuerza y de inmediato para cortar en seco el chillido.

—Puedes despedirte de la rodilla número dos si no respondes inmediatamente —dijo Everett, y llevó la pistola silenciada a la pierna sana.

La mujer sacudió la cabeza de un lado a otro de nuevo y Everett le hizo un gesto al teniente, que soltó la boca de la mujer.

—La Cámara del Empirium —gimió ella.

—¿Guardias? —preguntó Jack desde arriba.

—Todos… fuera en… sus… puestos —gimió la mujer con gesto de dolor.

—Que suba la teniente McIntire —dijo Carl, anticipándose a Jack.

Sarah se adelantó y vio a la mujer, pero en sus ojos no había comprensión ni simpatía alguna.

—¿Qué rodea esa tal Cámara del Empirium?

—Es el edificio del gobierno central; todos los demás edificios irradian de él.

—Eso no ayuda mucho —dijo Jack—. Señor Everett, ayude a nuestra invitada con su dolor.

Everett asintió y llevó la pistola a la frente femenina.

La mujer estaba aterrada y movió la cabeza con vigor hasta que la mano del seal se retiró.

—No. Hay un montículo de lava justo detrás del Empirium. Se alza por encima de los emplazamientos de artillería, y por lo menos pueden observar la ciudad desde allí sin que los vean. Por favor, no me maten. También hay un antiguo acueducto que se levanta noventa metros por encima de todos los edificios.

—Los mercenarios han cambiado un tanto —dijo Everett mientras apartaba la pistola de la frente de la mujer.

—Formé parte de la Cuarta División de Infantería. Yo…

Everett interrumpió su lacrimógena historia antes de que pudiera empezar siquiera. Le dio un buen porrazo con el puño y la dejó inconsciente.

—Sí, y apuesto a que todos están muy orgullosos de cómo saliste —dijo cuando se levantó y miró a Jack—. Supongo que será mejor que echemos un vistazo, ¿eh, Jack?

—Tú delante, marinero —dijo Collins, y una vez más levantó el suelo.

Cuando Jack apartó la losa, Everett se deslizó por la abertura y el coronel lo siguió, Sarah les iba pisando los talones.

—¿Quiénes son esos tíos? ¿Los conoce? —preguntó el mayor de los marines al teniente de los Seal otra vez.

—No es que sean muy ortodoxos, pero sí que saben tratar a una dama, ¿verdad, mayor?

La cámara era un desastre. Las lámparas klieg arrojaban largas sombras por la devastación. La gran mesa circular, donde miles de años antes el destino del mundo lo habían decidido unos necios que no estarían allí para ver ese destino, estaba rota en muchos lugares por culpa de las columnas de mármol que le habían caído encima. Una gigantesca estatua decapitada ocupaba el centro de la sala; el equipo de Jack, Sarah, Carl, el líder de los Seal y el mayor de los marines avanzaron con los MP-5 levantados y listos para disparar.

Collins se detuvo y escuchó el sonido de los generadores que penetraba en la cámara. Gritos y altavoces indicaban que los rodeaba un gran contingente. Escuchó y verificó que todo el ruido procedía de su derecha, no se oía nada a la izquierda. Se dirigió en esa dirección.

Poco a poco, de uno en uno y de dos en dos, los marines lo siguieron.

Collins vio una gran abertura en la parte de atrás y tras ella la elevación negra y gris de roca de lava. Metió la cabeza por la abertura y miró arriba. Lo que vio era asombroso. Un muro de lava se alzaba en el aire, a trescientos metros de altura. Sarah se reunió con él y se quedó con la boca abierta cuando vio la curvatura de la gran cúpula de cristal.

—Jesús, Jack, cómo ha soportado esa cúpula las fuerzas de trillones de toneladas de tierra y agua es algo que está fuera del alcance de nuestra ingeniería. Este muro de lava estalló desde abajo y se enfrió cuando la isla se hundió. El suelo marino y la masa continental debieron de cubrir la cúpula cuando los estratos de debajo de la isla se derrumbaron.

—Tengo que admitir, enana, que tienes ojo para los detalles. Pero de momento, haz una foto mental para una de tus clases y yo me aseguraré de asistir. Lo que hay que hacer ahora es dejar atrás este desastre, subir y ver qué podemos hacer para detener a esos chiflados.

Jack empezó a usar las grandes ondulaciones del antiguo flujo de lava como refugio y la compañía entera de marines lo siguió sin saber que los superaban en número en una proporción de diez a uno.

Algo empezó a ir mal y Tomlinson lo notó. El profesor Engvall corría de un técnico a otro, apretaba interruptores y chillaba algo. Los otros miembros de la Coalición estaban contemplando la misma escena aterradora allí abajo, en el fondo del antiguo lago seco. Tomlinson cogió un megáfono.

—¿Cuál es el problema ahí abajo? —preguntó.

Engvall no respondió al principio. Entonces Tomlinson oyó que los generadores empezaban a perder fuerza.

—¿Qué se cree que está haciendo?

—¡Tenemos problemas! —le contestó el profesor a gritos—. ¡Apaguen la centrifugadora de inmediato!

Cuando los hombres y las mujeres empezaron a moverse, el tono de la llave atlante se hizo más agudo y el diamante comenzó a girar todavía más rápido. Hubo casi un ataque de pánico cuando varios hombres corrieron hacia la gran cureña de acero que albergaba el diamante azul. Cuando se acercaron, les fallaron las piernas y cayeron de rodillas y luego, como uno solo, los tres hombres se derrumbaron.

—¡La centrifugadora está recibiendo la energía almacenada en el diamante y está atacando fallas y placas que no eran objetivos!

—¿De qué coño está hablando? —preguntó dame Lilith, y cogió a Tomlinson por un brazo.

El magnate se desprendió de malos modos de la mujer y usó el megáfono otra vez.

—¡Explíquese!

Engvall dejó de correr un momento y levantó los ojos hacia la plataforma elevada.

—Esa puñetera llave es demasiado potente, está aumentando la potencia de los amplificadores. Los tonos están fuera de control. Las fallas de todos los sectores deben de estar conectadas de alguna forma. No es solo la potencia del diamante o la exactitud de los surcos tonales. ¡El diagrama de fallas y placas que hicieron los antiguos era inexacto, y ahora nuestros monitores están captando tensiones sísmicas hasta en África, Oriente Medio y Europa!

Tomlinson seguía sin entender lo que estaba pasando.

—¿Los tonos están funcionando contra nuestros objetivos principales?

—¡Sí, funcionan! ¡Pero también están atacando las placas de todos los continentes del planeta! La información de los estratos que había en el gráfico era incorrecta; la llave con su potencia de salida incrementada está destrozando la roca menos densa que forma las placas tectónicas. ¡Los antiguos cometieron errores en sus cálculos de densidad y eso, junto con que el diamante está almacenando e incrementando la potencia, está destrozando la corteza del planeta!

Como si quisiera añadir énfasis, el suelo de piedra bajo ellos empezó a vibrar, y después unos ruidos sordos subieron del subsuelo de la Atlántida.

—¡Esta maldita tecnología no estaba lista para ser utilizada! —chilló Engvall.

Tomlinson solo se lo quedó mirando.

Jack y Everett, junto con los otros dos líderes de equipo de los marines, observaron la actividad que se sucedía bajo ellos. El suelo empezaba a sufrir pequeñas sacudidas y los restantes edificios de la Atlántida comenzaban a moverse de modo casi imperceptible.

Jack y los otros usaron sus gafas de visión nocturna en la semioscuridad que los rodeaba. Dispuestos alrededor de la ciudad había emplazamientos de metralletas y lo que parecían puestos de morteros. Incluso había cuatro cañones, todos apuntando a la abertura de la excavación, que estaba sellada.

—Bueno, contamos con el factor sorpresa, y, chicos y chicas, es lo único que tenemos —dijo Jack cuando se bajó las gafas.

—Algo es algo. Quizá podríamos…

Las palabras de Everett quedaron interrumpidas por la roca porosa que los rodeaba, que empezó a temblar.

—¿Tenéis la sensación de que puede que algo se haya ido a la mierda ahí abajo? —preguntó Sarah.

Jack miró a su alrededor a toda prisa.

—Tenemos que movernos ya. Quiero los dos emplazamientos de mortero montados, con prioridad en sus contrapartidas de abajo. Y después necesito que se eliminen esos obuses. Mayor, son sus hombres, ubíquelos usted. Necesitaré tres pelotones de asalto para atacar el lecho del lago, ahí abajo. El tercero ayudará a los equipos de los morteros. Señor Everett, usted y los seals eliminen esa plataforma y desconecten ese equipo; sígannos, nosotros abriremos camino. Es un plan improvisado y a la carrera, pero como pueden ver, las cosas están empezando a ponerse peliagudas por aquí. Me llevo un equipo de francotiradores ladera arriba, subimos a ese acueducto y desde allí podremos cubrir a todo el mundo.

Everett miró su reloj.

—Sugiero que demos a los dos equipos de morteros cinco minutos, después entramos. En cinco minutos y treinta segundos exactos.

—Hecho. Bien, mayor, prepare su dotación. Y recuerde, los primeros disparos que haga tienen que ser la hostia de precisos, ese es su trabajo. Si vuelven esos morteros y cañones contra nuestros hombres, nos van a hacer trizas.

—Sí, señor, el cuerpo no le decepcionará.

—Bueno, más que a mí sería al mundo entero, hijo. Buena suerte.

—Señor, ¿qué hay de la estructura de esta cúpula? Da la sensación de que un proyectil perdido podría acabar con ella.

Collins miró a su alrededor, pero no tenía una respuesta para el mayor.

—Mirémoslo así: si eso ocurre, ganamos nosotros.

Cuando Collins se alejó, el mayor murmuró algo para sí de modo que solo Sarah captó sus palabras.

—Esperaba algo un poco más inspirador.

El mar Negro

Doce mil años antes, el mar Negro no era más que un lago de agua dulce, un lago muy grande, desde luego, junto al que se había desarrollado una civilización de la Edad de Bronce de tamaño medio. Esa civilización de pescadores y cazadores-recolectores quedó aplastada por la onda atlante cuando las aguas del Mediterráneo inundaron la cuenca que hoy en día es el mar Negro. Las playas de arena blanca y las ruinas de muros de piedra yacen hoy en el fondo, a más de trescientos metros de profundidad. La onda que había destruido a ese pueblo muerto hace mucho tiempo se alzaba de nuevo, y esta vez desde el mismo lecho marino donde en otro tiempo luchaban por sobrevivir.

El siguiente eslabón de la cadena era Rusia. El ataque procedía del sur, lo más cerca que la Coalición podía meterse en ese país cerrado. La falla sobre la que se encontraban los amplificadores era una de las más antiguas del mundo y había permanecido inactiva desde el último gran terremoto de la zona, en 1939. Eran conocidas para la ciencia como las fallas y placas más peligrosas del mundo entero, capaces de desencadenar terremotos en otros continentes.

Los amplificadores del fondo del mar empezaron a vibrar y el tono se envió con la fuerza de un arma nuclear. El sonido golpeó la primera de las fallas más superficiales y dio comienzo a una reacción en cadena cuando esa falla menor llevó a una más grande y así sucesivamente. Las tensiones implicadas y el agrietamiento de las fallas provocaron un movimiento continental capaz de cambiar la Tierra.

El mar Negro dio una sacudida sobre su lecho. Cuando las aguas se retiraron y después empezaron a regresar, como un niño dejándose caer precipitadamente en una bañera, el mar separado se encontró en el medio y un chorro de agua salió disparado más de un kilómetro por el aire. El lecho marino siguió agrietándose y un patrón loco surgió zigzagueando del mar rumbo a Turquía y Ucrania. Los Urales, de hecho, empezaron a derrumbarse, sus estratos rocosos fueron los primeros en sucumbir al enorme movimiento.

Las ciudades de Sebastopol y Odessa fueron las primeras en caer. Sus poblaciones quedaron aplastadas en sus hogares sin que nadie pudiera hacer nada cuando la tierra voló casi dos metros por el aire, como si se estuviera sacudiendo una manta. La siguiente fue la ciudad rumana de Bucarest. Era una de las capitales más antiguas de Europa y no tenía posibilidad alguna; los edificios temblaron una vez y sus cimientos cedieron tras siglos de putrefacción húmeda. Los ríos que entraban en la ciudad y la atravesaban cambiaron su curso en cuestión de minutos y ahogaron a aquellos que habían escapado de las piedras que caían. Los incendios se mantendrían fuera de control durante dos semanas debido a la falta de agua y de hombres para combatirlos.

En la ciudad más grande de Turquía, Estambul, las agujas y los antiguos muros empezaron a tambalearse y caer. Dos mil personas perdieron la vida en los primeros momentos, cuando echaron a correr, presas del pánico.

Una franja de mil quinientos kilómetros del suelo más fértil de Ucrania, el granero de Europa, se partió y se volcó hasta revelar un nuevo paisaje ensangrentado de roca fundida que había subido a la superficie a la fuerza. Dejaría una cicatriz larga y fea que tardaría muchos miles de años en sanar.

La última en sentir el movimiento fue Moscú. Las calles adoquinadas se partieron y el aire se llenó con el olor a sulfuro, ya que volcanes largo tiempo dormidos entraron en erupción bajo la ciudad. Montículos y respiraderos que llevaban muertos un millón de años cobraron vida de repente cuando las fuerzas de la onda se dirigieron a los caminos que menos resistencia presentaban. Las alarmas antiaéreas sonaron por primera vez desde los simulacros de octubre de 1963. Solo que esta vez no era un simulacro.

Despacho Oval

La Casa Blanca

Washigton D. C.

El presidente se sujetó a su gran mesa, el Servicio Secreto se dispuso a ayudarlo a salir de la Casa Blanca y llevarlo al refugio subterráneo. El jefe de Estado se los quitó de encima con gesto colérico. Sabía que no había sitio donde ocultarse.

Niles cerró los ojos e intentó pensar en la estructura tectónica de Washington, pero se encontró con que por primera vez en años, tenía la mente en blanco. Lo único en lo que podía pensar era que había pedido tiempo para que Jack pusiera fin a todo aquello, y eso era lo que más le dolía.

—Señor, en Moscú se está sintiendo con mucha fuerza. Ucrania está en ruinas y Turquía está volando en mil pedazos. Los efectos se están notando también en la región de los lagos, a las afueras de Beijing —dijo el asesor de Seguridad Nacional según iba leyendo el último comunicado de la Agencia Nacional de Seguridad—. El mar Negro era el punto focal de la onda. ¡Ahora ha desaparecido!

De repente los temblores se detuvieron. Oyeron que un cuadro caía de la pared, no muy lejos del despacho, y el grito de una mujer, después todo quedó en silencio.

—¿Qué diablos está pasando, Niles? —preguntó el presidente, todavía le temblaba el cuerpo, aunque la habitación se había quedado quieta.

Compton descolgó el teléfono que tenía delante y llamó al Centro del Grupo Evento.

—Pollock.

—Virginia, ¿qué dice tu gente?

—Que era de esperar. Tenemos entre unos veinte minutos y media hora. Las fuerzas iniciales se han agotado, pero, Niles, lo peor está todavía por llegar.

El presidente había clavado los ojos en el altavoz como si fuera una persona, hasta que el presidente de la Jefatura Conjunta le pasó un teléfono.

—El presidente ruso.

—La concentración continuará con materiales nuevos de lo más profundo de la Tierra, que sustituirán a los que ya subieron en el primer ataque. Para entendernos, Niles, la Tierra se está preparando para dar un puñetazo definitivo y no sabemos lo que va a pasar. Seguimos captando la onda auditiva del estrecho de Long Island, la Marina está lanzando cargas de profundidad en la zona con la esperanza de destrozar sus amplificadores, pero nuestra gente de geología dice que quizá ya sea demasiado tarde.

—Gracias. Seguid vigilando la situación.

—¿Nada de Jack y nuestro equipo sobre el terreno? —preguntó Virginia.

—Nada.

El presidente y Niles colgaron el teléfono al mismo tiempo y miraron las quince caras presentes en el Despacho Oval.

—El presidente ruso acaba de informarme de que tienen un submarino de ataque en el Mediterráneo y le ha ordenado que nos ayude.

—Informe al capitán del Cheyenne de que hay una nave de ataque cerca y que le permita esperar con ellos.

Atlántida

Tras la larga subida por el muro de lava, Collins y su equipo de ocho francotiradores llegaron al acueducto sin que los vieran. La atalaya les dio una visión clara de toda la zona. Montaron dos metralletas M-60 y el resto ocupó posiciones para disparar a las fuerzas de la Coalición que había abajo.

Jack miró su reloj. Un minuto. Se puso las gafas de visión nocturna y miró a su alrededor. Los marines se habían dispersado y habían llegado a las posiciones de asalto asignadas que había elegido para ellos; esperaba que, con un poco de suerte, nadie advirtiera su presencia hasta que ya fuera demasiado tarde. La oscuridad de la ciudad los ocultaba bien. Cambió de postura y vio que Everett y su equipo de seals estaban donde tenían que estar. Sus perfiles, gracias a la ropa de Nomex, eran mucho más difíciles de ver que los de los marines.

Jack levantó la radio.

—Treinta segundos —dijo en voz muy baja. La transmisión no requería respuesta alguna.

Abajo, había asignado a Mendenhall, Sarah, Ryan y diez marines la tarea de detener la centrifugadora cuando sus tropas comenzaran el ataque. Recorrió con los ojos la zona donde se suponía que tenían que estar, pero no consiguió verlos.

—Maldita sea —dijo por lo bajo. No había nada que pudiera hacer. Si habían encontrado dificultades en su ruta por el campo de lava hasta el centro de la ciudad, sabía que no podía esperar a que llegaran.

—Señor, esta posición está empezando a ponerme un poco nervioso —dijo un joven cabo de la Marina—. Los temblores se están haciendo más fuertes y mire esto —dijo, y señaló a su derecha.

Collins volvió la cabeza y vio lo que quería mostrarle el soldado. En los últimos minutos había surgido una pequeña catarata, lo que significaba que la cúpula de cristal había empezado a fracturarse por encima de ellos. Por el antiguo acueducto estaba comenzado a correr el agua de mar.

El coronel se volvió, miró al joven de diecinueve años y estiró la mano.

—No tenemos mucho tiempo, así que, haz que sirva para algo, hijo —dijo, y le dio al chico una palmada en el hombro. Tras eso, Collins apuntó con su MP-5 al grupo más cercano de mercenarios que disparaban desde un lado de una de las pirámides, a doscientos metros del acueducto.

Everett oyó el aviso de treinta segundos y contempló la ciudad. Vio los tres inmensos cables eléctricos que salían del lago seco que se encontraba en su centro. Habían quedado expuestos solo tres metros. Después, un ingeniero paranoico los había metido por una grieta del camino adoquinado y los había cubierto de cemento. Everett estudió la situación y supo que tendrían muy poco tiempo, un tiempo muy valioso, para colocar los explosivos en el punto de partida de miles de kilómetros de cable que terminaban en los módulos de amplificación del sonido en tres partes diferentes del mundo.

De repente se oyó un crujido estruendoso y un rumor sordo, una de las columnas de mármol que quedaban en pie se había caído de su base. Carl hizo una mueca cuando la columna de veinticinco toneladas se derrumbó en el centro de la ciudad, haciendo que unas cien tropas de la Coalición corrieran a ponerse a cubierto. Miró entonces al teniente de los Seal.

—No sé si eso es bueno o malo. Ha despejado parte de nuestro sector de responsabilidad, pero todo este puñetero sitio podría empezar a caérsenos encima, y no creo que nuestras cabecitas vayan a poder soportar la presión a esta profundidad del Mediterráneo si esa cúpula temblona se derrumba de repente.

Everett miró su reloj y esperó. Tres, dos, uno. A lo lejos, creyó oír los suaves golpes sordos de los hoyos de los morteros de los marines al abrirse. Se volvió y apuntó con los gemelos al lecho del lago seco y la enorme torre que se alzaba en su centro. Cuando enfocó a los ocupantes de la torre, vio un hombre con un equipamiento textil especial que se giraba al oír el extraño sonido a su espalda. Se quedó muy quieto un momento y después, se dio la vuelta de golpe y corrió hacia los andamios.

—Mierda, ese hijo de puta tiene un instinto de supervivencia de la hostia.

De repente estallaron las llamas y los escombros en el lecho del lago seco. Un mortero alcanzó la torre, destruyó la mitad y mató a la mayor parte de los observadores que había allí.

—Joder, buen disparo —dijo Everett; otros morteros de 40 mm empezaron a caer en el lago. Se aventuró a mirar otra vez arriba y vio que salían corriendo de la torre cuatro personas más, una de las cuales podría jurar que era una mujer vestida con elegancia.

Más proyectiles empezaron a apuntar a los emplazamientos de metralletas pesadas situados por toda la ciudad destruida. En algunos lugares los estallidos de llamas y metralla destrozaban hombres y mármol antiguo. Pero añadido a la fiereza del ataque con morteros de los marines estaba el poder de la onda, que empezó a sumar su peso a la lucha. En cien lugares diferentes a la vez, la cúpula empezó a sufrir filtraciones. Las ruinas ya agrietadas y dañadas que los rodeaban empezaron a moverse de un modo tan furioso como aterrador. Con todo, Everett seguía oyendo el silbido agudo que procedía del otro extremo de la antiquísima ciudad.

Los marines de los Estados Unidos salieron en tromba de la oscuridad natural que rodeaba la Atlántida, gritando y disparando contra todo lo que se movía delante de ellos.

El asalto estaba en marcha y los marines acababan de añadir una estrofa más al himno del cuerpo: el continente de la Atlántida.