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La zona desmilitarizada

(Frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur)

El general de división Ton Shin Quang buscaba la oportunidad de su vida. Los americanos se habían retirado sin disparar un solo tiro, dejando posiciones que llevaban tomadas desde el final del conflicto a mediados del siglo pasado.

Hasta el momento había hablado por teléfono no menos de cinco veces con el propio gran líder para decirle que podía hacer una incursión ofensiva rodeando a los americanos y destruir el Ejército surcoreano, que se encontraba en posiciones defensivas trescientos kilómetros más al sur. La Segunda División de Infantería quedaría totalmente aislada y morirían o se verían obligados a rendirse.

Por supuesto, Quang sabía que él no estaría allí para la gran victoria, o cuando los americanos empezasen a lanzar armas nucleares sobre sus tropas. Él estaría muy lejos de la zona de batalla, esperando a que sus socios de la Coalición lo hicieran un hombre muy, muy rico.

Con todo, el gran líder vacilaba, como si los americanos estuvieran empezando a filtrar toda la verdad en aquel cerebro confuso. No podía permitir que se debilitase el deseo de Kim de vengarse por los terremotos. Los chinos y los rusos habían influido en él para que permitiese que las cosas se calmaran un poco en los últimos dos días. El general Quang tenía que empezar la guerra en serio, que era para lo que le pagaban.

Estudió los informes de Inteligencia y los comparó con el gran tablero de arena. Los americanos habían dejado cerca de dos mil soldados atrás para proteger a los ingenieros de combate que, sin duda, estaban plantando trampas y obstáculos con tanques para frenar su avance. Como comandante de campo, tenía la opción y el derecho a atacar a esas tropas si le parecían un riesgo para cualquier ataque futuro.

—Coronel —dijo mientras observaba el terreno justo al otro lado de la frontera.

—Señor —dijo el delgado oficial, que se puso en posición de firmes.

—Quiero una ofensiva de una brigada de tres tanques en los sectores tres, ocho y trece. Cojan a los americanos desprevenidos, antes de que puedan terminar de tender sus trampas. Quiero que arrasen tanto con los hombres como con el equipo que quede por el camino. Y luego ordene a las brigadas que mantengan la posición al sur de la frontera.

El coronel no pudo ocultar el gesto de espanto. Se acercó al tablero de arena y miró las posiciones que el general había ordenado que se tomaran.

—¿Estamos actuando según órdenes de Pyongyang?

—Mis órdenes son defensivas por naturaleza, coronel. No necesito el permiso de Pyongyang. A partir de este momento, observaremos un silencio radiofónico absoluto. Solo recibiremos.

—Pero general…

—¡Cumpla las órdenes, coronel, o encontraré un oficial que lo haga!

El coronel hizo un saludo militar y dejó el búnker. En otra circunstancia hubiera creído que el general estaba empezando una guerra en lugar de intentar evitarla.

La guerra ya estaba en marcha, quisieran o no Kim Jong Il o China.

Centro del Grupo Evento

Base Nellis de las Fuerzas Aéreas, Nevada

El centro informático entero estaba en alerta cuando empezaron a llegar las imágenes de Creta, claras como el cristal; las retransmitían dos Blackbirds KH-11 en órbita geosincrónica sobre el Mediterráneo. Europa era una gran ayuda en su lavado de las imágenes al microsegundo, una operación que las limpiaba y las realzaba al máximo. Las imágenes se retransmitían luego a Jack, Carl, Ryan y Mendenhall en Etiopía. Las fotografías de las brillantes aguas azules parecían invitadoras hasta que veían las rodadas en la arena, las grandes tiendas de campaña y los edificios de metal en la punta sur de la isla. Una red de camuflaje ocultaba el equipo que se extendía a lo largo de quince kilómetros alrededor del centro de Creta, pero fueron las marcas en la arena lo que llamó la atención de Jack.

—¿Qué te parece, coronel? —preguntó Everett.

—Mala pinta, marinero, muy mala pinta —respondió, y después apretó el intercomunicador que enlazaba directamente con el Pentágono—. General Caulfield, ¿ve las rodadas que llevan a la red de camuflaje, numeración de satélite del uno al dieciséis? —Europa había designado las dieciséis redes de camuflaje centrales como 1 a 16, y los números aparecieron en los monitores en rojo.

Collins y el general habían visto suficientes rodadas similares en Arabia Saudí y Kuwait como para reconocerlas al instante.

—Yo diría que tenemos misiles tierra-aire de toda la vida debajo de esas redes.

—Estoy de acuerdo —dijo Caulfield.

—General, el plan para tomar la playa podría costar muy caro.

Caulfield había elaborado su parte del plan con la Armada y los marines, y sabía que era apresurado, pero era lo mejor que podían hacer con los activos de los que disponían en el Mediterráneo en ese momento.

Jack había informado a Niles de que él y su dotación se concentrarían en el túnel egipcio que habían descubierto en el holograma de la placa de bronce; esperaban que los llevara hasta la Coalición. La teoría era que el túnel se había utilizado en su momento para el viaje secreto y la supervivencia de la jerarquía. Los lingüistas, junto con Carmichael y Martha, habían estado trabajando sin descanso para descifrar los detalles del mapa.

—Será muy costoso, coronel, pero mientras nosotros los obligamos a mantener la cabeza gacha en la puerta principal, su equipo podría colarse por la puerta de atrás.

—La agente Dalia ha indicado que la Coalición tiene al menos una fuerza del tamaño de una brigada defendiendo la playa y un mínimo de treinta aviones de guerra avanzados ocultos en algún lugar de la zona. ¿Ha decidido la Marina qué otros activos de superficie puede poner a nuestra disposición?

—Tenemos la Armada Real, pero no mucho más.

—Mierda —dijo Everett mientras miraba las aguas que rodeaban Creta.

—Todo lo que tenemos en estos momentos en el Mediterráneo es el barco de asalto de clase Tarawa Nassau y el USS Iwo Jima clase Avispa. El asalto a la playa estará compuesto por los mil ochocientos marines del Iwo, apoyados por los mil ochocientos del Nassau en una segunda oleada de seguimiento. Los dos barcos de asalto, más lo que podamos conseguir a través del espacio aéreo italiano, desde Aviano, proporcionarán apoyo aéreo. Estamos muy bajos de activos en esa zona, joder.

—Mi equipo va camino de Aviano en estos mismos momentos. La Marina ha sacado al Equipo Seis de los Seal de Afganistán, y a los supervivientes del Equipo Cuatro de los Seal de San Diego. La fuerza de la puerta trasera irá complementada por hombres de nuestro Grupo y por una compañía de marines de los dos portaaviones de ataque. Viajaremos ligeros de equipaje y rápido.

—De acuerdo, hágame llegar sus planes definitivos en cuanto haya estudiado la información del Mando Espacial con más atención, y yo informaré al presidente.

—Sí, señor.

Jack apagó el intercomunicador y miró a sus tres hombres.

—Son muchos los que no van a volver de esta. Quiero que sepáis que no tenéis que…

—Ese discurso empieza a hacerse aburrido, Jack, de verdad —dijo Everett; Mendenhall y Ryan miraron a Collins como si acabara de insultar a sus madres.

Collins se limitó a asentir.

Cuando estaban estudiando el mapa, Sara McIntire entró en la habitación y le hizo un saludo militar a Jack.

—Mi equipo está listo, coronel —dijo.

Jack asintió.

—Will, tú y tu equipo de protección de diez hombres acompañaréis a la teniente y su equipo geológico y paleolítico al Valle de los Reyes. El presidente ha reclamado un favor al presidente egipcio para poder meter al equipo en el valle y buscar esa puerta trasera. No tendréis más apoyo, así que espero de vosotros que entréis y salgáis sin ningún percance y que informéis. Después de que hayáis ubicado la puerta subterránea, entramos nosotros.

—Sí, señor.

Collins volvió a mirar el mapa y evitó los ojos de Sarah. Esta quería que la mirara otra vez, que le hiciera una señal que fuera algo más que un gesto militar, pero se dio cuenta de que el hombre se estaba obligando a no hacerlo.

—Buena suerte, teniente. Su transporte la está esperando.

Sarah hizo otro saludo militar, pero cuando Collins siguió sin levantar los ojos, se volvió y se fue. Everett, Ryan y Mendenhall se giraron para mirar a Jack.

—Has sido un poco frío con ella, ¿no te parece, Jack?

Collins se limitó a cerrar los ojos sin decir nada. Después dejó el mapa, se irguió y miró a Mendenhall con sus ojos penetrantes. Ya solo esa mirada lo dijo todo. Sus órdenes estaban claras.

—Estaré pendiente de ella, coronel.

Jack solo asintió, no quería que su propia voz delatase todo el miedo que sentía.

Creta

Sede I de la Coalición

Tomlinson se quedó mirando el largo pozo, cuyas piedras estaban pulidas pues se había trabajado para ensanchar su boca. El acero de refuerzo utilizado para apuntalar el túnel que bajaba en espiral lo hacía parecer una telaraña de diez metros de diámetro. Había unos tranvías en la entrada, listos para transportar a las últimas tropas y el equipo de la onda hasta la ciudad, en la que casi tres kilómetros y medio cuadrados estaban secos, tal y como esperaban. Todo pensamiento sobre la desaparecida Dalia quedaba ya muy lejos de su mente.

Era un momento fundamental en la historia de los Julia. Naciones enteras quedarían bajo el paraguas de la Coalición, que dictaría al mundo las leyes de los antiguos, las leyes de una sociedad nueva y exigente, un modelo de la que había sido una vez la ciudad y la civilización que tenían justo debajo.

Tomlinson se estremeció por el viento frío que soplaba y vio el pozo que llevaría a su ciudad perdida. A partir de ahí, todo volvería a enderezarse.

La Casa Blanca

Washington D. C.

—Tu gente se ha portado, señor director, de verdad. Quiero que lo sepas —dijo el presidente mientras miraba por la ventana a los manifestantes de la avenida Pensilvania.

—No te pongas ñoño conmigo. Sigo queriendo mi presupuesto.

El presidente sacudió la cabeza, después se volvió y se sentó en su silla.

—Así que, incluso si el coronel Collins encuentra esa puerta trasera, ¿y si el túnel se ha derrumbado en el intervalo de los miles de años transcurridos desde la última vez que lo usaron?

—Buena pregunta. Todo son suposiciones, señor presidente, eso es lo que tiene la ciencia histórica. Pero si hay un modo de entrar, Jack lo encontrará.

Niles bostezó y se limpió las gafas.

—Lo que me molesta es que teníamos un grupo de ciudadanos en este país y en otras naciones libres que supieron lo de esa tal Coalición Julia durante casi dos mil años y no hicieron nada por detenerlos. Por mucho que hayan ayudado, no puedo disculpar la arrogancia de esos… antiguos.

—¿Qué deberíamos hacer con ellos?

—Nada. Son ancianos y los últimos de su raza. Solo pueden desaparecer.

—Niles, sabes que si el coronel Collins no puede encontrar un modo de bajar, esos marines lo van a pasar muy mal en Creta.

—Lo sé —respondió Niles. Sabía que el presidente estaba intentando que lo tranquilizaran y le dijeran que Collins era todo lo que le habían prometido.

El intercomunicador zumbó y el presidente cogió el teléfono de inmediato.

—Sí, pásemelo.

Niles oyó el cambio en el tono de voz del presidente y se incorporó.

—¿Cuándo y cuántos efectivos tiene?

Compton observó a su amigo llevarse la mano libre a la frente y después colgar el teléfono. El presidente miró a Niles, se levantó y se acercó a la ventana una vez más.

—Los norcoreanos han atravesado la frontera con una pequeña fuerza. Faltan detalles y todavía no saben el número de tropas. El equipo de asalto original lo forma un grupo de blindados que avanzan por tres flancos. Esperamos que lo estén haciendo a modo de sondeo, o que pretendan suscitar una respuesta. Empieza a haber indicaciones de que otras unidades del Decimoquinto Popular han empezado a reunirse al norte de la zona desmilitarizada.

Niles sabía que la peor de las posibilidades se había hecho realidad y no había una puñetera cosa que el presidente pudiera hacer salvo luchar.

—Vamos, Jack —susurró para sí.

Valle de los Reyes

Luxor, Egipto

La única diferencia en el antiguo valle desde la época de Howard Carter, que había descubierto la tumba del rey Tutankamón en 1922, era que había un atasco literal de personas con permisos concedidos por el gobierno egipcio para buscar las riquezas arqueológicas del valle.

A Sarah, Will Mendenhall y veinte hombres y mujeres de seguridad del Grupo Evento los guiaba por el valle el profesor Anis Arturi, el director de información de la ciudad de Luxor. Y no era que se hubiera ofrecido él a acompañarlos en esa empresa de hallar la entrada de la Atlántida. Lo único que sabía era que el propio presidente de Egipto le había ordenado que fuera con los americanos y les permitiera buscar una tumba de cierta importancia en el desierto.

Llevaban en posición cuatro horas, pero las coordenadas de la placa atlante con el mapa no encajaban con lo que esperaban encontrar. Las coordenadas de longitud y latitud no estaban en el valle donde estaban ubicadas las tumbas, sino en una zona plana de desierto barrido por la arena sin ni siquiera una palmera en kilómetros.

—No se puede decir que sea Times Square, ¿eh? —dijo Will mientras comprobaba el enlace de posicionamiento global en su portátil. Los otro ocho Land Rovers haraganeaban tras ellos mientras Sarah y él intentaban orientarse.

—No hay ni un solo punto de referencia en kilómetros a la redonda.

—Ahora entiendo por qué esta puerta al inframundo no ha sido descubierta jamás.

Los faros empezaron a reflejar la arena que cruzaba volando el desierto. El viento estaba aumentando y el guía y el profesor egipcio comenzaban a ponerse nerviosos en el asiento de atrás.

—Deberíamos ir regresando; estas tormentas pueden ser bastante peligrosas en el valle.

La geóloga se volvió y miró al hombre a los ojos.

—No hemos encontrado lo que vinimos a buscar y no nos vamos a ir hasta que demos con ello. —Sarah tuvo una visión momentánea de Jack y el resto esperando su informe en el USS Iwo Jima. Si no localizaban la puerta, Jack se sumaría al asalto de Creta con los marines. De ninguna de las maneras pensaba dejar de buscar.

—Will, conduce al sur, muy despacio.

—Pero, señora, no hay carretera, estamos fuera de la pista. ¡No podemos adentrarnos más en la llanura! —dijo el profesor Arturi mientras miraba la oscuridad exterior.

Mendenhall puso los ojos en blanco y después metió la primera del gran Land Rover y empezó a avanzar. El viento cobró velocidad, como si quisiera advertirlos, cuando la pequeña fila de vehículos se movió hacia la llanura de Luxor.

Dos horas después Sarah se estaba mordiendo el labio. No se habían encontrado con nada ni siquiera remotamente artificial en esa horrenda zona de Egipto. Habían viajado en zigzag e incluso habían repartido los vehículos en línea recta por si se les había pasado algo por alto.

—Para y deja que intente orientarme otra vez —dijo Sarah, que se colocó el portátil en las rodillas.

El viento aullaba a noventa kilómetros por hora y balanceaba el Land Rover sobre la amortiguación; las ventanillas estaban empezando a llenarse de marcas de la arena abrasiva. Will notó un movimiento y al principio creyó que solo era el viento. Entonces ocurrió otra vez. Lo sintió en el estómago primero y cuando aumentó, se agarró al volante.

—¿Has sentido eso? —le preguntó a Sarah.

—Qué —preguntó ella, la cara iluminada por el brillo de la pantalla. No le quitaba la vista de encima al informe de posicionamiento.

Mendenhall miró a su alrededor y se asomó fuera. Encendió el foco y lo movió por los alrededores, pero seguía sin poder ver a más de tres metros por delante del vehículo. Un momento más tarde soltó el volante y la luz cuando sintió que el camión daba otra sacudida. Sabía que, de algún modo, el vehículo se había deslizado hacia abajo.

—Oh-oh —dijo Will cuando lo percibió otra vez.

—¿Qué coño fue eso? —exclamó Sarah, que levantó la cabeza cuando el portátil saltó en sus rodillas.

—Tenemos que irnos de este punto. Hay arenas movedizas por toda esta zona; ¡les dije que era peligroso dejar la carretera! —gimoteó Arturi.

—Will, arranca.

Mendenhall metió la marcha del Land Rover una vez más y este empezó a avanzar con esfuerzo. De repente, la parte trasera se hundió en la arena y los dos hombres que iban en ella chillaron. Entonces el vehículo rodó a la derecha y después a la izquierda, y lo siguiente fue que la parte de delante se hundió. El portátil se deslizó por las piernas de Sarah cuando se dispuso a coger la radio. Fue en ese momento cuando el Land Rover estuvo a punto de volcar, aunque se recuperó inmediatamente antes de sumergirse en la arena.

El personal de seguridad del convoy no podía creerse lo que veía cuando dejaron la seguridad de sus propios transportes y corrieron al lugar donde se había desvanecido el vehículo que iba en cabeza.

Sarah y Will Mendenhall habían desaparecido en la arena blanda y no quedaba ni siquiera una rodada de las llantas para demostrar que habían estado allí.

USS Iwo Jima

Cien kilómetros al oeste de Creta

Jack escuchó el plan final para la invasión de Creta. Le impresionó lo que el general Pete Hamilton, al mando del Cuerpo de Marines, había diseñado con el comandante de la Jefatura Conjunta.

—Todo se reduce a que los defensores se traguen el primer anzuelo que lancemos al agua.

Collins asintió y estuvo de acuerdo con la lógica de la argumentación.

—Si se tragan su anzuelo, eso expondrá todas sus baterías antes de que nuestra gente comience el asalto.

—Hablamos de mercenarios, no muy diferentes de los terroristas con los que hemos lidiado; y si he aprendido algo es que, aunque es difícil meterse en sus cabezas, se puede esperar que hagan una cosa cuando empiezan los disparos, y es que respondan con más tiros. La sorpresa es la clave; si lo logramos, tenemos posibilidades.

Jack asintió y miró su reloj.

—¿Preocupado por su equipo en Egipto? —preguntó el general.

—Si tenemos que depender de tomar la puerta principal y usar eso para acceder al centro subterráneo en lugar de solo resistir, podríamos tener entre manos una batalla muy larga y costosa.

El general de los marines asintió, lo entendía bien.

Jack se alejó de la mesa de planificación y arrinconó a Everett.

—¿Nada de Sarah y Will?

—Tengo a Ryan echándoles un ojo a las comunicaciones, pero hay una tormenta de la hostia en la zona de búsqueda y es posible que no puedan emitir ninguna señal.

Jack miró su reloj por centésima vez.

—Jack, Sarah sabe lo que hace. A menos que se la haya tragado el desierto, es imposible que nos falle.

Cuarenta y cinco kilómetros al sur de Luxor, Egipto

Lo espeluznante del repentino silencio no sentó muy bien a los ocupantes del Land Rover. La arena cubría por completo el vehículo y el aire empezaba a viciarse.

—¡Estamos condenados porque ustedes se negaron a escuchar a las personas que viven aquí desde hace miles de años! —dijo Arturi mientras se limpiaba el sudor de la frente.

Sarah miró al asiento de atrás y vio, gracias a la luz interna, que el guía se estaba tomando la situación mucho mejor que su jefe.

—Tenemos veinte hombres ahí arriba que nos sacarán de aquí. Lo que no necesitamos es que usted pierda los papeles —dijo Will cuando vio que a Sarah se le agotaba la paciencia con el egipcio.

De repente sintieron que el Land Rover se deslizaba todavía más en las arenas movedizas. Sarah vio unos arbustos esqueléticos que llevaban mucho tiempo enterrados pasar junto a la ventanilla en la dirección equivocada y le preocupó que muy pronto estuvieran demasiado enterrados como para que pudieran sacarlos sin usar equipamiento pesado.

—Aquí está empezando a oler un poco mal, ¿por qué no abren una ventana? —bromeó Mendenhall.

—¡No haga eso, idiota! ¿Quiere matarnos a todos?

Sarah miró a Arturi y después otra vez a Will. Los dos se echaron a reír al mismo tiempo.

—¡Están locos, los dos, reírse en un momento como este! —dijo el profesor con tanta indignación como pudo reunir.

—Señor Arturi, cuanto más hable, menos aire tendremos para respirar. Mire aquí a su hombre y aprenda: relájese.

Las palabras de Sarah sonaban muy bien, pero la joven sabía que estaban en una situación desesperada. El vehículo se iba deslizando cada vez más en la arena suelta, cuarenta o cincuenta centímetros con cada sacudida. Era como si el suelo que había bajo ellos se estuviera derramando en un abismo desconocido.

—Oh-oh —dijo Mendenhall otra vez cuando el ritmo al que se hundían se incrementó.

Sarah cerró los ojos y pensó en Jack. Lo primero que se le ocurrió fue un hecho simple: lo iban a matar en el asalto porque ellos le habían fallado. Lo segundo fue de naturaleza más personal. La última vez que habían cenado juntos, ella lo había reñido por ser tan recto y rígido todo el tiempo. Lamentaba haberlo hecho.

De repente el descenso se detuvo y la parte de atrás del Land Rover se hundió mucho más que la delantera.

Will miró a Sarah con los ojos muy abiertos.

—Supongo que esto es…

Dejó de hablar cuando vio que Sarah estaba mirando a su espalda, a través de la ventanilla del conductor. Lo único que podía hacer la joven era señalar con el dedo.

Will se volvió sin saber qué esperar y los latidos de su corazón se multiplicaron por diez cuando vio el semblante severo de una cara blanca y los ojos vacíos y huecos que lo miraban a través de la ventanilla.

En el asiento de atrás, Arturi lanzó un gañido de terror.

—¿Qué carajo es eso? —preguntó Mendenhall.

—Oh, Dios mío —dijo Sarah, se inclinó sobre Will e iluminó la cara con una linterna, a través del cristal—. ¡Es Apolo!

—¿Qué? —preguntó Will.

—Esto es importante, Will. ¿Qué diablos está haciendo aquí, en el mismo punto en el que las coordenadas decían que se suponía que estaba la puerta? ¡A lo largo de los años, los movimientos del desierto deben de habérselo tragado, junto con todo lo que los antiguos tenían marcando el lugar!

—Esto es Egipto, jovencita, no Grecia. ¿Por qué iba a haber aquí una estatua de Apolo? —dijo Arturi cuando su corazón recuperó su función normal.

—Escuche, gilipollas, sé reconocer a Apolo cuando lo veo. El…

De repente, el guía chilló. Sarah se giró y vio lo que el hombre señalaba con gestos frenéticos. La ventana de atrás del Land Rover ya no estaba cubierta de arena. Sarah pudo distinguir maderas de aspecto antiguo. Sarah empezó a entender por qué el vehículo se había hundido bajo el desierto. El peso del Land Rover había roto los soportes de madera que recubrían la parte superior de una cueva o excavación. La arena había empezado a filtrarse hasta que se había desvanecido lo suficiente bajo ellos como para hundir el vehículo. Ya no seguían hundiéndose porque los habían detenido las maderas restantes, que en ese momento se entrecruzaban ante la ventanilla trasera.

Cuando la joven iluminó con la linterna las maderas parecidas a rocas, vio las grietas no solo en la ventanilla sino también en la propia madera antigua. El peso del Land Rover estaba empezando a resquebrajar la superficie petrificada que quedaba.

—Si este es el punto, significa que la madera tiene…

—Quince mil años —le respondió Sarah a Will. La madera endurecida por el tiempo se partió y el Land Rover, con la gran estatua de Apolo como escolta, empezó una caída libre hacia el oscuro inframundo de Egipto.

Cuatro kilómetros por debajo de la isla de Creta

El gran sistema de tranvías construido por los ingenieros de la Coalición ahorró horas y horas de viaje a las entrañas de Creta, pero aun así les llevó cerca de dos horas llegar al fondo. Tomlinson y los otros miembros de la Coalición estaban cansados y con los nervios de punta; habían recibido noticia de que un destacamento naval especial se dirigía hacia la isla.

A Tomlinson no parecía preocuparle la situación que se avecinaba cuando se plantó ante la puerta y contempló la asombrosa vista que se abría ante él. Grandes baterías de focos iluminaban la escena más maravillosa del conocimiento humano.

—Oh, Dios mío —dijo dame Lilith, asombrada, cuando se acercó a Tomlinson y vio lo que estaba mirando él.

El Consejo de la Coalición observó a los peones que se esforzaban por despejar un pasillo a través del mundo derrumbado de la Atlántida. Columnas de un tamaño que ninguno de ellos había visto jamás yacían en el suelo, de lado. Estatuas gigantes de los dioses antiguos griegos, la mayor parte sin extremidades, cabezas o bases, se extendían por la ciudad entera. Los edificios yacían donde se habían derrumbado y gigantescas esporas de moho cubrían buena parte de las ruinas de mármol.

Tres grandes pirámides dominaban el lejano perfil de la ciudad, al otro lado de la gran cúpula de cristal. Un acueducto en otro tiempo magnífico, de al menos ciento veinte metros de altura, recorría la cúpula y terminaba de golpe donde se había derrumbado, no muy lejos de la pirámide del medio, que era la más alta. El magma de la erupción original había sellado el agujero que atravesaba el canal.

Tomlinson dio el primer paso sobre el suelo de la calzada más antigua del mundo. Sintió los gruesos adoquines bajo sus pies y supo del poder de ese lugar. Los focos podían mostrar solo trozos de lo que debía de haber sido una vista extraordinaria. Se habían formado lagos gigantes de agua marina cuando la gran ciudad se había hundido.

—Bueno, esto me pone bastante nerviosa —dijo dame Lilith al levantar la cabeza.

Tomlinson siguió su mirada al cielo oscurecido de la gran ruina subterránea. Las luces del suelo apenas iluminaban la gran cúpula de cristal. Enterrada bajo sesenta metros de lecho mediterráneo, el agua todavía caía en cascada por grandes grietas en el cristal y su cubierta protectora de roca y arena.

¿Cuántos miles de millones de toneladas de lecho marino debe de estar soportando esta arquitectura?, se preguntó Tomlinson.

—Después de casi quince mil años, ¿por qué el agua no ha inundado por completo la zona de la cúpula? —preguntó Vigilante mientras estudiaba la estructura geodésica.

—Mirad —dijo Tomlinson, y señaló el vapor que se alzaba de mil zonas diferentes—. El agua está hirviendo por la actividad del magma bajo la ciudad. La presión dentro de la cúpula debe de ser considerable y ayuda a la estructura a soportar las tremendas fuerzas dispuestas contra ella.

—Eso explicaría la humedad horrible y la presión que siento en los oídos. Pero ¿hasta qué punto es estable la ciudad? —preguntó Lilith.

—Lo bastante fuerte como para soportar el peso del mundo. ¡Qué ancestros más asombrosos teníamos! —dijo el magnate, y se adentró todavía más en la gran urbe.

Una cúpula más pequeña, que antaño estaba bordeada por las columnas más altas de todas, ocupaba la porción más alejada de la ciudad. El edificio que había debajo de la cúpula había quedado aplastado durante el último cataclismo que se había llevado a la Atlántida. Tomlinson sonrió cuando vio la estructura entre las luces.

—Que la excavación empiece aquí, pero solo después de que se haya instalado todo el equipo de la onda. Eso tiene prioridad.

Uno de los ingenieros de Tomlinson se acercó a ellos después de oír los comentarios.

—Señor, hemos empezado a colocar el equipo de la onda en los restos de lo que debía de ser un lago enorme cerca del centro de la ciudad. Parece tratarse de la zona más estable. El profesor Engvall ha comenzado a conectar los últimos cables de la onda.

—Excelente. Quiero todo conectado y en marcha en menos de tres horas.

—¿Los cables? —preguntó Lilith.

—Se ha hecho la conexión con el mar Negro. —Tomlinson miró a la mujer y después a los otros—. ¿Dudabais de que lográramos cumplir nuestro objetivo?

Se volvió y echó a andar hacia donde un centenar de trabajadores estaban reuniéndose para irrumpir en lo que los antiguos pergaminos habían descrito como la Cámara del Empirium.

La puerta meridional

Sarah sintió que Mendenhall la zarandeaba, que la llamaba por su nombre. Su derrumbamiento en la oscuridad había terminado con un impacto repentino capaz de romperles todos los huesos contra el montón de arena del suelo del desierto que había caído bajo ellos. Después, el Land Rover había rodado por el montón y había chocado con una superficie compacta, y ahí había sido cuando Sarah se había golpeado la cabeza.

Sarah se frotó el cuello y abrió los ojos. Por un momento creyó que se había quedado ciega hasta que oyó hablar a Will.

Mendenhall por fin se las arregló para encontrar una linterna y encenderla.

—La batería del Rover debe de haberse soltado con la caída —apuntó con la luz primero a Sarah y después a los dos de atrás. Estaban conmocionados, pero seguían vivos—. Al menos tenemos aire. Aire caliente pero respirable, creo.

Sarah intentó abrir su puerta. Empujó hasta que se abrió con un crujido. Salió poco a poco y se dobló por la cintura hasta que se sintió mejor. Se frotó el cuello y después miró a su alrededor en la oscuridad. Se giró y palpó por el interior del automóvil hasta que ella también encontró una linterna. La encendió y enfocó el haz hacia el exterior. Se le abrió la boca de asombro.

—Jesús —fue todo lo que pudo decir.

La luz captó una superficie lisa más allá de la inmensa pila de arena que había caído. El haz rebotó en millones de azulejos, trozos pequeños de colores que describían una vida muerta largo tiempo atrás, un pueblo antiguo visto en momentos de trabajo y ocio. Las escenas retrataban la edificación de grandes monumentos que Sarah estaba segura de que debían yacer en ruinas en algún punto de allí abajo. Miró a su alrededor y vio una calzada adoquinada que bajaba en pendiente. Entonces supo que habían encontrado la puerta que llevaba bajo el mar y salía a las entrañas de la ciudad descrita en el mapa de la placa.

Cuando los dos egipcios al fin salieron tropezando del asiento de atrás, un crujido tremendo resonó sobre ellos. Sarah y Will enfocaron sus luces y vieron, horrorizados, que la gigantesca estatua de Apolo se había embutido en una de las vigas rotas de madera petrificada. Mendenhall corrió, se tiró contra los dos conmocionados hombres, que se estaban sacudiendo el polvo, y consiguió apartarlos del Land Rover justo cuando decenas de toneladas de Apolo aplastaban el vehículo.

—Eh, ¿hay alguien vivo ahí abajo?

Sarah dio un salto al oír el megáfono. Iluminó con la linterna el punto por el que habían caído. La arena se había desprendido del pozo gigante y había dejado un agujero abierto en el suelo de arriba. Lo que parecía un millón de toneladas de arena había caído con ellos al soltarse el suelo inestable. El efecto era similar a lo que Sarah imaginaba que podría ser estar atrapada en un reloj de arena, con las vigas impidiendo que entrara la tierra.

Sobre ellos, el destacamento de seguridad del Grupo Evento se encontraba en medio de la tormenta, iluminando con sus linternas la extrañísima escena de abajo.

—¡Llame por radio al coronel Collins e infórmele en código de que hemos encontrado el camino a la Atlántida!

—¡Sí, y miren por dónde pisan! —añadió Mendenhall.

Diez Ospreys V-22, la aeronave de rotor inclinado utilizada por el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, dejaron a los últimos cien marines y seals de la Armada estadounidense que le habían asignado a Jack. El presidente de Egipto, que creía en la sinceridad del presidente americano, había ofrecido los cuarenta vehículos que la dotación de asalto de la Operación Puerta de Atrás iba a utilizar.

En las tres horas transcurridas desde que habían descubierto la antigua entrada, Sarah y Will habían estado muy ocupados. Con la ayuda de su personal y un equipo muy caro que habían tomado prestado de varias excavaciones arqueológicas del Valle de los Reyes y sus alrededores, habían conseguido ensanchar la puerta y, de hecho, incluso habían improvisado una rampa que podían usar para meterse en la amplia avenida del túnel.

Cuando los V-22 despegaron para regresar al Nassau y al Iwo Jima para la parte principal de la operación, Sarah recibió a Jack, Carl y el mayor que estaba al mando de los marines con un saludo militar perfecto, pero se le notaba el cansancio.

—Teniente McIntire, este es el mayor Gary Easterbrook; está al mando de la dotación de marines.

Sarah saludó al mayor mientras este examinaba su trabajo, después, el marine le devolvió el saludo y miró la ancha abertura que llevaba a la oscuridad.

—¿Alguna idea de hasta dónde llega? —preguntó el mayor.

—Bueno, según el mapa de la placa, recorre unos trescientos kilómetros —dijo Sarah mirando a Collins.

Carl le echó una ojeada a su reloj e hizo una mueca.

—Vamos a andar muy apretados de tiempo, Jack. Solo tenemos cinco horas y media hasta el amanecer.

—Trueno de la Mañana empieza a las 0630 exactas, y ni siquiera sabemos si este sitio lleva a algún sitio más importante que un simple Starbucks —dijo Jason Ryan mientras se ajustaba la mochila sobre el uniforme negro de Nomex.

—No lo averiguaremos hasta que metamos el culo en ese nido de serpientes —respondió Jack—. Mayor, sus hombres seguirán a mi equipo y nosotros seguiremos aquí al capitán y sus seals. Ellos viajarán mucho más rápido en sus jeeps que nosotros en los camiones de dos toneladas. El capitán Everett y su equipo estarán en la avanzadilla y despejarán cualquier obstáculo con el que se tropiecen. Necesito una carretera despejada, capitán.

—Entendido. Quitaremos lo que podamos e intentaremos que no se nos caiga encima el invento entero —respondió Carl, después levantó la mano y le hizo una señal a su equipo de cuarenta seals y cuatro especialistas para que se acercaran.

—No puedo evitar pensar que esta es una operación descabellada, coronel Collins. Es decir, ¿por qué no concentrar nuestros esfuerzos en el resto del asalto en Creta? Puede que terminemos perdiéndonos el asunto entero metiéndonos por aquí.

Jack miró al joven mayor y después se quitó el casco de Mylar.

—Escuche, nuestras fuerzas se están preparando para que les den de hostias por todo el mundo conocido, y esta operación podría ser el único comodín que la Coalición cree que no tenemos. Según unas personas muy inteligentes, si utilizan la onda otra vez, puede que no se detenga solo en su objetivo; podría continuar hasta que ponga en movimiento todo el sistema de placas tectónicas. Así que a no ser que quiera que Gary, Indiana, termine donde está el Ártico ahora mismo, será mejor que nos metamos, da igual lo que nos aguarde.

Se volvió hacia Carl y le tendió la mano.

—Buena suerte, marinero.

Carl cogió la mano y después sonrió.

—Seguro que esto no será mucho peor que algunos de los bares que suelo frecuentar, Jack. —Le sonrió a Sarah y después a Ryan—. Y ahora, tíos, no paréis a tomar unas cervezas, puede que os necesitemos antes de lo que pensáis.

Observaron a Carl conducir a su equipo a los cinco jeeps.

Los cuatro oficiales le dedicaron un saludo militar a Collins y echaron a andar hacia sus vehículos cuando el primero de los seals entró en el pasaje oscuro que llevaba a la ciudad más antigua en la historia del planeta. Resonaron silbidos en el viento moribundo y los miembros del grupo de asalto principal treparon a bordo de sus transportes.

Como miles de años antes, el hombre occidental atacaba una vez más la civilización de la Atlántida. Sarah McIntire miró una última vez a Jack y rezó para que en esta ocasión el resultado fuera diferente.