Pearl Harbor
Hawái
Dentro del solemne recinto del monumento que conmemoraba lo ocurrido en el USS Arizona, Jack escuchaba con atención, pero eso no evitaba que su horno interior ardiera al rojo vivo junto a los dieciocho buceadores de la Marina estadounidense. La reunión del Servicio Nacional de Parques, la Unidad Móvil de Rescate y Buceo (o, como Carl Everett los había presentado, los «umribs») y el Equipo Cuatro de los Seal de la Marina de Estados Unidos, que habían llegado en un vuelo con Collins y Everett procedentes de Coronado, California, había empezado cuando el sol había comenzado a ponerse sobre el Pacífico.
Estaban escuchando al ayudante especial del secretario del interior, que hablaba sobre los restos de la tripulación que permanecían a bordo del USS Arizona. El secretario terminó y un miembro del servicio de parques, un ranger, se hizo cargo de la reunión informativa. Hasta el momento, todos los componentes del grupo iban a bajar, con la excepción de Jack, el ayudante del secretario y otros dos rangers. Una exclusión que no le sentaba demasiado bien al coronel.
—Para cuando entren en el agua, la oscuridad será completa. Tengan en cuenta que hemos hecho un mapa de dónde creemos que está la mayor parte de la artillería, pero siempre hay sorpresas dentro de nuestra vieja amiga. Es como si todavía pensara que sigue luchando en la guerra —dijo el ranger mirando las caras que tenía delante—, y tiene todo el derecho a pensar así. Se lo ha ganado.
Los buceadores y los seals asintieron. Jack notaba el respeto que todos los presentes sentían por el Arizona. Era como si fuera una mujer enferma y todos los presentes estuvieran allí para cuidarla. También sabían lo que se jugaban, y el respeto que habían mostrado hasta el momento se contraponía a un hecho indiscutible: pasara lo que pasara, la placa tenía que subir a la superficie. Cuando el presidente ordena que se haga algo, se hace.
—¿Por qué no se ha abierto nunca la caja fuerte del capitán? Según tengo entendido, el Servicio de Parques Nacionales ha hecho varias incursiones en el camarote —preguntó Everett mientras se subía la cremallera del traje isotérmico.
—Por una cuestión de respeto y privacidad, es así de simple. El capitán era el único que tenía la combinación de su caja personal, así pues, los objetos que hay dentro son suyos. No teníamos derecho a entrar en ella. Capitán Everett, estos hombres y usted deben tener muy presente lo que hay aquí. Esta nave de guerra sigue en las listas activas de la Marina de los Estados Unidos, está viva y usted la respetará como si fuera un combatiente —ordenó Richard Chavez, jefe de los rangers que cuidaban el monumento conmemorativo—. Créame, si es en interés de nuestro país, nuestra vieja amiga entregará sus secretos por voluntad propia. Puede parecer una locura, pero es así.
De nuevo los hombres asintieron. Todos sabían que lo que se veía en batalla tenía una forma especial de provocar experiencias profundas que te hacían explorar tu alma, y a ninguno se le ocurrió burlarse de la idea de que el Arizona pudiera estar embrujado.
—De acuerdo —dijo uno de los buceadores del grupo de rescate—. Los seals están fuera, realizando barridos de seguridad. Cuando nos metamos, relevarán al ESD que ya se está encargando de la seguridad. Los ocho hombres del Equipo Submarino de Demolición subirán entonces a la plataforma del monumento conmemorativo y aguardarán las órdenes de demolición si es necesario. Esperemos que no haya que llegar a eso.
—Los umribs intentarán entonces cortar la caja y sacar el objeto en cuestión —dijo Everett, que se hizo cargo de la parte de la reunión que se ocupaba de la información privilegiada. Miró el esquema del Arizona que tenían delante—. Bien, ejecutaremos la inmersión a través de esta escalerilla de aquí —dijo señalando una escalera de estribor—. Eso nos llevará abajo, a la segunda cubierta más cercana al puente. Yo transportaré el cordón de detonación y dos cargas de ciento veinticinco gramos de C-4; si no es suficiente, siempre podemos pedir más arriba; pero esperemos que no tengamos que llegar a eso. Bien, ranger Chavez, ¿creo que la longitud de la escalerilla no es tanta?
—Exacto —respondió Chavez—. Unos diez metros hasta el camarote del capitán.
Everett se quedó satisfecho y miró a su equipo de buceo.
—¿Listos? —preguntó, y miró su reloj.
Alrededor de la gran mesa todas las cabezas asintieron. Everett se volvió entonces hacia Jack.
—Con un poco de suerte volveremos enseguida, jefe.
Collins asintió, aceptaba la decisión de Carl de que, con su limitada experiencia en inmersiones, podía hacer más mal que bien. Jack sabía que su amigo tenía razón.
Everett se volvió hacia el ranger Chavez.
—¿Permiso para subir a bordo del Arizona? —preguntó con tono oficial.
—Permiso concedido, capitán.
Los seals y los umribs se pusieron en posición de firmes y después se dirigieron a la barandilla del monumento conmemorativo. Por primera vez en más de sesenta años, unos marineros americanos subirían a bordo del Arizona.
Dalia observaba desde el otro lado del puerto. Los potentes prismáticos de visión nocturna que usaba le permitían ver con claridad a los ocho seals de la Marina, los dos rangers del Servicio de Parques Nacionales y los once buceadores de salvamento de la Marina que se deslizaron por un costado del monumento conmemorativo. A los seals se les identificaba con facilidad por los sencillos trajes isotérmicos negros y las armas que llevaban. Dalia reguló los binoculares y vio a cuatro hombres vigilando a los buceadores desde la plataforma de observación del monumento.
Bajó los binoculares y levantó un pequeño aparato de archivo electrónico. Apretó el botón de Guardados y varias imágenes empezaron a pasar por la pequeña pantalla. Por fin llegó a la foto que quería y la miró con atención, después se fijó en la figura solitaria que había en el espacio abierto del monumento.
—Maldita sea —dijo al reconocer al coronel Jack Collins.
Era evidente que ese hombre era el responsable de que la Marina hubiera llegado allí antes que su equipo. Debía de tener bajo custodia a los dos antiguos, pensó. Con todo, Dalia decidió que el equipo de ataque que había reunido sería suficiente y estaba convencida de que podrían recuperar la placa con el mapa, así que levantó la radio.
—Rescate Uno, tenéis luz verde para la incursión.
Bajó la radio, levantó los prismáticos y observó que un equipo de cincuenta hombres se deslizaba por el monumento conmemorativo mucho más pequeño del USS Utah, un antiguo buque de guerra convertido en blanco de tiro en el adiestramiento de los acorazados de clase Pensilvania, unos buques más nuevos y rápidos de la década de 1930. El Utah, también hundido el 7 de diciembre de 1941, yacía de costado en el fondo de Pearl Harbor no muy lejos del Arizona. Proporcionaba la ubicación perfecta para que la fuerza de ataque entrara en las turbias aguas sin que nadie la viera.
La dotación de asalto y rescate estaba compuesta por cincuenta hombres, todos excelentes buceadores. Todos eran antiguos soldados de la Marina de diversos países. La paga que recibirían por esa misión sería suficiente para retirarse y vivir con opulencia el resto de sus vidas. Se lo ganarían.
Dalia siguió el progreso de su equipo y le satisfizo ver que no había rastro de ellos mientras se alejaban del Utah, rumbo al sur. Utilizaban equipos especiales de buceo que no permitían que escaparan las reveladoras burbujas de aire de los sistemas convencionales. Dalia movió los binoculares y observó a un equipo especial de tres hombres que estaban en Ford Island, no lejos del Arizona. La imagen aparecía bajo una luz ambiental de un verde enfermizo, pero Dalia pudo apreciar con toda claridad que uno de los hombres iba a coger la radio. Sonrió cuando oyó que transmitía tres nítidos chasquidos. Los tres hombres habían cortado sin problemas el cable eléctrico que proporcionaba la electricidad al sistema de seguridad submarino compuesto por una verja láser y sónica que protegía al Arizona de los cazadores de tesoros y los buscadores de recuerdos.
—Bueno, y ahora, traedme mi jubilación —dijo mientras regulaba el aparato y enfocaba el monumento; la complació avistar a los cuatro hombres que aún permanecían en la plataforma de observación.
Salvo por aquel puñetero pelmazo del coronel Collins, que sabía que era uno de los hombres más formidables que había visto jamás, los demás no parecían una gran amenaza. Ella y su pequeño equipo de cinco hombres no deberían tener mayor problema para eliminarlos de la ecuación de seguridad.
Jack Collins observó los nombres de los muertos que figuraban en el monumento y pensó en cómo habían muerto. Había sido una sorpresa, repentina e inesperada. Jack siempre había esperado no perder nunca en batalla algo tan valioso como las vidas de sus hombres, pero también era lo bastante sabio como para saber que ese era un deseo que jamás se le concedía a un líder. Lo único que se podía hacer era permanecer en guardia e intentar que jamás te sorprendieran como habían sorprendido a los valientes hombres del Arizona. Les dio la espalda a los nombres y miró las luces del puerto y de Honolulu que espejeaban a lo lejos.
Levantó la radio y apretó el botón de Enviar tres veces. Después oyó que le respondían tres chasquidos y se alegró de saber que él también tenía lista su propia sorpresa.
Everett era el quinto de la fila cuando pasaron por la torreta delantera número uno. Aunque esperaba verla, la escena seguía pareciendo sacada de un sueño fantasmal cuando las luces de mano que usaban juguetearon sobre los cañones estriados. La flora marina no había hecho nada por reducir la amenazadora abertura donde, hacía mucho, mucho tiempo, proyectiles de tonelada y media había salido disparados con una explosión de las inmensas armas.
Cuando se acercaron a la escalerilla de estribor que había junto a la antigua torre del puente que los rescatadores de la Marina habían cortado casi sesenta y cinco años antes, las aguas parecieron hacerse incluso más negras, lo que provocó un escalofrío a todos los hombres de la excursión.
Los ocho seals relevaron al Equipo Submarino de Demolición y Everett los observó ir subiendo poco a poco a la superficie. Los seals, armados con PSP (proyectiles submarinos presurizados) tomaron posiciones y empezaron a patrullar las aguas fuera del gran buque de guerra. Las armas que llevaban eran arpones submarinos de varios cañones que podían disparar, como si de una metralleta se tratara, quince dardos de veinticinco centímetros contra cualquier cosa que amenazara al equipo.
Incluso en su deteriorado estado, el Arizona seguía siendo algo digno de admirar. Su piel oscura bullía de vida marina y cuando deslizó una mano por la barandilla de estribor, Carl supo que aquella nave estaba viva de verdad en más sentidos que ese. Con más de tres cuartas partes de su tripulación todavía en su interior, cómo no iba a estarlo.
En la negrura de las aguas del puerto, un buche abierto apareció poco a poco ante ellos bajo las tenues luces, y la escalerilla no tardó en seguirlo. Los escalones de acero que llevaban abajo seguían intactos, y si no fuera por el óxido, era como si los hombres los hubieran utilizado esa misma mañana.
El ranger que iba en cabeza entró el primero después de atar un cordón de nailon a la barandilla. Los otros lo siguieron despacio a intervalos de metro y medio. Everett sintió que la presión aumentaba a medida que descendían por la oscuridad que llevaba a la segunda cubierta de uno de los barcos más famosos de la historia.
Bajaron por un pasillo y el ranger Chavez soltó un pequeño marcador de buceo tras unos cuatro metros y medio y después se volvió para mirar a los hombres que lo seguían. Los umribs sabían lo que estaba pasando, pero Carl sintió curiosidad cuando el marcador verde amarillento se alzó en el agua del pasillo como un fantasma. Alguien le dio a Everett unos golpecitos por detrás. Un buceador de rescate de la Marina había visto la mirada curiosa en su rostro, así que había escrito algo en la tableta de plástico con un lápiz de sebo.
«Tripulante del Arizona en el sedimento», decía.
En lo que a Everett se refería, podría haberse pasado sin saberlo, pero sabía que era algo de lo que tenían que advertirles para que no alteraran la zona. Sabía por qué el buceo en el Arizona estaba limitado solo al personal de la Marina de Estados Unidos y al Servicio de Parques Nacionales.
Cuando pasó sobre el marcador verde amarillento, miró al frente y no abajo, por respeto al grueso lecho de sedimento donde yacía uno de los muchachos del Arizona. A Carl le sorprendió entonces, al mirar al frente, ver al menos veinte marcadores más alzándose como pequeñas señales fantasmales. Comprendió entonces que se encontraban en el interior de un lugar sagrado.
Everett sabía que, más adelante, el resto de la tripulación del Arizona yacía donde habían caído, en sus puestos de batalla, donde aguardaban la llegada de sus hermanos de la Marina estadounidense moderna.
A mil metros de la popa del Arizona, el equipo de asalto de la Coalición se dividió en dos grupos. Atacarían al antiguo buque desde dos frentes. Un equipo de veinticinco buceadores seguiría a los americanos al interior y atacarían allí; la otra dotación asaltaría al equipo de seguridad de los seals en las aguas que rodeaban al buque de guerra muerto. Después esperarían y eliminarían a los que escaparan de las entrañas del navío. Los pocos hombres que quedasen en el monumento no eran de su incumbencia. Golpearían, lo harían con fuerza, y se largarían antes de que el contingente de la Marina de Estados Unidos estacionado en Pearl Harbor pudiera reaccionar.
Everett vio que por fin llegaban al camarote del capitán. Le había parecido más de un kilómetro cuando en realidad solo habían recorrido poco más de diez metros por el pasillo oscuro. La puerta del camarote estaba abierta de par en par y delante de ellos salió nadando un pececito de aletas azules, como si sintiera curiosidad por aquella compañía nocturna.
Como el único buceador que sabía más o menos qué era lo que estaban buscando, Carl sería una de las seis personas a las que se les permitía acceder al camarote de Franklin Van Valkenburg, que había sido el comandante del USS Arizona.
Cuando el equipo inicial entró en el camarote, a Everett le conmocionó ver el armario con los restos de los uniformes todavía colgados. El mar no se los había comido como había hecho con tantas otras cosas a bordo. Carl esperaba que la vida marina los hubiera dejado en señal de respeto por el capitán del barco.
Everett continuó observando su entorno mientras los otros iban al mamparo principal que separaba el camarote del siguiente espacio. Cuando miró la habitación, vio el teléfono descolgado y antes de darse cuenta siquiera, vio dos marcadores amarillos más que se alzaban del suelo; otros dos cuerpos. ¿Quiénes eran? Era un hecho conocido que el capitán había conseguido llegar a su puente de mando, lo habían visto allí momentos antes de la destrucción de la nave. Así pues, quiénes podrían haber sido esos hombres era todo un misterio.
El resto del camarote del capitán estaba perdiendo la lucha contra las aguas del puerto. Los suntuosos paneles que habían cubierto la habitación revestida de acero prácticamente habían desaparecido.
Everett recordó que Martha y Carmichael habían dicho que Van Valkenburg había sido uno de «ellos». En cambio, al contrario que los dos ancianos, él había cumplido con su obligación para con la raza humana, al igual que el hermano de Keeler.
Una luz brillante llenó de pronto la oscura cabina. Carl tuvo que darse la vuelta cuando el soplete destelló con fuerza, los umribs se habían puesto a trabajar en la pequeña caja fuerte.
Cuando apartó la mirada, Carl vio el ojo de buey, uno de los únicos que había notado que no estaba cubierto por una pantalla de acero protectora. Una forma cruzó de repente tras el cristal turbio. Fue solo un instante, pero Everett estaba seguro de que había alguien en el agua, fuera del casco. Se volvió de nuevo hacia los que estaban cortando; la figura oscura que había visto por el ojo de buey lo había puesto nervioso. Después se tranquilizó, diciéndose que debía de ser uno de los seals que había en el agua. Sin embargo, no pudo evitar tener una reacción momentánea propia de alguien adiestrado por los Seal, había algo que no le encajaba en la figura borrosa que había visto, y ese algo le daba vueltas por la cabeza sin terminar de concretarse.
La batalla fuera del Arizona empezó antes de que el Equipo Cuatro de los Seal supiera lo que tenía encima. Los miembros del equipo de asalto de la Coalición, ataviados con trajes negros y cascos, dispararon su primera andanada desde treinta metros de distancia y a través de la oscuridad del puerto. Antes de que los seals pudieran responder, tres miembros de su equipo habían caído. No había habido ningún tipo de aviso de los rangers que vigilaban la verja láser que protegía el lugar.
El líder del equipo, un suboficial llamado «Calzones» Jones, era un astuto veterano de muchas excursiones al golfo Pérsico. Lo único que no había hecho jamás un equipo de seals en su larga historia era librar una auténtica batalla submarina. Jones vio de inmediato las oscuras figuras que tenía delante y observó que se dispersaban; los cuatro hombres que le quedaban a él respondieron al fuego del grupo que se les aproximaba. Jones levantó su rifle de dardos M1A1-56 y disparó a toda prisa seis de los proyectiles de tungsteno hacia los atacantes más cercanos. Dos de los dardos alcanzaron a sus víctimas y las figuras de los trajes negros se quedaron muy quietas y empezaron a hundirse.
El jefe vio entonces que al menos había veinte malos más que salían nadando de la oscuridad, hacia los seals, a los que, con toda claridad, superaban en número. Los atacantes iban pertrechados con las mismas armas que los seals, y Jones vio que su única alternativa era dirigirse a la superestructura del Arizona y pasar a la protección del otro lado. Vio que dos de sus hombres salían nadando hacia allí y que regresaban a toda prisa y agitaban los brazos para indicarle que retrocediera. La ruta estaba cortada por más atacantes.
De repente, la operación rutinaria de seguridad se había convertido en una lucha a vida o muerte y el equipo de Jones estaba perdiendo.
Dentro del camarote del capitán, Everett seguía pensando en la figura que había visto por el ojo de buey. Y al fin cayó en la cuenta de lo que había visto. No, no lo que había visto, sino lo que no había visto. Durante años lamentaría no haber actuado con la suficiente rapidez. No había habido burbujas de aire tras la figura borrosa que había vislumbrado por un instante. En esa inmersión, todos llevaban equipo de buceo estándar porque cuando se bucea en un naufragio peligroso, las burbujas de aire se pueden utilizar para avisar a otro miembro del equipo de que tienes problemas. Justo cuando empezó a moverse para advertir a sus compañeros, la puerta de la caja fuerte se soltó de repente de los goznes.
Cuando Everett se adelantó a toda prisa para avisar a los buceadores de rescate de que no estaban solos, dos de los dardos letales alcanzaron a uno de ellos desde la escalerilla. Carl llegó hasta los otros cuatro hombres y empezó a empujarlos en dirección contraria; hacía gestos y los mandaba alejarse con las manos cuando tres dardos más se abrieron paso a toda velocidad por el agua y se clavaron en tres de los buceadores de salvamento.
Al resto de los miembros del equipo no hubo que convencerlos más para que se dieran la vuelta y nadaran hacia el pasillo contrario a la escalerilla principal. Everett pensó entonces en lo que los había llevado allí, metió con rapidez la mano en la caja abierta y palpó hasta que sacó un viejo mapa recubierto de plástico y un estuche de mapas. Se los guardó y volvió a palpar por la caja. Notó algo esponjoso al principio y después, debajo, encontró algo duro y rectangular. Lo sacó justo cuando un dardo de acero rebotó en el marco de la puerta de la caja. Carl no se detuvo a mirar quién había estado a punto de matarlo; en su lugar, empezó a agitar las aletas y se fue detrás de los demás.
Los atacantes irrumpieron en el camarote del capitán en su persecución. Un buceador vio el estuche de los mapas medio enterrado en el sedimento, bajó la mano, recogió el estuche, y después pataleó para seguir a su equipo.
Jack se había despedido del equipo de ESD, que iba a disfrutar de un merecido descanso, y caminaba por la plataforma del monumento cuando de repente vio bengalas de emergencia que empezaban a brillar bajo el agua. Unos marcadores amarillos comenzaron a llegar a la superficie. El coronel no dudó un instante, cogió la radio y apretó el botón de Hablar; esa vez la señal fue dos toques cortos y uno largo. En ese momento oyó unos golpes agudos que empezaban a impactar en el monumento de cemento. Unos cartuchos de pequeño calibre disparados con silenciador alcanzaron la radio, la mesa de mapas y otro equipo. Dos impactaron en el ayudante del secretario de Interior, que cayó muerto a menos de un metro de Jack y se golpeó contra la cubierta de madera.
—¿Están ustedes armados? —les preguntó a gritos a los dos rangers que se habían tirado al suelo.
—¡No! —dijo uno mientras se cubría la cabeza.
—Estupendo —dijo Collins por lo bajo, y se sacó una automática de 9 mm del abrigo. Solo cinco minutos antes, el ESD había salido del monumento para descansar un rato.
Antes de que supieran lo que estaba pasando, una zódiac de asalto con un estruendoso motor fueraborda chocó contra el monumento y tres hombres asomaron la cabeza por las ranuras, lo que les proporcionó una buena vista del interior. Uno de los asaltantes rompió el cristal tintado y se dispuso a entrar. Collins apuntó con rapidez y disparó un cartucho. Dio en el blanco y la cabeza del atacante se echó hacia atrás, después el hombre cayó por la abertura de tablillas.
—¡Ustedes dos, vayan al otro extremo, métanse en el agua y salgan cagando leches!
Los dos rangers se levantaron. Uno murió de inmediato cuando cinco balas le cosieron la espalda. Cayó sobre el otro hombre y los dos se desplomaron. Jack empezó a reptar boca abajo hacia los hombres abatidos; veinte balas más se incrustaron en el suelo de madera junto a su cabeza. Rodó a toda prisa y por puro instinto disparó tres veces hacia la fuente de los tiros; un atacante con un traje negro de Nomex cayó a un costado del monumento.
Collins se volvió hacia los rangers y fue entonces cuando vio que tres de los atacantes se aupaban por el lado contrario y subían a la plataforma. Apuntó y disparó, alcanzó al primer hombre en la entrepierna y lo hizo doblarse. Después, uno de los otros dos vació un cargador de balas en el ranger que yacía indefenso a sus pies.
—Joder —dijo Jack, que empezó a rodar por el suelo duro; dio vueltas y más vueltas, ofreciendo así a sus atacantes muy poca superficie a la que apuntar, hasta que su cuerpo chocó contra el lado del monumento blanco que daba al puerto. Se giró, disparó cinco veces en dirección a la ventana de doce metros de altura y observó que el cristal tintado estallaba hacia dentro. Después, disparó tres tiros por encima del hombro y se metió rodando en el agua grasienta del puerto.
El monumento había caído en manos del enemigo justo cuando invadían a toda prisa la cubierta superior del Arizona.
Los cinco seals que quedaban se metieron en la primera abertura que encontraron, la barbeta vacía de la batería antiaérea número tres. El agujero abierto estaba donde se había ubicado una de las monturas de treinta y cinco centímetros. La habían quitado poco después del ataque del 7 de diciembre y la habían reubicado en la batería de defensa costera de Oahu. Cuando los cinco seals se metieron a toda prisa en el interior, veinte de los dardos letales atravesaron las aguas oscuras tras ellos y golpearon el acero oxidado de la barbeta número tres.
Everett y el equipo de salvamento de la Marina bajaron nadando a toda prisa por el pasillo de emergencia de la cubierta dos. En cada abertura junto a la que pasaban había al menos un equipo de dos hombres esperándolos para abrir fuego contra ellos desde el exterior, letales y precisos. Para Everett, que iba detrás, estaba claro que había muchos más malos que buenos. Habían perdido a tres de los hombres del equipo de rescate y al ranger Chavez en el primero de aquellos asaltos inesperados sin que nadie respondiera al fuego. Everett concluyó que los seals del exterior estaban muertos o luchando por su vida igual que él y sus hombres.
Carl usó el cuchillo de buceo para golpear el mamparo de acero hasta que los hombres que iban por delante se detuvieron y se volvieron. Se dirigían a la escalerilla de popa que llevaba a las aguas abiertas del puerto, donde Carl sabía que estaban esperando los atacantes para tenderles una emboscada. Para puntuar ese pensamiento, cuatro hombres con el mismo estilo de trajes isotérmicos que llevaba el equipo de Everett irrumpieron por la escotilla que tenían encima. Los buceadores empezaron a desperdigarse hasta que se dieron cuenta de que era lo que quedaba del elemento de seguridad de los Seal.
Everett indicó con la mano a todo el mundo que se dirigieran a la escotilla abierta, que había quedado congelada en esa posición en 1941. El jefe y los restantes seals se volvieron y empezaron a disparar dardos hacia la inmensa abertura de la barbeta de la batería antiaérea número tres para cubrir al equipo de salvamento que se metía por la escotilla.
Carl fue el último en entrar tras los seals. Se metió la placa con el mapa en la parte de atrás del cinturón de pesas para poder introducirse por la escotilla. Justo cuando sus aletas desaparecieron por la abertura, diez dardos rebotaron en el acero que rodeaba la abertura. Uno de los letales proyectiles le golpeó la aleta derecha, la perforó e hizo que se ladease ostensiblemente. A Everett no lo abandonó la suerte y se adentró en la oscuridad del Arizona.
Cuando los supervivientes se colaron en el verdadero corazón del barco, la fuerza atacante de la Coalición dudó solo unos momentos antes de seguirlos. Muy pronto, la fuerza entera de cuarenta y dos hombres penetró en las entrañas del barco en persecución de sus víctimas.
La gran dama gris del mar volvía a albergar americanos vivos, pero estaba vieja y cansada y casi a punto de derrumbarse mientras los hombres restantes nadaban para salvar la vida en su vientre oscurecido.
Jack se metió buceando bajo el monumento de cemento y subió a la superficie bajo el armazón para recuperar el aliento. Mantenía la Beretta levantada, fuera del agua; sacó el cargador casi gastado y metió sin ruido uno de los repuestos. Después agitó la cabeza, enfadado, había perdido a otras tres personas a manos de la Coalición.
Oyó voces cuando entraron más hombres procedentes del puerto en el monumento. ¿De dónde coño habían salido? El registro que habían hecho esa tarde del puerto había sido minucioso; se habían asegurado de que todos los turistas abandonaban la zona y que no había sorpresas aguardando al equipo de buceadores.
Mientras Jack se movía de una viga a otra del armazón, oyó algo que se estrellaba contra el suelo y a los hombres que caminaban sobre él. Escupió algo de la repugnante agua y se quedó inmóvil cuando oyó una voz de mujer.
—Le hablo al coronel Collins. Sé que es el oficial del Ejército que estaba en el almacén de Nueva York y en el bufete del señor Keeler, en Boston.
Jack no se movió. El suave chapoteo del agua bajo el monumento enmascaraba su respiración, pero seguía listo para bucear a las profundidades si las balas empezaban a abrirse camino por la plataforma.
—Sé que en sus instalaciones de Nellis están la señora Laughlin y el señor Rothman, en cuarentena. Cuentan unas historias de lo más descabelladas y fantasiosas, ¿no es cierto? Están bastante perturbados, ya sabe. Debe de ser cosa de la endogamia.
Los ojos de Jack siguieron la voz por la plataforma que tenía encima. La mujer se movía de izquierda a derecha y se estaba acercando al punto por donde él había rodado al agua.
—Debo decirles a usted y a la entidad para la que trabaja que me han dado motivos de preocupación. Se suponía que no iba a haber violencia en esta empresa. Su interferencia solo será causa de más muertes.
Jack pensó que estaba en el lugar perfecto para disparar a través de la plataforma y alcanzar a la mujer, pero decidió abstenerse. La quería viva porque ya sabía que, como mínimo, era culpable de las muertes de su gente.
—Al final llegaremos a los dos antiguos, coronel. Es lo que decía el mensaje que, siguiendo mis instrucciones, le dejaron en Nueva York: «Se acabaron los secretos».
Jack cerró los ojos con gesto colérico cuando oyó la risita arrogante de la mujer.
El equipo de inmersión, o lo que quedaba de él, resistía en la cocina número tres del barco. Al entrar habían perdido otro seal y otro de los tres buceadores de rescate. Everett y el resto del equipo se estaban quedando sin dardos muy deprisa, mientras que el enemigo parecía tener existencias interminables.
Carl hizo un recuento rápido y vio que habían quedado reducidos a dos seals y cinco submarinistas desarmados de la Marina, además de él y un ranger. Habían apoyado la espalda contra un mamparo de acero sólido, tras una buena protección: una gran cocina de hierro fundido detenía la mayor parte de los dardos de tungsteno. Tenían dos posibilidades: que sus enemigos les dispararan uno por uno, o que se quedaran sin oxígeno. Ninguno de los destinos le hacía mucha gracia.
Cada vez más enfadado ante aquella situación sin salida, Carl echó mano de la pizarra de plástico y escribió a toda prisa: «¿Qué hay encima de la cocina?». De inmediato les enseñó la pizarra a los demás.
El ranger le contestó a toda prisa, también escribiendo. «Batería antiaérea número ocho».
Carl señaló un gran agujero en el tejado de acero de la cocina. Lo que indicaba era el agujero que la bomba de trescientos ochenta y ocho kilos, que había tirado un piloto japonés más de sesenta años antes, había hecho al precipitarse sobre el cargador delantero de la batería antiaérea número dos. Cuando miraron arriba, vieron el agua abierta a través de dos cubiertas.
Carl usó el pulgar y el índice para imitar un arma y pedirles a los dos seals que quedaban que lo cubrieran.
El jefe levantó su pizarra y escribió a toda prisa: «¡Imposible, hay al menos entre treinta y cuarenta atacantes en la cocina y la escalerilla!».
Everett miró otra vez el agujero irregular. Le parecía que podría colarse. Le alcanzó al ranger la placa de bronce que había sacado de la caja fuerte y después empezó a quitarse a toda prisa las botellas de oxígeno. Los otros lo miraron como si se hubiera vuelto loco. Los seals se volvieron y dispararon unos cuantos dardos, después cargaron el último tubo de munición. Antes de quitarse la boquilla por última vez, Everett escribió en su pizarra: «Si tengo suerte, oirán tres golpes cuando llegue. ¡Todo el mundo dentro de los hornos grandes y a cubierto!».
Con una última mirada a los rostros incrédulos del equipo de rescate, Everett comenzó a respirar hondo. Después se quitó la boquilla y le dio unos golpecitos al jefe en el hombro. Los dos seals se irguieron de golpe y empezaron a lanzar dardos hacia la oscuridad del comedor, sin saber muy bien si alcanzarían algo o a alguien. La idea era que los enemigos mantuvieran la cabeza gacha hasta que el antiguo seal pudiera llevar a cabo su absurdo plan.
Everett se aferró a una linterna y empujó con fuerza con las piernas. Su cuerpo dejó la cubierta y casi consiguió llegar al gran agujero de un solo tirón, pero golpeó con el hombro uno de los bordes irregulares y se quedó sin impulso de pronto. Sintió que uno de los dardos se hundía en el traje de neopreno y se alojaba en los pliegues blandos del costado, por suerte solo dañó la piel. Ajustó el ángulo y pataleó con las aletas, el dardo que tenía en el costado chocó con la abertura al pasar. Una repentina punzada de dolor estuvo a punto de hacer que expulsara el valioso aire que había almacenado en los pulmones. No obstante, pataleó una vez más y al fin atravesó el agujero.
Carl iluminó la zona a su alrededor. Estaba en un pequeño espacio que quedaba entre cubierta y cubierta. Miró a toda prisa a su alrededor en busca de la escala que esperaba que llevara a la batería antiaérea. La vio de repente, a unos dos metros de distancia. Subía en dirección contraria, y también bajaba hacia lo que Carl esperaba encontrar. Esperaba estar recordando bien los planos.
Mientras descendía hacia el compartimento de carga, el aire que tenía contenido se expandía en su pecho. Carl se relajó y se obligó a ir más despacio, lo que bajó su tensión de forma intencionada; también se permitió dejar escapar pequeñas cantidades de aire de los pulmones. Usó la barandilla para guiarse y vio, algo más adelante, la luz de una pequeña escotilla que estaba doblada casi en dos, pero que seguía abierta. Tenía que ser el depósito que servía a la batería antiaérea número ocho. Solo esperaba que los de salvamento hubieran dejado intacto lo que había allí almacenado por ser demasiado peligroso para moverlo. Se aferró a los lados de la escotilla y se impulsó al interior del reducido arsenal.
La sensación de sobrecogimiento que lo invadió allí dentro era palpable. Iluminó la cubierta y vio la burbuja de acero donde la explosión de abajo había abombado la cubierta superior. Las fuerzas implicadas habían sido tan tremendas que el blindaje de la cubierta se había separado en diferentes capas.
Carl miró a su alrededor. Se estaba quedando sin tiempo y empezaban a dolerle los pulmones mientras continuaba expulsando aire en pequeñas bocanadas. Y seguía sin ver lo que necesitaba. El arsenal parecía vacío. Entonces los vio. Estaban en el sedimento acumulado durante sesenta y cinco años, enterrados como los hombres que perecieron en 1941, y eran como dedos esqueléticos que se asomaran de una tumba.
Antes de que pudiera estirar la mano para coger aunque fuera uno, Carl empezó a marearse. Sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Con calma y método comprobó cada esquina superior del depósito. Al fin vio algo que podría ayudarlo. Allí, colgado del techo, había un conducto de ventilación. Estaba suelto y pendía sobre él. Carl rezó para que lo siguiera acompañando la suerte. Dio unas cuantas patadas al conducto y soltó los remaches que quedaban, después se subió la máscara y se metió. Fue subiendo poco a poco, el gran pozo de ventilación dibujaba un ángulo hacia atrás y salía del depósito. Y donde hacía el ángulo Carl encontró lo que necesitaba con desesperación: aire. Aire que había quedado atrapado hacía mucho tiempo y que no podía escapar debido a la especial curvatura del conducto.
Respiró hondo, esperaba notar un hedor horrible, pero en su lugar fue como si hubiera abierto una puerta a un día de primavera. El olor era agradable, como el de una panadería no muy lejos de la casa donde había crecido. El aire que llenaba el conducto procedía de la panadería del barco. En el momento en que había muerto el Arizona, los cocineros y los panaderos estaban sirviendo el desayuno. Agradecido, se llenó los pulmones con el aroma de las galletas y los bollos de canela desaparecidos tanto tiempo atrás.
Cuando se hubo llenado los pulmones de aire, volvió a ponerse la máscara y salió de espaldas del pozo. Después se dirigió a la cubierta y sacó cinco de los objetos que había ido a buscar.
Los seals se habían quedado sin dardos. Se volvieron para mirar a los otros y vieron sus rostros a través del cristal de las máscaras. Todo había terminado. El ranger, sabiendo que no se podía permitir que el mapa cayera en manos de los agresores, levantó la placa de bronce y fue a estrellarla contra la esquina de una mesa de acero con la esperanza de dañarlo lo suficiente como para que fuera inútil.
Cuando empezaba a bajar la placa con el mapa, resonaron tres golpes secos en el techo. El ranger recordó lo que Everett había escrito y se fue directamente hacia los grandes hornos. Abrió la primera y ancha puerta y se metió dentro, los demás no tardaron en seguirlo. Varios dardos rebotaron en el hierro fundido sin causar daños y la segunda de las grandes puertas del horno se cerró.
Los atacantes no tardaron en sentirse lo bastante cómodos como para mostrarse, se encendieron unas luces de buceo, y varios incluso sonrieron tras las máscaras especiales ante el absurdo intento de los hombres de la Marina de ocultarse en el último momento.
Sobre ellos, en el agujero hecho por la fatídica bomba japonesa, Carl Everett estaba a punto de soltar otro tipo de proyectil. En el sedimento, había encontrado tres cartuchos de doce centímetros de las baterías antiaéreas. Los había cogido y los había atado con el cable de detonación que le habían encargado llevar junto con la carga de ciento veinticinco gramos de C-4 para abrir la caja fuerte si era necesario. Después acopló la pequeña carga explosiva a los grandes cartuchos y sujetó la cápsula explosiva. Esperaba no matar a todo el mundo junto con los objetivos. Everett empezó a quedarse sin aire justo cuando daba comienzo su plan improvisado.
Los miembros del equipo de asalto de la Coalición avanzaban a nado con la arrogancia del vencedor cuando vieron algo que se deslizaba por el acero del techo. Los treinta hombres del equipo interior se detuvieron, miraron y por fin uno de ellos enfocó con su luz el extraño objeto. Los ojos se agrandaron de horror cuando se dieron cuenta de qué era lo que estaban mirando: tres grandes cartuchos con forma de bala atados con un cable de detonación amarillo acoplado a una carga explosiva. Los ojos de los atacantes siguieron el cable hasta el agujero abierto, y se quedaron paralizados cuando vieron a Everett en el espacio vacío.
Everett advirtió que los atacantes levantaban la cabeza y supo que lo habían descubierto. Agitó la mano muy deprisa en un gesto de despedida, luego volvió la mano y levantó el dedo corazón en un claro gesto obsceno dedicado a los perplejos atacantes. Después giró el pequeño interruptor eléctrico del detonador. Se apartó del agujero cuando prendió la cápsula explosiva metida dentro de la pequeña carga.
El C-4 estalló, golpeó la cordita que había dentro de los revestimientos de los artefactos y eso disparó la cabeza explosiva de los proyectiles antiaéreos de doce centímetros. Explotaron hacia abajo, en dirección a los asombrados buceadores de la Coalición, y golpearon la cubierta bajo ellos, creando una descarga artificial de metralla que alcanzó a todos los componentes del equipo de ataque. La mitad murió al instante, mientras que otros quedaron mutilados y a unos pocos solo les reventaron los tímpanos. La fuerza del estallido submarino fue tanta que las máscaras de cristal implosionaron y se clavaron en la carne de sus portadores. Los sedimentos cayeron en cascada alrededor de la zona de comedor y la cocina, fue como si una profunda niebla londinense se hubiese instalado en la zona.
Más arriba, el estallido levantó a Everett del espacio en el que se había metido y lo estrelló contra la cubierta superior. El golpe le arrebató el poco aire que le quedaba en los pulmones. Recuperó el sentido que le restaba, se metió a toda prisa por el agujero y entró en la turbia zona del comedor. Su visión no se aclaró lo suficiente como para poder divisar lo que había a su alrededor, pero sabía que tenía hombres muertos flotando junto a él mientras se dirigía a la cocina. Una vez allí, encontró las botellas que se había quitado, se colocó la boquilla y respiró hondo.
Cuando satisfizo esa necesidad inmediata, fue a los grandes hornos y rezó en silencio cuando abrió la primera puerta. Una aleta lo golpeó de inmediato en la cara. Carl chilló y escupió la boquilla justo cuando el jefe vio quién era. Everett agitaba los brazos con desesperación para que salieran antes de que pudiera aparecer más compañía.
Bajo el monumento, Jack seguía agarrado a una de las vigas cuando su cuerpo se alzó de repente en el agua. Grandes burbujas empezaron a emerger a su alrededor, provocadas por el aire y la cordita que se escapaban de la zona abierta y vacía del puente del Arizona. Oyó carreras y gritos encima de él, los de los hombres que miraban al agua.
Le pareció que pasaban diez minutos hasta que oyó que unos hombres les gritaban a unas personas invisibles que levantaran las manos. Después oyó maldiciones y supo que el equipo de inmersión había subido a la superficie para caer en manos de sus atacantes. Cerró los ojos y maldijo, sabía que ya no tenía alternativa. No podía esperar por la salvaguarda que había programado antes. Se dirigió poco a poco a la pared exterior del monumento y salió a la noche abierta.
Una vez en terreno despejado, se sujetó al monumento con una mano y se acercó a pulso a la ventana que había roto antes. Levantó la cabeza y miró por el borde. El peor de los escenarios se había hecho realidad. Vio a Carl, las manos sobre la cabeza, con lo que quedaba del equipo de inmersión. Ensangrentados y agotados, los empujaban y golpeaban con rifles de asalto.
Jack sacudió la cabeza. Estaba harto de esconderse. Levantó la pistola, pero entonces dudó cuando vio a la mujer. Vestida con pantalones negros y una americana de cuero, también de color negro, se encontraba delante de uno de los rangers y le quitaba algo. Levantó el objeto a la luz y después lo bajó con gesto reverente.
—Gracias por recuperar nuestro mapa perdido. Ha sido de lo más servicial.
Ya estaba bien. Por lo que Jack veía, ella no iba armada, así que apuntó a los dos hombres que tenía la mujer a la izquierda y que estaban muy ocupados desmontando el destrozado equipo de inmersión. Empezó a apretar el gatillo y fue entonces cuando se armó un lío tremendo alrededor del monumento al Arizona. Sin que los vieran y según las órdenes de Jack, un pelotón de marines de los Estados Unidos había sido despachado desde Pearl y había permanecido a la espera en el muelle del USS Missouri. El gran buque de guerra había protegido a la fuerza de asalto mientras se acercaban después de que Jack hubiera utilizado la radio para alertarlos del asalto. Desde luego parecía que se habían tomado su tiempo, pero Collins sabía que no podían hacer su aparición como la caballería de antaño.
Varias lanchas de ataque rodearon el monumento y Everett ordenó a lo que quedaba del equipo de inmersión que se tirara al suelo. El fuego de las armas automáticas golpeó el monumento blanco, disparado por los marines desde sus propias plataformas móviles. Collins utilizó la distracción para abrir fuego a quemarropa desde detrás del enemigo. Derribó a seis antes de que se dieran cuenta de que tenían un antagonista detrás.
Las zódiacs no tardaron en dirigirse con un chirrido a las escalerillas que subían al monumento. Los hombres salieron de las lanchas y avanzaron sin dejar de disparar. Al ver que su situación era desesperada, la mujer se giró y quiso echar a correr. Jack disparó su 9 mm y la bala golpeó justo donde él había apuntado, en la pantorrilla de su blanco. Esta cayó y la placa con el mapa se deslizó por el suelo. La mujer se levantó de inmediato y cojeó hasta que encontró una tablilla abierta. Se lanzó al agua, rumbo a Ford Island.
Jack alcanzó la plataforma y corrió a recuperar la placa. La cogió y después buscó a Carl. Lo alivió ver a su amigo en pie. Los dos se miraron a los ojos. Jack le lanzó a Everett la placa como si fuera un frisbi y se metió por la abertura tras la mujer.
Everett corrió a la ventana, sujetando la placa y su costado herido y vio la forma de Jack nadando tras la desertora, que acababa de alcanzar la zona pantanosa de la costa de Ford Island.
Collins siguió con facilidad a su presa a través de la oscuridad. En su pánico por escapar estaba dejando un rastro fácil. Jack la oía con claridad entre los arbustos y las espadañas. Después oyó un chapoteo cuando la mujer cayó en las algas mojadas.
Dalia miraba a su alrededor, aterrada, cuando vio una figura en pie, a la luz de la luna.
—No te quedes ahí parado, maldito… —empezó a decir, y entonces vio que la figura vestía ropa de civil y lo supo—. Tengo información muy valiosa que intercambiar por mi vida, coronel.
La forma oscura no se movió. Se limitó a levantar su arma y expulsar el cargador vacío. Después, con una lentitud deliberada, insertó el último que le quedaba. Quitó el seguro y cargó una bala en la recámara.
—Tiene que saber que Tomlinson no murió en Chicago. Su plan siempre fue abandonar los Estados Unidos; ya no le hace falta estar aquí —dijo Dalia, y de repente se encontró rezando para que alguien, cualquiera, apareciera e impidiera lo que sabía que estaba a punto de pasar.
—Se acabaron los secretos.
—Qué… yo… por favor, me necesita. —El ruego en la voz femenina era patente.
Cesaron los últimos disparos de los marines y empezaron resonar silbatos y sirenas de la patrulla del puerto: Pearl se acababa de despertar con el asalto a su reverenciado Arizona.
—Necesito recuperar a mi gente. ¿Puede devolvérmelos?
Dalia vio el arma levantada y al fin supo lo que se sentía al enfrentarse a una muerte inminente. Ese hombre iba a asesinarla.
Jack levantó el arma y disparó.
Los tres buceadores de la Coalición habían estado a punto de coger a Jack desprevenido. En el último segundo, la luz de la luna que salía se había reflejado en el cristal de la máscara de uno de los buceadores. Jack tuvo el tiempo justo para disparar por encima de la cabeza de la mujer, que estaba convencida de que el coronel americano iba a asesinarla.
El primero de los hombres de la Coalición se derrumbó con un agujero limpio en la frente, pero los otros dos se agacharon en la oscuridad de Ford Island. Jack se tiró al suelo justo cuando veinte balas silenciadas machacaron el suelo húmedo a su alrededor. Cuando levantó la cabeza, vio a la mujer desaparecer entre las espadañas y los juncos. Apuntó a toda prisa y disparó cinco veces hacia el punto por el que se había desvanecido, pero la zona se había quedado de repente inmóvil.
Cuando Collins se levantó, los helicópteros comenzaron a iluminar la zona del monumento con grandes reflectores. El coronel echó mano de su radio para informarles de que registraran Ford Island en busca de la mujer y al menos dos hombres de la Coalición. Cuando se llevó la pequeña radio a la boca, se dio cuenta de que no iba a funcionar. Había estado tanto tiempo dentro del agua que se había producido un cortocircuito. Collins levantó la mano y la lanzó con todas sus fuerzas contra los juncos.
En ese momento, Everett irrumpió y vio a Jack.
—Jesús, Jack, creí que la habías espichado. ¿Y la mujer? —preguntó mientras se adelantaba.
—Ordena un barrido de la zona. Quizá puedan encontrarla, pero sospecho que tiene siete vidas.
—Sí, quizá, pero contigo disparándole cada dos por tres, apuesto a que ya solo le quedan una o dos.
A Dalia le estaba curando la pierna uno de los pocos supervivientes de otro ataque que había derivado en chapuza. Aquella mala racha solo tenía un culpable, ese coronel. Hizo una mueca cuando el buceador apretó la herida y la vendó.
Tres de ellos se las habían arreglado para eludir la búsqueda masiva de los atacantes lanzada por los marines y los guardacostas. Se habían arrastrado por el barro, entre mosquitos, hasta un barco que los esperaba, y muy discretamente se habían dirigido a unas instalaciones en un muelle seco al otro lado del puerto. Desde allí había sido una partida aterradora del juego del ratón y el gato, y apenas habían conseguido esconderse de las patrullas que buscaban supervivientes. Dalia sabía que se había convertido en una de las mujeres más buscadas del mundo, y se lo debía todo a Jack Collins.
Una vez en la ciudad, los hombres que la habían salvado la llevaron a un piso franco que ella misma había preparado por si pasaba algo así. Se estiró en el sofá con la pierna herida apoyada en el brazo del mueble, en la lóbrega habitación, con una pequeña automática en el regazo. Tener un arma era una falta de gusto, pero si Collins entraba por esa puerta, se prometió que le iba a meter una bala en la sesera.
Cuando se oyó una llamada a la puerta, Dalia cogió el arma y apuntó. Utilizó el cañón de la pistola para indicarle a uno de los hombres que abriera. Dudaba mucho que Collins, miembro de la Marina de los Estados Unidos, fuese tan educado como para llamar a la puerta. Uno de los buceadores abrió y Dalia se relajó cuando entraron tres hombres. Todos estaban demacrados y cansados; sin embargo, uno de los hombres sonreía.
—¿Y tú, por qué te quedas ahí plantado, sonriendo como un imbécil? —preguntó Dalia.
—Puede que le encuentres cierto valor a esto. Un bonito segundo premio —dijo el hombre cuando le tiró el estuche de mapas. Después aceptó un vaso de agua que le ofreció uno de sus compañeros—. Estuvimos a punto de no salir de allí. El policía de Honolulu que nos paró ya no va bailar el hula nunca más.
Dalia abrió el antiguo estuche. El olor era atroz; miró al buceador de la Coalición y otra vez a los objetos del interior. Después sacó poco a poco varios gráficos y mapas. También había notas manuscritas. Dalia estudió el mapa y abrió mucho los ojos.
—Me da la sensación de que acabas de triplicar la prima de todos los hombres de esta habitación. —Dalia sonrió al ver las palabras escritas en el mapa de África.
—¿Entonces es importante? —preguntó el hombre después de bajar el vaso de agua.
Los hombres miraron el relieve de colores y vieron las coordenadas escritas, colocadas allí por la mano de Franklin Van Valkenburg, capitán del USS Arizona. Durante las semanas en las que había estado en posesión de la placa con el mapa, el capitán había desentrañado sus secretos y no había tardado en calcular el lugar de descanso de la llave, lugar donde Dalia sabía que ella y sus hombres estarían en los días venideros.
La agente de Tomlinson cogió el móvil y marcó un único número. El hombre respondió al primer tono.
—William, tenemos la ubicación de la llave atlante.
Dalia colgó, cogió el arma y sonrió cuando pensó en el coronel Jack Collins. Sabía que con la placa con el mapa, aquel hombre iría a buscar la llave atlante. Mientras se daba golpecitos con el cañón en la mejilla embarrada, pensó en la bala que iba a meter en la cabeza del coronel.
—Esa es una muerte de la que me voy a encargar personalmente, y gratis.