YUNNAN

1

Había que actuar en seguida, o si no habría sido casi imposible guardar un secreto tan estricto. De modo que actuamos rápidamente.

Lo primero fue apostar piquetes en los alrededores del valle de Batang, en guardia permanente día y noche para detener a cualquier explorador yi que entrara a hurtadillas en la zona, o a cualquier espía yi que estuviera ya infiltrado y que escapara furtivamente con noticias de nuestros preparativos.

He visto rebaños de animales dirigiéndose de buena gana al matadero conducidos por un cabrón Judas, pero los bho no necesitaron siquiera que nadie los engatusara ni estimulara. Ukuruji se limitó a esbozar nuestro plan a los lamas que había expulsado del Pota-lá. Aquéllos santos varones, egoístas y sin corazón, estaban dispuestos a hacer lo que fuera para que el wang y su corte se marcharan del lamasarai y ellos pudieran volver a ocuparlo; y los bho harían todo lo que sus santos varones les dijeran. De modo que los lamas dieron órdenes al pueblo de Batang de obedecer todo cuanto los oficiales mongoles les mandaran y de ir a donde quisieran enviarlos, y no mostraron preocupación paternal alguna por sus seguidores potaístas ni sentimiento hacia sus compañeros, ni lealtad hacia su propio país, ni repugnancia a ayudar a sus jefes mongoles; no manifestaron siquiera remordimientos o escrúpulos. Y los estúpidos bho obedecieron.

Los guerreros de Bayan comenzaron inmediatamente por acorralar en la ciudad y en los alrededores a todo bho físicamente capacitado: hombres, mujeres, muchachos y niñas de tamaño suficiente; los equiparon con armas y armaduras mongolas de desecho, les dieron a montar caballos viejos y los formaron en columnas que completaron con animales de carga, carruajes para transportar las yurtu, la bandera de orlok de Bayan, las colas de yak de sus sardars, y otros colgantes y pendones apropiados. Aparte de los lamas, trapas y chabis, solamente se libraron los más viejos, los más jóvenes y los más frágiles, y algunos otros. Ukuruji hizo una amable excepción con las mujeres escogidas que había reservado para su disfrute y el de sus cortesanos, y yo también mandé a Ryang y a Odcho a sus casas, cada una con un collar de monedas que las ayudaría a proseguir su carrera de apareamiento con vistas al matrimonio.

Mientras tanto, Bayan mandó hacia el sur heraldos con banderas blancas de tregua que vociferaban por todas partes, en idioma yi, algo así: «¡Vuestro espía traidor en la capital de Kitai ha sido descubierto y aniquilado! ¡No os quedan ya esperanzas de resistir el asedio! Declaramos, pues, anexionada al kanato esta provincia de Yunnan. ¡Tenéis que arrojar las armas y dar la bienvenida a los conquistadores cuando lleguen! ¡El kan Kubilai ha hablado! ¡Temblad, hombres, y obedeced!». Por supuesto, no esperábamos que los yi temblaran ni que obedecieran. Simplemente confiábamos en que estos heraldos cabalgando arrogantemente por los valles los confundirían y entretendrían lo suficiente y no se darían cuenta de que otros hombres pasaban furtivamente por las cimas de las montañas: los ingenieros buscando los lugares estratégicos para esconder las bolas de latón, y ocultarse luego, cerca de ellas, preparados para encender la mecha a una señal mía.

Por si acaso los yi tenían vigías de excelente alcance visual apostados detrás de los piquetes mongoles que rodeaban Batang, el campamento entero se levantó, las tiendas yurtu se plegaron y todos los suministros, carruajes y animales que no acompañaban a la fingida invasión se escondieron en otro lugar. Los miles de mongoles, hombres y mujeres, se metieron en los edificios evacuados de la ciudad. Pero no se pusieron los raídos y sucios trajes civiles de los bho. Los mongoles, igual que yo, Ukuruji y sus cortesanos, siguieron vestidos con trajes de campaña, con armaduras y arreos, preparados para seguir a las columnas condenadas cuando nos enteráramos de que la trampa había surtido efecto.

En estas columnas de mongoles fingidos que servirían de señuelo fue preciso enviar algunos mongoles auténticos, pero Bayan sólo tuvo que pedir voluntarios y los consiguió. Aquéllos hombres sabían que se entregaban a un acto suicida, pero eran guerreros que habían vencido a la muerte tantas veces que creían firmemente que su largo servicio a las órdenes del orlok los había dotado de algún poder para vencerla siempre. Los pocos que sobrevivieran a esta última y peligrosa misión se alegrarían simplemente de que Bayan hubiera demostrado una vez más su indestructibilidad, y los muertos no se lo reprocharían. Así que un puñado de hombres se puso al frente del simulado ejército invasor tocando instrumentos musicales con los himnos mongoles de guerra y músicas de marcha (que los bho, por más buena voluntad que hubieran puesto, no hubieran sabido tocar) y con esa música marcaban a los miles que seguían detrás un ritmo alternado de medio galope, paso, medio galope. En la cola del ejército cabalgaba otra tropa de mongoles auténticos para evitar que las columnas se rezagaran y también para enviarnos correos cuando los yi —como nosotros esperábamos— comenzaran a congregarse para su asalto.

Los bho sabían muy bien que estaban pasando por mongoles, y sus lamas les habían ordenado hacerlo con entusiasmo —aunque dudo que los lamas les hubieran dicho que probablemente era la última cosa que harían en su vida— y participaron en el simulacro con gran animación. Cuando supieron que una banda de músicos militares los dirigiría, algunos preguntaron a Bayan y a Ukuruji:

—Señores, ¿tendremos que recitar y cantar como hacen los mongoles de verdad en las marchas? ¿Qué vamos a cantar? Sólo nos sabemos el «om mani pémé hum».

—Cualquier cosa menos eso —dijo el orlok—. Dejadme pensar.

—La capital de Yunnan se llama Yunnan Fu. Podéis caminar gritando: «Marchamos a tomar Yunnan Fu».

—¿Yunnan Pu? —preguntaron.

—No —dijo Ukuruji riendo—. Será mejor que no gritéis ni cantéis nada. —Entonces le explicó a Bayan—: Los bho no pueden pronunciar los sonidos y… y f. Vale más que no les hagamos vociferar nada, porque los yi podrían reconocer este defecto. —Se detuvo, asaltado por una nueva idea—. Sin embargo, podríamos ordenarles que hicieran otra cosa. Decid a los de delante que hagan pasar la columna siempre por la derecha de cada edificio sagrado, como las paredes de mani, o las pilas de piedra ch’horten, para que queden siempre a mano izquierda.

Los bho profirieron ante esto un débil gemido de protesta, pues era un insulto a los monumentos dedicados a Pota, pero sus lamas intervinieron rápidamente y les ordenaron obedecer, incluso se tomaron la molestia de pronunciar una hipócrita oración dándoles dispensa especial por insultar en esta ocasión al todopoderoso Pota.

Los preparativos sólo duraron pocos días, mientras los heraldos y los ingenieros seguían su avance, y las columnas cuando estuvieron finalmente formadas abandonaron la ciudad una bella mañana en que el sol brillaba radiantemente. Debo decir que a pesar de ser un ejército de pacotilla, producían un ruido y una imagen magníficos al salir de Batang. Delante dirigía la marcha la banda de mongoles con una música marcial extraña, que excitaba los ánimos. Los trompetas tocaban sus grandes instrumentos de cobre, las karachala, nombre que podría traducirse por «cuernos infernales». Los tambores llevaban enormes timbales de cobre y piel como ollas colgando a cada lado de la ensilladura, y hacían maravillosas piruetas agitando sus manos y cruzando y descruzando los brazos mientras marcaban el atronador redoble de la marcha. Los cimbalistas golpeaban inmensas placas de latón que irradiaban una ráfaga de luz solar con cada aturdidor sonido metálico. Los campanilleros golpeaban una especie de scampanio: tubos de metal de distintos tamaños dispuestos dentro de un marco en forma de lira. Entre los ruidos más altos y estrepitosos podía oírse la dulce música de cuerda de laúdes fabricados especialmente con mástiles cortos para tocar cabalgando.

La música continuó y fue disminuyendo gradualmente al fundirse con el sonido de los miles de cascos que repicaban detrás, y el pesado retumbar de las ruedas de los vagones, y el crujido y tintineo de armaduras y arneses. Por una vez en su vida, los bho no resultaban patéticos o despreciables, sino tan orgullosos, disciplinados y decididos como si realmente fueran a la guerra, y por iniciativa propia. Los jinetes cabalgaban rígidamente erguidos en sus sillas y miraban severamente hacia adelante, pero ejecutaron una muy respetable vista a la derecha cuando pasaron ante el orlok Bayan y sus sardars que presidían el desfile. Como observó el wang Ukuruji, aquellos hombres y mujeres de reclamo parecían genuinos guerreros mongoles. Los habían convencido incluso de que cabalgaran utilizando los estribos largos mongoles, que permitían a un arquero al galope levantarse para apuntar mejor con las flechas, en vez de los estribos cortos y estrechos que obligaban a elevar las rodillas, y que los bho, los drok, los han y los yi preferían.

Cuando hubo desaparecido río abajo la última fila de la última columna y su retaguardia de auténticos mongoles, los que quedamos sólo teníamos que esperar y mientras lo hacíamos, persuadir a los posibles vigías con vista de lince que nos espiaban desde fuera, que Batang era una ciudad bho normal y sucia, ocupada en sus asuntos normales y sucios. Durante el día nuestra gente recorría en tropel las zonas del mercado y al atardecer se reunían en los tejados, como si estuvieran rezando. No sé si realmente nos estaban espiando, pero en tal caso los yi situados al sur no pudieron descubrir nuestra estratagema pues todo funcionó exactamente como lo habíamos planeado, al menos hasta cierto punto.

Una semana después de la partida, uno de los mongoles de la retaguardia vino al galope para informar de que el ejército fingido había entrado ya en Yunnan y que seguía avanzando, y que al parecer los yi se habían creído la farsa. Dijo que los exploradores habían visto que los francotiradores, aislados y esparcidos por las montañas, y los grupos de avanzadilla comenzaban a reunirse y a descender por las laderas como riachuelos afluentes convergiendo hasta formar un río. Esperamos un poco más, y al cabo de varios días llegó otro jinete al galope para informarnos de que los yi estaban concentrando sus fuerzas inconfundiblemente en la parte posterior y en las dos retaguardias de nuestro ejército fingido; de hecho, el mensajero había tenido que dar una gran vuelta para rodear los grupos de yi y salir de Yunnan con esta información.

De modo que ahora comenzó a cabalgar el ejército auténtico, y aunque se movía con la mayor discreción posible, sin música de marcha, debió de ser un espectáculo realmente magnífico. Medio tuk entero surgió del fondo del valle de Batang como una fuerza elemental de la naturaleza en movimiento. Los cincuenta mil soldados se dividieron en tomanes de diez mil, conducidos cada uno por un sardar, y divididos a su vez en banderas de mil bajo los capitanes, y éstos en centurias bajo los jefes, y todos ellos cabalgaban en anchas filas de diez por diez en fondo; y cada cien soldados cabalgaban distanciados del grupo anterior para no asfixiarse con el polvo que levantaban los de delante. Digo que la partida debió de ser un espectáculo magnífico, porque no la vi desfilar delante mío. Yo cabalgaba muy en vanguardia, en compañía de Bayan, Ukuruji, y de algunos altos oficiales. El orlok tenía que ir, por supuesto, en primer lugar, y Ukuruji estaba en la vanguardia porque deseaba estarlo, y yo estaba allí porque Bayan me lo había ordenado. Me había dado un estandarte especial, inmenso, de brillante seda amarilla, que tenía que desplegar en el momento preciso como señal para la avalancha. Cualquier soldado hubiera podido dar la señal, pero Bayan insistió en que las bolas eran «mías», y su utilización corría bajo mi responsabilidad.

Cabalgamos a medio galope y nos situamos a muchos lis de distancia del tuk, siguiendo el río Jinsha y el ancho y pisoteado camino que había ido dejando como pista el ejército ficticio. Tras varios días de duras cabalgadas y de acampadas en plan espartano, el orlok dijo soltando un gruñido:

—Estamos cruzando en este punto la frontera con la provincia de Yunnan.

Algunos días después, nos interceptó un centinela mongol, uno de los hombres de la retaguardia del ejército enviado para esperarnos, nos sacó del camino del río y nos condujo hacia un lado de la línea de marcha rodeando una colina. Al otro lado, al caer la tarde, nos encontramos con ocho mongoles más de la retaguardia que habían montado allí un campamento sin encender fuego. El capitán de la guardia nos invitó respetuosamente a descabalgar y a compartir con ellos sus raciones frías de carne seca y bolas de tsampa.

—Pero primero de todo, orlok —dijo—, quizá deseéis escalar la cima de esta colina y echar una ojeada desde allí. Tendréis así una perspectiva de este valle del Jinsha, y creo que reconoceréis haber llegado en el momento oportuno.

El capitán nos abrió paso mientras Bayan, Ukuruji y yo escalábamos a pie. Subimos con bastante lentitud, pues estábamos entumecidos después de la larga cabalgada. Al llegar casi a la cima, nuestro guía nos hizo señales para que nos agacháramos y continuáramos a rastras, y finalmente asomamos la cabeza cautelosamente por encima del césped de la cresta. Pudimos ver que habían hecho bien en detenernos. Si hubiéramos seguido el camino del río y el rastro del ejército un par de horas más, habríamos llegado al otro lado de esta colina y hubiéramos entrado en el largo y estrecho valle que se abría ante nosotros ahora, en donde estaba acampado nuestro ejército de comparsas. Los bho, tal como se les había instruido, se comportaban más como una fuerza de ocupación que como verdaderos invasores. No habían montado las tiendas, pero aquella tarde habían acampado tan tranquilamente como si los yi les hubieran invitado personalmente a Yunnan y fueran allí bien acogidos: habían encendido muchos fuegos de campamento y antorchas que centelleaban por todo el valle crepuscular, y sólo habían apostado negligentemente unos cuantos guardianes alrededor del perímetro del campamento; además hacían mucho ruido y movimiento.

—Nos habríamos metido directamente en el campamento —dijo Ukuruji.

—No, mi wang, esto no habría sucedido —dijo nuestro guía—. Y os sugiero respetuosamente que bajéis la voz. —El capitán se explicó, hablando él mismo en voz baja—: Los yi están en grandes cantidades escondidos en la parte inferior de esta colina, y en las laderas del otro lado, de hecho están en todas partes entre nosotros y ese campamento, e incluso más allá. Si hubierais llegado directamente hasta su retaguardia os habrían atrapado. El enemigo está concentrado formando una gran herradura, alrededor de este extremo y a ambos lados del valle donde acampa el ejército de reclamo. No podéis ver a los yi porque, igual que nosotros, no han encendido fuegos y están escondidos en todos los lugares disponibles.

—¿Han hecho lo mismo cada noche que el ejército ha estado acampado? —preguntó Bayan.

—Sí, mi orlok, y su número ha aumentado día a día. Pero yo creo que el campamento de esta noche será el último que haga ese ejército fingido. Quizá esté equivocado. Pero según mis cálculos, hoy ha sido el primer día que el enemigo no ha aumentado el número de sus soldados. Creo que todos los guerreros de esta zona de Yunnan están ahora congregados en el valle: un cuerpo de unos cincuenta mil hombres, aproximadamente igual al nuestro. Y si yo estuviera al mando de los yi, consideraría este estrecho desfiladero como el lugar perfecto para realizar un asalto decisivo sobre un invasor que parece singularmente despreocupado. Ya he dicho que puedo estar equivocado. Pero mi instinto me dice que los yi atacarán mañana al amanecer.

—Un buen informe, capitán Toba. —Creo que Bayan sabía de memoria el nombre de todos los hombres de su medio tuk—. Y yo me inclino a compartir vuestra intuición. ¿Qué hay de los ingenieros? ¿Tenéis alguna idea de su situación?

—Por desgracia no, mi orlok. Resultaría imposible comunicarse con ellos sin revelar su paradero al enemigo. Yo supongo y confío que habrán seguido el mismo ritmo que nosotros por las crestas de las montañas, colocando y preparando cada día de nuevo sus armas secretas.

—Confiemos en que al menos lo hayan hecho hoy —dijo Bayan.

Levantó un poco la cabeza para poder estudiar una por una las montañas del valle. Y yo hice lo mismo. Si el orlok insistía en considerarme responsable de las armas secretas, me interesaba que las cosas salieran como yo esperaba. De ser así, iban a morir unos cincuenta mil bho y aproximadamente el mismo número de yi. Francamente era una responsabilidad considerable para un no combatiente, y para un cristiano. Pero eso significaría que iba a ganar la guerra el bando que yo había elegido, y la victoria demostraría que Dios estaba también de nuestro bando, y aquello calmaría cualquier escrúpulo cristiano que pudiera sentir ante esa enorme matanza. Si las bolas de latón no funcionaban como estaba garantizado, los bho morirían igualmente, pero los yi no. La guerra tendría que continuar y eso podría causarme ciertos remordimientos: haber matado inútilmente a tanta gente, aunque se tratara de bhos.

Pero debo confesar que lo que más me preocupaba era satisfacer mi curiosidad. Quería ver si las bolas de huoyao funcionaban, y si lo hacían bien. Realmente, me decía a mí mismo, en aquellas montañas podía localizar una docena de puntos estratégicos donde yo habría colocado las cargas si me hubiera tocado hacerlo. Eran afloramientos de roca pelada, como castillos de cruzados asomando sus torres entre altos bosques, y mostraban grietas y hendeduras entrecruzadas debidas al tiempo y a la acción del clima, que si de repente se resquebrajaran aún más pondrían en movimiento grandes bloques de piedra que al caer arrastrarían otros fragmentos de la montaña.

Bayan dio un gruñido de mando y nos deslizamos ladera abajo por donde habíamos venido. Al llegar al pie de la montaña dio órdenes a los hombres que esperaban:

—El ejército auténtico debe de estar a unos cuarenta o cincuenta lis detrás nuestro, a punto de detenerse para pasar la noche. Seis de vosotros partiréis ahora mismo a caballo hacia allí. Cada diez lis uno de vosotros se quedará a un lado del camino y esperará hasta mañana para que su caballo esté fresco. El sexto jinete deberá llegar allí antes de que amanezca. Decid a los sardars que no comiencen la marcha todavía. Decidles que se queden donde están, para que desde aquí no se vea el polvo de la marcha, y echen a perder todos nuestros planes. Si mañana todo sale como hemos previsto, el capitán Toba partirá al galope hasta alcanzar el primer relevo y os iréis pasando mi mensaje hasta llegar al tuk. En mi mensaje ordenaré a los sardars que vengan con todo el ejército a galope tendido para acabar con los restos del enemigo que hayan quedado vivos en este valle. Si las cosas van mal aquí, bueno… enviaré al capitán Toba con órdenes distintas. Ahora, ¡poneos en marcha!

Los seis hombres partieron llevando sus caballos por las riendas hasta un lugar donde pudieran montar sin que el enemigo los oyera. Bayan se dirigió entonces a nosotros:

—Comamos algo y durmamos un poco. Deberemos vigilar desde la cima de la colina antes del amanecer.

2

Y allí nos quedamos: el orlok Bayan y sus oficiales acompañantes, el wang Ukuruji, yo mismo, el capitán Toba y sus dos soldados restantes. Cada uno de ellos llevaba una espada, un arco y un carcaj de flechas, y Bayan, listo para el combate, no para el desfile, iba sin sus dientes. Yo, como tenía que manejar el aparatoso estandarte, no llevaba más armas que mi cuchillo al cinto. Nos tumbamos en la hierba y miramos cómo se iba haciendo visible lentamente la escena que teníamos delante. Tendrían que pasar aún muchas horas hasta que el sol apareciera sobre la cima de las montañas, pero el sol al salir iluminó el cielo azul, limpio de nubes, con una luz que fue reflejándose poco a poco en la oscura hondonada del valle, absorbiendo la niebla que subía del río. Al principio ése fue el único movimiento que pudimos ver, una luminiscencia lechosa flotando sobre el negro. Pero después el valle cobró forma y color: azul neblinoso en los perfiles de la montaña, verde oscuro en los bosques, verde más pálido en la hierba y en la maleza de los claros, plateado reluciente en el río a medida que la niebla opaca se evaporaba. Con la forma y el color surgió también el movimiento: la manada de caballos comenzó a desperezarse y a moverse lentamente de un lado a otro, y pudimos oír algún distante relincho ocasional. Después, las mujeres del bok comenzaron a salir de sus mantas y a trajinar de aquí para allá, avivando los fuegos cubiertos durante la noche y poniendo agua a calentar para preparar cha —oíamos el lejano sonido metálico de las cazuelas— antes de despertar a los hombres.

Por entonces los yi ya habían observado repetidas veces el despertar del campamento, y conocían bien su rutina. Así que eligieron este momento para el asalto: había suficiente luz para distinguir su objetivo con claridad, pero sólo estaban levantadas las mujeres, y los hombres dormían aún. No sé cómo dieron los yi la señal para el ataque: no vi ondear ningún estandarte, ni oí sonar ninguna trompeta. Pero los guerreros yi se pusieron en movimiento todos en el mismo instante y todos juntos, con una precisión admirable. En ese momento, nosotros, los observadores, estábamos contemplando el bok situado en el valle al fondo de una ladera vacía, como si estuviéramos en lo alto de un anfiteatro vacío, mirando por encima de las gradas sin público un cuadro teatral en un lejano escenario. Al momento siguiente, nuestra panorámica quedó interrumpida, pues la ladera ya no estaba vacía: era como si de todas las gradas del anfiteatro hubiera brotado mágica y silenciosamente un público multitudinario, fila tras fila. Más abajo en la colina surgió de entre la hierba, la maleza y los arbustos una vegetación más alta y erguida: eran hombres con armaduras de cuero, cada uno con un arco tensado y con la flecha ya apuntando en la cuerda. Todo sucedió tan bruscamente que me pareció que algunos de ellos habían surgido justamente delante de mis narices; imaginaba que podía oler a los seis o siete que tenía más cerca; y creo que no fui el único de los que estábamos escondidos que reprimió un impulso para incorporarse también de un salto. Pero me limité a abrir más los ojos y a mover la cabeza para mirar a todos lados y ver a aquella audiencia amenazadora hacerse visible repentinamente en todo el anfiteatro del valle, levantándose por miles dispuestos en filas e hileras en forma de herradura. Los que estaban más cerca de mí parecían de tamaño natural, los que estaban más abajo parecían muñecos, y los que estaban en las laderas más lejanas del valle insectos; y todas aquellas filas iban emplumadas, orladas y perfiladas con flechas dirigidas a un punto central que era el cuadro escénico del campamento.

Todo eso había ocurrido casi en silencio, y mucho más de prisa de lo que se tarda en contarlo. Lo que sucedió acto seguido, el primer sonido que profirieron los yi, no fue un concertante y ululante grito de batalla, como habría hecho un ejército mongol. El sonido no era otra cosa que el misterioso, sigiloso y ligeramente silbeante ruido de todas las flechas lanzadas a la vez, millares de ellas produciendo juntas una especie de rugido aleteante, como un viento que susurrara a través del valle, pero fragmentado y duplicado, creando un ruido solapado, una especie de pss, pss, pss, pss, cada vez que los yi sacaban, con gran rapidez pero ya no simultáneamente, nuevas flechas de sus carcasas —mientras la primera aún estaba volando—, las tensaban y las soltaban, y al mismo tiempo corrían por la abrupta pendiente hacia el bok. Las flechas se elevaban hacia el cielo y oscurecían brevemente su azul, porque su tamaño iba disminuyendo y pasaba de palitos distinguibles a ramitas a astillas a mondadientes a pelillos, y luego se arqueaban perezosamente para convertirse en una tenue y sombreada neblina que lloviznaba sobre el campamento, y que no parecía más terrible que un tamborileo gris de lluvia matutina. Nosotros, los observadores, que estábamos situados detrás de los arqueros y cerca de ellos, habíamos visto y oído aquel primer movimiento del ataque. Pero sus blancos, las mujeres y caballos que ya se habían levantado y los hombres que aún dormían en el bok, probablemente no notaron nada hasta que millares de flechas empezaron a llover entre ellos, a su alrededor y encima de ellos mismos. En aquel punto de su vuelo ya no se trataba de una simple neblina o pelusilla, sino de flechas de punta afilada, pesadas y que se movían con rapidez en su larga caída; y seguro que muchas cayeron sobre la carne y llegaron al hueso.

Y ya entonces las filas de yi más cercanas al campamento estaban entrando en sus márgenes sin proferir aún gritos de alerta, indiferentes a las flechas de sus propios compañeros que continuaban cayendo, y sus espadas y lanzas empezaron a brillar, a clavarse y a cortar. Desde donde nosotros estábamos, continuamente veíamos brotar de nuestra ladera y de todos los rincones de la montaña más y más guerreros yi, como si la vegetación del valle floreciera incesantemente dando una y otra vez flores oscuras que eran los arqueros levantados y luego se desprendiera de ellas y las dejara caer ladera abajo hacia el bok, para dar a continuación nuevas flores. Ahora también se oía ruido, más fuerte que el sonido del viento y lluvia producido por las flechas: eran los gritos de alarma, indignación, miedo y dolor de la gente del campamento. Cuando ese ruido comenzó, ya no fue preciso aprovecharse de la sorpresa, y los yi empezaron a lanzar gritos de batalla mientras corrían y convergían sobre su objetivo, permitiéndose ahora, al final, los alaridos que estimulan el valor y la ferocidad de un guerrero y aterrorizan al enemigo, o al menos esto es lo que él espera.

Cuando abajo en el valle todo era griterío y confusión, Bayan dijo:

—Creo que ahora es el momento, Marco Polo. Todos los yi están corriendo hacia el bok, ya no salen más y no veo que hayan mantenido reservas fuera de la zona de combate.

—¿Ahora? —dije yo—. ¿Estáis seguro, orlok? Se me va a ver mucho aquí de pie agitando una bandera. Los yi pueden sospechar algo y detenerse, suponiendo que no me abatan inmediatamente con una flecha.

—No temáis —dijo—. Ningún guerrero cuando avanza mira hacia atrás. Levantaos aquí.

Así que me puse de pie gateando, esperando sentir en cualquier momento una resonante punzada en mi coraza de cuero; y apresuradamente desplegué la seda de mi lanza. Como no sentí ningún golpe, agarré la lanza con ambas manos, alcé el estandarte lo más alto que pude y comencé a ondearlo de izquierda a derecha y en sentido contrario; el amarillo brillaba radiante con la luz matutina y la seda chasqueaba alegremente. No podía limitarme a ondearla una o dos veces y luego tirarme al suelo de nuevo, dando por supuesto que ya la habían visto desde lejos. Tenía que quedarme allí hasta saber que desde la distancia los ingenieros habían visto la señal y actuaban en consecuencia. Yo calculaba mentalmente:

«¿Cuánto tardarán aún? Sin duda están mirando ya hacia aquí. Sí probablemente saben que teníamos que llegar por aquí, por detrás del enemigo. O sea que los ingenieros desde sus escondites están mirando en esta dirección; están escudriñando este extremo del valle, esperando ver un punto amarillo en movimiento entre todo el verdor de la montaña. Hui! Alalá! Eviva! Ahora ven un diminuto estandarte ondeando en la distancia. Dejan corriendo sus puntos de observación y se vuelven a donde habían ocultado antes las bolas de latón. Para esto necesitarán unos momentos. ¡Muy bien! Ahora cogen las varitas encendidas de incienso y las soplan, suponiendo que se hayan preocupado de tenerlas a punto y encendidas. ¡Quizá no lo han hecho! Y ahora están todavía con el pedernal, el acero y la yesca… Esperemos unos momentos más, por si acaso; pero el estandarte empieza ya a pesarme. Bien, ahora ya tienen la yesca encendida y empiezan a quemar un montón de hojas secas o lo que sea. Ahora cada uno tiene una ramita o varita de incienso encendida y las llevan hacia las bolas de latón. Ahora prenden fuego a las mechas. Ahora las mechas comienzan a arder y a chisporrotear, y los ingenieros se levantan de un salto y se alejan a toda prisa hasta una distancia segura…».

Les deseé buena suerte y un refugio muy lejano y seguro, porque yo mismo me estaba sintiendo terriblemente expuesto, visible y vulnerable. Y me parecía que desde hacía una eternidad ostentaba mi bandera, mi bravata y mi persona, y que los yi tenían que estar ciegos para no haberme localizado. Ahora —¿cuánto tiempo había dicho el artificiero?— había que contar lentamente hasta diez después de encender las mechas. Yo conté diez lentos movimientos ondeantes de mi gran estandarte amarillo…

No pasó nada.

Caro Gèsu. Algo estaba fallando. ¿Podía ser que los ingenieros se hubieran confundido? Se me cansaban los brazos de agitar la bandera y comenzaba a sudar profusamente, aunque el sol estaba aún detrás de las montañas, y la mañana no se había calentado todavía. ¿Podía ser que los ingenieros esperaran ver mi señal para colocar las bolas? ¿Por qué había confiado esta empresa, y ahora mi propia vida, a una docena de lerdos oficiales mongoles? ¿Tenía que quedarme allí agitando cada vez más débilmente la bandera durante una o dos eternidades más, mientras los ingenieros hacían con toda calma lo que tenían que haber hecho ya? ¿Y cuánto tiempo iba a pasar antes de que comenzaran lánguidamente a registrar los bolsillos de su cinturón en busca de pedernal y acero? Y durante todo ese tiempo… ¿tendría que estarme yo allí, azotando aquella bandera amarilla, extremadamente provocativa? Bayan quizá estaba convencido de que ningún guerrero mira nunca hacia atrás voluntariamente, pero bastaba con que alguno de aquellos yi tropezara y cayera o le golpearan y le tiraran al suelo para que volviera la cabeza en esta dirección. Difícilmente podría dejar de ver entonces un espectáculo tan poco corriente en un campo de batalla como el que yo ofrecía. Gritaría a sus compañeros guerreros, y éstos vendrían a toda velocidad hacia mí, arrojando flechas por el camino…

El paisaje verde comenzaba a enturbiarse por el sudor que me corría por los ojos, pero vi un breve parpadeo amarillo en el extremo de mi visión. Maledetto! El estandarte estaba bajando demasiado tenía que mantenerlo más alto. Pero luego, donde había visto el parpadeo amarillo se dibujaba ahora una humareda azul sobre el verde. Oí un coreado hui! procedente de mis compañeros que aún estaban tumbados en la hierba, y luego se pusieron de un salto junto a mí gritando Hui! una y otra vez. Yo dejé caer la bandera y su palo, y me quedé de pie jadeando, sudando y mirando las ráfagas amarillas y las humaredas azules de las bolas de huoyao que hacían lo que les tocaba hacer.

Todo el centro del valle en donde ahora los yi y los bho disfrazados de mongoles se entremezclaban íntimamente, estaba cubierto por la nube de polvo que levantaba su feroz confusión. Pero los destellos y humaredas quedaban por encima de esa bóveda de polvo, sin que los oscureciera. Estaban en donde yo los habría puesto, chispeando y echando humo de aquellas grietas que se abrían en las afloraciones rocosas parecidas a castillos. No se encendieron todos a la vez, sino que iban estallando solos y por parejas, sucediéndose de lo alto de una montaña a otra. Me alegró que los ingenieros los hubieran colocado donde yo lo habría hecho, y me alegró contar hasta doce igniciones; cada una de las bolas había actuado como estaba previsto, pero me decepcionó su aparente insignificancia. Eran diminutas ráfagas de fuego que se extinguían en seguida y que sólo dejaban leves penachos de humo azul. El sonido que produjeron llegó mucho más tarde, y aunque fue lo bastante alto para oírse por encima del clamor de gritos y refriegas que tenían lugar en el valle, no era el mismo bramido atronador que había oído cuando se derrumbó mi habitación en palacio. Estos ruidos de encendido eran sólo secos palmetazos —como los que hubiera producido uno de aquellos guerreros yi al golpear con la hoja de su espada el flanco de un caballo—, uno o dos palmetazos, y luego varios juntos en una crepitación sostenida, y al final unos cuantos separados de nuevo.

Y después no pasó nada más, excepto que la furiosa pero fútil batalla continuaba como antes abajo en el valle, en donde ninguno de los combatientes parecían haberse dado cuenta de nuestra actuación en las alturas. El orlok se dio la vuelta y me dirigió una mirada fulminante. Yo le miré arqueando las cejas en un gesto de perplejidad. Pero de pronto todos los demás comenzaron a murmurar hui! en tono maravillado, y todos señalaban con el dedo, y la mayoría en direcciones distintas. Bayan y yo miramos primero hacia donde indicaba uno, luego hacia donde señalaba el otro, y después el otro. Allí, en lo alto, la grieta resquebrajada de una roca en forma de muro se estaba ensanchando perceptiblemente. Por allá, en lo alto, dos grandes losas de roca unidas hasta entonces se estaban separando poco a poco. Más allá, en lo alto, un pináculo de roca como el torreón de un castillo se tambaleaba y se venía abajo, quebrándose al mismo tiempo en rocas separadas que se dispersaban, y todo eso lo hacían tan lentamente como si tuviera lugar bajo el agua.

Si realmente aquellas montañas nunca habían sufrido antes una avalancha, entonces, precisamente por no haberlo hecho nunca, quizá estaban preparadas y a punto. Creo que hubiéramos cumplido nuestro objetivo con sólo tres o cuatro bolas de latón alojadas cada lado del valle: habíamos colocado seis a cada lado y todas habían cumplido su cometido. Y aunque el comienzo de la actuación fuera insignificante, la conclusión fue espectacular. Quizá lo describa mejor así: imaginemos que aquellos altos peñascos fueran unas cuantas protuberancias expuestas en los espinazos de las montañas, y supongamos que nuestras cargas fueron martillazos que quebraron los huesos. A medida que los espinazos se desmoronaban, su cubierta de tierra empezaba a pelarse en uno y otro lugar, como el pellejo de un animal que se desuella a trozos. Y a medida que el pellejo se arrugaba y se plegaba, los bosques empezaban a desprenderse de él, como la piel de un camello en verano, que pierde su pelo desagradablemente a mechones y a retazos.

En cuanto se produjo el primer desprendimiento de roca, nosotros, los observadores, pudimos sentir cómo temblaba la colina a nuestros pies, a pesar de que estábamos a muchos lis de distancia de la avalancha más próxima. El suelo del valle seguramente también se estremecía en ese momento, pero los dos ejércitos enfrascados en la batalla aún no se habían dado cuenta: o si notaban algo no hay duda de que cada hombre y cada mujer creyó que sólo se trataba de su propio temblor de temor y rabia. Recuerdo que yo pensaba: «Así es como nosotros, mortales, ignoraremos a los primeros temblores de Armagedón, proseguiremos nuestras pequeñas luchas triviales, miserables y rencorosas cuando ya Dios esté desencadenando la inimaginable devastación que acabará con el mundo y con todo».

Pero ahí mismo la devastación se ensañaba con un buen pedazo del mundo. Las rocas que se precipitaban arrastraban tras de sí otras, y al rodar y deslizarse, escarbaban grandes franjas y zontes enteros de tierra y luego, rocas y tierra juntas arrasaban la vegetación de las laderas; los árboles se venían abajo, chocaban entre sí, amontonándose, sobreponiéndose y astillándose, y luego la superficie de cada montaña y todo lo que crecía en ella o lo que había dentro —peñascos, rocas, piedras, terrones, tierra suelta, fragmentos de turba aplastada del tamaño de un prado, árboles, arbustos, flores, incluso probablemente las criaturas del bosque cogidas de imprevisto—, todo se vino abajo, hacia el interior del valle, en una docena o más de avalanchas separadas, y el ruido que produjeron, retrasado hasta ahora por la distancia, finalmente comenzó a bombardear nuestros oídos. Fue un murmullo que creció hasta convertirse en un gruñido, que siguió creciendo hasta convertirse en un rugido, y luego en un estruendo; pero un estruendo como aquél yo no lo había oído nunca, ni siquiera en las inestables altitudes del Pai-Mir, en donde los ruidos solían ser altos, pero nunca duraban más de varios minutos. Éste estruendo continuó aumentando de volumen, creó ecos, reunió y absorbió los ecos y rugió aún con más fuerza, como si nunca fuera a alcanzar su volumen máximo. Ahora la colina en donde estábamos nosotros comenzó a temblar como un flan; el ruido hubiera bastado para sacudirla, casi no podíamos mantenernos en pie, y todos los árboles cercanos crujían y dejaban caer montones de hojas; y de todas partes salían pájaros, chirriando y graznando, y el mismo aire que nos rodeaba parecía temblar.

El retumbo de las diversas avalanchas habría ahogado el ruido de la batalla en el valle, pero habían cesado ya el griterío, los clamores guerreros y el tintineo de las hojas de las espadas al chocar. Aquéllos desgraciados finalmente se habían dado cuenta de lo que estaba sucediendo, al igual que las manadas de caballos del campamento; y personas y caballos huían corriendo de un lado a otro. Yo mismo me sentía en un estado de cierta agitación, y por eso no pude discernir demasiado bien lo que hacía la gente individualmente. Veía a miles de personas y caballos corriendo, como una multitud tremenda y desordenada, como una masa indistinta, igual que las masas borrosas de paisaje que se despeñaban por las montañas circundantes. Por el modo en que se movían podía haber pensado que el suelo del valle entero se inclinaba hacia adelante y hacia atrás, echando a las personas de un lado para otro. Excepto los que ya habían caído en el combate, que estaban tumbados e inmóviles o moviéndose sólo débilmente, las personas y caballos parecieron vislumbrar primero, y todos al mismo tiempo, la destrucción que se les venía encima desde las laderas occidentales, y todos ellos corrieron como un solo bloque alejándose de allí para descubrir entonces la otra calamidad que se precipitaba sobre ellos en picado por las laderas orientales, y todos en bloque se lanzaron hacia atrás de nuevo en dirección al centro del valle, excepto unos cuantos que saltaron al río como si estuvieran huyendo de un incendio forestal, y pudieran encontrar la salvación en el frescor del agua. Pude ver por lo menos que dos o tres docenas de personas corrían directamente desde el centro del valle hacia nosotros, y probablemente otros se dispersaron en dirección contraria. Pero las avalanchas avanzaban más de prisa que cualquier simple humano.

Y llegaron abajo. Los borrones de marrón y verde en rápido descenso contenían bosques enteros con árboles de gran tamaño e innumerables pedruscos, grandes como casas; sin embargo, desde donde yo estaba parecían cascadas de gachas de tsampa sucias, arenosas y aterronadas, vertidas por los lados de una gigantesca sopera para llenar su fondo, y las altas nubes de polvo que levantaban por el camino parecían el vapor que salía de esas gachas de tsampa. Cuando las diferentes avalanchas llegaron a las faldas inferiores de las montañas, se fundieron en cada lado formando dos terribles avalanchas que entraron rugiendo en el valle, una desde el este y otra desde el oeste, para encontrarse en el centro. El roce con el suelo plano del valle debió de frenar algo su marcha, pero no lo suficiente para que yo pudiera captarlo, y cuando se unieron, la cara frontal de cada catarata aún era tan alta como una pared de tres pisos. Y cuando esto sucedió me acordé de una ocasión en que vi a dos grandes carneros de montaña, en la época de celo, galopar uno hacia el otro, y entrechocar sus grandes cabezas y cuernos, con una sacudida que me hizo temblar los dientes.

Yo esperaba oír un retumbar que me hiciera temblar los dientes cuando las dos monstruosas avalanchas se encontraran de frente, pero el estrépito general al llegar a su punto culminante produjo un ruido parecido a un beso de potencia cósmica. El río Jinsha a su paso por este valle corría por su margen oriental. De modo que la avalancha que bajaba por el este empujó el agua de un largo tramo de este río mientras lo recorría a toda velocidad, y al proseguir su avance debió de mezclar esta agua con los materiales que ella arrastraba, convirtiendo su parte frontal en un muro de lodo pegajoso. Cuando las dos masas desbocadas se encontraron, produjeron un ruidoso, chasqueante y húmedo ¡slurp!, como si las avalanchas quedaran cimentadas allí para ser a partir de entonces el nuevo y más elevado fondo del valle. Y en el instante de su colisión, el sol comenzó a asomar por detrás de las montañas de oriente; pero el cielo estaba cubierto con una capa tan espesa de polvo que su disco se veía descolorido. El sol apareció tan repentinamente, con un color tan metálico y con un contorno tan impreciso como si se tratara de un címbalo lanzado a lo alto para festejar el final de toda la conmoción en el valle. Y mientras la estela de escombros continuaba descendiendo precipitadamente desde las alturas por las faldas de las montañas, el ruido comenzó a debilitarse, no de golpe, sino con el fragor desentonado, oscilante y desvaneciente propio de un címbalo cuando su resonancia se detiene hasta quedar en silencio.

En el repentino silencio —que no era un silencio absoluto, pues de las alturas todavía continuaban cayendo y despeñándose ruidosamente muchos pedruscos, y aún crujían y resbalaban algunos árboles, y todavía se deslizaban cuesta abajo pedazos de turba, y otros objetos inidentificables seguían precipitándose en la lejanía— las primeras palabras que oí fueron del orlok:

—Partid, capitán Toba. Id a buscar a nuestro ejército.

El capitán se marchó por donde nosotros habíamos llegado. Bayan se sacó parsimoniosamente de un bolsillo el reluciente y voluminoso aparato de porcelana y oro que eran sus dientes, se lo metió en la boca, y lo hizo rechinar varias veces hasta encajar sus mandíbulas en el aparato. Ahora parecía un verdadero orlok, preparado para su desfile triunfal, y comenzó a bajar resueltamente por la colina en la dirección que teníamos delante. Cuando su figura empezó a difuminarse tras la nube de polvo, el resto de nosotros le seguimos. Yo no sabía por qué hacíamos aquello, si no era para recrearnos jactanciosamente en la totalidad de nuestra insólita victoria. Pero no había nada que ver, o quizá realmente no quedaba nada en aquel denso y sofocante paño mortuorio. Cuando tan sólo habíamos llegado al pie de la colina, ya había perdido de vista a mis compañeros y sólo oía la voz apagada de Bayan, en algún lugar a mi derecha diciéndole a alguien:

—Las tropas se llevarán una decepción cuando lleguen. No podrán recoger ningún botín del campo de batalla.

La enorme nube de polvo que desencadenó la avalancha cuando las dos masas chocaron, había oscurecido totalmente nuestra visión del valle y su devastación definitiva. O sea que no puedo decir que presenciara realmente la aniquilación de un centenar de miles de personas. Ni tampoco, entre todo aquel ruido, había oído sus últimos gritos desesperados, ni la rotura de sus miembros. Pero ahora habían desaparecido junto con todos los caballos, armas, pertenencias personales y demás arreos. El valle había adquirido una nueva superficie, y las personas se habían borrado del mapa como si no hubieran sido más grandes ni más valiosas que las rastreras hormigas o cucarachas que habitaban el antiguo suelo.

Recordé los huesos y cráneos blanqueados que había visto tirados por el Pai-Mir, los restos de manadas de animales y de caravanas que habían topado con otras avalanchas. Allí ni siquiera quedarían aquellos rastros. Si alguno de los bho de Batang a los que habíamos dispensado de la marcha —las pequeñas Odcho y Ryang por ejemplo— viajaban hasta allí para visitar el lugar en el que fue vista por última vez la población de su ciudad, nunca encontrarían el cráneo de su padre o de su hermano para labrar en él un recuerdo sentimental, como un tazón para beber o un tambor festivo. Quizá en un siglo lejano algún campesino yi labrando aquel valle desenterrara con sus arados el fragmento de uno de los cadáveres sepultados a menor profundidad. Pero hasta entonces…

Se me ocurrió que de todos los hombres y mujeres que habían corrido tan frenéticamente de un lado a otro, y de los que se habían arrojado patéticamente al río, y de los que yacían ya heridos, inconscientes o muertos, los únicos afortunados habían sido los insensibles. Los demás habían tenido que soportar, al menos en un terrible momento final, la certeza de que iban a ser aplastados como insectos, o aún peor, enterrados vivos. Quizá algunos de ellos no habían quedado triturados, sino que estaban todavía conscientes, atrapados bajo el suelo entre oscuros, estrechos, pequeños y retorcidos surcos, túneles y bolsitas de aire que persistirían hasta que el enorme peso de tierra, rocas y escombros terminara de moverse y se asentara en su nueva posición.

El valle tardaría aún bastante en acomodarse a su nueva topografía. Me di cuenta de ello porque mientras avanzaba a tientas, tosiendo y estornudando en medio de la nube de polvo seco, me encontré con que estaba chapoteando en un agua fangosa que antes no estaba allí. El río Jinsha estaba escarbando y sondeando la barrera que había impedido tan bruscamente el paso de su corriente, y se veía obligado a extenderse por los lados, por encima de sus anteriores orillas. Sin duda, en mi pesado caminar por la oscuridad, había torcido hacia la izquierda, hacia el este. No quise seguir introduciéndome en las aguas que crecían, giré hacia la derecha mojándome las botas y resbalando en el barro reciente, y me dirigí al encuentro de los demás. De repente una forma humana surgió de las tinieblas delante de mí y yo le llamé en idioma mongol, cometiendo así un grave error.

Nunca tuve la oportunidad de investigar cómo había sobrevivido a la catástrofe, si fue uno de los que habían atravesado el valle a lo largo en vez de recorrerlo de arriba a abajo, o si la avalancha lo había levantado de modo simple e inexplicable en vez de aplastarlo. Seguramente no me lo hubiera podido decir, pues sin duda ni él mismo sabía cómo se había salvado. Parece que hasta en los peores desastres siempre hay al menos unos cuantos supervivientes —quizá también quedarán algunos después de Armagedón— y en aquella ocasión descubriríamos que de los cien mil casi un centenar habían quedado vivos. La mitad de éstos eran yi, y aproximadamente la mitad de los yi estaban aún en buen estado y podían andar; y al menos dos de ellos iban todavía armados, rebosantes de rabia y deseosos de inmediata venganza, y yo tuve la desgracia de encontrarme con uno de ellos.

Quizá había creído que era el único yi con vida, y seguramente le había sorprendido encontrarse con otra forma humana en medio de la nube de polvo, pero al hablarle yo en mongol le di ventaja. Yo no sabía qué era, pero instantáneamente supe que se trataba de un enemigo, uno de los enemigos que acababa de perder a su ejército, a sus compañeros de armas, probablemente a sus amigos íntimos, y quizá incluso a sus hermanos. Con la respuesta instintiva de una avispa irritada, me asestó una estocada. De no haber sido por el fango reciente sobre el que nos sosteníamos, hubiera muerto en aquel instante. No pude esquivar conscientemente el repentino golpe, pero mi involuntario retroceso me hizo resbalar en el barro, y caí al suelo en el momento en que su espada pasaba silbando por donde yo acababa de estar.

Aún no sabía quién o qué me había atacado —algo cruzó por mi mente: «Espérame cuando menos me esperes»—, pero evidentemente se trataba de un ataque. Rodé hacia atrás apartándome de sus pies y agarré la única arma que llevaba, mi cuchillo de cinto, e intenté levantarme, pero sólo conseguí sostenerme sobre una rodilla antes de que él volviera a embestir. Ambos éramos tan sólo figuras indistintas en la nube de polvo, y su posición era tan resbaladiza como la mía, de modo que tampoco me acertó con su segundo golpe. Ése revés le acercó tanto a mí que pude saltar contra él con la punta de mi cuchillo, pero resbalé de nuevo en el fango y no le alcancé.

Tengo algo que decir sobre el combate cuerpo a cuerpo. Yo antes había visto en Kanbalik el imponente mapa del ministro de la Guerra con sus banderitas y sus colas de yak indicando la posición de los ejércitos. También otras veces había observado a los oficiales de alto rango urdiendo tácticas de batalla y siguiendo el desarrollo del combate frente a un tablero con piezas rectangulares de distintos tamaños y colores. Con estos ejercicios, las batallas parecían algo limpio y ordenado, y quizá incluso de resultados predecibles para un oficial remoto, o para un observador no participante. En Venecia, había visto cuadros y tapices representando famosas victorias de mi patria en tierra y en mar: aquí nuestra flota o caballería, allí la de ellos; los combatientes siempre estaban mirándose el uno al otro de frente, lanzando flechas o dirigiendo lanzas con precisión y seguridad, e incluso con una tranquila mirada de ecuanimidad. Quien contemplara uno de estos cuadros pensaría que una batalla era algo tan ordenado, elegante y metódico como un Juego de Cuadrados, o de Shahi, jugado sobre un tablero plano en una sala confortable y bien iluminada.

No creo que ninguna batalla haya sido nunca así, y sé que el combate cuerpo a cuerpo no lo es. Es una turbulenta, sucia y desesperada confusión, generalmente sobre un terreno accidentado y con un tiempo infame, un hombre contra otro, ambos olvidando a causa de la rabia y el terror todo cuanto les habían enseñado sobre cómo luchar. Supongo que todos los hombres han aprendido las reglas de la esgrima y el manejo del cuchillo: haz esto y aquello para parar el golpe del adversario, muévete de este modo para cogerle desprevenido, ejecuta estas fintas para dejar al descubierto los puntos flacos de su defensa y los resquicios de su armadura. Quizá estas reglas son válidas cuando dos maestros luchan mano a mano en una gara di scherma, o cuando dos duelistas se enfrentaban educadamente en una amable pradera. Pero la cosa cambia mucho cuando uno está luchando a brazo partido con su adversario en un charco fangoso envuelto en una densa nube, cuando ambos van sucios y sudorosos, cuando tienen los ojos tan llenos de polvo y tan llorosos que apenas pueden ver.

No intentaré describir nuestra lucha paso a paso. No recuerdo la secuencia. Lo único que sé es que fueron unos momentos llenos de gruñidos, jadeos, revolcones, unos momentos de debatirse desesperadamente que parecieron muy largos; y mientras yo procuraba acercarme a él para hincarle el cuchillo, él intentaba mantenerse a la distancia necesaria para golpearme con su espada. Ambos llevábamos armadura de cuero cubriéndonos todo el cuerpo, pero eran distintas, de modo que cada uno tenía una ventaja determinada sobre el otro. Mi coraza era de cuero flexible, lo cual me permitía moverme libremente y esquivarle bien. La suya era de un cuirbouilli tan rígido que formaba a su alrededor una especie de tonel y le impedía moverse con agilidad, pero resultaba una eficaz barrera contra mi cuchillo corto de hoja ancha. Cuando al final, más por casualidad que por habilidad, le golpeé en el pecho clavándole la hoja de mi cuchillo, me di cuenta de que había penetrado la coraza y se había quedado allí clavada, pero que sólo podía haberle pinchado ligeramente el tórax. Así que en aquel momento me tuvo a su merced, con mi cuchillo atrapado en su cuero y yo agarrando todavía el mango, mientras él podía manejar su espada libremente.

En ese momento se echó a reír burlona y triunfalmente antes de asestar el golpe, y ése fue su fallo. Mi cuchillo era el que me había regalado hacía tiempo una chica romm, cuyo nombre significaba hoja de cuchillo. Apreté el mango como ella me había indicado, y sentí las anchas cuchillas separarse con un chirrido, y supe que la tercera hoja, interior y más fina, se había disparado de entre las otras dos, porque a mi enemigo casi se le saltaron los ojos con una sorpresa de incredulidad. Soltó una boqueada ronca, y se le quedó la boca abierta; su mano echada hacia atrás dejó caer la espada, mientras él vomitaba sangre encima mío; luego se alejó de mí tambaleándose y cayó al suelo. Saqué de un tirón mi cuchillo de su cuerpo, lo limpié, lo volví a cerrar y me incorporé pensando: «Ya es el segundo hombre que mato en mi vida; eso sin contar a las gemelas de Kanbalik». ¿Debía atribuirme también el mérito de la entera victoria, y sumar en mi cuenta de víctimas cien mil cuatro personas? El kan Kubilai tendría que estar orgulloso de mí, porque yo solo había dejado libre un espacio amplio en la superpoblada tierra.

3

Cuando hube localizado a mis compañeros y me hube reunido con ellos, vi que también se habían encontrado con un enemigo vengador en la niebla, pero ellos no habían salido tan bien parados como yo. Estaban agrupados en torno a dos figuras extendidas en el suelo, y cuando yo me acerqué, Bayan se volvió rápidamente con la espada en la mano.

—¡Ah, Polo! —dijo tranquilizándose al reconocerme, aunque yo debía de estar empapado de sangre—. Parece que también os habéis encontrado con alguno, pero lo habéis despachado, ¿no? Buen muchacho. El de aquí estaba loco de furia. —Apuntó la hoja de su espada hacia una de las figuras yacentes, un guerrero yi, bastante destrozado, y sin duda alguna muerto—. Tuvimos que matarlo entre tres, no sin que antes tocara a uno de nosotros.

Señaló hacia la otra figura y yo exclamé:

—¡Qué tragedia! ¡Ukuruji herido!

El joven wang estaba tumbado con el rostro contorsionado por el dolor, agarrándose con las dos manos el cuello. Yo grité:

—¡Parece que se está estrangulando! —y me incliné para separarle las manos y examinar la herida de su garganta.

Pero cuando levanté las manos cerradas, su cabeza siguió el movimiento de las manos. Estaba completamente separada del cuerpo. Yo proferí un gruñido y retrocedí, luego me quedé levantado mirándole tristemente, y murmuré:

—¡Qué terrible! Ukuruji era una buena persona.

—Era un mongol —dijo uno de los oficiales—. Después de matar, morir es lo que mejor hacen los mongoles. No hay nada que lamentar.

—No —reconocí—. Él estaba impaciente por ayudar a conquistar Yunnan, y así lo hizo.

—Desgraciadamente no podrá gobernarla —dijo el orlok—. Pero lo último que vio fue nuestra total victoria. Y no es ése un mal momento para morir.

—Entonces, ¿consideráis que Yunnan está ya en nuestras manos? —pregunté.

—Bueno, habrá que luchar en otros valles más, y tomar ciudades y pueblos. No hemos aniquilado hasta el último enemigo, pero los yi se desmoralizarán con esta aplastante derrota, y ofrecerán una resistencia simbólica. Sí, puedo afirmar con seguridad que Yunnan está ya en nuestras manos. Esto significa que pronto estaremos aporreando la puerta trasera de los Song, y que el imperio entero caerá muy pronto. Ése es el mensaje que llevaréis a Kubilai a vuestro regreso.

—Hubiera preferido llevarle buenas noticias sin mezclarlas con las malas. Esto le ha costado un hijo.

—Kubilai tiene muchos otros hijos —dijo uno de los oficiales—. Puede que incluso os adopte a vos, ferenghi, después de lo que habéis hecho por él aquí. El polvo se está posando, mirad lo que habéis conseguido con vuestros ingeniosos aparatos de latón.

Todos dejamos de contemplar el cuerpo de Ukuruji y nos giramos para mirar abajo hacia el valle. El polvo finalmente se estaba separando del aire y se estaba depositando como una especie de mortaja, suave, blanda, envejecida y amarillenta sobre el paisaje atormentado y derruido. Las laderas de cada lado, que aquella misma mañana habían estado densamente arboladas, ahora sólo tenían árboles y vegetación en los márgenes de sus heridas abiertas: los grandes barrancos excavados y las gargantas de cruda tierra marrón y de roca recién arrancada. Las montañas, con el escaso follaje que quedaba, parecían matronas desnudas y violadas, que estuvieran apretando contra sus cuerpos los restos de sus vestidos. Abajo en el valle, algunas pocas personas vivas se abrían camino Por entre los últimos jirones de niebla de polvo a través del revoltijo de escombros, rocas, troncos de árboles y raíces arrancadas. Al parecer nos habían espiado, reunidos en ese extremo libre del valle, y decidieron que aquél era el lugar para reagruparse.

Continuaron subiendo lenta y fatigosamente el resto del día, solos y en pequeños grupos. La mayoría de ellos, como ya he dicho, eran bho y yi supervivientes de la devastación, que no tenían ni idea de cómo habían logrado sobrevivir; algunos estaban heridos o mutilados, pero otros habían quedado totalmente ilesos. La mayoría de los yi, incluso los que no estaban heridos, habían perdido del todo la voluntad de luchar, y se acercaban a nosotros con la resignación propia de los prisioneros de guerra. Algunos de ellos hubieran podido venir corriendo, echando espuma, y blandiendo el acero, como ya habían hecho dos de ellos, pero lo hacían custodiados por guerreros mongoles que los habían desarmado por el camino. Eran los mongoles voluntarios que habían acompañado al ejército de pacotilla como músicos y retaguardia. Estuvieron en los límites más lejanos del campamento, y conociendo de antemano nuestros planes, fueron quienes tuvieron más posibilidades de apartarse corriendo del camino de las avalanchas. Sólo eran unos veinte o cuarenta hombres, pero hacían mucho ruido, felicitándonos a vivas voces por el éxito de nuestra estratagema, y felicitándose a sí mismos por haber escapado de ella.

Pero quienes más felicitaciones merecían —y yo quise dar a cada uno de ellos un fraternal abrazo— eran los ingenieros mongoles. Fueron los últimos supervivientes que se unieron a nosotros, pues tuvieron que hacer todo el camino de bajada por las destruidas laderas de las montañas. Llegaron con un aire de orgullo justificado por lo que habían hecho, pero también bastante aturdidos, algunos porque habían estado cerca del lugar de la explosión cuando estallaron los artefactos pero otros al ver las extraordinarias consecuencias de las explosiones. Pero yo les dije a cada uno de ellos sinceramente:

—Seguro que yo mismo no las hubiera colocado mejor —y tomé nota de sus nombres para elogiarlos personalmente ante el gran kan.

Debo decir, sin embargo, que sólo recogí once nombres. Habían subido a las montañas doce hombres, y doce bolas habían hecho lo que esperábamos que hicieran, pero nunca supimos qué había pasado con el ingeniero que no regresó.

Cuando el capitán Toba volvió acompañando a la vanguardia del auténtico ejército mongol, era ya media noche, pero yo aún estaba despierto a esas horas y me alegré de verlos. Parte de la sangre que me había acartonado la ropa era mía, y aún seguía sangrando en algunos puntos, pues no había salido totalmente ileso de mi enfrentamiento privado con el yi. Aquél guerrero me había hecho algunos cortes en las manos y antebrazos que apenas noté en el momento, pero que ahora me dolían bastante. Lo primero que hicieron los soldados del ejército fue levantar una pequeña yurtu como enfermería, y Bayan ordenó que yo fuera el primer herido que atendieran los chamanes, es decir, los médicos-sacerdotes-hechiceros.

Me limpiaron las heridas, las untaron con bálsamos vegetales y las vendaron; y eso ya hubiera bastado. Pero luego tuvieron que buscar algún hechizo para adivinar si yo había recibido heridas internas invisibles. El jefe chamán levantó delante de mí un puñado de hierbas secas a las que llamó el chutgur o «demonio de las fiebres», y leyó en voz alta párrafos de un libro de conjuros, mientras todos los médicos subordinados hacían un ruido infernal con campanillas, tambores y trompas de cuerno de oveja. Luego el chamán jefe arrojó el hueso de una paletilla de oveja al brasero que ardía en el centro de la tienda y cuando se hubo chamuscado todo, lo retiró y lo observó de cerca para leer las grietas que el calor había abierto en él. Finalmente decidió que yo estaba interiormente intacto, lo cual se lo podía haber dicho yo mismo con mucho menos teatro, y me permitió abandonar el hospital.

La siguiente víctima que llevaron fue el wang Ukuruji para coserlo de nuevo y dejarlo presentable al día siguiente en su funeral.

Fuera del yurtu, la oscuridad de la noche había sido reemplazada en gran medida por la luz de enormes y numerosos fuegos de campamento. A su alrededor los soldados ejecutaban sus danzas de victoria, zapateando, brincando, dando porrazos, gritando «Ha!» y «Hui!» y regando generosamente a todos los espectadores con arki y kumi de las copas que sostenían mientras bailaban. En seguida estuvieron todos bastante borrachos.

Me encontré a Bayan y a un par de sardars recién llegados, todavía sobrios, que me esperaban para ofrecerme un regalo. Me contaron que mientras el ejército se dirigía hacia el sur desde Batang, su avanzada de exploradores había rastreado de modo rutinario cada ciudad, pueblo y edificio aislado para hacer salir a todos los sospechosos que pudieran ser soldados yi camuflados de civiles siguiendo a las filas mongoles como espías o causantes de daños materiales. Y al registrar un caravasar en un camino secundario, se encontraron a un hombre que no pudo dar satisfactoria cuenta de quién era. Me lo traían con la intención de ofrecerme un gran premio, pero no me pareció tal cosa. No era más que otro sucio y maloliente trapa bho con la cabeza rapada y la cara embadurnada con aquel mejunje marrón medicinal.

—No, no es un bho —dijo uno de los sardars—. Le hicimos una pregunta citando el nombre de la ciudad Yunnan Fu, para que tuviera que repetir en la respuesta el nombre, y dijo fu, no Yunnan Pu. Además, declara llamarse Gom-bo, pero llevaba dentro de su taparrabos este sello yin.

El sardar me alargó el sello de piedra, y yo lo examiné debidamente, pero para mí tanto podía decir Gom-bo como Marco Polo. Pregunté qué ponía.

—Bao —dijo el sardar—. Bao Neihe.

—¡Ah! El ministro de las Razas Menores. —Ahora que sabía quién era pude reconocerle a pesar del disfraz—. Recuerdo que en otra ocasión, ministro Bao, tuvisteis dificultad en hablar claro.

Se encogió simplemente de hombros y no contestó.

Yo dije al sardar:

—El kan Kubilai ordenó que si encontraba a este hombre, debía matarlo. ¿Querrá alguno de los presentes hacerlo por mí? Yo ya he matado bastante por hoy. Me guardaré este yin para presentarle al gran kan una prueba de que su orden fue obedecida. —El sardar saludó y comenzó a llevarse al prisionero—. Un momento —dije y me dirigí de nuevo a Bao—: Volviendo a lo de hablar: ¿tuvisteis alguna vez ocasión de susurrar las palabras «Espérame cuando menos me esperes»?

Él lo negó, como hubiera hecho probablemente en todo caso pero su expresión de auténtica sorpresa y de incomprensión me convencieron de que no había sido él quien me susurró aquello en el Pabellón del Eco. Muy bien, uno detrás de otro, y mi lista de sospechosos iba disminuyendo: la sirviente Buyantu, ahora ese ministro Bao…

Pero al día siguiente me encontré con que Bao aún estaba vivo. El bok entero se levantó tarde y a la mayoría les dolía la cabeza, pero todos se pusieron inmediatamente a preparar la sepultura de Ukuruji. Sólo los chamanes, que habían dejado a punto el objeto principal del funeral, parecían desentenderse de los preparativos. Estaban sentados aparte, formando un grupo con el ministro Bao entre ellos, y parecía que le estuvieran sirviendo solícitamente el desayuno. Fui a buscar al orlok Bayan y le pregunté enfadado por qué aún no habían ejecutado a Bao.

—Le están matando —respondió Bayan—, y de un modo especialmente horrible. Morirá cuando la tumba esté cavada.

Aún algo malhumorado pregunté:

—¿Qué tiene de horrible darle de comer hasta que muera?

—Los chamanes no le están dando de comer, Polo. Están dándole mercurio a cucharadas.

—¿Mercurio?

—El mercurio mata después de calambres terriblemente dolorosos, pero es también un embalsamador muy eficaz. Cuando esté muerto, se conservará; el color y la frescura de la vida permanecerán. Mirad el cadáver del wang, que los chamanes llenaron también de mercurio. Ukuruji parece tan saludable y sonrosado como un robusto bebé, y conservará este aspecto durante toda la eternidad.

—Si vos lo decís, orlok… Pero entonces ¿por qué conceder los mismos ritos funerarios al traidor Bao?

—Un wang debe ir a la tumba asistido por sirvientes para la otra vida. También mataremos y sepultaremos con él a todos los yi que se salvaron del desastre de ayer, y a un par de mujeres bho supervivientes, también para su disfrute en la otra vida. Quizá sean más guapas en la otra vida, nunca se sabe. Pero a Bao le concedemos especial atención. ¿Qué mejor sirviente podría llevarse Ukuruji a la muerte que un ex ministro del kanato?

Cuando los chamanes consideraron que la hora era propicia, los soldados marcharon alrededor del catafalco sobre el que yacía Ukuruji, algunos a pie y otros a caballo, con loable energía y precisión, y con abundante música marcial y lúgubres cantos; y los chamanes encendieron numerosos fuegos creando humos de colores y recitaron sus ridículos conjuros. Todas estas demostraciones presentaban un cariz bastante funerario, pero hubo algunos detalles de la ceremonia que tuvieron que explicármelos. Los soldados habían cavado una cueva en el suelo para Ukuruji, justamente en el borde de los escombros de la avalancha. Bayan me dijo que habían elegido aquel lugar porque pasaría desapercibido a los posibles ladrones de sepulturas.

—Al final levantaremos encima un adecuado y grandioso monumento. Pero mientras estamos ocupados en la guerra, algún yi podría deslizarse hasta este valle. Si no halla el lugar de descanso de Ukuruji, no podrá saquear sus bienes, mutilar el cadáver o profanar la tumba utilizándola como retrete.

El cuerpo de Ukuruji fue depositado reverencialmente en la sepultura, y a su alrededor se colocaron los cadáveres más recientes de los prisioneros yi acabados de degollar, y el de las dos desgraciadas hembras bho, y al lado de Ukuruji se colocó el cuerpo del ministro de Razas Menores. Bao se había contorsionado tanto en su agonía que los actos tuvieron que retrasarse un poco para que los chamanes pudieran enderezarlo decentemente después de romperle numerosos huesos. Luego el destacamento de soldados enterradores pusieron una rejilla entre los cuerpos y la entrada de la cueva, y comenzaron a fijar en ella arcos y flechas. Bayan me explicó:

—Es un invento del orfebre de corte de Kubilai, Boucher. Nosotros, los militares, no siempre desdeñamos a los inventores. Mirad, las flechas están apuntando hacia la entrada, los arcos están tensados y la rejilla los mantiene en esa posición pero mediante un delicado dispositivo de palancas. Si los ladrones de sepulturas encontraran alguna vez el lugar y lo excavaran, al abrir la tumba harían saltar las palancas y se encontrarían con una mortífera cortina de flechas.

Los sepultureros cerraron la entrada con tierra y rocas tan deliberadamente desordenadas que la tumba no se distinguía de los escombros más cercanos, ante lo cual pregunté:

—Si os esforzáis tanto en esconder la tumba, ¿cómo la encontraréis cuando llegue el momento de construir el monumento?

Bayan simplemente miró hacia un lado y yo miré también allí. Unos cuantos soldados traían por las riendas a una yegua de sus manadas, acompañada de cerca por su potrillo lactante. Algunos sujetaron las riendas, mientras los otros separaban a rastras al potrillo de su madre y lo llevaban al lugar de la sepultura. La yegua se encabritó y comenzó a corcovar y a gemir, y más frenéticamente aún cuando los hombres que sujetaban al potrillo alzaron un hacha de combate y le partieron la cabeza. Se llevaron a la yegua pateando y relinchando, mientras los enterradores esparcían tierra sobre el nuevo cadáver y Bayan dijo:

—Aquí lo tenéis. Cuando volvamos a este lugar, aunque hayan pasado dos, tres o cinco años, sólo tenemos que dejar a esa misma yegua suelta y nos llevará hasta el lugar exacto. —Se detuvo, batió pensativamente sus grandes dientes y dijo—: Bueno, Polo; aunque os merecéis mucho honor por esta victoria, habéis hecho un trabajo tan perfecto que no nos ha quedado nada por saquear, y eso me parece deplorable. Sin embargo, si no os importa continuar con nosotros, pronto asaltaremos la ciudad de Yunnan Fu y os prometo que estaréis entre los altos oficiales, y podréis elegir la mejor parte del botín. Yunnan Fu es una gran ciudad, y respetablemente rica, me han dicho, y las mujeres yi no son nada repulsivas. ¿Qué decís a esto?

—Es un ofrecimiento generoso, orlok, y tentador, y me siento honrado por vuestra atenta consideración. Pero creo que haré mejor en resistir la tentación y volver corriendo a dar al gran kan todas las noticias, buenas y malas, de lo que ha ocurrido aquí. Con vuestro permiso, saldré mañana cuando vos marchéis hacia el sur.

—Ya me lo imaginaba. Os consideraba un hombre cumplidor. Por eso había dictado ya a un escriba militar una carta para que la llevéis a Kubilai. Está adecuadamente sellada para que la lea solamente él, pero no os oculto que en ella os alabo mucho y sugiero que merecéis otros elogios además del mío. Ahora iré a destacar dos jinetes de avanzadilla para que partan inmediatamente y comiencen a preparar el camino. Y cuando salgáis mañana, os proporcionaré dos escoltas y los mejores caballos.

De modo que eso fue todo lo que conseguí ver de Yunnan, y ésa fue mi única experiencia de guerra en tierra, y no me llevé ningún botín y no tuve oportunidad de formarme ninguna opinión sobre las mujeres yi. Pero quienes habían observado mi breve carrera militar —los supervivientes de ella, por lo menos— coincidieron en que salí airoso. Y además, había cabalgado con la horda mongol, y esto era algo digno de contar a mis nietos, si alguna vez los tenía. Así que regresé a Kanbalik, considerándome un experto veterano.