El camino desde Kanbalik hasta el centro de operaciones del orlok Bayan era largo, había casi tantos lis como desde Kanbalik a Kashgar, Pero mis dos escoltas y yo cabalgábamos ligeros y veloces. Sólo llevábamos el equipaje esencial de viaje —ni comida, ni utensilios para cocinar, ni mantas— y los objetos más pesados, las bolas de latón cargadas con huoyao, iban repartidas entre nuestros tres caballos suplementarios. También éstos eran corceles veloces, no lo habituales y pesados animales de carga; de modo que nuestros seis caballos podían mantener el ritmo de las marchas de guerra de los mongoles, alternando el medio galope con el paso. Cuando un caballo comenzaba a mostrar signos de debilidad, no teníamos más que detenernos en la posta de caballos más próxima de la Ruta del Ministro, y pedir seis caballos frescos.
Cuando Kubilai dijo que ya había enviado una avanzadilla de jinetes para «preparar el camino», yo no supe a qué se refería. Pero luego me enteré de que era una medida que se tomaba siempre que el gran kan o cualquiera de sus emisarios importantes realizaban un largo viaje por lugares apartados. Estos jinetes anunciaban la inminente llegada de los viajeros, y se suponía que el wang de cada provincia, el prefecto de cada prefectura, y hasta los ancianos del pueblo más insignificante se prepararían para el paso de los viajeros. De modo que siempre había lechos confortables esperando en los mejores alojamientos que podían ofrecernos, buenas cocinas esperando preparar las mejores comidas disponibles, e incluso se excavaban nuevos pozos si era necesario suministrar agua potable en regiones áridas. Todo esto nos permitía viajar con el más ligero de los equipajes. También cada noche nos proporcionaban mujeres para nuestro disfrute, pero como también había dicho Kubilai, yo estaba demasiado fatigado y dolorido para hacer uso de ellas. En vez de eso, pasaba el corto intervalo de cada noche entre la mesa y la cama, garabateando sobre el papel los detalles y los accidentes geográficos que había observado durante el viaje de ese día.
Cabalgamos desde Kanbalik trazando un arco hacia el sudoeste, y no puedo recordar cuántas aldeas, pueblos y ciudades atravesamos o dónde pasamos la noche; pero sólo dos localidades eran de tamaño considerable. Una era Xi’an, y Zhao, el ministro de la guerra, me la había señalado en su gran mapa diciéndome que había sido la capital del primer emperador de aquellas tierras. Desde entonces Xi’an había decaído considerablemente con el paso de los siglos, y aunque aún era una encrucijada activa y próspera, no poseía ninguno de los refinamientos de una capital imperial. La otra gran ciudad era Chengdu, situada en la llamada Tierra Roja, porque allí la tierra no era amarilla como en la mayor parte de Kitai. Chengdu era la capital de la provincia llamada Sichuan, y su wang habitaba en un palacio que era una ciudad dentro de otra, y era casi tan grande como el de Kanbalik. El wang Mangalai, otro de los hijos de Kubilai, se hubiera alegrado de tenerme largo tiempo como su honrado huésped, y yo estuve realmente tentado de quedarme a descansar allí por lo menos unos días. Pero, consciente de mi misión, le presenté mis excusas, y por supuesto Mangalai las aceptó; de modo que sólo pasé una noche en su compañía.
Desde Chengdu, mi escolta y yo marchamos directamente hacia el oeste —internándonos en la montañosa zona fronteriza donde se confunden la provincia Kitai de Sichuan, la provincia Song de Yunnan, y el país de To-Bhot— y tuvimos que reducir la marcha cuando comenzamos una larga subida que pronto se convirtió en una dura escalada. Las montañas no eran tan elevadas y terribles como, por ejemplo, el Pai-Mir de la Alta Tartaria y no estaban nevadas. Y según me dijeron, ni siquiera en el crudo invierno las cubría la nieve durante mucho tiempo, excepto las cimas. Pero aquellas montañas, aunque menos altas que otras que yo había visto, tenían una configuración mucho más vertical. A excepción de las ondulaciones boscosas, eran básicamente monstruosos bloques erguidos y separados por estrechas gargantas profundas y oscuras. Pero por lo menos eran montañas sólidas, y no tuvimos que esquivar ninguna avalancha, ni siquiera oí resonar ninguna por aquellos parajes. Los habitantes del país lo llamaban la Tierra de los Cuatro Ríos, y esos arroyos recibían el nombre local de N’mai, Nu, Lankang y Jinsha. Pero según decían los nativos, esos cursos de agua, tras brotar de las montañas se ensanchaban y aumentaban en profundidad hasta convertirse en los cuatro mayores ríos de esa parte del mundo, mejor conocidos por los nombres que recibían río abajo: Irawadi, Sal-win, Me-kong y Yangzi. Los tres primeros al dejar atrás la provincia de Yunnan corrían hacia el sur o hacia el sudeste introduciéndose en las tierras tropicales denominadas Champa. El cuarto se convertiría en aquel Yangzi del que ya he hablado antes —el río Tremendo—, que fluye en dirección oeste directamente hacia el mar de Kitai.
Pero los lugares por donde mi escolta y yo atravesamos estos ríos se encontraban situados muy arriba, mucho antes de que se convirtieran en sólo cuatro: eran tierras altas donde los ríos emergían como una multitud de arroyos tributarios. Había tantos que no todos tenían nombre, pero ninguno era insignificante por este motivo. Cada uno de estos arroyos era una corriente rápida y espumeante de agua que, a lo largo del tiempo, había abierto su propio canal por entre las montañas, y cada canal era una garganta cortada a pico que parecía abierta por el golpe de la cimitarra de algún yinni gigante. El único camino para recorrer y atravesar aquellas hendiduras en precipicio era el que la gente del lugar llamaba orgullosamente Ruta de los Pilares.
Llamarlo ruta era una auténtica exageración, pero sí era cierto que se sostenía sobre pilares o más exactamente sobre troncos introducidos y calzados en agujeros y grietas de las paredes del precipicio, con tablones de madera tendidos a su través, y capas de tierra y paja apiladas encima. Podía haberse llamado con más propiedad Camino de Plataformas, o aún mejor Camino Ciego porque yo lo recorrí en su mayor parte con los ojos cerrados, confiando en el pie firme y en la imperturbabilidad de mi caballo, y esperando que estuviera herrado con las herraduras antideslizantes hechas con cuerno de la «oveja de Marco». Abrir los ojos, mirar hacia arriba, hacia abajo, hacia adelante, hacia atrás o a los lados, todo me mareaba por igual. Tanto si echaba un vistazo hacia arriba como hacia abajo veía el mismo espectáculo: dos paredes de roca gris convergiendo en la distancia y convirtiéndose en una estrecha grieta, brillante y bordeada de verde; hacia arriba estaba el cielo entre dos franjas de árboles, y hacia abajo el agua, que parecía un arroyo con musgo por los lados, pero que en realidad era un torrente de agua entre dos fajas de bosque. Hacia adelante o hacia atrás estaba la vertiginosa visión de la plataforma que sostenía la Ruta de los Pilares, con un aspecto tan frágil que parecía incapaz de sostener su propio peso, y menos el de un caballo con su jinete, o el de toda una fila de caballos. Si miraba hacia un lado vería el precipicio que rozaba mi estribo y amenazaba con darme un súbito empujón. Mirando hacia el otro lado podría ver el precipicio más lejano, pero parecía tan cerca que tenía ganas de alargar la mano y tocarlo; sin embargo, por poco que me inclinara podía perder el equilibrio y caerme para siempre.
Sólo una cosa me resultó más vertiginosa que recorrer la Ruta de los Pilares por el borde del precipicio, y fue ir cruzando el barranco de un lado a otro por encima de los Puentes Cojos, como los llamaban sin exagerar los montañeses del lugar. Estaban construidos con tablones y gruesas cuerdas de tiras trenzadas de caña, y se balanceaban mecidos por el viento que soplaba incesantemente a través de las montañas, y se balanceaban aún más cuando un hombre ponía el pie encima, y todavía más cuando éste llevaba un caballo detrás; y creo que en esta travesía hasta los caballos cerraron los ojos.
Aunque la avanzadilla de jinetes enviada por Kubilai había conseguido que todos los habitantes de la montaña esperaran nuestra llegada, y aunque recibimos la mejor hospitalidad que aquellas gentes pudieron ofrecernos, el resultado no fue exactamente regio. Sólo de vez en cuando llegábamos a un lugar llano de la montaña, y suficientemente habitable para albergar a un poblado mísero formado por cabañas de leñadores. Era más frecuente que pasáramos la noche en alguno de los nichos del precipicio, donde la carretera se ensanchaba lo suficiente para que los viajeros que iban en direcciones opuestas pudieran cruzarse. En estos lugares solía esperarnos apostado un grupo de rudos hombres que habían montado una tienda de pelo de yak para que durmiéramos en ella, y traído algo de carne o matado alguna oveja o cabra montesa para cocinarla sobre un fuego de campaña al aire libre.
Recuerdo bien la primera vez que nos detuvimos en uno de estos lugares, cuando el día comenzaba a oscurecer. Los tres montañeses que nos esperaban nos rindieron sus salutaciones y sus koutou y, como no podíamos conversar pues no sabían el mongol, y hablaban una lengua que ni siquiera era el han, se pusieron inmediatamente a preparar nuestra cena. Hicieron un buen fuego, espetaron varias chuletas de ciervo almizclero y las pusieron encima, y colgaron una cacerola para calentar agua. Observé que habían hecho el fuego con ramas, o sea que para recogerlas debieron de trabajar mucho subiendo y bajando por las abruptas paredes del barranco. Pero también había un pequeño montón de trozos de caña zhugan en el suelo, junto al fuego. Cuando la comida estuvo preparada, ya era totalmente de noche; y mientras dos de ellos nos servían, el otro echó al fuego uno de aquellos pedacitos de caña.
La carne de ciervo era mejor que la habitual dieta montañesa de cordero o cabra, pero el acompañamiento fue horrible. Me dieron la carne sin cortar y debí sujetar el pedazo con la mano y desgarrarlo con los dientes. El único utensilio que me proporcionaron fue un tazón plano de madera, donde uno de los sirvientes vertió cha verde caliente. Pero no había tomado más que un par de sorbos, cuando el otro sirviente me quitó respetuosamente el tazón para añadirle algo. Tenía en la mano una fuente con mantequilla de yak, cubierta toda ella de pelos, hilos y polvo del camino, que conservaba las marcas de los dedos de quienes se habían servido antes, y con sus uñas negras sacó un trozo de mantequilla rascando la fuente, y lo echó dentro de mi cha para que se derritiera. La sucia mantequilla de yak ya era bastante repelente, pero encima el sirviente abrió un saco de tela mugrienta y metió en mi tazón de cha algo que parecía serrín.
—Tsampa —dijo.
Yo me quedé mirando aquella porquería con disgusto y sorpresa, sin tocarla, pero él me hizo una demostración de lo que tenía que hacer con eso. Metió sus sucios dedos dentro de mi tazón y removió el serrín y la mantequilla hasta que se formó primero una pasta, y luego un espeso grumo, al absorber todo el cha que quedaba en el tazón. Y antes de que yo pudiera hacer algún movimiento para evitarlo, pellizcó un trozo de aquella masa tibia y sucia y me la embutió en la boca.
—Tsampa —repitió, y masticaba y tragaba como enseñándome a hacerlo.
Entonces me di cuenta —separando el sabor amargo del cha verde y el rancio de la mantequilla de yak— que lo que parecía serrín era en realidad harina de cebada. No sé si yo me hubiera tragado voluntariamente aquel grumo, pero en aquel momento me llevé un susto tal que lo hice sin más. El fuego de campamento soltó un repentino y tremendo ¡bang!, lanzando a la oscuridad una constelación de chispas; y yo me tragué mi tsampa de golpe y me puse en pie de un salto, igual que mis dos escoltas, mientras el eco del ruido se repetía y reverberaba en todas las montañas de alrededor. En ese instante me pasaron dos pensamientos por la cabeza. Uno de ellos la terrible posibilidad de que alguna de las bolas de latón cargadas hubiera ido a parar al fuego. El otro fue el recuerdo de unas palabras que había escuchado una vez: «Espérame cuando menos me esperes».
Pero los montañeses se rieron de nuestra sorpresa e intentaron calmarnos y explicarnos con gestos lo que había sucedido. Cogieron uno de los pedazos de zhugan, señalaron al fuego, dieron unos saltos, descubrieron sus dientes y gruñeron. Fueron bastante explícitos. Las montañas estaban llenas de tigres y lobos. Para protegerse de ellos utilizaban el sistema de arrojar de vez en cuando un entrenudo de zhugan al fuego de campamento. El calor hacía hervir los jugos internos hasta que el vapor reventaba la caña —de modo parecido a una descarga del polvo de fuego—, produciendo aquel enorme ruido. No dudé que eso mantendría a los depredadores a raya, porque a mí me había hecho tragar la horrorosa sustancia llamada tsampa.
A partir de entonces, conseguí comerme la tsampa, nunca con gusto, pero por lo menos sin sentir violenta repugnancia. El cuerpo de un hombre necesita otros alimentos aparte de carne y cha, y la cebada era el único vegetal cultivado que crecía en aquellas tierras altas. El tsampa era, por lo menos, barato, fácil de transportar y alimenticio, y si se le añadía azúcar, sal, vinagre o la salsa de judías fermentadas, podía resultar algo más apetitoso. Nunca me aficioné tanto a él como los nativos, quienes después de hacer la pasta a la hora de comer, se guardaban bolas de esa sustancia en la ropa y llevaban la tsampa puesta toda la noche y durante el día siguiente, salándose así con su sudor, y si necesitaban un tentempié pellizcaban un pedacito.
También me familiaricé más con la caña de zhugan. En Kanbalik la había conocido sólo como un gracioso tema floral en pintores como doña Zhao y el maestro de los colores sin huesos. Pero en estas regiones era un elemento tan importante de la vida que seguramente los habitantes del lugar no podían haber existido sin él. El zhugan crece salvaje en todas las tierras bajas desde la región fronteriza entre Sichuan y Yunnan, llegando por el sur hasta los trópicos de Champa, en donde recibe varios nombres en las diferentes lenguas: banwu, mambu y otros; y en todas partes se utiliza con muchos otros fines aparte del de asustar a los tigres.
El zhugan podría parecer un carrizo o caña vulgar, al menos cuando es joven y sólo tiene el grosor de un dedo, con la diferencia de que en toda su longitud tiene nudos o nudillos a intervalos, exactamente como un dedo. Estos nudos marcan pequeñas paredes en el interior de la caña, que interceptan su longitud tubular formando compartimentos separados. Para algunos usos —como arrojarlos al fuego para que estallen, por ejemplo— sirve un simple entrenudo de caña que tenga las paredes intactas en cada extremo. Para otros fines, se taladran las paredes interiores para convertir la caña en un tubo largo. Cuando el diámetro del zhugan no es mayor que un dedo, se corta fácilmente con un cuchillo. Cuando crece —y una simple caña puede hacerse tan alta y gruesa como un árbol— resulta laborioso serrarla, pues es casi tan rígida como el hierro. Pero el zhugan es una bella planta, tanto grande como pequeña: la parte de la caña es de color dorado, los brotes de los nudos son blancos con delicadas hojas verdes en los extremos. Una inmensa mata de zhugan, todo oro y verde reflejando el sol en sus frondas, es un tema digno de un pintor.
En una de las pocas tierras bajas que atravesamos en aquella región nos encontramos un pueblecito totalmente construido y amueblado con zhugan, y que dependía enteramente de esta planta. El pueblo, llamado Jiejie, se asentaba en un amplio valle a través del cual corría uno de los innumerables ríos de ese país, y el fondo entero del valle estaba cubierto de espesos bosquecillos de zhugan, y parecía como si también Jiejie hubiera crecido allí. Todas sus casas estaban hechas de caña dorada. Sus paredes estaban formadas por tallos del grosor de un brazo, colocados verticalmente lado con lado y atados entre sí; las estacas y columnas eran trozos más gruesos de zhugan que sostenían tejados de segmentos de caña cortada, dispuestos boca arriba y boca abajo como si fueran tejas curvas. Dentro de cada casa todo el mobiliario de mesas, lechos y esterillas para el suelo estaba tejido con tiras finas de corteza de zhugan, y lo mismo otros objetos, cajas, jaulas de pájaros y canastos.
El río estaba flanqueado por extensos pantanos, y Jiejie quedaba a varios lis de distancia de él, pero sus habitantes habían llevado el agua del río, salvando esta distancia mediante una tubería hecha con cañas del grosor de una cintura y unidas por los extremos. En la plaza del pueblo el agua del río se vertía en una artesa hecha con un zhugan partido del tamaño de un tronco. Los niños y niñas del pueblo llevaban el agua desde esta artesa hasta sus casas, construidas de caña, en cubos, ollas y botellas, fabricados con entrenudos de zhugan de diferentes tamaños. En las casas, las mujeres utilizaban astillas de caña como agujas y alfileres, y sus fibras desenmarañadas como hilo. Los hombres hacían sus arcos y flechas de caza con trozos de caña, y llevaban las flechas en un carcaj que no era más que un gran entrenudo de zhugan. Utilizaban como mástiles de sus barcas de pesca tallos de caña del tamaño de un árbol, y las velas, que eran tiras de zhugan tejidas en forma de rejilla, las amarraban al mástil con cuerdas de fibra de zhugan trenzadas. Probablemente el jefe de la aldea tenía poca cosa que escribir; en todo caso lo hacía con una pluma de caña cortada en un extremo, y sobre un papel fabricado con la pulpa que se obtiene raspando las blandas paredes interiores de la caña. Luego guardaba sus rollos escritos en un entrenudo de zhugan del tamaño de un jarrón.
La cena que tomamos mi escolta y yo aquella noche en Jiejie fue servida en tazones que eran grandes entrenudos de zhugan partidos por la mitad, y las ágiles tenacillas eran palitos delgados de zhugan. La comida, además de pescado de río recién cogido con una red de fibra de zhugan y asado a la parrilla sobre un fuego de brasas de zhugan, incluía sabrosos brotes pasados por agua de zhugan tierno, y algunos de estos mismos brotes aliñados como condimento, y otros azucarados como un dulce. Ninguno de nosotros estaba enfermo o herido, pero de haberlo estado probablemente nos habrían medicado con tangzhu, un líquido que llena los entrenudos huecos del zhugan cuando éste madura, y que tiene muchos usos medicinales.
Todas estas cosas sobre el zhugan me las enseñó el anciano jefe de Jiejie, un tal Wu. Era el único habitante de la aldea que hablaba mongol, y aquella noche nos quedamos los dos hablando hasta bastante tarde; mientras mis dos escoltas, aburridos de escucharnos, se retiraron, uno detrás de otro, a sus dormitorios asignados. Finalmente, una joven mujer interrumpió mi velada con el anciano Wu entrando en la habitación de paredes de caña, donde estábamos sentados sobre divanes de caña, y emitiendo un ruido que parecía un gemido quejumbroso.
—Pregunta si pensáis acostaros o no —dijo Wu—. Ésta es la primera hembra de Jiejie, elegida por todas las demás para que vuestra noche aquí sea memorable, y está ansiosa por empezar.
—Muy hospitalario de su parte —dije, y la miré con detenimiento.
La gente en esta Tierra de los Cuatro Ríos, tanto los hombres como las mujeres, vestían trajes bastos e informes: una especie de casquete en la cabeza, telas, ropas y chales formando capas desde los hombros hasta los pies, botas toscas con las puntas vueltas hacia arriba. Todas las prendas estaban confeccionadas con anchas franjas de dos colores distintos, y todo el pueblo llevaba los mismos dos colores. Los de cada aldea eran distintos, así un «forastero» del Pueblo vecino podía ser reconocido instantáneamente por el camino. Los colores eran siempre oscuros y sombríos (en Jiejie eran marrón y gris) para que no destacara la suciedad profundamente incrustada. En los pueblos de la montaña, esta vestimenta permitía a la gente confundirse con el paisaje, lo cual quizá sea útil para cazar o esconderse. Pero en Jiejie, contra un fondo de dorados y verdes brillantes, los colores del vestido destacaban de manera detonante.
Los hombres y las mujeres iban vestidos de modo indistinguible tampoco se diferenciaban por tener vello en la cara, sus rasgos estaban poco marcados en ambos casos y su tez era marrón rojiza Por eso necesitaban mostrar algo que indicara su sexo, supongo que incluso en beneficio propio. De modo que las tiras de la ropa de mujer iban de arriba abajo, y las de la ropa de hombre de un lado a otro. Un auténtico forastero, como yo, no notaba inmediatamente esta sutil diferencia en el vestido, y sólo podía distinguirlos cuando se quitaban sus casquetes. Entonces podía verse a los hombres con la cabeza afeitada y un aro de oro o plata en la oreja izquierda. Las mujeres llevaban el cabello trenzado en una multitud de trencitas finas y erizadas; para ser preciso ciento ocho trenzas exactamente, el número de libros del Kandjur, las escrituras budistas, pues toda aquella gente es budista.
Aquél día mi viaje no había sido excesivamente agotador, y la belleza de esa aldea construida de caña me había relajado y descansado, por lo que me sentía dispuesto a satisfacer mi curiosidad y descubrir qué otras pruebas de feminidad podían esconderse bajo los vestidos sin gracia de esa muchacha. Observé que llevaba un adorno, un collar del que pendía una orla de tintineantes monedas de plata. Supuse que también sumarían ciento ocho y pregunté al anciano Wu:
—Cuando la llamasteis la primera hembra de la aldea, ¿os referíais a su riqueza o a su piedad?
—A ninguna de las dos cosas —respondió—. Las monedas atestiguan sus encantos femeninos y su atractivo.
—¿De veras? —dije, y miré fijamente a la muchacha.
El collar era bastante atractivo, pero no pude ver en qué la hacía a ella más deseable.
—En esta tierra, nuestras muchachas compiten a cuál de ellas se acuesta con más hombres, tanto con los de nuestra aldea, como con los hombres de otras aldeas, o con viajeros casuales, o con hombres de las caravanas que pasan por aquí; y a cada hombre le piden una moneda en prenda de su unión. La chica que consigue más monedas es la que ha atraído y satisfecho a más hombres, y ocupa un lugar preeminente entre las demás mujeres.
—Querréis decir que queda marcada como proscrita.
—Quiero decir que ocupa un lugar preeminente. Cuando finalmente está preparada para casarse y establecerse, entonces puede elegir al marido que quiera. Todo joven elegible se disputa su mano.
—Su mano debe de ser sin duda la parte menos usada de su persona —dije, ligeramente escandalizado—. En los países civilizados, un hombre se casa con una virgen, y así sabe que le pertenece sólo a él.
—Eso es todo lo que puede saberse de una virgen —replicó el anciano Wu, con un respingo despreciativo—. Un hombre que esposa a una virgen se arriesga a quedarse con un pescado menos caliente que el que comisteis en la cena. Un hombre que esposa a una de nuestras mujeres obtiene credenciales de su atractivo, de su experiencia y talentos. También obtiene, y eso también cuenta, una buena dote de monedas. Y esta joven dama está de lo más ansiosa por añadir la vuestra a su collar, pues no ha tenido nunca una moneda de un ferenghi.
A mí no me repugnaba acostarme con mujeres que ya no eran vírgenes, incluso podía haber sido instructivo yacer con alguien que traía credenciales al encuentro. Pero la muchacha era lamentablemente ordinaria, y además, no me gustaba demasiado ser considerado uno más del collar. De modo que farfullé alguna excusa alegando que estaba de peregrinaje cumpliendo un voto de la religión ferenghi. De todos modos, le di una moneda como recompensa por mi desprecio a sus bien atestiguados encantos y me escapé a mi cama. El armazón de ésta estaba tejido con cintas de zhugan, y era muy cómodo, pero crujió toda la noche y sólo me tenía a mí encima. Creo que habría despertado a la aldea entera si me hubiera aprovechado de la primera hembra de Jiejie. Decidí entonces que la caña de zhugan, a pesar de su maravillosa utilidad, no era ideal para todos los propósitos humanos.
Mis escoltas y yo cabalgábamos atravesando una sucesión de montañas, gargantas y valles; unas veces por las adustas alturas de la Ruta de los Pilares, otras por las brillantes tierras bajas del zhugan. El paisaje no cambió excesivamente, pero nos dimos cuenta de que habíamos llegado a la Alta Tierra de To-Bhot cuando la gente con que nos cruzábamos comenzó a saludarnos descubriéndose la cabeza, rascándose la oreja derecha, frotándose la cadera izquierda y sacándonos la lengua. Esos absurdos gestos significan que quien saluda no pretende pensar, escuchar, hacer ni decir nada malo, y era el saludo característico de los pueblos llamados drok y bho. En realidad los dos eran un mismo pueblo, pero a los nómadas se les llamaba drok y a los sedentarios, bho. Los drok, pastores y cazadores, vivían como los mongoles habitantes de las llanuras, y podrían confundirse con ellos a no ser por el tipo de tiendas, que eran negras en vez de amarillas y que no se apoyaban en un entramado interior como el yurtu. La tienda de los drok tenía las paredes sujetas al suelo con estaquillas, y la punta superior estaba suspendida de largas cuerdas que pasaban por unos palos altos, apuntalados a cierta distancia que luego se sujetaban al suelo con estaquillas clavadas más allá. La tienda tenía el aspecto de una araña karakurt negra, acurrucada entre sus delgadas patas de rodillas altas.
Los bho, campesinos y comerciantes, a pesar de haberse establecido en comunidades, vivían más incómodamente aún que los drok nómadas. Sus pueblos y aldeas estaban guarecidos dentro de altas cavidades de los despeñaderos, lo que los obligaba a apilar las casas unas encima las otras. Esto contradecía la idea que yo tenía de la religión budista según la cual la cabeza es la residencia del alma, de modo que una madre ni siquiera puede acariciar la cabeza de su propio hijo. Sin embargo, los bho vivían allí de tal manera que todo el mundo vertía los residuos, basuras y excrementos sobre la parcela y el tejado de su vecino, e incluso encima de su cabello. Según supe después, esta costumbre de construir lo más alto posible se remontaba a un tiempo muy lejano, a una época en que los adoraban a un dios llamado Amnyi Manchen, o «El Gran Viejo Pavo Real». Imaginaban que este dios habitaba en las cimas más altas y por eso todo el mundo intentaba vivir cerca de él.
Pero ahora todos los bho eran budistas, y en el punto más elevado de cada pueblo había un lamasarai, al que sus habitantes llamaban el Pota-lá (Lá significa monte, y Pota era el nombre de Buda pronunciado por los bho). No voy a hacer ningún juego de palabras obsceno en relación al indecoroso significado que tiene «pota» en lengua veneciana. No hay ninguna necesidad de inventar historias jocosas sobre los bho y su religión.
El Pota-lá era el edificio más encumbrado y populoso de cada población, y el resultado era que los sacerdotes y monjes, llamados aquí lamas y trapas, excretaban copiosamente sobre toda su congregación de laicos situada algo más abajo. Llegué a la conclusión de que el budismo, en su modalidad de potaísmo en To-Bhot, estaba lamentablemente envilecido por las más extrañas locuras.
Un pueblo bho puede parecer encantador visto desde lejos, es decir, a través de los campos de enormes amapolas azules y amarillas, únicas en To-Bhot, y del «pelo de Pota», que son los sauces llorones cuyas ramas cuelgan cargadas de flores amarillas, y del claro cielo azul salpicado con el rosa y el negro de los jilgueros y los cuervos. Todos los pueblos enclavados en las paredes de los precipicios eran un revoltijo vertical de casas color de roca, que sólo se distinguían del precipicio por el humo que salía de sus ventanucos de formas curiosas, más anchas de arriba que de abajo. Ése enjambre de casas estaba coronado por el Pota-lá, aún más confuso, todo él torretas y tejados dorados, pasarelas y escaleras exteriores, penachos de varios colores que ondeaban con la brisa, y trapas vestidos de oscuro paseando apaciblemente por las terrazas. Pero cuando nos acercamos más lo que desde lejos nos había parecido bello, sereno e incluso de aspecto beatífico, resultaba feo, aletargado y asqueroso.
Las pintorescas ventanitas de las viviendas ocupaban únicamente los pisos superiores para quedar por encima de la nauseabunda suciedad y del hedor de las calles. Al principio, el populacho parecía consistir solamente en cabras errantes, aves de corral y mastines amarillos al acecho; y los callejones escalonados, estrechos e intrincados tenían una capa espesa de excrementos, que supusimos pertenecían a estos animales. Pero luego comenzamos a encontrarnos a gente, y ojalá nos hubiéramos dado por satisfechos con ver sólo animales, más limpios; pues cuando la gente nos sacaba la lengua para saludarnos descubríamos que esta parte de su cuerpo era lo único que no estaba incrustado de porquería. Llevaban ropas grises y mugrientas como los habitantes de las tierras bajas; y no pude distinguir si los hombres y las mujeres vestían diferentes modelos de gris y suciedad. Había muy pocos hombres, y una gran cantidad de mujeres; pero pude diferenciar los sexos porque los hombres se tomaban la molestia de abrir sus largos vestidos cuando orinaban en la calle; las mujeres simplemente se ponían de cuclillas y no llevaban nada bajo sus ropas exteriores, o al menos eso espero. A veces un montón de excrementos más grande de lo normal se agitaba débilmente en medio de la calle, y yo descubría que se trataba de un ser humano echado en el suelo esperando la muerte, generalmente un hombre o una mujer muy viejos.
Mis escoltas mongoles me contaron que en otra época los bho se deshacían de sus ancianos comiéndose los cadáveres. Se apoyaban en la teoría de que los muertos no podían desear un lugar de descanso mejor que los intestinos de sus propios parientes; y esta costumbre sólo se interrumpió al convertirse el potaísmo en religión dominante, porque Pota-Buda había desaprobado comer carne. La única reliquia de esta antigua costumbre era que las familias conservaban aún los cráneos de sus muertos y los usaban como tazones para beber o como pequeños tambores, así los difuntos podían seguir participando en las celebraciones festivas y musicales.
Los bho empleaban entonces otros cuatro sistemas de sepultura. Quemaban a los muertos en las cimas de las montañas, o los dejaban allí para las aves, o los tiraban a los ríos y pantanos de donde sacaban el agua para beber, o bien cortaban los cadáveres en trozos y los daban a los perros. Éste último era el sistema preferido, porque evitaba la putrefacción de la carne, y mientras la antigua carne no hubiera desaparecido, el alma que la habitaba quedaba abandonada en una especie de purgatorio, un intermedio entre la muerte de aquí y la reencarnación en algún otro lugar. Los cuerpos de los pobres se arrojaban directamente a las jaurías de perros callejeros, pero los de los ricos se llevaban a lamasarais especiales que mantenían perreras de mastines santificados.
Éstas costumbres explicaban sin duda la enorme abundancia de buitres, cuervos, urracas y perros carroñeros que había en Bho; pero también traía consigo más muertes humanas de las estrictamente necesarias. La gran cantidad de perros facilitaba en sumo grado la aparición de la locura canina, y los perros, en sus ataques, mordían tanto a personas como a otros seres. Morían más bho a causa de la infección canina que a causa de todas las viles enfermedades engendradas por su propia suciedad. A menudo, el montón tirado en la calle no sólo se agitaba débilmente, sino que también se debatía, se contorsionaba y aullaba como un perro por la horrible agonía mortal que produce esa rabia canina.
Yo no tenía ningunas ganas de que me mordiesen, y además iba de camino hacia la guerra, o sea que me hice con un arco y unas flechas y empecé a afinar mi puntería y mi brazo disparando a cada perro suelto que veía a mi alcance. Esto me valió miradas de desaprobación, tanto de los potaístas religiosos como de los laicos, quienes preferían que las personas murieran sin motivos a que mataran por buenos motivos. Sin embargo, yo llevaba la placa del gran kan, y por lo tanto nadie se atrevió a hacerme nada, aparte de fruncir el ceño y murmurar; y me convertí en un experto, tanto con las flechas de punta ancha como con las de punta estrecha. Espero haber logrado alguna pequeña mejora en esa desgraciada tierra, aunque lo dudo. No creo que nadie o nada pudiera hacerlo.
Mis escoltas y yo, al llegar a cualquier población bho, subíamos lo antes posible al Pota-lá situado en la cima, en donde siempre nos trataban como visitantes de honor, y nos ofrecían los mejores aposentos. Esto significaba que nadie excretaba encima nuestro, aunque esto no hubiera podido empeorar el repugnante estado de habitaciones, camas, comida y compañía. Antes de partir de Kitai, había oído a un caballero han citar un refrán desdeñoso sobre este pueblo: los tres productos nacionales de To-Bhot eran los lamas, las mujeres y los perros; y ahora lo comprendía. Saltaba a la vista que el número desproporcionado de mujeres en el pueblo colina abajo se debía a que al menos un tercio de sus hombres habían tomado las sagradas órdenes y residían en algún lamasarai. Después de haber visto a las mujeres bho, no podía desaprobar excesivamente la huida de sus hombres, pero pienso que podían haber escapado para encontrar otra existencia mejor que un embalsamamiento en vida.
Al entrar en el patio de un Pota-lá, lo primero que nos daba la bienvenida eran los gruñidos y bramidos de los salvajes mastines amarillos de To-Bhot, que en esos lugares por lo menos estaban atados con cadenas a las paredes. A lo largo de éstas había también, hasta en el más pequeño orificio, varitas de incienso o ramitas de enebro, pero el perfume que emanaban no conseguía disimular la miasma general producida por el fuego de excrementos de yak, la mantequilla de yak podrida y la religiosidad sin lavar. Después de encontrarnos con los ruidos y el hedor, veíamos a una serie de monjes y a unos cuantos sacerdotes avanzando lenta y majestuosamente hacia nosotros, llevando cada uno sobre las palmas el khala, el pañuelo de seda azul pálido con que todo bho de clase alta saluda (en vez de con la lengua) a un igual o a un superior. Me dieron el tratamiento de kungö, que significa «alteza»: y yo me dirigí a cada lama con el tratamiento correcto de kundün, «presencia», y a cada trapa con el de rimpoche, «tesoro»; aunque me parecía una broma pronunciar mentiras tan honoríficas. No me pareció que ninguno de ellos fuera nada digno de atesorar. Al principio sus ropas parecían de sedantes colores eclesiásticos, pero de cerca podíamos ver su color rojo brillante original, y si ahora eran oscuras sólo se debía a la suciedad acumulada a lo largo de los años. Sus caras, manos y rapadas cabezas estaban manchadas por una savia marrón con la que embadurnaban sus diversas enfermedades cutáneas. La mantequilla de yak que empapaba todas sus comidas hacía relucir sus barbillas y labios.
En cuanto a la comida de los lamasarais, lo más frecuente era que nos sirvieran dietas vegetarianas, potaístas como es lógico: tsampas, ortigas hervidas, helechos, y el tallo extraño, fibroso, viscoso y de color rosa brillante de una planta que me era desconocida. Imagino que aquellos santos varones lo comían solamente porque teñía la orina de color de rosa durante varios días, y sin duda este líquido inspiraba reverencia a la gente que vivía más abajo del lamasarai. Pero los bho aplicaban el principio potaísta de no comer carne con una peculiar selectividad. No degollaban aves de corral ni ganado, pero permitían la matanza de faisanes y antílopes de caza. De modo que a veces los lamas y los trapas nos ofrecían carne de venado, como una excusa para poder saborear también ellos la carne. No me estoy burlando injustamente de sus hipócritas austeridades. En una ocasión me presentaron a un lama al que llamaron el «más santo entre los santos» porque subsistía sin «tomar absolutamente ningún alimento excepto un par de tazones de cha al día». Por pura curiosidad y escepticismo estuve vigilando a aquel lama, y finalmente le pillé preparándose el tazón de su comida. Lo que ponía en remojo no eran hojas de cha sino tiras de carne seca parecidas al cha.
Nuestras comidas, aunque a veces consistieran en lujos no potaístas, nunca eran muy elegantes. Al ser huéspedes de honor, siempre nos sentaban a cenar en el «salón de canto» del Pota-lá, así teníamos durante la comida el entretenimiento de varias docenas de trapas cantando lastimeramente mientras golpeaban tambores hechos con cráneos y hacían sonar huesos de plegaria. Sobre la mesa del banquete había una serie de escupideras dispuestas entre las fuentes para servir y los tazones para comer, y los santos varones las utilizaban hasta que se desbordaban. Por toda la oscura sala se erguían estatuas de Pota, de sus numerosos discípulos diosecillos y de sus numerosos enemigos y adversarios. Todos ellos eran visibles a pesar de la penumbra, pues relucían gracias a la capa de mantequilla de yak que los cubría. Así como nosotros los cristianos encendemos una velita a un santo o le dejamos una taolèta, los bho tenían la costumbre de embadurnar a sus ídolos con mantequilla de yak, y las espesas capas antiguas apestaban a rancia putrefacción. No sé si Pota y las demás imágenes estaban agradecidas por esa ofrenda, pero puedo afirmar que los bichos del lugar sí lo estaban. Aunque la sala estuviera llena de comensales ruidosos y de cantores, podía oír los chirridos y crujidos de ratas, ratones, aparte de cucarachas, ciempiés y Dios sabe qué cosas más, que corrían buscando comida arriba y abajo de las estatuas. Lo más nauseabundo de todo era el lugar donde nos sentábamos siempre con nuestros comensales anfitriones, que yo al principio tomé por una tarima baja construida sobre el nivel del suelo. La notaba bastante esponjosa debajo mío, así que un día lo investigué furtivamente para ver de qué estaba hecho, y descubrí que estábamos sentados encima de un montón de restos de comida compactos, los detritos de las comidas que durante décadas o quizá siglos los santos varones habían babeado o dejado caer allí despreocupadamente.
Cuando sus bocas no estaban masticando ni ocupadas de otro modo, los santos varones cantaban casi continuamente, en coro y a pleno pulmón, o en solitario y en voz baja. Uno de los cantos decía así: «Lha so so, khi ho ho», que significa más o menos: «Venid dioses, marchad demonios». Otro más corto decía: «Lha gyelo», significando: «Los dioses son victoriosos». Pero el canto que oí con mayor frecuencia, interminablemente y en todo To-Bhot decía así: «Om mani pémé hum». El sonido inicial y final siempre se entonaba alargando la sílaba, es decir «O-o-o-o-m» y «Hu-u-u-u-u-m», y correspondía a una especie de «amén». Las otras dos palabras significaban literalmente «la joya en el loto», en el mismo sentido en que se utilizan estos términos en el vocabulario sexual han. Dicho de otro modo, los santos varones estaban cantando: «Amén, el órgano masculino está dentro del femenino. Amén».
Ahora bien, una de las religiones han que prevalecen en Kitai, llamada Tao, «el camino», tiene una desvergonzada relación con el sexo. En taoísmo, la esencia masculina se llama yang y la femenina yin; y todo lo que hay en el universo, ya sea material, intangible, espiritual o de otra índole, se considera perteneciente al yang o al yin; es decir, totalmente discreto y opuesto (como lo son los hombres y las mujeres) o complementario e imprescindible entre sí (como lo son los hombres y las mujeres). De modo que las cosas activas se llaman yang, y las pasivas se llaman yin. El calor y el frío los cielos y la tierra, el sol y la luna, la luz y las tinieblas, el fuego y el agua, todo esto es yang y yin respectivamente, o inextricablemente yang-yin, como cualquier persona puede reconocer. En el nivel más fundamental de la conducta humana, cuando un hombre copula con una mujer y absorbe su yin femenino por medio de su yang masculino, no se tiñe de afeminación en ningún sentido, sino que se convierte en un hombre más completo, más fuerte, más activo, más consciente, más valioso. Y del mismo modo, la mujer se hace más mujer al acoger en su yin el yang masculino. El Tao, partiendo de estas bases elementales, sigue ascendiendo hasta alturas y abstracciones metafísicas a cuya comprensión no puedo aspirar.
Quizá tiempos atrás, un taoísta han viajó a To-Bhot cuando los nativos aún adoraban al Viejo Pavo Real, e intentó explicarles amablemente su simpática religión. Los bho probablemente comprendieron sin dificultad el acto universal de introducir el órgano masculino en el femenino —o la joya dentro del loto, como lo habría expresado aquel han—, o maní dentro de pémé, dicho en su lengua. Pero esos patanes debieron de hacerse un lío con los significados más elevados de yang y yin, o sea que todo lo que lograron retener del Tao fue aquel ridículo canto de «Om mani pémé hum». Sin embargo, ni siquiera los bho podían haber construido toda una religión sobre una oración que no tenía otro significado más sublime que «Amén, mételo en ella. Amén». De modo que cuando más adelante fueron adoptando el budismo de la India, debieron de adaptar el canto para que encajara en esta religión. Lo único que tuvieron que hacer fue interpretar que la «joya» se refería a Buda o Pota, ya que se le representa a menudo sentado en meditación sobre una gran flor de loto. Interpretado de este modo, el canto viene a decir algo así: «Amén, Pota está en su sitio, Amén». Después, sin duda, otros lamas posteriores decidieron adornar el sencillo canto con aspectos más profundos; como suelen hacer quienes se autoproclaman sabios que siempre complican con sus comentarios e interpretaciones no solicitados hasta la fe más pura. Decretaron que la palabra maní (joya, órganos genitales masculinos, Pota) significaría en lo sucesivo «los medios»; y que la palabra pémé (loto, órganos femeninos, sitio de Pota) se referiría en lo sucesivo al Nirvana. Y de este modo, el canto se convirtió en una oración, en la cual el fiel suplicaba a los medios que le hicieran llegar al olvido del Nirvana, el fin más elevado de la existencia para los potaístas. «Amén. Aniquílame. Amén».
Lo cierto es que el potaísmo ya no tenía ninguna conexión loable con las relaciones sexuales entre mujeres y hombres, porque al menos uno de cada tres varones bho, en la pubertad o incluso antes, huían de la perspectiva de tener que mantener relaciones sexuales con una hembra bho, y tomaban los rojos hábitos de la religión. Por lo que pude ver, ese voto de celibato era el único requisito necesario para la entrada en un Pota-lá y la eventual elevación por los niveles ascendentes del monacato y del sacerdocio. Los chabis o novicios, no recibían ningún tipo de educación secular o instrucción de seminario, y entre los lamas más ancianos y de mayor gradación sólo encontré a tres o cuatro que pudieran leer o escribir por lo menos el «om mani pémé hum», por no hablar de los ciento ocho libros de las escrituras Kandjur, ni mencionar los doscientos veinticinco libros Tengyur de comentarios sobre el Kandjur. De todos modos, al hablar del celibato de los santos varones, debería haber especificado correctamente que se trataba de celibato en relación a las mujeres. Muchos de los lamas y trapas hacían escandalosa ostentación de sus tendencias amorosas hacia los otros miembros de la comunidad, para que no cupiera duda de que habían renunciado al sórdido y ordinario sexo normal.
El potaísmo, fuera cual fuese su desarrollo, era una religión que sólo exigía cantidades puras de devoción, sin ninguna calidad. Con esto quiero decir que quien persiguiera el olvido, simplemente tenía que repetir «Om mani pémé hum» suficientes veces durante toda su vida; y confiar en que eso le llevaría al Nirvana cuando muriera; ni siquiera debía pronunciar las palabras por sí mismo, ni repetirlas de un modo que requiriese su voluntad. He hablado de los molinillos de plegaria; estaban en todos los rincones de los lamasarais, en cada una de las cosas, y hasta se encontraban instalados en medio del campo. Eran cilindros en forma de tambor cuyo interior guardaba rollos de papel con el canto del mani escrito en ellos. Bastaba con que una persona hiciera rodar el cilindro con la mano para que esas «repeticiones» de la plegaria contaran a su favor. A veces el fiel lo montaba como si fuera un molino de agua, para que una corriente de río o cascada los mantuviera girando y rezando continuamente. También podía enarbolarse una bandera con la oración inscrita, o toda una hilera de banderas —era mucho más frecuente ver esto en To-Bhot que cuerdas con la colada puesta a secar— y cada vez que el viento las agitaba el fiel obtenía una oración en su propio beneficio. Otro sistema era pasar la mano por toda una fila de paletillas de cordero suspendidas —cada hueso llevaba inscrito el mani— para que sonaran como campanillas agitadas por el viento y rezaran por él mientras el sonido duraba.
Una vez me acerqué a un trapa que estaba agachado junto a un riachuelo, arrojando y recogiendo del agua una teja atada a una cuerda. Me dijo que había estado haciendo aquello durante toda su vida adulta, y que continuaría haciéndolo hasta que muriera.
—¿Haciendo qué? —le pregunté, pensando que quizá intentaba, de alguna idiota manera bho, emular a san Pedro como pescador de almas.
El monje me enseñó su teja; llevaba grabada la oración mani en forma de un sello yin. Me explicó que estaba «imprimiendo» la oración en el agua que corría, estampándola una y otra vez; y que con cada «impresión» invisible su piedad aumentaba.
En otra ocasión en el patio de un Pota-lá vi estallar una violenta pelea entre dos trapas, porque uno de ellos había hecho girar un Colino de plegarias y luego, al volver la vista atrás mientras seguía caminando, vio que un monje hermano detenía el molino y lo hacía girar en sentido contrario para que rezara por él.
En la cima de uno de los mayores pueblos que atravesamos en nuestro camino, había un lamasarai especialmente grande, y tuve el atrevimiento de pedir audiencia a su venerable gran lama, asqueroso y embadurnado de savia.
—Presencia —me dirigí al viejo abad—. Apenas he podido observar en ningún Pota-lá actividad eclesiástica alguna. Aparte de hacer girar los molinillos y de agitar los huesos de plegarias, ¿cuáles son exactamente vuestros deberes religiosos?
Con una voz que parecía el susurro de hojas lejanas dijo:
—Me siento en mi celda, alteza, hijo mío; o a veces en una cueva recóndita o en una montaña solitaria y medito.
—¿Sobre qué meditáis, presencia?
—En la única vez que puse mis ojos sobre Kian-gan Kundün.
—¿Y eso qué es?
—La presencia soberana, el más santo entre los lamas, una encarnación real de Pota. Habita en Lha-Sha, la Ciudad de los Dioses, lejos, muy lejos de aquí, y allí sus habitantes están edificando para él un Pota-lá digno de que él lo ocupe. Llevan ya más de seiscientos años construyéndolo, pero esperan tenerlo terminado en sólo cuatrocientos o quinientos años más. El santísimo estará contento de honrarlo con su soberana presencia, pues cuando esté finalmente acabado será un palacio de gran magnificencia.
—¿Queréis decir, presencia, que este Kian-gan Kundün ha permanecido vivo y a la espera durante seiscientos años? ¿Y que aún seguirá estando vivo cuando el palacio se termine de construir?
—Desde luego, alteza, hijo mío. Por supuesto vos, como sois ch’hipa —no creyente— puede que no lo veáis así. Su integumento corporal muere periódicamente, y entonces los lamas deben buscar por todo el país hasta encontrar al niño en el que su alma ha transmigrado. Por eso la presencia soberana cambia de aspecto físico de una vida a otra. Pero nosotros, los nangpa —los creyentes— sabemos que siempre es el mismo lama santísimo, y Pota reencarnado.
Me pareció algo injusto que Pota, después de haber creado el Nirvana y haberlo recomendado a sus devotos, nunca consiguiera descansar allí en el estado de inconsciencia, y tuviera que continuar volviendo a Lha-Sha, una ciudad seguramente tan terrible como cualquier otra de To-Bhot. Pero me abstuve de hacer esta observación, y amablemente continué la conversación:
—Así que hicisteis ese largo viaje a Lha-Sha, y visteis al más santo de los lamas…
—Sí, alteza, hijo mío; y ese acontecimiento ha ocupado mis meditaciones, contemplaciones y devociones desde entonces. Quizá no lo creáis, pero el santísimo abrió sus cansados y legañosos ojos, y me miró —dijo esbozando una arrugada sonrisa de extasiada reminiscencia—. Creo que si el santísimo no hubiera sido entonces tan anciano ni hubiera estado tan cerca de su próxima transmigración, casi podría haber reunido las fuerzas necesarias para hablarme.
—¿De modo que vos y él simplemente os mirasteis? ¿Y eso os ha proporcionado materia para meditar desde entonces?
—Sí, desde entonces. Precisamente una mirada legañosa del santísimo fue el inicio de mi sabiduría. Esto sucedió hace cuarenta y ocho años.
—¿Y durante casi medio siglo, presencia, no habéis hecho otra cosa que contemplar aquel acontecimiento aislado y fugaz?
—Un hombre que ha sido bendecido con la iniciación a la sabiduría está obligado a hacerla madurar sin distraerse. Yo he renunciado a todos los demás intereses y objetivos. No interrumpo mi meditación ni siquiera para comer —sus arrugas y manchas se contrajeron en una mirada de martirio feliz—. Subsisto sólo con un tazón de té flojo de vez en cuando.
—He oído hablar de estas prodigiosas abstinencias, presencia. Sin embargo, supongo que compartís con los lamas de grado inferior los frutos de vuestras meditaciones para instruirlos.
—¡Ay, no; joven alteza! —Sus arrugas se replegaron en una mirada sorprendida y algo ofendida—. La sabiduría no puede enseñarse, debe aprenderse. El aprendizaje que los demás lleven a cabo es cosa suya. Ahora, y me perdonaréis que así os lo diga, esta breve audiencia con vos ha constituido la distracción más larga en mi vida de meditaciones…
Así que hice mis saludos y reverencias, me marché y salí a buscar a un lama con menos pústulas y de rango menos elevado, y le pregunté qué hacía él cuando no fabricaba oraciones con un molino.
—Medito, alteza —dijo—. ¿Qué otra cosa podría hacer?
—¿Sobre qué meditáis, presencia?
—Fijo mi visión mental en el gran lama, pues él visitó en una ocasión Lha-Sha y contempló el rostro del Kian-gan Kundün. Y a partir de aquello adquirió gran santidad.
—¿Y meditando en él esperáis recibir vos también santidad?
—¡Ay, no! La santidad no puede perseguirse, sólo se otorga. Sin embargo, puedo esperar extraer cierta sabiduría de esas meditaciones.
—Y esa sabiduría, ¿a quién la comunicaréis? ¿A los lamas más jóvenes que vos? ¿A los trapas?
—¡Pero, alteza! ¡Nunca debe dirigirse la mirada hacia abajo, solamente hacia arriba! ¿Qué es, si no, la sabiduría? Ahora, si me excusáis…
Así que me marché y me encontré con un trapa recién aceptado en la categoría de monje después de un largo noviciado como chabi, y le pregunté qué contemplaba mientras esperaba la elevación al sacerdocio.
—¡Cómo! Por supuesto contemplo la santidad de mis mayores y de mis superiores, alteza. Ellos son los receptáculos que contienen toda la sabiduría de todas las épocas.
—Pero si nunca os enseñan nada, tesoro, ¿de dónde sacáis ese conocimiento? Todos decís estar ansiosos por llegar a él, pero ¿cuál es su origen?
—¿El conocimiento? —dijo con desprecio altanero—. Sólo las criaturas mundanas, como los han, se preocupan por el conocimiento. Nosotros deseamos adquirir sabiduría.
«Interesante», pensé. La misma observación desdeñosa habían hecho sobre mí en una ocasión, y precisamente fue un han. Sin embargo yo no estaba dispuesto a creer, ni entonces ni ahora, que el estado inerte y letárgico representara el logro más sublime a que Puede aspirar la humanidad. En mi opinión, el silencio no es siempre prueba de inteligencia, y el silencio no es siempre indicativo de una mente en funcionamiento. La mayoría de los vegetales están quietos y callados. En mi opinión, la meditación no produce de modo infalible ideas profundas. He visto buitres meditar sobre un vientre lleno, y no hacer luego nada más profundo que regurgitar. En mi opinión, las frases oscuras y mal articuladas no son siempre indicativas de una sabiduría tan sublimemente mística que solamente los sabios pueden captar. Las monsergas de los santos varones potaístas estaban mal articuladas y eran oscuras, pero también lo eran los ladridos de los chuchos de sus lamasarais.
Seguí caminando y me encontré a un chabi, la forma de vida más baja en un Pota-lá, y le pregunté cómo ocupaba su tiempo.
—Me admitieron aquí de aprendiz, como ayudante de limpieza —me dijo—. Pero evidentemente paso la mayor parte del tiempo meditando en mi mantra.
—¿Y qué es eso, muchacho?
—Varias sílabas sacadas del Kandjur, de las escrituras santas, que me han asignado para mi contemplación. Cuando haya meditado en ese mantra el tiempo suficiente (varios años, quizá), y éste haya ampliado mi mente lo necesario, puede que entonces me considere preparado para alcanzar el nivel de trapa, y comience a contemplar fragmentos mayores del Kandjur.
—¿Y no se te ha ocurrido nunca, muchacho, dedicar realmente tu tiempo a limpiar esta pocilga, y a estudiar sistemas para limpiarla mejor?
Me miró como si el mordisco de un perro me hubiera contagiado la rabia.
—¿En lugar de mi mantra, alteza? ¿Para qué? Limpiar es la más ínfima de las ocupaciones, y quien quiera ascender debe mirar hacia arriba, no hacia abajo.
Con un bufido dije:
—Vuestro gran lama no hace más que sentarse en el suelo y contemplar al más santo de los lamas, mientras sus lamas inferiores no hacen más que sentarse a contemplarle a él. Los trapas no hacen otra cosa que sentarse a contemplar a los lamas. Estoy convencido de que el primer aprendiz que realmente aprendiera a limpiar podría derrocar el régimen. Convertirse en el maestro de este Pota-lá, luego en el Papa del potaísmo, y finalmente en el wang de todo To-Bhot.
—Algún perro os habrá contagiado la rabia, alteza —dijo alarmado—. Iré corriendo a buscar a uno de nuestros médicos, al auscultador del pulso o al olfateador de orina, para que se ocupen de vuestro mal.
Bueno, dejemos ya a los santos varones. La influencia del potaísmo sobre la población seglar de To-Bhot era casi igual de edificante. Los hombres habían aprendido a poner en movimiento cualquier molinillo de plegarias que encontraran, y las mujeres habían aprendido a recogerse el cabello en ciento ocho trencitas; y tanto hombres como mujeres tomaban siempre la precaución, al pasar por un edificio santo, de caminar por la izquierda del edificio, para que éste quedara siempre a su mano derecha. Yo no sé exactamente el motivo, sólo sé que había un dicho: «Cuidado con los demonios de la izquierda», y que por los campos encontramos muchos muros de piedra y montones de piedras amontonadas que tenían algún significado religioso oculto, y la carretera siempre se dividía rodeándolo por cada lado para que un viajero, en cualquier dirección que viniese, pudiera dejar la santidad del lugar a su derecha.
Cada atardecer, todos los hombres, mujeres y niños de cualquier población dejaban sus ocupaciones cotidianas, si es que las tenían, y se sentaban agachados en las calles de la ciudad o en los tejados de sus casas, mientras los lamas y los trapas del Pota-lá situado sobre sus cabezas dirigían sus rezos, cantando una y otra vez el llamamiento vespertino al olvido: «Om mani pémé hum». Aquello podría haberme impresionado, pues al fin y al cabo era un ejemplo de solidaridad popular y de desenfadada religiosidad —en contraste con Venecia, por ejemplo, en donde mis refinados compatriotas se ruborizaban incluso de hacer la señal de la cruz en cualquier reunión más pública que un oficio religioso—; pero yo no podía admirar la devoción de un pueblo hacia una religión que no le hacía ningún bien, ni a él ni a nadie.
Es de suponer que esta religión los preparaba para el olvido del Nirvana, pero los hacía ser tan flemáticos en esta vida, tan inconscientes del mundo que los rodeaba que yo no podía imaginarme cómo iban a reconocer el otro olvido cuando llegaran a él. La mayoría de las religiones, creo yo, inspiran a sus seguidores cierta actividad e iniciativa. Incluso los detestables hinduistas se mueven algunas veces, aunque sólo sea para degollarse los unos a los otros. Pero los potaístas no tienen la iniciativa necesaria para matar a un perro rabioso, ni se molestan en sacárselo de en medio cuando ataca. Por lo que yo pude ver, los bho manifiestan una única ambición: interrumpir su letargo constitucional el tiempo estrictamente necesario para avanzar en el camino hacia un estado de coma absoluto y eterno.
Citaré sólo un ejemplo de la apatía de los bho. En un país en donde tantos hombres se habían retirado al celibato, y donde en consecuencia había una abundancia de mujeres, lo lógico sería que los hombres normales disfrutaran de un paraíso, escogiendo las mujeres de su gusto y tomando a cuantas les apetecieran. Pero no era así. Eran las hembras las que escogían y coleccionaban. Las mujeres seguían una costumbre que ya había encontrado anteriormente: se apareaban de modo casual antes del matrimonio con tantos viajeros como les fuera posible, y exigían a cada uno una moneda de recuerdo, de modo que a la edad del matrimonio la hembra cargada con más monedas era la esposa más deseable. Pero ésta no se limitaba a tomar por esposo al hombre más atractivo del pueblo; se quedaba con varios. En lugar de que cada hombre fuera el sha de un anderun entero de esposas y de concubinas, cada mujer casadera poseía un anderun entero de hombres, y las legiones de sus hermanas menos agraciadas estaban condenadas a la soltería.
Podría decirse que esto demostraba, al menos, una cierta iniciativa por parte de unas cuantas mujeres. Pero era bastante escasa, porque ¿entre qué tipo de hombres atractivos podía una mujer elegir sus consortes?
Todos los hombres con la ambición y la energía necesarias para ir cuesta arriba, habían hecho exactamente eso, y habían desaparecido en el interior del Pota-lá. De los restantes, los únicos con cierta hombría y con medios para ganarse la vida eran generalmente los encargados de sacar adelante una granja, un rebaño, o un oficio de una familia bien situada. Y eso era lo que hacía una mujer Que podía elegir a sus hombres: no se emparentaba con una de estas «mejores familias», sino que se casaba con toda la familia, es decir, con sus miembros masculinos. Esto llevaba a complejas uniones. Conocí a una mujer que se había casado con dos hermanos y con un hijo de cada uno de ellos, y con todos tenía descendencia. Otra mujer se había casado con tres hermanos, mientras que la hija que tuvo con uno de ellos se había casado con los otros dos, y además con otro hombre que había conseguido fuera de la casa.
No tengo ni idea de cómo se sabía en esas uniones enmarañadas y endogámicas de quién era cada hijo, y sospecho que a ninguno de ellos les preocupaba saberlo. He sacado la conclusión de que las atroces costumbres maritales del pueblo bho contribuían a su general debilitamiento mental, a su parodia potaísta de la religión budista, a su continua y poco vital fidelidad a ella, y a su irrisoria creencia de que el potaísmo representaba la acumulación de «toda la sabiduría de todas las épocas». Llegué a esta conclusión cuando, mucho más tarde, hablé sobre los bho con unos distinguidos médicos han. Me dijeron que generaciones de estrecha endogamia, habituales en las comunidades de montaña, e inevitables en estas comunidades fanáticamente ligadas por la religión, acababan produciendo un pueblo aletargado físicamente y de cerebro disminuido. Si esto es cierto, y estoy convencido de que lo es, entonces el potaísmo representa la acumulación en To-Bhot de toda la imbecilidad de todas las épocas.
—Vuestro real padre Kubilai se honra en gobernar pueblos de calidad —dije al wang Ukuruji—. ¿Por qué se preocupó, entonces, de conquistar y anexionar esta miserable tierra de To-Bhot?
—Por su oro —respondió Ukuruji sin gran entusiasmo—. En casi cualquier lecho de río o de riachuelo de este país puede separarse polvo de oro en la gamella. Podríamos sacar mucho más oro, claro, si consiguiera que los miserables bho excavaran y extrajeran el material. Pero sus malditos lamas los han convencido de que las pepitas de oro y los filones son las raíces del metal. Y no hay que molestarlos, o de lo contrario no producirán el polvo de oro, que es su polen. —Se rió y agitó tristemente la cabeza—. Vaj!
—Una prueba más de la inteligencia bho —dije—. Puede que la tierra valga algo, pero la gente desde luego no. ¿Por qué Kubilai condena a su propio hijo a gobernarla?
—Alguien tiene que hacerlo —contestó encogiéndose de hombros resignadamente—. Los lamas probablemente os dirían que yo debí de cometer algún crimen atroz en alguna existencia anterior para merecer que me nombraran gobernador de los drok y de los bho. Puede que tengan razón.
—Quizá vuestro padre os dé a gobernar Yunnan en lugar, o además, de To-Bhot.
—Eso es lo que espero de todo corazón —dijo—. Por eso he trasladado mi corte desde la capital a este centro militar, para estar cerca de la franja bélica de Yunnan y esperar aquí los resultados de la guerra.
Era en esta ciudad, Batang, un centro de mercado en una encrucijada comercial, donde mi escolta y yo terminamos nuestro largo viaje desde Kanbalik, y donde encontramos al wang Ukuruji que, avisado por una avanzadilla de nuestros jinetes, esperaba nuestra llegada. Batang estaba en To-Bhot, pero era la ciudad más grande existente en las proximidades a la frontera entre Yunnan y el Imperio Song. Es decir, que éste era el lugar que el orlok Bayan había elegido para establecer su cuartel general, y desde donde dirigía o enviaba hacia el sur repetidas incursiones contra el pueblo yi. Los habitantes bho no habían sido evacuados de Batang, pero los mongoles que ocupaban la ciudad, las afueras y el valle circundante casi los superaban en número: cinco tomanes de tropas con sus mujeres, el orlok y su numeroso estado mayor, y el wang y sus cortesanos.
—Estoy ansioso por marcharme y preparado para trasladarme inmediatamente —continuó diciendo Ukuruji— si Bayan consigue tomar Yunnan y si mi padre me permite ir allí. Como es lógico al principio el pueblo yi se mostrará hostil a un señor mongol, pero prefiero estar entre enemigos rabiosos que entre los tarados bho.
—Habéis hablado de vuestra capital, wang. Supongo que os referís a la ciudad de Lha-Sha.
—No, ¿por qué?
—Me habían dicho que allí habita el más santo de los lamas, la presencia soberana. Y yo creía que era la capital de esta nación.
Él se rió:
—Sí, en Lha-Sha está el más santo de los lamas. Hay otro lama más santo que ninguno en un lugar llamado Dri-Kung, y otro en Pak-Dup, y otro en Tsal, y en otros lugares más. Vaj! Debéis comprender que no hay un único potaísmo, sino innumerables sectas rivales, ninguna más admirada o abominada que las demás, y todas reconocen como cabeza a un santísimo lama distinto. Por conveniencias, yo reconozco al santísimo lama llamado Phags-pa, cuyo lamasarai está en la ciudad de Shigat-Se, de modo que allí es donde he situado la capital. El venerable Phags-pa y yo, al menos nominalmente, somos cogobernadores del país, él en lo espiritual y yo en lo temporal. Es un viejo y despreciable farsante, pero no es peor que cualquiera de los demás lamas santísimos, me imagino.
—Y Shigat-Se, ¿es una ciudad tan hermosa como según he oído es Lha-Sha? —pregunté.
—Probablemente Shigat-Se es un estercolero —gruñó—. Y Lha-Sha sin duda también.
—En fin —dije lo más alegremente que pude—, debéis estar agradecido de residir en este bello paraje durante una temporada.
Batang estaba situada en la orilla oriental del río Jinsha, que en aquel punto era un arroyo de aguas claras saltando por el centro de una amplia llanura; pero corriente abajo, en Yunnan, recogía el agua de otros afluentes y se ensanchaba para convertirse finalmente en el gran río Yangzi. El valle de Batang en esta estación veraniega era verde, azul y con brillantes toques de otros colores. El azul era el cielo, alto y barrido por el viento. El dorado era el color de los campos de cebada de los bho y de los bosquecillos de zhugan y de incontables tiendas amarillas, los yurtu del bok mongol. Pero más allá de los campos cultivados y de las zonas de acampada, el valle postraba los ricos verdes del bosque —olmos, enebros, pinos— salpicados por los colores de rosas silvestres, campánulas, anémonas, aguileñas, lirios y sobre todo por el esplendor matutino de cada matiz que envolvía cada árbol y cada arbusto.
En un lugar así cualquier ciudad hubiera resultado tan inoportuna como una llaga en un bello rostro. Pero Batang, al poder extenderse por todo el valle, había dispuesto sus edificios unos al lado de los otros, y no apilados entre sí ni apretados, y el río se llevaba casi todos los desperdicios, de modo que no era tan fea ni sucia como la mayoría de las demás ciudades bho. Los habitantes iban incluso mejor vestidos que los demás bho. En todo caso, la gente de clase alta podía reconocerse por sus ropas y vestidos de color granate, bellamente guarnecidos con pieles de nutria, de leopardo y tigre; y las ciento ocho trenzas del pelo de una mujer de clase alta estaban adornadas con conchas de kaurí, pedacitos de turquesa e incluso coral de algún mar lejano.
—¿Podría ser que los bho de esta ciudad fueran superiores a los de otros lugares de To-Bhot? —pregunté esperanzadamente—. Al menos parecen tener costumbres distintas. Cuando entré a caballo en la ciudad los habitantes estaban conmemorando su fiesta de Año Nuevo. En todos los demás lugares, el año comienza a mediados de invierno.
—También aquí. Y no existen bhos superiores, ni aquí ni en ningún sitio. No os engañéis.
—Pero no puedo haberme engañado sobre la celebración, wang. Había un desfile (con dragones, linternas y todo lo demás) dedicado claramente a festejar el año nuevo. Escuchad, desde aquí podéis oír los gongs y los tambores.
El wang y yo estábamos sentados bebiendo cuernos de arki en una terraza de su palacio provisional, situado río arriba desde Batang.
—Sí, los oigo perfectamente. ¡Qué cabezas de chorlito! —dijo con un gesto despreciativo—. Es una fiesta de Año Nuevo, pero no da la bienvenida a un nuevo año. Ha habido en el pueblo una epidemia: un simple brote de diarrea, una enfermedad de los intestinos bastante corriente en el verano; pero ningún potaísta puede creer que algo suceda normalmente. Los lamas del lugar, en su sabiduría, decidieron que la diarrea se debía a la acción de ciertos demonios, y han decretado una celebración de Año Nuevo para que los demonios piensen que se han equivocado de estación y se marchen llevándose consigo su enfermedad veraniega.
—Tenéis razón —dije con un suspiro—. Encontrar a un bho con sentido común debe de ser tan improbable como encontrar un cuervo blanco.
—Sin embargo, como los lamas están furiosos conmigo quizá también pretenden con esta celebración empujar a los demonios intestinales río arriba hacia aquí, y arrastrarme con ellos fuera de este Pota-lá.
Ukuruji se había apropiado del lamasarai de la ciudad y lo utilizaba como palacio provisional; había desahuciado prácticamente a toda su población de lamas y trapas, y se había quedado sólo con los novicios chabi como sirvientes y cortesanos. Los santos varones, me dijo, saliendo de su estupor por una vez en su vida, se habían marchado amenazando con los puños e invocando todas las maldiciones que Pota podía infligir. Pero el wang y su corte estaban instalados cómodamente desde hacía varios meses. A mi llegada me había cedido toda una serie de habitaciones y, como mis escoltas mongoles deseaban unirse a nuestra avanzadilla de jinetes, y a sus demás compañeros en el bok del orlok, también me había asignado un séquito de chabis.
Ukuruji continuó:
—De todos modos, debemos estar agradecidos por este Año Nuevo fuera de temporada. Sólo en esa fiesta los bho limpian sus casas, lavan la ropa o se bañan. O sea que este año los bho de Batang se han lavado dos veces.
—Entonces no me extraña que la ciudad y sus habitantes me hayan parecido algo fuera de lo corriente —murmuré—. En fin, como vos dijisteis, seamos agradecidos. Y dejadme que os elogie, wang Ukuruji, por haber sido quizá el primer hombre que ha enseñado a este pueblo algo más útil que la religión. Realmente habéis conseguido que transformaran este Pota-lá. Yo me he alojado en lamasarais por todo To-Bhot, pero encontrar una sala de cantos limpia, o simplemente encontrarla, es toda una revelación.
Miré desde la terraza al interior de la sala de cantos. Ya no era una lóbrega caverna cubierta de capas de mantequilla de yak y de antiguos restos de comida; la habían abierto para que entrara el sol, la habían limpiado a fuerza de restregar, habían sacado las imágenes incrustadas, y ahora quedaba visible un suelo con bellas losas de mármol. Un criado chabi, a las órdenes de Ukuruji, acababa de esparcir sebo de vela por el suelo y ahora lo pulía arrastrando por la sala los pies calzados con gorros de pelo de oveja.
—Además —dijo el wang—, en cuanto estas gentes se lavaron y sus caras empezaron a distinguirse, pude escoger algunas hembras de buen aspecto. Incluso yo, que no soy bho, creo que casi se merecen todas las monedas que llevan. ¿Qué os parece si os mando esta noche dos o tres para que seleccionéis vos mismo?
Como yo no acepté inmediatamente, dijo:
—No creo que prefiráis a una de esas mujeres del bok que parecen odres correosos y dilatados.
Luego pensó y añadió delicadamente:
—Entre los chabis hay dos o tres bellos muchachos.
—Gracias, wang —dije—, prefiero a las mujeres. Pero me gusta ser la primera moneda de una mujer, por decirlo así, y no la última. Aquí en To-Bhot eso significaría acostarse con una mujer fea y poco deseable. De modo que, agradeciéndolo mucho, declinaré el ofrecimiento y me mantendré en castidad hasta llegar quizá más al sur, a Yunnan, en donde espero que las mujeres yi sean más de mi gusto.
—Yo estoy esperando lo mismo —dijo—. Bien, el viejo Bayan debe regresar cualquier día de éstos de su última incursión hacia el sur. Podréis presentarle entonces la misiva de mi real padre, y estaré muy agradecido si en ella se ordena que me dirija hacia el sur con los ejércitos. De modo que hasta que nos reunamos todos, disponed libremente de las comodidades que este lugar ofrece.
Aquél joven y hospitalario wang sin duda se fue directamente a buscarme una mujer que no hubiera concedido aún sus favores, pero que cuando lo hiciera mereciese una moneda, ya que cuando me retiré a mis habitaciones aquella noche, mis chabis hicieron entrar orgullosamente a dos personitas. Tenían rostros sonrientes sin embadurnar y vestían trajes limpios de color granate, guarnecidos con pieles. Al igual que todos los bho, estas personitas no llevaban ropa interior, como observé cuando los chabis tiraron de sus trajes para mostrarme que eran hembras. Los chabis también hicieron gestos y ruidos para informarme del nombre de las niñas —Ryang y Odcho— y aún hicieron más gestos para indicar que iban a ser mis compañeras de cama. Yo no sabía hablar el idioma de los chabis y de las niñas, pero conseguí, también con gestos, conocer su edad. Odcho tenía diez años y Ryang nueve.
No pude evitar soltar una carcajada, aunque eso pareció sorprender a los chabis y ofender a las niñas. Estaba claro que en To-Bhot para encontrar una virgen pasablemente guapa había que rebuscar entre las muy niñas. Lo encontré divertido, pero también frustraba en cierto modo mi curiosidad por los detalles pertinentes. Las mujeres, a esa tierna edad, no tienen formas y están casi desprovistas de características sexuales. Ryang y Odcho no mostraban indicios del aspecto que tendrían o de cómo se comportarían de mayores. O sea que no puedo jactarme de haber disfrutado nunca a una mujer bho auténtica, ni de haber examinado a ninguna desnuda; de modo que soy incapaz de presentar un informe —como había intentado hacer diligentemente con las mujeres de otras razas— sobre los atributos físicos o características corporales interesantes, o las excentricidades copulativas a destacar en las hembras adultas de los bho.
La única peculiaridad que observé en las dos niñas fue que cada una de ellas tenía una decoloración, como una mancha de nacimiento, en la parte baja de la espalda, justamente sobre la hendedura de las nalgas. Era una mancha purpúrea sobre la piel cremosa, del tamaño de un platillo, algo más oscura en Ryang que tenía nueve años que en la otra niña, mayor. Como las niñas no eran hermanas me sorprendió esa coincidencia, y un día le pregunté a Ukuruji si todas las mujeres bho tenían esa mancha.
—Todos los niños, varones y hembras —dijo—. Y no sólo los bho y los drok. También los han, los yi e incluso los mongoles nacen con ella. ¿Vuestros bebés ferenghi no?
—No, nunca he visto nada parecido. Ni tampoco entre persas, armenios, árabes semitas, judíos…
—¿De verdad? Los mongoles la llamamos la «mota del ciervo» porque lentamente se desvanece y desaparece, como las manchas de un cervatillo, cuando el niño crece. A los diez u once años generalmente ya se ha ido. Otra diferencia más entre nosotros y vosotros, los occidentales, ¿eh? Aunque me imagino que de poca importancia.
Algunos días después el orlok Bayan regresó de su expedición a la cabeza de varios miles de guerreros montados a caballo. La columna parecía fatigada por el viaje, pero no demasiado diezmada por el combate, pues sólo traían varias docenas de caballos con las sillas vacías. Cuando Bayan se hubo cambiado de ropa en su pabellón yurtu del bok, se dirigió al palacio del Pota-lá acompañado de algunos de sus sardars y de otros oficiales, para rendir sus respetos al wang y conocerme a mí. Los tres nos sentamos en la terraza alrededor de una mesa, los oficiales inferiores se sentaron alejados a cierta distancia, y los chabis nos sirvieron a todos ofreciéndonos cuernos y cráneos de kumis y de arki, y algunos brebajes nativos bho elaborados con cebada.
—Como de costumbre los yi se escaparon cobardemente —gruñó Bayan, informándonos de su incursión—. Se esconden, atacan camuflados y huyen. Yo perseguiría a esos malditos fugitivos hasta la misma jungla de Champna, pero eso es lo que ellos están esperando: que exponga mis flancos y rebase mis líneas de suministros. El caso es que un jinete me trajo la noticia de que un mensajero del gran kan venía de camino hacia aquí, de modo que suspendí la operación y di media vuelta. Si los bastardos yi creen que nos han repelido, no me preocupa: los atacaré salvajemente la próxima vez. Espero, mensajero Polo, que traigáis algún buen consejo de Kubilai sobre cómo debo actuar.
Le alargué la carta, y los demás nos quedamos sentados en silencio mientras él rasgaba sus sellos yin de cera, la desdoblaba y la leía. Bayan era un hombre bien entrado en la cincuentena, robusto, atezado, marcado de cicatrices y de aspecto feroz como cualquier otro guerrero mongol, pero también tenía la dentadura más espantosa que yo había visto jamás en una boca humana. Miré cómo batía los dientes mientras examinaba la carta, y durante un rato me fascinó más su boca que las palabras que salían de ella.
Después de observarle detenidamente, me di cuenta de que los dientes no eran suyos; es decir, eran postizos, hechos de porcelana dura. Se los habían hecho a medida —me contó más tarde— después de perder todos los suyos cuando un enemigo samoyedo le dio en la boca con una maza de hierro. Con el tiempo, vi a otros mongoles y a otros han llevar dientes postizos —los médicos han especializados en su fabricación los llamaban jinchi—, pero los de Bayan eran los primeros que veía y los peores, pues sin duda se los había encargado a un médico que no le apreciaba demasiado. Parecían tan pesados y graníticos como mojones de camino, y estaban sujetos entre sí y se sostenían en su sitio mediante una compleja, llamativa y reluciente rejilla de oro. El propio Bayan me dijo que le resultaban dolorosos e incómodos, y que sólo se los colocaba entre las encías cuando tenía que reunirse con algún dignatario, cuando comía o cuando deseaba seducir a una mujer con su belleza. Yo no di mi opinión, pero me pareció que su jinchi repugnaría necesariamente a cualquier dignatario ante el cual se pusiera a mascar y a cualquier sirviente que le atendiera en la mesa; y prefería ni pensar el efecto que producirían en una mujer.
—Bueno, Bayan —estaba diciendo Ukuruji ansiosamente— ¿ordena mi padre que os siga a Yunnan?
—No dice que no lo hagáis —respondió Bayan diplomáticamente.
Alargó el documento al wang para que lo leyera él mismo. Luego el orlok se volvió hacia mí:
—Muy bien. Como propone Kubilai ordenaré que se lea una proclama destinada a los yi para que sepan que ya no tienen un amigo secreto en la corte de Kanbalik. ¿Se supone que esto les hará rendirse en el acto? Yo creo que lucharán con más fuerza, con una rabia desmesurada.
—No lo sé, orlok —dije yo.
—¿Y por qué propone Kubilai que haga lo mismo que he intentado evitar y que penetre en Yunnan hasta que mis flancos y mi retaguardia sean vulnerables?
—Realmente no lo sé, orlok. El gran kan no me confió sus ideas estratégicas o tácticas.
—Humm. Bueno, al menos algo debéis saber sobre eso que sigue Polo. Incluye una postdata… diciendo que me habéis traído una nueva arma.
—Sí, orlok. Es un invento con el cual la guerra podría continuar sin necesidad de que mueran tantos soldados.
—Los soldados están para morir —dijo categóricamente—. ¿Cuál es ese invento?
—Un sistema para emplear en el combate los polvos llamados huoyao.
Bayan entró en erupción, como si él mismo fuera polvo ardiente:
—Vaj! ¿Otra vez con eso? —Sus fantasmales dientes rechinaron y bramó algo que a mí me pareció una blasfemia terrible—. ¡Por la hedionda y vieja silla de montar del sudoroso dios Tengri! Cada año que pasa, otro inventor lunático propone sustituir el frío acero por el humo caliente. Y todavía no ha servido de nada.
—Puede que esta vez sirva, orlok —dije—. Es un tipo de huoyao totalmente nuevo.
Hice señas a un chabi y le ordené que fuese corriendo a mis habitaciones a buscar una de las bolas de latón.
Mientras esperábamos, Ukuruji terminó de leer la carta y dijo:
—Creo, Bayan, que he comprendido la intención de la propuesta táctica de mi real padre. Hasta ahora, vuestras tropas no han logrado terminar con los yi en una batalla decisiva porque éstos continuamente desaparecen de delante vuestro y huyen a sus refugios de montaña. Pero si vuestras columnas continuaran hacia adelante, de modo que los yi vieran la oportunidad de rodearos totalmente, entonces tendrían que ir saliendo poco a poco de sus escondites y congregarse masivamente en vuestros flancos y en la retaguardia.
El orlok parecía preocupado y exasperado al mismo tiempo por esta explicación, pero por respeto al rango le dejó continuar.
—Así que por primera vez tendréis a todos los enemigos yi reunidos y desguarnecidos, lejos de sus madrigueras, y ocupados en el combate cuerpo a cuerpo. ¿Qué os parece?
—Si mi wang me permite —dijo el orlok—. Todo esto es probablemente muy cierto. Pero mi wang ha mencionado también el otro atroz defecto de esta táctica. Yo quedaría totalmente rodeado. Si puedo establecer un paralelismo diré que la mejor manera de apagar un fuego no es dejándose caer encima de él con el trasero al aire.
—Humm —dijo Ukuruji—. Bien… supongamos que arriesgáis sólo una parte de vuestras tropas y que dejáis a las demás en reserva… para lanzarlas al ataque cuando los yi se hayan reunido tras las primeras columnas…
—Wang Ukuruji —dijo el orlok pacientemente—. Los yi son tramposos y esquivos, pero no estúpidos. Saben cuántos hombres y caballos tengo a mi disposición, e incluso probablemente saben cuántas mujeres tengo para el uso de los guerreros. No caerían en una trampa así a menos que pudieran ver y contar que todas mis fuerzas estaban reunidas. Y entonces ¿quién habría caído en la trampa?
—Humm —murmuró Ukuruji de nuevo, y se sumió en un pensativo silencio.
El chabi volvió con la bola de latón, y yo expliqué al orlok todos los incidentes de su invención, y que el artífice Shi había visto en aquel artilugio un nuevo potencial de utilidad bélica. Cuando hube terminado de hablar, el orlok apretó los dientes algo más y me dirigió casi la misma mirada que había merecido el consejo táctico del wang.
—A ver si os he entendido correctamente, Polo —dijo—. Me habéis traído doce de esas elegantes chucherías, ¿no? Ahora, corregidme si me equivoco. Según vuestra experiencia podéis asegurar que cada una de las doce bolas destruirá de modo efectivo a dos personas, suponiendo que ambas estén cerca cuando se enciende, y que ambas vayan desarmadas y sean delicadas, incautas y confiadas mujeres.
—Bueno, es cierto, coincide que los dos casos que mencioné eran mujeres, pero… —balbucí.
—Doce bolas. Cada una capaz de matar a dos indefensas mujeres. Mientras tanto, en los lejanos valles del sur, hay unos cincuenta mil hombres yi, guerreros leales revestidos con armaduras de cuero tan duras que pueden doblar una espada. No puedo confiar que se agrupen justamente cuando yo les arroje la bola. Incluso si lo hicieran, dejadme pensar, cincuenta mil menos, hummm, veinticuatro… quedan, hummm…
Yo tosí, luego carraspeé y dije:
—En mi camino hacia aquí, a lo largo de la Ruta de los Pilares, me asaltó la idea de utilizar las bolas de otro modo y no lanzándolas simplemente entre el enemigo. Noté que las montañas de estos entornos no tienen demasiada tendencia a producir desprendimientos de roca ni corrimientos de tierra, como sucede en el Pai-Mir, por ejemplo, y que estos montañeses sin duda ignoran la existencia de este tipo de incidentes.
Bayan, para variar, no ronzó esta vez sus dientes, sino que me miró fijamente.
—Tenéis razón. Éstas montañas son verdaderamente sólidas. ¿Y qué?
—Pues que si las bolas de latón se introdujeran en grietas estrechas en las altas cimas, tanto en las crestas como sobre el valle, y todas se hicieran estallar en el mismo momento oportuno, desencadenarían una enorme avalancha. Ésta bajaría estruendosamente por ambas laderas, llenaría completamente el valle, y trituraría y sepultaría toda cosa viva que hubiera en él. Para un pueblo que durante tanto tiempo se ha sentido seguro entre estas montañas, incluso cobijado y protegido por ellas, sería un inmenso cataclismo, inesperado e ineludible. La avalancha los aplastaría como el talón de la bota de Dios. Por supuesto, como ha dicho el wang, sería necesario disponerlo todo de manera que todos los enemigos estuvieran congregados en ese único valle…
—¡Huí! Eso es —exclamó Ukuruji—. Primero, Bayan, mandáis heraldos con esa proclama que mi real padre ha propuesto. Luego, como si con eso os hubiera dado orden para un asalto a gran escala, enviáis todas vuestras fuerzas al valle más adecuado, después de haber sembrado las laderas de sus montañas con las bolas de huoyao. Los yi pensarán que habéis perdido la razón, pero se aprovecharán de ello. Irán saliendo de sus escondrijos y se reunirán, se agruparán y prepararán el asalto de vuestros flancos y retaguardia Y entonces…
—¡Honorable wang! —gimió el orlok casi suplicante—. ¡En ese caso yo tendría que haber perdido la razón! No basta con que exponga a mis cinco romanes enteros, medio tule, a que el enemigo los rodee. ¡Ahora deseáis que condene también a mis cincuenta mil hombres a una devastadora avalancha! ¿Qué sacaríamos con aniquilar a los guerreros yi y con tener a todo Yunnan postrado ante nosotros, si nos quedamos sin nuestras propias tropas vivas para invadirlos y someterlos?
—Humm —volvió a decir Ukuruji—. Bueno, al menos nuestras tropas estarían esperando la avalancha…
El orlok se abstuvo incluso de honrar aquello con un comentario. En ese momento uno de los sirvientes chabis salió del Pota-lá hacia la terraza trayendo una bota de cuero de arki para llenar otra vez nuestras copas de cráneo. Bayan, Ukuruji y yo estábamos sentados con los ojos pensativamente fijos en la mesa, cuando mi mirada captó encima de ella las brillantes mangas granates de aquel joven bho que servía el licor. Mis ojos entonces, siguiendo ociosamente esos movimientos del color, captaron la mirada igualmente ociosa de Ukuruji, y vi encenderse en sus ojos una luz, y creo que las mangas granates inspiraron en nosotros dos la misma descabellada idea y en el mismo instante, pero yo preferí que él la expresara. Se inclinó apresuradamente hacia Bayan y dijo:
—Imaginad que no arriesgamos nuestros propios hombres como cebo para la trampa. Imaginad que enviamos a los inútiles y sacrificables bho…