Vi que la ciudad de Kashgar tenía un tamaño respetable y que sus posadas, tiendas y residencias estaban sólidamente construidas, no como las chozas de barro que habíamos encontrado en Tazhikistán.
Kashgar estaba construida para que durara, porque era la puerta de acceso occidental a Kitai, a través de la cual han de pasar todas las caravanas de la Ruta de la Seda que van y vienen de Occidente. Y comprobamos que ninguna caravana podía pasar sin ser interceptada. Unos farsajs antes de llegar a las murallas de la ciudad un grupo de centinelas mongoles estacionados en un puesto de guardia del camino hicieron seña para que nos detuviéramos. Detrás de su puesto pudimos ver las innumerables tiendas redondas, o yurtus, de un ejército entero que al parecer estaba acampado en la vía de entrada de Kashagar.
—Mendu, hermanos mayores —dijo uno de los centinelas.
Era un típico guerrero mongol con una corpulencia y fealdad formidables, y de su cuerpo colgaban todo tipo de armas, pero su saludo era bastante amistoso.
—Mendu, saín bina —respondió mi padre.
No pude comprender todas las palabras que intercambiaron, pero más tarde mi padre me repitió la conversación traducida, y me dijo que éste era el saludo habitual cuando dos personas o dos grupos de personas se encontraban en cualquier lugar del país mongol. Era curioso escuchar a un personaje de aspecto tan brutal formular saludos tan corteses, pero el centinela continuó preguntando con gran educación:
—¿De qué parte bajo el cielo venís?
—Venimos de debajo de los cielos del lejano Occidente —contestó mi padre—. Y vos, hermano mayor, ¿dónde erigís vuestro yurtu?
—Ved, mi pobre tienda está ahora entre los bok del ilkan Kaidu, que de momento permanece acampado en este lugar, mientras inspecciona sus dominios. Hermano mayor, ¿sobre qué países habéis proyectado vuestra sombra benéfica mientras veníais hacia aquí?
—Nuestro punto más reciente de partida es el alto Pai-Mir, y hemos bajado por este río del Paso. Invernamos en el estimable lugar llamado Buzai Gumbad, que también figura entre los territorios de vuestro señor Kaidu.
—Ciertamente sus dominios son vastos y numerosos. ¿Acompañó la paz vuestro viaje?
—Hasta ahora hemos viajado con seguridad. Y vos, hermano mayor, ¿estáis en paz? ¿Son fértiles vuestras yeguas y vuestras esposas?
—Todo es próspero y pacífico en nuestros pastos. ¿Hacia dónde continúa vuestra caravana, hermano mayor?
—Pensamos detenernos varios días en Kashgar. ¿Es saludable el lugar?
—Podréis encender allí vuestro fuego con comodidad y tranquilidad, y las ovejas están cebadas y a punto. Sin embargo antes de que continuarais, a este pequeño servidor del ilkan le gustaría conocer vuestro destino último.
—Nos dirigimos hacia el este, hacia la lejana capital de Kanbalik, para ofrecer nuestros respetos a vuestro supremo señor, el gran kan Kubilai. —Mi padre sacó la carta que había llevado consigo tanto tiempo—. ¿Se ha rebajado alguna vez mi hermano mayor a aprender el humilde arte del escribano, la lectura?
—Por desgracia, hermano mayor, no he alcanzado esta alta ciencia —respondió el soldado, cogiendo los documentos—. Pero incluso yo puedo percibir y reconocer el gran sello del kan de todos los kanes. Me siento afligido por haber interrumpido el tranquilo avance de dignatarios tan importantes como vosotros.
—Estáis cumpliendo con vuestro deber, hermano mayor. Si me devolvéis la carta, continuaré mi camino.
Pero el centinela no se la devolvió.
—Mi señor Kaidu no es más que una choza miserable en comparación del alto pabellón de su primo mayor, el gran señor Kubilai. Por este motivo ansiará sin duda el privilegio de ver las palabras escritas de su primo y de leerlas con reverencia. También deseará con toda seguridad recibir y saludar a los distinguidos emisarios de su señor primo que llegan de Occidente. O sea que si lo permitís, hermano mayor, le mostraré este papel.
—En realidad, hermano mayor —dijo mi padre con cierta impaciencia—, no necesitamos pompa ni ceremonia. Nos bastaría con pasar directamente por Kashgar sin provocar ninguna conmoción.
El centinela no le hizo caso.
—Aquí en Kashgar, las distintas posadas están reservadas para tipos diferentes de huéspedes. Hay un caravasar para tratantes de caballos, otro para mercaderes de grano…
—Ya lo sabíamos —gruñó tío Mafio—. Pasamos por aquí en otra ocasión.
—En este caso os recomiendo, hermanos mayores, la reservada para los viajeros de paso, la Posada de las Cinco Felicidades. Está en el callejón de la Humanidad Perfumada. Cualquier persona de Kashgar puede indicaros…
—Sabemos dónde está.
—Entonces tened la amabilidad de alojaros allí hasta que el ilkan Kaidu solicite el honor de vuestra presencia en el yurtu del pabellón. —Dio un paso atrás, con la carta aún en la mano, y nos dejó vía libre—. Ahora id en paz, hermanos mayores. Tened buen viaje.
Cuando nos hubimos alejado y el centinela no podía oírnos, tío Mafio gruñó:
—Mierda con un pastel encima. ¡Con tantos ejércitos mongoles, caer precisamente en el de Kaidu!
—Sí —dijo mi padre—. Haber atravesado todos estos países sin ningún incidente y ahora tropezar con él en persona.
Mi tío movió la cabeza tristemente y dijo:
—Quizá no pasemos de aquí.
Para explicar por qué mi padre y mi tío expresaron molestia y preocupación debo contar primero otras cosas sobre este país de Kitai al cual acabábamos de llegar. En primer lugar su nombre se pronuncia universalmente en Occidente «Catay» y yo no puedo hacer nada para cambiarlo. Ni siquiera lo intentaré, porque el nombre que se pronuncia correctamente «Kitai» es más bien un nombre arbitrario, aplicado por los mongoles en fecha relativamente reciente, unos cincuenta años antes de mi nacimiento. Éste país fue el primero que los mongoles conquistaron en su marcha desbocada por el mundo, y fue allí donde Kubilai decidió instalar su trono, y es el botón de los muchos rayos del vasto imperio de los mongoles, del mismo modo que nuestra Venecia es el centro de poder de las muchas posesiones de nuestra república: Tesalia, Creta, el Véneto en tierra firme y todas las demás. Sin embargo, del mismo modo que los vénetos llegaron originalmente a la laguna veneciana procedentes de algún lugar del norte, también los mongoles llegaron a Kitai desde fuera.
—Los mongoles tienen una leyenda —me explicó mi padre cuando estuvimos todos instalados confortablemente en el caravasar de las Cinco Felicidades de Kashgar y comenzamos a discutir nuestra situación—. Es una leyenda ridícula, pero ellos se la creen. Dicen que una vez, hace mucho, mucho tiempo, una viuda vivía sola y desamparada en un yurtu de las llanuras nevadas. Impulsada por su soledad se hizo amiga de un lobo azul salvaje y al final se aparejó con él y de su apareamiento nacieron los primeros antepasados de los mongoles.
Éste inicio legendario de su raza tuvo lugar en un país situado muy al norte de Kitai, un país llamado Sibir. No lo he visitado nunca, ni he deseado hacerlo, porque dicen que es una tierra plana y sin interés, cubierta perpetuamente de nieve y hielo. Quizá en un país tan duro lo natural para las distintas tribus mongoles (una de las cuales se llamaba «los kitai») era luchar entre sí. Pero uno de ellos, un hombre llamado Temuchin, reunió bajo su mando a varias tribus y sometió una por una a las demás hasta que todos los mongoles quedaron bajo sus órdenes y le nombraron kan, que significa Gran Señor, y le dieron un nuevo nombre, Chinghiz, que significa Guerrero Perfecto.
Los mongoles, bajo el mando de Chinghiz Kan, abandonaron sus territorios septentrionales y avanzaron hacia el sur, hacia el inmenso país que era entonces el Imperio de Jin. Lo conquistaron y lo llamaron Kitai. No es preciso que describa ahora las demás conquistas de los mongoles en el resto del mundo, porque la historia las conoce perfectamente. Baste decir que Chinghiz y los ilkanes menores y luego sus hijos y nietos extendieron los dominios mongoles por el oeste hasta las orillas del río Dniéper en la Ucrania polaca y hasta las puertas de Constantinopla en el mar de Mármara, mar que los venecianos consideramos un lago privado como el Adriático.
—Nosotros los venecianos compusimos la palabra «horda» a partir del mongol yurtu —me recordó mi padre—, y llamamos colectivamente a los merodeadores horda mongol.
Luego pasó a contarme algo que yo desconocía:
—En Constantinopla oí que les daban un nombre distinto: la horda de oro. Esto se explica porque los ejércitos mongoles que invadieron aquella región procedían del país donde ahora estamos, y ya has visto lo amarillo que es aquí el suelo. Pero los mongoles siempre pintaban sus tiendas del mismo color amarillo de la tierra, para confundirse con ella, y de ahí, de yurtu amarillo, vino horda de oro. Sin embargo, los mongoles que partieron directamente hacia occidente desde su Sibir nativa estaban acostumbrados a colorear sus yurtus de blanco, como las nieves de Sibir. Y los ejércitos que invadieron Ucrania fueron llamados por sus víctimas horda blanca. Supongo que habrá también hordas de otros colores.
Los mongoles tendrían mucho de que enorgullecerse aunque sólo hubiesen conquistado Kitai. Aquél enorme país se extiende desde las montañas de Tazhikistán por el este hasta las orillas del gran océano llamado mar de Kitai, o mar de Jin según otros. Kitai por el norte llega hasta el desierto de Sibir de donde salieron los mongoles. Por el sur, Kitai, en la época en que llegué por primera vez al país, limitaba con el Imperio de Song. Sin embargo, tal como explicaré en su momento, los mongoles conquistaron después este imperio, lo llamaron Manzi y lo integraron en el kanato de Kubilai.
Pero incluso en la época de mi llegada, el Imperio mongol era tan inmenso que, como ya he indicado repetidamente, estaba dividido en numerosas provincias, cada una de ellas bajo la soberanía de un ilkan diferente. Éstas provincias se habían parcelado sin prestar mucha atención a las antiguas fronteras cartográficas respetadas por los antiguos soberanos destronados. Por ejemplo, el ilkan Abagha era señor del antiguo Imperio de Persia, pero sus tierras incluían también gran parte de la antigua Armenia Mayor y Anatolia, al oeste de Persia, y por el este incluía la Aryana de la India. El dominio de Abagha limitaba allí con las tierras confiadas a su primo lejano, el ilkan Kaidu, que reinaba sobre la región de Balj, el Pai-Mir, todo Tazhikistán y esta provincia oriental de Kitai, el Xinjiang, donde ahora estábamos alojados mi padre, mi tío y yo.
La subida al imperio, al poder y a la riqueza de los mongoles no había disminuido su lamentable inclinación a las luchas intestinas. Luchaban con mucha frecuencia entre sí, como solían hacer cuando eran simples salvajes desharrapados en los desiertos de Sibir, antes de que Chinghiz los unificara y los empujara hacia un destino grandioso. El gran kan Kubilai era nieto de este Chinghiz, y todos los ilkanes de las provincias adyacentes eran también descendientes directos del Guerrero Perfecto. Uno se los imaginaría formando una familia real muy unida. Pero algunos descendían de hijos diferentes de Chinghiz, y se habían distanciado unos de otros, porque durante dos o tres generaciones el árbol genealógico se había ramificado cada vez más, y no todos estaban seguros de haber heredado una porción justa del imperio legado por su común progenitor.
Por ejemplo el ilkan Kaidu, de quien estábamos esperando que nos convocara en audiencia, era el nieto del tío de Kubilai, Okkodai. Éste Okkodai había sido en su momento el gran kan supremo, el segundo después de Chinghiz y evidentemente su nieto Kaidu estaba ofendido porque el título y el trono habían pasado a una rama diferente de la línea. Como es lógico también pensaba que se merecía una porción mayor del kanato. Además, Kaidu había llevado a cabo varias incursiones en las tierras concedidas a Abagha, lo cual suponía una insubordinación contra el gran kan porque Abagha era sobrino de Kubilai, hijo de su hermano, y su fiel aliado en una familia tan dividida.
—Kaidu no se ha rebelado todavía abiertamente contra Kubilai —dijo mi padre—. Pero además de hostigar al sobrino favorito de Kubilai, ha hecho caso omiso de muchos edictos de la corte, ha usurpado privilegios que no le corresponden y ha desafiado de otras maneras la autoridad del gran kan. Si nos considera amigos de Kubilai debe considerarnos también enemigos suyos.
Narices dijo con tono afligido:
—Pensaba que sólo era un retraso trivial, amo mío. ¿Corremos peligro de nuevo?
Tío Mafio murmuró:
—Como dijo el conejo en la fábula: «Si esto no es un lobo, es un perro enorme».
—Puede que se quede con todos los regalos que llevamos a Kanbalik —dijo mi padre—. Puede hacerlo por envidia y despecho, y también por pura rapacidad.
—Esto es imposible —intervine yo—. Sin duda sería un acto de lesamaestà, un desafío a la carta de salvoconducto del gran kan. Y Kubilai supongo que se pondría furioso si llegáramos a su corte con las manos vacías y le explicáramos el motivo.
—Sólo suponiendo que consiguiéramos llegar —dijo lúgubremente mi padre—. Kaidu es actualmente el guardián de este tramo de la Ruta de la Seda. Tiene en sus manos el poder de vida y muerte. Sólo nos queda esperar los acontecimientos.
Tuvimos que esperar varios días hasta que se nos convocó para ver al ilkan, pero nadie puso obstáculos a nuestra libertad de movimientos. Pasamos, pues, estos días paseándonos dentro de los muros de Kashgar. Desde hacía tiempo había comprobado que cruzar una frontera entre dos naciones no es como pasar una puerta entre dos jardines diferentes. Incluso en los países lejanos que son tan exóticamente distintos de Venecia, pasar de un país al siguiente no solía dar más sorpresas que pasar por ejemplo del Véneto al ducado de Padua o de Verona. Las primeras personas que había visto en Kitai tenían la misma cara de las que había visto durante meses, y la ciudad de Kashgar podía parecer de entrada una versión mucho mayor y mejor construida de la ciudad comercial tazhik de Murghab. Pero una inspección más detallada me demostró que Kashgar difería en muchos aspectos de todo lo visto anteriormente.
La población incluía, además de los ocupantes mongoles asentados en las cercanías, a tazhiks del otro lado de la frontera y gente de orígenes diversos, uzbekos y turcos y muchos otros cuyo nombre desconozco. Los mongoles daban a todos ellos el nombre de wighur, palabra que significa únicamente «aliado», pero cuyo sentido es más amplio. Los varios wighures no eran únicamente aliados de los mongoles, sino que en cierto modo estaban relacionados con ellos por su herencia racial, su lenguaje y sus costumbres. Al fin y al cabo si dejamos de lado algunas variaciones de trajes y adornos, todos parecían mongoles: complexión marrón, ojos como rayas, bastante peludos, huesos grandes, cuerpo corpulento y macizo y rasgos rudos. Pero la población incluía también a personas totalmente distintas, tanto de mí como de los pueblos mongoloides, en aspecto, lenguaje y comportamiento. Me enteré de que estas personas eran los han, los habitantes autóctonos de estas tierras.
La mayoría de ellos tenían rostros más pálidos que el mío, de un tinte delicado y marfileño, como el mejor grado de pergamino, sin apenas pelo en la cara. Sus ojos no quedaban achicados por párpados gruesos y protuberantes como los de los mongoles, pero de todos modos eran tan rasgados que parecían inclinados. Sus cuerpos y miembros eran de huesos finos, delgados y casi frágiles. Cuando uno miraba a un peludo mongol o a uno de sus parientes wighures pensaba inmediatamente «Éste hombre vive siempre al aire libre»; en cambio, al mirar a un han, aunque fuera un desgraciado campesino trabajando duramente en su campo lleno de fango y de estiércol, uno se sentía inclinado a pensar: «Éste hombre nació y se crió dentro de una casa». Pero no era preciso mirar mucho; con sólo oírle hablar, incluso un ciego podía entender que un han era único.
El idioma han no se parece a ninguno de la tierra. Yo no tuve ningún problema para aprender a hablar mongol ni para escribir en su alfabeto, pero con el idioma han nunca superé el nivel de una comprensión rudimentaria. El habla de los mongoles es bronca y dura, como quienes se sirven de ella, pero por lo menos utiliza sonidos no muy diferentes de los que se oyen en los lenguajes occidentales. En cambio el han es un idioma de sílabas en staccato, que se cantan más que se hablan. Es evidente que la garganta de los han es incapaz de formar todos los sonidos que los demás pueblos emiten. Por ejemplo el sonido de la res imposible para ellos. Mi nombre en su idioma fue siempre Mage. Los han disponen de tan pocos sonidos para entenderse que han de pronunciarlos en tonos diferentes: alto, medio, bajo, ascendente, descendente, para disponer así de una variedad suficiente que permita compilar un vocabulario. La cosa es más o menos así: supongamos que nuestro canto ambrosiano Gloria in excelsis significara «gloria en las alturas» únicamente al cantarlo con sus tradicionales neumas ascendentes y descendentes, y que al cantar las sílabas con diferentes tonalidades el significado cambiara totalmente y fuera por ejemplo «tinieblas en las honduras» o «deshonor a los más bajos» o incluso «pescado para la fritura».
Pero en Kashgar no había ninguna clase de pescado. Nuestro posadero wighur lo explicó casi con orgullo. Dijo que en aquel lugar estábamos a la mayor distancia imaginable de todos los mares del mundo: de los océanos templados situados al este y al oeste, de los mares tropicales del sur, de los mares helados y blancos del norte. Ningún otro lugar del mundo, dijo, como si fuera algo digno de elogio, está situado tan lejos del mar. Tampoco Kashgar tenía pescado de agua dulce, dijo, porque el río del Paso estaba demasiado contaminado por las evacuaciones de la ciudad y no podía alimentar a ningún pez. Yo ya me había dado cuenta de esas evacuaciones porque se componían entre otros de un elemento que no había visto nunca. Todas las ciudades evacuan aguas residuales, basuras y humo, pero el humo de Kashgar era peculiar. Procedía de las piedras que quemaban y fue allí donde vi esto por primera vez.
En cierto modo la roca combustible es un fenómeno diametralmente opuesto a la roca que había visto en Balj y que produce la tela incombustible. Muchos de mis compatriotas venecianos que no han viajado, cuando les he hablado de estos dos tipos de piedra se han burlado de ellas considerándolas increíbles. Pero otros venecianos, marineros que comercian con Inglaterra, me han dicho que la roca combustible es bien conocida y se utiliza corrientemente como combustible en aquel país, donde se llama kohle. En las tierras mongoles se llamaba simplemente «la negra», kara, porque éste era su color. Se presenta en estratos extensos un poco por debajo del suelo amarillo, y se puede extraer fácilmente con simples picos y palas, y al ser la roca bastante quebradiza se pueden sacar bloques manejables. Un horno o un brasero lleno de estos bloques se ha de prender primero con un fuego de madera, pero cuando la kara se enciende quema mucho más tiempo que la madera y da más calor, como el aceite de nafta. Es un material abundante que se puede extraer de balde, y su único defecto es el espeso humo que suelta. Cada hogar, cada taller y cada caravasar de Kashgar la utilizaba como combustible y en consecuencia una capa de humo se interponía perpetuamente entre la ciudad y el cielo.
Por lo menos la kara no daba un aroma desagradable a la comida preparada sobre su fuego, como el estiércol de camello o de yak, aunque la comida que nos servían en Kashgar tenía un aroma terriblemente familiar. Había rebaños de cabras y de ovejas, y grupos de vacas y de yaks domesticados por toda la región, y cerdos y gallinas y patos en todos los patios, pero la carne básica en las Cinco Felicidades continuaba siendo el eterno cordero. Los pueblos wighures, como los mongoles, carecen de religión nacional, y no pude averiguar si alguna vez tuvieron una. Pero Kashgar, en su calidad de encrucijada comercial, tenía en su población permanente y de paso representantes de casi todas las religiones existentes, y el cordero es el único animal que pueden comer los fieles de todas estas religiones. Y el cha aromático, suave, no embriagador, y por lo tanto intachable desde el punto de vista religioso, era la bebida principal.
Kitai introdujo una agradable mejora en nuestras comidas. En vez de arroz nos daban un plato de acompañamiento llamado mian. De hecho no era nada nuevo, pues se trataba únicamente de una pasta parecida a los vermicelli, pero era agradable encontrarse con un viejo conocido. Normalmente se servía hervida al dente, como los vermicelli venecianos, pero a veces llegaba cortada en trocitos y freída formando rizos crujientes. Lo nuevo del plato, por lo menos para mí, era que se servía con dos palitos delgados para comerlo. Me quedé mirando perplejo esta curiosidad, pero mi padre y mi tío se echaron a reír al ver la expresión de mi cara.
—Se llaman kuai-zi —dijo mi padre—. Tenacillas ágiles. Y son más prácticas de lo que parecen. Fíjate, Marco.
Cogió los dos palillos en los dedos de una mano y se puso a recoger con mucha destreza trocitos de carne y madejas de mian . Necesité varios minutos de prueba para aprender a utilizar los palillos o tenacillas ágiles, pero cuando lo conseguí me pareció un sistema mucho más limpio que el de los mongoles; comer con los dedos, y desde luego mucho más eficaz para retorcer los hilos de pasta que nuestras broquetas y cucharas venecianas.
El patrón wighur sonrió con aprobación cuando vio que empezaba a recoger y levantar la pasta con los palillos, y me informó de que las tenacillas ágiles eran una contribución de los han a la comida elegante. Dijo también que los vermicelli mian eran un invento han, pero yo se lo discutí. Le contesté que en todas las mesas de la península italiana hubo pasta de todo tipo desde que un cocinero de una nave romana tuvo fortuitamente la idea de elaborarla. Quizá, le dije, los han habían aprendido el truco durante alguna era cesárea de comercio entre Roma y Kitai.
—Sin duda así fue —contestó el posadero, que era un hombre de impecable cortesía.
Debo decir que todas las personas de Kitai, de cualquier raza y condición social, eran excepcionalmente corteses en su trato y comportamiento, cuando no estaban empeñados en alguna actividad sangrienta de peleas, venganza, bandidaje, rebelión o guerra abierta. Y yo creo que esta gentileza era una contribución de los han.
El idioma han, como si quisiera compensar sus numerosas deficiencias inherentes, está lleno de expresiones floridas, de giros adornados y de formalidades intrincadas, y las maneras de los han son también exquisitamente refinadas. Son un pueblo de una cultura muy antigua y elevada, pero no puedo saber si su lenguaje y sus gracias elegantes impulsaron su civilización o si simplemente son un producto de ella. Sin embargo creo que todas las demás naciones próximas a los han, aunque su cultura sea tristemente inferior, adquirieron de ellos por lo menos las galas exteriores de una civilización avanzada. Yo había visto también en Venecia a la gente imitar a los mejores, por lo menos en apariencia, si no en sustancia. Ningún tendero está más encumbrado que otro tendero, pero el que tiene por clientes a damas de calidad conversará mejor que uno que sólo vende a mujeres de barqueros. Un guerrero mongol puede ser por naturaleza un bárbaro inculto, pero cuando quiere, como comprobamos con el primer centinela que nos detuvo, puede hablar con tanta cortesía como un han cualquiera, y exhibir maneras que no desmerecerían de un salón de baile palaciego.
La influencia han era evidente incluso en esta ruda ciudad fronteriza. Paseé por calles llamadas Benevolencia Florida y Fragancia Cristalizada y en una plaza de mercado llamada Empresa Productiva e Intercambio Justo, vi a torpes soldados mongoles comprando bellos pájaros cantores enjaulados y cuencos con relucientes pececitos para adornar sus rudos cuarteles militares. Cada tenderete del mercado tenía un cartel, una plancha larga y estrecha colgada verticalmente, y la gente me traducía amablemente las palabras inscritas en el alfabeto mongol o en los caracteres han. Cada cartel además de indicar el producto que vendía la tienda, «huevos de faisán para elaborar pomada para el pelo» o «Tinte de índigo con olor de especias», añadía unas palabras de consejo: «La indolencia y la charlatanería no favorecen los negocios» o «Antiguos clientes han llevado a la triste necesidad de no conceder créditos» u otras frases del mismo estilo.
Pero Kashgar tenía algo gracias a lo cual comprendí inmediatamente que Kitai era diferente de los demás países: la infinita variedad de olores. Es cierto que todas las demás comunidades orientales habían olido lo suyo, pero habían olido principal y terriblemente a orina rancia. Kashgar no estaba libre de este olor acre, pero tenía muchos olores más, y mejores. El más perceptible era el del humo de kara, que no es desagradable, y con él se fundía el olor de innumerables y fragantes inciensos, que la gente quemaba en sus casas y tiendas, además de quemarlo en los lugares de culto. También se percibía a todas horas del día y de la noche el olor de las comidas que se preparaban en las cocinas. A veces el olor era familiar: el aroma simple, bueno, sabroso de unas costillas de cerdo triándose en alguna cocina no musulmana. Pero a menudo no lo era: el olor de una olla repleta de ranas hirviendo o de un perro en estofado desafía toda descripción. Y a veces era un olor interesante y exótico: el de azúcar quemado, por ejemplo, que sentía mientras contemplaba a un vendedor han de dulces derretir azúcares de brillantes colores sobre un brasero para luego, como un brujo, soplar y retorcer este fondant dándole formas delicadas y sedosas: una flor de pétalos rosados y hojas verdes, un hombre marrón sobre un caballo blanco, un dragón con muchas alas multicolores.
En el mercado se exponían en cestos hojas de cha, de tipos muy variados, más de los que yo hubiese imaginado, todos aromáticos y sin que dos tipos olieran igual; y jarros de especias con unos picantes desconocidos para mí; y cestos de flores con formas, colores y perfumes que yo no había visto nunca. Incluso nuestra Posada de las Cinco Felicidades olía diferente de todas las demás que habíamos conocido, y el patrón me explicó el motivo. En el revoque de las paredes habían mezclado pimienta roja meleghèta. Desanimaba a los insectos, dijo, y le creí, porque el lugar estaba notablemente limpio de bichos. Sin embargo, estábamos a principios de verano y no pude verificar su otra afirmación: que la caliente pimienta roja hacía más calientes las habitaciones en invierno.
No vi a ningún comerciante veneciano en la ciudad, ni genovés, ni pisano ni a ningún otro rival comercial nuestro, pero nosotros los Polo no éramos los únicos blancos. O lo que se entiende por hombres blancos; recuerdo que muchos años después un sabio han me preguntó:
—¿Por qué os llaman blancos a los europeos? Vuestro color es más bien rojo ladrillo.
De todos modos había unos cuantos blancos más en Kashgar, y su tono rojizo era fácilmente visible entre los colores de los cutis orientales. En mi primer paseo por las calles vi a dos blancos barbudos sumidos en profunda conversación, y uno de los dos era tío Mafio. El otro llevaba el traje de sacerdote nestoriano, y tenía la cabeza plana por detrás, lo que le identificaba como armenio. Me pregunté qué tema de discusión podía haber encontrado mi tío para hablar con un clérigo hereje, pero no me entrometí, me limité a saludarle con la mano al pasar por su lado.
En uno de los días de ocio obligado, salí de las murallas de la ciudad para contemplar el campamento de los mongoles, lo que ellos llaman su bok, practicar algunas palabras mongoles que conocía y aprender otras nuevas.
Las primeras palabras nuevas que aprendí fueron éstas: «Hui! Nohaigan Hori!», y las aprendí a toda prisa, porque significan «Ola! ¡Quitad vuestros perros!». Jaurías de mastines grandes y truculentos merodeaban libremente por todo el bok, y cada yurtu tenía a la entrada dos o tres perros atados con cadenas. Comprendí también que había actuado con prudencia al llevar mi látigo de montar, como hacen siempre los mongoles, para golpear a los canes. Y aprendí rápidamente a dejar el látigo fuera cada vez que entraba en un yurtu, porque entrar con él era un acto de descortesía y ofendería a sus ocupantes humanos, pues podían suponer que no los consideraba mejores que perros.
También tuve que observar otras reglas de conducta. Cuando un forastero se acerca a un yurtu ha de pasar primero entre dos de los fuegos de campamento del exterior, para purificarse adecuadamente. Además no se puede pisar nunca el umbral de un yurtu al entrar o salir de él, y no hay que silbar mientras se está en su interior. Aprendí todo esto porque los mongoles tenían muchas ganas de recibirme y de instruirme en sus costumbres y de interrogarme sobre las mías. De hecho estas ganas rayaban en el ansia. Si el carácter de los mongoles tiene un rasgo que supera la ferocidad que demuestran hacia los forasteros enemigos es la curiosidad con que reciben a los forasteros pacíficos. El sonido más frecuente en su idioma es «uu», que no es una palabra sino un sonido de interrogación.
—Sain bina, sain urkek! ¡Enhorabuena, buen hermano! —me dijo saludándome un grupo de guerreros; y luego me preguntaron inmediatamente—: ¿De qué parte bajo los cielos venís, uu?
—De bajo los cielos de Occidente —respondí, y ellos abrieron las hendiduras de sus ojos, todo lo que éstas permitían, y exclamaron:
—Hui! Aquéllos cielos son inmensos, y abrigan a muchos países. ¿En vuestra tierra occidental habitabais bajo un techo, uu, o bajo una tienda, uu?
—En mi ciudad nativa, bajo un techo. Pero he estado mucho tiempo de viaje, viviendo bajo una tienda, cuando no lo hacía bajo el cielo abierto.
—Sain! —gritaron, sonriendo radiantemente—. Todos los hombres son hermanos, ¿no es cierto, uu? Pero los hombres que viven bajo tiendas son hermanos más próximos, tan próximos como mellizos. ¡Bien venido, hermano mellizo!
Se inclinaban para saludarme y me indicaban con gestos que entrara en uno de sus yurtus. El yurtu no se parecía en nada a mi delgada tienda de dormir, excepto en que también era portátil. Su interior tenía una única habitación redonda, pero espaciosa, de seis pasos de diámetro y su parte superior quedaba bien por encima de la cabeza de una persona erguida. Las paredes eran de listones de madera entrelazados, y eran verticales desde el suelo hasta la altura de los hombros, curvándose luego hacia dentro para formar una cúpula. En lo alto del centro había un redondel abierto por donde se escapaba el humo del brasero que calentaba la habitación. La estructura de listones sostenía la cubierta exterior del yurtu, formada por hojas superpuestas de fieltro pesado, pintadas de amarillo con arcilla y sujetas al armazón por cuerdas entrecruzadas. El mobiliario era escaso y simple, pero de buena calidad: alfombras para el suelo y camas de colchones, todo hecho de fieltro brillantemente coloreado. El yurtu era tan sólido, caliente y resistente a la intemperie como cualquier casa, pero podía desmontarse en una hora y envolverse en fardos pequeños y ligeros que podían llevarse sobre una única silla de equipaje.
Los mongoles que me habían saludado y yo entramos en el yurtu a través de una abertura con un faldón, situada en el lado meridional, como en todos los edificios mongoles. Me indicaron que me sentara en la «cama del hombre», situada en la parte septentrional del yurtu, y en donde este hombre quedaba de cara al sur, la dirección de buen agüero. (Las camas para las mujeres y los niños estaban dispuestas alrededor, en los demás lados menos favorables). Me hundí en los cojines cubiertos de fieltro y mi anfitrión me puso en las manos un vaso que era un simple cuerno de carnero. Vertió en este vaso un líquido claro de olor rancio y color blanco azulado que guardaba en un odre.
—Kumis —me dijo que era.
Esperé cortésmente a que todos los hombres tuvieran sus cuernos llenos. Luego hice lo que todos: meter los dedos en el kumis y tirar unas cuantas gotas en todas las direcciones de la brújula. Me explicaron, de modo muy claro para que lo entendiera, que estaban saludando «al fuego» en el sur, «al aire» en el este, «al agua» en el oeste, y «a los muertos» en el norte. Luego todos levantamos nuestros cuernos y bebimos un buen trago, y yo cometí una infracción de la etiqueta. Me enteré de que el kumis era para los mongoles una bebida tan amada y sacrosanta como el qahwah para los árabes. Yo la encontré malísima y dejé imperdonablemente que mi cara reflejara esta opinión. Todos los hombres se miraron compungidos. Uno de ellos dijo con optimismo que con el tiempo aquel sabor acabaría gustándome y otro afirmó que me gustaría todavía más su efecto embriagador. Pero mi anfitrión tomó mi cuerno y se bebió su contenido, llenándolo luego con un líquido de un odre distinto. Me entregó de nuevo el cuerno y me dijo:
—Esto es arki.
El arki olía mejor, pero lo probé con precaución, porque su aspecto era idéntico al kumis. Comprobé con satisfacción que su gusto era mucho mejor, parecido al de un vino de calidad media. Asentí con la cabeza, sonreí y pregunté el origen de aquellas bebidas, porque no había visto viñas por el lugar. Quedé asombrado cuando mi anfitrión me dijo con orgullo:
—Se saca de la buena leche de yeguas sanas.
Los mongoles, aparte de sus armas y armaduras, fabrican dos cosas y sólo dos, y de ello se encargan las mujeres. Yo acababa de conocer ambos productos. Estaba sentado sobre unos cojines cubiertos de fieltro en una tienda cubierta de fieltro y estaba bebiendo un licor hecho con leche de yegua. Creo que las mujeres mongoles no desconocen las artes de hilar y tejer, pero las desprecian por bajas y afeminadas, pues estas mujeres son auténticas amazonas. Las telas tejidas que llevan las compran de otros pueblos. Pero son muy expertas en el arte de batir y entretejer los pelos de los animales para formar fieltros de cualquier peso, desde las pesadas cubiertas de los yurtus hasta telas tan suaves y finas como la franela galesa.
Las mujeres mongoles desdeñan todo tipo de leche, excepto la equina. No dan a sus niños la leche de sus pechos, sino que los alimentan desde la infancia con leche de yegua. Hacen algunas cosas insólitas con este fluido y no me costó mucho superar mi repugnancia y convertirme en un consumidor entusiasta de todos los productos lácteos mongoles. El más extendido es el kumis, una bebida ligeramente embriagadora. Se fabrica colocando leche fresca de yegua en un gran odre de cuero, que las mujeres golpean con palos pesados hasta que se forma mantequilla. Extraen ésta y dejan fermentar el líquido restante. Éste kumis se vuelve picante y fuerte de gusto, con un cierto deje de almendras y si una persona bebe mucho puede emborracharse bastante. Si se golpea el odre más tiempo hasta que se separen la mantequilla y las cuajadas, y se deja que fermente el líquido restante, muy claro, se convierte en el tipo de kumis de gusto más suave y dulce, entero y efervescente, llamado arki. Y una persona puede emborracharse con esta bebida sin tomar mucha cantidad de ella.
Las mujeres mongoles además de utilizar la mantequilla extraída de la leche utilizan ingeniosamente las cuajadas. Las dejan al sol hasta que se secan y forman una torta dura. Desmigajan esta sustancia, llamada grut, y le dan forma de bolitas, que pueden conservarse indefinidamente sin que se pasen. Parte del grut se guarda para el invierno, cuando las yeguas del rebaño no dan leche, y otra parte se guarda en bolsas que los hombres llevan como raciones de emergencia cuando se van de marcha. Basta disolver el grut en agua para conseguir una bebida espesa, rápida y alimenticia.
Los encargados de ordeñar las yeguas del rebaño son los hombres; constituye una especie de prerrogativa masculina, prohibida a las mujeres. Pero la elaboración posterior de kumis, arki y grut, y la fabricación de fieltro es trabajo de mujeres. De hecho las mujeres hacen todo el trabajo en un bok mongol.
—Porque la única tarea digna de un hombre es la guerra —me dijo mi anfitrión aquel día—. Y la única ocupación digna de una mujer es el cuidado de sus hombres. Uu?
Un ejército mongol va a todas partes acompañado por las mujeres de los guerreros y por otras adicionales para los hombres solteros, y por los hijos de todas estas mujeres, y no puede negarse que gracias a esto los hombres raramente tienen que ocuparse de otra cosa que del combate. Una mujer puede montar y desmontar un yurtu sin ayuda, y ocuparse de todo lo necesario para que esté bien provisto, bien mantenido y limpio y en buen estado, y puede mantener a su hombre alimentado y vestido y de humor para la lucha y puede cuidarlo cuando está herido y puede tener preparados sus instrumentos de guerra y también sus caballos. Los niños también trabajan recogiendo estiércol o kara para los fuegos del bok, haciendo de pastores y de guardianes. Se sabe que en las contadas ocasiones en que la batalla ha resultado desfavorable a los mongoles y han debido llamar a sus reservas del campamento, las mujeres han cogido las armas, se han lanzado al combate y se han comportado valientemente.
Lamento decir que las mujeres mongoles no se parecen a las guerreras amazonas de la antigüedad según las retratan los artistas occidentales. Se las podría casi confundir con los varones mongoles, porque tienen el mismo rostro plano, los pómulos anchos, la complexión correosa, los párpados hinchados que convierten sus ojos en rendijas, ojos que cuando son visibles aparecen siempre inflamados y rojos. Las mujeres quizá sean menos corpulentas que los hombres, pero no lo parecen, porque llevan trajes igualmente abultados. Acostumbran a cabalgar la mayor parte de su vida, como los hombres, y puesto que cabalgan a horcajadas cuando van a pie se les nota la misma andadura caballar, con los pies a rastras, que a los hombres. Las mujeres se diferencian porque no llevan barba ni bigote lacio, como algunos hombres. Los hombres también llevan el pelo largo, trenzado por detrás, y a veces afeitado en la coronilla, como la tonsura de un cura. Las mujeres se recogen el cabello encima de la cabeza de modo complicado y quizá lo hacen una sola vez en la vida porque luego lo barnizan con la savia del árbol wutong y lo dejan así. Encima del cabello sujetan un tocado alto llamado gugu, fabricado con corteza y decorado con trozos de fieltro coloreado y de cintas. Una mujer con su cabello fijo y su gugu puede llegar a ser dos palmos más alta que un hombre, tan enormemente alta que para entrar en un yurtu tiene que agacharse.
Mientras conversaba con mis anfitriones la mujer del yurtu entró y salió varias veces y en cada ocasión tuvo que agacharse. Pero la inclinación no era una genuflexión y no hizo ninguna señal más de servilismo. Simplemente se dedicó a sus faenas, a buscar nuevos jarros de kumis y de arki para nosotros, a sacar los vacíos y a preocuparse continuamente por nuestra comodidad. Su marido allí presente la llamaba Nai, que significa únicamente Mujer, pero los demás la llamaban con deferencia Sain Nai. Me interesó comprobar que una Buena Mujer, aunque trabajara como una esclava, no se comportaba ni la trataban como tal. Una mujer mongol no tiene que ocultar su cara tras un chador, ni ocultar toda su persona en pardah ni sufrir ninguna de las humillaciones que el Islam inflige a las mujeres. Se espera de ella que sea casta, por lo menos después de su matrimonio, pero nadie se escandaliza si utiliza un lenguaje inmodesto o si se ríe con una historia indecente, o si cuenta una ella misma, como hizo esta Sain Nai.
Sin que nadie se lo pidiera dejó una comida para nosotros sobre la alfombra de fieltro del centro del yurtu. Y luego, también sin que nadie se lo pidiera, se sentó a comer con nosotros y nadie se lo prohibió, lo que me sorprendió y me encantó tanto como la misma comida. Había servido una especie de versión mongol de la scaldavivande veneciana: un cuenco de caldo hirviendo, otro más pequeño con una salsa de color marrón rojizo y un plato de tiras de cordero crudo. Nosotros sumergíamos por turnos los trozos de carne en el caldo de escaldar, lo cocíamos a nuestro gusto, lo pasábamos por la salsa picante y luego nos lo comíamos. La Sain Nai hizo igual que los hombres: sumergía sus trozos de carne en el caldo el tiempo suficiente para calentarlos y se los comía casi crudos. Cualquier duda sobre la robustez de las mujeres mongoles, que igualaba a la de sus hombres, desaparecía al ver aquella representante de su sexo desgarrando los grandes pedazos de carne, con las manos, los dientes y los labios llenos de sangre. Una diferencia había: los hombres comían sin hablar, concentrando toda su atención en la comida, en cambio la mujer, en los intervalos en los que dejaba de devorar se mostraba de lo más voluble.
Comprendí que se estaba riendo de la nueva esposa que su marido había adquirido. (No había límite para el número de mujeres que un mongol podía tomar por esposa siempre que pudiese instalarlas en un yurtu separado). La mujer explicó mordazmente que su marido estaba borracho perdido cuando pidió la mano de esta última esposa. Todos los hombres presentes rieron, incluyendo el marido. Y todos continuaron con risitas y sonrisas cuando ella pasó revista a las deficiencias de la nueva esposa, evidentemente en términos escabrosos. Y todos rieron a carcajadas y rodaron por la alfombra cuando la Sain Nai concluyó sugiriendo que probablemente la nueva esposa orinaba de pie como un hombre.
Ésta no era la salida más cómica que yo hubiese oído nunca, pero demostraba de modo claro que las mujeres mongoles disfrutaban de una libertad negada a casi el resto de las orientales. Las mongoles se parecen más a las mujeres venecianas, excepto en belleza. Son muy vivaces y alegres, porque saben que son iguales a los hombres y camaradas suyos, y que sólo tienen funciones y responsabilidades diferentes en la vida.
Los varones mongoles no se quedan sentados ociosamente mientras sus mujeres trabajan, o por lo menos no lo hacen siempre. Después de comer mis anfitriones se pasearon conmigo por el bok y me enseñaron el trabajo de los hombres encargados de fabricar flechas, armaduras, cuchillos y otras piezas militares. Los flecheros, que habían preparado ya una buena reserva de flechas corrientes, estaban aquel día forjando puntas especiales de flecha con agujeros dispuestos de modo que al volar silbaran y gritaran, aterrorizando así al enemigo, según me contaron. Algunos armeros estaban martilleando estrepitosamente láminas de hierro al rojo para darles forma de petos destinados a hombres y a caballos, y otros estaban haciendo lo mismo, más silenciosamente, con cuirbouilli, cuero pesado que se hierve para reblandecerlo y luego se modela y se seca, con lo que se hace tan duro como el hierro. Los peleteros estaban fabricando cinturones anchos adornados con piedras de colores, que no se llevaban como mera decoración, según me dijeron, sino para protegerlos del trueno y los rayos. Los cuchilleros estaban fabricando malignas šimsirš y dagas, sacando filo nuevo a viejas hojas y ajustando hachas de guerra a sus mangos, y uno de ellos estaba forjando una lanza de cuya hoja salía un gancho curioso destinado a tirar al enemigo de su silla, según me contó el hombre que la fabricaba.
—Un enemigo caído se puede atravesar mejor con la lanza —agregó uno de mis guías—. La tierra ofrece mejor apoyo que el aire para ensartar el arma.
—Sin embargo nosotros desdeñamos los golpes demasiado fáciles —dijo otro—. Cuando el enemigo ha caído de su caballo nos retiramos unos pasos y esperamos a que nos lance un grito de desafío o de rendición.
—Sí, y entonces le atravesamos la boca abierta con la punta de la lanza —intervino otro—. Es muy difícil acertar este blanco al galope.
Éstas observaciones trajeron recuerdos felices a mis anfitriones, y se pusieron a contarme varias historias de las guerras y batallas de su pueblo. Parecía como si ninguno de estos enfrentamientos hubiese finalizado en una derrota para los mongoles, sino que todo fueran victorias, conquistas y el consiguiente y provechoso saqueo. De las muchas historias que contaron recuerdo dos con especial claridad, porque en ellas los mongoles lucharon no sólo contra otros hombres, sino con el fuego y el hielo.
Me contaron que en una ocasión mientras asediaban alguna ciudad de la India, los defensores hindúes, cobardes pero astutos, intentaron derrotarlos enviando contra ellos una tropa a caballo de composición insólita. Los caballos llevaban jinetes de cobre batido en forma de personas, y cada uno de estos caballeros al galope era en realidad un horno móvil porque la cáscara de cobre estaba llena de carbones ardientes y de algodón empapado en aceite y encendido. No se supo nunca si los hindúes pretendían provocar una conflagración entre la horda de los mongoles o simplemente asustarlos. Pero los guerreros encendidos chamuscaron de tal modo sus propias monturas que los caballos muy lógicamente se los quitaron de encima y los mongoles entraron cabalgando sin dificultad en la ciudad y mataron a todos sus defensores, menos incandescentes, y se apropiaron la ciudad.
Los mongoles efectuaron también una campaña contra una tribu salvaje de samoyedos en el lejano y frío norte. Antes de la batalla, los hombres de esa tribu corrieron a un río cercano, se echaron en él y al salir se revolcaron en el polvo de la orilla. Dejaron que esta envoltura se congelara sobre sus cuerpos. Luego repitieron el proceso varias veces hasta que tuvieron una armadura de hielo y barro por todo el cuerpo y se consideraron a salvo de las flechas y las hojas de los mongoles. Quizá esto era cierto, pero la armadura helada los dejó tan gruesos y torpes que no pudieron luchar ni esquivar los golpes, y los mongoles se limitaron a pisotearlos con los cascos de sus corceles.
O sea que los demás habían utilizado sin éxito el fuego y el hielo contra ellos, pero los mismos mongoles habían recurrido en ocasiones al agua, y con éxito. Por ejemplo en las tierras de los kazhakos, los mongoles habían sitiado en cierta ocasión una ciudad llamada Kzyl-Orda, que había resistido largo tiempo el asedio. Ésta palabra kazhak significa «hombre sin amo», y los guerreros kazhakos, que nosotros en Occidente llamamos cosacos, son casi tan temibles como los mongoles. Pero los sitiadores no se limitaron a rodear la ciudad y a esperar a que se rindieran. Aprovecharon la espera para excavar un nuevo canal desde el cercano río Syr-Daria. Desviaron su cauce, inundaron Kzyl-Orda y ahogaron en la ciudad a todos los habitantes.
—Una inundación es un buen sistema para tomar una ciudad —dijo uno de los hombres—. Es mejor que tirar sobre ella grandes piedras o flechas de fuego. Otro buen sistema es catapultar en su interior cadáveres de enfermos. Esto mata a todos los defensores, pero deja los edificios intactos para los nuevos ocupantes. Lo único malo de estos métodos es que nuestros jefes se quedan sin su diversión favorita: celebrar el banquete de la victoria sobre mesas humanas.
—¿Mesas humanas? —pregunté, pensando que no había oído bien—. Uu?
Me lo explicaron riendo. Las mesas eran tablas pesadas apoyadas sobre las espaldas inclinadas de hombres arrodillados: los oficiales vencidos de cualquier ejército derrotado. Todos se echaron a reír cordialmente mientras imitaban los gemidos y sollozos de aquellos hombres hambrientos inclinados bajo el peso de tablas cargadas de tajaderos con montañas de carne y jarros llenos a rebosar de kumis. Y se desternillaron literalmente de risa cuando imitaron los gritos más lamentables todavía de esos hombres-mesa cuando una vez finalizado el festín los mongoles victoriosos subían sobre las tablas para ejecutar sus furiosas danzas de victoria, taconeando y saltando sobre ellas.
Mientras me contaban sus historias de guerra me citaron a varios jefes bajo cuyas órdenes habían servido, y parecía como si todos los jefes hubiesen ostentado una confusa variedad de títulos y rangos. Pero fui adivinando gradualmente que un ejército mongol no es una horda informe sino un modelo de organización. El más fuerte, violento y experimentado en la guerra de cada diez guerreros es nombrado capitán. Hay también un jefe para cada diez capitanes, que tiene a sus órdenes a cien hombres. Y la organización continúa así por múltiplos de diez. Uno de cada diez capitanes-jefe es capitán de bandera, con un millar completo de hombres bajo su enseña. Luego uno de cada diez capitanes de bandera es un sardar que manda sobre diez mil hombres. La palabra «diez mil» es toman, palabra que también significa «cola de yak», por lo que la bandera de un sardar es un penacho de cola de yak colgada de un mástil en lugar de bandera.
Es un sistema de mando de una admirable eficacia, porque cualquier oficial en cualquier nivel, desde un capitán hasta un sardar, sólo necesita consultar con otros nueve oficiales iguales a él para elaborar sus planes, decisiones y disposiciones. Sólo hay un rango superior al sardar. Es el orlok, que significa más o menos comandante en jefe, quien tiene bajo sus órdenes por lo menos a diez sardars con sus tomanes formando un tuk de cien mil guerreros, a veces más. Su poder es tan extraordinario que el rango de orlok raramente se da a quien no sea un ilkan reinante de la familia de Chinghiz. El ejército que estaba acampado en aquel bok cerca de Kashgar era una parte de las fuerzas mandadas por el orlok e ilkan Kaidu.
Todo oficial mongol, además de ser un buen jefe en el combate, ha de ser en los demás momentos lo mismo que Moisés para los israelitas en el desierto. Tanto si es capitán de diez hombres como sardar de diez mil, es responsable del movimiento y aprovisionamiento de sus tropas, de sus esposas y de sus mujeres y niños y de muchos seguidores más, como los viejos veteranos que no tienen ninguna utilidad, pero que tienen derecho a rechazar el retiro y a quedar inactivos en una guarnición. El oficial es también responsable de los rebaños de ganado que acompañan a las tropas: los caballos para montar, los animales que dan carne, los yaks, asnos, mulas o camellos para llevar los equipajes. Si contamos sólo los caballos, cada mongol viaja con una recua de corceles de guerra y de yeguas para kumis cuyo número es en promedio de dieciocho.
De los varios jefes superiores mencionados por mis anfitriones el único nombre que reconocí fue el del ilkan Kaidu. Les pregunté si alguna vez los había llevado a la batalla del gran kan Kubilai, a quien confiaba ver en un futuro no muy lejano. Me dijeron que no habían tenido nunca el alto honor de estar bajo su mando directo, pero que habían tenido la suerte de verlo de lejos una o dos veces. Dijeron que tenía gran belleza viril, porte marcial y sabiduría de gobernante, pero que su cualidad más impresionante era su tan temido temperamento.
—Puede ser más violento incluso que nuestro violento ilkan Kaidu —dijo uno de ellos—. Nadie tiene interés en provocar la ira del gran kan Kubilai. Ni el mismo Kaidu.
—Ni los mismos elementos de la tierra y del cielo —intervino—. De hecho cuando truena, la gente invoca el nombre del gran kan «¡Kubilai!», para que no les hiera el rayo. Dicen que incluso nuestro intrépido Kaidu lo hace.
—Cierto —terció otro—, en la presencia del gran kan Kubilai, el viento no se atreve a soplar demasiado fuerte, ni la lluvia a caer con más intensidad que una simple llovizna, ni a manchar de barro sus botas. Incluso el agua de su vaso retrocede temerosa ante sus labios.
Comenté que esto podía resultar molesto cuando Kubilai tuviera sed. Aquélla observación sobre el hombre más poderoso del mundo era sacrílega, pero nadie se inmutó porque todos estábamos ya muy borrachos. Estábamos sentados otra vez en el yurtu, y mis anfitriones habían servido varios frascos de kumis y yo me había bebido una buena cantidad de arki. Los mongoles no se contentan nunca con un vaso, ni permiten que el huésped tome sólo uno, porque cuando se lo han bebido exclaman:
—¡Un hombre no puede caminar sobre un solo pie! —y sirven otro.
Y este segundo pie necesita otro, y el siguiente otro, y así sucesivamente. Los mongoles incluso se encaminan a la muerte bebiendo, por así decirlo. Un guerrero muerto en combate se entierra siempre en el campo de batalla, bajo un montón de piedras, y se le entierra en una posición sedente con el cuerno de beber en la mano a nivel de la cintura.
El día había dejado paso a las tinieblas cuando decidí que me convenía más dejar de beber o correr el riesgo de que me enterraran también a mí. Me puse trabajosamente en pie, agradecí a mis anfitriones su hospitalidad, me despedí de todos y ellos me gritaron cordialmente:
—Mendu, sain urkek! ¡Que tengas un buen caballo y una ancha llanura hasta que nos veamos de nuevo!
Yo no iba a caballo, sino a pie, y por ello me tambaleaba ligeramente. Pero esto no provocó comentarios de nadie, y pude dirigirme serpenteando hacia el caravasar de las Cinco Felicidades atravesando el bok, luego la puerta de Kashgar y más tarde las calles perfumadas. Entré de un tumbo en nuestra habitación y me paré de golpe, mirando. Un sacerdote corpulento vestido de negro, con la barba negra, estaba ante mí. Tardé un momento en reconocer en él a tío Mafio y en mi estado de profunda confusión lo único que pude pensar fue:
«¡Dios mío! ¿En qué abismo de depravación se ha hundido ahora? Uu?».
Me dejé caer sobre un banco y me quedé sonriendo mientras mi tío se arreglaba devotamente la sotana. Mi padre, que parecía furioso, citó un proverbio antiguo:
—El vestido hace al hombre, pero el hábito no hace al monje. Y menos aún a un sacerdote, Mafio. ¿De dónde lo sacaste?
—Se lo compré al padre Boyajian. ¿Le recuerdas de la última vez, Nico, cuando estuvimos aquí?
—Sí. Un armenio vendería incluso la Hostia. ¿Por qué no le hiciste una oferta, a ver qué pasaba?
—Una hostia sacramental no significaría nada para el ilkan Kaidu, pero este disfraz sí. Su esposa principal, la ilkatun es una cristiana convertida, por lo menos es nestoriana. Confío, pues, que Kaidu respetará este hábito.
—¿Por qué? Tú no lo respetas. Te he oído criticar a la Iglesia con palabras que rayan en la herejía. Y ahora esto. ¡Es una blasfemia!
—La sotana no es en sí un traje litúrgico —protestó tío Mafio. Cualquier persona puede llevarla con tal de que no finja tener derecho a su santidad. Yo no lo finjo. No podría aunque lo quisiera. Recuerda el Deuteronomio. «Un eunuco, cuyos testículos estén rotos, no entrará en la Iglesia del Señor». Capòn mal caponà.
—¡Mafio! No intentes justificar tu impiedad compadeciéndote a ti mismo.
—Lo único que digo es que si Kaidu me confunde con un cura, no veo por qué tengo que corregirle. Boyajian es de la opinión que un cristiano puede emplear cualquier subterfugio en sus tratos con paganos.
—No acepto a un réprobo nestoriano como autoridad en comportamiento cristiano.
—¿Prefieres aceptar los decretos de Kaidu? ¿La confiscación, o algo peor? Mira, Nico. Kaidu tiene la carta de Kubilai; sabe que nos mandó traer sacerdotes a Kitai. Sin sacerdotes no somos más que unos vagabundos que recorren el dominio de Kaidu con una colección muy tentadora de objetos valiosos. No voy a proclamar que soy un cura, pero si Kaidu se imagina que…
—Éste cuello blanco no protegió ningún cuello del hacha del verdugo.
—Es mejor que nada. Kaidu puede hacer lo que le apetece con viajeros normales, pero si mata o detiene a un sacerdote las repercusiones alcanzarán la corte de Kubilai. ¿Y además un sacerdote solicitado por Kubilai? Sabemos que Kaidu es temerario, pero no que sea también suicida. —Tío Mafio se dirigió a mí—: ¿Qué te parece, Marco? Contempla a tu tío convertido en un reverendo padre. ¿Qué aspecto tengo?
—Maravilloso —dije con la boca pastosa.
—Vaya —murmuró observándome de cerca—. Sí, desde luego convendría que Kaidu estuviera tan borracho como tú.
Empecé a decir que probablemente lo estaría, pero me quedé dormido de golpe en el mismo banco.
A la mañana siguiente mi tío llevaba de nuevo la sotana cuando llegó al comedor del caravasar, y mi padre empezó otra vez a sermonearlo. Narices y yo estábamos presentes, pero no participamos en la disputa. Supongo que aquello para el esclavo musulmán era un tema que carecía totalmente de importancia. Y yo no dije nada porque la cabeza me dolía mucho. Pero tanto la discusión como el desayuno fueron interrumpidos por la llegada de un mensajero mongol procedente del bok. El hombre, vestido con un espléndido uniforme de guerra, entró contoneándose en la posada como un conquistador recién llegado, se acercó directamente a nuestra mesa y sin ningún saludo ni demostración de cortesía nos dijo, en farsi para asegurarse de que le entendíamos:
—¡Levantaos y venid conmigo, hombres difuntos, porque el ilkan Kaidu quiere oír vuestras últimas palabras!
Narices lanzó un grito, se le atragantó lo que estaba comiendo y empezó a toser mientras sus ojos se dilataban de horror. Mi padre le golpeó la espalda y le dijo:
—No te alarmes, buen esclavo. Ésta es la fórmula habitual que utiliza un señor mongol para llamar a alguien. No significa nada malo.
—O no lo significa necesariamente —corrigió mi tío—. Me alegro de nuevo de haber pensado en el disfraz.
—Demasiado tarde para que te lo quites ahora —murmuró mi padre, porque el mensajero señalaba imperiosamente hacia la puerta—. Espero, Mafio, que atemperarás tu actuación profana con algo de decoro eclesiástico.
Tío Mafio levantó su mano derecha para bendecirnos a los tres, sonrió beatíficamente y dijo con la máxima unción:
—Si non caste, tamen caute.
El gesto de falsa piedad y el juego latino de palabras entre burlón y serio eran tan típicos del divertido y malicioso desafío de mi tío, que yo a pesar de mi estado deplorable tuve que echarme a reír. Era evidente que Mafio Polo tenía algunas lamentables deficiencias como cristiano y como hombre, pero era un buen compañero cuando había que enfrentarse con una situación difícil. El mensajero mongol me miró irritado cuando reí, y repitió su violenta orden, así que todos nos levantamos y salimos del edificio siguiéndole con paso rápido.
Aquél día llovía, lo cual no contribuyó mucho a aligerar mi mal di capo, ni alegró nuestro penoso avance por las calles, ni la salida por las murallas de la ciudad o el paso entre las jaurías de perros del bok mongol que ladraban y aullaban contra nosotros. Apenas pudimos levantar la cabeza para mirar a nuestro alrededor cuando el mensajero gritó:
—¡Alto! —y nos indicó que pasáramos entre los dos fuegos encendidos ante la entrada del yurtu de Kaidu.
No me había acercado a aquel yurtu en mi anterior visita al campamento, y entonces comprendí que aquél era el tipo de yurtu que debió inspirar la palabra occidental «horda». De hecho habría cabido en él una horda entera de tiendas normales de yurtu, porque era un magnífico pabellón. Era casi tan alto y de tanta circunferencia como el caravasar en el cual residíamos; pero el caravasar era un edificio sólidamente construido, mientras que aquel yurtu era todo él de fieltro con una capa amarilla de arcilla sostenido por palos de tienda, estacas y cuerdas de pelo trenzado de caballo. Varios mastines rugieron y tiraron de sus cadenas en la entrada meridional, y a ambos lados de esa abertura colgaban paneles de fieltro delicadamente bordados. El yurtu de Kaidu no era un palacio, pero ciertamente dejaba pequeños a los demás del bok. A su lado estaba el carruaje que lo transportaba de un lugar a otro, porque el pabellón de Kaidu se solía trasladar intacto, no se desmontaba ni se empaquetaba. El carro era el mayor vehículo que yo haya visto nunca: una base plana de tablas tan grande como un prado, equilibrado sobre un eje que parecía un tronco de árbol y con ruedas que parecían las de un molino. Después supe que para arrastrarlo se necesitaban veintidós yaks enganchados en dos anchas líneas de once en fondo. (Los animales de tiro tenían que ser yaks o bueyes tranquilos; los caballos o los camellos no habrían trabajado nunca tan cerca unos de otros).
El mensajero pasó bajo el ala del yurtu para anunciarnos a su señor, emergió de nuevo y con un gesto autoritario nos dijo que entráramos. Cuando pasamos delante suyo cerró el paso a Narices, gruñendo:
—¡Los esclavos fuera!
Esto tenía su explicación. Los mongoles se consideran naturalmente superiores a los demás hombres libres del mundo, incluso a reyes y personajes de categoría, por lo tanto una persona considerada inferior por hombres inferiores a ellos no se merece ni el desprecio.
El ilkan Kaidu nos observó en silencio mientras cruzábamos el interior del yurtu brillantemente alfombrado y provisto de cojines. Él estaba sentado sobre un montón de pieles con vistosas franjas y manchas que las identificaban como pieles de tigres y de pardos, dispuestas sobre una plataforma que situaba al ilkan por encima de nosotros. Él iba vestido con una armadura de batalla de metales y cueros pulidos, y llevaba sobre la cabeza un sombrero de karakul con orejeras. Sus cejas parecían trozos sueltos de los rizados pelos negros del karakul, y no eran precisamente pequeñas. Debajo de ellas sus ojos en forma de hendedura estaban inyectados en sangre, como si la rabia de vernos los hubiera inflamado. De pie a ambos lados había dos guerreros, tan bellamente enjaezados como el mensajero que nos había llevado allí. Uno aguantaba una lanza erecta, el otro sostenía una especie de dosel sobre la cabeza de Kaidu, y los dos estaban tan rígidos como estatuas.
Los tres nos acercamos lentamente. Enfrente del peludo trono hicimos una ligera y digna inclinación, los tres juntos, como si la hubiésemos ensayado; luego levantamos la vista hacia Kaidu y esperamos que diera la primera indicación de su estado de ánimo ante el encuentro. Él continuó mirándonos unos momentos como miraría a unos gusanos que hubiesen salido arrastrándose de debajo de las alfombras del yurtu. Luego hizo algo repugnante. Carraspeó rascando las profundidades de su garganta y sacó a la boca una gran flema. Recogió lánguidamente sus miembros, se incorporó sobre el lecho, se acercó al guardia de su derecha, y le apretó con el pulgar la barbilla para que abriera la boca. Luego Kaidu escupió la bola de sustancia que se había sacado de la garganta directamente en la boca del guardia y con el pulgar la cerró de nuevo sin que en ningún momento se alterara la expresión o rigidez del guerrero. A continuación Kaidu se sentó de nuevo lánguidamente y sus ojos que brillaban diabólicamente se posaron de nuevo en nosotros.
Era evidente que la acción estaba destinada a impresionarnos con su poder, arrogancia y poca cordialidad, y creo que habría bastado para acobardarme. Pero por lo menos uno de nosotros, Mafio Polo, no se dejó impresionar. Cuando Kaidu pronunció sus primeras palabras, en el idioma mongol y con voz dura:
—Ahora, intrusos… —no pudo continuar, porque mi tío le interrumpió osadamente en el mismo idioma:
—En primer lugar, si al ilkan le place, cantaremos un himno de alabanza a Dios por habernos guiado sanos y salvos por tantos países hasta la augusta presencia del señor Kaidu.
Y ante mi asombro y probablemente el de mi padre y el de los mongoles empezó a cantar estentóreamente un viejo himno cristiano:
A solis orbu cardine
et usque terre limitem…
—Al ilkan no le place —masculló Kaidu entre dientes, cuando mi tío se detuvo un momento para coger aire.
Pero mi padre y yo nos habíamos envalentonado y coreamos los dos versos siguientes:
Christun canamus principem
natum Maria virgine…
—¡Basta! —bramó Kaidu y nuestras voces se fueron callando. El ilkan clavó sus ojos rojos en tío Mafio y dijo—: Sois un sacerdote cristiano.
Lo dijo en tono afirmativo, casi con repugnancia, y mi tío no tuvo que considerarlo como una pregunta, lo cual le habría obligado a desmentirlo.
Tío Mafio se limitó a decir:
—Estoy aquí por orden del kan de todos los kanes —y señaló el papel que Kaidu tenía apretado en una mano.
—Hui, si —dijo Kaidu con una sonrisa ácida. Desplegó el documento como si fuera algo sucio que no quisiera tocar—. Por orden de mi estimado primo. Veo que él escribió este ukaz en papel amarillo, como solían hacer los emperadores jin. Kubilai y yo conquistamos este decadente imperio, pero él imita cada vez más sus gastadas costumbres. Vaj! Se ha puesto al nivel de un vulgar kalmuko. Y al parecer Tengri, nuestro viejo dios de la guerra, ya no le sirve de nada, porque necesita importar a femeninos sacerdotes ferenghi.
—Únicamente para ampliar sus conocimientos del mundo, señor Kaidu —dijo mi padre con tono conciliatorio—. No para propagar ninguna nueva…
—¡El único sistema para conocer el mundo —dijo Kaidu salvajemente— escogerlo y retorcerlo! —Su terrible mirada se posó sobre cada uno de nosotros—. ¿Alguien quiere discutirlo, uu?
—Discutir con el señor Kaidu —murmuró mi padre—, sería como atacar piedras con huevos, como dice el refrán.
—Bien, al menos manifestáis una cierta sensatez —dijo de mala gana el ilkan—. Espero que también os daréis cuenta de que este ukaz está fechado hace varios años y a unos siete mil lis de distancia de aquí. Y aunque el primo Kubilai no se haya olvidado totalmente de él, yo no estoy en absoluto obligado a cumplirlo.
Mi tío murmuró, con un tono más dócil todavía que el de mi padre:
—Está escrito: ¿Tiene acaso el tigre obligación de cumplir la ley?
—Exactamente —gruñó el ilkan—. Si me apetece os puedo considerar como simples intrusos. Intrusos ferenghi que no traen buenas intenciones. Y puedo condenaros a una ejecución sumaria.
—Algunos dicen —murmuró mi padre, con mayor mansedumbre todavía— que los tigres son en realidad los agentes del cielo, encargados de perseguir a quienes han eludido de algún modo su cita asignada con la muerte.
—Sí —dijo el ilkan, como si ya le molestara tanta aceptación y apaciguamiento—. Por otra parte, incluso un tigre puede a veces mostrarse compasivo. Aunque yo deteste tanto a mi primo por haber abandonado su patrimonio mongol, y aunque desprecie profundamente la degeneración cada vez mayor de su corte, os dejaría partir para que os unierais a su séquito. Podría hacerlo, si me apeteciera.
Mi padre batió palmas, como admirándose de la sabiduría del ilkan y dijo con deleite:
—Sin duda el señor Kaidu recuerda entonces la vieja historia han sobre Ling, la esposa inteligente.
—Desde luego —dijo el ilkan, la tenía presente cuando hablaba. Se enderezó lo suficiente para sonreír fríamente a mi padre. Éste le devolvió una cálida sonrisa. Hubo un intervalo de silencio.
Sin embargo —continuó diciendo Kaidu—, esta historia circula en muchas variantes. ¿Qué versión oíste, uu, intruso?
Mi padre carraspeó y declamó:
—Ling era la esposa de un hombre rico, demasiado aficionado al vino, que la enviaba continuamente a la bodega a comprar botellas. La señora Ling, que temía por su salud, prolongaba deliberadamente los encargos, o bautizaba el vino, o lo escondía, para evitar que bebiera demasiado. Pero su marido al enterarse se enfadaba y le pegaba. Finalmente, sucedieron dos cosas. La señora Ling dejó de querer a su marido, aunque era rico, y se fijó en lo guapo que era el chico de la bodega, un humilde comerciante. Luego se dedicó a comprar alegremente el vino que su marido le encargaba, e incluso se lo servía, y le animaba a beber más, y al final el marido murió entre convulsiones, totalmente borracho y ella heredó su riqueza, se casó con el chico de la bodega y los dos vivieron el resto de sus días ricos y felices.
—Sí —dijo el ilkan—. Ésa es la historia correcta. —Hubo otro silencio, más prolongado. Luego Kaidu murmuró, más para sí que para nosotros—. Sí, el borracho causó su propia desgracia y los demás le ayudaron a caer hasta que se pudrió y se hundió, y lo sustituyó otro mejor. Es una historia legendaria y saludable.
Mi tío dijo con el mismo tono callado:
—También es legendaria la paciencia del tigre cuando persigue su presa.
Kaidu se estremeció, como si despertara de un sueño y dijo:
—Un tigre puede ser indulgente, además de paciente. Ya lo he dicho. Por lo tanto permitiré que continuéis en paz. Voy incluso a proporcionaros una escolta para protegeros de los peligros del camino. Y tú, sacerdote, no me importa que conviertas al primo Kubilai y a toda su corte a tú debilitante religión. Espero que lo hagas. Te deseo éxito.
—Un movimiento de vuestra cabeza —exclamó mi padre— se oye más lejos que un trueno. Habéis hecho una buena obra, señor Kaidu, y sus ecos resonarán largo tiempo.
—Hay algo más —dijo el ilkan, utilizando de nuevo un tono de severidad—. Mi señora ilkatun, que es cristiana y debe saberlo, me cuenta que los sacerdotes cristianos hacen voto de pobreza y no poseen nada de valor material. Pero me han informado de que vosotros viajáis con caballos cargados con grandes tesoros.
Mi padre lanzó a mi tío una mirada de disgusto y dijo:
—Sólo unas chucherías, señor Kaidu. No pertenecen a ningún sacerdote, sino que están destinadas a vuestro primo Kubilai. Son muestras de sumisión del sha de Persia y del sultán de la India Aryana.
—El sultán es mi vasallo —replicó Kaidu—. No tiene derecho a dar lo que me pertenece. Y el sha es un vasallo de mi primo el ilkan Abagha, que no es amigo mío. Todo lo que envía es contrabando y puede confiscarse. ¿Me entendéis, uu?
—Pero señor Kaidu, hemos prometido entregar…
—Una promesa rota no es más que un vaso roto. El alfarero puede siempre fabricar otros vasos. No os preocupéis por vuestras promesas, ferenghis. Traed vuestras caballerías mañana a esta misma hora, aquí a mi yurtu, y veamos cuál de vuestras chucherías excita mi fantasía. Quizá os permita guardar unas cuantas. ¿Entendidos, uu?
—Excelencia…
—Uu! ¿Entendidos?
—Sí, excelencia.
—¡Puesto que entendéis, obedeced!
De repente se puso en pie señalando así el final de la audiencia.
Nos inclinamos y salimos del gran yurtu. Luego recogimos a Narices que nos esperaba fuera y emprendimos el camino de regreso entre la lluvia y el barro, en esta ocasión sin compañía, y mi tío dijo a mi padre:
—Creo, Nico, que nuestra actuación conjunta quedó bastante bien. Fue especialmente oportuno que recordaras esa historia de Ling. No la había oído contar nunca.
—Tampoco yo —dijo mi padre secamente—. Pero sin duda los han tienen algún cuento instructivo de este tipo, entre los muchos que han inventado.
Yo abrí la boca por primera vez:
—Padre, algo de lo que dijiste me ha inspirado una idea. Os veré luego en la posada.
Me separé de ellos y fui a visitar a mis anfitriones mongoles del día anterior. Les pedí que me presentaran a uno de sus armeros. Me llevaron a una fragua y pregunté al armero si me podía prestar por un día una de las láminas de metal que no había batido aún. Me entregó amablemente una pieza de cobre larga y ancha pero delgada, que se bamboleaba y ondulaba ruidosamente mientras la llevaba al caravasar. Mi padre y mi tío no le prestaron ninguna atención cuando la metí en nuestra habitación y la dejé apoyada contra la pared, porque estaban discutiendo de nuevo.
—Tu sotana tiene toda la culpa —dijo mi padre—. El hecho de que fueras un sacerdote pobre inspiró a Kaidu la idea de empobrecernos a todos.
—Tonterías, Nico —replicó mi tío—. Habría encontrado otra excusa si no se le hubiese ocurrido ésta. Lo que debemos hacer es ofrecerle libremente algunos objetos de nuestro tesoro y confiar en que ignore el resto.
—Bueno… —dijo mi padre, pensando—. Supongamos que le damos nuestras bolsas de almizcle. Por lo menos es algo nuestro, y lo podemos dar.
—¡Vamos, Nico! ¿Dar las bolsas a ese bárbaro sudoroso? El almizcle sirve para fabricar perfumes finos. Podrías regalarle una borla para empolvarse y le serviría lo mismo.
Continuaron con este tono, pero yo dejé de escuchar, porque tenía mi propia idea y me fui a explicar a Narices la parte que le correspondía ejecutar.
Al día siguiente, el chubasco se había convertido en una llovizna intermitente, y Narices cargó dos de nuestros tres caballos de carga con los paquetes de objetos preciosos, pues como es natural los teníamos siempre a buen recaudo en nuestras habitaciones cuando parábamos en un caravasar. También ató mi lámina metálica a uno de los caballos, y luego los condujo todos al bok mongol. Cuando entramos en el yurtu del ilkan, Narices se quedó fuera para descargar los paquetes, y los guardias de Kaidu empezaron a trasladarlos al interior y a quitar sus envolturas protectoras.
—Hui! —exclamó Kaidu cuando empezó a inspeccionar los diversos objetos—. ¡Éstas fuentes doradas son magníficas! ¿Dijisteis que eran un regalo del sha Zaman, uu?
—Sí —contestó mi padre fríamente.
Mi tío añadió con voz melancólica:
—Un niño llamado Aziz se los ató en una ocasión a los pies para cruzar unas arenas movedizas —y se sacó un pañuelo sonándose ruidosamente con él.
Se oyó desde el exterior un sonido sordo, rechinante, como un murmullo. El ilkan levantó la mirada sorprendido y preguntó:
—¿Fue un trueno, uu? Creí que sólo caían cuatro gotas…
—Me permito informar al gran señor Kaidu —dijo uno de sus guardias, inclinándose profundamente— que el día es gris y húmedo, pero que no se ven nubes de tormenta.
—Es curioso —murmuró Kaidu dejando los platos dorados. Revolvió entre las muchas cosas que se estaban acumulando en la tienda y al encontrar un collar de rubíes particularmente elegante exclamó de nuevo:
—Hui! —Lo levantó y lo admiró—. La ilkatun os dará las gracias personalmente por esta pieza.
—Las gracias se han de dar al sultán Kutb-ud-Din —dijo mi padre.
Yo me soné con mi pañuelo. Desde fuera llegó de nuevo el rumor ondeante del trueno, ahora algo más fuerte. El ilkan se sobresaltó tanto que soltó su collar de rubíes, y su boca se cerró y se abrió silenciosamente, formando una palabra que yo pude leer en sus labios, y luego dijo en voz alta:
—¡Otra vez! Pero ¿un trueno sin nubes de tempestad… uu…?
Cuando una tercera pieza, un fino rollo de tela de Cachemira, atrajo sus codiciosos ojos, apenas le di tiempo de gritar «Hui!» antes de sonarme, el trueno gruñó de nuevo amenazadoramente, él apartó su mano de golpe como si la tela quemara, formó de nuevo con los labios la palabra, y mi padre y mi tío me miraron intrigados.
—Perdonad, señor Kaidu —dije—. Creo que con este tiempo tan malo he pillado un resfriado de cabeza.
—Estáis excusado —dijo bruscamente—. Aha! Y ésta es una de las famosas alfombras persas qali, uu?
Sonada de nariz. Verdadero clamor de trueno. Su mano dio una sacudida, sus labios formaron convulsivamente la palabra y dirigió una mirada temerosa hacia el cielo. Luego nos miró a los tres con sus ojos oblicuos casi redondos y dijo:
—Sólo estaba jugando con vosotros.
—¿Excelencia? —preguntó tío Mafio, cuyos labios habían empezado también a contraerse nerviosamente.
—¡Jugando! ¡Bromeando! ¡Tomándoos el pelo! —dijo Kaidu casi suplicante—. El tigre a veces juega con su presa, cuando no está hambriento. ¡Y yo no estoy hambriento! No estoy hambriento de adquisiciones indignas. Yo soy Kaidu y poseo un sinfín de mous de tierra y un sin fin de lis de la Ruta de la Seda y más ciudades que pelos tengo y más vasallos que guijarros tiene un gobi. ¿Pensabais de veras que me faltaban rubíes y platos dorados y qalis persas, uu? —Fingió una risotada cordial—. ¡Ah, ah, ah, ah! —agachándose incluso y golpeando sus macizas rodillas con sus puños enormes—. Pero os asusté, ¿no es cierto, uu? Pensasteis que iba en serio.
—Sí, realmente nos lo creímos, señor Kaidu —dijo mi tío consiguiendo dominar su propio e incipiente regocijo.
—Y ahora el trueno ha cesado —prosiguió el ilkan, escuchando—. ¡Guardas! Empaquetad todo esto de nuevo y cargadlo en los caballos de estos hermanos mayores.
—Oh, gracias, señor Kaidu —dijo mi padre pero sin apartar de mí sus ojos regocijados.
—Y aquí tenéis la carta con el ukaz de mi primo —dijo el ilkan, apretándola contra la mano de tío Mafio—. Te la devuelvo, cura. Seguid hasta Kubilai con vuestra religión y con estas pobres chucherías. Quizá a él le guste coleccionar baratijas de este tipo, pero a Kaidu no. Kaidu no toma, ¡da! Dos de los mejores guerreros de la guardia personal de mi pabellón os acompañarán al caravasar y cabalgarán con vosotros cuando continuéis vuestro viaje hacia oriente.
Cuando los guardias empezaron a sacar los objetos rechazados me deslicé fuera del yurtu y fui a la parte posterior, donde Narices aguardaba sosteniendo la lámina metálica por un extremo para sacudirla de nuevo cuando oyera sonarme la nariz. Le hice la señal que todo Oriente utiliza para indicar «misión cumplida»: el puño con el pulgar levantado, cogí el trozo de cobre, atravesé el bok para devolverlo al armero y llegué al yurtu del ilkan cuando estaban cargando los caballos.
Kaidu estaba en la entrada del pabellón saludando con la mano y gritando:
—Que tengáis un buen caballo y una ancha llanura —hasta que no pudimos oírle más.
Luego mi tío dijo en veneciano para que no se enteraran los dos mongoles que nos escoltaban conduciendo nuestros caballos y los suyos:
—Realmente, nuestra actuación conjunta ha sido excelente. ¡Tú, Nico, sólo inventaste una buena historia, pero Marco inventó a un dios del trueno!
Luego puso sus brazos sobre mis hombros y los de Narices y nos dio un cordial apretón.
En nuestro viaje alrededor del mundo habíamos llegado tan lejos y a países tan poco conocidos, que nuestro Kitab ya no nos servía de nada. Era evidente que el cartógrafo al-Idrisi no se había aventurado nunca por aquellas regiones, y al parecer no había conocido a nadie que lo hubiera hecho y a quien pudiese solicitar información, aunque fuera de segunda mano. Sus mapas redondeaban el borde oriental de Asia de modo demasiado breve y abrupto con el gran océano llamado mar de Kitai. Esto daba la falsa impresión de que Kashgar no estaba a una distancia enorme de nuestro destino: la capital de Kubilai, Kanbalik, situada en realidad tierra adentro, a gran distancia de este océano. Pero tal como me advirtieron mi padre y mi tío y tal como pude comprobar penosamente yo mismo, Kashgar y Kanbalik estaban separadas una de otra por medio continente, medio continente de dimensiones inmensamente superiores a las que al-Idrisi había imaginado. Nosotros, los viajeros, teníamos que recorrer exactamente tanto camino como el que habíamos ya cubierto desde Suvediye, en la orilla levantina del Mediterráneo.
La distancia es la distancia, tanto si se calcula por el número de pasos de una persona como por el número de días a caballo necesarios para cubrirla. Sin embargo, allí en Kitai, cualquier distancia parecía siempre más larga, porque no se contaba en farsajs sino en lis. El farsaj, que comprende aproximadamente dos millas y media occidentales, fue inventado por persas y árabes que siempre han sido grandes viajeros y que están acostumbrados a pensar en grandes unidades de medición. Pero el li, que vale solamente un tercio de milla, fue inventado por los han, que suelen ser gente hogareña. El campesino han probablemente en toda su vida no se aventura a más de unos lis de distancia de su pueblo natal. Por lo tanto supongo que para él un tercio de milla es una gran distancia. De todos modos, cuando los Polo salimos de Kashgar yo estaba acostumbrado a calcular en farsaj y no me impresionó mucho pensar que nos faltaban sólo ochocientos o novecientos farsajs para llegar a Kanbalik. Pero cuando me fui acostumbrando a calcular en li, el número de lis que faltaban desde Kashgar hasta Kanbalik era apabullante: unos seis mil setecientos. Si no había apreciado aún la vastitud del Imperio mongol, desde luego acabé admirándola cuando viví la vastitud de su nación central, Kitai.
Fue preciso ejecutar dos ceremonias antes de salir de Kashgar. Nuestros guardias mongoles de escolta insistieron en que nuestros caballos, que ahora sumaban seis monturas y tres animales de carga, tenían que someterse a un cierto ritual para protegerlos contra los azghun de la ruta. Azghun significa «voces del desierto», y supuse que eran algún tipo de duende que infesta el desierto. Los guerreros llevaron de su bok a un hombre llamado chamán, que para ellos era un sacerdote, pero que nosotros calificaríamos de brujo. El chamán que parecía por sí solo un auténtico trasgo, con los ojos desorbitados y cubierto de pintura, murmuró algunos conjuros, echó unas gotas de sangre sobre las cabezas de los caballos y los dio luego por protegidos. Se ofreció a hacer lo propio con nosotros los infieles, pero nos negamos cortésmente, explicándole que ya teníamos con nosotros a nuestro propio sacerdote.
La otra ceremonia fue saldar nuestra cuenta con el patrón del caravasar, y ésta exigió más tiempo y discusión que la escena de brujería. Mi padre y mi tío no aceptaron de entrada ni pagaron inmediatamente la cuenta del patrón, sino que regatearon por cada partida. Y la cuenta incluía todos los elementos de nuestra estancia: el espacio que habíamos ocupado en la posada y que habían ocupado nuestros animales en el establo, la cantidad de comida consumida por nosotros y de grano ingerido por los caballos, la cantidad de agua que habíamos bebido nosotros y ellos, y las hojas de cha remojadas en nuestra agua, el combustible de kara que se había quemado para nuestra comodidad, la cantidad de luz de candil de que habíamos disfrutado y el aceite necesario para ello. La cuenta lo incluía todo excepto el aire que habíamos respirado. Cuando la discusión subió de tono, intervinieron en ella el cocinero de la posada, o gobernador de la olla, como se titulaba a sí mismo, y el hombre que había servido nuestras comidas, o mayordomo de la mesa, y los dos empezaron a sumar a grandes voces el número de pasos que habían dado y los pesos que habían llevado y la cantidad de eficacia y de sudor y de genio que habían gastado con nosotros…
Pero pronto comprendí que no estaba ante un concurso de latrocinio por parte del patrón y de indignación por parte nuestra. Era simplemente una formalidad esperada, otra costumbre derivada del complicado comportamiento del pueblo han, una ceremonia tan excitante para el acreedor y el deudor que la pueden prolongar discutiendo elocuentemente durante horas, insultándose mutuamente y reconciliándose, rechazando todo acuerdo y proponiendo compromisos hasta que al final se ponen de acuerdo, se paga la cuenta y todos quedan más amigos que antes. Cuando finalmente salimos cabalgando de la posada, el patrón, el gobernador de la olla, el mayordomo de la mesa y todos los demás criados estaban en la puerta saludándonos con la mano y enviándonos el saludo de despedida han: «Man zou», que significa «Dejadnos solamente si es preciso».
La Ruta de la Seda se bifurca en dos cuando sale de Kashgar por el este. Esto se debe a que al este mismo de la ciudad hay un desierto, un desierto seco, pelado y arrugado, como una llanura cubierta de cacharros amarillos hechos trizas, un desierto tan grande como una nación, y basta su mismo nombre para que todos lo eviten, porque se llama Takla Makan, que significa «si se entra en él, no se sale más». Quien viaja por la Ruta de la Seda puede escoger la rama que rodea por el noreste este desierto o la que lo rodea por el sureste; y esta última fue la que tomamos. La ruta nos condujo por una cadena de oasis habitables y de pequeñas comunidades campesinas, a un día de distancia aproximadamente una de otra. A nuestra izquierda quedaban siempre las arenas de color león tostado de Takla Makan y a nuestra derecha la cordillera del Kun-Lun con sus cimas cubiertas de nieve, detrás de la cual, al sur, queda la tierra alta de To-Bhot.
El camino se mantenía siempre fuera del desierto, recorriendo sus tierras ribereñas de agradable verdor y bien regadas, pero estábamos en pleno verano y tuvimos que soportar el clima del desierto que se colaba hasta allí. Los únicos días realmente tolerables eran cuando el viento soplaba de las montañas nevadas. Normalmente no soplaba el viento, pero los días no eran tranquilos porque la cercanía del desierto ardiente hacía temblar el aire que nos rodeaba. El sol era como un instrumento romo, un martillo de bronce que batía el aire y lo hacía repicar agudamente con el calor. Y cuando en ocasiones soplaba el viento del desierto, traía el desierto consigo. Entonces el Takla Makan se ponía en pie y levantaba torres móviles de polvo color amarillo pálido, y estas torres se volvían paulatinamente marrones, cada vez más oscuras y pesadas hasta que se derrumbaban sobre nosotros convirtiendo el mediodía en una oscuridad opresiva que heñía con virulencia y se clavaba en la piel como si nos azotara con escobas de ramitas.
Éste polvo pardo del leonado Takla Makan es conocido en todas las regiones de Kitai, incluso por personas que no han viajado y que no tienen la menor idea de la existencia del desierto. El polvo susurra por las calles de Kanbalik a miles de lis de distancia y empolva las flores de los jardines de Shandu, más lejos todavía, y se deposita sobre las aguas del lago de Hangzhou, aún más lejano, y es maldecido por las limpias amas de casa de todas las ciudades de Kitai por donde pase. Y en una ocasión, cuando navegaba en un buque por el mar de Kitai, no sólo sin tocar tierra, sino incluso sin verla, descubrí que ese mismo polvo estaba cayendo sobre la cubierta. Un visitante de Kitai podría olvidarse de todo lo que vio y vivió allí, pero toda su vida recordará la sensación del polvo de color pardo claro depositándose sobre su persona, y ya nunca podrá olvidar que en otro tiempo se paseó por esta tierra de color leonado.
El buran, como llaman los mongoles a las tormentas de polvo del Takla Makan, produce un efecto curioso que no observé en ninguna tormenta de este tipo en otros desiertos, pero que duró mientras el buran nos estuvo azotando el cuerpo y mucho tiempo después de haber cesado el viento: la tormenta consiguió que nuestros cabellos se pusieran fantasmagóricamente de punta, y que los pelos de la barba se irguieran como plumas de ave, y que nuestra ropa crepitara como si fuera rígida, de papel, y si por casualidad tocábamos a otra persona veíamos saltar una chispa y notábamos una pequeña sacudida como la que se siente al restregar fuerte una piel de gato.
Además, el paso del buran era como el de una escoba celestial, porque dejaba el aire nocturno inmaculadamente limpio y claro. Las estrellas salían en incontables multitudes, en número infinitamente superior al que pude ver en otros lugares, y las más pequeñas eran tan brillantes como gemas, mientras que las estrellas más conocidas eran tan grandes que parecían globos, como lunas pequeñas. Por su parte, la luna auténtica, aunque estuviera en la fase que solemos llamar «nueva», con un frágil creciente alumbrado como una uña, era visible en toda su redondez, y formaba una luna llena de bronce acunada en los brazos plateados de la luna nueva.
Y si en tales noches mirábamos hacia el Takla Makan desde nuestro lugar de acampada o desde nuestro alojamiento, podíamos ver luces más extrañas todavía, luces azules que subían, bajaban y parpadeaban sobre la superficie del desierto, a veces una o dos, a veces bandadas enteras de ellas. Podían haber sido lámparas o velas llevadas por personas en un campamento distante de alguna caravana pero sabíamos que no: eran tan azules que no podían confundirse con llamas o fuegos, además se encendían y apagaban de modo tan repentino que no podían ser obra humana, y su presencia, como la del buran del día, movía de modo inquieto nuestros cabellos y nuestras barbas. Además, era bien sabido que ningún ser humano viajaba por el Takla Makan o acampaba en él. Ningún ser humano. Por lo menos, no lo haría voluntariamente.
Cuando vi las luces por primera vez pregunté a nuestra escolta qué podía ser. El mongol llamado Ussu dijo en voz baja:
—Son las cuentas del cielo, ferenghi.
—Pero ¿qué origen tienen?
El mongol llamado Donduk respondió secamente:
—Calla y escucha, ferenghi.
Eso hice, y aunque estábamos a gran distancia del desierto oí suspiros, gemidos y susurros casi imperceptibles, como si soplara una brisa irregular. Pero no había viento.
—Los azghun, ferenghi —explicó Ussu—. Las cuentas y las voces van siempre juntas.
—Muchos viajeros sin experiencia —añadió Donduk con tono de suficiencia—, han visto las luces y oído los gritos, y pensando que eran otros viajeros en peligro, han salido en su ayuda y las cuentas los han llevado cada vez más lejos, y no han vuelto nunca. Son los azghun, las voces del desierto, y las cuentas misteriosas del cielo. De ahí viene el nombre del desierto: cuando se entra en él no se sale más.
Ahora me gustaría decir que adiviné la causa de estas manifestaciones o por lo menos que encontré una explicación mejor que la de los duendes malvados, pero no fue así. Yo sabía que los azghun y las luces aparecían únicamente después del paso de una gran masa de arena seca impulsada por el viento. Me pregunté si esta fricción tenía algo en común con la de una piel de gato. Pero en el desierto los granos de arena no podían rozar contra más cosas, sólo podían hacerlo entre sí…
O sea que confundido por este misterio, apliqué mi mente a otro más pequeño, pero más accesible. ¿Por qué motivo Ussu y Donduk, a pesar de conocer nuestros nombres y de poder pronunciarlos con facilidad se dirigían siempre a nosotros, los Polo, llamándonos indiscriminadamente ferenghi? Ussu utilizaba esta palabra con bastante amabilidad; parecía que le gustaba viajar con nosotros porque así escapaba de los aburridos deberes de guarnición en el bok de Kaidu. Pero Donduk pronunciaba la palabra con desdén, como si en este viaje actuara de niñero en beneficio de personas indignas. A mí Ussu me gustaba bastante, y Donduk nada en absoluto, pero ellos iban siempre juntos y tuve que preguntárselo a los dos: ¿por qué nos llamaban ferenghi?
—Porque vos sois ferenghi —respondió Ussu sorprendido, como si le hubiese hecho una pregunta sin sentido.
—Pero también llamáis ferenghi a mi padre. Y a mi tío.
—Los dos son también ferenghi —dijo Ussu.
—En cambio llamáis Narices a Narices. ¿Lo hacéis porque es un esclavo?
—No —dijo Donduk desdeñosamente—. Porque no es ferenghi.
—Hermanos mayores —insistí—. Estoy intentando descubrir qué significa ferenghi.
—Ferenghi significa sólo ferenghi —cortó Donduk mientras levantaba las manos con un gesto de disgusto, lo mismo que yo.
Pero este misterio al final se resolvió: ferenghi era únicamente la pronunciación que ellos daban a franco. Probablemente su pueblo debió de encontrarse ocho siglos antes con los occidentales llamados francos, en la época del Imperio franco, cuando algunos antepasados de los mongoles, llamados entonces búlgaros y xiongnu, o hunos, invadieron Occidente y dieron su nombre a Bulgaria y a Hungría. Al parecer desde entonces los mongoles han llamado ferenghi a todos los occidentales, sea cual fuere su nacionalidad real. Bueno, esto no era más inexacto que llamar mongoles a los mongoles, que en realidad tienen muchos orígenes distintos.
Por ejemplo Ussu y Donduk me contaron el origen de sus primos mongoles, los kirguises. Éste nombre deriva de las palabras mongoles kirkkiz, me dijeron, que significan «cuarenta vírgenes» porque en el pasado remoto estuvieron en algún apartado lugar todas estas vírgenes juntas, por extraño que pueda parecemos a los modernos, y las cuarenta quedaron preñadas por la espuma que el viento transportó desde un lago encantado y del milagroso nacimiento en masa que se produjo a continuación descendieron todas las personas que hoy se llaman kirguises. La historia era interesante, pero me lo pareció más otra cosa que Ussu y Donduk me contaron sobre los kirguises. Vivían en la región de Sibir, perpetuamente helada, muy al norte de Kitai, y se habían visto obligados a inventar dos ingeniosos sistemas para trasladarse por aquellas duras tierras. Ataban a la suela de sus botas trozos de hueso muy pulido y con ellos podían recorrer muy de prisa grandes trechos sobre las aguas heladas. O bien ataban sus botas sobre tablones largos, como duelas de barril, y con ellos podían recorrer a gran velocidad enormes trechos de los desiertos nevados.
La siguiente aldea de campesinos que encontramos por el camino estaba poblada por otra raza de mongoles. Algunas localidades de este tramo de la Ruta de la Seda estaban pobladas por wighures, que son nacionalidades «aliadas» de los mongoles, y otras localidades estaban habitadas por gente han, y Ussu y Donduk no habían hecho ningún comentario especial sobre ellos. Pero cuando llegamos a este pueblo concreto, nos dijeron que la gente del lugar eran mongoles kalmukos, y escupieron el nombre así:
—¡Kalmuko! Vaj!
Éste sonido mongol, vaj, servía para expresar el mayor disgusto, y desde luego los kalmukos eran asquerosos. Eran las personas más sucias que haya visto nunca fuera de la India. Diré lo siguiente para describir un único aspecto de su suciedad: no sólo no se lavaban nunca el cuerpo, sino que nunca se quitaban la ropa, ni de día ni de noche. Cuando la ropa exterior de un kalmuko se había gastado tanto que ya no servía, no la tiraban sino que se ponían otra nueva encima, y continuaban llevando capas superpuestas de ropa harapienta hasta que la capa inferior se iba pudriendo y caía por debajo como si se soltara de la horcajadura una especie de caspa repugnante. No intentaré decir cómo olían.
Pero según supe, el nombre kalmuko no es una designación nacional o tribal. Es una palabra mongol que significa uno que se queda o que se instala en un lugar. Todos los mongoles normales son nómadas y sienten un profundo desdén por cualquier persona de su raza que deja de rondar por el mundo y se instala en una residencia fija. En opinión de la mayoría, todo mongol que se convierte en un kalmuko está condenado a la degeneración y a la depravación, y si los kalmukos que vi y olí eran representantes típicos, la mayoría de los mongoles tenía buenos motivos para despreciar a los sedentarios. Entonces recordé que el ilkan Kaidu había hablado despreciativamente del gran kan Kubilai como de alguien «no mejor que un kalmuko». «Vaj —pensé—, si esto resulta cierto daré la vuelta y regresaré directamente a Venecia».
Sin embargo, aunque comprendía que la palabra mongol era un término demasiado general para designar a una multiplicidad de pueblos, consideré útil utilizarla. Pronto descubrí que los demás habitantes de Kitai, los originales, tampoco eran todos han. Había nacionalidades llamadas vi, hui, naxi, hezhe, miao y Dios sabe cuántas nacionalidades más, cuyas pieles iban del color marfil al bronce. Pero al igual que yo hacía con los mongoles, continué considerando han a todas estas nacionalidades. En primer lugar su lenguaje me sonaba muy parecido. En segundo lugar cada una de estas razas consideraba inferiores a las demás, llamándolas pueblos perro en sus correspondientes idiomas. Además aplicaban a cualquier extranjero, incluyéndome a mí, un nombre menos merecido todavía que el de franco. En han y en cualquier otro de sus lenguajes y dialectos sonsoneantes cualquier extranjero era un bárbaro.
A medida que íbamos avanzando por la Ruta de la Seda, el tráfico se hacía más denso: encontrábamos grupos y expediciones de mercaderes, como nosotros, o de campesinos, pastores y artesanos solos que llevaban sus productos a las ciudades con mercado, también familias y clanes y boks enteros, todos ellos mongoles, que se habían puesto en camino. Recordé que Isidoro Priuli, nuestro contable de la Compagnia Polo, había dicho antes de que yo me fuera de Venecia que la Ruta de la Seda había sido un lugar de paso muy animado desde los días más antiguos y ahora sus palabras me merecían respeto. A lo largo de años, siglos y quizá milenios el tráfico por aquella ruta había desgastado la calzada hasta situarla muy por debajo del nivel de las tierras adyacentes. En algunos lugares la ruta formaba un foso ancho tan profundo que un campesino desde su campo de habichuelas sólo podía ver de la procesión de viajeros la punta del látigo que el conductor de algún carro llevaba erguido. Y en lo hondo de este foso las roderas de los carros estaban tan marcadas que cada carro tenía que seguir por fuerza las mismas roderas. El carretero no tenía que preocuparse de que su vehículo volcara, pero tampoco podía dejarlo a un lado cuando tenía que hacer sus necesidades. Para cambiar de dirección en el camino, por ejemplo para dirigirse hacia algún pueblo situado a un lado de la ruta, el conductor debía continuar la marcha hasta llegar a una desviación con roderas divergentes y dirigir hacia ellas sus ruedas.
Los carros utilizados en esta región de Kitai eran de un tipo especial. Tenían ruedas inmensas con llantas protuberantes, tan altas que a menudo llegaban más arriba del techo del carro, que era de madera o de lona. Quizá tenían que construir de año en año ruedas cada vez mayores para que sus ejes no rozaran el suelo entre las roderas del camino. Cada carro tenía también una especie de toldo que se proyectaba hacia adelante y protegía al conductor de las inclemencias del tiempo, y mediante unos palos este toldo llegaba tan adelante que protegía también muy consideradamente el tiro de caballos, bueyes o asnos que arrastraba el carromato.
Había oído muchas cosas sobre la inteligencia, ingenio y capacidad de inventiva de los habitantes de Kitai, pero entonces empecé a preguntarme si no se habrían exagerado estas cualidades. Es cierto que cada carro tenía un toldo que protegía tanto a los animales como al conductor, y quizás esto era un invento ingenioso. Pero cada vagón tenía que llevar también varios juegos de ejes de recambio para sus ruedas. Esto se debía a que cada provincia separada de Kitai tenía sus propias ideas sobre la distancia que debían guardar entre sí las ruedas de un carro, y como es lógico los carros locales habían fijado desde hacía tiempo la correspondiente separación de las roderas en el camino. Así, ejemplo, la distancia entre roderas es grande en el tramo de la Ruta de la Seda que pasa por Xinjiang, se estrecha en la ruta que pasa por la provincia de Qinghai, vuelve a ser ancha, pero no tanto, en Henan y así sucesivamente. Un carretero que recorra un trecho considerable de la Ruta de la Seda se ha de detener en cada cambio de rodera, sacar trabajosamente las ruedas y los ejes de su carro, instalar ejes de anchura diferente y montar de nuevo las ruedas.
Cada animal de tiro llevaba un saco colgado debajo de la cola, suspendido mediante una red sujeta a su cuarto trasero para recoger los excrementos en el camino. El motivo no era tener limpio el camino o evitar molestias a los que venían detrás. Habíamos dejado muy atrás la región donde la tierra estaba llena de roca kara combustible, que se podía coger gratuitamente, y cada carretero guardaba cuidadosamente el estiércol de sus animales para encender el fuego de campamento y preparar su cordero, su mian y su cha.
Vimos muchos rebaños de ovejas dirigiéndose al mercado o a sus pastos, y estas ovejas llevaban también apéndices especiales en la parte trasera. Las ovejas eran de la raza de cola gorda, y esta raza se encuentra en todo oriente, pero yo no había visto nunca animales de cola tan gorda. Las de aquellas ovejas parecían porras y podían pesar diez o doce libras, casi una décima parte del peso total del cuerpo. Representaban una auténtica carga para el animal, pero además las colas se consideraban su parte más sabrosa. Cada oveja llevaba un arnés ligero de cuerda que sostenía una tablilla arrastrándose por el suelo, y sobre esta tablilla descansaba la cola para que no la hiriera o la ensuciara indebidamente el contacto con el suelo. Vimos también muchos rebaños de cerdos, y me pareció que con ellos podían haber dado muestra de mayor inventiva. Los cerdos de Kitai pertenecen a una raza peculiar, porque su cuerpo es largo y su parte trasera se balancea ridículamente. Al ver sus vientres arrastrándose literalmente por el suelo, pensé que los pastores Podían haberles instalado también algo parecido a ruedas en el vientre.
Nuestros escoltas Ussu y Donduk despreciaban a los vehículos de ruedas y a los lentos y pesados rebaños que encontrábamos por el camino. Ellos eran mongoles y creían que los jinetes a caballo tenían reservados derechos especiales. Se quejaron de que el gran kan Kubilai no hubiese cumplido todavía su anterior promesa de arrasar todo obstáculo en las llanuras de Kitai para que los jinetes pudiesen galopar por todo el país, incluso en la noche más cerrada, sin correr nunca el riesgo de que su caballo tropezara. Como es natural los impacientaba que nosotros lleváramos caballos de carga y que avanzáramos a un ritmo tranquilo, en vez de galopar a rienda suelta. O sea que de vez en cuando buscaban la manera de animar lo que para ellos era un viaje aburrido.
En una de nuestras etapas nocturnas, mientras acampábamos al lado del camino en vez de alcanzar el siguiente caravasar, Ussu y Donduk trajeron de un campamento cercano de pastores una de sus ovejas de cola gorda y un queso pastoso de oveja. (Probablemente debería decir que confiscaron esta comida, porque dudo que pagaran nada a los pastores han). Donduk se sacó el hacha de batalla, cortó el arnés que protegía la cola de la oveja y casi con el mismo movimiento decapitó al animal. Él y Ussu saltaron sobre sus monturas, uno de ellos se inclinó para coger por la gruesa cola el cadáver de la oveja que aún se retorcía y vomitaba sangre y los dos jinetes iniciaron al galope un alegre juego de bous-kashia. Recorrieron estruendosamente varias veces el espacio entre nuestro campamento y el de los pastores, arrancándose sucesivamente de las manos el trofeo animal, tirándolo por el aire, soltándolo con frecuencia y pisándolo. Ignoro quién de los dos ganó el juego, ni cómo decidieron la victoria, pero al final se cansaron y tiraron a nuestros pies aquel objeto sanguinolento y yerto, cubierto de polvo y de hojas muertas.
—La cena de hoy —dijo Ussu—. ¿Ahora está bueno y tierno, uu?
Luego inesperadamente él y Donduk se ofrecieron para desollar, cortar y cocinar el animal. Al parecer a los mongoles no les importa hacer el trabajo de las mujeres cuando éstas faltan. La cena que prepararon fue memorable, pero no por lo buena. Empezaron recuperando la cabeza decapitada de la oveja para espetarla sobre nuestro fuego con el resto del animal. Una oveja entera habría bastado para hartar a varias familias de comilones, pero Ussu, Donduk y Narices consumieron el animal entero, desde el morro a la gorda cola, sin que nosotros, los tres, les ayudáramos mucho. La parte menos apetitosa de ver y de oír fue la consumición de la cabeza. Uno de los gourmands le cortó una mejilla, otro una oreja, otro un labio y cada uno metía estos horribles fragmentos en un cuenco de jugo de carne con pimienta y luego masticaba, deglutía, babeaba, tragaba, eructaba y pedeaba. Los mongoles consideran de mala educación que las personas hablen mientras comen, o sea que la serie de ruidos amables no varió hasta que pasaron a los huesos y añadieron el sonido de succionar la médula.
Los Polo sólo comimos filetes del lomo de la oveja, que habían quedado bien aporreados en el bous-kashia y que desde luego eran muy tiernos. Hubiésemos preferido comer sólo esto, pero Ussu y Donduk cortaban más trozos e insistían para que comiéramos el mayor requisito: un pedazo de cola, es decir, una bola de grasa de color blanco amarillento. Éstas bolas se estremecían y temblaban repulsivamente en nuestros dedos, pero la cortesía nos impedía rechazarlas, y al final conseguimos que pasaran por nuestras bocas y todavía recuerdo la sensación que produjeron aquellos horribles grumos al bajar viscosos y palpitantes por mi garganta. Después del primer terrible bocado intenté limpiarme el paladar con un buen trago de cha, y casi me ahogué. Descubrí entonces, demasiado, tarde, que Ussu, después de preparar las hojas de cha con agua hirviendo, no se había detenido en este punto como un cocinero civilizado, sino que había derretido en la bebida trozos de grasa de cordero y de queso de oveja. Supongo que este cha al estilo mongo hubiese podido constituir por sí mismo una comida alimenticia pero debo decir que el resultado era repugnante en extremo.
Comimos otras cenas en la Ruta de la Seda cuyo recuerdo es más agradable. En esa región situada tan al interior de Kitai, los posaderos han y wighures de los caravasares no limitaban sus menús a los alimentos permitidos a los musulmanes, y así encontramos una gran diversidad de carnes, incluyendo la de illik, que es un pequeño corzo que ladra como un perro, y carne de un faisán de plumas bellamente doradas, y tajadas de yaks, e incluso carne de osos negros y pardos, que abundan en la región. Cuando acampábamos al aire libre, tío Mafio y los dos mongoles rivalizaban para traer pieza de caza: patos, ocas, conejos y en una ocasión una qazel del desierto pero generalmente buscaban ardillas de tierra, porque estos previsores animalitos proporcionaban el combustible para su propia cocción. Un cazador sabe que si no tiene kara ni madera ni estiércol seco para hacer un fuego, basta con que busque ardillas de tierra y sus madrigueras; estos animales aunque vivan en un desierto pelado, instalan siempre una cúpula de protección contra la intemperie sobre sus agujeros, construida con ramitas y hierbas entrelazadas, secas y a punto de quemar.
Había muchos más animales salvajes en esta región, interesantes no para comer, sino para observar. Había buitres negros con alas tan anchas que para ir de una punta a la otra una persona tenía que dar tres pasos; y una serpiente tan parecida al metal amarillo que yo hubiese jurado que estaba hecha de oro fundido, pero nunca la toqué para comprobarlo, porque me informaron de que su veneno era mortal. Había un animalito llamado yerbo, como un ratón, pero con las patas traseras y la cola tan exageradamente largas, que podía pasearse y saltar erguido; y un felino salvaje de magnífica belleza llamado palang, que en una ocasión vi devorando a un asno salvaje que acababa de cazar, y que era como el pardo de la heráldica, aunque su pelaje no era amarillo sino de color gris plateado con rosetones negros por todo el cuerpo.
Los mongoles me enseñaron a coger varias plantas silvestres y a utilizarlas como verduras en nuestras comidas, por ejemplo cebollas silvestres, que van bien con cualquier carne de venado. Había un vegetal que ellos llamaban planta peluda, y cuyo aspecto era exactamente igual al de un manojo de pelos negros de persona. Ni su nombre ni su aspecto eran muy apetitosos, pero una vez hervida y aliñada con un poco de vinagre proporcionaba un delicado condimento picante. Otra rareza era lo que llamaban cordero vegetal; aseguraban que se trataba de un ser mestizo formado por el cruce de animal y planta, y decían que preferían comer esto a comer cordero auténtico. Era bastante sabroso, pero en realidad sólo se trataba del tubérculo lanoso de cierto helecho.
La única novedad realmente deliciosa que encontré en esta fase del viaje fue el maravilloso melón llamado hami. Incluso el sistema seguido para cultivarlo era una novedad. Cuando las parras empezaban a formar los capullos de los frutos, los horticultores enlosaban todo el campo con pizarra para que las parras descansaran sobre ellas. De este modo los melones no sólo recibían luz solar desde arriba, sino que las losas reflejaban también el calor del sol y el hami maduraba por todas partes. El hami tenía una pulpa de color pálido, blanco verdoso, tan crujiente que se rompía al morderla, y soltaba un jugo de sabor fresco y refrescante, no empalagoso sino dulce y en su punto. El hami tenía un gusto y una fragancia diferentes de los demás frutos y era casi tan bueno si se dejaba secar en hojuelas para confeccionar raciones de viaje, y en mi experiencia ningún otro dulce de huerto lo ha superado nunca.
Después de haber viajado durante dos o tres semanas, la Ruta de la Seda torció abruptamente hacia el norte un cierto trecho, y éste fue el único momento en que tocó el Takla Makan y atravesó muy brevemente el borde más oriental de este desierto, para luego girar de nuevo directamente hacia el este, hacia una población llamada Dunhuang. Éste tramo en dirección norte de la ruta nos hizo atravesar un paso que serpenteaba entre unas montañas bajas, en realidad dunas de arena muy altas, llamadas Colinas Llameantes.
Hay una leyenda para cada topónimo en Kitai, y según la leyenda aquellas colinas habían sido en otros tiempos verdes y exuberantes, y estaban cubiertas de árboles, hasta que unos maliciosos gui, o demonios, les prendieron fuego. Un dios mono pasó por allí y tuvo la bondad de apagar las llamas, pero ya no quedaba nada excepto estos cúmulos montañosos de arena, que continuaban brillando como brasas. Esto dice la leyenda. Yo creo más bien que las Colinas Llameantes se llaman así porque sus arenas tienen una especie de color ocre quemado, y el viento traza en ellas surcos y arrugas en forma de llamas, y brillan perpetuamente detrás de una cortina de aire cálido, y sobre todo al ponerse el sol resplandecen con un color rojo anaranjado realmente ígneo. Pero lo más curioso de esas colinas fue un nido con cuatro huevos que Ussu y Donduk descubrieron entre la arena, en la base de una de las dunas. Yo habría tomado aquellos objetos por piedras grandes, perfectamente ovales y lisas, del tamaño de un melón hami, pero Donduk insistió diciendo:
—Son los huevos abandonados de un ave gigante ruj. Estos nidos pueden encontrarse por todas las Colinas Llameantes.
Cuando cogí uno de los huevos comprendí que eran demasiado ligeros para una piedra de aquel tamaño. Y cuando los examiné vi que su superficie era porosa exactamente como los huevos de gallinas, de patos o de cualquier otra ave. Eran huevos, sí, y mucho mayores que los del pájaro camello, que había visto en los mercados de Persia. Me pregunté qué clase de fortagiona darían si los rompía, los revolvía y los freía para la cena.
—Éstas Colinas Llameantes, ferenghi —dijo Ussu—, debieron de ser el lugar de anidado favorito de los ruj en épocas pasadas, ¿no te parece, uu?
—En épocas muy pasadas —sugerí, porque en aquel momento estaba intentando abrir uno de los huevos.
Aunque su peso no era el de una piedra, el huevo había envejecido desde hacía tiempo, y se había petrificado alcanzando la solidez de la piedra. Es decir, que aquellos objetos eran incomestibles e inempollables, y pesaban demasiado para poderme llevar uno de recuerdo. Desde luego eran huevos y de un tamaño tal que sólo los podía haber puesto un ave monstruosa, pero no puedo afirmar que esta ave hubiese sido en verdad un ruj.
Dunhuang era una floreciente ciudad comercial, tan grande y populosa como Kashgar, situada en una cuenca arenosa bordeada por precipicios de rocas de color de camello. Pero mientras las posadas de Kashgar recibían a viajeros musulmanes, las de Dunhuang se ocupaban de satisfacer los gustos y costumbres de los budistas. Esto se debía a que la ciudad había sido fundada unos novecientos años antes, cuando un comerciante de fe budista fue detenido en este tramo de la Ruta de la Seda por bandidos o por voces azghun o por un demonio gui o por lo que sea, y consiguió salvarse milagrosamente de tales garras. Se detuvo allí para dar gracias a Buda: hizo una estatua de esta deidad y la dejó en un nicho de uno de los precipicios. En los nueve siglos que han pasado desde entonces casi todos los viajeros budistas que pasan por la Ruta de la Seda han añadido algún adorno a estas cuevas. Y ahora el nombre de Dunhuang, que de hecho sólo significa Precipicios Amarillos, se traduce a veces por Cuevas de los Mil Budas.
La designación es excesivamente modesta. Yo las llamaría Cuevas del Millón de Budas, por lo menos. Porque actualmente hay varios centenares de cuevas abiertas en los precipicios, algunas naturales, otras excavadas a mano, y en ellas hay quizá dos mil estatuas de Buda, grandes y pequeñas, pero en las paredes de las cuevas se han pintado frescos que contienen por lo menos mil veces este número de imágenes de Buda, sin citar las divinidades menores y los dignatarios del séquito de Buda. Pude ver que la mayoría de las imágenes eran masculinas y unas pocas claramente femeninas, pero un buen número eran de sexo indeterminado. Sin embargo, todas las imágenes tenían un rasgo en común: unas orejas terriblemente alargadas, cuyos lóbulos colgaban hasta los hombros.
—Es una creencia general —dijo el viejo vigilante han— que una persona nacida con orejas grandes y lóbulos bien definidos está destinada a una vida afortunada. Puesto que los más afortunados de todos los humanos fueron Buda y sus discípulos, suponemos que sus orejas fueron de este tipo, y así las representamos.
Éste anciano ubashi, o monje, me guió gustosamente por unas cuantas cuevas, y utilizó el idioma farsi para esta ocasión. Le seguí a través de nichos, cavernas y grutas, y en todas ellas había estatuas de Buda, de pie, recostado, durmiendo tranquilamente o sentado con las piernas cruzadas sobre una flor de loto gigante. El monje me contó que Buda es una antigua palabra india que significa Iluminado, y que el Buda había sido un príncipe de la India antes de su apoteosis. Uno podía pensar ante esto que las estatuas representarían un hombre negro y enano, pero no era así. El budismo se había propagado desde hacía tiempo de la India a otras naciones, y era evidente que cada viajero devoto que pagaba una estatua o una pintura se había imaginado a Buda con su mismo aspecto. Algunas de las imágenes más antiguas representaban ciertamente a personas oscuras y escuálidas, como corresponde a un hindú, pero otras podrían haber pasado por Apolos alejandrinos, o por persas de cara de halcón, o por correosos mongoles, y las más recientes tenían caras sin rasgos definidos, con complexiones céreas, expresiones plácidas y ojos oblicuos y estrechos; es decir, que eran puramente han.
También era evidente que en el pasado habían llegado a menudo a Dunhuang merodeadores musulmanes, porque muchas de las estatuas estaban rotas, despedazadas, revelando su construcción sencilla de gesso moldeado sobre armaduras de caña o de carrizo, o por lo menos estaban cruelmente desfiguradas. Como ya he dicho, los musulmanes detestan cualquier retrato de un ser humano. Si no habían tenido tiempo para destruir completamente una estatua, le habían cortado la cabeza (porque la cabeza es donde reside la vida) o si tenían todavía más prisa, se habían contentado con sacarle los ojos (porque los ojos son la expresión de la vida). Los musulmanes se habían ocupado incluso de rascar y borrar los diminutos ojos de muchos miles de imágenes pintadas en miniatura en las paredes, incluso los de figuras femeninas delicadas y bonitas.
—Y las mujeres —dijo tristemente el anciano monje— no son ni divinidades. —Señaló una figurita de gran vivacidad—. Es una devata, una de las bailarinas celestiales que divierten a las almas benditas que entre vidas moran en el Sukhavati, el País Puro. Y ésta… —dijo señalando a una chica pintada en pleno vuelo, como una golondrina con un torbellino de faldas y velos— es una apsara, una de las tentadoras celestiales.
—¿Hay tentadoras en el cielo budista? —pregunté, intrigado.
Suspiró y dijo:
—Sólo para impedir un exceso de población en el País Puro.
—¿De veras? ¿Cómo?
—Las apsaras tienen el deber de seducir a los santos de la tierra, para que sus almas se condenen y vayan entre vidas al Terrible País de Naraka, y no al feliz Sukhavati.
—Ah —dije, para demostrar que le entendía—. Una apsara es un súcubo.
El budismo presenta otros paralelos con nuestra fe verdadera. Sus fieles no pueden matar, ni mentir, ni tomar lo que no les pertenece, ni comportarse mal sexualmente. Pero en otros aspectos es una religión muy diferente del cristianismo. Los budistas tampoco pueden beber bebidas embriagadoras, ni comer después del mediodía, ni asistir a diversiones, ni llevar adornos en el cuerpo, ni dormir ni siquiera descansar sobre un colchón confortable. La religión tiene ministerios equivalentes a nuestros monjes, monjas y sacerdotes, llamados buashi, ubashanza y lamas, y Buda les ordenó vivir en la pobreza, al igual que los nuestros, pero pocos cumplen este precepto.
Por ejemplo, Buda ordenó a sus seguidores que llevaran sólo «ropa amarilla», o sea simples harapos descoloridos por el moho y la putrefacción. Pero los monjes y monjas budistas obedecen esta instrucción al pie de la letra, no en su espíritu, porque ahora van vestidos con las telas más costosas, teñidas alegremente en tonos que van del amarillo brillante al rojo naranja. Tienen también grandes templos, llamados potkadas, y monasterios, llamados lamasarais, ricamente dotados y provistos. Además, sospecho que cada budista tiene un número de posesiones personales muy superior a las pocas permitidas por Buda: una estera para dormir, tres harapos para vestirse, un cuchillo, una aguja, un cuenco para pedir cada día una frugal comida y un colador de tela para evitar que caigan en el agua que uno bebe insectos incautos, pececitos o renacuajos, y así evitar tragarlos.
El colador de agua ilustra la primera y más importante regla del budismo: no matar, ni deliberada ni accidentalmente, a ningún ser vivo, por humilde o diminuto que sea. Sin embargo esto no tiene nada en común con el deseo cristiano de ser bueno e ir al cielo después de morir. El budista cree que cuando un hombre bueno muere lo único que consigue es renacer como hombre mejor, más avanzado por el camino de la Iluminación. Y cree que un hombre malo después de morir renace como un ser de grado inferior: animal, ave, pez o insecto. Esto explica que los budistas no deban matar nada. Cada pequeña mota de vida en la Creación es probablemente un alma que está intentando subir por la escalera de la Iluminación, y un budista no se atreve a aplastar ni a una chinche porque podría ser su difunto abuelo, degradado después de muerto, o su futuro nieto que camina hacia un nuevo nacimiento.
Un cristiano podría admirar la reverencia que el budista demuestra por la vida, por ridícula que sea la lógica en que se basa, pero hay dos resultados inevitables. Uno es que todo hombre, mujer y niño budista es un nido pululante de piojos y pulgas, y comprobé que estos bichos estaban muy dispuestos a poner en peligro su iluminación emigrando a un infiel cristiano como yo. Además el budista, como es lógico, no puede comer carne animal. Los devotos se limitan a comer arroz hervido y agua, y los más liberales se atreven a tomar como máximo leche, frutas y verduras. Esto es, pues, lo que nos sirvieron en la posada de Dunhuang: para cenar frondas y zarcillos hervidos, cha flojo y natillas blandas, y para dormir pulgas, garrapatas, chinches y piojos.
—Hubo aquí, en Dunhuang, un lama muy santo —dijo mi monje han con voz reverente—, tan santo que sólo comía arroz crudo sin cocer. Y para aumentar todavía más su humildad llevaba una cadena de hierro sujeta a su delgado vientre. El roce de la herrumbrosa cadena produjo una llaga, y la llaga se pudrió engendrando una cierta cantidad de gusanos. Y si uno de estos gusanos roedores caía por casualidad al suelo el lama lo recogía amorosamente diciéndole: «¿Por qué huyes, querido? ¿No encontraste bastante comida?», y lo depositaba tiernamente en la parte más jugosa de la llaga.
Ésta instructiva historia quizá no aumentó mi propia humildad, pero disminuyó tanto mi apetito que cuando volví a la posada pude prescindir fácilmente de las pálidas gachas que me sirvieron para cenar. El monje continuó diciendo:
—El lama acabó convirtiéndose en una llaga ambulante, y la llaga le consumió y murió. Todos le admiramos y le envidiamos porque sin duda avanzó mucho por el camino de la iluminación.
—Espero sinceramente que así sea —dije—. Pero ¿qué hay al final de este camino? ¿Llega finalmente al cielo el iluminado?
—El final no es tan vulgar —respondió el ubashi—. Hay que ir avanzando hacia arriba mediante toda una serie de renacimientos y de vidas para acabar liberado de la necesidad de vivir. Para acabar liberado de la esclavitud de las necesidades, deseos, pasiones, dolores y miserias humanas. Todos confiamos alcanzar el Nirvana, que significa «la extinción».
Esto no era una broma. El budista no tiene por objetivo como nosotros merecer para su alma una eternidad de existencia feliz en las mansiones del cielo. El budista sólo aspira a la extinción absoluta, o como dijo el monje «a sumergirse en el Infinito». Él admitió que su religión prevé la existencia de varios cientos de Países Puros y de Terribles Países infernales, pero son, como nuestro purgatorio o nuestro limbo, simples estaciones intermedias entre los sucesivos renacimientos del alma en su camino hacia el Nirvana. Y cuando el alma llega a este destino final es apagada como la llama de un cirio, para que no disfrute ni sufra más, ni de la tierra ni del cielo ni del infierno ni de nada.
Tuve ocasión de reflexionar sobre estas creencias cuando nuestro grupo continuó hacia el este de Dunhuang, durante un día maravillosamente cargado de cosas en que pensar.
Salimos de la posada con el alba, cuando todos los pájaros acababan de despertarse y estaban emitiendo sus gorgeos y cantos matinales, tan numerosos y tan fuertes que recordaban el ruido que hace la grasa cuando hierve en una gran sartén. Luego se despertaron las palomas, menos madrugadoras, y murmuraron sus quejas y lamentos discretos, pero había tal cantidad de ellas que sus apagados trinos parecían un rugido. Aquélla mañana también salía del patio de la posada una caravana de considerable longitud, y en estas regiones los camellos no llevaban sus campanillas en un collar alrededor del cuello, sino en las rodillas delanteras. O sea que mientras ellos andaban tintineaban y resonaban como si se alegraran musicalmente de emprender la marcha. Cabalgué durante un rato al lado de uno de los carros de esta caravana, y una de sus grandes ruedas llevaba prendida una ramita de jazmín que había arrastrado en sus radios, y cada vez que esta rueda alta daba una vuelta pasaba las flores delante de mi cara y me enviaba a la nariz su dulce aroma.
La ruta que salía de la cuenca de Dunhuang nos hizo pasar por una hendedura de aquel precipicio acribillado de cuevas, y por allí llegamos a un valle verde lleno de árboles, campos y flores silvestres, el último oasis que veríamos durante un tiempo. Mientras cabalgábamos por este valle vi algo tan bello que todavía su imagen revive en mi memoria. Delante de nosotros, a una cierta distancia, se levantó en la brisa matutina una pluma de humo de color amarillo dorado; todos nos fijamos en ella y nos preguntamos qué sería. Quizá subía del campamento de una caravana, pero ¿qué podían estar quemando para dar una nube de color tan distintivo? El humo continuó elevándose y arremolinándose, y al final llegamos a su altura y vimos que no era humo. En el lado izquierdo del valle había un prado cubierto totalmente de flores de color amarillo dorado, y todas esas innumerables flores estaban soltando exultantes su polen amarillo dorado para que la brisa lo llevara por encima de la Ruta de la Seda hacia las otras laderas del valle. Pasamos cabalgando por dentro de aquella nube de falso humo y cuando llegamos al otro lado de ella, nosotros y nuestros caballos brillábamos al sol como si nos acabaran de dar un baño de oro puro.
Otra cosa. Saliendo del valle entramos en un paisaje ondulante de dunas de arena, pero la arena ya no tenía color de camello o de león, era de un color gris plateado, oscuro, como un metal en polvo. Narices bajó de su caballo para hacer de cuerpo y descubrió sorprendido, y para sorpresa mía, que la arena ladraba como un perro ruin en cada paso que daba. La arena no hizo ningún ruido especial cuando Narices la mojó, pero cuando él dio la vuelta para bajar la duna, resbaló y se deslizó desde la cresta y su resbalón fue acompañado por una nota musical fuerte y encantadora, un vibrato, como si hubiese sonado una cuerda del laúd mayor del mundo.
—Mašallah! —exclamó Narices espantado al levantarse del suelo.
Recorrió corriendo todo el trecho de arena que le faltaba hasta la superficie más firme del camino, antes de detenerse para quitarse el polvo.
Mi padre, mi tío y los dos escoltas se reían a carcajadas. Uno de los mongoles dijo:
—Éstas arenas se llaman luiying.
—Las voces del trueno —me tradujo tío Mafio—. Nico y yo las oímos cuando pasamos la última vez por aquí. También gritan cuando el viento sopla fuerte, y gritan con mayor fuerza en invierno, cuando las arenas están frías.
El hecho era realmente maravilloso. Pero era únicamente un hecho de este mundo, como los cantos de los pájaros al amanecer, las campanillas de los camellos, el jazmín perfumado y las flores silvestres de color dorado tan decididas a florecer que lanzaban despreocupadas sus semillas al viento.
El mundo es bello, pensé, y la vida es buena, tanto si uno está seguro de ir al cielo al final de la vida como temeroso del infierno. Los budistas, que consideraban patéticamente la tierra y su existencia tan fea, miserable y repugnante que su mayor deseo era huir y perderse en el olvido, sólo podían inspirarme compasión. Yo no, yo nunca. Si tuviera que aceptar alguna creencia budista sería la de las continuas reencarnaciones en este mundo, aunque esto supusiera regresar como una humilde paloma o como una ramita de jazmín entre mis encarnaciones humanas. Sí, pensé, si yo pudiese, continuaría viviendo eternamente.
El paisaje continuó siendo de color gris, pero este gris se fue haciendo más oscuro a medida que avanzábamos hacia oriente, hasta convertirse en negro auténtico, en cascajos negros y en grava negra moviéndose sobre roca negra, porque habíamos llegado a otro desierto, uno demasiado ancho y extenso para que la Ruta de la Seda pudiera salvarlo con un rodeo. Los mongoles lo llamaban Gobi, y los han Shamo, y ambas palabras significan un desierto con esta composición peculiar: un desierto de donde el viento se ha llevado desde hace tiempo toda la arena, dejando sólo las partículas más pesadas, todas de color negro. El paisaje resultaba algo irreal, porque no parecía constituido por guijarros, piedras y rocas sino de un metal más duro todavía. Cada colina, cada roca y cada risco negro brillaba al sol con un borde brillante y cortante, como acabado de afilar. Allí sólo crecían briznas incoloras de hierba de camello y algunos manojos de hierba neutra, como finos hilos metálicos.
El Gobi recibe también de los viajeros el nombre de Gran Silencio, porque es imposible oír una conversación si no se habla a gritos, ni se oye el choque de las piedras negras que ruedan y se mueven bajo los pies, ni los tristes quejidos de los caballos por sus cascos heridos, ni las protestas y gimoteos de quienes se quejan, como Narices, porque todos estos ruidos quedan apagados por el continuo lamento del viento. Éste sopla incesantemente sobre el desierto de Gobi durante los trescientos sesenta días del año, y a fines de verano, cuando nosotros pasamos, soplaba tan ardiente como un chorro de las puertas abiertas de los terribles hornos que contienen las grandes cocinas de los más bajos fondos del más violento infierno de Satanás.
La siguiente ciudad a donde llegamos, Anxi, debe de ser la localidad más desolada de todo Kitai. Era un simple poblado de tiendas tambaleantes que vendían artículos para las caravanas y unas cuantas posadas y establos para los viajeros, todo ello de madera sin pintar y de pisa agujereada y erosionada por las partículas que levantaba el viento. Aquél pueblo existía en el borde mismo del terrible Gobi únicamente porque en aquel lugar se juntaban de nuevo las dos ramas de la Ruta de la Seda, la meridional por la cual llegamos nosotros y la otra ruta que había dado la vuelta por el norte del Takla Makan, y en Anxi se fundían ambas en un único camino. Éste sigue su curso sin dividirse más, y después de recorrer un número interminable de lis llega a la capital de Kitai, Kanbalik. Como es natural en esta convergencia de caminos había un tráfico más intenso de comerciantes solos y de grupos y familias en caravana. Pero al encontrar una procesión de carros tirados por mulos pregunté a nuestros escoltas:
—¿Qué caravana es ésta? Avanza muy lenta y en silencio.
Todas las ruedas de los carros llevaban atados a las llantas manojos de hierbas y trapos para amortiguar el ruido y las mulas llevaban los cascos metidos en sacos forrados con el mismo objetivo. A pesar de ello la procesión no era absolutamente silenciosa porque las ruedas y los cascos continuaban produciendo un sonido sordo y se oía el continuo crujir de los armazones de madera de los carros y de los arneses de cuero, pero su marcha era más silenciosa que la de la mayoría de caravanas. Además de los han que conducían los carros de mulas, había otros han montados en mulas, flanqueándolos, que pasaron por Anxi acompañando la caravana como una guardia de honor y abriéndose camino por las calles llenas de gente sin utilizar nunca la palabra para pedir paso.
Los peatones se apartaron obsequiosamente, dejaron de charlar entre sí y apartaron el rostro como si la procesión fuera de algún importante y encumbrado personaje. Pero en la procesión no vi a nadie aparte de estos conductores y de esta escolta: no había nadie en las varias decenas de carros que pasaron. Todos estaban ocupados por montones de objetos que podían haber sido tiendas enrolladas o alfombras, muchos centenares de fardos largos envueltos en tela y apilados como troncos dentro de los carros. Estos objetos, fueran lo que fuesen, parecían muy viejos y soltaban un olor seco, rancio, y sus envolturas de tela estaban en jirones y se agitaban al viento. Cuando los carros saltaban sobre las calles llenas de hoyos se desprendían escamas y trozos de tela.
—Parecen sudarios pudriéndose —dije.
Ussu replicó con gran sorpresa mía:
—Esto son. —Y añadió en voz baja—: Muéstrales respeto, ferenghi. Date la vuelta y no mires mientras pasan.
No dijo más hasta que hubo pasado la silenciosa caravana. Luego me contó que todos los han tienen el gran deseo de ser enterrados en sus lugares de nacimiento, y quienes les sobreviven hacen todos los esfuerzos precisos para cumplir este deseo. La mayoría de han que tenían posadas y tiendas en los extremos occidentales de la Ruta de la Seda procedían originalmente del extremo oriental del país, el más poblado, y deseaban que sus restos fueran a descansar allí. Los han que morían en occidente eran enterrados superficialmente, y cuando al cabo de muchos años había muerto un número suficiente, sus familias de oriente organizaban una caravana y la enviaban a occidente. Entonces se desenterraban todos estos cuerpos, se reunían y se transportaban juntos a sus regiones de origen. Esto sucedía quizá una sola vez en cada generación, dijo Ussu, y yo podía considerarme como uno de los pocos ferenghi que había podido ver una caravana de cadáveres.
A todo lo largo de la Ruta de la Seda, desde Kashgar, habíamos ido vadeando los pocos y pequeños ríos que cruzábamos: corrientes pobres que traían un poco de agua de las montañas nevadas del sur y se perdían rápidamente en el desierto del norte. Pero a unas semanas al este de Anxi encontramos un río más caudaloso, que corría hacia oriente como nosotros. Al principio era un río de agua clara que saltaba alegremente, pero cada vez que el camino nos acercaba de nuevo a él, comprobábamos que era más ancho, más profundo, más turbulento y que se volvía de color amarillo pardo por los sedimentos que arrastraba; de ahí el nombre que le dan: Huang, el río Amarillo. Éste Huang, que se precipitaba por toda la anchura de Kitai, es uno de los dos grandes sistemas fluviales de aquellas tierras. El otro está muy al sur del primero, es una corriente de agua más grande todavía, llamada Yangzi, que significa simplemente el río Tremendo, y que también atraviesa la tierra de Kitai.
El Yangzi y este Huang —me dijo mi padre instruyéndome— son, después del histórico Nilo, el segundo y tercer río más largo de todo el mundo viajado.
Yo podría haber añadido aquí, en broma, que el Huang debe de ser el río más alto de la tierra. Digo con esto, y pocas veces se da crédito a mis palabras, que el río Huang en la mayor parte de su recorrido queda por encima de las tierras que le rodean.
—¿Cómo puede ser esto? —protesta la gente—. Un río no es independiente de la tierra. Si un río va alto por fuerza tiene que inundar la tierra circundante.
Pero el río Amarillo no la inunda, excepto en épocas de desastre. Los campesinos, que viven al lado del río desde hace años, generaciones y siglos, han construido diques de tierra para reforzar las orillas. Pero el Huang transporta grandes cantidades de sedimentos y los deposita continuamente en su cauce, de modo que el nivel de su superficie también sube continuamente. O sea que los campesinos han a lo largo de generaciones, siglos y eras se han visto obligados a elevar cada vez más sus diques. Al final el río Amarillo corre entre estas orillas artificiales a un nivel literalmente superior al de la tierra circundante. En algunos lugares si se me hubiese antojado tirarme al río hubiese tenido que subir un dique más alto que un edificio de cuatro pisos.
—Pero estos diques aunque son altos están hechos únicamente de tierra apisonada —dijo mi padre—. Cuando estuvimos aquí por última vez vimos el Huang en un año muy lluvioso llenarse tanto y bajar tan turbulento que rompió estos diques.
—Un río suspendido en el aire y que luego cae —dije pensativo—. Debió de ser un espectáculo digno de verse.
—Fue como ver Venecia y toda la tierra firme del Véneto sumergirse en la laguna, suponiendo que puedas imaginarlo —intervino tío Mafio—. Una inundación de increíble extensión. Pueblos y ciudades enteras se disolvieron. Se ahogaron naciones enteras de gente.
—Esto no sucede cada año, gracias a Dios —dijo mi padre—. Pero sucede tan a menudo que justifica el nombre que se da también al río Amarillo: el Azote de los Hijos de Han.
Sin embargo los han mientras el río corre domado le sacan mucho partido. De vez en cuando veía en las orillas las mayores ruedas del mundo. Norias de madera y caña, altas como veinte personas una encima de la otra. A lo largo del borde de la rueda había multitudes de cangilones que el río llenaba constantemente, levantaba y vertía en los canales de irrigación.
Y en un lugar vi una barca al lado de la orilla que tenía a ambos lados inmensas ruedas de paletas girando. Al verlo pensé que era algún tipo de invento han para sustituir los remos movidos a mano e impulsar la barca. Pero la tan loada inventiva han volvió a desilusionarme, porque comprendí que la nave estaba amarrada a la orilla y que las ruedas de paletas eran movidas por la corriente del río. Las ruedas a su vez movían ejes y radios dentro de la barca para moler grano con unas muelas. O sea que el conjunto era simplemente un molino de agua y su única novedad consistía en que no era estacionario sino que podía desplazarse río arriba y río abajo a los lugares donde hubiese cosecha de grano para moler y convertirlo en harina.
Había innumerables tipos de naves, porque el río Amarillo estaba más concurrido que la Ruta de la Seda. Los han tienen que trasladar sus bienes y sus productos a distancias tan enormes que prefieren utilizar sus vías fluviales en lugar de los medios terrestres de transporte. Es realmente un sistema muy práctico, por mucho que los amos mongoles se rían de la poca atención que los han prestan a los caballos. Un caballo o cualquier animal de carga consume más grano de lo que puede transportar a lo largo de cualquier distancia, en cambio el barquero de río consume muy poca comida para alimentarse y cubrir un li de viaje. Los han tienen, pues, razón cuando respetan y veneran tanto sus ríos; han dado incluso el nombre de río Celestial a lo que los occidentales llamamos Vía Láctea.
En el río Amarillo había muchas pequeñas gabarras llamadas sanban y la tripulación de cada gabarra era una familia entera, para la cual la barca era a la vez el hogar y el medio de transporte y de subsistencia. Los varones de la familia remaban o tiraban del sanban río arriba y lo guiaban río abajo, y además cargaban y descargaban las mercancías. Las hembras se dedicaban al parecer perpetuamente a cocinar y a lavar la ropa. Y entre ellos jugaba una multitud de niños y niñas pequeños todos alegremente desnudos, si se exceptúa una gran calabaza que cada uno llevaba atada a la cintura para ayudarlos a flotar al caer por la borda, lo que sucedía con regularidad.
Había muchas naves mayores impulsadas por velas. Cuando pregunté a nuestra escolta qué nombre tenían, los mongoles respondieron con indiferencia algo así como «chunk». Luego supe que la palabra han correcta era chuan, pero la palabra significa únicamente buque de vela en general; nunca llegué a aprender los treinta y ocho nombres distintos de los treinta y ocho tipos diferentes de «chunk» de río y de mar.
De todos modos el más pequeño era tan grande como una coca flamenca, pero de menor calado, y me parecieron todos ridículamente aparatosos, como inmensos zuecos flotantes. Pero luego fui comprendiendo que la forma de un chuan no sigue la de un pez, como la mayoría de naves occidentales, donde se pretende que su rapidez iguale a la del pez. El chuan sigue la forma de un pato, para tener estabilidad en el agua, y pude comprobar que flotaban serenamente sobre los remolinos y los torbellinos más tumultuosos del río Amarillo. El chuan es lento y sólido y quizá por esto se guía con un solo timón, no con dos como nuestras naves, y este timón está situado en medio del casco, a popa, y sólo necesita un timonel. Las velas del chuan también son raras, porque no se abomban al viento, sino que unas tablillas las dividen a intervalos, con lo que parecen más bien alas nervudas de murciélago. Y cuando hay que acortar la vela no las rizan como nosotros sino que las pliegan, tablilla por tablilla, como una griglia de persiana.
Sin embargo, la nave más sorprendente de todas las que vi en aquel río fue un pequeño esquife con remos llamado huban. Era ridículamente asimétrico, porque estaba curvado formando un arco lateral. La góndola veneciana también está construida con algo de combadura para compensar que el gondolero siempre rema por el lado derecho, pero el arco que forma la quilla de la góndola es tan ligero que apenas se nota. Estos huban estaban tan sesgados como una espada šimšir puesta de perfil. También en este caso el motivo era de orden práctico. Un huban siempre va cerca de la orilla, y si el remero mantiene su lado cóncavo o convexo contra la orilla puede salvar más fácilmente las curvas y recodos del río. Como es lógico el remero ha de cambiar continuamente la dirección de la barca, de la popa a la proa, a medida que el río gira a un lado o a otro, y su avance se parece al de un agitado insecto corriendo sobre el agua.
Sin embargo, al cabo de pocos días vi algo todavía más extraño, pero en tierra, no en el río. Cerca de un pueblo llamado Zongzhai llegamos a una ruina destartalada y abandonada que debió de ser en otra época un sólido edificio de piedra con dos fuertes torres de vigilancia. Nuestro escolta Ussu me dijo que antiguamente el edificio había sido una fortaleza han de alguna lejana dinastía, y que todavía conservaba su viejo nombre: Puertas de Jade. En realidad la fortaleza no era ninguna puerta y desde luego no estaba construida de jade, pero constituía el extremo oriental de una muralla de gran espesor y de impresionante altura que desde aquel punto seguía la dirección noreste.
Ésta Gran Muralla, como la llaman los extranjeros, recibe entre los han el nombre más pintoresco de «Boca» de su país. En tiempos pasados los han se consideraban el Pueblo de Dentro de la Boca, refiriéndose a esta Muralla, y todas las demás naciones situadas al norte y al oeste eran el Pueblo de Fuera de la Boca. Cuando se condenaba al exilio a un criminal o a un traidor se decía que era «escupido fuera de la Boca». Ésta muralla se había construido para mantener fuera a todo el mundo excepto a los han, y no hay duda de que es la barrera defensiva más larga y poderosa hecha jamás por manos humanas. Es imposible saber cuántas manos fueron, ni cuánto tiempo trabajaron, pero su construcción debió de consumir las vidas de muchas generaciones de poblaciones enteras de hombres.
Según la tradición la muralla sigue el curso errante trazado por un caballo blanco favorito de cierto emperador Qin, el soberano han que inició su construcción en un tiempo lejano. Pero esta historia me parece dudosa porque ningún caballo habría seguido por voluntad propia una ruta tan difícil a lo largo de las crestas de las montañas, como la que sigue gran parte de la muralla. Desde luego ni nosotros ni nuestros caballos lo hicimos. Las semanas restantes de nuestro viaje casi interminable a través de Kitai nos obligaron a seguir de modo general el curso de esta muralla que parecía también interminable, pero aunque raras veces la perdíamos de vista normalmente podíamos encontrar un camino más bajo y más fácil cuesta abajo de la muralla.
La Gran Muralla recorre sinuosamente Kitai, a veces extendiéndose ininterrumpidamente de horizonte a horizonte, pero en otros lugares aprovecha murallas naturales como picos y precipicios, integrándolos en su trayecto, para aparecer de nuevo en las zonas más vulnerables que vienen a continuación. Además no siempre es una única muralla. En una región del este de Kitai descubrimos que había tres murallas paralelas, una detrás de otra, separadas por intervalos de unos cientos de lis.
La muralla no tiene en todas partes la misma composición. Sus tramos más orientales están construidos con grandes rocas cuadradas, unidas entre sí de modo limpio y firme con mortero, como si en esos lugares se hubiese construido bajo la severa mirada del emperador Qin, y la muralla se ha mantenido hasta el momento sólida y entera; es un baluarte de grandes dimensiones, alto, grueso y fuerte, y su parte superior es tan ancha que puede cabalgar en ella una tropa de caballería en fondo. Tiene troneras a ambos lados de este camino de ronda y voluminosas torres de guardia que a intervalos se levantan a mayor altura. Pero en algunos tramos occidentales, como si los súbditos y esclavos del emperador hubiesen trabajado a la ligera sabiendo que nunca iría a inspeccionarlos, la muralla era de construcción defectuosa, hecha con piedras y barro unidos chapuceramente formando una estructura ni tan alta ni tan gruesa, y en consecuencia a lo largo de los siglos se había hundido mucho y estaba interrumpida a trechos.
Sin embargo debo decir que la Gran Muralla es algo majestuoso e impresionante, y no me resulta fácil describirla en términos comprensibles para un occidental. Pero lo intentaré del modo siguiente. Si se pudiese transportar intacta la muralla sacándola de Kitai, y si todos sus numerosos segmentos se pusieran uno detrás de otro partiendo de Venecia y dirigiéndose hacia el noroeste por encima del continente europeo, atravesaría los Alpes, pasaría sobre prados, ríos, bosques y todo lo que encontrara y después de alcanzar el mar del Norte en el puerto flamenco de Brujas, quedaría aún suficiente muralla para recorrer de nuevo en sentido inverso toda esta enorme distancia hasta Venecia, y todavía podría prolongarse la muralla desde Venecia por el oeste hasta la frontera de Francia.
Ante la innegable grandeza de la Gran Muralla, ¿por qué no me hablaron nunca de ella ni mi padre ni mi tío, que la habían visto antes, ni excitaron en mí el deseo de verla? ¿Y por qué no hablé yo mismo de tal maravilla en el libro anterior que relata mis viajes? La omisión no se debió en este caso al temor de que la gente dejara de creer mis palabras. No mencioné esta muralla porque a pesar de ser un auténtico prodigio la consideré una realización trivial de los han, y como tal continúo considerándola. Me pareció entonces y continúa pareciéndome ahora una prueba más que desmiente el reputado genio de los nativos de Kitai. Por este motivo:
Mientras cabalgábamos a lo largo de la Gran Muralla, dije a Ussu y a Donduk:
—Vosotros los mongoles erais al principio un pueblo de Fuera de la Boca, pero ahora estáis dentro de ella. ¿Costó mucho a vuestros ejércitos romper esta barrera?
Donduk se burló:
—Desde que se construyó la muralla, en épocas anteriores a la historia, ningún invasor ha tenido dificultad alguna en atravesarla. Nosotros los mongoles y nuestros antepasados la hemos atravesado repetidamente a lo largo de los siglos. Incluso un pequeño ferenghi podría hacerlo.
—¿Cómo es posible? —le pregunté—. ¿Fueron siempre los demás ejércitos más guerreros que los defensores han?
—¿Qué defensores, uu? —preguntó Ussu despreciativamente.
—Me refiero a los centinelas de los parapetos. Sin duda pudieron ver desde lejos a los enemigos cuando se aproximaban. Y debían de tener legiones a punto para repelerlos.
—Sí, esto es cierto.
—Bueno, en este caso, ¿era tan fácil derrotarlos?
—¡Derrotarlos! —dijeron los dos al unísono con sus voces cargadas todavía de desprecio.
Ussu explicó la razón de este desdén:
—Nadie tuvo que derrotarlos nunca. Cualquier forastero que deseara cruzar la muralla sólo tenía que sobornar a los centinelas con un poco de plata. Vaj! No hay muralla más alta o más fuerte o más difícil que los hombres que hay detrás de ella.
Y yo comprendí que así era. La Gran Muralla, construida sabe Dios con cuánto derroche de dinero, tiempo, trabajo, sudor, sangre y vidas humanas, no fue nunca para los invasores un freno más efectivo que una simple línea de demarcación trazada sobre un mapa. La Gran Muralla sólo puede aspirar a que la consideren como el monumento a la futilidad más extraordinario del mundo.
Un ejemplo de ello: unas semanas después llegamos finalmente a la ciudad que estas murallas envuelven del modo más seguro, donde los muros son más altos, más gruesos y están mejor conservados. La ciudad situada detrás de la muralla se ha conocido a lo largo del tiempo por muchos nombres distintos: Richeng, Ji, Yuzhuo, Chongdu y muchos nombres más, y en una época u otra ha sido capital de muchos imperios diferentes de los han: las dinastías Qin, Zhou y Tang, y sin duda otras. Pero ¿de qué le sirvió esta enorme muralla? Hoy en día la ciudad en la cual entramos se llama Kanbalik, «Ciudad del kan», conmemorando el último invasor que atravesó la Gran Muralla y que conquistó esta tierra, en opinión mía la mayor de todas: el hombre que tomó el título sonoro pero justificado de gran kan, kan de todos los kanes, kan de las naciones, hijo de Tulei y hermano de Mangu Jan, nieto de Chinghiz Kan, el más poderoso de los mongoles, el gran kan Kubilai.