Cuando entramos en Kanbalik, es decir, cuando en el crepúsculo de un día que se apagaba llegamos a un lugar donde la polvorienta carretera se convertía en una amplia avenida, pavimentada y limpia, que conducía a la ciudad, con gran sorpresa mía nuestra pequeña caravana recibió la bienvenida de un considerable comité de recepción.
Nos esperaba en primer lugar una banda de soldados mongoles de a pie que lucían armaduras de paseo de metal muy pulido y cueros engrasados y brillantes. No se interpusieron en nuestro camino como habían hecho los guardias de Kashgar a las órdenes de Kaidu. Presentaron e inclinaron con unánime precisión sus brillantes lanzas para saludarnos y luego formaron un cuadrado alrededor de nuestro grupo y nos acompañaron a lo largo de la avenida, mientras multitudes de habitantes normales de la ciudad hacían una pausa en sus ocupaciones para mirarnos con curiosidad.
Esperaban luego para saludarnos unos cuantos caballeros ancianos de aspecto distinguido, unos mongoles, otros han, unos cuantos claramente árabes o persas, que llevaban vestidos largos de colores variados y vivos, y cada uno de ellos tenía detrás un criado que sostenía sobre su cabeza con un palo alto un dosel ribeteado. Los ancianos se pusieron en marcha a ambos lados de nosotros, y los criados apretaron el paso para mantener los doseles sobre ellos, y todos nos sonreían y nos dirigían gestos tranquilos de bienvenida y nos decían en sus diversas lenguas: «Mendu! Yingjie! Salaam!», aunque estas palabras rápidamente quedaron ahogadas por un grupo de músicos que se unieron a la procesión con un concierto inverosímil de cuernos y címbalos que chirriaban y tañían. Mi padre y mi tío sonrieron, movieron la cabeza y se inclinaron sobre sus sillas, como si hubiesen esperado aquella exagerada acogida, pero Narices, Ussu y Donduk parecían tan sorprendidos como yo.
Ussu me dijo por encima del ruido:
—Como es natural han estado vigilando vuestro grupo a lo largo del camino, como se hace con todos los viajeros y los jinetes de posta han mantenido informadas a las autoridades de Kanbalik sobre vuestra llegada. Nadie llega a la ciudad del kan sin que se sepa de antemano.
—Pero —dijo Donduk con un nuevo tono de respeto—, normalmente sólo el wang de la ciudad se ocupa de registrar las llegadas y salidas de los viajeros. Al parecer vosotros, ferenghi —pronunció por primera vez la palabra benignamente—, erais conocidos del mismo palacio y se os esperaba con interés y se decidió tributaros una acogida excepcional. Creo que estos ancianos que nos acompañan son los mismos cortesanos del gran kan.
Yo estaba mirando a ambos lados de la avenida ansioso por hacerme alguna idea del aspecto de la ciudad, pero de repente la vista se oscureció y mi atención se centró en otra cosa. Se oyó un ruido como un trueno y se vio una luz como un relámpago, no en lo alto del cielo sino terriblemente cerca de nuestras cabezas. Me sobresalté y mi caballo respingó con tanta violencia que perdí los estribos, frené al animal antes de que se desbocara y lo retuve en una danza nerviosa, mientras el terrible ruido estallaba de nuevo una y otra vez, acompañado siempre por una llamarada de luz. Vi que todos los demás caballos también habían respingado y que mis compañeros estaban ocupados controlándolos. Lo lógico hubiese sido que las personas presentes en la avenida hubiesen corrido a refugiarse, pero todos ellos no sólo conservaron el sosiego sino que parecía que disfrutasen con el tumulto, las luces y la oscuridad. Mi padre, mi tío y los demás mongoles estaban igualmente tranquilos, incluso sonreían contentos mientras tiraban de las riendas de los caballos que corcoveaban. Al parecer los chispazos y la conmoción sólo me trastornaban a mí y a Narices, quien miraba frenéticamente a todas partes con los ojos desorbitados buscando el origen de todo aquello.
El origen se encontraba en los tejados de curvos aleros situados a ambos lados de la avenida. De estos tejados se elevaban bolas de brillante luz, como grandes chispas, o quizá como las misteriosas «cuentas del cielo» del desierto, y se inclinaban encima de nuestras cabezas. Cuando llegaban a nuestra vertical estallaban con un sonido atronador y se convertían en constelaciones enteras de chispas, rayas y fragmentos de luz de muchos colores que descendían, disminuían y morían antes de alcanzar el pavimento de la calle, dejando un rastro de humo azul de fuerte olor. Se elevaban tantas de los tejados y estallaban a intervalos tan seguidos que sus fogonazos creaban una claridad casi constante, eliminando la penumbra natural y sus truenos se concertaban dando un estrépito tal que nuestra banda acompañante no podía oírse. Los músicos que avanzaban despreocupados a través de las nubes de humo azul parecía que ejecutasen una silenciosa pantomima con sus instrumentos. La multitud de ciudadanos alineados a ambos lados de la avenida, aunque tampoco se oían, a juzgar por los saltos, los saludos con los brazos y los movimientos de boca, aplaudían entusiasmados cada nueva sacudida y estallido.
Quizá también mis ojos se desorbitaban ante la vista de este inexplicable fuego volador. Porque cuando hubimos avanzado un trecho más por la avenida y dejamos atrás el humo y la tempestad de fuegos artificiales, Ussu acercó de nuevo su caballo al mío y me dijo en voz alta para que la oyera por encima de la banda de música y sus estridentes notas:
—Nunca visteis espectáculo semejante, ¿verdad, ferenghi? Es un juguete inventado por la infantil mente de los han. Lo llaman huoshu yinhua, árboles de fuego y flores chispeantes.
Denegué con la cabeza y dije:
—¡Un juguete, desde luego! —pero conseguí sonreír como si también yo hubiese disfrutado con el espectáculo.
Luego volví a mirar a mi alrededor para ver el aspecto que presentaba la fabulosa ciudad de Kanbalik.
Luego hablaré de eso. De momento diré que la ciudad había sufrido, supongo, muchas devastaciones cuando los mongoles la tomaron, unos años antes de nacer yo, pero desde entonces estaba en continuo proceso de reconstrucción, con todas las casas de nueva planta. Cuando yo llegué después de tantos años todavía se estaban añadiendo edificios y se estaba refinando y embelleciendo la ciudad para que tuviera la magnificencia propia de la capital del mayor imperio del mundo. Durante mucho rato aquella ancha avenida nos condujo en línea recta a nosotros y a nuestra procesión de soldados, ancianos y músicos entre las fachadas de bellos edificios, hasta finalizar ante una impresionante entrada situada de cara al sur en una muralla que era casi tan alta, gruesa y formidable como los tramos mejor construidos de la Gran Muralla en el campo.
Pasamos por este portal y entramos en uno de los patios del palacio del gran kan. Pero la palabra palacio no es lo bastante amplia. Aquello era más que un palacio, era una ciudad de tamaño considerable, situada dentro de la ciudad; pero continuaba siendo un edificio. El patio estaba lleno de carros, carromatos y animales de tiro, de canteros, carpinteros, yeseros, doradores y gente de oficios similares, y de los vehículos de campesinos y comerciantes que llevaban provisiones y artículos de primera necesidad para los habitantes de la ciudad palaciega, y de monturas, coches y palanquines con sus porteadores de otros visitantes que habían llegado por otros negocios procedentes de tierras tanto cercanas como lejanas.
Se avanzó de entre el grupo de cortesanos que nos habían acompañado por la ciudad un han muy anciano y de aspecto frágil, y nos dijo en farsi:
—Voy a llamar a los criados, señores míos.
Se limitó a dar una suave palmada con sus pálidas y apergaminadas manos y no sé cómo aquella orden imperceptible penetró en la confusión del patio y fue instantáneamente obedecida. Llegaron de algún lugar media docena de mozos de establo, y el anciano les ordenó que se encargaran de nuestras monturas y caballos de carga, y que condujeran también a Ussu, a Donduk y a Narices a sus aposentos en los cuerpos de guardia del palacio. Luego volvió a dar una palmada casi inaudible y de modo igualmente mágico hicieron su aparición tres criadas.
—Éstas doncellas os servirán, señores míos —dijo a mi padre, a mi tío y a mí—. Os alojaréis provisionalmente en el pabellón de los huéspedes de honor. Vendré mañana y os conduciré ante el gran kan, que está muy ansioso por saludaros y que sin duda os asignará una residencia más permanente.
Las tres mujeres se inclinaron cuatro veces ante nosotros ejecutando el saludo han, de abyecta humildad, llamado koutou, consistente en una postración tan baja que la frente de quien se inclina debe tocar literalmente el suelo. Luego las mujeres nos hicieron señas sonriendo y nos guiaron por el patio con pasos pequeños y algo saltarines, parecidos curiosamente a los de un pájaro, mientras la multitud se apartaba para dejarnos paso. Recorrimos otra distancia considerable a través de la ciudad palaciega envuelta en el crepúsculo: pasamos por galerías, atravesamos claustros y patios abiertos, bajamos por corredores y subimos por terrazas, hasta que las mujeres hicieron de nuevo koutou ante el pabellón de los huéspedes. La casa tenía una pared aparentemente sin aberturas, de papel aceitado traslúcido enmarcado en filigranas de madera, pero las mujeres las abrieron fácilmente deslizando a ambos lados dos paneles y con una inclinación nos indicaron que entráramos. Nuestras habitaciones consistían en tres dormitorios y una sala de estar, todo conectado, lujosamente decorado y adornado, con un vistoso brasero ya encendido que quemaba carbón limpio, no estiércol de animal ni fumosos carbones de kara. Una de las mujeres se puso a destapar nuestras camas, auténticas camas altas que lo parecían más aún debido a la cantidad de edredones y de almohadas que tenían; mientras otra ponía a calentar agua en el brasero para nuestros baños y la tercera empezó a traer bandejas de comida ya caliente procedente de alguna invisible cocina.
Primero nos abalanzamos sobre la comida, casi arrancándola de los platos y apuñalándola con nuestros palillos o tenacillas ágiles, porque estábamos hambrientos y la cena era de calidad: trocitos de carne con salsa de ajo, verduras adobadas en mostaza y cocidas con habas gruesas, la familiar pasta mian, unas gachas muy parecidas a nuestra polenta de harina de castañas, un cha perfumado con almendras y de dulce pequeñas manzanas silvestres azucaradas empaladas en ramitas para facilitar comerlas. Luego en nuestras habitaciones separadas nos bañamos todo el cuerpo, o nos bañaron, mejor dicho. Mi padre y mi tío aceptaron al parecer estas ayudas con tanta indiferencia como si aquellas jóvenes mujeres hubiesen sido masajistas varones de un hammam. Pero yo recibía por primera vez los servicios de una hembra desde los días tan lejanos de Zia Zulià, y sentí turbación y excitación al mismo tiempo.
Para distraerme contemplé a la muchacha en lugar de mirar lo que me hacía. Era una mujer han joven, quizá algo mayor que yo pero en aquel momento aún no sabía calcular la edad de seres tan extraños. Iba mucho mejor vestida que cualquier criada occidental, pero era también mucho más mansa, dócil y solícita que una de ellas.
Su cara y sus manos tenían un tinte marfileño, llevaba una mata de azulado cabello negro peinado hacia arriba, cejas apenas perceptibles, no se le veían pestañas y sus ojos permanecían invisibles, porque las aberturas eran muy estrechas y además siempre tenía la mirada recogida. Sus labios eran capullos de rosa, rojos y llenos de rocío, pero la nariz era casi inexistente. (Yo ya empezaba a resignarme a no ver nunca una hermosa nariz al estilo de Verona en estos países). En aquel momento su marfileño rostro estaba afectado por una mancha en la frente debida a su koutou en el patio. Sin embargo una pequeña imperfección en una mujer puede ser a veces un rasgo muy atractivo. Empecé a tener muchas ganas de ver cómo era el resto de su cuerpo, bajo sus muchas capas de brocado: la estola, la túnica, el vestido, las fajas, los lazos, los volantes y otros elementos.
Estuve tentado de sugerirle que después de limpiarme todo me sirviera de otro modo. Pero no lo hice. No podía hablar su lenguaje y quizá los gestos necesarios de comunicación le habrían parecido más una ofensa que una invitación. Tampoco sabía lo liberales o estrictas que eran las convenciones locales en relación a estos temas. Decidí que procedía actuar con prudencia, y cuando mi baño hubo finalizado y ella hubo hecho koutou dejé que se fuera. Era aún temprano, pero había sido un día muy cansado. La fatiga del viaje combinada con la excitación de haber finalmente llegado y la languidez inducida por el baño me sumieron inmediatamente en el sueño. Soñé que desnudaba a la criada han como si fuera una muñeca, capa por capa, y cuando acabé de quitarle la última ropa se convirtió de repente en el otro juguete, aquel espectáculo de estallidos y luces llamado árboles de fuego y flores chispeantes.
Por la mañana las tres mismas mujeres trajeron bandejas de comida que sirvieron sobre nuestros regazos, estando nosotros todavía en la cama, y mientras desayunábamos prepararon agua caliente para darnos otro baño a cada uno. Yo lo resistí sin quejarme, aunque pensé que dos baños completos en el transcurso de un solo día eran excesivos. Luego llegó Narices con unos mozos de establo que llevaban nuestro equipaje. Así, pues, después del baño nos pusimos nuestros trajes mejores y menos gastados. Se trataba de nuestros gallardos vestidos persas: tulbands en la cabeza, bordados chalecos sobre sueltas camisas de apretados puños, kamarbands en la parte media del cuerpo y amplios pai-yamahs metidos en nuestras botas de buen corte. Nuestras tres doncellas se rieron con disimulo y se taparon nerviosamente la boca con la mano como hacen siempre las mujeres han cuando ríen, pero se apresuraron a indicar que reían sólo por la admiración que les causaba nuestra apostura.
Luego llegó nuestro anciano guía han de la noche anterior, presentándose esta vez: Linan, el matemático de la corte, quien nos sacó del pabellón. Entonces en la plena luz de la mañana pude apreciar mejor lo que nos rodeaba, pues pasamos entre arcadas y columnitas y atravesamos cenadores con enrejados de parras y pórticos cubiertos por aleros de rizados bordes y por terrazas que daban a jardines llenos de flores y puentes de altos arcos que salvaban estanques de lotos y pequeños ríos donde nadaban peces dorados. En todos los lugares y pasajes vimos a criados, la mayoría han, hombres y mujeres ricamente ataviados pero que iban presurosos y temerosos a cumplir sus recados, y muchos guardias mongoles con uniformes de gala, rígidos como estatuas, pero con armas en la mano que parecían dispuestos a utilizar, y de vez en cuando vimos a un noble o a un anciano o a un cortesano pasar por allí, tan digno y vestido tan suntuosamente y de aspecto tan importante como nuestro guía Linan con el cual intercambiaban ceremoniosos movimientos de cabeza al pasar.
Todas las galerías sin paredes abiertas al aire tenían balaustradas de intrincadas tallas, pilares exquisitamente esculpidos, campanillas colgadas al viento que tintineaban y borlas de seda que crujían como colas de caballo. Todos los pasillos cerrados donde no entraba el sol se encontraban alumbrados por linternas de cristal teñido de Moscovia, como lunas de suaves colores que brillaban con una encantadora y difusa luz, porque todos estos pasillos estaban inundados por el humo fragante del incienso. Y todos los pasillos y galerías estaban decorados con objetos de arte verticales: elegantes relojes de sol hechos de mármol; biombos lacados; gongs con figuras e imágenes de leones, caballos, dragones y otros animales que no pude reconocer; grandes urnas de bronce y vasos de porcelana y jade llenos a rebosar de flores recién cortadas.
De nuevo atravesamos el patio del portal por donde habíamos entrado la noche anterior, y volvía a estar lleno o continuaba repleto de caballos de silla y asnos de carga y camellos y carros y carromatos y palanquines y gente. Acerté a ver entre esta multitud a dos hombres han que estaban desmontando de sus mulas, y aunque eran únicamente un par de rostros en una multitud innumerable tuve la vaga sensación de haber visto antes a aquellos hombres. El viejo Linan nos guió otro trecho y nos condujo finalmente ante un par de puertas inmensas, encaradas al sur, grabadas, doradas y lacadas con muchos colores, unas puertas de tamaño tan descomunal, tan pesadas y provistas de clavos y tachones de metal que parecían destinadas a impedir el paso de gigantes o a darles paso. Linan se detuvo un momento, apoyó su delgada mano sobre uno de los formidables pomos en forma de dragón forjado y dijo con un susurro de voz:
—Esto es el Cheng, la sala de la justicia, y en este momento el gran kan está administrando justicia a demandantes, suplicantes y desobedientes. Si tenéis la bondad de esperar hasta que haya concluido, señores Polo, el gran kan os saludará inmediatamente después.
Aquél débil anciano abrió las enormes puertas, aparentemente sin ningún esfuerzo pues debían de tener unos hábiles contrapesos y goznes bien engrasados, y con una inclinación nos hizo pasar. Nos siguió adentro, cerró la puerta detrás nuestro y se quedó a nuestro lado para ofrecernos interpretaciones útiles de lo que estaba pasando en la sala.
El Cheng era una habitación enorme, muy alta, tan grande como un patio interior; el techo estaba sostenido por columnas talladas y doradas, las paredes tenían paneles de cuero rojo, pero el suelo estaba vacío de muebles. En el otro extremo había una elevada plataforma y sobre ella una gran butaca parecida a un trono, flanqueada por filas de sillas más bajas y de tapizado menos elegante Todos estos asientos estaban ocupados por dignatarios, y en las sombras de detrás del estrado había otras figuras de pie o moviéndose. Entre nosotros y la plataforma estaba arrodillada una gran multitud de suplicantes, suficiente para llenar la cámara de pared a pared, la mayoría de ellos con basta ropa de campesino, pero otros con atavíos de noble.
A pesar de la distancia que nos separaba conocí al hombre que estaba sentado en el centro del estrado. Le habría conocido aunque fuera vestido pobremente y estuviera apretujado ignominiosamente entre las filas de plebeyos en el suelo de la sala. El kan Kubilai no necesitaba su elevado trono ni sus ropas de seda enhebradas en oro y guarnecidas con pieles para proclamar su presencia; su soberanía estaba implícita en su erecta postura sobre la silla, como si todavía cabalgara sobre un corcel de guerra; en la fuerza de su nudosa cara y en su enérgica voz, aunque hablaba raramente y lo hacía en tonos bajos. Los hombres sentados en las sillas de ambos lados iban casi tan bien vestidos como él, pero su actitud demostraba que eran subordinados. Nuestro guía Linan señalándolos discretamente y murmurando en voz baja nos explicó quiénes eran:
—Uno es el funcionario Suoke, que significa la Lengua. Cuatro son escribas secretarios del gran kan, que anotan en rollos las actas del día. Ocho son ministros del gran kan, perteneciendo dos a cada uno de los cuatro grados ascendentes. Detrás del estrado, las personas que corren son relevos de escribanos que van a buscar documentos de los archivos del Cheng, cuando hay que consultar alguno.
El funcionario llamado Lengua del Cheng estaba continuamente ocupado, se inclinaba desde la plataforma para oír al suplicante, luego se volvía para conversar con uno u otro de los ministros. Y estos ocho ministros también estaban continuamente ocupados, consultando con la Lengua, ordenando a los escribanos que les trajeran documentos, estudiando estos papeles y rollos, consultándose unos a los otros y en ocasiones al gran kan. Pero parecía como si los cuatro secretarios sólo en contadas ocasiones se pusiesen en movimiento para escribir algo en sus papeles. Dije que aquello me parecía raro: los señoriales ministros del Cheng trabajaban más que los simples secretarios.
—Sí —dijo el maestro Linan—. Los escribas no han de dejar constancia por escrito de todo, sino únicamente de las palabras que pronuncia el mismo kan Kubilai. Todo lo demás es simple discusión preliminar, porque las palabras del gran kan resumen, destilan y superan todas las demás palabras que aquí se pronuncian.
Una sala tan grande, con tanta gente dentro, podía resultar cacofónica y llena de ecos, pero la gente se comportaba de modo silencioso y ordenado, como una congregación de fieles en una iglesia. Sólo se levantaba una persona cada vez para acudir al estrado, y una vez allí hablaba únicamente con el funcionario llamado la Lengua, y lo hacía con un murmullo tan respetuoso y temeroso que nosotros, en el fondo de la sala no podíamos oír nada hasta que la Lengua, finalizadas las deliberaciones, anunciaba la sentencia para que todos lo oyeran.
Linan dijo:
—Durante las sesiones del Cheng nadie se dirige personalmente al kan Kubilai, excepto la Lengua, ni el kan se dirige personalmente a nadie. El suplicante expone su caso a la Lengua, quien recibe este nombre porque domina todas las lenguas del reino. Si este funcionario considera que el caso tiene la suficiente importancia, lo transmite hacia arriba. En el nivel que sea y después de haber consultado los necesarios precedentes, se sugiere una determinada sentencia sobre el caso a la Lengua, quien la comunica entonces al gran kan. Él puede dar su asentimiento, o introducir ligeros cambios en la sentencia, o contradecirla completamente. Entonces la Lengua pronuncia en voz alta este decreto final para las personas afectadas y para todos los oyentes: las compensaciones que hay que pagar al demandante, o que hay que exigir al acusado, o el castigo que hay que aplicar, o a veces el rechazo de todo el caso, y el caso queda cerrado para siempre.
Me di cuenta de que este Cheng de Kanbalik no era igual al Daiwan de Bagdad, donde cada caso se convertía en un tema de discusión y de acuerdo mutuo entre el sha, su visir y un grupo de oficiosos imanes y muftíes musulmanes. Aquí los casos podían discutirse primero entre los ministros, pero cada veredicto quedaba finalmente a la sola discreción del kan Kubilai, y su sentencia no podía discutirse ni apelarse. También observé que sus veredictos a veces eran ingeniosos o caprichosos, pero que otras eran terribles por su cruel inventiva.
El viejo Linan estaba diciendo en aquel momento:
—El campesino que acaba de presentar su petición al Cheng es un delegado enviado de todo un distrito de campesinos de la provincia de Henan. Comunica que los campos de arroz han sido totalmente devorados por una plaga de langostas. El hambre se ha abatido sobre el país y las familias de campesinos están muriendo de hambre. El delegado solicita ayuda para el pueblo de Henan y pregunta qué puede hacerse. Fijaos: los ministros han discutido el problema y lo han transmitido al gran kan y ahora la Lengua proclamará su decreto.
La Lengua así lo hizo, con unos gritos en han que no pude entender, pero Linan los tradujo.
—El kan Kubilai dice lo siguiente: las langostas con tanto arroz dentro deben de ser deliciosas. Las familias de Henan tienen permiso del gran kan para comerse las langostas. El kan Kubilai ha hablado.
—Dios mío —murmuró tío Mafio—, el viejo tirano continúa tan absurdamente arrogante como yo lo recordaba.
—Miel en la boca y una daga en el cinto —dijo mi padre con admiración.
El segundo caso fue el de un notario provincial llamado Shenning, responsable de las escrituras de transferencias de tierras, de los testamentos y legados y de cosas semejantes. Se le acusaba de haber falsificado los libros de mayor en beneficio propio, y se le había declarado culpable, y la Lengua proclamó la sentencia acordada y Linan nos la tradujo.
—El kan Kubilai dice lo siguiente. Toda tu vida has vivido de palabras, notario Shenning. A partir de ahora comerás palabras. Se te encerrará en una celda solitaria y en cada comida te servirán únicamente trozos de papel con las palabras «carne», «arroz» y «cha» escritas sobre ellos. El kan Kubilai ha hablado.
—Realmente —dijo mi padre—, tiene una lengua de tijeras.
El siguiente y último caso aquella mañana fue el de una mujer sorprendida en adulterio. El caso habría sido demasiado trivial para tratarlo en el Cheng, dijo el viejo Linan, pero la mujer era mongol y esposa de un funcionario mongol del kanato, un tal señor Amursama; por lo tanto su crimen era más atroz que el de una simple han. El ultrajado marido había matado a su amante de una cuchillada en el momento de descubrirlos, explicó Linan, indicando con ello que el bellaco había muerto con una rapidez demasiado misericordiosa y sin los tormentos que merecía. Por ello el marido solicitaba del Cheng que decidiera un destino más saludable para su infiel esposa. La petición del cornudo fue debidamente satisfecha y creo que le satisfizo. Linan tradujo:
—El kan Kubilai dice lo siguiente: la culpable señora Amursama será entregada al acariciador…
—¿El acariciador? —exclamé, y me eché a reír—. Pensaba que le habían sacado de las manos de otro acariciador.
—El acariciador —dijo el anciano fríamente— es el nombre que damos al verdugo de la corte.
—En Venecia le llamamos de forma más realista el carnicero.
—Sucede que en el idioma han la palabra que indica tortura física, dongxing, y el término que indica excitación sexual, dongqing, tienen una pronunciación muy semejante, como podéis comprobar.
—Gèsu! —murmuré.
—En resumen —dijo Linan—. Se entregará a la esposa al acariciador, en compañía de su traicionado esposo. El marido, en presencia del acariciador, y si es preciso con su ayuda, arrancará con dientes y uñas el esfínter pudendo de la esposa y con él la estrangulará hasta que muera. El kan Kubilai ha hablado.
Ni mi padre ni mi tío creyeron necesario comentar este decreto, pero yo sí. Me burlé de él como un experto.
—Vaj! Esto es pura comedia. El gran kan sabe sin duda que estamos presentes. Está pronunciando estas excéntricas sentencias únicamente para impresionarnos y confundirnos como hizo el ilkan Kaidu cuando escupió en la boca de su guardia.
Mi padre y el matemático Linan me miraron con desdén, y mi tío gruñó:
—¡Joven presuntuoso! ¿Crees realmente que el kan de todos los kanes se preocupa de impresionar a ninguna persona viva? ¿Y menos todavía a unos cuantos desgraciados sin importancia que llegan de algún trivial recoveco situado muy lejos de sus dominios?
No contesté nada, pero tampoco puse cara de arrepentimiento, porque estaba seguro de que mi opinión despreciativa acabaría confirmándose. Pero no fue así. Tío Mafio tenía razón, como es lógico, y yo estaba equivocado, y pronto comprendería qué tontamente había errado al juzgar el temperamento del gran kan.
Pero en aquel momento el Cheng se estaba vaciando. El compacto pelotón de suplicantes se puso humildemente en pie y salió por la puerta por donde nosotros habíamos entrado, y los jueces que presidían el estrado desaparecieron por una puerta situada al fondo de la sala, quedando únicamente en ella el gran kan. Cuando no hubo nadie entre él y nosotros, excepto su anillo de guardias, Linan dijo:
—El gran kan ha hecho un gesto. Acerquémonos…
Siguiendo el ejemplo del matemático, todos nos arrodillamos para hacer koutou, la postración de reverencia al gran kan. Pero antes de que nos hubiésemos doblado lo suficiente para tocar el suelo con la frente, Kubilai dijo con una voz resonante y cordial:
—¡Levantaos! ¡De pie! Viejos amigos, ¡bien venidos otra vez a Kitai!
Habló en mongol, y tampoco después le oí hablar otro idioma, por lo tanto ignoro si conocía el farsi comercial o alguna de las múltiples lenguas utilizadas en su reino, y no oí nunca a nadie dirigirse a él en una lengua distinta de su mongol materno. No abrazó a mi padre ni a mi tío, como hacen los amigos venecianos cuando se encuentran, pero puso sobre el hombro de cada uno su gran mano cargada de anillos.
—Estoy contento de veros de nuevo, hermanos Polo. ¿Cómo os ha ido el viaje, uu? ¿Es éste el primero de mis sacerdotes, uu? ¡Qué joven parece, para ser un sabio clérigo!
—No, excelencia —aclaró mi padre—. Es mi hijo Marco que ahora es también un experimentado viajero. Él, como todos nosotros, se pone al servicio del gran kan.
—En tal caso, sea también bien venido —dijo Kubilai, con un amable gesto de la cabeza en dirección mía—. Pero los sacerdotes, amigo Nicolò, ¿llegarán después que vosotros?
Mi padre y mi tío le explicaron excusándose pero sin humillarse, que no habían conseguido traer a los cien sacerdotes misioneros que había solicitado, ni siquiera a uno solo, porque tuvieron la desgracia de volver a su tierra durante el interregno papal y la consiguiente confusión de la jerarquía eclesiástica. (No hablaron de los dos cobardes frailes predicadores que no habían pasado de Levante). Mientras ellos se explicaban aproveché la oportunidad para examinar detalladamente al monarca más poderoso de la tierra.
El kan de todos los kanes estaba a punto de cumplir su sesenta aniversario, edad que en Occidente le habría catalogado como un anciano, pero él era un ejemplar de virilidad adulta, sano y fuerte. Llevaba por corona un simple yelmo de oro, una especie de plato de sopa invertido, de cuyas partes posterior y laterales colgaban cogotera y yugulares. El cabello que pude ver debajo era gris, pero todavía espeso. Su grueso bigote y su barba estaban recortados al estilo marinero, y eran más negros que blancos. Sus ojos eran más bien redondos teniendo en cuenta su raza mongol, y brillaban inteligentemente. Su rubicunda tez estaba gastada, pero no arrugada, como si hubiese esculpido su rostro sobre una castaña bien madura. Su nariz era el único rasgo poco hermoso del rostro, pues era corta como la de todos los mongoles, pero también bulbosa y muy rojiza. Su ropa, de espléndidas sedas con gruesos brocados de figuras y dibujos, cubría una robusta figura, pero no sebosa. Llevaba en los pies botas blandas de un cuero especial; me enteré luego de que estaban hechas con la piel de cierto pez que, al parecer, alivia los dolores de la gota, el único mal de que oí quejarse al gran kan.
—Bueno —dijo cuando hubieron acabado mi padre y mi tío— quizá vuestra Iglesia romana demuestra una astuta sabiduría al guardar celados sus misterios.
Yo creía aún que el kan Kubilai era como cualquier otro mortal una persona capaz de adoptar posturas con el único fin de impresionarnos en las sesiones del Cheng, y entonces parecía confirmar esta opinión porque continuó charlando con tanta tranquilidad como una persona normal cuando pasa el rato con sus amigos.
—Sí, quizá vuestra Iglesia actúa correctamente al no enviarnos misioneros. En materia de religión a menudo pienso que nada es mejor que demasiado. Ya tenemos bastante con la plaga de los cristianos nestorianos, entrometidos y vociferantes. Incluso mi vieja madre, la katun viuda Sorghaktani, que se convirtió hace tiempo a esta fe, continúa tan atontada con ella que me larga un discurso misionero cada vez que me ve o que ve a cualquier pagano. Nuestros cortesanos hacen ya esfuerzos desesperados para no toparse con ella en los corredores. Éste fanatismo perjudica sus propios objetivos. Por lo tanto creo que vuestra Iglesia cristiana romana conseguirá atraer a más conversos si finge mantenerse apartada del rebaño. Los judíos actúan así, ya lo sabéis, y los pocos paganos que dejan entrar en el judaísmo se sienten halagados y honrados por el hecho.
—Por favor, excelencia —dijo mi padre ansiosamente—. No comparéis nuestra fe verdadera con la herética secta nestoriana. Ni la igualéis tampoco con el despreciable judaísmo. Si lo deseáis culpadme a mí y a Mafio por habernos equivocado al escoger el momento. Pero os aseguro sinceramente que en cualquier otra época la Iglesia de Roma abre sus brazos para acoger a todos los que desean salvarse.
El gran kan preguntó vivamente:
—¿Por qué, uu?
Entonces noté por primera vez uno de los atributos particulares del gran kan, que luego pude comprobar repetidamente. El gran kan podía ser simpático, divagador y locuaz como una vieja, si esto concordaba con su humor y con sus intenciones. Pero cuando quería saber algo, cuando necesitaba una respuesta, cuando buscaba alguna información concreta, podía emerger repentinamente de las nubes de su garrulidad, la suya o la de una habitación entera llena de personas, y lanzarse como un halcón sobre la carnada de un tema.
—¿Por qué? —repitió tío Mafio, sorprendido—. ¿Por qué desea la cristiandad salvar a toda la humanidad?
—Os lo contamos ya hace años, excelencia —dijo mi padre—. La fe que predica el amor y que fue fundada por Jesús, el Cristo y Salvador, es la única esperanza para traer a la tierra la paz perpetua y la abundancia, la tranquilidad del cuerpo, de la mente y del alma y la buena voluntad entre los hombres. Y después de la vida una eternidad feliz en el Regazo de Nuestro Señor.
Yo pensé que mi padre había defendido a la cristiandad como lo habría hecho cualquier clérigo ordenado. Pero el gran kan se limitó a sonreír tristemente y suspiró.
—Yo esperaba que habríais traído a gente sabia, de argumentos persuasivos, buenos hermanos Polo. Os quiero mucho y respeto mucho vuestras convicciones, pero temo que vosotros, al igual que mi viuda madre y que todos los misioneros que he conocido, ofrecéis afirmaciones carentes de base.
Antes de que mi padre o mi tío pudiesen decir nada, Kubilai se lanzó a otra de sus peroratas:
—Recuerdo perfectamente lo que me contasteis sobre Jesús, que vino a la tierra, con Su mensaje y con Su promesa. Esto, según dijisteis, pasó hace más de mil doscientos años. Bueno, también yo he vivido mucho tiempo y he estudiado las historias de épocas pasadas. Al parecer en todas las épocas, religiones de todo tipo han ofrecido promesas universales de paz, bondad, salud, amor fraterno y completa felicidad y algún tipo de cielo para el más allá. Yo no sé nada sobre el más allá Pero sé que la mayoría de personas en esta tierra, incluyendo a las que rezan y adoran con la fe y la devoción más sinceras, continúan siendo pobres y estando enfermas y siendo desgraciadas y estando insatisfechas y detestándose a fondo mutuamente, suponiendo que no estén en guerra, que ya es decir.
Mi padre abrió la boca, quizá para comentar la incongruencia de que un mongol deplorara la guerra, pero el gran kan continuó diciendo:
—El pueblo han cuenta la leyenda de un ave llamada jingwei. Desde los inicios del tiempo el jingwei ha llevado guijarros en su pico para llenar el ilimitado mar de Kitai, un mar sin fondo, y convertirlo en tierra sólida, y el jingwei continuará llevando a cabo esta fútil tarea hasta el fin de los tiempos. Supongo que lo mismo hacen las fes, las religiones y las devociones. No podéis negar que vuestra Iglesia cristiana ha estado haciendo de ave jingwei durante doce siglos, prometiendo siempre de modo fútil y fatuo lo que no puede proporcionar nunca.
—¿Nunca, excelencia? —dijo mi padre—. Una cantidad suficiente de guijarros acabará llenando el mar. Con el tiempo, llenará incluso el mar de Kitai.
—Nunca, amigo Nicolò —replicó el gran kan terminantemente—. Nuestros sabios cosmógrafos han demostrado que en el mundo hay más mares que tierra. No hay suficientes guijarros.
—Los hechos no pueden prevalecer contra la fe, excelencia.
—Ni contra la locura inexorable, me temo. Bien, bien, dejemos ya esto. Sois hombres en quienes pusimos nuestra confianza, y habéis faltado a ella porque no nos habéis traído los sacerdotes que solicité. Sin embargo aquí tenemos una costumbre: no criticar nunca a personas de buena crianza en presencia de los demás. —Se volvió hacia el matemático que había escuchado la conversación con una expresión de cortés aburrimiento—: Maestro Linan, ¿tendréis la bondad de retiraros, uu? Dejadme solo con los maestros Polo para que los castigue por su fracaso.
Aquello me asustó, me irritó y me inquietó ligeramente. Éste era el motivo por el cual quiso que estuviéramos presentes en el Cheng y que observáramos sus caprichosos juicios: para tenernos aterrados y temblorosos antes de dictar sentencia. ¿Habíamos hecho todo aquel cansado viaje únicamente para recibir algún horroroso castigo? Pero Kubilai volvió a sorprenderme. Cuando Linan se hubo marchado, sonrió y dijo:
—Ya está. Los han son conocidos por la rapidez con que propalan cualquier chismorreo, y Linan es un auténtico han. Toda la corte estaba enterada de vuestra misión sacerdotal, y ahora sabrán que nuestra conversación versó únicamente sobre este tema. Pasemos, pues, a lo otro.
Tío Mafio dijo sonriendo:
—Hay muchas otras cosas de que hablar, excelencia. ¿Por dónde empezamos?
—Me han dicho que vuestro camino os puso directamente en manos de mi primo Kaidu, y que durante un tiempo os tuvo en su puño.
—Esto sólo supuso un breve retraso, excelencia —dijo mi padre señalándome a mí—. Éste Marco nos ayudó muy ingeniosamente a eludirlo, pero ya os lo contará él mismo en otra ocasión. Kaidu quiso entrar a saco en los regalos que os traíamos de vuestros súbditos, el sha de Persia y el sultán de la Aryana de la India. De no haber sido por Marco vuestro primo os lo podría haber confiscado todo.
El gran kan movió de nuevo la cabeza hacia mí, brevemente, antes de volver a mi padre y a mi tío.
—¿Kaidu no se quedó con nada, uu?
—Con nada, excelencia. Cuando así lo ordenéis, los criados os traerán y os mostrarán la riqueza de oro, joyas y objetos preciosos que…
—Vaj! —le interrumpió el gran kan—. Dejemos la quincalla. ¿Qué me decís de los mapas? Prometisteis que además de los malditos sacerdotes me traeríais mapas. ¿Los hicisteis, uu? ¿Os los robó Kaidu, uu? Habría preferido que se hubiera quedado con todo y que hubiese dejado esto.
Aquéllos frecuentes y rápidos cambios de tema me habían desconcertado, como es natural. El gran kan no sólo no nos castigaba, sino que nos estaba interrogando, y sobre un tema del cual yo no había sospechado nada. Ya resultaba bastante asombroso que una persona despreciara con un vaj un regalo de quincalla que habría bastado para comprar cualquier ducado de Europa. Pero me asombraba más enterarme de que mi padre y mi tío habían estado trabajando todo el tiempo en un proyecto más secreto e importante que la búsqueda de misioneros.
—Los mapas están a salvo, excelencia —dijo mi padre—. En ningún momento se le ocurrió a Kaidu pensar en este tema. Mafio y yo estamos seguros de haber compilado los mejores mapas existentes hasta el momento de las regiones occidentales y centrales de este continente, especialmente las dominadas por el ilkan Kaidu.
—Bien… bien… —murmuró Kubilai—. Los mapas que dibujan los han son insuperables, pero se limitan a sus propias tierras. Los mapas que les capturamos en años anteriores nos ayudaron mucho en la conquista mongol de Kitai, y nos servirán igualmente cuando marchemos hacia el sur contra los song. Pero los han ignoran siempre lo que está más allá de sus propias fronteras, porque lo consideran indigno de ellos. Si vuestro trabajo está bien hecho dispondré por primera vez de mapas completos de la Ruta de la Seda, hasta los límites más lejanos de mi imperio.
Miró a su alrededor con el rostro radiante de satisfacción y posó sus ojos en mí. Quizá interpretó mi actitud torpe y sosa como sentimiento de culpabilidad, porque me sonrió más cordialmente todavía y habló directamente conmigo:
—Prometí, joven Marco, que nunca utilizaría los mapas en ninguna campaña mongol contra el territorio o las posesiones del dogato de Venecia.
Luego dirigiéndose a mi padre y a mi tío les dijo:
—Más tarde convocaré una audiencia privada para reunirnos y examinar los mapas. Mientras tanto he asignado a cada uno de vosotros una habitación separada y criados, cerca de mi residencia en el palacio principal. —Y añadió como si no hubiese caído en ello—: Vuestro sobrino puede instalarse en la estancia que prefiera.
(Es curioso, pero a pesar de la acuidad que demostraba Kubilai en todos los aspectos del conocimiento y de la experiencia humanos, en los años que duró mi trato con él nunca se preocupó de recordar cuál de los Polo mayores era mi padre y cuál mi tío).
—He ordenado para hoy —continuó diciendo— un banquete de bienvenida, en el cual conoceréis a dos visitantes recién llegados también de Occidente, y todos juntos discutiremos la desagradable cuestión de mi insubordinado primo Kaidu. Linan os está esperando fuera para escoltaros a vuestras nuevas habitaciones.
Los tres iniciamos un koutou y él de nuevo, como haría siempre, ordenó que nos levantáramos antes de habernos postrado a fondo, y dijo:
—Hasta la cena, amigos Polo —y así nos despedimos de él.
Como digo, caí entonces en la cuenta de que mi padre y mi tío cuando confeccionaban tan asiduamente sus mapas trabajaban, por lo menos parcialmente, para el kan Kubilai, y ésta es la primera ocasión en que revelo públicamente este hecho. No lo mencioné en la anterior crónica de mis viajes y los suyos, porque en aquella época mi padre aún vivía y yo no me decidí a imputarle cualquier sospecha de que pudiese haber servido a la horda mongol en perjuicio de nuestro Occidente cristiano. Sin embargo, como todo el mundo sabe, los mongoles no han invadido más Occidente, ni lo han amenazado. Nuestros principales enemigos durante muchos años han continuado siendo los sarracenos musulmanes, y los mongoles han sido a menudo buenos aliados contra ellos.
Y mientras tanto, como habían previsto mi padre y mi tío, Venecia y el resto de Europa se han aprovechado del aumento de comercio con Oriente, comercio que han facilitado mucho las copias de nuestros mapas de la Ruta de la Seda que los Polo trajimos desde allí. Por lo tanto ya no hay necesidad de mantener la ficción algo ridícula de que Nicolò y Mafio Polo cruzaron y volvieron a cruzar toda la inmensidad de Asia únicamente para llevar consigo un rebaño de curas. Y ni en aquel libro, ni en ninguna ocasión, intenté celar el hecho de que yo, Marco Polo, me convertí también en agente, viajero y cartógrafo del kan Kubilai. Pero ahora quiero contar cómo empecé a gozar de tal consideración por el gran kan y cómo éste acabó confiándome misiones de tal tipo.
Atraje su atención por primera vez en el banquete de bienvenida que se celebró aquella noche. Pero podía haber sucedido, y casi sucedió, que la primera atención de Kubilai hacia mí fuera la orden de entregarme al acariciador, con el cuello dentro de mi esfínter.
El banquete se celebró en la sala mayor del edificio del palacio principal, una sala que según dijo con orgullo uno de los camareros podía acomodar a seis mil invitados a la vez. El alto techo se sostenía sobre retorcidos y curvados pilares que parecían de oro macizo incrustado con gemas y jade. En las paredes se alternaban paneles de madera ricamente cincelada y de cuero en relieve, y colgaban de ellas qalis persas y pinturas han en rollos y trofeos mongoles de caza. Entre estos trofeos vi cabezas montadas de leones rugiendo, de leopardos y de artaks con grandes cornamentas (las «ovejas de Marco») y grandes animales con aspecto de oso llamados damaoxiong, cuyas cabezas montadas tenían un sorprendente color, pues eran blancas como la nieve excepto las orejas negras y unas máscaras negras alrededor de los ojos.
Los trofeos provenían probablemente de las cacerías del propio gran kan, porque su amor a la caza era proverbial, y pasaba todos los días que podía en el bosque o en los campos. Incluso en aquella sala de banquetes su amor por el más viril de los deportes era evidente, porque los invitados que ocupaban los lugares más cercanos a él eran sus mejores compañeros de caza. En ambos brazos de su asiento en forma de trono estaba posado un halcón cazador con el capuchón puesto, y a cada una de las patas delanteras del asiento tenía encadenado un felino llamado leopardo cazador. Éste leopardo se parece a un leopardo normal, pero su tamaño es mucho menor y proporcionalmente tiene las patas mucho más largas. Se diferencia de todos los demás felinos en que no sabe encaramarse a los árboles, y lo hace todavía más porque persigue y abate voluntariamente las piezas obedeciendo las órdenes de su amo. Sin embargo los leopardos cazadores y los halcones estuvieron tranquilos todo el tiempo, aceptando de vez en cuando educadamente las golosinas que Kubilai les daba con sus propios dedos.
No había seis mil invitados aquella noche, y la sala, para acomodar a menos personas, estaba dividida con biombos de laca negra, dorada y roja, formando un espacio más íntimo. De todos modos debíamos de ser unas doscientas personas, más un número igual de criados y grupos de músicos y juglares que cambiaban constantemente. Un número tan grande de personas respirando y sudando y los suculentos aromas que subían de los platos calientes deberían haber comunicado bastante calor a la sala en aquella noche de fines de verano. Pero aunque estábamos rodeados de biombos y todas las puertas exteriores estaban cerradas, una fresca brisa pasaba por la sala misteriosamente. Tardé un cierto tiempo en enterarme de los medios ingeniosos y simples utilizados para crear este frescor. Pero había otros misterios en ese comedor que atrajeron mis desorbitadas miradas y que me estremecieron de maravilla, aunque nunca consiguiera encontrar una explicación adecuada para ellos.
Por ejemplo en un punto medio equidistante de todas las mesas había un gran árbol artificial, hecho de plata, de cuyas múltiples ramas y ramitas pendían hojas de plata batida que se movían suavemente en la brisa artificial de la sala. Alrededor de la plateada corteza del tronco estaban enrolladas cuatro serpientes de oro. Tenían las colas entrelazadas con las ramas superiores y sus cabezas descendían serpenteando hacia abajo hasta quedar recostadas con la boca abierta, sobre cuatro inmensas vasijas de porcelana. Las vasijas estaban moldeadas en forma de fantásticos leones con la cabeza echada hacia atrás y las bocas bien abiertas. Había otros animales artificiales en la sala: sobre varias mesas, incluyendo a la que estábamos sentados nosotros, los Polo, habían unos pavos reales de tamaño natural hechos de oro con las plumas de la cola finamente articuladas y coloreadas con esmaltes incrustados. Ahora bien, el misterio en relación a estos objetos era el siguiente. Cuando el kan Kubilai pedía bebida, y solamente cuando la pedía él en voz alta, no cuando la pedían los demás, estos varios animales de metales preciosos hacían cosas maravillosas. Diré lo que hacían, aunque apenas espero que se dé crédito a mis palabras.
—Kumis! —bramaba Kubilai, y una de las serpientes doradas enroscadas en el árbol de plata vertía de repente por su boca un chorro de un líquido nacarado que caía en la boca del vaso en forma de león que tenía debajo. Un criado llevaba el vaso a la mesa del gran kan y le servía la bebida en su copa incrustada con joyas y en las copas de los demás invitados. Éstos probaban la bebida para verificar que era auténtico kumis de leche de yegua y todos batían palmas aplaudiendo esta maravilla, con lo que sucedía inmediatamente otra cosa maravillosa. El pavo real de la mesa, y todos los pavos reales de la sala aplaudían también levantando y batiendo sus alas de oro y levantando y abriendo su espléndida cola.
—Arki! —gritaba luego el gran kan, y se repetía todo el proceso, desde la serpiente escupiendo un líquido al león hasta los pavos reales haciendo la rueda.
El licor que servía la tercera serpiente, maotai, fue una novedad para mí: era una bebida amarillenta, de consistencia parecida a un jarabe y de aroma picante. El invitado mongol que tenía a mi lado me advirtió sobre la fuerza de esta bebida, y me hizo una demostración. Cogió una copita de porcelana con licor y la acercó a la llama de una de las velas de la mesa. El maotai se encendió con una llama crepitante y azul, y quemó como aceite mineral durante unos buenos cinco minutos antes de consumirse. Me dijeron que el maotai es un brebaje han que se extrae del mijo común, pero es un brebaje insólito: es un combustible que arde tanto en el vientre y en el cerebro como al entrar en contacto con una flama abierta.
—Putao! —gritó por cuarta vez el gran kan al árbol de las serpientes; la palabra putao significa vino de uva.
Pero para consternación de todos los invitados, no pasó nada. La cuarta serpiente continuó colgando del árbol seca y hosca, y nosotros nos quedamos con la boca abierta, casi asustados, preguntándonos qué había fallado. Sin embargo el gran kan permanecía sentado sonriendo con un regocijo secreto y disfrutando de la emoción general, hasta que nos demostró la última magia del aparato, la más mágica. La cuarta serpiente no serviría nada hasta que él no gritara «putao!» seguido de «hong!» o bien de «bai», y según las órdenes recibidas serviría vino tinto (hong) o blanco (bai), ante lo cual los invitados irrumpieron en un diluvio de vivas y de aplausos, y los pavos reales de oro batieron sus alas y abrieron sus colas con tanta violencia que soltaron escamas de plumas doradas.
Entre los invitados al banquete de aquella noche estaban, además de los visitantes a quienes se daba la bienvenida, los más altos señores, ministros y cortesanos del kanato, más algunas mujeres que supuse eran sus esposas. Los señores presentaban una gran variedad de nacionalidades y de colores: árabes y persas, además de mongoles y de han. Como es natural, las mujeres presentes eran las esposas de los mongoles y han no musulmanes; si los árabes y los persas tenían esposas, a ellas no se les permitía cenar en compañía mixta. Todos los hombres llevaban elegantes ropas de sedas y brocados, algunos llevaban jubones como el gran kan, los demás mongoles y los nativos han, algunos llevaban sus sedas en forma de pai-yamah y tulband persas, y otros las llevaban como aba y kaffiyah árabes.
Pero las mujeres iban ataviadas con más lujo todavía. Todas las damas han habían empolvado sus rostros, ya marfileños, hasta darles una blancura de nieve. Llevaban el cabello negro azulado formando una pila enrollada encima de la cabeza, sujeta por largos prendedores enjoyados llamados cucharas de pelo. Las damas mongoles tenían una tez ligeramente más oscura, una especie de color de cervato, y me interesó mucho ver que estas mujeres, al contrario que sus hermanas nómadas de la llanura no tenían la piel endurecida y basta por la acción del sol y del viento, como un cuero, ni su cuerpo era musculoso y abultado. Sus peinados eran más complicados si cabe que los de las damas han. El cabello, de color negro rojizo y no negro azulado, estaba trenzado formando un marco que bajaba a ambos lados de la cabeza como un ancho creciente, en forma de cuernos de oveja, y estos crecientes estaban festoneados por brillantes pendientes. Además, las damas mongoles, si bien vestían los mismos jubones simples y flotantes de las mujeres han, llevaban en los hombros unos filetes curiosos, altos, de seda almohadillada, que se mantenían rectos como aletas.
Estaban sentados en la mesa del gran kan miembros de su familia inmediata. A su derecha se alineaban cinco o seis de sus doce hijos legítimos. A su izquierda estaba sentada su esposa primera y principal, la katun Yamui, luego su anciana madre, la katun viuda Sorghaktani, luego sus otras tres esposas. (Kubilai disponía también de una cohorte considerable y constantemente variable de concubinas, todas más jóvenes que sus esposas. El contingente del momento estaba sentado en mesas separadas. Kubilai tenía de sus concubinas otros veinticinco hijos, y Dios sabe cuántas hijas más legítimas y bastardas, todas nacidas de sus mujeres).
El comedor estaba dividido de modo que los invitados ocupaban las mesas de la derecha de Kubilai y las invitadas las de la izquierda. La mesa asignada a nosotros, los Polo, era la más cercana al gran kan, situada a una distancia que permitía hablarse, y teníamos en la mesa a un dignatario mongol que charlaba con nosotros, hacía de intérprete en caso de necesidad, nos explicaba los platos que no conocíamos y las bebidas que nos servían, etcétera. Era un hombre bastante joven, exactamente diez años mayor que yo, según nos dijo, y se presentó como Chingkim, agregando que tenía el cargo de wang de Kanbalik, o sea que era el funcionario jefe de la ciudad o magistrado. Éste cargo equivale al de alcalde de una ciudad europea, o podestà, en la terminología veneciana, y supuse que a nosotros los Polo nos correspondía únicamente como compañero de mesa un funcionario menor.
El gran kan nos presentó más formalmente a otros señores y ministros sentados en mesas cercanas. No intentaré recordar todos sus nombres, porque había muchas personas de muchos grados diferentes de autoridad, y por ello muchos tenían títulos que yo no había oído en ninguna corte, ni en parte alguna: el maestro de las artes de la tinta negra (en definitiva el poeta de la corte), el maestro de los mastines, halcones y leopardos cazadores (el cazador jefe del gran kan), el maestro de los colores sin huesos (o sea el artista de la corte), el jefe de los secretarios y escribas, el archivista de maravillas y milagros, el registrador de cosas extrañas. Pero voy a mencionar por su nombre a algunos señores cuya presencia en una corte supuestamente mongol me pareció bastante extraña: por ejemplo, Linan, quien como ya sabíamos era uno de los han supuestamente conquistados, pero que tenía el cargo bastante importante de matemático de la corte.
Resultó que el joven Chingkim tenía el título más alto conferido por Kubilai a cualquiera de sus compañeros mongoles, y Chingkim pretendía ser un simple wang de la ciudad. En cambio el primer ministro del gran kan, que ostentaba en su cargo el título de jingxiang no era ni un conquistador mongol ni un súbdito han. Era un árabe llamado Ajmad-az-Fenaket, y prefería personalmente que le dieran el título árabe correspondiente a su cargo, o sea valí. Ajmad, sea cual fuere la designación honorífica que recibiera, jingxiang o primer ministro o valí, era el segundo hombre más poderoso de toda la jerarquía mongol, y estaba subordinado únicamente al mismo gran kan, porque también tenía el cargo de vicerregente, es decir, que regía literalmente el imperio cuando Kubilai se iba de caza o de guerra o se dedicaba a otra ocupación semejante, y Ajmad tenía también el cargo de ministro de finanzas, es decir, que controlaba en todo momento las cuentas del imperio.
También me pareció raro que el ministro de la guerra del Imperio mongol, no fuese un mongol sino un caballero han llamado Zhao Mengfu, puesto que la guerra era la actividad en la que los mongoles más sobresalían y con la que más disfrutaban. El astrónomo de la corte era un persa llamado Yamal-ud-Din, nacido en la lejana Isfahan. El médico de la corte era un bizantino, nacido en la todavía más lejana Constantinopla, el hakim Gansui. El personal del palacio incluía a otras personas que no habían asistido al banquete, de orígenes forasteros más sorprendentes aún, y con el tiempo pude conocerlos a todos.
El gran kan nos había prometido que aquella noche los Polo conoceríamos a dos «visitantes recién llegados también de Occidente», y allí estaban, sentados en una mesa situada a una distancia de la nuestra que permitía conversar con ellos. No eran occidentales, sino han, y al verlos recordé que eran los dos hombres a quienes vi desmontar de sus mulas en el patio del palacio en la noche de nuestra llegada, y no podía quitarme de la cabeza la idea de que los había visto antes en otra ocasión.
Las mesas a las que estábamos sentados tenían la superficie incrustada con piedras de color rosado lavanda que yo tomé por piedras preciosas. Y lo eran, según dijo nuestro compañero de mesa Chingkim:
—Amatistas —me dijo—. Los mongoles hemos aprendido mucho de los han. Y los médicos han llegaron a la conclusión de que las mesas de amatista púrpura previenen la embriaguez en las personas que se sientan a beber en ellas.
La idea me pareció interesante, pero también debería haberme interesado por saber los borrachos que hubiesen acabado todos sin la influencia benéfica de las amatistas. Kubilai no era el único que bramaba pidiendo kumis, arki, maotai y putao y que ingería grandes cantidades de esos brebajes. Incluso entre los árabes y persas residentes, el único que se mantuvo toda la noche sosegado y sobrio como buen musulmán fue el valí Ajmad. Y no sólo empinaban el codo los invitados de sexo masculino; también las mongoles trasegaban lo suyo, y sus gritos se hicieron gradualmente más roncos y descarados. Las mujeres han se limitaron al vino, que sólo tomaban de vez en cuando, lo que les permitía conservar sus aires de decencia señorial.
Pero la gente no se emborrachó inmediatamente, todos a la vez. El banquete comenzó en la hora del gallo, según la denominación de Kitai, y los primeros invitados no se marcharon a tientas de la sala o se hundieron inconscientes bajo las mesas de amatistas hasta bien entrada la hora del tigre, es decir, que la fiesta, la conversación, las risas y las diversiones duraron desde primeras horas de la noche hasta poco antes del amanecer del día siguiente, y la borrachera general no se hizo patente del todo hasta la hora décima o undécima de aquella fiesta de doce horas de duración.
—Ónice —me dijo Chingkim señalando el espacio abierto del suelo alrededor del árbol de las serpientes que servían la bebida, donde en aquel momento dos turcos monstruosamente musculosos y sudorosos intentaban desmembrarse el uno al otro para nuestra diversión—. Los médicos han llegaron a la conclusión de que la piedra negra de ónice imparte vigor a las personas que están en contacto con ella. Por eso la pista de lucha libre está pavimentada con ónice para animar a los combatientes.
Cuando los dos turcos se hubieron lisiado el uno al otro a satisfacción de la concurrencia, nos deleitamos con un grupo cantor de chicas uzbekas, que llevaban túnicas bordadas en oro de color rojo rubí, verde esmeralda y azul zafiro. Las chicas tenían caras bastante bonitas pero extraordinariamente planas, como si tuvieran los rasgos pintados sobre la parte delantera de la cabeza. Nos dedicaron a voz en grito incomprensibles e interminables baladas uzbekas, con chillidos que parecían surgir de las ruedas sin engrasar de un carromato desbocado. Luego unos músicos samoyedos ejecutaron piezas de cacofonía similar con un surtido instrumental: tambores de mano, címbalos digitales y flautas semejantes a nuestro fagotto y a nuestra dulzaina.
Luego llegaron unos juglares han que eran mucho más divertidos, porque actuaban en silencio y además lo hacían con increíble destreza. Era asombroso contemplar los trucos que podían ejecutar con espadas, lazos de cuerda y antorchas encendidas, y la cantidad de objetos de este tipo que podían mantener volando o rodando o suspendidos en el aire al mismo tiempo. Pero pensé que ya no podía dar crédito a mis ojos cuando los juglares empezaron a tirar al aire y a tirarse los unos a los otros copas llenas de vino ¡sin que se vertiera ni una gota! En los intervalos entre estas actuaciones se paseaba por la sala un tulhulos, que es un juglar mongol que toca una especie de viella de tres cuerdas, como si la serrara y que canta con tristes lamentos crónicas de batallas, victorias y héroes del pasado.
Mientras tanto, todos comíamos. ¡Y cómo comíamos! Lo hacíamos en platos, tazones y fuentes de porcelana delgados como el papel, algunos de colores suaves, marrón y crema, otros azules con manchas de color ciruela. Yo entonces no lo sabía, pero más tarde me dijeron que estas porcelanas, llamadas Chizhuo y Ren, eran obras del arte han, dignas de atesorarse en colecciones, y ni los mismos emperadores han hubiesen soñado emplearlas para el servicio de mesa. Pero del mismo modo que Kubilai se había apropiado estos objetos de arte para el placer de sus invitados, también había adquirido para las cocinas de su palacio a los mejores cocineros de Kitai, y los invitados dedicaban sus mejores alabanzas a ellos más que a la porcelana Chizhuo y Ren. Cuando nos servían un nuevo plato de la cena y lo probábamos toda la sala exclamaba «Hui!» y «Hao!» en señal de aprobación y el cocinero responsable de ese plato salía de las cocinas, sonreía y hacía koutou, y nosotros le aplaudíamos repicando nuestras tenacillas ágiles y produciendo una crepitación como la del grillo. Podría señalar aquí que los invitados nos servíamos para comer de tenacillas de marfil intrincadamente esculpidas, pero que las de Kubilai, según me dijo Chingkim estaban fabricadas con los huesos del antebrazo de un gibón, porque tales tenacillas se vuelven negras si tocan comida envenenada.
Nuestro compañero de mesa también nos explicaba cada plato que llegaba a nuestra mesa, porque casi todos eran de origen han y tenían un nombre muy intrigante, pero que no daba ninguna indicación sobre el contenido del plato, y no siempre era yo capaz de determinarlo cuando lo comía y lo aplaudía. Al empezar la fiesta cuando anunciaron que el primer plato se llamaba leche y rosas, no tuve dificultad alguna en entender que se trataba simplemente de uvas blancas y uvas rosadas. (Una comida al estilo han sigue un curso distinto al nuestro; empieza con frutas y nueces y acaba con una sopa). Pero cuando me presentaron un plato llamado niños de nieve, Chingkim tuvo que explicarme que estaba confeccionado con cuajada de judías y carne asada de ancas de rana. Y el plato llamado periquito verde de pico rojo con jade ribeteado de oro era una especie de natillas multicolores que contenían las hojas hervidas y pulverizadas de una planta persa llamada aspanaj, crema de hongos y pétalos de varias flores.
Cuando los criados me presentaron huevos de cien años, estuve a punto de renunciar a ellos, porque eran simples huevos de gallina y de pato hervidos y duros, pero la clara tenía un horrible color verde, la yema era negra y olían realmente a cien años. Sin embargo Chingkim me aseguró que sólo los habían escabechado durante sesenta días, o sea que los comí y los encontré sabrosos. Había cosas más raras, carne de patas de oso y labios de pescado, y un caldo confeccionado con la saliva que utiliza un cierto pájaro para pegar su nido, y patas de paloma en gelatina, y una masa de una sustancia llamada geba, que es un hongo que crece sobre los tallos de arroz, pero fui valiente y los probé todos. Había también platos más reconocibles, la pasta mian en numerosas formas y salsas, bolas rellenas y al vapor, la familiar berenjena con una salsa de pescado desconocida.
El banquete, junto con los invitados y la sala donde se celebraba, demostraba ampliamente que los mongoles habían recorrido un largo camino desde la barbarie hasta la civilización, y habían conseguido este cambio principalmente adoptando a fondo la cultura del pueblo han, desde su comida y sus vestidos hasta su hábito de bañarse y su arquitectura. Pero el plato fuerte del banquete, la piatanza di prima portata, era según Chingkim un plato inventado hacía mucho tiempo por los mongoles y que los han habían adoptado alegremente desde hacía poco tiempo. Lo llamaban pato colgado al viento, y Chingkim me contó el complicado proceso de su preparación.
Me dijo que un pato llegaba del huevo a la cocina exactamente en cuarenta y ocho días, y luego precisaba cuarenta y ocho horas para su adecuada preparación. Su breve existencia incluía tres semanas de alimentación forzada (como hacen los estrasburgueses de la Lorena con sus ocas). Cuando el ave estaba bien cebada, se mataba, se desplumaba y se limpiaba, se hinchaba la cavidad interior con aire para distenderla, y se dejaba colgando a la intemperie de cara al viento del sur. «Sólo sirve el viento del sur», puntualizó Chingkim. Luego se vidriaba ahumándolo sobre un fuego donde se quemaba alcanfor. Luego se asaba sobre un fuego ordinario y se untaba con vino, ajo, melazas y una salsa de judías fermentadas. Luego se cortaba y se servía en piezas del tamaño de un bocado, siendo la parte más apreciada las hojuelas de piel negra y crujiente, y se añadían al plato cebollas verdes ligeramente hervidas, castañas de agua y unos vermicelli tipo mian transparentes, y en mi opinión, si algo podía disminuir el resentimiento que sentía el pueblo han por sus conquistadores mongoles, tenía que ser el pato colgado al viento.
Después de un pastel de pétalos de loto azucarados y una sopa clara de melones hami, pusieron en cada mesa el plato final: una gran sopera con arroz blanco hervido. Éste plato era puramente simbólico y nadie se sirvió. El arroz es la dieta básica del pueblo han, de hecho en los reinos han meridionales el arroz es casi el único elemento de las comidas del pueblo, y por ello merece un lugar de honor en todas las mesas, incluso en la mesa de un rico. Pero los invitados de un rico no deben comer este arroz, pues insultarían al anfitrión dando por supuesto que los requisitos anteriores habían sido insuficientes.
En este momento, mientras los criados dejaban libres las mesas para proceder a la seria actividad de la bebida, Kubilai, mi padre, mi tío y otras personas más empezaron a conversar. (Como ya he dicho los mongoles no suelen hablar mientras comen y los demás hombres de la sala habían observado también esta costumbre. Sin embargo el silencio no había impresionado en absoluto a las mujeres mongoles que cacarearon y chillaron durante toda la cena). Kubilai se dirigió a mi padre y a mi tío:
—Estos dos hombres, Tang y Fu —y señaló a los dos han que yo ya había observado—, han llegado de Occidente casi al mismo tiempo que vosotros. Son espías míos, inteligentes, devotos y que saben pasar desapercibidos. Cuando me enteré de que una caravana han de carros se dirigía a las tierras de mi primo Kaidu para traer los cadáveres de los difuntos han y enterrarlos, ordené a Tang y a Fu que se unieran a la caravana.
«¡Vaya!», pensé, esto explicaba que yo los recordara, pero no dije nada y Kubilai se dirigió a ellos.
—Contadnos, honorables espías, los secretos que habéis descubierto en la provincia de Xinjiang.
Tang tomó la palabra como si estuviera recitando una lista escrita, pero sin leer nada:
—El ilkan Kaidu es orlok de un bok que comprende un tuk entero, y puede poner instantáneamente en línea de batalla seis tomanes de este tuk.
El gran kan no pareció muy impresionado, pero lo tradujo a mi padre y a mi tío:
—Mi primo tiene bajo sus órdenes a un campamento que comprende cien mil guerreros a caballo, de los cuales sesenta mil están siempre a punto para combatir.
Me pregunté por qué necesitaba el kan Kubilai a unos espías profesionales para conseguir subrepticiamente una información que yo obtuve simplemente compartiendo una comida en un yurtu.
Fu habló luego:
—Cada guerrero entra en combate con una lanza, una maza, su escudo, por lo menos una espada y una daga, un arco y sesenta flechas. Treinta flechas son ligeras, con cabezas estrechas para tiros de largo alcance. Treinta son pesadas, con cabezas anchas, para utilizarlas a poca distancia.
—De esto también estaba enterado yo, y sabía más: que algunas flechas chillaban y silbaban furiosamente mientras volaban.
Tang tomó de nuevo la palabra:
—Cada guerrero para ser independiente de las provisiones del bok lleva también una pequeña vasija de barro donde cocinar, una pequeña tienda plegable y dos botellas de cuero. Una está llena de kumis, la otra de grut, y puede subsistir con estos dos alimentos largo tiempo sin debilitarse.
Fu añadió:
—Si consigue un pedazo de carne, no necesita detenerse para prepararla. La mete entre la silla y su montura y mientras cabalga el golpeteo, el calor y el sudor curan la carne y la dejan a punto.
Luego dijo Tang:
—Si un guerrero no tiene otra comida, se alimentará y aplacará su sed bebiendo la sangre del primer enemigo que mate. También puede utilizar la grasa de este cuerpo para engrasar las tachuelas, las armas y la armadura.
Kubilai apretó los labios y se retorció el bigote, con evidente impaciencia, pero los dos han no dijeron nada más. Entonces murmuró con un deje de exasperación:
—Los números y los detalles están muy bien. Pero no habéis contado nada que yo no supiera desde que monté a pelo sobre mi primer caballo cuando tenía cuatro años. ¿Cómo están la moral y el humor del ilkan y de sus tropas, uu?
—No hay necesidad de informarse privadamente sobre esto, excelencia —dijo Tang—. Todo el mundo sabe que los mongoles están siempre a punto para luchar y ansiosos de hacerlo.
—Sí, luchar, pero ¿contra quién, uu? —insistió el gran kan.
—De momento, excelencia —dijo Fu—, el ilkan utiliza sus fuerzas únicamente para destruir a los bandidos de su propia provincia de Xinjiang, y para llevar a cabo pequeñas escaramuzas contra los tazhikos y asegurar así sus fronteras occidentales.
—Hui! —exclamó Kubilai con un arranque—. ¿Pero lo hace simplemente para tener ocupados a sus combatientes, uu? ¿O está poniendo a punto su capacidad y preparándose para empresas más ambiciosas, uu? ¿Quizá un ataque rebelde contra mis fronteras occidentales, uu? ¡Decidme algo!
Tang y Fu sólo pudieron hacer ruidos respetuosos y encogerse de hombros para excusar su ignorancia.
—Excelencia, ¿quién puede examinar lo que hay dentro de la cabeza de un enemigo? Incluso el mejor espía sólo puede observar lo observable. Los hechos que os hemos comunicado los conseguimos con mucha perseverancia y con mucho cuidado para que fueran correctos y arriesgándonos mucho a que nos descubrieran, en cuyo caso nos hubiesen atado con los miembros extendidos entre cuatro caballos y con el látigo los hubiesen enviado hacia los cuatro horizontes.
Kubilai les dirigió una mirada algo desdeñosa y se volvió hacia mi padre y mi tío.
—Vosotros por lo menos visteis cara a cara a mi primo, amigos Polo. ¿Qué impresión sacasteis, uu?
Tío Mafio dijo pensativamente:
—Desde luego Kaidu ansia conseguir más de lo que tiene. Y desde luego es una persona de temperamento belicoso.
—Al fin y al cabo, pertenece a la misma descendencia familiar que el gran kan —dijo mi padre—. Hay un dicho tan antiguo: una loba no suelta ningún cordero.
—También de todo esto estaba bien enterado —gruñó Kubilai—. ¿No hay nadie que haya percibido algo más aparte de lo totalmente evidente, uu?
Aquél «uu?» no iba dirigido precisamente a mí, pero la pregunta me animó a hablar. Está claro que podía haberle comunicado con más gracia lo que quería decirle. Pero yo albergaba todavía un cierto desdén hacia él por su demostración de cruel arbitrariedad en el Cheng, e imaginaba que había adoptado aquella postura teatral cuando vio que podíamos escuchar sus duras sentencias. Por lo tanto yo continuaba creyendo equivocadamente que en el fondo el kan Kubilai era sólo una persona corriente. Quizá también había consumido con demasiada liberalidad las bebidas servidas por el árbol de las serpientes. Sea lo que fuere, tomé la palabra y hablé algo más alto de lo necesario.
—El ilkan Kaidu os llamó decadente, gastado y degenerado, excelencia. Dijo que os habéis puesto al nivel de un vulgar kalmuko.
Todos los presentes me oyeron y sin duda todos sabían lo escuálido y vil que es un kalmuko. Se hizo pues, un instantáneo silencio profundo y aterrado. Todos los hombres dejaron de hablar e incluso el cotorreo de las estridentes mujeres mongoles pareció ahogarse. Mi padre y mi tío se cubrieron la cara con las manos y el wang Chingkim me miró horrorizado, y los hijos y esposas del gran kan se quedaron con la boca abierta, y Tang y Fu se taparon la boca con mano temblorosa, como si hubiesen reído o eructado inoportunamente, y todos los demás rostros variopintos que veía a mi alrededor empalidecieron uniformemente.
Sólo el rostro del kan Kubilai no empalideció. Se tornó de un asesino color marrón y empezó a contorsionarse mientras formaba palabras de condena y de mando. Ahora me doy cuenta de que si las hubiese pronunciado no las habría retirado nunca y nada habría mitigado mi enorme ofensa ni moderado la sentencia, y los guardias me habrían echado mano y me habrían entregado al acariciador y mi especial ejecución se habría hecho legendaria para siempre en Kitai. Pero el rostro de Kubilai continuó trabajando, pues era evidente que descartaba una retahíla de palabras por demasiado suaves y la sustituía por otras y por otras más condenatorias y esto me dio tiempo para acabar de expresar mi pensamiento.
—Sin embargo, excelencia, cuando truena, el ilkan Kaidu invoca vuestro nombre para protegerse de la ira del cielo. Lo hace silenciosamente, para sí, pero he leído vuestro nombre en sus labios, excelencia, y sus propios guerreros me confiaron este hecho. Si lo dudáis, excelencia, podéis preguntar a los dos guardias personales de Kaidu que nos dio como escolta, los guerreros Ussu y Donduk…
Mi voz se perdió en el terrible silencio que reinaba todavía en la sala. Pude oír el sonido de gotitas de kumis o de putao o de cualquier otro líquido cayendo, plinc, plunc, de un morro de serpiente a una vasija de león. En este silencio privado de respiración, monumental, Kubilai continuó empalándome con sus negros ojos, pero su rostro dejó lentamente de contorsionarse y quedó inmóvil como una piedra, y el color violento refluyó lentamente de él y al final dijo, con un murmullo, pero que todos los presentes pudieron oír:
—Kaidu invoca mi nombre cuando está asustado. Por el gran dios Tengri, esta simple observación tiene para mí más valor que los seis tomanes de mis mejores, más fuertes y más leales caballeros.
Al día siguiente me desperté por la tarde en una cama de las habitaciones de mi padre con un dolor tal de cabeza que casi hubiese preferido que me la cortara el acariciador. Lo último que recordaba claramente del banquete era el bramido que el gran kan lanzó al wang Chingkim:
—¡Ocúpate de este joven Polo! Asígnale habitaciones separadas para él solo. ¡Y sirvientes de veintidós quilates!
Esto me pareció bien, pero no era muy lógico que me diera sirvientes inmóviles de metal, aunque fueran de oro casi puro, y supuse por lo tanto que Kubilai en aquel momento estaba tan borracho como yo o como Chingkim o como todos los demás.
Sin embargo cuando las dos criadas de mi padre nos hubieron ayudado a levantarnos, a bañarnos y a vestirnos y nos hubieron traído una poción para despejar la cabeza, una bebida picante y aromática pero tan cargada de maotai que no conseguí tragármela, llegó de visita Chingkim, y las criadas de mi padre se postraron ante él haciendo koutou. El wang, que tenía más o menos el mismo aspecto que yo, apartó suavemente con el pie los dos cuerpos postrados y me dijo que estaba allí para llevarme como le habían ordenado a la nueva estancia preparada para mí.
Mientras nos dirigimos a otra puerta del mismo vestíbulo al cual daban las habitaciones de mi padre y de mi tío, di las gracias a Chingkim por su cortesía y añadí tratando de mostrarme cortés incluso con un pequeño funcionario asignado a mi servicio:
—No entiendo por qué el gran kan quiso que os ocuparais de mí. Al fin y al cabo sois el wang de la ciudad, es decir, un funcionario de alguna importancia. Sin duda los invitados del palacio deberían estar a cargo de un mayordomo, y este palacio tiene tantos mayordomos como pulgas un budista.
Chingkim rió, un instante solamente para que no le vibrara la cabeza, y dijo:
—No me importa cumplir de vez en cuando un encargo trivial. Mi padre piensa que un hombre para aprender a mandar a los demás debe aprender primero a obedecer la más mínima orden.
—Vuestro padre al parecer propende tanto hacia los sabios proverbios como el mío —le dije con tono simpático—. ¿Quién es vuestro padre, Chingkim?
—La persona que me dio la orden. El gran kan Kubilai.
—¡Oh! —dije, mientras él con una inclinación me hacía cruzar la puerta de mis nuevos aposentos—. ¿Uno de los bastardos, no?
Pregunté despreocupadamente, como podría haber hablado al hijo de un dogo o de un Papa, de noble cuna, pero por el lado equivocado de las sábanas. Me había quedado mirando con interés la puerta, porque no era rectangular, al estilo occidental ni apuntada formando un arco al estilo musulmán. Ésta puerta y las que separaban mis varias habitaciones recibían diversos nombres como Puerta de la Luna, Puerta del Laúd o Puerta del Jarrón, porque las aberturas tenían contornos que seguían los perfiles de estos objetos.
—Es un apartamento suntuoso —comenté.
Chingkim me estaba contemplando con la misma apreciación que yo concedía a los lujosos elementos de la suite. Dijo sin alzar la voz:
—Marco Polo, tenéis un modo especial de dirigiros a vuestros mayores.
—Oh, vos no sois mucho mayor que yo, Chingkim. Qué bonito: estas ventanas dan a un jardín.
Desde luego yo no me estaba expresando con mucha claridad, pero como ya he dicho tampoco mi cabeza estaba en su mejor momento. Además en el banquete Chingkim no se había sentado en la mesa de cabecera, con los hijos legítimos de Kubilai. Esto me hizo pensar en un detalle.
—Creo que ninguna de las concubinas del gran kan tenía suficiente edad para ser vuestra madre, Chingkim. ¿Cuál de las mujeres de ayer noche era vuestra madre?
—La que estaba sentada más cerca del gran kan. Su nombre es Yamui.
No le hice mucho caso, porque mi atención estaba ocupada admirando mi dormitorio. La cama era maravillosamente muelle y tenía una almohada para mí al estilo occidental. Tenía también, al parecer por si invitaba a mi cama a alguna de las damas de la corte, una almohada al estilo han, una especie de pedestal bajo de porcelana, moldeado en forma de una mujer reclinada, que permitía sostener el cuello de una dama sin desordenar su peinado. Chingkim continuó charlando distraídamente:
—Los hijos de Kubilai que estaban sentados con él anoche eran wangs de provincias y orloks de ejércitos, o tenían cargos de este tipo.
Para llamar a mis sirvientes había un gong de bronce de una circunferencia tan grande como la rueda de un carro de Kashgar. Pero tenía la forma de un pez de cabeza grande y redonda, compuesto principalmente por una gran boca; su cuerpo se reducía a un muñón de bronce, situado detrás de la gran abertura para aumentar la resonancia.
—Fui nombrado wang de Kanbalik —continuó charlando Chingkim—, porque a Kubilai le gusta tenerme cerca. Y me hizo sentar en vuestra mesa para honrar a vuestro padre y a vuestro tío.
Yo estaba examinando una lámpara realmente maravillosa en mi sala principal. Tenía dos pantallas cilíndricas de papel, una dentro de la otra, ambas provistas con hojas de papel en el interior de sus circunferencias, de modo que por algún sistema el calor de la llama de la lámpara hacía girar lentamente las dos pantallas en direcciones opuestas. Las pantallas tenían pintado un conjunto de puntos y líneas, y eran traslúcidas, de modo que su movimiento y la luz del interior hacían que las pinturas se resolvieran intermitentemente en una imagen reconocible, y esta imagen se movía. Vi más tarde otras lámparas y linternas de este tipo con escenas diferentes, pero la mía mostraba una y otra vez a una mula levantando los cascos, dando una patada a un hombrecito en el trasero y enviándolo por los aires. Quedé extasiado.
—No soy el hijo mayor de Kubilai, pero soy el único hijo nacido de su esposa principal, la Katun Yamui. O sea que soy el príncipe heredero del kanato y sucesor del trono y del título de mi padre.
En aquel momento yo estaba ya de rodillas, intentando descubrir la composición de una alfombra extraña muy plana, de color pálido. Después de un examen atento decidí que estaba confeccionada con largas tiras de marfil delgadísimo, entretejidas, y nunca había visto ni oído hablar de una obra de artesanía tan maravillosa como el marfil tejido. Puesto que ya estaba arrodillado cuando las palabras de Chingkim penetraron por fin en mi mente catastróficamente turbia, no me costó deslizarme hacia el suelo hasta quedar postrado y hacer koutou a los pies del siguiente kan de todos los kanes del Imperio mongol, a quien unos momentos antes había llamado bastardo.
—Alteza Real… —empecé a decir pidiendo perdón desde la alfombra de marfil tejido donde había apretado mi dolorida y ahora sudorosa frente.
—Oh, levantaos —dijo el príncipe heredero afablemente— continuemos tratándonos como Marco y Chingkim. Ya habrá tiempo suficiente para los títulos cuando mi padre muera, y confío que eso tardará muchos años en producirse. Levantaos y saludad a vuestras nuevas criadas, Biliktu y Buyantu. Buenas chicas mongoles a quienes seleccioné personalmente para vos.
Las chicas hicieron cuatro veces koutou a Chingkim y luego cuatro veces a los dos y luego cuatro veces a mí solo. Yo murmuré:
—Pensaba que me darían estatuas.
—¿Estatuas? —repitió Chingkim—. Ah, claro. Veintidós quilates: son estas chicas. Éste sistema de clasificación es un invento de mi padre. Si queréis pedir que me traigan una copa de poción para despejar la cabeza, nos sentaremos y os explicaré el sistema de los quilates.
Di la orden y pedí cha para mí, y las dos chicas salieron de la habitación inclinándose y andando hacia atrás. Sus nombres y lo poco que había visto de sus caras me hicieron pensar que Buyantu y Biliktu eran hermanas. Tenían más o menos mi edad, y eran mucho más guapas que las demás mujeres mongoles que había visto hasta el momento, desde luego mucho más hermosas que las mujeres de mediana edad asignadas a mi padre y a mi tío. Cuando volvieron con nuestras bebidas, y Chingkim y yo nos sentamos en unos bancos encarados, y las doncellas trajeron abanicos para abanicarnos, pude ver que eran mellizas, idénticas en belleza, y que llevaban vestidos iguales. Pensé que debía pedirles que vistieran diferente, para poder distinguir a una de la otra. ¿Y cuando estuviesen desnudas? También este pensamiento me vino de modo natural, pero lo aparté de mi mente para escuchar al príncipe, quien después de beber un buen trago de su copa empezó de nuevo a hablar.
—Mi padre, como ya sabéis, tiene cuatro esposas. Cada una de ellas le recibe en su yurtu separado y personal, pero…
—¡El yurtu de ella! —le interrumpí.
Él se echó a reír.
—Así le llaman, aunque ningún mongol normal lo reconocería. Habéis de saber que en los viejos tiempos nómadas, un señor mongol tenía a sus esposas repartidas por su territorio, cada una en su yurtu personal, para que cuando él recorriera ese territorio no tuviera que soportar una noche sin esposa. Ahora el llamado yurtu de cada esposa es un espléndido palacio situado dentro de estos jardines, y además es un lugar muy poblado, más parecido a un bok que a un yurtu. Cuatro esposas, cuatro palacios. Mi madre sola dispone de un personal permanente de más de trescientas damas de compañía, ayudantes, médicos, criadas, peluqueras, esclavas, señoras de la guardarropía, astrólogos… Pero creo que empecé hablando de los quilates.
Paró un momento para tocarse delicadamente la cabeza con una mano y tomó otro sorbo de su copa antes de continuar:
—Creo que a mi padre a su edad actual le bastarían cuatro esposas en rotación, aunque sean cuatro esposas bien trabajadas que están entrando ya en años. Pero todas sus tierras vasallas, hasta la lejana Polonia y la Aryana de la India, deben cumplir con la vieja costumbre de enviarle cada año sus mejores doncellas recién llegadas a la edad núbil. Es imposible que las tome a todas como concubinas, o incluso como criadas, pero tampoco puede decepcionar a sus vasallos rechazando de entrada sus regalos, y actualmente ha conseguido por lo menos reducir estas cosechas anuales de chicas a un número más aceptable.
Chingkim vació su copa y la pasó sin mirar por encima de su hombro donde la tomó Biliktu —o Buyantu— quien desapareció rápidamente.
—Cada año —continuó diciendo—, cuando se entregan las doncellas a los varios ilkanes y wangs de los diversos países y provincias estos hombres examinan a las chicas y las ensayan como si fueran lingotes de oro. Según la calidad de los rasgos faciales de las doncellas, las proporciones y color de su cuerpo, su cabello, su voz, la gracia de sus pasos, etcétera, se le asigna el valor de catorce quilates, o de dieciséis o de dieciocho, según los casos, y así subiendo por la escala. Sólo se envían a Kanbalik a las que superan los dieciséis quilates, y sólo a quienes tras su ensayo demuestran poseer la finura del oro puro y sin mezcla; con veinticuatro quilates tienen alguna esperanza de acercarse al gran kan.
Chingkim no pudo oír la silenciosa llegada de mi doncella, pero levantó la mano y ella llegó a tiempo de poner en sus dedos la copa otra vez llena. Esto no pareció sorprenderle, como si supiera con toda naturalidad que la copa tenía que estar allí. Bebió un trago y continuó diciendo:
—Incluso este número bastante reducido de doncellas de veinticuatro quilates ha de vivir primero un tiempo con mujeres mayores en el palacio. Éstas mujeres las inspeccionan más a fondo todavía, especialmente en relación a su comportamiento nocturno. ¿Roncan las chicas cuando duermen, o se mueven inquietas en la cama? ¿Tienen los ojos brillantes y el aliento dulce cuando se despiertan por la mañana? Luego mi padre sigue las recomendaciones de las mujeres de edad, toma a unas cuantas chicas como concubinas para el año siguiente y toma a otras como criadas. El resto lo distribuye según su graduación en quilates a sus señores, ministros y favoritos de corte, de acuerdo con su rango. Tenéis que felicitaros, Marco, de que repentinamente vuestro rango sea tan alto que merezcáis dos vírgenes de veintidós quilates.
Hizo una pausa y se echó a reír de nuevo:
—No sé exactamente a qué se debe esto, si no es a la propensión que tenéis de insultar a vuestros superiores llamándolos kalmukos y bastardos. Confío en que los demás cortesanos no se pondrán a imitar vuestro modo de hablar esperando emular así vuestra subida a una posición de favor.
Yo carraspeé y dije:
—Habéis señalado que las chicas provienen de todos los países. ¿Teníais algún motivo especial para escoger a unas mongoles en mi caso?
—He seguido de nuevo las indicaciones de mi padre. Vos habláis ya muy bien nuestra lengua, pero él quiere que alcancéis un dominio impecable. Y es sabido que las conversaciones de almohada son el sistema mejor y más rápido para aprender un idioma. ¿Por qué lo preguntáis? ¿Habríais preferido otra raza de mujer?
—No, no —me apresuré a decir—. Las mongoles son una raza de mujer que todavía no he tenido oportunidad de… bueno, de ensayar. La experiencia me interesa. Me siento honrado, Chingkim.
Él se encogió de hombros.
—Son de veintidós quilates. Casi perfectas. —Tomó un nuevo sorbo de su bebida y luego se inclinó hacia mí y me dijo seriamente, en farsi para que las chicas no pudiesen enterarse—. Hay muchos señores aquí, Marco, y de más edad, y de rango muy alto, que no han recibido todavía una consideración de parte del kan Kubilai superior a los dieciséis quilates. Os sugiero que lo recordéis. Cualquier comunidad palaciega es un hormiguero infestado de intrigas, planes y conspiraciones, incluso al nivel de pajes y pinches de cocina. A muchos de esta corte les dolerá que un joven como vos no quede relegado a este nivel subterráneo de los pajes y los pinches. Sois un recién llegado y un ferenghi, lo cual bastaría para haceros sospechoso, pero ahora se os ha ascendido de modo repentino e incomprensible. De la noche a la mañana os habéis convertido en un intruso, en un blanco de la envidia y el despecho. Creedme, Marco. Nadie más os haría esta amistosa advertencia, pero yo sí os la hago, porque soy el único que puede. Yo, el segundo después de mi padre, soy la única persona en todo el kanato que no necesita temer su posición ni estar celoso de ella. Todos los demás, sí, y por lo tanto han de consideraros una amenaza. Estad siempre alerta.
—Os creo, Chingkim y os doy las gracias. ¿Podéis sugerirme algún sistema para que no resulte un blanco tan claro?
—Un jinete mongol evita cabalgar siguiendo el perfil de las colinas, y se mantiene siempre algo por debajo de la cresta.
Me quedé sentado considerando aquel consejo. Justamente entonces se oyó un ruido raspeante en la puerta de la sala, y una de las doncellas se deslizó hacia allí para contestar. Me sentía incapaz de determinar exactamente la manera de mantenerme fuera del perfil y continuar siendo un residente de palacio, a no ser, quizá, que me moviera por allí en una postura permanente de koutou. La doncella volvió a entrar en la habitación.
—Señor Marco, es un visitante que dice llamarse Sindbad, y que pide urgentemente audiencia.
—¿Qué? —pregunté, preocupado por los perfiles—. No conozco a nadie que se llame Sindbad.
Chingkim me miró y arqueó las cejas, como diciendo: «¿Han llegado ya los enemigos?».
Entonces sacudí la cabeza, ésta se puso a funcionar de nuevo, y dije:
—Ah, claro, le conozco. Decidle que entre.
Así lo hizo, y el personaje se precipitó hacia mí, con aspecto desesperado, retorciéndose las manos, con los ojos y su orificio central terriblemente dilatados. Sin hacer koutou ni decir salaam, gimió en farsi:
—Por los siete viajes de mi tocayo, señor Marco, ¡este palacio es un lugar terrible!
Levanté la mano para impedir que soltara indiscreciones como había hecho yo varias veces en poco tiempo, y me dirigí a Chingkim en el mismo idioma:
—Permitid, alteza real, que os presente a mi esclavo Narices.
—¿Narices? —murmuró Chingkim perplejo.
Narices comprendió mi indicación, hizo un perfecto koutou al príncipe, luego a mí, y dijo sumisamente:
—Amo Marco, quisiera pediros un favor.
—Puedes hablar delante del príncipe. Es un amigo. ¿Pero por qué te paseas por el palacio con un nombre fingido?
—Os he buscado por todas partes, mi amo. He utilizado todos mis nombres, uno diferente con cada persona a quien he hablado: pensé que esto era lo prudente, pues temo por mi vida.
—¿Por qué? ¿Qué has hecho?
—Nada, mi amo. ¡Lo juro! Me he portado tan bien desde hace tanto tiempo que el infierno rabia de impaciencia. Soy tan puro como un cordero recién parido. Pero igual lo eran Ussu y Donduk. Os suplico, maestro, que me rescatéis de esta pocilga llamada cuerpo de guardia. Permitid que me aloje en vuestros aposentos. No os pido ni un jergón. Me echaré en vuestro quicio como un perro guardián. En nombre de todas las ocasiones en que os salvé la vida, amo Marco, salvad ahora la mía.
—¿Qué dices? No recuerdo que me salvaras nunca la vida. —Chingkim puso cara divertida, y Narices de confusión.
—¿No? Quizás salvé a algún otro amo. Bueno, si no lo hice, fue únicamente por falta de oportunidades. Sin embargo, para cuando llegue el temido momento es mejor que me tengáis cerca y…
Yo le interrumpí:
—¿Qué ha pasado con Ussu y Donduk?
—Esto es lo que me aterroriza, mi amo. El terrible destino de Ussu y Donduk. Ellos no hicieron nada malo, ¿verdad? Sólo nos escoltaron desde Kashgar hasta aquí, ¿no es cierto? Y cumplieron perfectamente con su deber. —Sin esperar respuesta, continuó barboteando—. Ésta mañana llegó un escuadrón de guardias, esposó a Donduk y se lo llevó. Ussu y yo convencidos de que había algún terrible error de por medio, preguntamos por los cuarteles y nos dijeron que estaban interrogando a Donduk. Tras unos momentos de preocupación volvimos a preguntar, y nos dijeron que Donduk había respondido satisfactoriamente a las preguntas, y que por lo tanto lo estaban enterrando.
—Amoredèi! —grité—. ¿Está muerto?
—Confío que sí, mi amo, de lo contrario se habría cometido una equivocación todavía más terrible. Luego, mi amo, al cabo de un rato llegaron otra vez los guardias, esposaron a Ussu y se lo llevaron. Tras otro rato de agonía, pregunté de nuevo sobre el destino de los dos y me dijeron bruscamente que no intentara informarme más sobre cuestiones de tortura. Se habían llevado a Donduk, lo habían matado y lo habían enterrado, y se habían llevado también a Ussu, ¿quién quedaba entonces por torturar si no yo? O sea que huí de los cuarteles, me puse a buscaros y…
—Calla —le dije, mientras dirigía una mirada de interrogación a Chingkim, quien explicó:
—Mi padre tiene mucho interés en saber todo lo posible sobre su primo Kaidu, el primo eternamente inquieto. Vos le indicasteis la otra noche que vuestros escoltas eran miembros de la guardia personal de Kaidu. Sin duda mi padre supone que están bien informados sobre su amo… sobre una posible insurrección planeada por Kaidu. —Se detuvo un momento, miró su copa y dijo—: El encargado de los interrogatorios es el acariciador.
—¿El acariciador? —murmuró Narices, con perplejidad.
Reflexioné un rato, lo que me provocó el consiguiente dolor de cabeza, y luego le dije a Chingkim:
—No sería muy correcto que me interfiriera en asuntos de mongoles que sólo afectan a mongoles. Pero en cierta medida me siento responsable…
Chingkim apuró su copa y se puso en pie.
—Vayamos a ver al acariciador.
Hubiese preferido con mucho quedarme en mis nuevas habitaciones todo el día, cuidar de mi cabeza y conocer a las mellizas Buyantu y Biliktu, pero me levanté, y Narices nos acompañó.
Andamos mucho a través de pasillos cerrados y de zonas abiertas y de más pasillos. Luego bajamos unas escaleras hasta un lugar subterráneo en donde recorrimos largos talleres llenos de artesanos muy ocupados, almacenes de provisiones, leñeras y bodegas. Llegamos a una serie de habitaciones, alumbradas con antorchas pero vacías, cuyas paredes de roca estaban húmedas y viscosas y moteadas de hongos, y Chingkim se detuvo para decir en voz baja a Narices, aunque sin duda el consejo iba también dirigido a mí:
—No vuelvas a utilizar la palabra tortura, esclavo. El acariciador es una persona sensible. Estos términos bastos no le gustan, y le ofenden. Aunque una cuestión de importancia le obligue a arrancar los ojos a una persona y a ponerle carbones encendidos en las órbitas, aquello no es nunca una tortura. Llamémoslo interrogatorio, llamémoslo caricias, llamémoslo cosquillas, lo que te apetezca menos tortura, porque si algún día el acariciador tiene que acariciarte es mejor que no recuerde el poco respeto que mostraste por su profesión.
Narices se limitó a tragar saliva ruidosamente, pero yo dije:
—Comprendo. En los calabozos cristianos el sistema se denomina formalmente ejército del interrogatorio extraordinario.
Chingkim nos llevó finalmente a una habitación que podría haber sido el despacho del contable de un próspero establecimiento comercial, a no ser por la luz de las antorchas y por las viscosas paredes de roca. Estaba llena de pupitres de contable con escribanos activamente ocupados en libros de mayor, documentos y las pequeñas rutinas de toda institución bien administrada. Quizá estábamos en un matadero humano, pero era un matadero ordenado.
—El acariciador y todo su personal son han —me dijo aparte Chingkim—. Realizan este trabajo mucho mejor que nosotros.
Estaba claro que ni el príncipe heredero solicitaba entrar directamente en los dominios del acariciador. Los tres esperamos hasta que un secretario han, el jefe de todos aquellos escribanos, un hombre alto y austeramente privado de expresión se dignó acercarse a nosotros. Él y el príncipe hablaron un rato en idioma han, y luego Chingkim me lo tradujo:
—El hombre llamado Donduk fue interrogado en primer lugar, y adecuadamente, pero se negó a revelar nada de lo que sabía sobre su amo Kaidu. Se le interrogó entonces extraordinariamente, como decís vos, hasta los mismos límites del ingenio del acariciador. Pero se resistió tozudamente y por lo tanto, como señalan las órdenes permanentes de mi padre para estos casos, se le entregó a la Muerte de un Millar. Luego trajeron al sujeto Ussu. También se ha resistido al interrogatorio y al interrogatorio extraordinario y se le aplicará también la Muerte de un Millar. La merecen los dos, desde luego, porque son traidores a su jefe supremo, mi padre. Pero… —añadió con cierto orgullo— son leales a su ilkan, y son testarudos y valientes. Auténticos mongoles.
—¿Por favor, qué es la Muerte de un Millar? —le pregunté—. ¿Un millar de qué?
Chingkim dijo también en voz baja:
—Marco, llamadlo la muerte de un millar de caricias, de un millar de crueldades, de un millar de ternuras, ¿qué importa? Basta con un millar de lo que sea para que una persona muera. El nombre significa únicamente una muerte muy prolongada.
Era evidente que quería que yo dejara de lado aquel asunto, pero insistí. Le dije:
—Nunca sentí ningún afecto por Donduk. En cambio Ussu fue para mí un compañero más simpático durante aquel largo camino. Me gustaría saber cómo finaliza su largo camino.
Chingkim dejó traslucir una expresión de disgusto, pero volvió a hablar de nuevo con el secretario. El hombre hizo un gesto de sorpresa y de duda, pero salió de la habitación por una puerta tachonada de hierro.
—Sólo mi padre o yo podemos hacer una cosa así —murmuró Chingkim—. E incluso yo debo ofrecer al acariciador cumplidas felicitaciones y abyectas excusas por interrumpirle en pleno trabajo.
Yo esperaba que el secretario jefe traería a un bruto monstruoso y velludo, ancho de hombros, con los brazos fornidos, las cejas espesas, vestido de negro como el carnicero de Venecia o todo de rojo infierno como el verdugo del Daiwan de Bagdad. Pero si el secretario jefe era el modelo mismo del secretario, el hombre que volvió con él era la esencia mismo de la profesión de secretario. Tenía el cabello gris, era pálido y frágil, de maneras nerviosas e inquietas, e iba vestido muy elegante con ropa de color malva. Atravesó la habitación delicadamente con pasitos precisos y a pesar de su diminuta nariz han nos miró bastante de haut en bas. Era un hombre nacido para oficinista, y yo pensé que no podía ser otra cosa. Pero habló en mongol y dijo:
—Soy Ping, el acariciador. ¿Qué deseáis de mí?
Su voz era seca, con la indignación apenas controlada y poco disimulada que es el lenguaje natural de un secretario interrumpido en su trabajo de oficina.
—Soy Chingkim, el príncipe heredero. Me gustaría, maestro Ping, que explicarais a este honorable invitado mío, cómo se aplica la Muerte de un Millar.
Aquél ser sorbió aire por la nariz oficinescamente.
—No estoy acostumbrado a peticiones de naturaleza tan poco delicada, y no las satisfago. Además aquí los únicos invitados honorables son los míos.
Quizá Chingkim sentía un respeto reverencial por el cargo del acariciador, pero también él tenía un título, el de príncipe. Además él era mongol y le estaba ofendiendo un simple han. Irguió rígidamente su figura y ladró:
—¡Vos sois un funcionario público y nosotros somos el público! Vos sois un funcionario civil y os mostraréis civilizado. Soy vuestro Príncipe y habéis descuidado arrogantemente hacer koutou. ¡Hacedlo inmediatamente!
El acariciador Ping retrocedió como si le hubiesen arrojado uno de sus carbones ardientes, se echó obediente al suelo e hizo koutou. Los demás escribanos miraron pasmados desde sus pupitres oficinescos un espectáculo que quizá ocurría por primera vez. Chingkim se quedó mirando irritado al hombre postrado durante unos momentos antes de ordenarle que se levantara. Cuando lo hizo, Ping se volvió de repente todo conciliación y solicitud, como sucede con los hombres de despacho cuando alguien tiene la temeridad de alzarles la voz. Se dirigió a Chingkim en tono meloso y se manifestó dispuesto, ávido incluso de satisfacer hasta los últimos caprichos del príncipe.
Chingkim dijo malhumorado:
—Basta con que contéis al señor Marco, aquí presente, cómo se administra la Muerte de un Millar.
—Con mucho placer —dijo el acariciador.
Se volvió hacia mí con la misma benigna sonrisa que había dedicado a Chingkim y me habló con la misma voz afectada, pero sus ojos me miraron fríos y malévolos como los de una serpiente.
—Señor Marco —empezó diciendo.
En realidad dijo Mage, al modo han, pero acabé acostumbrándome a no oír las erres cuando un han hablaba, por lo que no voy a insistir sobre ello.
—Señor Marco, se llama la Muerte de un Millar porque exige un millar de pequeñas piezas de papel de seda, dobladas y tiradas al azar en un cesto. Cada papel lleva una palabra o dos, no más de tres, indicando alguna parte del cuerpo humano. Ombligo o codo derecho o labio superior o dedo medio del pie izquierdo o lo que sea. Como es lógico, el cuerpo humano no tiene mil partes, o por lo menos no tiene mil partes capaces de experimentar sensaciones, como la punta de un dedo, o partes cuya función pueda cesar, como un riñón. Para ser precisos, según el cómputo tradicional del acariciador sólo hay trescientas treinta y seis partes de este tipo. O sea que casi todos los papeles inscritos lo están en triplicado. Es decir, que trescientas treinta y dos partes del cuerpo están escritas tres veces en papeles distintos, sumando novecientos noventa y seis papeles. ¿Me seguís, señor Marco?
—Sí, maestro Ping.
—Habréis observado, pues, que hay cuatro partes del cuerpo que no están inscritas por triplicado en los papeles. Éstas cuatro partes están escritas sólo una vez en los cuatro papeles que faltan para llegar al millar. Os lo voy a explicar más tarde, si no lo adivináis luego vos mismo. Muy bien, tenemos un millar de papelitos inscritos y doblados. Cada vez que un hombre o una mujer es sentenciado a la Muerte de un Millar, antes de comenzar mis atenciones al sujeto, ordeno a mis ayudantes que mezclen, remuevan y desordenen estos papeles en el cesto. Lo hago principalmente para reducir la probabilidad de que haya repeticiones en las caricias, lo cual perjudicaría innecesariamente al sujeto y resultaría aburrido para mí.
Pensé que en el fondo de su corazón era un oficinista auténtico, con sus recuentos puntillosos y el nombre de sujeto que aplicaba a sus víctimas y su altanera condescendencia hacia el interés que yo demostraba por el tema. Pero no cometí el error de decírselo, sino que respetuosamente comenté:
—Excusad, maestro Ping. Pero ¿qué tiene que ver con la muerte todo esto: escribir papeles, doblarlos y mezclarlos?
—¿La muerte? ¡No tiene nada que ver con la muerte! —dijo secamente, como si yo hubiese hablado de algo sin importancia. Miró brevemente de reojo al príncipe Chingkim con expresión taimada y dijo—: Cualquier bárbaro chapucero puede matar a un sujeto. Pero para conducir, guiar, instruir, halagar ingeniosamente a un hombre o a una mujer a través de su agonía, ¡ah!, para esto se necesita un acariciador.
—Entiendo —dije—. Continuad, por favor.
—Después de purgar al sujeto y de hacerle evacuar para que no se produzcan accidentes desagradables, se le ata y se le deja erguido entre dos postes, de modo seguro, pero no incómodo, para que yo pueda aplicar las caricias a su parte frontal, posterior o lateral, según convenga. Mi banco de trabajo tiene trescientos treinta y seis compartimientos, cada uno de ellos pulcramente etiquetado con el nombre de una parte del cuerpo, y en cada uno descansan uno o varios instrumentos exquisitamente diseñados para utilizarlos en esta parte. Según que el lugar del cuerpo correspondiente sea de carne o de tendón, o de músculo, o de membrana, de saco o de cartílago, los instrumentos pueden ser cuchillos de determinadas formas, o leznas, sondas, agujas, pinzas, raspadores. Los instrumentos están siempre afilados y bruñidos, y mis ayudantes están preparados: los secadores de fluidos y los recuperadores de piezas. Comienzo efectuando las tradicionales meditaciones del acariciador. Con ellas me pongo a tono no sólo con los temores del sujeto, que normalmente son manifiestos, sino también con las aprensiones más interiores y con los niveles más profundos de respuesta. El acariciador ingenioso es una persona que puede sentir casi las mismas sensaciones que su sujeto. Según la leyenda, el más perfecto de todos los acariciadores fue hace mucho tiempo una mujer; podía ponerse a tono de modo tan perfecto con el sujeto que gritaba y se retorcía auténticamente y lloraba al unísono con él, e incluso pedía compasión para su misma persona.
—Hablando de mujeres… —dijo Narices, que había permanecido todo el rato detrás mío, casi apretado contra mí para hacerse invisible. Pero su constante y lasciva curiosidad debió de superar sus temores. Habló en farsi al príncipe—. Las mujeres y los hombres son diferentes, príncipe Chingkim. Ya sabéis… distintas partes del cuerpo… unas por aquí, otras por allí. ¿Cómo resuelven estas diferencias las etiquetas y los instrumentos del maestro acariciador?
El acariciador retrocedió un paso y dijo:
—¿Quién… quién es… éste? —con un tono de delicada repulsión como si hubiese pisado un cagajón en la calle y el objeto hubiese tenido la desfachatez de protestar en voz alta.
—Perdonad la impertinencia del esclavo, maestro Ping —dijo con suavidad Chingkim—. Pero la pregunta también se me había ocurrido a mí.
Y la repitió en mongol.
El verdugo suspiró de nuevo oficinescamente.
—Las diferencias entre hombre y mujer en relación a las caricias son puramente superficiales. Si el papel doblado dice «joya roja» se refiere al órgano genital delantero, del cual el varón tiene un representante grande, y la hembra uno pequeño. Si el papel reza «glándula de jade», derecha o izquierda, se refiere al testículo del hombre o la gónada interna de la mujer. Si reza «valle profundo», indica literalmente el útero de la mujer, pero en el caso del hombre puede referirse a su glándula almendrada interna, el llamado tercer testículo.
Narices lanzó involuntariamente un «¡ooh!» de dolor. El acariciador le fulminó con la mirada.
—¿Puedo continuar, ahora? Después de mi meditación, el proceso es el siguiente. Escojo un papel del cesto, al azar, y lo desdoblo, y me indica la parte del sujeto destinada a la primera caricia. Supongamos que dice meñique izquierdo. ¿Me aproximo yo al sujeto, como lo haría un carnicero y le sierro el meñique? No. ¿Además, qué haría si saliera más tarde el papel idéntico? Por todo esto quizá en la primera ocasión me limite a introducir profundamente una aguja debajo de la uña de ese dedo. En la segunda ocasión quizá corte el dedo hasta el hueso en toda su longitud. Sólo en el caso de salir el papel por tercera vez amputaría totalmente el dedo. Como es natural el segundo papel que escoja me llevará a una parte diferente del sujeto, a otra extremidad, o a la nariz, o quizá a la glándula de jade. Sin embargo teniendo en cuenta el triplicado de los papeles y el carácter aleatorio de la elección, puede suceder en ocasiones que la misma parte salga dos veces seguidas, pero esto, tan aburrido, no es frecuente. Y en toda mi carrera sólo en una ocasión tres papeles seguidos señalaban exactamente la misma parte del cuerpo del sujeto. Esto no pasa en general, y aquella fue una ocasión memorable. Más tarde pedí al matemático Linan que me calculara la rareza de aquella coincidencia. Según dijo era una posibilidad entre tres millones. Pasó hace años. Era su pezón izquierdo…
Parecía como si su mente derivara hacia la beatífica contemplación de aquel tiempo pasado. Pero al cabo de un momento volvió de repente a nosotros.
—Quizá empecéis a entender la pericia exigida en las caricias. Uno no se limita a correr de un lado a otro sacando papeles y luego cortando trozos del individuo. No, yo actúo con más calma, con mucha calma entre una operación y la siguiente, porque el sujeto debe disponer de todo el tiempo necesario para apreciar cada uno de los distintos dolores. Y su naturaleza ha de variar, ahora una incisión, luego una punción, después un raspado, una quemadura, una trituración. Además las heridas han de variar en intensidad, para que el sujeto no sólo experimente una agonía general, sino una multitud de dolores separados que pueda diferenciar y localizar. Aquí, arrancar lentamente una muela superior y clavar un clavo en el lugar que ocupaba hincándolo hasta el seno frontal. Allí romper y aplastar la articulación de un codo con un ingenioso tornillo lento que inventé. Más allá insertar por el canal interior de la joya roja del hombre una sonda de metal al rojo vivo, o aplicarla delicada y repetidamente al tierno bulbito situado en la abertura de la joya roja de ella. Y quizá entre ambas operaciones desollar la piel del pecho y dejarla colgando como un delantal.
Yo tragué saliva y pregunté:
—¿Cuánto tiempo dura esto, maestro Ping?
Él se encogió remilgadamente de hombros.
—Hasta que el sujeto perezca. Al fin y al cabo se llama la Muerte de un Millar. Pero hasta ahora nadie ha muerto de morir, si me explico. Éste es mi mayor arte; prolongar esta muerte y aumentar su atroz dolor. Para decirlo de otro modo: nadie ha muerto de puro dolor. Incluso a mí me asombra a veces la cantidad de dolor que puede resistirse y el tiempo que dura. Además antes de convertirme en acariciador era médico, por lo que nunca causo inadvertidamente una herida mortal, y sé impedir que un sujeto muera prematuramente por pérdida de sangre o por un shock a su constitución. Mis ayudantes secadores saben cortar las hemorragias y si tengo que puncionar un órgano delicado como la vejiga en las primeras fases de la caricia, mis recuperadores saben sustituir los tapones que he sacado.
—Para decirlo, entonces, de otro modo —le pregunté imitando sus propias palabras—. ¿Cuánto tiempo transcurre hasta que el sujeto fallece a causa de estas atenciones?
—Depende principalmente del azar. Depende de los papeles doblados y del orden en que el azar pone estos papeles en mis manos. ¿Creéis en algún dios o en dioses, señor Marco? Entonces hay que suponer que los dioses regulan la probabilidad de que salgan los papeles de acuerdo con la magnitud del crimen del sujeto y la severidad del castigo que merece. El azar, o los dioses, pueden guiar mi mano en cualquier momento hacia uno de los cuatro papeles que he citado anteriormente.
El acariciador arqueó las cejas y yo asentí con la cabeza y dije:
—Creo que sé de qué se trata. Sin duda hay cuatro partes vitales del cuerpo en las cuales una herida causaría una muerte rápida en lugar de una lenta agonía.
Él exclamó:
—¡El tinte de añil es más azul que la planta de añil! O lo que es lo mismo: el alumno supera al maestro. —Me sonrió sin desplegar los labios—. Sois un buen estudiante, señor Marco. Seríais un buen… —Como es lógico yo esperaba que dijera acariciador. Pero yo no tenía ningún deseo de ser acariciador, ni bueno ni malo. Me gratificó, pues, perversamente que dijera—: un buen sujeto, porque todas vuestras aprensiones y percepciones se intensificarían gracias a vuestro íntimo conocimiento de las caricias. Sí, hay cuatro puntos, el corazón naturalmente, y también dos puntos de la columna dorsal y dos puntos del cerebro, donde la inserción de una hoja o de un punzón provoca la muerte instantáneamente, y por lo que parece, indoloramente. Por esto cada uno sólo está escrito en un papel, porque cuando uno de ellos llega a mis manos, la caricia ha finalizado. Yo recomiendo al sujeto que rece para que salga pronto. El sujeto siempre reza, al final en voz alta y a veces en voz muy alta, realmente. Parece como si el hecho de mantener esta esperanza, una esperanza desde luego mínima, cuatro casos favorables contra mil, añadiera un cierto refinamiento adicional a sus dolores de agonía.
—Excusad, maestro Ping —intervino Chingkim—, pero todavía no nos habéis dicho cuánto duran las caricias.
—Esto depende de nuevo, mi príncipe. Aparte de los factores incalculables de los dioses y del azar, la duración depende de mí. Si no hay más sujetos esperando su turno y yo no tengo prisa, puedo proceder con calma, y entre la selección de un papel y la del siguiente puede pasar una hora. Si dedico a ello una jornada laboral respetable de diez horas, por ejemplo, y si el azar dicta que debemos recorrer casi todos los mil papeles doblados, la Muerte de un Millar puede durar casi cien días.
—Dio me varda! —grité—. Pero dicen que Donduk ya está muerto. Y os lo entregaron esta mañana.
—Sí, ese mongol. Se fue con una deplorable rapidez. Su constitución se había deteriorado bastante con el interrogatorio preliminar. Pero no hay que preocuparse por esto, señor Marco, aunque os doy las gracias. El hecho no me ha afectado mucho. Tengo ya a punto al otro mongol para acariciarlo. —Respiró de nuevo a fondo—. De hecho si hay algo de que preocuparse, ha sido la interrupción de mis medicaciones por causa vuestra.
Me dirigí a Chingkim y, hablando en farsi para que nadie nos entendiera, le pregunté:
—¿Vuestro padre decreta realmente estas… estas atroces torturas? ¿Y permite que las lleve a cabo este afectado gozador de los tormentos ajenos?
Narices, a mi lado, empezó a tirar de modo significativo y urgente de mi manga. El acariciador estaba al otro lado y yo no podía ver, como la veía Narices, la mirada penetrante de odio que me dirigió, atravesándome como con una de sus horribles sondas.
Chingkim intentó virilmente dominar la irritación que sentía contra mí. Dijo con los dientes apretados:
—Hermano mayor —éste era el tratamiento formal, aunque el mayor de los dos era él—. Hermano mayor Marco, la Muerte de un Millar se aplica solamente para castigar unos cuantos de los crímenes más graves. Y entre todos los crímenes capitales, el primero es la traición.
Yo estaba revisando rápidamente mi apreciación de su padre. Si Kubilai podía decretar un final tan indecible para dos mongoles como él, para dos buenos guerreros cuyo único crimen había sido la lealtad al Kaidu, un jefe subordinado del propio gran kan, era evidente entonces que yo estaba equivocado cuando supuse que su comportamiento en el Cheng era puro teatro para impresionar a los visitantes. Estaba claro que Kubilai no pretendía que las sentencias dictadas fueran aleccionadoras ni ejemplares. Le importaba un comino que alguien tomara nota de ellas o no. (Yo podía no haberme enterado nunca del terrible destino de Ussu y de Donduk, es decir, que aquello no estaba destinado a impresionar a nuestro grupo). El gran kan se limitaba a ejercer de modo absoluto su absoluto poder. Criticar sus motivos, o ponerlos en duda o burlarse de ellos era suicida. Por fortuna sólo lo había hecho en el santuario de mi cabeza, e incluso alabar sus acciones sería inútil, fútil, sin consecuencias. Kubilai haría lo que haría. Bueno, por lo menos para mí aquel episodio había sido ejemplar. A partir de entonces mientras estuviera en los reinos del kan de todos los kanes caminaría sin pisar fuerte y hablaría en voz baja.
Pero en aquel momento, antes de hundirme en la docilidad, intentaría por lo menos cambiar una cosa.
—Ya os dije, Chingkim —continué—, que Donduk no era amigo mío, y de todos modos ya ha desaparecido. Pero Ussu me gustaba y la culpa de que acabara aquí fueron mis poco precavidas palabras, y además todavía vive. ¿Puede hacerse algo para moderar su castigo?
—Un traidor ha de morir con la Muerte de un Millar —dijo Chingkim fríamente. Pero luego cedió un poco y agregó—: Sólo hay una posibilidad: la mejora.
—Ah, estáis enterado de ello, mi príncipe —dijo el acariciador con una sonrisa afectada. Y para sorpresa y horror mío, hablaba perfectamente el farsi—. Ya sabéis cómo proceder para obtener la mejora. Bueno, mi secretario jefe arregla este tipo de transacciones. Si me lo permitís, príncipe Chingkim, señor Marco…
Se fue atravesando de nuevo la habitación con pasos menudos y antes de salir por la puerta tachonada de hierro hizo seña al secretario jefe para que nos atendiera.
—¿Qué hay que hacer ahora? —pregunté a Chingkim.
Él gruñó:
—Un soborno, que se paga ocasionalmente en estas situaciones. Pero que yo nunca he pagado hasta ahora —añadió con disgusto—. Normalmente lo hace la familia del sujeto. A veces se arruinan e hipotecan todas sus vidas futuras para reunir la suma necesaria. El maestro Ping debe ser uno de los funcionarios más ricos de Kanbalik. Confío que mi padre no se entere nunca de esta locura mía; se reiría y se burlaría de mí. Y ahora, Marco, os sugiero que no me pidáis nunca más un favor así.
El secretario jefe se nos acercó con paso lento y tranquilo y levantó las cejas interrogativamente. Chingkim echó mano de la bolsa que llevaba al cinto y dijo con los típicos circunloquios han:
—Voy a pagar para el sujeto Ussu el peso necesario para equilibrar la balanza y que los cuatro papeles asciendan.
Sacó unas monedas de oro y las deslizó en las manos discretamente tendidas del secretario.
—¿Qué significa esto, Chingkim? —le pregunté.
—Significa que los cuatro papeles que indican las partes vitales se desplazarán a la parte superior del cesto, donde la mano del acariciador pueda cogerlos más pronto. Ahora vámonos.
—Pero ¿cómo…?
—¡Es todo lo que puede hacerse! —dijo Chingkim entre dientes—. ¡Vámonos ya, Marco!
Narices también tiraba de mí, pero yo insistí:
—¿Cómo podemos estar seguros de que así será? ¿Podemos confiar en que el acariciador haga todo el trabajo necesario, que abra todos los papeles doblados, todos iguales, y los lea uno por uno…?
—No, señor mío —dijo el secretario jefe, hablando por primera vez con tono suave, casi con amabilidad, y en mongol para que le entendiera—. Todos los demás papeles, hasta mil, son de color rojo, el color que significa para los han buena suerte. Sólo estos cuatro papeles son púrpuras, el color han de los funerales. El acariciador siempre sabe por dónde asoman esos cuatro papeles.
Durante los días siguientes me dejaron solo. Deshice mi equipaje y me instalé en mis habitaciones privadas, con la ayuda de Narices, pues autoricé al esclavo a trasladarse y a instalar su jergón en uno de mis roperos más espaciosos; empecé también a conocer a las mellizas Biliktu y Buyantu y a reconocer los vericuetos del edificio central del palacio y del resto de los edificios, jardines y patios que constituían una ciudad palacio dentro de la ciudad. Pero ya explicaré más tarde cómo pasé mi tiempo en privado, porque también empezó pronto mi tiempo de trabajo.
Un día un mayordomo de palacio pidió que me presentara ante el kan Kubilai y el wang Chingkim. Las habitaciones del gran kan no estaban muy lejos de las mías, y me dirigí allí con celeridad, aunque no excesiva, porque supuse que se había enterado de nuestra visita a los calabozos y que iba a castigarme a mí y a Chingkim por habernos entrometido en los asuntos del acariciador. Sin embargo, antes de llegar allí pasé por una sucesión de lujosas habitaciones, introducido ante reverencias por una colección de ayudantes, secretarios, guardias armados y bellas mujeres. Al final entré en la habitación de estar más interior del gran kan, y al empezar a ejecutar mi koutou me pidieron que tomara asiento y me ofrecieron una selección de bebidas que traía una doncella en una bandeja cargada de jarras. Yo escogí una copa de vino de arroz y el gran kan inició la entrevista con bastante amabilidad preguntándome:
—¿Cómo van tus lecciones de idioma, joven Polo?
Procuré no ruborizarme, y murmuré:
—He aprendido muchas palabras nuevas, excelencia, pero no del tipo que podría pronunciar en vuestra augusta presencia.
Chingkim observó secamente:
—Nunca hubiese imaginado, Marco, que para vos existieran palabras imposibles de pronunciar en cualquier circunstancia.
Kubilai se echó a reír:
—Yo tenía la intención de conversar educadamente un rato al estilo han, tocando el tema indirectamente. Pero creo que este rudo mongol prefiere ir directamente al grano.
—Excelencia, he hecho voto personal —dije—, de frenar a partir de ahora mi lengua demasiado rápida y mis opiniones demasiado abruptas.
Kubilai lo pensó un momento y dijo:
—Bueno, sí, podrías actuar con mayor respeto y circunspección al escoger las palabras antes de sacarlas por la boca. Pero tus opiniones continúan interesándome, y precisamente por este motivo deseo que tengas un dominio profundo de nuestro idioma. Marco, mira hacia allí. ¿Sabes qué es eso?
Me señaló un objeto en el centro de la habitación. Era una gigantesca urna de bronce, de unos dos metros y medio de altura y casi la mitad en diámetro. Estaba ricamente grabada y en el exterior tenía pegados ocho esbeltos y elegantes dragones de bronce, con sus colas enrolladas en el borde superior de la urna y sus cabezas abajo, cerca de la base. Cada uno sostenía en sus mandíbulas llenas de dientes una perla inmensa y perfecta. Había ocho sapos de bronce sentados alrededor del pedestal de la urna, uno debajo de cada dragón, con la boca abierta como deseando coger la perla de encima.
—Es una obra de arte impresionante, excelencia —dije—, pero no puedo imaginar para qué sirve.
—Es un aparato de terremotos.
—¿Excelencia?
—Ésta tierra de Kitai se ve sacudida de vez en cuando por los terremotos. Cuando esto ocurre este ingenio me informa inmediatamente. Mi inteligente orfebre de la corte lo diseñó y lo fundió, y sólo él comprende perfectamente su funcionamiento. Aunque el terremoto tenga lugar tan lejos de Kanbalik que ninguno de nosotros pueda notarlo aquí, su efecto es tal que las mandíbulas de uno de los dragones se abren y sueltan su perla en el buche del sapo de debajo. Los temblores de otro tipo no producen ningún efecto. He gateado por el suelo, he saltado y he bailado alrededor de esta urna, y aunque no soy una mariposa, me ignora.
Vi con los ojos de la mente al majestuoso gran kan de todos los kanes dando saltos por la habitación como un chico curioso, con sus ricos trajes flotando al viento, su barba ondeando y su corona de morrión ladeada, y probablemente todos sus ministros mirándole con los ojos desorbitados. Pero recordé mi voto y no sonreí.
—Según sea la perla caída, puedo saber la dirección del lugar donde la tierra tembló —dijo Kubilai—: No puedo saber a qué distancia está, o los efectos devastadores del terremoto, pero puedo enviar una tropa al galope en aquella dirección, y al final recibir información sobre los daños y las bajas sufridas.
—Un aparato milagroso, excelencia.
—Me gustaría que mis informadores humanos fueran tan sucintos y seguros cuando me informan de lo acaecido en mis dominios. Ya oíste a aquellos espías han la noche del banquete recitando a gran velocidad números, objetos y tabulaciones, pero sin decirme nada.
—Los han están enamorados de los números —dijo Chingkim—. Las cinco virtudes constantes. Las cinco grandes relaciones. Las treinta posiciones del acto sexual, los seis modos de penetración y los nueve modos de movimiento. Regulan incluso su cortesía. Tengo entendido que tienen trescientas reglas de ceremonia y tres mil de comportamiento.
—Mientras tanto, Marco —dijo Kubilai—, los otros informadores, mis funcionarios musulmanes, e incluso mongoles, tienden a eliminar de sus informes todos los hechos que en su opinión yo podría considerar inconvenientes o molestos. Tengo que administrar un gran reino, pero no puedo estar personalmente en todas partes. Como dijo en una ocasión un sabio consejero han: podéis conquistar a lomos de caballo, pero para gobernar debéis bajar del caballo. Dependo, pues, en gran medida de los informes que me llegan de lejos, y a menudo éstos contienen todo excepto lo necesario.
—Como aquellos espías —intervino Chingkim—. Enviémoslos a las cocinas para que nos informen sobre la sopa de la cena de hoy y nos explicarán su cantidad, densidad, ingredientes, coloración, aroma y el volumen de vapor que suelta. Lo sabremos todo, excepto si tiene buen sabor o no.
Kubilai asintió.
—Lo que me sorprendió en el banquete, Marco, y mi hijo está de acuerdo conmigo, es que tú tienes un talento especial para discernir el gusto de las cosas. Después de que aquellos espías hablaran interminablemente, tú sólo dijiste cuatro palabras. Desde luego no fueron muy diplomáticas, pero me permitieron saber el gusto de la sopa que se está cocinando en Xinjiang. Me gustaría verificar este aparente talento tuyo para utilizarlo en el futuro.
—¿Queréis que sea un espía, excelencia? —le pregunté.
—No. Un espía debe fundirse con el elemento local, y un ferenghi no podría hacer casi nada en mis dominios. Además nunca pediría a una persona decente que asumiera el oficio de entrometido y chismoso. No; pienso en otras misiones. Pero para encargarte de ellas debes aprender muchas cosas, aparte de dominar el idioma. No serán cosas fáciles. Exigirán mucho tiempo y esfuerzo.
Me estaba mirando penetrantemente, como queriendo averiguar si la perspectiva de trabajar duro me asustaba, o sea que me animé a contestarle:
—El gran kan me hace ya un gran honor encargándome un difícil trabajo. El honor es mucho mayor, excelencia, si este trabajo difícil va a prepararme para una tarea importante.
—No aceptes mi propuesta demasiado rápidamente. Tengo entendido que tus tíos están preparando algunas empresas comerciales. El trabajo con ellos sería fácil y provechoso, y probablemente más seguro y tranquilo que el que yo pueda encargarte. Por lo tanto te autorizo a continuar asociado con tus tíos, si así lo prefieres.
—Gracias, excelencia. Pero si hubiese dado importancia únicamente a la seguridad y a la tranquilidad no me habría ido de casa.
—Ah, sí. El adagio tiene razón: quien desee subir a las alturas debe dejar muchas cosas tras él.
—También se dice: para un hombre de valor no hay muros en ninguna parte, sólo avenidas —añadió Chingkim.
Decidí en mi fuero interno que preguntaría luego a mi padre si se había empapado aquí, en Kitai, de los proverbios que manaban continuamente de su boca.
—Tengo que decirte lo siguiente, joven Polo —continuó Kubilai—. No voy a pedirte que estudies y descubras cómo funciona este aparato de terremotos, y la tarea ya sería muy difícil; te voy a pedir algo aún más difícil. Quiero que en la medida de tus posibilidades te enteres de cómo funcionan mi corte y mi gobierno, que son infinitamente más intrincados que el interior de esta urna misteriosa.
—Estoy a vuestras órdenes, excelencia.
—Ven aquí.
Me condujo hasta una ventana. Igual que las de mis habitaciones, no era de cristal transparente sino del trémulo y translúcido cristal de Moscovia, montado en un marco emplomado. Corrió el pestillo, la abrió y dijo:
—Mira allí.
Veíamos desde arriba una considerable extensión de los terrenos del palacio que yo no había visitado aún, porque esta parte se encontraba en construcción y era únicamente una superficie de tierra amarilla con grandes montones de piedras para las paredes, de losas para los pavimentos, carretillas, herramientas, equipos de esclavos sudorosos y…
—Amoredèi! —exclamé—. ¿Qué son estos gigantescos animales? ¿Por qué les han crecido cuernos de modo tan raro?
—Estúpido ferenghi, no son cuernos, son los colmillos de donde se saca el marfil. Éste animal se llama gajah en los trópicos meridionales de donde procede. No hay palabra mongol para él.
Chingkim apuntó la palabra farsi «fil», y la entendí.
—¡Elefantes! —murmuré admirado—. ¡Claro! Vi un dibujo en una ocasión, pero sin duda no era muy fiel.
—Dejemos a los gajah —dijo Kubilai—. ¿Ves lo que están amontonando allí?
—Parece una gran montaña de bloques de kara, excelencia.
—Lo es. El arquitecto de la corte me está construyendo allí un gran parque y le he pedido que ponga una colina en su centro. Le he ordenado también que plante mucha hierba encima. ¿Has visto la hierba de mis otros patios?
—Sí, excelencia.
—No notaste nada extraño en ella.
—Temo que no, excelencia. Parecía la misma hierba que hemos visto en nuestro viaje durante innumerables miles de lis.
—Eso es lo extraño: no se trata de una planta decorativa de jardín. Es la hierba sencilla, normal, suave, de las grandes llanuras donde nací y me crié.
—Lo siento, excelencia, pero si tengo que sacar alguna lección de esto…
—Mi primo, el ilkan Kaidu, te dijo que yo había degenerado y que ya no era mongol. En cierto modo tenía razón.
—¡Excelencia!
—En cierto modo. Bajé de mi caballo para gobernar estos dominios. Al hacerlo encontré muchas cosas admirables del culto pueblo han, y las he adoptado. Intento ser más educado que basto, más diplomático que exigente, más un emperador consagrado que un guerrero invasor. En todos estos apartados he cambiado y ya no soy un mongol como Kaidu. Pero no olvido ni repudio mis orígenes, mis días guerreros, mi sangre mongol. Ésta colina lo dice todo.
—Lo siento, excelencia —le dije—. Éste ejemplo escapa todavía a mi comprensión.
Kubilai se dirigió a su hijo.
—Explícaselo, Chingkim.
—Piensa en esto, Marco. La colina será un parque de placer, con terrazas, paseos, cascadas entre sauces y bellos pabellones situados ingeniosamente en puntos de interés. El conjunto constituirá un adorno del palacio. En ese sentido es muy han, y refleja nuestra admiración por ese arte. Pero será algo más. El arquitecto podía haber construido la colina con la tierra amarilla del lugar, pero mi real padre ordenó que fuera de kara. Probablemente esta roca combustible no se necesitará nunca, pero si alguna vez este palacio es asediado, tendremos una provisión ilimitada de combustible. Pensar esto es propio de un guerrero. Y toda la colina, y el espacio alrededor de las construcciones, los ríos y los parterres de flores estarán sembrados con hierba de las llanuras. Será un recordatorio vivo de nuestro patrimonio mongol.
—¡Ah! —dije—. Ahora lo entiendo todo.
—Los han tienen un proverbio conciso —dijo Kubilai—. Bai wen buru yi jian. Oír contar algo cien veces no es tan bueno como verlo una sola vez. Tú has visto. Pasemos ahora a otro aspecto del arte de gobernar.
Volvimos a nuestros asientos. La doncella, respondiendo a alguna orden inaudible, se deslizó hasta nosotros y llenó otra vez nuestras copas.
El gran kan tomó de nuevo la palabra:
—Hay ocasiones en las que también yo, como tú, Marco Polo, puedo sentir el gusto de las actitudes de los demás. Has expresado tu deseo de unirte a mi séquito, pero creo que todavía puedo notar en ti un persistente rastro de desaprobación.
—¿Excelencia? —dije, sobresaltado por su franqueza—. ¿Quién soy yo, excelencia, para desaprobar lo que hace el kan de todos los kanes? Incluso mi aprobación sería un acto presuntuoso.
Kubilai continuó:
—Me informaron de tu visita a la caverna del acariciador. —Debí de mirar involuntariamente a mi lado, porque agregó—: Sé que Chingkim estaba contigo, pero no fue él quien me informó. Tengo entendido que te consternó el trato que di a los dos hombres de Kaidu.
—Podía haber esperado, excelencia, que su trato fuese algo menos extremo.
—No se puede domar a un lobo arrancándole un diente.
—Habían sido compañeros míos, excelencia, y no hicieron nada lupino durante el viaje.
—Al llegar aquí fueron albergados acogedoramente con mis propios guardias de palacio. Un soldado mongol no es muy parlanchín, pero ellos dos hicieron muchas y muy penetrantes preguntas a sus compañeros de cuartel. Mis hombres les contestaron evasivamente, para que al volver a su lugar de origen no se llevaran mucha información. Tú sabías que yo había enviado espías a las tierras de Kaidu. ¿Le crees a él incapaz de hacer lo mismo?
—No lo sabía… —contesté sorprendido—. No imaginaba que…
—Como monarca de un imperio muy extenso, tengo que gobernar sobre una gran diversidad de pueblos, y me conviene recordar sus peculiaridades. Los han son pacientes y tortuosos, los persas son leones acostados, todos los demás musulmanes son ovejas rabiosas, los armenios son fanfarrones rastreros, etcétera. Quizá no los trate siempre como debería. Pero a los mongoles los entiendo muy bien. Debo gobernar sobre ellos con mano de hierro, porque al hacerlo gobierno sobre un pueblo de hierro.
—Sí, excelencia —dije débilmente.
—¿Tienes objeciones sobre el trato dado a otras personas?
—Bueno —dije, porque al parecer ya estaba enterado—. Aquél día en el Cheng, pensé que despedisteis de modo algo brusco a aquellos campesinos de Henan muertos de hambre.
Él me contestó con idéntica brusquedad:
—Yo no ayudo a quienes tienen problemas y lloriquean pidiendo ayuda. Prefiero recompensar a quienes sobreviven a las dificultades. No vale la pena mantener con vida a una persona si es obligado hacerlo. Cuando sobre un pueblo se abate una calamidad repentina o le asedia largo tiempo la desgracia, sobrevivirán los mejores y más valiosos. El resto puede desaparecer.
—¿Pero estaban pidiendo un favor, excelencia, o sólo una oportunidad justa?
—De acuerdo con mi experiencia, cuando un lechón enano chilla pidiendo una oportunidad justa de alcanzar la teta, en realidad aspira a una ventaja inicial. Piensa en esto.
Lo pensé. Mis pensamientos me llevaron al pasado, a un pasado lejano, cuando yo era un niño y trataba de ayudar a los niños de las barcas. En mi memoria apareció la cara pálida y bella de la pequeña Doris.
—Excelencia —dije—, cuando habláis de hombres y mujeres irreflexivos y quejumbrosos nadie puede estar en desacuerdo con vos. Pero ¿y los niños hambrientos?
—Si son hijos de los prescindibles, también son prescindibles. Date cuenta de esto, Marco Polo. Los niños son el recurso del mundo que puede renovarse de modo más fácil y barato. Corta un árbol para aprovechar su madera; se necesita casi una vida entera para sustituirlo. Saca kara del suelo para quemarla y desaparecerá para siempre. Pero si se pierde un niño en una época de hambre o en una inundación, ¿qué se necesita para sustituirlo? Un hombre, una mujer y menos de un año de plazo. Si el hombre y la mujer son personas fuertes y capaces que desafiaron el desastre, es probable que el niño de recambio sea mejor. ¿Has matado alguna vez a un hombre, Marco Polo?
Parpadeé y dije:
—Sí, excelencia, lo hice.
—Bien. Un hombre se merece más el espacio que ocupa sobre esta tierra si ha desalojado este espacio para ocuparlo él. Sólo hay una cantidad dada de espacio en esta tierra, sólo una cantidad dada de caza para comer, de hierba para pastar, de kara para quemar y de madera para construir casas. Antes de que los mongoles conquistaran Kitai había cien millones de personas viviendo aquí, entre los han y sus razas afines. Ahora sólo queda la mitad, según mis consejeros han. Ellos están ansiosos de que su pueblo se multiplique de nuevo y dicen que si aflojo algunas limitaciones que impuse, la población volverá pronto a ser lo que era. Me aseguran que un solo mou de tierra es suficiente para alimentar y mantener a una familia han entera. A lo que yo replico: ¿no estaría mejor alimentada esta familia si dispusiera de dos mou de tierra? ¿O de tres o de cinco? La familia estaría mejor alimentada, sería más sana, probablemente más feliz. Lo triste es que los cincuenta millones de han, más o menos, que perecieron en los años de la conquista eran los mejores: los soldados, los jóvenes, fuertes y vitales. ¿Debo permitir ahora que sean sustituidos por un procedimiento indiscriminado de freza? No, no lo permitiré. Creo que los anteriores gobernantes de este pueblo sólo tenían interés en contar cabezas y se enorgullecían de gobernar a multitudes pululantes. Yo preferiría enorgullecerme de gobernar un populacho de calidad, no de cantidad.
—Muchos otros gobernantes os lo envidiarían, excelencia —murmuré.
—En cuanto a la manera de gobernarlos, tengo que decirte lo siguiente: me diferencio también de Kaidu en que puedo reconocer algunas limitaciones en nosotros, los mongoles, y algunas superioridades en otras nacionalidades. Los mongoles somos excelentes en la acción, en la ambición, en soñar delirios de sangre y en ejecutar planes grandiosos… y desde luego en las cuestiones militares. O sea que la mayoría de ministros de la administración general son mongoles. Pero los han conocen mejor su país y a sus compatriotas, y por ello he reclutado a muchos han para los ministerios que se ocupan de la administración interior de Kitai. Los han son también increíblemente aptos en cuestiones matemáticas.
—Como la regulación de las treinta posturas sexuales —dijo Chingkim, con una carcajada.
—Sin embargo —continuó Kubilai—, los han me engañarían, como es natural, si los pusiera al frente de las finanzas. O sea que para estos cargos tengo a árabes y a persas musulmanes, que en cuestión de finanzas son casi tan buenos como los han. He permitido que los musulmanes establezcan lo que ellos llaman un ortaq, es decir, una red de agentes musulmanes dispersos por todo Kitai que supervisan los intercambios y el comercio. Saben explotar muy bien los recursos materiales de esta tierra y los talentos de sus habitantes. Es decir, que dejo a los musulmanes que expriman al país y yo me reservo una parte concreta de los beneficios del ortaq. Esto me resulta mucho más fácil que imponer una multitud de impuestos separados sobre productos y transacciones distintas. Vaj! Bastante me cuesta cobrar las tasas simples sobre la tierra y la propiedad que los han deben pagarme.
—¿No se irritan los nativos por estar bajo la supervisión de extranjeros? —le pregunté.
—Siempre han tenido extranjeros mandándolos, Marco —dijo Chingkim—. Los emperadores han inventaron hace mucho tiempo un sistema admirable. A cada magistrado y a cada recaudador de impuestos, a cada funcionario provincial de cualquier tipo, se le enviaba a servir a un lugar distinto del de su nacimiento, para que no pudiese favorecer a sus parientes en sus deberes, tratos y exacciones. Además sólo se le permitía servir tres años en un cargo y después se le trasladaba a otro lugar. Así no tenía tiempo de hacer amigos, favoritos y compañeros de juerga a quienes favorecer. O sea que en todas las provincias, ciudades o pueblos, los nativos han estado gobernados siempre por forasteros. Probablemente encuentran a nuestros privados musulmanes sólo algo más forasteros de la cuenta.
Yo dije:
—Aparte de árabes y persas, he visto por el palacio a hombres de otras nacionalidades.
—Sí —dijo el gran kan—. Para los cargos menores de la corte, como maestro de vinos, maestro de fuegos, orfebre, etcétera, nombro simplemente a las personas que cumplen estas funciones con mayor capacidad tanto si son han como musulmanes, ferenghi, judíos o lo que sea.
—Todo esto suena muy razonable y eficiente, excelencia.
—Tú debes comprobar si lo es o no. Para ello explorarás las habitaciones, salas y despachos contables desde las cuales se administra el kanato. He ordenado a Chingkim que te presente a todos los funcionarios y cortesanos de cualquier rango, y él les dirá que te hablen con plena libertad sobre sus cargos y deberes. Se te pagará un estipendio generoso, y fijaré cada semana una hora para que vengas a informarme. De este modo podré juzgar si aprendes bien, y sobre todo si empiezas a percibir el sabor de las cosas.
—Lo haré lo mejor que pueda, excelencia —dije, y Chingkim y yo hicimos un ligero koutou y salimos de la habitación.
Yo había tomado ya la decisión de asombrar al gran kan en mi primer informe, después de mi primera semana de empleo, y así fue. Cuando me presenté ante él por segunda vez, aproximadamente al cabo de una semana, le dije:
—Os voy a enseñar, excelencia, cómo funciona un aparato de terremotos. Ved, ahí dentro, colgando del cuello de la urna, hay un pesado péndulo. Está delicadamente suspendido, pero no se mueve por mucho que uno salte o de golpes en esta habitación. Sólo si tiembla la urna entera, es decir, sólo si el enorme peso de este palacio se pone en movimiento, su temblor pondrá aparentemente en movimiento el péndulo. En realidad, el péndulo cuelga seguro y tranquilo, y su ligero desplazamiento aparente es debido al imperceptible temblor de su contenedor. De este modo cuando un terremoto lejano envía un temblor, por ligero que sea, a través de la tierra, del palacio, del suelo de la sala y de la urna, este temblor aplica la presión del péndulo contra una de las delicadas conexiones que aquí veis, ocho en total, y a continuación se abre la mandíbula con goznes de uno de los dragones y el dragón suelta la perla.
—Entiendo. Sí. Muy ingenioso el orfebre real. Y tú también, Marco Polo. Comprendiste que el altivo gran kan no se rebajaría nunca a confesar su ignorancia a un simple orfebre ni a pedirle una explicación. Y tú lo hiciste en mi lugar. Tu percepción del gusto continúa siendo muy buena.
Pero estas palabras complacientes llegaron después. El día que Chingkim y yo salimos de la presencia de su real padre, el príncipe me preguntó alegremente:
—Bueno: ¿qué cortesano alto o bajo os interesaría interrogar primero? —Y cuando solicité audiencia con el orfebre de la corte, dijo—: Curiosa elección. Pero, muy bien: este caballero está a menudo en su ruidosa fragua, un lugar no muy adecuado para conversar. Daré orden de que nos espere en su taller estudio, más tranquilo. Os llamaré dentro de una hora.
Fui, pues, a la estancia de mi padre, para contarle mi nueva situación. Le encontré sentado y abanicado por una de sus sirvientas. Señaló una habitación interior y dijo:
—Tu tío Mafio está allí, encerrado con unos médicos han que conocimos en nuestra anterior estancia. Están examinando su estado físico.
Me senté para compartir el aire del abanico, y le conté todo lo que había hablado en mi conversación con el kan Kubilai. Le pregunté si tenía su permiso paterno para ser de momento cortesano en lugar de comerciante.
—Desde luego —me dijo efusivamente—. Y te felicito por haber ganado la estima del gran kan. Tu nueva situación en lugar de privarnos a mí y a tu tío de tu participación activa, redundará en beneficio nuestro. Es una ilustración muy al caso del viejo proverbio: chi fa per se fa per tre.
—¿Hacer por mí y hacer por los tres? —repetí—. ¿O sea que tú y tío Mafio tenéis pensado quedaros en Kitai?
—Pues sí. Somos comerciantes viajeros, pero hemos viajado bastante, ahora tenemos ganas de empezar a comerciar. Hemos solicitado ya al ministro de finanzas, Achmad, las necesarias licencias y franquicias para tratar con el ortaq de los musulmanes. En esta y en otras cuestiones Mafio y yo podemos beneficiarnos de tu presencia en la corte. Supongo, Marco, que no imaginaste que recorreríamos todo este camino para dar luego media vuelta.
—Pensaba que vuestro principal interés era volver a Venecia con los mapas de la Ruta de la Seda y dedicaros a estimular el comercio general entre oriente y occidente.
—Sí, bueno. Sin embargo creemos que la Compagnia Polo debería explotar primero las ventajas de la Ruta de la Seda antes de abrirla a la competencia. Además debemos dar buen ejemplo, y encender el entusiasmo en Occidente. Por lo tanto nos quedaremos aquí, ganaremos una fortuna estimable, y la enviaremos a casa a medida que se acumule. Con estas riquezas, tu marègna Fiordelisa puede deslumbrar a los comerciantes de espíritu hogareño y estimular su apetito. Luego cuando lleguemos finalmente a casa ofreceremos libremente nuestros mapas y nuestra experiencia y consejo a todos los confratelli de Venecia y Constantinopla.
—Un buen plan, padre. Pero quizá tardaremos mucho tiempo en acumular una fortuna a partir de unos inicios muy pobres. Tú y tío Mafio no tenéis ningún capital comercial aparte de nuestras bolsas de almizcle y del azafrán que nos quede.
—El más afortunado de todos los mercaderes en las leyendas venecianas, el judío Nascimbene, empezó sin más recursos que un gato que recogió de la calle. La fábula cuenta que aterrizó en un reino infestado de ratones y fundó su fortuna alquilando su gato.
—Quizá en Kitai haya muchos ratones, padre, pero también hay muchos gatos. Y creo que una fracción importante de los gatos está constituida por los musulmanes del ortaq. Por lo que parece son gente muy voraz.
—Gracias, Marco. Como dice el refrán, un hombre avisado ya va armado. Pero nosotros no empezamos tan abajo como Nascimbene. Además de nuestro almizcle, Mafio y yo disponemos de la inversión que dejamos en depósito aquí durante nuestra anterior visita.
—¿Sí? No lo sabía.
—La dejamos literalmente depositada: plantada en el suelo. Has de saber que en aquel viaje también trajimos bulbos de azafrán. Kubilai nos concedió amablemente una extensión de tierra cultivable en la provincia de Hebei, donde el clima es benigno, y un cierto número de esclavos y capataces han a quienes enseñamos los métodos de cultivo. Según los informes ahora tenemos una plantación de azafrán muy extensa y existe ya una buena cantidad de azafrán prensada en forma de pastillas o secada en forma de polvo. Éste artículo es todavía una novedad en todo Oriente, y nosotros tenemos su monopolio, o sea que…
—He sido muy ingenuo al preocuparme por vuestras perspectivas —dije con admiración—. Que Dios ayude a los gatos musulmanes si se aventuran a atacar a los ratones venecianos.
Mi padre sonrió y soltó otro proverbio:
—Es mejor ser envidiado que consolado.
—Bruto scherzo! —se oyó en forma de bramido desde la habitación interior, y nuestro coloquio se interrumpió.
Oímos varias voces potentes, entre ellas descollando las de tío Mafio y otros ruidos, de los que parecía deducirse que alguien tiraba muebles y objetos y los aplastaba mientras continuaban llegando las maldiciones que mi tío profería a gritos en veneciano, farsi, mongol y quizá otros idiomas.
—Scarabazze! Badbu qassab! Karakurt!
Tres ancianos caballeros han salieron corriendo por las cortinas de la habitación de la Puerta del Jarrón, como si alguien los persiguiera. Sin dirigirnos la menor salutación a mí ni a mi padre continuaron su rápido avance por la habitación, corriendo para salvar su precioso pellejo, y salieron de la estancia. Tras su veloz desaparición, tío Mafio se abrió paso entre las cortinas vomitando todavía escandalosas blasfemias. Sus ojos llameaban, su barba estaba erizada y tenía la ropa en el estado en que la habían dejado los médicos cuando le examinaban.
—¡Mafio! —exclamó mi padre alarmado—. ¿Qué diablos ha sucedido?
Mi tío, amenazando con el puño a los doctores fugitivos y alternado este movimiento con el gesto vulgar de la linga, continuó bramando epítetos descriptivos y sugestivos:
—Fottuti! Pedarat namard! Che vegna la giandussa! Kalmuk, vaj!
Mi padre y yo cogimos a mi tío y con suavidad lo sentamos, diciéndole:
—¡Mafio! ¡Tío! Ste tranquilo! Por Dios, ¿qué ha sucedido?
Él nos contestó con un ladrido:
—¡No tengo ganas de contarlo!
—¿No quieres hablar? —preguntó mi padre suavemente—. Los ecos que has despertado llegan hasta Skandu.
—Merda! —gruñó mi tío y empezó a ponerse bien la ropa sin abrir la boca.
—Voy a buscar a los doctores y se lo preguntaré —le dije.
—No te preocupes —gruñó tío Mafio—. Será mejor que os lo cuente. —Así lo hizo, y salpicó sus explicaciones con exclamaciones—: ¿Recordáis la enfermedad que pillé? Dona Lugia!
—Claro —dijo mi padre—. Pero creo que se llamaba kala-azar.
—¿Y recordáis la prescripción de estibio del hakim Mimdad que debía salvarme la vida a costa de mis pelotas? Y que yo seguí, ¡sangue de Bacco!
—Desde luego —dijo otra vez mi padre—. ¿Qué sucede, Mafio? ¿Han descubierto los médicos que estás empeorando?
—¿Empeorando, Nico? ¿Qué cosa peor podría sucederme? ¡No! Los malditos scataroni acaban de informarme, con palabras melosas, que no tenía ninguna necesidad de tomar el maldito estibio. ¡Me han dicho que podía haberme curado el kala-azar simplemente comiendo moho!
—¿Moho?
—Bueno, una especie de moho verde que crece en cubos vacíos y viejos de mijo. Éste tratamiento me habría devuelto la salud, dicen ellos, sin desagradables efectos secundarios. ¡No era preciso que se encogieran mis pendenti! ¿No es divertido enterarse de esto ahora? Porco Dio!
—No, no es muy agradable enterarse ahora.
—¿Cómo se les ha ocurrido contármelo ahora, los malditos scataroni? Cuando ya es demasiado tarde. Mona Merda.
—No actuaron con mucho tacto.
—Los malditos saputéli sólo querían informarme de que son superiores al charlatán de la selva que me castró. ¡Aborto de natura!
—Hay un viejo refrán, Mafio. Éste mundo es como un par de zapatos que…
—Bruto barabào! ¡Cállate, Nico!
Mi padre se retiró con rostro afligido a la otra habitación. Le oí recoger y ordenar cosas allí dentro. Tío Mafio permaneció sentado hirviendo y silbando como una olla a fuego lento. Pero finalmente levantó la mirada, me vio y dijo con más calma:
—Lo siento, Marco: he perdido los estribos. Ya sé que en otra ocasión dije que aceptaba con resignación mi estado. Pero ahora me entero de que este estado era innecesario… —Apretó los dientes—. Que me cuelguen si sé lo que es peor: convertirse en un eunuco o enterarse de que era innecesario acabar así.
—Bueno, yo…
—Si me recitas un refrán, te parto la cara.
Me quedé un rato en silencio, pensando la mejor manera de expresarle mi simpatía y al mismo tiempo de sugerirle que su pérdida de facultades quizá no era totalmente deplorable. Aquí, los viriles mongoles no aceptarían con tanta tolerancia sus anteriores tendencias perversas como se aceptaban por ejemplo en los países musulmanes. Si continuaba deseando acariciar a algún hombre o niño, podía suceder muy bien que acabara acariciado por el acariciador. Pero ¿cómo podía decirle esto? Me preparé para esquivar un golpe de su puño todavía apretado, carraspeé y lo intenté:
—Creo, tío Mafio, que cada vez que yo me he visto envuelto en una situación difícil o peligrosa, me ha guiado a ella mi candelòto. No por esto estaría dispuesto voluntariamente a renunciar al candelòto y a los placeres que generalmente me proporciona. Pero creo que si me privaran de él me sería más fácil comportarme como una buena persona.
—¿Crees esto, en serio? —dijo agriamente.
—Bueno, de todos los sacerdotes y monjes que he conocido los más admirables son los que se toman en serio su voto de celibato. Creo que esto se debe a que han encerrado sus sentidos a las distracciones de la carne y se han podido concentrar en la tarea de ser buenos.
—O merda o beretta rossa. ¿Lo crees, verdad, lo crees?
—Sí. Fíjate en san Agustín. En su juventud rezaba: «Señor, hacedme casto, pero todavía no». Sabía muy bien dónde acechaba el mal. O sea que lo fue todo menos un santo, hasta que finalmente renunció a las tentaciones de…
—Chiava el santo! —rugió tío Mafio, lo más terrible que había dicho hasta el momento.
Al cabo de un momento, que pasó sin abatirse sobre nosotros ningún rayo, dijo con una voz más suave, pero igualmente triste:
—Marco, voy a decirte lo que yo creo. Creo que tus creencias si no son puras hipocresías están totalmente anticuadas. No hay dificultad alguna en ser bueno. Todo hombre y mujer es tan malo como puede o se atreve a serlo. Las personas que tienen fama de buenas (y la tienen solamente porque no hacen el mal) son las menos capaces, las más cohibidas. Las personas menos capaces y más pusilánimes reciben el nombre de santas, y normalmente se dan ellas mismas este nombre. Proclamar: «¡Miradme, soy un santo escrupuloso, que ha renunciado a enfrentarse con hombres y mujeres más valientes!» es más fácil que admitir sinceramente: «Soy incapaz de imponerme en este mundo malvado y me da miedo incluso intentarlo». Recuerda esto, Marco, y sé valiente.
Estuve un rato intentando encontrar una respuesta adecuada que no sonara a simple beatería. Pero cuando vi que se había calmado y que sólo estaba murmurando entre dientes, me levanté y salí en silencio.
Pobre tío Mafio. Parecía que intentara demostrar, primero que su naturaleza anormal no era una enfermedad, sino una superioridad que un mundo mediocre no quería reconocer, y segundo que podía haber obligado al ciego mundo a reconocer esta superioridad si no se la hubiesen robado prematuramente. Bueno, he conocido a muchas personas que son incapaces de ocultar algún defecto o imperfección grande y que intentan hacer gala de él como si fuera una bendición. He visto a padres de niños deformes y tontos abandonar su nombre de fuentes y llamarlos «cristianos» con la patética pretensión de que el Señor los predestinó para el cielo y los creó deliberadamente incapaces de desenvolverse en la vida. Me pueden dar pena los lisiados, pero no creo que el hecho de bautizar un defecto con un nombre noble lo convierta en un adorno ni en un defecto noble.
Me fui a mis habitaciones y encontré al wang Chingkim esperándome ya, y los dos nos fuimos al lejano edificio de palacio que albergaba el estudio del orfebre de la corte.
—Marco Polo, el maestro Pierre Boucher —dijo Chingkim presentándonos, y el orfebre me sonrió cordialmente y me dijo:
—Bon jour, messere Paule.
No recuerdo qué le contesté porque estaba muy sorprendido. Aquél joven, no mayor que yo, era el primer ferenghi real que yo había visto desde que salí de casa; me refiero con esto a un franco auténtico, a un francés.
—En realidad nací en Karakoren, la antigua capital mongol —me dijo, hablando en una mezcla de mongol y de francés medio olvidado, mientras me enseñaba el taller—. Mis padres eran parisienses. Mi padre, Guillaume, era el orfebre de corte del rey Bela de Hungría, y, él y mi madre cayeron prisioneros de los mongoles cuando el ilkan Batu conquistó Buda, la ciudad de Bela. Nos llevaron cautivos al gran kan Kuyuk de Karakoren. Pero cuando el gran Kan reconoció el talento de mi padre, alors, le nombró maître Guillaume y le llevó a la corte, y él y mi madre vivieron felices en aquellas tierras el resto de sus vidas. Lo mismo he hecho yo, que nací aquí, durante el reino del gran kan Mangu.
—Si estás tan bien considerado, Pierre —le dije—, y eres un hombre libre, ¿no podrías renunciar a la corte y volver a Occidente?
—Ah, oui. Pero dudo que pudiese vivir allí tan bien como aquí, porque mi talento es algo inferior al de mi difunto padre. Soy bastante competente en las artes del trabajo del oro y de la plata y en la talla de gemas y la fabricación de joyas, mais voilà tout. Fue mi padre quien construyó la mayoría de los ingeniosos aparatos que pueden verse por el palacio. Cuando no fabrico joyas mi primera responsabilidad consiste en mantener en buen funcionamiento estos aparatos. Gracias a esto, el gran kan Kubilai, como su predecesor, me favorece con privilegios y dádivas espléndidas. Mi situación es confortable, estoy a punto de casarme con una estimable dama mongol de la corte, y estoy muy contento de quedarme aquí.
Pierre explicó a instancias mías el funcionamiento del aparato de terremotos de las habitaciones del gran kan, lo que, como he dicho, me permitió más tarde impresionar a Kubilai. Sin embargo se negó, con buen humor pero con firmeza, a satisfacer mi curiosidad sobre el árbol de las serpientes que servía bebidas en el comedor y sobre los pavos animados.
—Los inventó mi padre, como la urna de terremotos, pero son bastante más complejos. Perdonad mi obstinación, Marco, y príncipe Chingkim —hizo una pequeña reverencia francesa a cada uno de nosotros—, pero mantendré en secreto el funcionamiento de los aparatos de la sala de banquetes. Me gusta ser el orfebre de la corte, y hay muchos artesanos a quienes les gustaría ocupar mi lugar. Yo sólo soy un extranjero, vous savez, y debo guardar para mí las ventajas de que dispongo. Mientras queden unos cuantos aparatos que sólo yo sepa hacer funcionar, estoy a salvo de los usurpadores.
—Desde luego, maestro Boucher —dijo el príncipe tras sonreír comprensivamente.
Yo hice lo mismo y agregué:
—Hablando de la sala de banquetes, me sorprendió otro hecho. La sala estaba llena de gente, pero el aire no se enrarecía nunca, y se mantenía fresco. ¿Era esto obra de otro aparato tuyo, Pierre?
—No —dijo—. Es un sistema muy simple, inventado hace tiempo por los han, y actualmente a cargo del ingeniero de palacio.
—Vamos, Marco —dijo Chingkim—. Podemos hacerle una visita. Su taller está muy cerca.
Dijimos au revoir al orfebre de la corte, continuamos nuestro camino y a continuación fui presentado a un tal maestro Wei. Sólo hablaba han, por lo que Chingkim le repitió mi pregunta sobre la ventilación de la sala de banquetes, y me tradujo la explicación del ingeniero.
—Un sistema muy sencillo —dijo también—. Es un hecho bien conocido que el aire frío de debajo desplaza siempre el aire caliente de encima. Debajo de todos los edificios del palacio hay sótanos y pasillos que los conectan entre sí, y debajo de cada edificio hay un sótano destinado únicamente a depósito de hielo. Recibimos un suministro continuo de bloques de hielo que cortan y envuelven en paja los esclavos en las montañas perpetuamente frías del norte y que nos traen luego caravanas rápidas. En cualquier momento, abriendo juiciosamente determinadas puertas y pasillos puedo lograr que llegue a cualquier lugar el frescor de los depósitos de hielo o interrumpir la corriente de aire si así lo deseo.
Sin que yo se lo preguntara el maestro Wei pasó a hacer alarde de otros aparatos controlados por él.
—Mediante la acción de una noria diseñada por los han, parte del agua de los decorativos riachuelos de los jardines se desvía y se introduce forzada en depósitos situados bajo los puntos más altos de todos los tejados de los edificios del palacio. El agua puede dejarse caer desde cada depósito siguiendo mis instrucciones para que corra a través de tuberías por encima de las salas de hielo o de los hornos de las cocinas. Luego, una vez enfriada o calentada el agua, puedo distribuirla para crear un clima artificial.
—¿Un clima artificial? —pregunté asombrado.
—En todos los jardines hay pabellones donde pasan el rato señores y damas. Si el día es muy caliente y algún señor o dama desea el refresco de la lluvia, sin que la lluvia caiga, o si algún poeta desea simplemente meditar en un estado de melancolía, sólo tengo que girar una rueda. De los aleros del tejado del pabellón caerá suavemente una cortina de lluvia alrededor del espacio. También en los pabellones del jardín hay algunos asientos que parecen de piedra maciza, pero que están huecos. Haciendo pasar por ellos agua fría en verano o agua caliente en primavera u otoño, puedo conseguir que los asientos resulten más confortables para los augustos traseros que descansan sobre ellos. Cuando se haya construido la nueva colina de Kara, instalaré en los pabellones de aquel jardín aparatos más agradables. El agua de las tuberías accionará conexiones que pondrán en movimiento abanicos refrescantes, y burbujeará a través de flautas de jarrón tocando una música gorgojeante y suave.
Y así fue. Sé que así fue porque en años posteriores pasé muchas tardes de ensueño con Huisheng en aquellos pabellones, y le traduje la bella música en forma de toques suaves y de caricias dulces… Pero esto sucedió unos años después.
Hasta ahora sólo he mencionado unos pocos ejemplos de las novedades y maravillas que encontré en Kitai y en Kanbalik, dentro de los confines del palacio del gran kan, y quizá estos ejemplos sean insuficientes para ilustrar la gran diferencia existente entre Kitai y los demás lugares que yo había conocido. Conviene recordar que el kan Kubilai poseía un imperio que comprendía toda clase de pueblos, comunidades, terrenos y climas. Podía haber instalado su residencia en la antigua capital de los mongoles, Karakoren, situada muy al norte, o en la patria original de los mongoles, Sibir, mucho más al norte aún, o podía haber escogido un lugar en cualquier otra región del continente. Pero él, consideró que la más atrayente de todas sus tierras era Kitai, y lo mismo creo yo, y en realidad es así.
Yo había visto muchos países y ciudades exóticas en mi camino desde Acre a Kitai, pero sus diferencias se debían principalmente a lo que se veía en primer plano. Me refiero a que cuando yo entraba en una nueva ciudad mis ojos se posaban de modo natural en las cosas más próximas. Veía gentes de rostro y comportamiento extraños, que llevaban ropa extraña, y detrás suyo veía edificios de arquitectura poco familiar. Pero por el suelo siempre encontraba perros y gatos iguales a los de otros lugares, y por el aire aves carroñeras, palomas, golondrinas o milanos o lo que fuera, como en cualquier otra ciudad del mundo. Y alrededor de los barrios extremos de la ciudad se extendía una confusión de colinas, de montañas o de llanura. El campo y su vida salvaje podía a veces de entrada resultar sorprendente, como los poderosos riscos cubiertos de nieve del alto Pai-Mir, y la magnífica «oveja de Marco», pero después de mucho viajar uno encuentra repetición y familiaridad incluso en la mayoría de paisajes, y en su fauna y flora.
En cambio, en casi todas las regiones de Kitai no era el primer plano lo único que tenía interés para un observador, sino que también valía la pena lo que sucedía en el borde de su campo de visión, lo que podía captar con el rabillo del ojos los sonidos que le llegaban desde los límites auditivos y los olores que venían de todas partes. Paseando por las calles de Kanbalik podía fijar mis ojos en cualquier cosa, desde las líneas curvas y pendientes de los tejados hasta las variadas caras y ropas de los paseantes, y a pesar de ello tenía la sensación de que faltaban todavía muchas cosas interesantes por ver.
Si mi mirada descendía al nivel de la calle, veía gatos y perros, pero no hubiese podido confundirlos con los animales carroñeros de Suvediye, de Balj o de cualquier otro lugar. La mayoría de los gatos de Kitai eran pequeños y de bellos colores, con el pelaje pardo excepto en las orejas, las patas y la cola, más oscuras, o bien de color gris plateado con estas extremidades casi azul añil, y las colas de esos gatos extrañaban por su brevedad y formaban en la punta un bucle todavía más raro, como un gancho para colgarlos. Algunos de los perros que corrían por la calle parecían diminutos leones, de espesas melenas, con morros achatados y ojos saltones. Otra raza no se parecía a nada de lo que yo había visto en la tierra, o quizá se parecía a un tronco andante, suponiendo que esto exista. De hecho llamaban a este tipo de perro shupei, o sea «corteza suelta», porque su piel era tan voluminosa y grande que apenas se notaban los rasgos del perro, ni siquiera se notaba su forma; el animal no era más que un grotesco y pesado montón de arrugas.
Sin embargo había otra raza de perros que se utilizaba en algo que no sé si contar, porque probablemente nadie me creerá. Eran perros grandes, de rojizo y espeso pelaje, y se llamaban xianggou. Cada uno llevaba un arnés como un potrillo, y andaba con mucho cuidado y dignidad, porque su arnés tenía un mango alto con el cual el perro guiaba a un hombre o a una mujer. La persona que agarraba el mango era ciega: no era un mendigo, sino un hombre o una mujer que iba a sus cosas o al mercado o a pasear. Lo que digo es cierto: el xianggou, o «perro guía», se cría y se entrena para guiar a un amo ciego por su propia casa, sin tropezar ni chocar, y para guiarlo con la misma confianza por calles llenas de gente y entre el incesante tráfico de carros.
Además de los espectáculos, había los sonidos y olores, que a veces procedían del mismo lugar. En cada esquina había una parada o un carro que vendía comida caliente para los que trabajaban fuera de casa o para los transeúntes ocupados que tienen que comer en la calle. El aroma del pescado o de los trozos de carne friéndose llegaba a la nariz acompañado simultáneamente del crepitar del fogón. O se percibía el ligero olor a ajo del mian cociéndose, acompañado por el chasquido de las lenguas y el ruido de la pasta al pasar del cuenco a la boca acompañada por las tenacillas ágiles. Kanbalik es la ciudad propia del kan y está patrullada continuamente por basureros con escobas y cubos. O sea que en general no se notaban olores ofensivos como los de excrementos humanos, y era más limpia que otras ciudades de Kitai e infinitamente más limpia que cualquiera otra ciudad de Oriente. El olor fundamental de Kanbalik era un aroma mixto de especias y aceite de freír. Éste olor cuando yo pasaba por diferentes tiendas y tenderetes de mercado se combinaba con los diversos aromas del jazmín, el cha, el humo de los braseros, el sándalo, los frutos, el incienso y en ocasiones la fragancia del abanico perfumado de una dama que pasaba por mi lado.
La mayoría de los ruidos de la calle se producían incesantemente, de día y de noche: la charla, el chapurreo y el sonsonete de la gente que hablaba continuamente en la calle, el retumbo y martilleo de las ruedas de carro y de carreta, acompañado casi siempre por la tintineante música de las campanillas que muchos carreteros colgaban de los radios de sus ruedas para que se deslizaran por ellas, el golpeteo de los cascos de los caballos y de los yak, el sonido más ligero de los cascos de los asnos, los amortiguados golpes de las anchas y acolchadas patas de los camellos, el crujido de las sandalias de paja de los porteadores que pasaban siempre en carrera precipitada. Ésta continua combinación de ruidos estaba puntuada frecuentemente por el gemido de un vendedor de pescado, o el aullido de un vendedor de fruta, o el tuoc-tuoc de un vendedor de volatería que golpeaba su pato hueco de madera, o el bum-bum-bum que reverberaba por todas las paredes procedente de una de las torres de tambor de la ciudad que daba la alarma anunciando algún lejano incendio. Sólo de vez en cuando disminuían los ruidos de la calle y se convertían en un respetuoso silencio: cuando pasaba al trote una tropa de guardias de palacio. Uno de sus componentes tocaba una fanfarria golpeando una especie de lira formada por varillas de bronce, y los demás balanceando sus barras abrían paso al noble señor que los seguía a caballo o dentro de un palanquín.
A veces podía oírse por encima del ruido callejero, literalmente encima suyo, un melodioso y lejano sonido de flauta. Cuando lo oí por primera vez me sorprendió. Pero luego descubrí que por lo menos un representante de cada bandada de palomas comunes de la ciudad llevaba atado un pequeño pito que silbaba cuando el ave volaba. Además entre las palomas más corrientes había un tipo de abundante plumaje que yo no había visto en ninguna parte. En pleno vuelo se detenía de repente en el aire y como si fuera un funambulista sin cuerda se lanzaba cabeza abajo, trazaba alegremente una perfecta voltereta en el aire, y luego continuaba volando tan tranquilamente como si no hubiese hecho nada maravilloso.
Y si levantaba mis ojos más arriba, por encima de los tejados de la ciudad, podía ver en cualquier día ventoso de otoño bandadas de fengzheng volando. No eran pájaros, aunque algunos tenían forma de ave y estaban pintados con sus colores; otros parecían inmensas mariposas o pequeños dragones. Los fengzheng eran construcciones de palitos ligeros y papel muy delgado a las que se ataba un cordel enrollado en un carrete. Una persona corría con el fengzheng y dejaba que la brisa lo elevara, y luego mediante sutiles tirones de la Punta del cordel que tenía en su mano, podía conseguir que subiera, volara, se detuviera u ondulara en el aire. (Yo nunca pude dominar este arte). La altura de su ascensión estaba limitada únicamente por la cantidad de cordel en el carrete y a veces subían tanto que se perdían casi de vista. La gente disfrutaba enzarzándose en batallas de fengzheng. Pegaban a sus cordeles un polvo abrasivo de porcelana o cristal de Moscovia triturados y luego ponían a volar su fengzheng y lo guiaban procurando con su cordel serrar y cortar el de un fengzheng adversario para que éste cayera del cielo dando tumbos. Los conductores y otros espectadores apostaban fuerte sobre el resultado de la batalla. Pero las mujeres y los niños preferían echar a volar sus fengzheng únicamente para pasarlo bien.
De noche no tenía que hacer ningún esfuerzo especial para observar las cosas peculiares que tenían lugar en el cielo de Kitai, pues volente o nolente, siempre alzaba la cabeza de golpe al oír los ruidos que producían. Me refiero a los violentos bums y bangs y a los chisporroteos de los relámpagos y truenos artificiales de los llamados árboles de fuego y flores chispeantes. Como en tantos países orientales, también parecía en Kitai que cada día estuviera marcado por alguna fiesta popular o aniversario de celebración obligada. Pero sólo en Kitai continuaban las festividades por la noche, porque así tenían excusa para enviar volando cielo arriba estos curiosos fuegos que estallaban en el aire produciendo fuegos más brillantes disolviéndose luego en corpúsculos de fuego multicolor que descendían hasta el suelo. Yo contemplaba estas demostraciones con admiración y temor, que no disminuyeron cuando más tarde descubrí el mecanismo y origen de estas maravillas.
Fuera de las ciudades el variado paisaje de Kitai también difería del de otros países. Ya he descrito unos cuantos terrenos peculiares de Kitai, y voy a hablar de otros cuando llegue su momento. Pero ahora debo decir lo siguiente. Mientras vivía en Kanbalik, cuando deseaba pasar un día en el campo podía encargar un caballo de los establos del palacio y con una cabalgada de una mañana podía ir a contemplar algo imposible de ver en ningún otro paisaje de la tierra. Quizá era una reliquia de absoluta inutilidad y vanagloria, pero la Gran Muralla, esa monstruosa serpiente petrificada en el acto de serpentear de horizonte a horizonte, era a pesar de todo un espectáculo fantástico de ver.
No quiero dar a entender que todo lo que había en Kitai o en la capital del kan era bello, fácil, rico y agradable. Eso no me hubiese gustado porque una belleza sin respiro puede ser tan cansada como el magnífico pero monótono paisaje del Pai-Mir. Kubilai, por ejemplo, podía haber localizado su capital en una ciudad de clima más templado, pues en el sur había lugares que disfrutaban de una primavera perpetua, y aún más al sur había otros lugares tratados por el sol en un verano perpetuo. Pero cuando los visité descubrí que la gente que vivía en ellos era también blanda y aburrida. El clima de Kanbalik se parecía mucho al de Venecia: lluvias de primavera, nieves de invierno y en verano un calor a veces opresivo. Sus habitantes no tenían que enfrentarse con la mohosa humedad de Venecia, pero sus casas, ropas y muebles estaban invadidos por el polvo amarillo que el viento llevaba continuamente de los desiertos occidentales.
Kanbalik, como las estaciones y el tiempo, era una ciudad siempre cambiante, variada y vigorizadora, pero nunca empalagosa, porque además de estos esplendores y felices novedades que acabo de citar también tenía aspectos oscuros y no tan felices: debajo del magnífico palacio del kan se acurrucaban los calabozos del acariciador. Las lujosas prendas de los nobles y de los cortesanos a veces cubrían a hombres de mezquinas ambiciones y de designios viles. Incluso mis dos bellas doncellas mostraron algunos aspectos de su temperamento no tan hermosos. Y fuera del palacio, en las calles y mercados, no todos los componentes de la multitud eran mercaderes prósperos o compradores opulentos. También había personas pobres y desgraciadas. Recuerdo haber visto un tenderete del mercado que vendía carne a los pobres, y alguien me tradujo su cartel anunciador: «Gambas del bosque, ciervo de casa, anguilas de la maleza»… pero luego esta misma persona explicó que se trataba únicamente de designaciones de adorno de los han. Las carnes vendidas eran en realidad saltamontes, ratas y tripas de serpiente.
Durante muchos meses mis jornadas laborales consistieron en hablar y hacer preguntas respetuosas en orden sucesivo a los muchos ministros, señores, administradores, contables y cortesanos responsables del perfecto funcionamiento de todo el kanato mongol, de la tierra de Kitai, de la ciudad de Kanbalik y de la corte palaciega. Chingkim me presentó a la mayoría de ellos, pero él tenía su propio trabajo como wang de Kanbalik y nos dejaba para que el otro y yo o los demás personajes organizáramos nuestras reuniones como más nos conviniera. Algunos de aquellos hombres, incluyendo a señores de elevada posición, se mostraron muy acogedores con mis intereses y muy sinceros en las explicaciones de sus cargos. Otros, incluyendo a algunos simples mayordomos de palacio de rango ridículamente bajo, me consideraban como un entrometido espía y hablaban conmigo de mala gana. Pero todos tenían que recibirme, por orden expresa de su gran kan. O sea que no descuidé visitar a nadie y no permití que los interlocutores hostiles se desembarazaran de mí con entrevistas cortas o evasivas. Sin embargo debo admitir que encontré algunos trabajos más interesantes que otros, y por lo tanto pasé más tiempo con algunos que con otros.
Mi coloquio con el matemático de la corte fue especialmente breve. No he tenido nunca mucha cabeza para la aritmética, como podría atestiguar mi viejo maestro fra Varisto. El maestro Linan me recibió amistosamente, pues era el primer cortesano que yo había visto al llegar a Kanbalik, y además estaba orgulloso de sus deberes y ansioso por explicármelos, pero temo que mis mediocres respuestas frenaron bastante su entusiasmo. De hecho a lo más que llegamos fue a enseñarme un nanzhen, un instrumento de navegación marítima al estilo de Kitai.
—Ah, sí —le dije—. La aguja que señala el norte. Los capitanes de barco venecianos también las tienen. Se llaman bussola.
—Nosotros lo llamamos carruaje que va hacia el sur, y supongo que no puede compararse con vuestras toscas versiones occidentales. En Occidente todavía dependéis de un círculo dividido en sólo trescientos sesenta grados. Ésa es una burda aproximación a la verdad, introducida por algunos de vuestros primitivos antepasados que no sabían contar mejor los días del año. Nosotros los han hace tres mil años conocíamos ya la duración real del año solar. Observad que nuestro círculo está dividido según el valor exacto de trescientos sesenta y cinco grados y un cuarto.
Miré, y así era. Después de contemplar un rato el círculo me aventuré a decir:
—Es un cómputo perfecto, ciertamente. Es sin duda una división perfecta del círculo. Pero ¿para qué sirve?
—¿Que para qué sirve? —preguntó horrorizado.
—Nuestro anticuado círculo occidental por lo menos puede dividirse fácilmente en cuartos. ¿Cómo puede una persona utilizando vuestro círculo llegar a trazar un ángulo recto?
Linan, con su serenidad algo descompuesta, dijo:
—Marco Polo, honorable huésped, ¿no os dais cuenta del genio encarnado en este círculo? ¿Las observaciones pacientes y los refinados cálculos que contiene? ¿Y qué sublime superioridad demuestra sobre las chapuceras matemáticas de Occidente?
—Sí, lo confieso sin problemas. Yo me limitaba a señalar su carácter poco práctico. Creo que un agrimensor se volvería loco con este círculo. Echaría a perder todos nuestros mapas. Y un constructor no podría levantar nunca una casa con esquinas correctas y habitaciones cuadradas.
El matemático perdió totalmente la serenidad y replicó bruscamente:
—Vosotros, los occidentales, sólo os preocupáis de acumular conocimientos. No os interesa adquirir la sabiduría. ¡Yo os hablo de matemáticas puras y vos me habláis de carpinteros!
Yo le contesté humildemente:
—Soy un hombre ignorante en cuestión de filosofías, maestro Linan, pero he conocido a unos cuantos carpinteros, y si vieran este círculo de Kitai, se reirían.
—¿Se reirían? —gritó Linan con voz ahogada.
Aquélla persona normalmente tan juiciosa, distante y desapasionada, se dejó arrastrar a un nivel de indignación bastante interesante. Como yo tampoco carecía totalmente de prudencia me despedí de él y salí respetuosamente de sus aposentos. Bueno, aquélla fue una más de las experiencias que me hicieron dudar de la famosa inventiva de los han.
Pero en una entrevista algo parecida que sostuve en el observatorio palaciego de los astrónomos, conseguí defenderme mejor, con seguridad y aplomo. El observatorio era una terraza alta del palacio, sin tejado, atiborrada de inmensos y complejos instrumentos: esferas armilares, relojes de sol, astrolabios y alidadas, todo bellamente fabricado con mármol y bronce. El astrónomo de la corte, Yamal-ud-Din, era persa, porque según me dijo todos aquellos instrumentos se habían inventado y diseñado en remotas edades en su patria, y él era el más indicado para manejarlos. Era jefe de media docena de subastrónomos, y todos ellos eran han, porque según dijo el maestro Yamal los han habían anotado escrupulosamente sus observaciones astronómicas durante más tiempo que cualquier otro pueblo. Yamal-ud-Din y yo conversamos en farsi y él me tradujo los comentarios que hacían sus colegas.
Yo empecé admitiendo francamente:
—Señores míos, la única educación que he recibido en astronomía es el relato bíblico del profeta Josué, quien para prolongar la batalla un día más hizo que el sol se detuviera en su camino a través del cielo.
Yamal me miró extrañado, pero repitió mis palabras a los seis ancianos caballeros han. Me pareció que se excitaban mucho o que se desconcertaban mucho, pues hablaron entre sí y al final me preguntaron, cortésmente:
—¿Detuvo el sol, el tal Josué? Muy interesante. ¿Cuándo ocurrió eso?
—Oh, hace mucho tiempo —dije—. Cuando los israelitas luchaban contra los amorritas. Varios libros antes del nacimiento de Cristo y del inicio del calendario.
—Esto es realmente interesante —repitieron, después de mantener más consultas entre ellos—. Nuestro registro astronómico, el Shujing, se remonta a más de tres mil quinientos setenta años, y no menciona en absoluto este hecho. Cabría imaginar que un acontecimiento cósmico de esta categoría hubiese provocado algunos comentarios en el hombre de la calle, por no hablar de los astrónomos de la época. ¿Pensáis que el hecho se produjo antes de este período?
Era evidente que aquellos solemnes ancianos intentaban ocultar la consternación que sentían al verme poseedor de mayores conocimientos de astronomía histórica que ellos, por lo que cambié cortésmente de tema.
—Aunque carezco de educación formal en vuestra profesión, señores míos, tengo alguna curiosidad y he observado con frecuencia el cielo, concibiendo a partir de mis observaciones algunas teorías propias.
—¿De veras? —dijo el maestro Carnal, y después de consultar a los demás agregó—: Haced el honor de contárnoslas.
Entonces, con la debida modestia, pero sin rodeos ni equívocos, les conté una de las conclusiones a las que había llegado: que el Sol y la Luna están más cerca de la Tierra en sus órbitas por la mañana y por la tarde que en las demás horas.
—Es fácil de comprobar, señores —dije—. Basta con que observéis el Sol cuando se levanta y cuando se pone. O mejor aún, observad la salida de la luna llena, que se puede mirar sin que sufran los ojos. Cuando asciende del otro lado de la Tierra es inmensa. Pero a medida que va subiendo disminuye, hasta alcanzar en su cenit una fracción de su tamaño inicial. He observado este fenómeno muchas veces al contemplar la salida de la Luna detrás de la laguna de Venecia. Es evidente que ese cuerpo celestial se aleja de la Tierra a medida que avanza en su órbita. La única explicación alternativa de su disminución es que se encoge a medida que avanza, y esto no puede creerse por absurdo.
—Absurdo, ciertamente —murmuró Yamal-ud-Din.
El y los subastrónomos movieron gravemente la cabeza, al parecer muy impresionados y se oyeron algunos murmullos. Finalmente uno de los sabios decidió seguramente poner a prueba la extensión de mis conocimientos astronómicos, porque me hizo otra pregunta a través de Yamal:
—¿Qué opinión os merecen, Marco Polo, las manchas solares?
—Ah —dije satisfecho de poder contestar con prontitud—. Una desfiguración muy nociva. Desde luego, algo terrible.
—¿Esto creéis? Nosotros estamos divididos en relación al tema pues no sabemos si en el plan universal de las cosas estas manchas tienen un significado bueno o malo.
—Bueno, yo no lo llamaría precisamente malo. Pero feo sí, desde luego. Durante mucho tiempo pensé equivocadamente que todas las mujeres mongolas eran feas, hasta que vi las de palacio.
Los caballeros pusieron cara de perplejidad y me miraron parpadeando, y el maestro Yamal me preguntó algo confuso:
—¿Qué tiene esto que ver con el tema?
Yo respondí:
—Me di cuenta de que sólo las mongolas nómadas, que pasan toda su vida al aire libre, tienen la cara llena de manchas de sol y curtida como el cuero. Las damas de la corte, en cambio, más civilizadas, son…
—No, no, no —dijo Yamal-ud-Din—. Estamos hablando de manchas en el sol.
—¿Qué? ¿Manchas en el sol?
—Eso es. El polvo del desierto que sopla continuamente por estas regiones es una plaga, pero tiene por lo menos una propiedad útil. En ocasiones tapa el sol lo suficiente para poder mirarlo directamente. En distintas e independientes ocasiones y con la suficiente frecuencia para no poder dudar de lo visto, hemos descubierto que el sol aparece desfigurado, presentando manchas negras y motas en su rostro siempre tan luminoso.
Yo sonreí y dije:
—Entiendo —y me puse a reír como sin duda esperaban ellos—. Es un buen chiste. Muy ingenioso, maestro Yamal. Pero, con todos los respetos, creo que ni vos ni yo deberíamos reírnos de esos pobres han.
Puso una cara todavía más desconcertada y asombrada que antes y dijo:
—¿De qué estamos hablando ahora?
—Os estáis riendo de su vista. Manchas en el sol, ¡ya! Pobre gente, no es culpa suya que estén hechos así. Toda la vida tienen que mirar a través de esos apretados párpados. No es de extrañar que vean manchas delante de los ojos. De todos modos el chiste es bueno, maestro Yamal —e inclinándome al estilo persa, y riendo todavía, salí de allí.
El maestro jardinero y el maestro alfarero de palacio eran caballeros han, y cada uno supervisaba el trabajo de legiones de jóvenes aprendices han. O sea que cuando los visité pude contemplar de nuevo un espectáculo típicamente han: la inventiva derrochada en asuntos intrascendentes. En Occidente estas ocupaciones se relegan a la servidumbre, que no tiene reparo en ensuciarse las manos, y no a personas inteligentes que podrían emplearse en cosas mejores. Pero el jardinero de palacio y el alfarero de palacio parecían orgullosos de poner su devoción y su inventiva al servicio de los abonos de jardín y del barro de alfarero. Parecían igualmente orgullosos de estar formando una nueva generación de jóvenes que dedicarían su vida de modo semejante a un trabajo vil y desaseado.
El taller del jardinero de palacio era un gran invernadero construido totalmente con panes de cristal de Moscovia. Delante de varias largas mesas sus numerosos aprendices estaban inclinados sobre cajas llenas de pequeños bulbos, como de azafrán, y hacían algo con ellos sirviéndose de diminutos cuchillos.
—Son bulbos del lirio celestial, y se preparan para plantar —explicó el maestro jardinero. (Cuando más tarde los vi florecer, reconocí por sus flores que estos lirios se llaman en Occidente narcisos). Levantó uno de los secos bulbos y dijo—: Se hacen en el bulbo dos pequeñas incisiones muy precisas para que crezca siguiendo la forma que consideramos más atractiva para esta flor. Del bulbo brotarán dos tallos, separados, uno a cada lado. Pero luego, a medida que cada tallo eche hojas, se irán curvando de nuevo hacia dentro. De este modo las preciosas flores, cuando se abran, se inclinarán unas hacia otras como brazos a punto de abrazarse. Nosotros añadimos a la belleza de la flor la gracia de la línea.
—Un arte notable —murmuré, guardándome la observación de que para mí aquel arte no merecía dar ocupación a tanta gente.
Los talleres del alfarero de palacio, de semejantes dimensiones, estaban situados en los sótanos y se alumbraban con lámparas. Su taller no fabricaba bastos cacharros de mesa, sino obras de arte de la porcelana más fina. Me enseñó las jarras que contenían distintos tipos de arcillas y las vasijas para mezclarlos y las ruedas, hornos, jarras con colores y esmaltes, que según me dijo tenían «una composición absolutamente secreta». Luego me llevó a una mesa donde trabajaban una docena de aprendices. Cada cual tenía un vaso como un capullo de porcelana: eran unos pequeños y elegantes objetos de cuerpo bulboso, alto y estrecho cuello, pero todavía de color de arcilla. Los aprendices los estaban pintando en la fase previa a la cocción.
—¿Por qué tienen todos los chicos los pinceles rotos? —pregunté, pues cada joven manejaba un pincel de pelo fino que formaba un ángulo pronunciado con su largo mango.
—No están rotos —dijo el maestro alfarero—. Los pinceles tienen una inclinación especial. Estos aprendices están pintando dibujos de flores, de pájaros, de bambúes, de lo que sea, guiándose puramente por el sentimiento, el instinto y el arte, y los pintan en el interior de los jarros. Cuando el artículo esté acabado la decoración resultará invisible excepto si se pone al trasluz, y entonces la porcelana blanca, delgada como un papel, dejará entrever de modo delicado, vaporoso y sutil la pintura de colores.
Me condujo a otra mesa y dijo:
—Éstos son los aprendices más recientes y jóvenes, que están empezando a aprender el arte.
—¿Qué arte? —pregunté—. Están jugando con cascarones de huevo.
—Sí. Desgraciadamente los objetos de porcelana de gran valor a veces se rompen. Estos chicos están aprendiendo a repararlos, pero como es lógico no practican con artículos valiosos. Yo cojo huevos duros, rompo los cascarones y entrego a cada chico los fragmentos mezclados de dos huevos para que separen los fragmentos y reconstruyan los dos huevos. Él debe recomponer cada cascarón con estos diminutos remaches de bronce que veis aquí. Al aprendiz sólo se le confiará un trabajo con objetos reales de porcelana cuando haya sabido reconstruir un huevo entero, con tanto arte que parezca intacto.
En ningún lugar del mundo he visto tantos casos de personas capaces dedicando sus vidas a empresas de tan poca monta, y tanta inteligencia dedicada a fines triviales, y una habilidad y un trabajo tan enormes gastados en insignificantes actividades. Y no me refiero únicamente a los artesanos de la corte. Vi cosas muy parecidas entre los altos ministros de los niveles más elevados de la administración del kanato.
El ministro de Historia por ejemplo era un caballero han de aspecto muy erudito, que dominaba muchos idiomas y que parecía haber aprendido de memoria toda la historia occidental, además de la oriental. Pero su trabajo sólo consistía en ocuparse activamente de cosas sin valor. Cuando le pregunté a qué se dedicaba en aquel momento, se levantó de su gran pupitre de trabajo, abrió una puerta de su habitación y me mostró una estancia mucho mayor que tenía al lado. Estaba llena de pequeños pupitres muy apretados, y los escribanos, inclinados sobre ellos, trabajaban sin parar, casi tapados por los libros, rollos y legajos acumulados en sus mesas.
El ministro de Historia, que hablaba perfectamente el farsi, me dijo:
—El gran kan Kubilai decretó hace cuatro años que su reino iniciara una dinastía Yuan que abarcara los reinados consiguientes de sus sucesores. El título que escogió, Yuan, significa «la mayor» o «principal». Es decir, que ha de eclipsar a la anterior y extinguida dinastía Jin, y a la Xia antes de ella, y a todas las demás dinastías que se remontan al inicio de la civilización en estos países. Con este fin yo estoy compilando y mis ayudantes están escribiendo una brillante historia gracias a la cual las futuras generaciones reconocerán la supremacía de la dinastía Yuan.
—Veo que se escribe mucho, ciertamente —dije mirando las inclinadas cabezas y los convulsivos movimientos de los pinceles—. Pero ¿cuánto puede escribirse? Al fin y al cabo la dinastía Yuan sólo tiene cuatro años de vida.
—Oh, anotar los hechos actuales carece de importancia —dijo en tono concluyente—. Lo difícil es volver a escribir toda la historia pasada.
—¿Qué? ¿Cómo es posible? Historia es historia, ministro. La historia es lo que ha pasado.
—Estáis equivocado, Marco Polo. Historia es lo que se recuerda de los hechos acaecidos.
—No veo diferencia alguna —dije—. Si por ejemplo en tal y tal año tuvo lugar una inundación devastadora del río Amarillo es probable que la inundación se recuerde, así como también la fecha, tanto si se tomaron notas escritas del hecho como si no.
—Ah, pero no se recordarán todas las circunstancias concomitantes. Supongamos que el emperador reinante acudiera rápidamente en ayuda de las víctimas de la inundación y que las rescatara y les buscara tierras seguras, y les diera nuevos campos y las ayudara a recuperar la prosperidad. Si estas circunstancias benefactoras permanecieran registradas en los archivos como parte de la historia de aquel reino, la dinastía Yuan parecería en comparación un régimen de menor benevolencia. Por ello cambiamos la historia ligeramente, y dejamos constancia de que aquel anterior emperador se mostró insensible ante los sufrimientos de su pueblo.
—¿Y los Yuan parecen buenos en comparación? Pero supongamos que Kubilai y sus sucesores demostraran ser realmente insensibles ante tales calamidades, ¿qué sucedería entonces?
—Entonces tenemos que revisar la historia de nuevo y hacer a los anteriores monarcas más duros de corazón. Creo que ahora os estáis dando cuenta de la importancia de mi trabajo y de la diligencia y creatividad que exige. No es una labor para una persona indolente, o estúpida. Escribir la historia no es anotar simplemente los acontecimientos diarios, como en un cuaderno de bitácora. La historia es un proceso fluido, y la obra de un historiador no acaba nunca.
Yo le dije:
—Los acontecimientos históricos pueden describirse de distintos modos, ¿pero y los acontecimientos actuales? Por ejemplo en el año del Señor mil doscientos setenta y cinco, Marco Polo llegó a Kanbalik. ¿Qué más puede decirse de esta insignificancia?
—Si realmente es una insignificancia —dijo el ministro sonriendo—, hay que mencionarla en la historia. Pero podría resultar más tarde que esta insignificancia tuviera relieve. Por ello yo tomo nota de ella, y espero un tiempo para saber si conviene inscribirla en los archivos como un motivo de satisfacción o de tristeza.
Volvió a su pupitre, abrió una gran carpeta de cuero y pasó revista a los papeles de su interior. Cogió uno de ellos y leyó lo siguiente:
—En la hora de Xu del sexto día del séptimo mes, en el año del Cerdo, el año tres mil novecientos setenta y tres del calendario han, del año cuarto de Yuan, regresaron de la ciudad occidental de Weinisi a la ciudad del kan los dos forasteros, Poluo Niklo y Poluo Mahfyo, trayendo consigo un tercero y más joven Poluo Mage. Queda por ver si este joven hará algún bien a Kanbalik con su presencia —me miró maliciosamente de reojo y adiviné que ya no leía del papel— o si acabará siendo un estorbo, entrometiéndose con los ocupados funcionarios e interrumpiendo sus deberes actuales.
—Me voy —dije riendo—. Sólo una última pregunta, ministro. Si vos podéis escribir una historia nueva en su totalidad, ¿no podría también otra persona reescribir la vuestra?
—Desde luego —dijo—. Y alguien lo hará. —Parecía sorprendido de que hubiese hecho la pregunta—. Cuando la anterior dinastía Jin era nueva, su primer ministro de Historia volvió a escribir todo lo que se había hecho antes, para que el período Jin pareciera la edad de oro de todos los tiempos. Pero las dinastías nacen y desaparecen; la dinastía Jin duró sólo ciento diecinueve años. Podría ser muy bien que la dinastía Yuan y todo mi trabajo aquí —movió el brazo señalando su habitación y la otra, llena de escribas—, dure menos que mi propia vida.
Me fui, pues, resistiendo la tentación de proponer al ministro que dejara de ejercer su erudición y ciencia, y empleara mejor sus músculos ayudando a amontonar los bloques de kara para la nueva colina que se estaba construyendo en los jardines del palacio. Era menos probable que las futuras generaciones desmantelaran aquella colina en lugar de desmantelar el montón de falsedades que estaba amontonando en los archivos de la capital.
Yo estaba ya llegando a la conclusión de que muchos grandes hombres se dedicaban a asuntos de muy poca importancia, pero no la confié inmediatamente al gran kan durante mi audiencia de aquella semana. Sin embargo él mismo empezó a hablar sobre un tema bastante similar. Al parecer había ordenado recientemente que se hiciera un recuento de los diversos y numerosos santos varones que habitaban por aquel entonces Kitai y el resultado le había disgustado.
—Sacerdotes —gruñó—. Lamas, monjes, nestorianos, malangs imanes, misioneros. Todos pretenden formar congregaciones de fieles sobre las cuales cebarse. No me preocuparía mucho si sólo se dedicaran a predicar sermones y a pasar luego sus cuencos de limosna. Pero cuando se han ganado unos cuantos fieles, ordenan a los ilusos y desgraciados prosélitos que desprecien y detesten a toda persona que prefiera otra fe. Sólo el budismo de entre todas las religiones que se están propagando ahora, se muestra tolerante con las demás. Yo no deseo imponer ni oponerme a ninguna religión, pero estoy pensando seriamente en proclamar un edicto contra los predicadores. En mi ukaz dispondré que el tiempo dedicado ahora por los predicadores a sus pequeños ritos, vociferaciones, plegarias, evangelismos y meditaciones lo dediquen a aplastar moscas con un mosqueador. ¿Qué opinas, Marco Polo? Sin duda contribuirían con una eficacia incalculablemente mayor a convertir este mundo en un lugar más acogedor.
—Creo, señor, que los predicadores se ocupan principalmente del mundo futuro.
—¿Y bien? Si mejoran este mundo ganarán méritos para el mundo futuro. Kitai está invadido por moscas pestilentes y por hombres que se proclaman a sí mismos santos. Yo no puedo abolir las moscas con un ukaz. ¿Pero no te parece buena idea destinar a los santos a matar moscas?
—Últimamente, señor, he reflexionado y he visto, efectivamente, que una gran proporción de personas no están bien empleadas.
—La mayoría de las personas están mal empleadas, Marco —dijo Kubilai enfáticamente— y no realizan trabajos dignos de personas. En mi opinión sólo los guerreros, obreros, exploradores, artesanos, artistas, cocineros y médicos se merecen la estima general, porque hacen cosas, las descubren, las fabrican o las conservan. Todos los demás hombres son basureros y parásitos que dependen de los activos y constructivos. Los funcionarios del gobierno, consejeros, comerciantes, astrólogos, cambistas, agentes, escribanos, llevan a cabo una actividad y la llaman acción. Lo único que hacen es cambiar cosas de lugar, y generalmente cosas que no pesan más que un trozo de papel, o sólo viven para dirigir comentarios, consejos o críticas a los que hacen y fabrican cosas.
Se detuvo un momento, frunció el ceño y casi escupió:
—Vaj! ¿Qué soy yo desde que bajé de mi caballo? Ya no levanto ninguna lanza, sólo un sello yin para confirmar mi aprobación o desaprobación. Sinceramente debería incluirme a mí entre los hombres ocupados que no hacen nada. Vaj!
Desde luego en esto estaba totalmente equivocado.
Yo no era ningún experto en monarcas, pero desde hacía mucho tiempo, desde que había leído El Libro de Alejandro, consideraba a este gran conquistador como mi soberano ideal. Desde entonces había conocido a unos cuantos gobernantes reales, vivientes, y me había formado algunas opiniones sobre ellos: Eduardo, ahora rey de Inglaterra, que me había parecido un simple soldado cumpliendo con su deber y jugando a príncipe; el miserable gobernador armenio Hampig; el sha de Persia Zaman, un marido zerbino dominado por sus mujeres que llevaba hábitos reales; y el ilkan Kaidu, que ni siquiera pretendía ser más que un bárbaro señor de la guerra. Sólo el último gobernante a quien había conocido, el gran kan Kubilai, se acercaba algo a mi ideal imaginado.
No era tan bello como el Alejandro retratado en las figuras iluminadas del Libro ni tan joven. El gran kan tenía casi el doble de la edad de Alejandro al morir; pero también gracias a esto tenía un imperio cuyo tamaño era tres veces superior al que conquistó Alejandro. Y en otros aspectos Kubilai se acercaba más a mi ideal clásico. Yo pronto había aprendido a temer y respetar su poder tiránico y su propensión a los juicios y decisiones repentinos, amplios, incondicionales e irrevocables (todos sus decretos publicados finalizaban así: «¡El gran kan ha hablado; temblad, todos los hombres, y obedeced!»), pero hay que reconocer que este poder ilimitado y el impetuoso ejercicio de este poder son en definitiva atributos normales de un monarca absoluto. Alejandro también los manifestó.
En años posteriores algunos me han llamado «embustero y comediante», negándose a creer que un simple Marco Polo pudiera haber mantenido ni siquiera un remoto contacto con el hombre más poderoso del mundo. Otros me han calificado de «sicofanta servil» despreciándome como si yo defendiera a un dictador brutal.
Entiendo que sea difícil creer que el alto y poderoso kan de todos los kanes hubiese prestado por un momento su atención a un forastero de poca categoría como yo, y menos que le hubiese dado su afecto y su confianza. Pero lo cierto es que el gran kan estaba situado tan por encima de todos los demás hombres, que a sus ojos, señores, nobles, plebeyos y quizá incluso esclavos parecían estar al mismo nivel y compartir características indistinguibles. Que se dignara tenerme en cuenta no era más notable que dignarse a prestar atención a sus ministros más cercanos. Además, si se recuerda el origen humilde y distante de los mongoles, Kubilai era tan forastero como yo en las exóticas regiones de Kitai.
En cuanto a mi supuesta actividad de sicofanta, es cierto que no he sufrido personalmente ninguno de sus caprichos y arrebatos. Es cierto que se encariñó conmigo y que me confió tareas de responsabilidad y que me convirtió en su confidente íntimo. Pero no por ese motivo continúo yo defendiendo y alabando al gran kan, sino porque gracias a mi estrecho trato con él pude ver mejor que otros que ejercía su vasta autoridad tan sabiamente como podía. Incluso cuando actuaba despóticamente lo hacía siempre como medio para alcanzar un fin que consideraba justo, no simplemente oportuno. Al contrario de la filosofía expresada por mi tío Mafio, Kubilai era tan malo como debía y tan bueno como podía.
El gran kan tenía a su alrededor capas, círculos y envolturas de Ministros, consejeros y otros funcionarios, pero no permitió nunca que lo apartaran de su reino, de sus súbditos o que desviasen su escrupulosa atención a los detalles del gobierno. Kubilai, como le había visto hacer en el Cheng, podía delegar a los demás algunas cuestiones menores, incluso los aspectos preliminares de algunas gestiones de más monta, pero en todo lo importante tenía siempre la última palabra. Podría compararlo, a él y a su corte, a las flotas de naves que vi por primera vez en el río Amarillo. El gran kan era el chuan, el mayor navío sobre el agua, guiado por un único y firme timón que asía con mano única y firme. Los ministros de su corte eran las gabarras, los sanban, que llevaban y traían cargas del chuan insignia, y que hacían los recados menores en aguas más tranquilas. Un solo ministro, el árabe Achmad, primer ministro, vicerregente y ministro de Finanzas, podía compararse al esquife huban de quilla sesgada, hábilmente diseñada para salvar las curvas, que daba continuamente vueltas sobre su eje y se mantenía siempre en aguas seguras cerca de la orilla. Pero ya hablaré a su debido tiempo de Achmad, ese hombre tan retorcido como un bote huban.
Kubilai, como el fabuloso prêtre Zuàne, tenía que regir un conglomerado de naciones diversas y de disparatados pueblos, muchos hostiles entre sí. Kubilai, como Alejandro, intentaba fusionarlos discerniendo las ideas, logros y cualidades más admirables de todas estas variadas culturas para diseminarlos en todas direcciones en bien de sus diferentes pueblos. Desde luego, Kubilai no era un santo como el prêtre Zuàne, ni siquiera era cristiano, o devoto de los dioses clásicos, como Alejandro. Kubilai, durante el tiempo que le conocí, no reconoció a ninguna deidad excepto al dios mongol de la guerra Tengri y a algunos ídolos mongoles menores como el dios doméstico Nagatai. Estaba interesado en otras religiones, y en un momento u otro estudió muchas de ellas, esperando encontrar la mejor, que pudiese beneficiar a sus súbditos y servir como una fuerza unificadora más. Mi padre y mi tío le instaron repetidamente a que adoptara el cristianismo, y los enjambres de misioneros nestorianos no cesaron nunca de predicarle su variante herética de cristianismo, y otros hombres defendieron ante él la opresiva religión del Islam, el budismo, idólatra y sin dios, las varias religiones peculiares de los han, incluso el nauseabundo hinduismo de la India.
Pero nadie pudo persuadir al gran kan de que el cristianismo fuera la única fe verdadera, ni nunca encontró otra fe a la cual favorecer. En una ocasión dijo, y no recuerdo si era en un momento de diversión, de exasperación o de disgusto:
—¿Qué diferencia hay entre dioses? Dios es solamente una excusa para lo divino.
Quizá al final se convirtió en lo que un teólogo llamaría pirrónico escéptico, pero tampoco obligó a nadie a seguir su incredulidad. En este aspecto siempre se mantuvo liberal y tolerante, y dejó que cada cual creyera en lo que quisiese y adorara a su gusto. Hay que admitir que la ausencia de todo tipo de religión en Kubilai le dejó carente de guía en dogma y doctrina, libre para adoptar ante las virtudes y vicios más fundamentales la actitud más estricta o más liberal que le apeteciera. De este modo sus nociones de caridad, compasión, amor fraterno y otras cuestiones semejantes a menudo estaban reñidas terriblemente con las de hombres de arraigada ortodoxia. Yo mismo, aunque no soy un dechado de principios cristianos, a menudo estaba en desacuerdo con sus preceptos o me horrorizaba la aplicación que hacía de ellos. A pesar de todo, nada de lo que hizo Kubilai, por mucho que pudiera deplorarlo en su momento, disminuyó mi admiración por él o mi lealtad hacia él, o mi convicción de que el kan Kubilai era el supremo soberano de nuestro tiempo.
En días, semanas y meses subsiguientes obtuve audiencia con cada uno de los ministros, consejeros y cortesanos de cuyos despachos he hablado ya en estas páginas, y con muchas otras personas de rango alto o bajo, cuyos títulos quizá no he mencionado todavía: los tres ministros de Agricultura, Pesca y Ganadería, el jefe de la excavación del Gran Canal, el ministro de Caminos y Ríos, el ministro de Naves y Mares, el chamán de la corte, el ministro de Razas Menores, y muchos más.
Salí de cada audiencia sabiendo nuevas cosas interesantes, útiles o edificantes, pero no voy a contarlas todas. Salí desconcertado de una de las entrevistas, y lo propio le sucedió al ministro correspondiente. Era un señor mongol llamado Amursama, ministro de Caminos y Ríos, y el desconcierto llegó de la manera más inesperada, mientras él discutía una cuestión realmente prosaica: el servicio postal que estaba organizando en todo Kitai.
—En todas las rutas, tanto mayores como menores, he mandado construir a intervalos de setenta y cinco lis casas confortables y las localidades más cercanas tienen la responsabilidad de proveerlas de buenos caballos y adecuados jinetes. Cuando convenga transportar rápidamente un mensaje o un paquete en cualquier dirección, un jinete se encargará de llevarlo a galope tendido de una posta a la siguiente. Allí entregará la misiva a un nuevo jinete que estará ya ensillado y esperando. Éste partirá al galope hasta la posta siguiente y así sucesivamente. De una madrugada a la siguiente una cadena de jinetes pueden transportar una ligera carga a la distancia que una caravana ordinaria tardaría veinte días en cubrir. Además, los bandidos dudarán en atacar a un emisario conocido del kanato, por lo que las entregas serán seguras y de confianza.
Más tarde comprobé que eso era cierto, cuando mi padre y tío Mafio empezaron a prosperar en sus empresas comerciales. Normalmente convertían sus ganancias en piedras preciosas que podían transportarse en un paquete pequeño y ligero. Utilizaban las postas de caballos del ministro Amursama y enviaban los paquetes por todo el trayecto de Kitai a Constantinopla, donde mi tío Marco los depositaba en los confines de la Compagnia Polo.
El ministro continuó diciendo:
—Además ocasionalmente puede ocurrir algo insólito o importante en las regiones donde estoy instalando estas postas: una inundación, una rebelión, o alguna maravilla que convenga comunicar, y por ello también he mandado instalar cada diez lis aproximadamente una estación menor para mensajeros a pie. De este modo desde cualquier lugar del reino habrá una distancia de menos de una hora hasta la estación más próxima, y los mensajeros continuarán por relevos hasta que uno alcance la posta más cercana, donde las noticias puedan transmitirse más lejos y con mayor celeridad. Actualmente estoy organizando el sistema en todo Kitai, pero con el tiempo acabará funcionando en todo el kanato, y traerá noticias o cargas importantes desde la frontera más lejana, la de Polonia. Éste servicio es ya tan eficiente que una marsopa blanca pescada en el lago Dongting, a más de dos mil lis de aquí hacia el sur, puede cortarse, empaquetarse en alforjas llenas de hielo y llegar a la cocina del gran kan cuando todavía está fresca.
—¿Un pescado? —pregunté respetuosamente—. ¿Es un pescado una carga importante?
—Éste sólo vive en un lugar, en este lago de Dongting, y no se deja pescar fácilmente, por lo que se reserva para el gran kan. Es un gran manjar de mesa, a pesar de su enorme fealdad. La marsopa blanca es del tamaño de una mujer, tiene una cabeza de pato, un morro como el pico de un pato, y sus ojos sesgados son lamentablemente ciegos. Pero es pez sólo por culpa de un conjuro.
Yo parpadeé y pregunté:
—Uu?
—Sí, cada marsopa desciende de una princesa de lejanos tiempos que se transformó por arte de encantamiento en una marsopa después de ahogarse en ese lago a causa… a causa… de un amor trágico…
Me extrañó que un vigoroso y brusco mongol como todos empezara a balbucear como un escolar. Le miré y vi que su rostro antes de color marrón estaba profundamente ruborizado. Él evitó mi mirada y trató torpemente de cambiar de tema. Luego recordé quién era él y probablemente enrojecí también yo por simpatía, busqué alguna excusa para finalizar la entrevista y me retiré. Había olvidado totalmente que el ministro Amursama era el noble que después de descubrir a su esposa en adulterio había recibido la orden de estrangularla con su propio esfínter, Muchos residentes de palacio tenían curiosidad por conocer los detalles horripilantes del cumplimiento de esta orden por parte de Amursama, pero tenían reparos en plantear el tema en su presencia. Sin embargo se decía que el mismo Amursama tropezaba continuamente con hechos que le recordaban el tema, le sumían en un embarazoso silencio y ponían a todos los que le rodeaban en una situación igualmente incómoda.
Bueno, la cosa era comprensible. Lo que no pude comprender era que otro ministro que estaba tratando también conmigo un tema prosaico de pronto se mostrara igualmente desolado y evasivo. Era Bao Neihe, el ministro de Razas Menores. (Como ya he dicho el pueblo han es mayoritario en todas partes, pero en Kitai y en los territorios meridionales que formaban el Imperio Song, hay unas sesenta nacionalidades más). El ministro Bao me contó de modo prolijo y tedioso que su tarea consistía en asegurar que todos los pueblos minoritarios de Kitai disfrutaran de los mismos derechos que la mayoría han. Fue una de las disquisiciones más aburridas que recuerdo, pero el ministro Bao la pronunció en farsi, pues su cargo le obligaba a ser políglota, y yo no entendía que contarme todo aquello pudiera ponerle tan nervioso hasta el punto de interrumpir continuamente su discurso con «errs», «uhs» y «ejems».
—Incluso los er, conquistadores mongoles son, uh, pocos comparados con nosotros, los han —dijo—. Las ejem, nacionalidades minoritarias son menos numerosas todavía. En las, er, regiones occidentales, por ejemplo, hay los, uh, llamados wighures y los, ejem, uzbekos, kirguises, kazhakos y, er, tazhikos. Aquí en el, uh, norte encontramos también a los, ejem, manchúes, los tunguses, los hezhe. Y cuando el, er, kan Kubilai complete su, uh, conquista del, ejem, Imperio Song, absorberá todas las demás, er, nacionalidades que hay allí. Los, uh, naxi y los miao, los puyi, los chuang. También, ejem, el turbulento pueblo yi que puebla la, er, entera provincia de Yunnan y en, uh, el lejano suroeste…
Continuó su discurso en este tono y yo me hubiera puesto a dormir, si mi mente no estuviera ocupada filtrando los «er», «uh» y «ejem». Pero incluso después de hacerlo me pareció el discurso muy seco, sin nada vergonzoso o siniestro que obligara a refugiarse en una masa de excrecencias vocales. No acababa de explicarme por qué el ministro Bao hablaba de modo tan vacilante. Tampoco sabía por qué aquella oratoria coja despertaba de tal modo mis sospechas. Pero así era. Él estaba diciendo algo que yo no debía entender. Estaba seguro de esto. Y resultó que mis sospechas fueron ciertas.
Cuando conseguí desprenderme de él aquel día, volví a mis habitaciones y al ropero donde había dejado que Narices instalara su jergón y su aposento. En aquel momento estaba durmiendo, aunque sólo estábamos a media tarde. Le sacudí y le dije:
—Veo que no tienes suficiente trabajo, esclavo chapucero, y he decidido encomendarte una tarea.
En los últimos tiempos la vida de aquel esclavo era realmente bastante indolente. Mi padre y mi tío no le necesitaban para nada y habían dejado sus servicios para mí. Pero las doncellas Buyantu y Biliktu me servían tan bien que yo sólo recurría a Narices cuando necesitaba por ejemplo que me comprara modelos de ropa al estilo de Kitai o que mantuviera mi guardarropía bien provisto y en buen estado o cuando en ocasiones le pedía que cuidara y ensillara un caballo. En los intervalos era más bien raro que Narices se dedicara a moverse por el lugar o a hacer diabluras. Parecía haber cambiado sus antiguos hábitos y su curiosidad natural. Pasaba la mayor parte de su tiempo en aquel cuarto, excepto cuando se aventuraba hasta las cocinas del palacio para buscar comida o cuando yo le invitaba a cenar conmigo en mis habitaciones. No se lo permitía a menudo, porque era evidente que las chicas se sentían repelidas por su aspecto y no les gustaba representar el papel de mongoles sirviendo a un simple esclavo.
Se despertó en aquel momento y gruñó:
—¡Bismillah, mi amo! —y bostezó con tanta fuerza que incluso su terrible agujero nasal parecía abrirse más aún.
Yo le dije severamente:
—Aquí estoy yo, ocupado todo el día, mientras mi esclavo dormita. Me han encargado que calibre a los cortesanos del gran kan conversando cara a cara con ellos, pero creo que tú podrías conseguir mejores resultados a sus espaldas.
—¿Queréis, mi amo, que fisgonee entre sus sirvientes y ayudantes? —murmuró Narices—. Pero ¿cómo? Soy un extranjero y un recién llegado, y mi dominio del idioma mongol todavía es imperfecto.
—Hay muchos extranjeros entre el personal doméstico. Prisioneros tomados de todos los países. Las conversaciones de los criados entre bastidores forman sin duda una Babel de lenguas. Y sé muy bien que tu nariz sabe captar muy bien las habladurías y los escándalos.
—Me siento honrado de vuestra confianza, mi amo, pero…
—No te pido nada, te lo ordeno. A partir de ahora pasarás todo tu tiempo libre, del cual dispones en abundancia, mezclándote con los criados y con los demás esclavos.
—Sinceramente, mi amo, debo confesaros que me da miedo pasearme por estas salas. Podría caer en los dominios del acariciador.
—No me busques excusas o te llevaré allí yo mismo. Escúchame. A partir de hoy cada noche nos reuniremos y me repetirás todos los chismorreos que hayas podido oír durante el día.
—¿Sobre cualquier tema? ¿Todo lo que dicen? La mayor parte son tonterías sin importancia.
—Todo. Pero en este momento tengo especial interés en enterarme de todo lo referente al ministro de Razas Menores, el señor han llamado Bao Neihe. Cuando puedas centrar sutilmente la conversación en este tema, hazlo. Pero sutilmente. Mientras tanto quiero enterarme de todo lo que oigas. Es imposible saber de antemano los comentarios que podrían interesarme.
—Amo Marco, debo formular de entrada una respetuosa objeción. Ya no soy tan guapo como antes, cuando podía seducir incluso a una princesa para que me confiara sus más íntimos…
—¡Basta ya de mentiras estúpidas! Narices: tú y todo el mundo sabe que siempre has sido monstruosamente feo, y que ni siquiera has llegado a tocar el dobladillo de la túnica de una princesa.
Pero él no se dejó amilanar:
—Por otra parte tenéis bajo vuestras órdenes a dos bellas doncellas que podrían emplear fácilmente su hermosura en sacar información de cualquiera. Están mucho mejor equipadas para recibir confidencias…
—Narices —dije con paciencia—. Harás de espía porque yo te lo digo, y no necesito darte más explicaciones. Sin embargo debo decirte sólo una cosa. Aunque al parecer no has pensado en ello, puedo comunicarte que muy probablemente estas dos doncellas están espiando lo que yo hago, siguiendo mis menores movimientos e informando de ellos. Recuerda que fue el hijo del gran kan quien me dio las chicas, obedeciendo órdenes suyas.
Cuando hablaba de ellas a los demás siempre las llamaba «las chicas», porque sus nombres juntos eran demasiado largos y no las llamaba «las criadas» porque para mí eran algo más que eso, pero tampoco quería darles el nombre de «concubinas» porque me parecía un término ligeramente despreciativo. Sin embargo en privado las llamaba separadamente Buyantu y Biliktu, pues pronto había aprendido a distinguirlas. Cuando iban vestidas eran idénticas, pero yo reconocía ya gestos y expresiones individuales de cada una. Cuando iban desnudas continuaban teniéndolo todo igual, incluso los hoyuelos de las mejillas, los hoyuelos de los codos y unos hoyuelos especialmente atractivos a ambos lados de la base de su columna vertebral, pero a pesar de ello eran más fácilmente identificables. Biliktu tenía una salpicadura de pecas en el abombamiento inferior de su pecho izquierdo y Buyantu una diminuta cicatriz en la parte superior del muslo derecho debido a algún accidente infantil.
Tomé nota de estas señales en la primera noche que pasamos juntos, y de otras cosas también. Las chicas tenían hermosas formas y al no ser musulmanas todas sus partes privadas estaban completas. En general estaban hechas como otras mujeres maduras que yo había conocido, excepto que sus piernas eran algo más cortas y tenían una curva menos pronunciada en la cintura que, por ejemplo, las mujeres venecianas y persas. Pero la diferencia más intrigante en relación a las mujeres de otras razas era su pelo inguinal. Tenían el normal triángulo oscuro en el lugar usual, lo llamaban hanmao, «estufita», pero no era un mechón ensortijado ni espeso. Por un capricho de la naturaleza, las mujeres mongoles, por lo menos las que he conocido, tienen un blasón excepcionalmente liso; el pelo les queda allí tan aplanado y liso como la pelusa de un gato. Cuando yo en ocasiones anteriores había estado en la cama con una mujer a veces me divertía (y la divertía) enredar mis dedos en su estufita y enrollar sus pelos; con Buyantu y Biliktu me limitaba a pasar la mano por encima de ella y acariciarla como si fuera un gatito (y ellas ronroneaban igual).
En la primera noche que pasé en mis apartamentos privados, las mellizas me indicaron con toda claridad que deseaban que me llevara a la cama a una de ellas. Cuando me bañaron ellas también se desnudaron y se bañaron conmigo, y lavaron con todo cuidado mi dandian y el suyo, nuestros «puntos rosados», nuestras partes privadas. Después de espolvorearme y de espolvorearse con fragantes polvos, se pusieron saltos de cama de seda tan fina que sus estufitas se transparentaron claramente, y la chica que más tarde identifiqué como Buyantu me preguntó directamente:
—¿Quieres que tengamos hijos de ti, amo Marco?
Yo exclamé involuntariamente:
—¡Dio me varda, no!
Ella no podía entender las palabras, pero sin duda comprendió el significado, porque asintió y dijo:
—Nos hemos procurado semillas de helecho, que son el mejor preventivo de la concepción. Como sabéis, las dos tenemos la categoría de veintidós quilates, y desde luego somos vírgenes. Hemos pasado toda la tarde pensando cuál de las dos tendrá el honor de que nuestro guapo y nuevo amo la haga primero qingdu chukai, la despierte primero a la condición adulta de mujer.
Bien, me gustó que no estuvieran temiendo el acontecimiento como tantas vírgenes. Parecía de hecho que hubiesen estado disputándose, de modo fraterno, la precedencia, porque Buyantu añadió:
—Resulta, amo mío, que yo soy la mayor de las dos.
Biliktu se echó a reír y me dijo:
—Sólo por unos minutos, según nuestra madre. Pero toda la vida la hermana mayor ha reclamado los privilegios correspondientes.
Buyantu se encogió de hombros y dijo:
—Una de las dos tendrá la primera noche, y la otra esperará la segunda. Si no deseáis elegir vos mismo, podemos echarlo a pajitas.
Yo respondí con aire satisfecho:
—No tengo la menor intención de dejar el placer al azar. Ni de discriminar entre dos atracciones tan irresistibles. Las dos seréis las primeras.
Buyantu me respondió:
—Somos vírgenes, pero no ignorantes.
—Ayudamos a criar a nuestros hermanos pequeños —dijo Biliktu.
—Y cuando os bañamos comprobamos que vuestro dandian estaba equipado normalmente —dijo Buyantu—. Es más grande que el de los niños, desde luego, pero no está multiplicado.
—Por lo tanto —dijo Biliktu—, sólo podéis estar con una a la vez. ¿Cómo podéis asegurar que las dos tendremos precedencia?
—La cama es muy espaciosa —dije—. Nos metemos los tres en ella y…
—¡Esto sería indecente!
Ambas parecían tan escandalizadas que yo sonreí:
—Vamos, vamos. Es bien sabido que los hombres a veces retozan con más de una mujer a la vez.
—Pero… pero se trata de concubinas de mucha experiencia, que ya han superado la modestia, y que no tienen entre sí una relación embarazosa. Amo Marco, somos hermanas, y éste es nuestro primer jiaogou, y queremos… es decir, no podemos… en presencia una de la otra…
—Os prometo —les dije— que lo encontraréis tan normal como bañaros juntas. Además os prometo que pronto dejaréis de preocuparos por cuestiones de decoro. Y las dos disfrutaréis tanto con el jiaogou que no sabréis cuál ha sido la primera, ni os importará.
Dudaron un momento. Buyantu frunció el cejo en un bello gesto de contemplación. Biliktu se mordió meditativamente el labio inferior. Luego se miraron de reojo furtivamente. Cuando sus miradas se cruzaron, enrojecieron tanto que sus transparentes saltos de cama se volvieron rojos hasta la altura del pecho. Luego se echaron a reír, de modo algo tembloroso, pero no pusieron más objeciones. Buyantu sacó de un cajón una ampolla de semillas de helecho, y ella y Biliktu se volvieron de espaldas a mí mientras cogían un pellizco de esta fina semilla, casi un polvo, y con un dedo la insertaban en lo hondo de su cuerpo. Luego me dejaron que cogiera a cada una con una mano, que guiara a las dos hasta la invitadora cama y que las continuara guiando luego más allá.
Recordé mi experiencia juvenil en Venecia y recurrí a los modos musicales que había aprendido de dona Ilaria y que luego había refinado practicando con la pequeña Doris. Conseguí de este modo que la iniciación de estas vírgenes fuera también para ellas un recuerdo agradable, algo transcurrido no sólo sin muecas de dolor sino con genuina alegría. Al principio cuando yo pasaba de Buyantu a Biliktu y viceversa no tenían los ojos puestos en mí sino que cada una los fijaba en los de la otra, y era evidente que se esforzaban en no dar ninguna respuesta visible ni audible a mis servicios, para que la otra no considerara inmodesta a la una. Pero yo continué trabajándolas delicadamente con los dedos, los labios y la lengua, incluso con mis pestañas y al final cerraron los ojos, cada cual ignoró la presencia de la otra y se entregaron a sus propias sensaciones.
Debo indicar que el jiaogou de aquella noche, mi primera actividad de este tipo en Kitai, tuvo un carácter especialmente picante, debido a los fantásticos términos que los han aplican a todas las partes del cuerpo humano. Como ya había tenido ocasión de saber, «joya roja» puede referirse a las partes en general, tanto del hombre como de la mujer. Pero la expresión suele reservarse para el órgano masculino, mientras que el de la mujer es el «loto» y sus labios son sus «pétalos», y lo que yo antes llamaba lumaghèta o zambur es la «mariposa entre los pétalos del loto». La parte posterior de la mujer es su «luna tranquila» y su delicado valle la «grieta en la luna». Sus pechos son sus «viandas impolutas de jade» y sus pezones son sus «estrellitas».
De este modo tocando, acariciando, cosquilleando, probando, mesando, mordisqueando de modo variado y hábil las viandas de jade, las flores, los pétalos, las lunas, las estrellas y las mariposas, conseguí que ambas mellizas alcanzaran de modo maravilloso y simultáneo su primera culminación del jiaogou. Luego, antes de que pudieran darse cuenta de los descarados cantos y movimientos que habían ejecutado para llegar hasta allí y para que no se turbaran mutuamente, hice más cosas para que alcanzaran otra nueva cima. Las chicas estaban aprendiendo rápidamente y ansiaban participar de nuevo en la escalada, o sea que dejé de lado mis propias y urgentes necesidades y me dediqué enteramente a sus placeres. En ocasiones una de las chicas se paseaba sola por las altas cimas y su hermana la miraba, y miraba mi actuación con una sonrisa maravillada e interrogante. Luego le tocaba a ella, mientras la otra miraba y aprobaba. Cuando las dos chicas se hubieron deslumbrado con las sensaciones que acababan de descubrir y estuvieron encantadas con ellas, y bien humedecidas con sus propias secreciones, las puse simultáneamente en un estado de auténtico frenesí, y mientras se olvidaban de todo excepto de su propio éxtasis, penetré primero en una, luego en la otra, de modo fácil y agradable tanto para mí como para ellas, y continué entregándome a la una y a la otra, de modo que no recuerdo en qué orden ni en qué melliza hice el primer spruzzo.
Después de esta primera tríada, musicalmente perfecta, dejé que las chicas descansaran un rato, jadeando y sudando de felicidad, sonriéndome a mí y sonriéndose la una a la otra. Cuando Biliktu y Buyantu hubieron recuperado el aliento empezaron a bromear en voz alta y a reírse de sus anteriores tonterías sobre la modestia y el decoro. Entonces, libres de toda represión, hicimos muchas cosas más, y con más tranquilidad, de modo que si una chica no participaba activamente podía disfrutar por cuenta ajena mirando y ayudando a los otros dos. Pero no descuidé a ninguna de las dos durante mucho rato. Al fin y al cabo las princesas Magas y Shams me habían enseñado que se puede satisfacer perfectamente a dos mujeres a la vez y satisfacerse uno al mismo tiempo. Desde luego me resultó más agradable hacerlo con estas mellizas mongoles, porque ninguna de ellas tenía que permanecer invisible durante la actuación. De hecho antes de que hubiese transcurrido la noche ambas habían echado por la borda todo vestigio de gazmoñería, y estaban muy dispuestas a que yo o la otra mirara su dandian más íntimo, y a que sus puntos rosa y el mío hicieran o se les hiciera todo lo imaginable, en cualquier variación que pudiera ocurrírseme.
Es decir, que nuestra primera noche juntos fue un éxito completo y la precursora de muchas otras noches semejantes, a las cuales aplicamos todavía más inventiva y acrobacia. Me sorprendió incluso a mí comprobar el número de combinaciones que pueden ejecutar tres personas en lugar de dos. Las mellizas, que eran en todo tan idénticas, se diferenciaban en una cuestión fisiológica: sus jinggi, sus aflicciones menstruales se alternaban ordenadamente. O sea que durante unos cuantos días cada dos semanas más o menos, yo disfrutaba de un emparejamiento ordinario con una sola mujer, mientras la otra dormía aparte y mohína, llena de celos.
Sin embargo, aunque yo era joven y ardiente, tenía determinados límites físicos, y también otras ocupaciones que exigían toda mi fuerza, resistencia, y atención. Al cabo de un par de meses empecé a encontrar bastante debilitador lo que las mellizas llamaban xingyu o «dulces deseos», y lo que yo llamaba apetitos insaciables. Les dije entonces que mi participación no siempre era necesaria, y les hablé del «himno del convento», como lo había llamado dona Ilaria. Cuando Buyantu y Biliktu se enteraron de que una mujer podía manipular sus propios pétalos, estrellas, etc., pusieron la misma cara escandalizada que la primera noche. Cuando les conté lo que en una ocasión me había confiado la princesa Magas, cómo desahogaba y gratificaba a las mujeres abandonadas del anderun del sha Zaman, las mellizas se escandalizaron todavía más y Buyantu exclamó:
—¡Esto sería una indecencia!
Yo contesté suavemente:
—En otra ocasión, también os quejasteis de indecencia, y creo que os equivocasteis.
—Pero, que una mujer lo haga a otra mujer… ¡Un acto de guali! ¡Eso sería realmente indecente!
—Creo que tendrías razón si una de las dos o las dos fuerais viejas o feas. Pero vosotras sois mujeres bellas y deseables. No veo que no podáis vosotras dos encontrar tanto placer como yo encuentro en vosotras.
Las chicas volvieron a mirarse de reojo la una a la otra, y de nuevo se ruborizaron al hacerlo, y luego soltaron una risita, algo descarada, algo culpable. Sin embargo tuve que insistir más tiempo hasta conseguir que se echaran desnudas sobre la cama, sin estar yo en medio, y que me dejaran sentarme a su lado totalmente vestido instruyéndolas y guiándolas en sus movimientos. Estaban tensas y no muy dispuestas a hacerse mutuamente lo que me dejaban hacer a mí sin reparos. Pero cuando les hice repasar el himno de las monjas, nota por nota, por así decirlo, moviendo suavemente los dedos de Buyantu para que acariciaran a Biliktu en ese punto, moviendo suavemente la cabeza de Biliktu para que sus labios se posaran sobre Buyantu en ese otro punto, me di cuenta de que empezaban a excitarse a pesar suyo. Y después de tocar la música un rato bajo mi dirección empezaron a olvidarse de mi presencia. Cuando sus estrellitas parpadearon erectas, las chicas no necesitaron mi ayuda para emplear esas deliciosas caricias de modo efectivo la una con la otra. Cuando el loto de Biliktu empezó a abrir sus pétalos, Buyantu no necesitó a nadie que le enseñara a recoger su rocío. Y cuando sus dos mariposas se levantaron excitadas y movieron las alas las chicas se entrelazaron de modo tan natural y apasionado como si hubiesen sido amantes natas en lugar de hermanas.
Debo confesar que a aquellas alturas yo ya me había excitado también y había olvidado mis anteriores debilidades, o sea que me quité la ropa y entré en el juego.
Esto sucedió a partir de entonces con bastante frecuencia. Si yo llegaba a mi habitación cansado por el trabajo del día, y las mellizas no podían prescindir de su xingyu, les daba permiso para que empezaran por su cuenta, y ellas ponían manos a la obra con alegría. Yo podía entonces volver a la sala de estar, entrar en el cubículo de Narices y sentarme un rato junto a él para oír las habladurías que había captado en sus contactos con los criados. Luego volvía a mi dormitorio, me servía quizás una copa de arki, me sentaba y me ponía cómodo mientras miraba retozar a las chicas. Al cabo de un rato mi fatiga disminuía, se despertaban mis impulsos normales y pedía permiso a las chicas para participar en sus juegos. A veces me hacían esperar maliciosamente hasta haber disfrutado plenamente ellas y haber agotado sus ardores fraternos. Entonces dejaban que me metiera en la cama con ellas, y a veces pretendían maliciosamente hacerme creer que no me necesitaban, que ni me deseaban, que yo era un intruso, y se resistían maliciosamente a abrirme sus puntos rosados.
Al cabo de un tiempo, empezó a suceder que cuando yo volvía a casa me encontraba a las mellizas ya en la cama, haciendo vigorosamente, y a su modo, jiaogou. Llamaban humorísticamente su modo de copular chuaishouer, un término han que puede traducirse por «meter las manos en las mangas». (Los occidentales diríamos cruzarse de brazos). Pensé que era una manera ingeniosa de describir el modo femenino de hacer el amor.
Cuando yo quería participar en su juego, sucedía a menudo que Biliktu se declaraba totalmente vacía de satisfacciones y de jugos, pues decía que era menos robusta que su hermana, quizá por ser unos minutos más joven que ella, y pedía permiso para quedarse sentada y admirar lo que Buyantu y yo hacíamos. Y en estas ocasiones Buyantu pretendía convencerme de que me encontraba deficiente a mí y encontraba deficientes mi aparato y mi ejecución comparadas con lo que acababa de disfrutar, y se reía llamándome ganga que significa desmañado. Yo seguía siempre el juego y fingía que su pretendido desdén me hería, y ella se reía con más fuerza y se entregaba a mí con un abandono más apasionado, para demostrarme que todo era una broma. Y si entonces pedía yo a Biliktu, después de haber descansado ella un rato, que viniera a la cama conmigo y con su hermana, ella suspiraba, pero normalmente accedía y hacía una buena demostración en mis brazos.
De este modo durante mucho tiempo las mellizas y yo disfrutados de un cómodo y festivo menage á trois. No me preocupaba que fueran de modo casi seguro espías del gran kan y que probablemente le informaran de todo incluidas nuestras diversiones en la cama, porque no tenía nada que ocultarle. Yo continuaba siendo leal a Kubilai y fiel en su servicio, y no hacía nada que se le debiera comunicar por ser contrario a sus intereses. Mis pequeñas acciones de espionaje, la orden dada a Narices de que husmeara entre los criados del palacio, eran en beneficio del gran kan, o sea que no me preocupé mucho de ocultarlas a las chicas.
No, en aquella época, sólo una cosa me preocupaba de Buyantu y Biliktu. Incluso cuando los tres estábamos en la palpitante agonía del jiaogou, no podía dejar de recordar que aquellas chicas, según el sistema vigente de clasificación de mujeres, valían sólo veintidós quilates. Algún conventículo de viejas esposas, concubinas y criadas de categoría había descubierto en ellas algún resto de aleación vil. A mí las mellizas me parecían especímenes excelentes de feminidad, y sin duda eran sirvientas incomparables, en la cama y fuera de ella, y no roncaban ni tenían mal aliento. ¿Qué les faltaba, pues, para llegar a la perfección de los veinticuatro quilates? ¿Y por qué me resultaba imposible descubrir esta falta? Sin duda cualquier otro hombre estaría encantado de ocupar mi lugar, y habría apartado alegremente estas reservas tan exageradas. Pero en esto como en todo mi curiosidad no podría descansar hasta hallar satisfacción.