Apenas había zarpado nuestro navío del muelle de Akyab cuando oí que Tofaa Devata me llamaba remilgadamente:
—Marco-wallah —y acto seguido empezó a establecer las normas de buena conducta para nuestro viaje conjunto.
Puesto que yo ya no era un señor juez, le había dado permiso para que se dirigiera a mí con menos formalidad, y me contó que el sufijo hindú -wallah denotaba respeto y amistad a la vez. No le había dado permiso para sermonearme, pero la escuché educadamente y hasta logré no reírme.
—Marco-wallah, debéis comprender que sería para ambos un grave pecado acostarnos juntos; y ante los ojos de los hombres y de los dioses sería algo terriblemente malvado. No, no pongáis esta cara de pena. Dejadme que os lo explique, y así os dolerán menos vuestros anhelos no correspondidos. Vuestra decisión judicial resolvió esa disputa allá en Akyab, pero sin considerar los méritos de los argumentos en contra, por lo tanto esos argumentos deben aún tenerse en cuenta en nuestra relación. Por un lado, si mi querido marido difunto era todavía mi marido al morir, aún soy sati, a menos de que me case; o sea que cometeríais el peor de los pecados si os acostarais conmigo. Si, por ejemplo, allí en la India nos sorprendieran en el acto de surata, os sentenciarían a hacer surata con una estatua de bronce llena de fuego y al rojo vivo representando a una mujer, hasta morir horriblemente chamuscado y encogido. Y luego, después de muerto, tendríais que habitar en el infierno llamado Kala, y sufrir sus fuegos y tormentos durante tantos años como poros hay en mi cuerpo. Por otro lado, si ahora soy técnicamente la esclava de ese ser de Akyab que me ganó a los dados, al acostaros conmigo, con su esclava, también os convertiríais legalmente en su esclavo. En cualquier caso, yo soy de la jad de los brahmanes, la más elevada de las cuatro divisiones, o jati, de la humanidad hindú, y vos no sois de ninguna jad, y por tanto sois inferior. De modo que al acostarnos, desafiaríamos y profanaríamos el sagrado orden de las jad, y en castigo nos arrojarían a los perros amaestrados para devorar a tales herejes. Aunque quisierais violarme, arriesgándoos valientemente a sufrir esa muerte pavorosa, a mí también me considerarían profanadora y me someterían al mismo castigo horripilante. Si llegara a saberse en la India que metisteis vuestra linga en mi yoni, tanto si yo la introduje activamente como si me limité a abrirme pasivamente, ambos estaríamos en terrible peligro y deshonra. Por supuesto yo no soy una kanya, una verde, inmadura e insípida virgen. Soy una viuda de cierta experiencia, por no decir talento y habilidad, y mi yoni es amplio, cálido y bien lubricado, por tanto no habría prueba física de nuestro pecado. Y quizá estos bárbaros marinos no se darían cuenta de lo que nosotros, personas civilizadas, podríamos estar haciendo en privado. O sea que probablemente en mi patria nunca se sabría que vos y yo nos habíamos deleitado en extásica surata aquí fuera, en las apacibles aguas del océano, bajo la luna acariciadora. Pero tenemos que dejarlo nada más tocar mi tierra natal, pues todos los hindúes son muy aficionados a husmear el mínimo tufillo de escándalo y en seguida ponen el grito en el cielo, insultan salazmente, exigen dinero para guardar silencio, aunque luego chismorrean y lo cuentan todo.
Tofaa se había quedado sin aliento o había agotado los mil y un aspectos del tema, o sea que dije amablemente:
—Gracias por tus útiles instrucciones, Tofaa, y tranquilízate. Me atendré a las normas sociales.
—¡Oh!
—Te sugiero una única cosa.
—¡Ah!
—No llames a la tripulación marinos. Llámalos marineros u hombres de mar.
El sardar Shaibani se había preocupado bastante por encontrarnos un buen barco, no un mugriento dinghi de cabotaje construido por hindúes, sino un sólido qurqur árabe de vela latina, un navío mercante que podía atravesar directamente la vasta bahía de Bengala en vez de tener que rodear su circunferencia. La tripulación estaba compuesta totalmente de unos cuantos hombres muy negros, nervudos, extraordinariamente pequeños, de una raza llamada malayu, pero el capitán era un árabe genuino, un experto lobo de mar. Conducía su barco hacia Hormuz, al lejano oeste en Persia, pero cobrando había aceptado llevarnos a Tofaa y a mí hasta el Cholamandal. Era una travesía de unos tres mil lis por mar abierto, sin tierra a la vista, la mitad del viaje más largo que había hecho yo hasta entonces: el de Venecia a Acre. Antes de partir el capitán nos advirtió de que la bahía podía devorar el barco. Solamente era transitable entre los meses de septiembre y marzo —nosotros la estábamos cruzando en octubre— porque sólo en esa temporada había vientos favorables, y el clima no era mortalmente cálido. Sin embargo, durante esa temporada, cuando la bahía se había dado ya un gran atracón de barcos que surcaban su superficie desde Levante a Poniente, a menudo desencadenaba un taifeng, una tormenta que los hacía zozobrar, los hundía, y se los tragaba a todos.
Pero nosotros no encontramos tormentas, y el tiempo fue muy bueno excepto por las noches cuando una densa niebla oscurecía la luna y las estrellas, y nos envolvía en una lana húmeda y gris. Eso no entorpeció el ritmo del qurqur, porque el capitán podía guiarse por la aguja de su bussola, pero para los negros de la tripulación que dormían medio desnudos en cubierta debía de resultar terriblemente incómodo, ya que la niebla se concentraba en el cordaje y goteaba constantemente transformada en un rocío frío y húmedo. Sin embargo, nosotros dos, los pasajeros, teníamos un camarote independiente en el que estábamos bastante cómodos y calientes, y además nos daban comida suficiente aunque no fueran exactamente banquetes; tampoco la tripulación nos atacó ni nos robó, ni siquiera nos molestó. El capitán musulmán, como es natural, despreciaba a los hindúes más que a los mismos cristianos, se mantenía alejado de nuestra compañía y tenía a los marineros siempre ocupados, de manera que Tofaa y yo podíamos dedicarnos a nuestras propias diversiones. El hecho de que no tuviéramos ninguna, aparte de mirar distraídamente a los peces voladores que pasaban rozando las olas y a los delfines que retozaban entre ellas, no desanimaba a Tofaa, quien seguía platicando sobre las diversiones a las que no debíamos sucumbir.
—Mi estricta pero sabia religión, Marco-wallah, sostiene que hay más de un aspecto pecaminoso en acostarnos juntos. O sea que vos, pobre hombre frustrado, no sólo debéis apartar de vuestra mente la dulce surata. Además de la surata (la auténtica consumación física) hay otros ocho aspectos más. El menos grave de todos ellos es tan real y culpable como el abrazo de surata más apasionado, caluroso, sudoroso y agradable. El primero es smarana, o sea pensar en hacer surata. Luego viene kirtana, que es hablar sobre ello. Me refiero a hablar con un confidente, como vos podríais contarle al capitán el deseo apenas controlable que sentís hacia mí. Después keli, que es coquetear con el hombre o la mujer que uno quiere. Luego está prekshana, que significa espiar secretamente el kaksha de él o de ella (las partes inmencionables), por ejemplo lo que vos soléis hacer cuando yo me estoy bañando en el barreño detrás de la cubierta de popa. Luego está guyabhashana, que es conversar sobre el tema, como vos y yo estamos haciendo tan arriesgadamente en este momento. Luego está samkalpa, que es la intención de hacer surata. Luego adyavasaya, que es decidirse a hacerlo. Luego está kriyanishpati, que es… bueno… hacerlo. Lo que nosotros no debemos hacer.
—Gracias por explicarme todas estas cosas, Tofaa. Me esforzare en reprimir incluso el malvado smarana.
—¡Oh!
Ella tenía razón al decir que yo espiaba frecuentemente su inmencionable kaksha, si era así como se llamaba, pero difícilmente lo hubiera podido evitar. El barreño que usábamos los pasajeros para bañarnos estaba, como ella había dicho, en la cubierta superior de popa. Lo único que Tofaa tenía que hacer como medida de intimidad mientras frotaba con la esponja sus partes bajas, era agacharse de cara a popa. Pero ella siempre parecía situarse mirando a proa, y hasta los temerosos malayu de la tripulación recordaban que en ese preciso momento tenían algo que hacer en la parte media del barco, desde donde podían mirar furtivamente hacia arriba cuando ella abría las telas de su sari y separaba sus gruesos muslos y echaba agua del barreño a su horcajadura bien abierta y desvestida. Tenía allí una pelusa tan negra y espesa como la de las cabezas de aquellos negros, y quizá a ellos les inspiraba una lujuriosa smarana, pero a mí no. De todos modos, aunque en sí misma fuera repelente, al menos escondía lo que había dentro. Lo único que yo conocí de aquella parte era lo que Tofaa insistía en contarme.
—Por si acaso, Marco-wallah, os enamoráis de alguna bailarina nach cuando lleguemos a Chola, y desearais tener con ella una conversación tan coqueta y maliciosa como las que tenéis conmigo, os enseñaré las palabras que debéis decirle. Prestad atención. Vuestro órgano se llama linga, y el de ella yoni. Cuando esa chica nach excite en vos un deseo salvaje, eso se llamará vyadhi, y vuestra linga entonces se pondrá sthanu «el palo erguido». Si la chica corresponde a vuestro deseo su yoni abrirá sus labios para que entréis en su zanja. Ésta palabra sólo significa «concha», pero espero que vuestra chica nach sea algo mejor que una concha. Mi propia zanja, por ejemplo, es más bien como una garganta, siempre hambrienta, casi famélica, y arroja saliva impaciente. No, no Marco-wallah, no me supliquéis que os deje sentir con vuestro dedo trémulo su vehemencia por estrechar y absorber. No, no. Somos personas civilizadas, es bueno que podamos estar juntos como ahora, mirando al mar y conversando amistosamente, sin vernos obligados a rodar por el suelo y a revolearnos haciendo surata sobre cubierta o en vuestro camarote o en el mío. Sí, está bien que podamos mantener firmes las riendas de nuestras naturalezas animales, aun cuando hablemos con tanta franqueza y tan provocativamente, como lo hacemos ahora, sobre vuestro ardiente linga y mi anhelante yoni.
—Me gusta —dije pensativo.
—¿Os gusta?
—Me gustan las palabras. Linga suena vigoroso y erecto. Yoni suena suave y húmedo. Debo reconocer que nosotros, en Occidente, no damos a estas cosas nombres tan bellamente expresivos. Yo soy una especie de coleccionista de idiomas, sabes. No de una manera erudita, sólo para mi propio uso y provecho. Me gusta que me enseñes todos esos nombres nuevos y exóticos.
—¡Oh! ¡Sólo las palabras!
Pero yo no podía soportarla demasiado rato seguido. O sea que me marché y busqué al solitario capitán árabe y le pregunté qué sabía de los buscadores de perlas de Cholamandal, y si los encontraríamos a lo largo de la costa.
—Sí —dijo con un bufido—. Según las despreciables supersticiones de los hindúes, las ostras (los reptiles, como ellos las llaman) suben a la superficie del mar en abril, cuando las lluvias comienzan a caer, y cada reptil abre su concha y atrapa una gota de lluvia. Después vuelve a posarse en el fondo del mar y allí lentamente endurece la gota de lluvia hasta convertirla en una perla. Eso dura hasta octubre, de modo que es ahora cuando los buceadores descienden. Llegaréis justamente cuando estén recogiendo los reptiles y las gotas de lluvia solidificadas.
—Curiosa superstición —dije—. Toda persona educada sabe que las perlas se forman alrededor de granos de arena. De hecho, en Manzi los han puede que pronto no tengan que sumergirse para buscar perlas marinas, pues recientemente han aprendido a cultivarlas en mejillones de río, introduciendo en cada molusco un grano de arena.
—Contad eso a los hindúes, si podéis —gruñó el capitán—. Tienen cerebros de moluscos.
A bordo de un barco, era imposible evitar a Tofaa mucho tiempo. La siguiente vez que me encontró vagando junto a la borda me acorraló inclinando su considerable mole mientras proseguía mi educación sobre temas hindúes.
—También deberíais aprender, Marco-wallah, a mirar con ojos conocedores a las bailarinas nach y a comparar su belleza, para enamoraros sólo de la más bella. Podríais hacerlo mejor comparándolas mentalmente con lo que habéis visto de mí; pues yo cumplo con todos los cánones de belleza en una mujer hindú, que son los siguientes: las tres y las cinco, cinco, cinco. Lo cual significa en su debido orden que una mujer debería tener tres cosas profundas: su voz, su entendimiento y su ombligo. Ahora bien, yo no soy, por supuesto, tan habladora como la mayoría, chicas atolondradas que no han alcanzado aún la dignidad y la reserva; pero las veces que he hablado estoy segura de que habéis observado que mi voz no es chillona y de que mis palabras están llenas de un profundo entendimiento femenino. Respecto a mi ombligo… —Bajó la cinturilla de su sari y de ahí salió una protuberancia de carne marrón oscuro—. Mirad. Podríais esconder vuestro corazón en este profundo ombligo, ¿no es cierto? —extrajo con los dedos una vieja y enmarañada pelusa que ya se había escondido allí y continuó diciendo—: Luego hay cinco cosas que deben ser finas y delicadas: la piel de una mujer, su cabello, sus dedos de la mano, los del pie y sus articulaciones. Seguro que en mí no podéis hallar ningún fallo por ninguno de estos atributos. Luego están las cinco cosas que deben tener un saludable y brillante color rosa: las palmas de las manos, las plantas de los pies, la lengua, las uñas y el rabillo de los ojos. —Entonces realizó ante mí toda una demostración atlética: sacó la lengua, flexionó los talones, exhibió las palmas, tiró de las hollinosas bolsas que rodeaban sus ojos para mostrarme los puntitos rojos de los rabillos, y cogió cada uno de sus mugrientos pies para enseñarme sus plantas, curtidas pero bastante más limpias.
»Finalmente hay cinco cosas que deben tener una curvatura pronunciada: los ojos de una mujer, su nariz, sus orejas, su cuello y sus pechos. Ya habéis visto y admirado en mí todas estas partes excepto mis senos. Miradme ahora —se desató la parte superior de su sari y desnudó unos pechos en forma de almohada de color marrón oscuro, y abajo, en algún lugar de la cubierta, un malayu profirió una especie de angustiado relincho—. Están en efecto muy arqueados y juntos el uno al otro, como abubillas anidadas; no hay espacio entre ellos. Son los pechos hindúes ideales. Si introducís una hoja de papel en esa estrecha hendedura, se quedará allí. Y respecto a meter en ella vuestra linga, bueno, ni siquiera se considera, pero imaginad la sensación que produciría en vuestro miembro este estrecho, blando y cálido envoltorio. Y fijaos en los pezones, son como pulgares, y sus halos como platillos, y negros como la noche sobre la piel dorada de color cervato. Cuando examinéis a vuestra chica nach, Marco-wallah, mirad detenidamente sus pezones y dadles un húmedo lametazo, porque muchas mujeres tratan de engañar oscureciéndolos con al-kohl. Yo no. Éstas exquisitas aréolas son naturales, y me las dio Vishnu el Preservador. Y no fue casual que mis nobles padres me llamaran Don de los Dioses. Yo florecí a los ocho años, y a los diez era una mujer, y a los doce una mujer casada. Ah, mirad cómo se dilatan los pezones, se debaten y se yerguen, aunque sólo los toque vuestra devoradora mirada. Imaginaos cómo deben reaccionar cuando realmente los toquen y acaricien. Pero no, no, Marco-wallah, ni soñéis en tocarlos.
—Muy bien.
Se cubrió de nuevo con bastante desgana, y los numerosos malayu que se habían congregado detrás de las camaretas más cercanas y de otros objetos se dispersaron y volvieron a sus tareas.
—No enumeraré —dijo Tofaa fríamente— los requisitos hindúes de belleza masculina, Marco-wallah, puesto que vos, por desgracia, no los cumplís. Ni siquiera sois guapo. Las cejas de un hombre guapo se unen sobre el puente de su nariz, y su nariz es larga y colgante. La nariz de mi querido marido difunto era tan larga como su pedigrí real. Pero como digo, no pasaré lista a vuestras deficiencias. No sería propio de una dama.
—Por favor, Tofaa, comportaos como una dama.
Tofaa quizá era una belleza para los cánones hindúes (en realidad lo era, como me dijeron a menudo después llenos de admiración algunos hindúes que envidiaban abiertamente mi compañía), pero no creo que ningún otro pueblo la hubiese considerado aceptable, aparte tal vez de los mien o de los bho. A pesar de sus abluciones diarias, muy visibles y presenciadas, Tofaa nunca quedaba limpia del todo. Llevaba siempre aquel sarampión en la frente, claro, y una escamilla gris alrededor de los tobillos y una cuajada de un gris más oscuro entre los dedos de los pies. Ahora bien, no puedo decir que el resto de su cuerpo, desde el sarampión a la cuajada, estuviera realmente incrustado en suciedad, al estilo de los mien y de los bho; sólo digo que siempre se veía sucio.
En Pagan, Huisheng siempre había ido descalza al estilo de los Ava, y Arun lo había hecho toda su vida, e incluso después de patearse todo un día las polvorientas calles de la ciudad, sus pies siempre estaban, incluso antes del baño, limpios y dulces, invitando a que los besaran. Yo sinceramente no podía entender cómo se las arreglaba Tofaa para tener siempre sus pies tan sucios, especialmente allí, en el mar, donde no había nada que los ensuciara aparte de brisas frescas y brillante rocío. Probablemente aquella mugre tenía algo que ver con el aceite de nuez indio con el que cubría toda su piel visible después de cada lavado diario. Su querido difunto marido le había dejado muy pocas pertenencias personales, apenas un frasco de cuero con el aceite de nuez, y una bolsa de piel que contenía unas cuantas astillas de madera. Yo, su patrón, le había comprado, por propia iniciativa, un nuevo vestuario de telas de sari y otros artículos necesarios. Pero ella creyó que las bolsas de cuero eran imprescindibles también y se las llevó consigo. Ya me había dado cuenta de que el aceite de nuez indio servía para que ella brillara de aquel modo grasiento y poco atractivo. Pero no tenía ni idea del posible uso de las astillas de madera; hasta que un día, al ver que a la hora de comer no había salido de su camarote, llamé a su puerta y me dijo que entrara.
Estaba agachada en su impúdica posición de baño, y de cara a mí, pero su pilosidad quedaba escondida por un pucherito de cerámica que apretaba contra su horcajadura. Antes de que yo pudiera disculparme y volver a salir del camarote, ella tranquilamente separó de su cuerpo el puchero. Era exactamente como una tetera, y el pitorro salió de entre sus pelos resbalando pegajosamente por las secreciones. Eso hubiera bastado para sorprenderme, pero aún me sorprendió más que del pitorro estuviera saliendo humo azul. Sin duda Tofaa había metido en el puchero algunas de aquellas astillas de madera, las había encendido y se había hincado dentro el pitorro humeante. Yo había visto antes a otras mujeres hacerse cosas, y con una variedad de objetos, pero nunca con humo, y así se lo dije.
—Las mujeres decentes no se hacen cosas —dijo ella en tono reprobador—, para eso están los hombres. No, Marco-wallah, la delicadeza del interior de una persona es más deseable que cualquier simple apariencia exterior de limpieza. La aplicación de humo de madera de nim es una antigua y pulcra práctica nuestra, de las refinadas mujeres hindúes, y yo lo hago en atención a vos, aunque apenas lo apreciéis.
Para mí, francamente, había poco que apreciar en aquella situación: una hembra rolliza, grasienta, de color marrón oscuro agachada en el suelo del camarote con las piernas desvergonzadamente separadas, mientras el humo azul atrapado en su interior rezumaba indolentemente de entre su espeso pelaje. Yo podía haberle comentado que un cierto cuidado en su exterior aumentaría las posibilidades de atraer a alguien más cerca de su interior, pero callé caballerosamente.
—El humo de madera de nim es un preventivo contra los embarazos no deseados —continuó diciendo—. También da fragancia y sabor a mis partes, a mi kaksha, por si alguien mete allí su hocico o lo mordisquea. Por eso lo hago. Tomo esta precaución de administrarme el humo de la madera de nim cada día por si alguna vez vuestras pasiones animales os dominaran, Marco-wallah, y me agarrarais contra mi voluntad, a pesar de mis súplicas, y os abalanzarais sobre mí sin darme tiempo a prepararme, e introdujerais a la fuerza vuestro rígido sthanu en mis castas pero débiles defensas.
—Tofaa. Me gustaría que lo dejaras.
—¿Queréis que lo deje? —Sus ojos se dilataron, y lo mismo debió de sucederle a su yoni, porque una voluminosa humareda azul salió repentinamente de allí dentro—. ¿Queréis que tenga hijos vuestros?
—Gèsu. Quiero que cese esta eterna preocupación por los asuntos de debajo de la cintura. Te contraté para que fueras mi intérprete, y tiemblo con sólo imaginar las palabras que puedas decir en nombre mío. Pero en este momento, Tofaa, el mar está rociando y salando nuestro arroz y nuestra carne de cabra. Ven, pero ponte algo en tu otro extremo.
Entonces yo realmente creía que al elegir a una mujer hindú como traductora en la India había elegido, desgraciadamente, a un ejemplar muy poco agraciado, sin mucho seso, y patético. No lograba comprender cómo se había convertido en la consorte de un rey, pero ahora simpatizaba más que nunca con aquel hombre, y pensaba que ya entendía mejor por qué había sacrificado un reino y su propia vida. Pero aquí sólo he mencionado algunos de los atributos poco atractivos de Tofaa, sólo unos cuantos, y he dado algunos ejemplos de su fatua garrulidad, sólo unos pocos, para de este modo hacerla visible y audible en todo su horror. Si hago esto es porque al llegar a la India descubrí aterrorizado que Tofaa no era una anomalía. Era una hembra hindú adulta puramente típica y normal. De entre una multitud de mujeres hindúes, por muy variadas que fuesen las clases o jati, yo difícilmente podía haber distinguido a Tofaa. Y lo que es peor, descubrí que las mujeres eran inconmensurablemente superiores a los hombres hindúes.
A lo largo de mis viajes había conocido muchas otras razas y naciones antes de visitar las de la India. Había llegado a la conclusión de que los restos mien de los bho de To-Bhot tenían que ser las razas más ínfimas de la humanidad, pero me había equivocado. Si los mien representaban el nivel del suelo en relación a los hombres, los hindúes eran sus galerías de lombrices. En alguno de esos países en los que había vivido o que había visitado anteriormente, no pude evitar ver que algunos pueblos despreciaban o detestaban a otros: por sus idiomas distintos, por su menor refinamiento, o su inferior clase social o sus peculiares sistemas de vida, o por la religión que elegían. Pero en la India no pude evitar ver que todo el mundo despreciaba y detestaba a todos los demás y por todas estas razones.
Intentaré ser lo más justo posible. He de decir que desde el principio cometía un pequeño error al considerar a todos los indios hindúes. Tofaa me informó de que «hindú» era sólo una variante del nombre «indio» especialmente aplicada a los indios que practicaban la religión hindú del Sanatana Dharma, o del Deber Eterno. Estos indios preferían darse el altisonante nombre de «brahmanistas», en honor a Brahma, el Creador, el principal de los tres dioses (los otros dos eran Vishnu, el Preservador, y Siva, el Destructor) que presidían una innumerable multitud de dioses. Otros hindúes habían elegido a algún dios menor de entre esta multitud: Varuna, Krishna, Hanuman, o cualquier otro, tenían más devoción por aquel dios elegido y por tanto se consideraban superiores al común de los hindúes. Gran parte de la población había adoptado la religión hindú que se filtraba desde el norte y el oeste, y muy pocos indios practicaban aún el budismo. Ésa religión, después de originarse en la India y difundirse fuera del país, casi se había extinguido en su propia tierra, posiblemente porque imponía la limpieza. Otros indios tenían otras religiones, sectas o cultos: Jaina, Sikh, Yoga, Zarduchi. Sin embargo, el pueblo indio, en toda su numerosísima diversidad, confusión y sobreposición de fes, mantenía una sagrada característica común: los partidarios de cada religión despreciaban y detestaban a los partidarios de todas las demás.
A los indios tampoco les gustaba mucho que se les agrupara bajo el nombre de «indios». Eran una burbujeante y heterogénea caldera de razas distintas, o eso decían. Estaban los cholas, aryanes, sindis, bhils, bengalíes, y no sé cuántos más. Los indios de color marrón más claro se llamaban a sí mismos blancos, y decían que sus antepasados tenían pelo rubio y ojos claros y procedían de algún lejano lugar hacia el norte. Si eso alguna vez fue cierto, desde entonces se habían producido tantos cruces que a lo largo de los siglos, los tonos marrones más oscuros y negros de las razas del sur habían predominado como si echamos barro en la leche, y ahora en todos los indios sólo había tonos y matices de marrón fangoso. Ninguno de ellos podía enorgullecerse de su color, y las insignificantes diferencias de tono servían sólo como un elemento más de su mutuo desprecio. Los de color marrón más claro se burlaban de los marrones más oscuros, y éstos de los incontestablemente negros.
Además, según su raza, tribu, linaje familiar, lugar de origen y de residencia habitual, los indios hablaban ciento setenta y nueve lenguas distintas, apenas comprensibles entre sí, y los hablantes de cada una de ellas consideraban que la suya era la lengua verdadera y santa (aunque pocos se preocupaban siquiera de aprender a leerla y a escribirla, en caso de que tuviera realmente escritura o caracteres o alfabeto con que escribir, cosa poco frecuente), y los hablantes de cada lengua verdadera despreciaban y vilipendiaban a quienes hablaban una falsa lengua, es decir, cualquiera de las ciento setenta y ocho restantes.
Todos los indios, cualquiera que fuese su raza, religión, tribu o lengua, se sometían sin resistencia alguna a un orden social impuesto por los brahmanistas. Era el orden de las jatis, que dividía a las personas en cuatro rígidas clases con un enorme resto de descartados. Fueron los sacerdotes brahmanes quienes hace mucho tiempo inventaron las jati, y naturalmente eran sus propios descendientes quienes ahora constituían la clase superior, llamada de los brahmanes. Después estaban los descendientes de antiguos guerreros, muy antiguos, pensé, ya que no vi a ningún hombre que pudiera dar la imagen aproximada de un guerrero. Luego los descendientes de antiguos comerciantes, y finalmente los descendientes de antiguos y humildes artesanos. Éstos constituían la casta inferior, pero estaban también los descartados, los paraiyar, los «intocables», que no podían aspirar a jati alguna. Un hombre o una mujer nacido en cualquiera de las jati no podía unirse a una persona nacida en otra superior, y por supuesto no quería hacerlo con alguna de una jati inferior. Los matrimonios, las alianzas, y las transacciones comerciales se realizaban sólo entre jatis del mismo nivel; de este modo las clases se perpetuaban eternamente, y era tan imposible subir a un nivel superior como alcanzar las nubes. Mientras tanto, los paraiyar no se atrevían siquiera a proyectar su profanadora sombra sobre alguien perteneciente a una jati.
Nadie en la India, a excepción, supongo, de un hindú de la clase de los brahmanes, estaba satisfecho con la jati en que le había tocado nacer. Todas las personas que conocí de alguna jati inferior tenían mucho interés en contarme que sus antepasados habían pertenecido, tiempo atrás, a una clase mucho más noble, y que la influencia, la astucia o la brujería de algún enemigo los había degradado inmerecidamente. Sin embargo, todos se enorgullecían de pertenecer a un orden superior al de cualquier otro, aunque sólo fuese de los viles paraiyar. Y cualquiera de éstos podía siempre señalar burlonamente a algún paraiyar aún más miserable e inferior que él. Lo más despreciable del orden de las jati no era que existiera, y que hubiera existido durante siglos, sino que todos los que vivían atrapados en sus redes, no sólo los hindúes sino hasta la última alma de la India, permitieran voluntariamente su continuidad. Cualquier otra persona, con una mínima chispa de valentía, de sentido común y de respeto hacia sí mismo, las hubiera abolido hacía tiempo, o hubiera muerto en el intento. Los hindúes no lo habían intentado nunca, y no observé síntoma alguno de que fueran a hacerlo.
No es imposible que incluso pueblos tan degenerados como los bho y los mien se hayan perfeccionado en estos últimos años desde que yo estuve por última vez entre ellos, y se hayan convertido, ellos y su país, en algo medianamente decente. Pero, por los informes sobre la India que he recibido de otros viajeros en estos últimos años, allí no ha cambiado nada. Todavía hoy, si a un hindú le molesta pertenecer a una de las heces de la humanidad, para sentirse mejor sólo tiene que buscar a su alrededor otro hindú al cual se considere superior, y eso ya le satisface.
Para mí hubiera sido farragoso tratar de identificar a cada persona que conocí en la India según todos sus títulos de raza, religión, jati y lengua (uno de ellos podía ser simultáneamente chola, jainista, brahmán, y hablar en tamil); en cualquier caso, el conjunto de la población estaba sometido al orden hindú de las jatis, por lo cual yo seguí considerándolos indiscriminadamente a todos ellos hindúes, y los seguí llamando a todos hindúes, y aún lo hago. Si a la quisquillosa doña Tofaa le parecía un nombre impropio y despectivo, a mí no me lo parecía ni me preocupaba. Podían ocurrírseme numerosos epítetos más adecuados y mucho peores.
Cholamandal era la costa más terrible y poco seductora que había visto hasta entonces desde un navío. En toda su longitud, el mar y la tierra se fundían de modo simple e indistinto y formaban llanuras costeras que sólo eran marismas llenas de cañas, de malas hierbas y de miasmas, producto de una multitud de riachuelos y arroyos que llegaban perezosamente desde el lejano interior de la India. La fusión de tierra y agua era tan paulatina que los navíos se veían obligados a echar anclas a unos tres o cuatro lis dentro de la bahía, donde hubiera suficiente calado para la quilla. Tocamos tierra en un pueblecito llamado Kuddalore, donde encontramos una abigarrada flota de barcos de pesca y de pescadores de perlas ya anclados y unos cuantos botes que transportaban sus tripulaciones y cargas de un lado a otro desde el punto de anclaje hasta el pueblecito casi invisible del interior, atravesando las fangosas llanuras. Nuestro capitán maniobraba hábilmente su qurqur entre la flota mientras Tofaa, inclinada sobre la barandilla, miraba con atención a los hindúes que iban a bordo de estos navíos, y de vez en cuando les hacía preguntas a voz en grito.
—Ninguno de éstos es el barco perlero que estaba en Akyab —me informó finalmente.
—Bueno —dijo el capitán, dirigiéndose también a mí—, esta costa perlera de Cholamandal tiene sus buenos trescientos farsajs de norte a sur, o si preferís, más de dos mil li. Supongo que no vais a proponerme que cruce de arriba a abajo toda su longitud.
—No —dijo Tofaa—. Creo, Marco-wallah, que deberíamos ir hacia el interior hasta la capital chola más próxima que es Kumbakonam. Todas las perlas son de propiedad real, y al final todas van a parar al rajá; quizá él pueda indicarnos más fácilmente dónde se encuentra el pescador que buscamos.
—Muy bien —le dije, y dirigiéndome al capitán añadí—: Si llamáis a un bote para que nos acerque a la costa, os dejaríamos aquí, agradeciéndoos mucho la buena travesía que hemos tenido. Salaam aleikum.
Atravesamos el agua salobre de la bahía en un bote impulsado por remos por un escuálido hombrecito negro, quien luego nos condujo a través de las fétidas marismas hacia la alejada Kuddalore empujando su bote con una pértiga. Entonces pregunté a Tofaa:
—¿Qué es un rajá? ¿Un rey, un wang, o qué es?
—Un rey —respondió ella—. Dos o trescientos años atrás, reinó el rey mejor, más fiero y más sabio que ha habido nunca en el reino Chola, y se llamaba rey Rajarajá, el Grande. Por eso, desde entonces, como tributo a él y con la esperanza de emularle, los gobernantes de Chola, y también de la mayoría de las demás naciones indias, han adoptado su nombre como título de majestad.
Desde luego no era una apropiación infrecuente, ni siquiera en nuestro mundo occidental. César había sido originalmente un apellido romano, pero se convirtió en el título de un cargo de poder, y en la forma de Kaiser continúa siéndolo para los gobernantes del más reciente sacro imperio romano, y con la forma de Zar lo utilizan los insignificantes gobernantes de las numerosas y triviales naciones eslavas. Pero pronto descubriría que a los monarcas hindúes no les bastó con apropiarse el nombre del antiguo Raja, eso en sí mismo no era suficientemente pretencioso, y tuvieron que elaborarlo y adornarlo para aparentar aún más realeza y majestad.
Tofaa continuó:
—Éste reino chola antiguamente era inmenso, poderoso y unificado. Pero el último gran rajá murió algunos años atrás, y desde entonces ha sido fragmentado en numerosos mandalas, los cholas, los chera y los pandya, cuyos rajas menores se pelean por poseer todo el país.
—¡Que les aproveche! —refunfuñé mientras desembarcábamos en el muelle de Kuddalore.
Me parecía como si estuviéramos entrando en algún pueblecito mien desde el río Irawadi. No es preciso que describa más Kuddalore.
Había en ese muelle un grupo de hombres farfullando y gesticulando mientras formaban corro alrededor de un gran objeto mojado, extendido sobre los tablones. Me acerqué a mirarlo y vi que sin duda era la presa de algún pescador. Era un pescado muerto, o al menos hedía como un pescado, aunque haría mejor en llamarlo criatura marina, pues era más grande que yo, y no se parecía a nada de lo que yo había visto hasta entonces. La mitad inferior de su cuerpo era decididamente la de un pez, y terminaba en una cola de pescado como un creciente. Pero no tenía aletas ni escamas ni agallas. Estaba cubierto por una piel curtida, como la de delfín, y la parte superior del cuerpo era muy curiosa. En lugar de las aletas tenía una especie de muñones como brazos que terminaban en apéndices parecidos a patas palmeadas. Lo más notable es que tenía en su tórax dos inmensos pero inconfundibles pechos, muy parecidos a los de Tofaa, y su cabeza recordaba ligeramente a la de una vaca muy fea.
—En nombre de Dios, ¿qué es esto? —pregunté—. Si no fuera tan asqueroso y horrible casi creería que es una sirena.
—No es más que un pez —dijo Tofaa—. Nosotros le llamamos duyong.
—Entonces, ¿por qué tanta agitación por un simple pez?
—Algunos de estos hombres pertenecen a la tripulación del barco que lo arponeó y lo trajo hasta aquí. Los demás son pescadores que quieren comprar porciones para luego venderlas. Aquél que va bien vestido es el juez del pueblo. Está pidiendo juramento y declaraciones.
—¿Para qué?
—Ocurre lo mismo cada vez que pescan uno. Antes de perderlo, los pescadores deben jurar que ninguno de ellos hizo surata con el duyong de camino a la costa.
—Quieres decir… ¿copular sexualmente con eso? ¿Con un pez?
—Lo hacen siempre, aunque después juren que no lo hicieron. —Se encogió de hombros y sonrió con indulgencia—. Los hombres, ya se sabe.
En muchas ocasiones posteriores tendría motivos para lamentar mi inclusión en el género que comprendía también a los machos hindúes, pero ésta fue la primera vez. Me puse a caminar trazando un amplio círculo alrededor del duyong y de los hombres, y luego continué por la calle principal de Kuddalore. Todas las rollizas mujeres del pueblo vestían el sari enrollado que cubría adecuadamente la mayor parte de su suciedad corporal, excepto donde quedaba visible el rollo carnoso del vientre. Los hombres, escuálidos, aunque tenían menos que enseñar, lo mostraban también, pues no llevaban más que un tulband descuidadamente enrollado y un pañal suelto, grande y holgado llamado dhoti. Los niños no llevaban nada más que aquel sarampión pintado en la frente.
—¿Hay aquí algún caravasar —pregunté a Tofaa— o como quiera que lo llaméis, en donde podamos alojarnos mientras nos preparamos para seguir el viaje?
—Dak bangla —dijo ella—. Casa de descanso del viajero. Preguntaré.
Tofaa extendió la mano bruscamente, agarró el brazo de un pasajero y le espetó una pregunta. Él no se lo tomó a mal, como habría hecho un hombre en cualquier otro país si una mujer cualquiera se le acercara tan descaradamente. En vez de eso, casi se asustó y al responder habló en tono sumiso. Tofaa dijo algo que sonaba como una especie de acusación, y él contestó aún más débilmente. La conversación continuó en este tono, ella casi gritando, él finalmente casi lloriqueando. Yo los contemplaba admirado y por fin Tofaa me explicó el resultado.
—No hay dak bangla en Kuddalore. Vienen muy pocos forasteros, y menos aún tienen interés en pasar siquiera una noche. Es típico de los humildes chola. En mi Bengala natal nos hubieran recibido con más hospitalidad. No obstante, este desgraciado se ofrece a alojarnos en su propia casa.
—Bueno, eso es bastante hospitalario, ¿no? —dije yo.
—Pide que le sigamos hasta allí y que esperemos un momento hasta que él haya entrado. Entonces tenemos que llamar a la puerta y él abrirá y nosotros le pediremos cama y comida, y él nos lo negará groseramente.
—No entiendo nada.
—Es la costumbre. Ya veréis.
Volvió a hablar con el hombre, y éste se marchó con una especie de trote ansioso. Nosotros le seguimos, abriéndonos paso entre los cerdos, las aves, los niños, los excrementos y otros desperdicios de la calle. Al ver dónde tenían que vivir los residentes de Kuddalore (las casas no eran más sólidas y elegantes que una cabaña mien de la jungla de Ava), agradecí bastante que no hubiese un dak bangla para nosotros, puesto que cualquier lugar reservado sólo para los pasajeros habría sido una auténtica pocilga. La residencia de nuestro anfitrión no era mucho mejor que una pocilga construida con ladrillos de barro y cubierta con excrementos de vaca, como comprobamos cuando nos detuvimos fuera y él desapareció en su oscuro interior. Después de una breve espera, como nos había dicho, Tofaa y yo subimos hasta la chabola y ella golpeó la desvencijada puerta. Lo que sucedió a partir de entonces, lo cuento tal como Tofaa me lo tradujo después.
En el quicio de la puerta apareció el mismo hombre y echó la cabeza hacia atrás para dirigir su nariz hacia nosotros. Ésta vez Tofaa se dirigió a él con un murmullo servil.
—¿Qué? ¿Forasteros? —voceó tan fuerte que se le hubiera podido oír desde el muelle de la bahía—. ¿Peregrinos de paso? ¡No, aquí por supuesto que no! A mí no me importa, señora, que usted sea de la jati de los brahmanes! Yo no doy cobijo al primero que llama a mi puerta, y no voy a permitir que mi mujer…
No sólo se interrumpió a medio bramido, sino que desapareció totalmente arrinconado detrás de la puerta que se abría, y empujado a un lado por un carnoso brazo marrón oscuro. Una carnosa mujer de color marrón oscuro apareció en su lugar, nos sonrió y nos dijo con una dulzura almibarada:
—Sois viajeros, ¿no? ¿Y buscáis cama y comida? Bien, entrad, entrad. No hagáis caso a este gusano de marido. Le gusta hacerse el gran señor, pero sólo cuando habla. Pasad, pasad.
Así que Tofaa y yo arrastramos nuestros equipajes hasta el interior de la casa, y allí nos enseñaron el dormitorio donde debíamos dejarlo. La habitación, rebozada con boñigas de vaca, estaba totalmente ocupada por cuatro camas, parecidas a las hindora que había encontrado en otros lugares, pero no tan buenas. La hindora era un jergón colgado con cuerdas del techo, pero este tipo, llamado palang, era una especie de tubo de tela rajado, como un saco abierto longitudinalmente, anudado por cada extremo a las paredes y que oscilaba libremente. Dos de los palangs sostenían un enjambre de chiquillos desnudos de color marrón oscuro, pero la mujer los echó de ahí con tan poca delicadeza como había echado a su marido, y dio por sentado que Tofaa y yo dormiríamos allí en la misma habitación que ellos dos.
Regresamos a la otra de las dos habitaciones de la cabaña y la mujer sacó a los niños también de allí y los echó a la calle mientras nos preparaba una comida. Cuando nos alargó a cada uno una tabla de madera, reconocí de qué comida se trataba, o mejor dicho, reconocí que era prácticamente la misma salsa de kari más bien mucosa que había tomado, hacía mucho tiempo, en las montañas de Pai-Mir. Karim era el único nombre nativo que podía recordar de aquel lejano viaje en compañía de otros hombres de raza chola. Por lo que yo recordaba, aquellos hombres de color marrón oscuro habían demostrado al menos un poquito más de hombría que mi actual anfitrión. Sin embargo, no iban acompañados de mujeres chola.
El hombre de la casa y yo, como no podíamos conversar, nos pusimos de cuclillas uno al lado de otro a comer nuestro poco apetitoso plato y a dirigirnos de vez en cuando educados gestos con la cabeza. Yo debía de parecer un zerbino tan aplastado y maltratado como él, pues los dos sin decir nada mordisqueábamos nuestra comida como ratoncitos, mientras las dos mujeres charlaban y vociferaban intercambiando comentarios, según me informó Tofaa después, sobre la utilidad general de los hombres.
—Es bien cierto —comentaba la mujer de la casa— que un hombre es sólo un hombre cuando está rebosante de ira, cuando no soporta sumisamente la humillación. Pero ¿hay algo más despreciablemente lastimoso —dijo agitando su tabla de comida para señalar a su marido— que un hombre débil indignado?
—Es bien cierto —intervino Tofaa— que un charco pequeño se llena fácilmente, como las patas delanteras de un ratón, y del mismo modo a un hombre insignificante se le satisface fácilmente.
—Yo estuve primero casada con un hermano de éste —dijo la mujer—. Cuando enviudé, cuando los compañeros de mi marido lo trajeron a casa muerto (lo aplastó en la propia cubierta, según dijeron, un duyong recién pescado que aún se debatía) debí de haberme comportado como una auténtica sati y haberme arrojado yo misma a la pira funeraria. Pero era aún joven y sin hijos, así que el sadhu del pueblo insistió en que me casara con este hermano de mi marido y tuviera hijos para continuar el linaje de la familia. ¡Ah, en fin, aún era joven!
—Es bien cierto que una mujer nunca envejece de cintura hacia abajo —observó Tofaa con una risita salaz.
—Sí, es cierto —dijo la mujer con una risita lúbrica—. También es cierto que no pueden meterse demasiados troncos en un fuego, ni en una mujer demasiados sthanu.
Los dos se rieron lascivamente durante un rato. Luego Tofaa dijo agitando su tabla para señalar a los niños congregados en el quicio de la puerta:
—Al menos es fértil.
—También lo es un conejo —refunfuñó la mujer—. Es bien cierto también que un hombre cuya vida y hechos no destacan entre los de sus compañeros, no hace más que sumarse al montón.
Finalmente empecé a cansarme de aparentar sumisamente que compartía el silencio amedrentado de mi anfitrión. En un intento por comunicarme con él un poco, le señalé mi tabla de madera aún llena de comida, me relamí los labios sin ninguna sinceridad, como si el mejunje me hubiera gustado y luego hice gestos preguntándole qué carne había debajo del kari. Él me entendió y me dijo lo que era, y me di cuenta de que ya sabía una palabra más del idioma nativo:
—Duyong.
Me levanté y salí de la cabaña para inhalar profundamente el aire de la tarde. Apestaba a humo, a pescado, a basura, a pescado, a gente sin lavar, a pescado, a niños nauseabundos, pero al menos me sirvió de algo. Seguí paseando por las calles de Kuddalore, por las dos únicas que había, hasta bien entrada la noche, y regresé a la cabaña donde encontré a todos los niños dormidos en el suelo de la primera habitación entre los restos de nuestras tablas de comida, y a todos los adultos dormidos, totalmente vestidos, en sus palangs. Con cierta dificultad al primer intento me metí en el mío, lo encontré más cómodo de lo que me había parecido y me quedé dormido. Pero me despertaron a una hora oscura aún unos ruidos de forcejeo y comprendí que el hombre se había subido al palang de la mujer y que le estaba haciendo surata ruidosamente, aunque ella seguía regañándole y susurrándole cosas. Tofaa se había despertado y también lo había oído y luego me contó lo que la esposa había estado diciendo:
—Tú sólo eres el hermano de mi difunto marido, recuérdalo, aun después de todos estos años. Tal como el sadhu ordenó te está prohibido disfrutar mientras realizas tus funciones generadoras. Nada de pasión, ¿me oyes? ¡No debes disfrutar…!
Ahora estaba a punto de pensar que por fin había encontrado la auténtica patria de las amazonas, y el origen de todas sus leyendas. Una de las leyendas era que conservaban sólo a algunos hombres más bien residuales para que las fecundaran cuando fuera necesario crear más amazonas.
Al día siguiente nuestro anfitrión preguntó amablemente a sus vecinos y encontró a uno que iba en su carreta de bueyes hasta el próximo pueblo del interior, y que podía llevarnos a Tofaa y a mí. Agradecimos a nuestro anfitrión y a su esposa su hospitalidad, y di al hombre un poco de plata en pago a nuestro alojamiento, pero su esposa se lo arrebató rápidamente. Tofaa y yo nos sentamos sobre la parte trasera de la carreta y ésta se puso en marcha dando sacudidas y avanzó pesadamente por la marisma plana y feculenta. Para pasar el rato, le pregunté qué había querido decir aquella mujer al referirse al sati.
—Es una vieja costumbre nuestra —dijo Tofaa—. Sati significa esposa fiel. Cuando un hombre muere, si su viuda es una auténtica sati se arrojará ella misma a la pira consumiéndose y muriendo también.
—Ah, ya —dije pensativamente.
Quizá me había equivocado al considerar a las mujeres hindúes dominantes amazonas, sin cualidades matrimoniales.
—No es una idea totalmente grotesca. En cierto sentido es casi atractivo que una esposa fiel acompañe a su querido marido al otro mundo, deseando estar juntos para siempre.
—Bueno, no es exactamente así —dijo Tofaa—. Es bien cierto que la mayor esperanza de una mujer es morir antes que su marido. Esto se debe a que el destino de una viuda es inimaginable. Su marido probablemente es un inútil, pero ¿qué hace sin él? Hay multitud de hembras madurando constantemente y alcanzando la edad matrimonial, los once o doce años, y ¿qué posibilidades de volverse a casar tiene una viuda usada, gastada y que ya no es joven? Si queda sola en el mundo, indefensa, y sin apoyo, se convierte en un objeto inútil, menospreciado, y denigrado. Nuestro término viuda significa literalmente mujer muerta que espera morir. Así que, como veis, igual le da saltar al fuego y acabar con todo eso.
Tras esta explicación, la costumbre perdía algo de su aspecto elevado y poético, pero comenté que a pesar de todo hacía falta valor y que no carecía de cierta dignidad y orgullo.
—Bueno, de hecho —dijo Tofaa— la costumbre surgió porque algunas esposas planeaban volverse a casar, habían elegido ya a su próximo marido y se dedicaban a envenenar a sus cónyuges. La práctica del sacrificio sati fue impuesta por los gobernantes y las jerarquías religiosas, para impedir esos frecuentes asesinatos de maridos. Se dictó una ley según la cual si un hombre moría por cualquier motivo y en la causa de su muerte no se demostraba la inocencia de su mujer ésta debía arrojarse a la pira, y si ella no lo hacía tenían que arrojarla los familiares del difunto. De este modo las esposas se lo pensaron dos veces antes de envenenar a los maridos, e incluso se preocupaban de mantener vivos a sus hombres, cuando caían enfermos o envejecían.
Decidí que me había equivocado. Aquélla no era la patria de las amazonas, era la patria de las arpías.
Y esta última opinión no se vio modificada por lo que nos pasó luego. Llegamos al pueblo de Panrati mucho después del crepúsculo y nos encontramos con que allí tampoco había ningún dak bangla. Tofaa volvió a detener un hombre por la calle, y vivimos la misma comedia que el día anterior. El hombre se fue hacia su casa, nosotros le seguimos, nos negó a voces la entrada e inmediatamente lo apartó de en medio una hembra tempestuosa. La única diferencia en este caso consistía en que el gallo dominado era muy joven y la gallina abusona no lo era.
Cuando quise agradecer a la mujer su invitación, me salió como una especie de tartamudeo que Tofaa tradujo:
—Os agradecemos a vos y a vuestro… ejem… ¿marido?… ¿hijo?
—Era mi hijo —dijo la mujer—. Ahora es mi marido. —Yo debí de quedar boquiabierto o con los ojos desorbitados, porque ella continuó explicando—: Cuando su padre murió, él era nuestro único hijo, y estaba a punto de cumplir la edad de heredar esta casa y todo lo que hay en ella; yo entonces me hubiera convertido en una mujer muerta que espera morir. Así que soborné al sadhu del lugar para que me casara con el chico; él era demasiado joven e ignorante para oponerse, y de este modo conservé mi parte correspondiente en la propiedad. Desgraciadamente tiene poco de marido. Hasta el momento, sólo ha engendrado en mí estas tres niñas: mis hijas, sus hermanas —y señaló a unas mocosas de mandíbula caída y aspecto idiotizado sentadas por allí formando montón—. Si ellas son la única descendencia que tengo, sus eventuales maridos heredarán después. A menos que entregue las chicas a las devanasi, las putas del templo. O quizá, como su mentalidad por desgracia es deficiente, podría donarlas a la Santa Orden de los Mendigos Lisiados. Pero puede que sean demasiado imbéciles para hacer bien de mendigos. En todo caso, como es natural, estoy preocupada, y naturalmente cada noche intento con todas mis fuerzas hacer otro hijo, para que la propiedad de la familia quede en nuestro linaje. —Puso apresuradamente delante de nosotros varias tablas de madera con comida condimentada con kari—. Por lo tanto, si no os importa, comeremos todos de prisa para que él y yo podamos subir a nuestro palang.
Y de nuevo aquella noche tuve que oír los húmedos ruidos del surata producidos en nuestra misma habitación, acompañados esta vez por apremiantes susurros, que Tofaa me repitió a la mañana siguiente:
—¡Más fuerte, hijo! ¡Debes esforzarte más!
Me pregunté si la avariciosa mujer planeaba casarse después con su nieto, pero realmente no me importaba y no se lo pregunté. Ni me preocupé por comentarle a Tofaa que todo lo que ella me había contado durante nuestro viaje sobre el interés de la religión hindú por el pecado, la censura y los horrendos castigos que aplicaba, parecía tener un efecto poco edificante en la moralidad general hindú.
Nuestro destino, la capital llamada Kumbakonam, no estaba terriblemente lejos de donde habíamos desembarcado en la costa, pero ningún campesino hindú tenía un animal de montar para vendernos y muy pocos estaban dispuestos a llevarnos cobrando hasta el próximo pueblo o ciudad de la carretera, o lo más probable es que sus mujeres no les dejaran; así que Tofaa y yo tuvimos que proseguir cubriendo etapas de una lentitud exasperante, eso si encontrábamos en nuestro camino algún carretero o boyero. Montamos en traqueteantes carros de bueyes, nos arrastraron sobre mazos de piedra, cabalgamos sobre la grupa de burros de carga, nos tumbamos sobre los agudos espinazos de los bueyes, una o dos veces montamos caballos ensillados de verdad, y muchas veces tuvimos que echarnos a andar, con lo cual generalmente teníamos que dormir entre setos junto al camino. Eso no me resultaba demasiado pesado si no fuera porque todas esas noches Tofaa, entre sonrisitas, pretendía que yo la llevaba a acostarnos en medio del campo sólo para violarla, y cuando yo no hacía tal cosa, se pasaba media noche quejándose de la descortesía con que yo trataba a una dama de noble nacimiento, a doña Don de los Dioses.
El nombre del último pueblo remoto que encontramos por el camino era mayor que el total de su población —Jayamkondacholapuram— y además sólo fue notable por algo que sucedió mientras nosotros estábamos allí y que contribuyó a disminuir su población aún más. Tofaa y yo estábamos otra vez sentados en cuclillas en una cabaña de boñigas de vaca cenando alguna misteriosa sustancia camuflada bajo el kari, cuando de pronto se oyó un retumbar parecido al sonido de un trueno lejano. Nuestros anfitriones se pusieron inmediatamente de pie, chillaron al unísono «aswamheda» y salieron corriendo de la casa, apartando de en medio a patadas a varios de sus hijitos acostados por el suelo.
—¿Qué es aswamheda? —pregunté a Tofaa.
—No tengo ni idea. La palabra sólo significa escapar.
—Quizá debamos imitar a nuestros anfitriones y escapar también.
Así que Tofaa y yo pasamos por encima de los niños y salimos a la única calle del pueblo. El retumbo estaba ahora más cerca, y yo pensé que podía ser una manada de animales avanzando al galope desde el sur. Todos los jayamkondacholapuramenses huían del ruido formando una multitud aterrorizada y precipitada que pisoteaba descuidadamente a las numerosas personas que tropezaban y caían al suelo, todas muy jóvenes o muy ancianas. Algunos de los habitantes más ágiles se encaramaban a los árboles o a los tejados de paja de sus casas.
Vi al primero de la manada llegar galopando por el extremo sur de la calle y comprobé que eran caballos. Ahora bien, yo conozco a esos animales y sé que no son las criaturas más inteligentes del reino animal, pero también sé que tienen más sentido común que los hindúes. Aunque se trate de una manada que corre con los ojos distorsionados y echando espuma por la boca, no pasará sobre un ser humano caído en su camino. Cualquier caballo saltará por encima, o se desviará bruscamente o si es preciso realizará un salto mortal de volteador para no pisar a un hombre o a una mujer caídos. O sea que me limité a arrojarme al suelo boca abajo y arrastré a Tofaa conmigo, aunque ella chillaba mortalmente aterrorizada. Me quedé quieto y la mantuve a ella en esa posición y, tal como esperaba, la enfurecida manada se apartó alrededor nuestro y pasó tronando por cada lado. Los caballos también se preocuparon de evitar los cuerpos inertes de los ancianos y niños hindúes aplastados ya por sus propios parientes, amigos, vecinos.
Cuando el último de los caballos desapareció por el otro extremo de la carretera en dirección norte, el polvo comenzó a posarse y los habitantes empezaron a bajar gateando de tejados y árboles y a regresar lentamente desde los lugares a donde habían huido. Acto seguido comenzó a oírse un concierto de aullidos y gritos de dolor, mientras levantaban a sus muertos aplastados y agitaban sus puños cerrados al cielo, y lanzaban imprecaciones al destructor dios Siva por haberse llevado tan cruelmente a tantos inocentes y enfermos.
Tofaa y yo regresamos a nuestra comida, y finalmente nuestros anfitriones volvieron también y contaron sus niños. No habían perdido ninguno, y sólo habían pisoteado a unos cuantos, pero estaban tan afligidos y consternados como el resto del pueblo. Y aquella noche, ella y él, después de que todos nos hubiéramos ido a la cama, ni siquiera hicieron surata ante nosotros; y sobre el aswamheda sólo pudieron decirnos que era un fenómeno que tenía lugar aproximadamente una vez al año, y que se debía a la intervención del cruel rajá de Kumbakonam.
—Lo mejor que podíais hacer, viajeros, es no ir a esa ciudad —dijo la mujer de la casa—. ¿Por qué no os instaláis aquí, en la tranquila, civilizada y acogedora Jayamkondacholapuram? Aquí hay mucho lugar para vosotros ahora que Siva ha destruido a tantos de los nuestros. ¿Por qué persistís en ir a Kumbakonam, a la llamada Ciudad Negra?
Dije que teníamos cosas que hacer allí y pregunté por qué la llamaban así.
—Porque negro es el rajá de Kumbakonam, y negra es su gente, y negros sus perros, y negras las paredes, y negras las aguas, y negros los dioses, y negros los corazones de los habitantes de Kumbakonam.
Tofaa y yo, sin que la advertencia hiciera mella en nosotros, seguimos hacia el sur, cruzamos finalmente una cloaca en activo, dignificada con el nombre de río Kolerun, y al otro lado de ésta se encontraba Kumbakonam.
La ciudad era mucho mayor que todas las demás poblaciones por donde habíamos pasado, y sus calles eran más inmundas y estaban rodeadas de acequias más profundas llenas de orines estancados, y tenía una mayor variedad de basura pudriéndose al calor del sol, y había más leprosos golpeando sus bastones de aviso, y más cadáveres de perros muertos y de mendigos descomponiéndose a la vista de todos, y los olores a kari, a grasa de cocina, a sudor y a pies sin lavar eran más rancios. Pero la ciudad realmente no era más negra de color, ni su superficie estaba cubierta con capas de suciedad más espesas que cualquier otra población menor que hubiéramos visto antes, y los habitantes no eran más oscuros de piel y las capas de mugre que se acumulaban sobre ellos no eran más espesas. Había muchísima más gente, desde luego, de la que habíamos visto en otros lugares anteriores, y como cualquier ciudad, Kumbakonam había atraído a muchos tipos excéntricos que probablemente habían dejado sus pueblos natales en busca de mayores oportunidades. Por ejemplo, entre las multitudes de la calle vi a bastantes personas que vestían llamativos saris femeninos, pero que en la cabeza llevaban desaliñados tulbands propios de los hombres.
—Éstos son los ardhanari —dijo Tofaa—. ¿Cómo los llamáis vos? Andróginos, hermafroditas. Como podéis ver tienen pechos como las mujeres. Pero no podéis ver, hasta que no paguéis por el privilegio, que tienen órganos bajos masculinos y femeninos.
—Ya, ya. Siempre imaginé que eran seres míticos. Pero no me sorprendería que de existir en algún sitio tuviera que ser aquí.
—Nosotros, como somos un pueblo muy civilizado —dijo Tofaa—, dejamos que los ardhanari se paseen libremente por las calles, y exhiban abiertamente su oficio, y se vistan con tanta elegancia como las mujeres. La ley sólo les exige que lleven también el tocado masculino.
—Para no engañar a los incautos, ¿no?
—Exactamente. Un hombre que busca una mujer normal, puede alquilar una puta devanasi del templo. Pero los ardhanari, aunque no están garantizados en ningún templo, están mucho más ocupados que las devanasi, ya que pueden servir tanto a mujeres como a hombres. Me han dicho que pueden incluso hacer las dos cosas a la vez.
—Y aquel otro hombre de más allá —pregunté señalando—. ¿Está ofreciendo también en venta sus partes?
Si eso era lo que hacía, podía haberlas vendido al peso. Las llevaba delante suyo dentro de una enorme cesta que sostenía con ambas manos. Aunque las partes estaban aún unidas a su cuerpo, no hubieran podido caber en su pañal dhoti. Su saco testicular ocupaba completamente la cesta, y estaba curtido, arrugado y veteado como el pellejo de un elefante, y los testículos que había dentro debían de tener cada uno el doble del tamaño de una cabeza humana. Sólo ver el espectáculo, mis propias partes me empezaron a doler por compasión y repugnancia.
—Mirad debajo de su dhoti —dijo Tofaa— y veréis que sus piernas también tienen el grosor y la piel de un elefante. Pero no os compadezcáis de él, Marco-wallah. No es más que un paraiyar afligido por la Vergüenza de Santomé; Santomé es el nombre que damos nosotros al santo cristiano que vosotros llamáis Tomás.
La explicación fue aún más sorprendente que el espectáculo del lastimoso hombre elefante. Dije con incredulidad:
—¿Y qué sabe esta ignorante tierra de santo Tomás?
—Está enterrado en algún lugar cercano a aquí, o eso dicen. Fue el primer misionero cristiano que visitó la India, pero no fue bien recibido porque trató de ayudar a los viles y descastados paraiyar, lo cual disgustó y ofendió a la buena gente de las jati. Así que pagaron a la propia congregación de paraiyars convertidos para que asesinaran a Santomé, y…
—¿Su propia congregación? ¿Y lo hicieron?
—Los paraiyar hacen cualquier cosa por un poco de calderilla. Sólo sirven para trabajos sucios. Sin embargo, Santomé debió de haber sido un santo de grandes poderes, aunque pagano. Los hombres que lo asesinaron y sus descendientes paraiyar han sido maldecidos desde entonces con la Vergüenza de Santomé.
Avanzamos hacia el centro de la ciudad, en donde se encontraba el palacio del rajá. Para llegar hasta él teníamos que atravesar una espaciosa plaza de mercado, tan atiborrada como cualquier mercado, pero no de comercios aquel día. Se estaba celebrando una especie de fiesta, así que la atravesamos con calma para que yo pudiera ver cómo festejaban los hindúes un acontecimiento alegre. Parecía que lo hicieran más por obligación que por alegría, pensé yo, pues no pude ver por ninguna parte una cara animada o sonriente. Las caras, aparte de llevar más sarampión ornamental de la cuenta pintado sobre la frente, estaban untadas con algo que parecía barro, pero que olía peor.
—Boñigas del ganado sagrado —dijo Tofaa—. Primero se lavan la cara con los orines de las vacas, y luego ponen las boñigas sobre sus ojos, mejillas y pechos.
—¿Por qué? —pregunté y me abstuve de cualquier otro comentario.
—Éste festival es en honor a Krishna, el dios de muchas queridas y amantes. Krishna de muchacho era un simple pastor de vacas, y fue en el establo donde empezó a seducir a las pastoras del lugar y a las esposas de sus compañeros pastores. Así, este festival, además de ser una alegre celebración del fogoso acto del amor, también tiene su aspecto de solemnidad al rendir homenaje a las sagradas vacas de Krishna. Ésa música que están tocando los músicos, ¿la oís?
—Oigo algo, pero no sabía que fuera música.
Los músicos estaban agrupados alrededor de una plataforma en medio de la plaza, arrancando ruidos de una diversidad de instrumentos: flautas de caña, tambores, caramillos de madera y objetos de cuerda. Entre todo aquel conjunto de chirridos estridentes, tañidos y graznidos, las únicas notas sensiblemente melodiosas procedían de un único instrumento, una especie de laúd con un cuello muy largo, un cuerpo de calabaza y tres cuerdas metálicas, que se tocaban con un plectro montado en el dedo índice. El auditorio de hindúes formaba alrededor de ellos una masa sudorosa que parecía indiferente y poco conmovida por la música, como si apenas pudiera soportarla, es decir, más o menos igual que yo.
—Eso que tocan los músicos —dijo Tofaa— es el kudakuttu, la danza del lecherón de Krishna, está basada en una antigua canción que las pastoras cantaban a sus vacas mientras las ordeñaban.
—Ah, sí. Si me hubieras dado tiempo, probablemente hubiera adivinado algo de eso.
—Aquí llega una encantadora muchacha nach. Quedémonos a mirar cómo baila la danza del lecherón de Krishna.
Una mujer gruesa y de color marrón oscuro, encantadora quizá para los cánones que Tofaa me había recitado con anterioridad, y adecuadamente tetuda para aquella ocasión en que se adoraba a una vaca, subió trabajosamente a la plataforma con una gran vasija de barro simbolizando, imaginé, el lecherón de Krishna, y comenzó a entrenarse realizando con él diversas posturas, trató de pasárselo del codo de un brazo al del otro, se lo puso encima de la cabeza varias veces, y de vez en cuando golpeaba el suelo con sus anchos pies, sin duda para desalojar de hormigas la plataforma.
Tofaa me dijo confidencialmente:
—Los adoradores de Krishna son los más animados y alegres de todas las sectas hinduistas. Muchos los condenan porque prefieren la diversión a la gravedad, y la animación a la meditación, y afirman que el disfrute de la vida les da la felicidad, y la felicidad les da serenidad, y la serenidad sabiduría, y que todo en conjunto crea la totalidad del alma. Eso es lo que comunica la danza del lecherón de la chica nach.
—Me gustaría verla. ¿Cuándo empieza?
—¿Qué queréis decir? ¡La estáis viendo!
—Me refiero a la danza.
—Ésa es la danza.
Tofaa y yo continuamos a través de la plaza, ella parecía irritada, pero yo no escarmentaba. Pasamos entre la multitud de celebrantes desconsolados y en estado casi inanimado, hasta llegar a las puertas de palacio. Yo llevaba la placa de marfil de Kubilai colgada del pecho, y Tofaa explicó a los dos centinelas de la puerta lo que representaba. Iban vestidos con dhotis de aspecto poco militar y sostenían indolentemente sus lanzas formando ángulos dispares; se encogieron de hombros como si estuvieran poco dispuestos tanto a invitarnos a pasar como a tomarse la molestia de echarnos. Atravesamos un polvoriento patio y entramos en un palacio que al menos estaba regiamente construido de piedra, no con el barro y las boñigas que formaban la mayor parte de Kumbakonam.
Nos recibió un mayordomo, quizá de cierta categoría pues llevaba un dhoti limpio, y pareció impresionarle mi paizi y la explicación de Tofaa. Cayó de bruces y luego salió arrastrándose como un cangrejo, y Tofaa dijo que debíamos seguirle. Así lo hicimos y nos encontramos en la sala del trono. Para describir la riqueza y magnificencia de aquella sala, diré solamente que las cuatro patas del trono se levantaban sobre soperas llenas de aceite para evitar que las serpientes kaja del lugar treparan hasta el asiento y para evitar que las hormigas blancas royeran y derrumbaran todo el montaje. El mayordomo nos indicó que esperáramos, y se escabulló por otra puerta.
—¿Por qué anda ese hombre arrastrándose sobre su vientre? —pregunté a Tofaa.
—Se muestra respetuoso en presencia de sus superiores. Nosotros también debemos hacerlo cuando el rajá aparezca. No es preciso caer al suelo, pero sí procurar que nuestra cabeza nunca esté más elevada que la suya. Os daré un codazo en el momento adecuado.
En aquel momento aparecieron media docena de hombres, se formaron en filas y nos miraron impasibles. Eran personas tan difíciles de describir como cualquiera de los celebrantes que estaban en la plaza, pero iban vistosamente ataviados con dhotis de hilos dorados y hasta llevaban bellas chaquetillas cubriendo sus torsos, y tulbands impecablemente enrollados. Por primera vez en la India imaginé que estaba ante personas de clase superior, probablemente el séquito de ministros del rajá, así que comencé un discurso para que Tofaa lo tradujera, dirigiéndome a ellos como «Mis señores» y presentándome.
—Chitón —dijo Tofaa, tirándome de la manga—. Ésos sólo son los aclamadores y vitoreadores del rajá.
Antes de que yo pudiera preguntar qué significaba aquello, se produjo un nuevo revuelo alrededor de la puerta, y el rajá avanzó ceremoniosamente a la cabeza de otro grupo de cortesanos. Instantáneamente, los seis aclamadores y vitoreadores bramaron, y aunque no pueda creerse, bramaron al unísono:
—¡Salve su alteza el Maharajádhiraj Raj RajeshwarNarenara Kami Shriomani SawaiJai Maharajá Sri Ganga Muazzam SinghjiJah Ba-hadur!
Después hice que Tofaa me repitiera todo eso, lentamente y con exactitud, para poder escribirlo, no sólo porque el título era tan maravillosamente ostentoso sino también porque era un título ridículo para un hindú pequeño, negro, viejo, calvo, barrigudo y aceitoso.
Esto pareció sorprender por un momento incluso a Tofaa. Pero me dio un golpecito con el codo y se arrodilló, y como no era una mujer baja, descubrió que incluso arrodillada era aún algo más alta que el pequeño rajá, así que se inclinó aún más, hasta quedar abyectamente en cuclillas y comenzó a decir con voz entrecortada:
—Alteza… Maharajádhiraj… Raj…
—Con alteza basta —dijo generosamente.
Los aclamantes y vitoreadores rugieron:
—¡Su alteza es el verdadero guardián del mundo!
El rajá hizo un afable y modesto gesto para que callaran. No volvieron a bramar durante un rato, pero tampoco quedaron totalmente en silencio. Cada vez que el pequeño rajá hacía algo, ellos comentaban en un murmullo, pero también en cierto modo al unísono, cosas como «¡Mirad: su alteza se sienta sobre el trono de su dominio!». Y: «¡Mirad qué graciosamente cubre su alteza con una mano su bostezo…!».
—¿Y quién es éste? —preguntó el pequeño rajá a Tofaa, dirigiéndome una mirada muy altiva, porque yo no me había arrodillado ni siquiera inclinado.
—Explícale —dije en farsi— que me llamo Marco Polo, el insignificante y desconocido.
La mirada altiva del pequeño rajá mostró disgusto y dijo, también en farsi:
—Uno blanco como nosotros, ¿eh? Pero de piel blanca. Si sois un misionero cristiano, ¡marchaos!
—Su alteza ordena al vil cristiano que se marche… —murmuraron los aclamantes y vitoreantes.
—Soy cristiano, alteza, pero… —dije.
—Entonces, marchaos, para que no sufráis el destino de vuestro antiguo predecesor Santomé. Tuvo el horrible descaro de venir aquí predicando que debíamos adorar a un carpintero cuyos discípulos eran todos pescadores. Repugnante. Los carpinteros y los pescadores pertenecen a la jati más baja, suponiendo que no sean simples paraiyar.
—Su alteza está justa y legítimamente disgustado.
—Vengo ciertamente a cumplir una misión, alteza, pero no a predicar. —De momento decidí contemporizar—. Principalmente deseo conocer algo de vuestra gran nación y —me costó un cierto esfuerzo, pero finalmente mentí— y admirarla.
Señalé con la mano las ventanas de donde llegaba la lúgubre música y los hoscos murmullos del así llamado festival.
—¡Ah, y habéis visto a mi pueblo divirtiéndose! —exclamó el pequeño rajá, con un aire menos petulante—. Sí, procuramos que el pueblo esté feliz y contento. ¿Os gustó la estimulante fiesta de Krishna, Polo-wallah?
Yo intenté con un gran esfuerzo pensar en algo agradable de la ceremonia.
—Me agradó mucho… la música, alteza. En especial un instrumento… una especie de laúd de cuello largo…
—¿Eso me decís? —gritó; parecía inexplicablemente complacido.
—¡Su alteza está regiamente complacido!
—Ése es un instrumento totalmente nuevo —continuó diciendo con entusiasmo—. Se llama sitar; lo ha inventado el maestro músico de mi propia corte.
Al parecer yo había, de un modo totalmente fortuito, fundido cualquier hielo que comenzara a formarse entre nosotros. Tofaa me dirigió una mirada admirativa mientras el pequeño rajá balbucía con entusiasmo:
—Debéis conocer al inventor del instrumento, Polo-wallah. ¿Puedo llamaros Marco-wallah? Sí, cenaremos juntos y ordenaré al maestro músico que venga también. Es un placer acoger a un huésped tan perspicaz, con tan buen gusto. Aclamantes, mandad que preparen el comedor.
Los seis hombres salieron al trote por un pasillo, bramando la orden, pero todavía al unísono e incluso marcando el paso. Yo hice un gesto discreto a Tofaa, ella me entendió y preguntó tímidamente al pequeño rajá:
—Alteza, ¿podríamos lavarnos el polvo del camino antes de honrarnos a compartir vuestra mesa?
—Oh, sí, por supuesto. Perdonadme, deliciosa dama, pero ante vuestros encantos cualquier hombre se distraería y olvidaría estas trivialidades. Ah, Marco-wallah, de nuevo demostráis vuestro buen gusto. También veo en esto que habéis admirado nuestro país y a nuestra gente, pues habéis tomado por esposa a una dama de entre los nuestros. —Yo me quedé boquiabierto; él añadió astutamente—: Pero habéis elegido la más bella, y a nosotros, pobres nativos, nos habéis dejado sin nada.
Intenté corregir inmediatamente aquella confusión, pero él se dirigió hacia donde estaba el mayordomo, aún tumbado boca abajo, le dio una patada y le dijo con un gruñido:
—¡Bastardo desgraciado! ¡Nunca nacerás por segunda vez! ¿Por qué no condujiste inmediatamente a estos eminentes huéspedes a unos aposentos dignos y les diste todo lo necesario? ¡Hazlo ahora mismo! ¡Prepara para ellos la estancia nupcial! ¡Asígnales criados! ¡Y luego llévalos al banquete y a las diversiones!
Cuando vi que la estancia nupcial tenía camas separadas pensé que no sería necesario solicitar otros aposentos. Y cuando una serie de robustas mujeres de piel oscura entraron a rastras una bañera y la llenaron, no tuve inconveniente en que Tofaa y yo compartiéramos el mismo cuarto de baño. Me tomé la prerrogativa masculina de bañarme primero, luego me quedé a vigilar las abluciones de Tofaa y a dar instrucciones a las criadas para que Tofaa, por una vez, quedara bien lavada, provocando sin embargo entre ellas una cierta incredulidad por la meticulosidad de mis órdenes. Cuando nos pusimos los mejores trajes que llevábamos y bajamos al comedor, hasta sus desnudos pies estaban limpios.
Antes de iniciar cualquier conversación intrascendente quise dejar bien sentado ante el pequeño rajá y todos los demás presentes lo siguiente:
—Doña Tofaa Devata no es mi esposa, alteza.
Esto sonó algo brusco y poco halagador para la dama, de modo que para conservar la estimación que el rajá sentía hacia ella añadí:
—Es una de las viudas nobles del difunto rey de Ava.
—Viuda, ¿eh? —dijo con un gruñido el pequeño rajá, como si instantáneamente hubiera perdido todo interés por ella.
Yo continué:
—Doña Don de los Dioses aceptó muy amablemente acompañarme en mi viaje a través de vuestra bella tierra e interpretar para mí el ingenio y la sabiduría de las muchas personas distinguidas que hemos encontrado a lo largo del camino.
El rajá volvió a decir gruñendo:
—Compañera, ¿eh? Bueno, cada uno tiene sus costumbres. Un hindú sensible y de buen gusto, al salir de viaje, no se lleva a una hembra hindú, sino a un muchacho hindú, pues su temperamento no es tan semejante al de una serpiente kaja, y su orificio no es como el de una vaca.
Para cambiar de tema, me dirigí al cuarto miembro de nuestra mesa, un hombre de mi misma edad, barbudo como yo y que bajo la barba parecía tener la piel más bronceada que negra:
—Vos debéis de ser el músico inventor, supongo, maestro.
—Maestro músico Amir Jusru —dijo el pequeño rajá con aires de propiedad—. Maestro de melodías, y también de danzas, y de poesía. Es un excelente compositor de los licenciosos poemas ghazal. Un honor para mi corte.
—La corte de su alteza es una corte bendita —canturrearon los aclamantes y vitoreadores, puestos de pie contra la pared—, y más bendita sobre todo por la presencia de su alteza —mientras el maestro músico se limitaba a sonreír sin darse importancia.
—Nunca había visto un instrumento musical con cuerdas metálicas —dije, y Tofaa, ahora sumisa y dócil, traducía mientras yo hablaba—: De hecho nunca había pensado que los hindúes inventaran cosas tan buenas y útiles.
—Vosotros, occidentales —dijo el pequeño rajá malhumorado—, siempre buscáis hacer el bien. Nosotros, los hindúes, pretendemos ser buenos. Una actitud ante la vida infinitamente superior.
—Sin embargo, ese nuevo sitar hindú es un acto de bondad —dije—. Os felicito, alteza, y a vos, maestro Jusru.
—Hay que decir, sin embargo, que yo no soy hindú —intervino en farsi el maestro músico con cierta ironía—. Soy persa de nacimiento. El hombre que di al sitar procede del farsi, como quizá hayáis observado. Sitar: tres-cuerdas. Una cuerda de alambre de acero y dos de latón.
Al pequeño rajá pareció enfurecerle aún más que me hubiera enterado de que el sitar no era un invento hindú. Yo quería ponerle de nuevo de buen humor, pero comenzaba a preguntarme si habría algún tema que pudiera discutir con él sin rebajar descarada o sutilmente a los hindúes. Un poco a la desesperada me puse a elogiar la comida que nos habían servido. Era una especie de carne de venado, inundada como era habitual en salsa de kari, pero éste al menos tenía un color amarillo ligeramente dorado y su sabor tenía cierta intensidad, debido sólo a la cúrcuma, que es un sucedáneo inferior del azafrán.
—Ésta es carne del ciervo de cuatro cuernos —dijo el pequeño rajá cuando yo alabé el plato—. Un manjar que reservamos para los huéspedes predilectos.
—Me siento honrado —dije—. Pero yo pensaba que vuestra religión prohibía la caza de animales salvajes. Sin duda estaba mal informado.
—No, no, estabais informado correctamente —dijo el pequeño rajá—. Pero nuestra religión también nos ordena que seamos listos —me guiñó un ojo descaradamente—. De modo que di órdenes a todos los habitantes de Kumbakonam de que cogieran agua sagrada de los templos, fueran a los bosques, esparcieran el agua sagrada por aquellos lugares, diciendo en voz alta que todos los animales del bosque serían en lo sucesivo sacrificio para los dioses. Eso nos da perfecto derecho a cazarlos, porque cada animal muerto es una ofrenda tácita, y por supuesto nuestros cazadores siempre regalan una pierna u otra pieza a los sadhu del templo, para que no decidan inoportunamente que estamos malinterpretando un texto sagrado.
Yo suspiré. Realmente era imposible encontrar un tema inocuo. Si él no denigraba explícita o implícitamente a los hindúes los obligaba a contradecirse a sí mismos. Pero lo volví a intentar:
—¿Cazan a caballo los cazadores de vuestra alteza? Lo pregunto porque quizá se han escapado de vuestros establos reales algunos caballos. Doña Tofaa y yo nos encontramos con una manada que corría suelta al otro lado del río.
—Ah, encontrasteis mi aswamheda —gritó—; ahora parecía más jovial otra vez —la aswamheda es otra de mis astucias. Un rajá rival gobierna la provincia que hay detrás del río Kolerun. Así que cada año ordeno a mis pastores que azoten deliberadamente una manada de caballos y los envíen desbocados hacia allí. Si el rajá toma a mal la intrusión y se queda con los caballos, tengo una excusa para declararle la guerra, invadir sus tierras y apropiármelas. Sin embargo, si los acorrala y me los devuelve, lo que ha hecho cada año hasta ahora, me declara así su sumisión, y todo el mundo sabe que yo soy su superior.
Cuando la cena terminó pensé que si aquel pequeño rajá era el superior, me alegraba de no haber conocido al otro. Porque éste marcó el final del banquete inclinándose a un lado, levantando una pequeña nalga y tirándose una pedorrera racheada, audible y olorosa.
—¡Su alteza pedorrea! —rugieron los aclamantes y vitoreadores, horrorizándome aún más de lo que ya estaba—. ¡La comida era buena, el manjar aceptable, y la digestión de su alteza es magnífica: sus intestinos son un ejemplo para todos nosotros!
Yo realmente no tenía grandes esperanzas en que aquel mono afectado pudiera serme de alguna ayuda en mi búsqueda. A pesar de todo, cuando nos sentamos a la mesa y bebimos té tibio en tazas muy enjoyadas pero ligeramente deformes, expliqué al pequeño rajá y al maestro Jusru los acontecimientos que me habían llevado hasta allí, y el objeto de mi búsqueda, y acabé diciendo:
—Creo, alteza, que un buscador de perlas, súbdito vuestro, fue el hombre que adquirió el diente de Buda esperando que le proporcionaría buena suerte en su pesca de perlas.
El pequeño rajá, como ya me podía imaginar, respondió aprovechando mi relato para reflexionar sobre sí mismo, sobre el hinduismo y los hindúes en general.
—Me siento consternado —murmuró—. Vos dais a entender, Marco-wallah, que uno de mis súbditos atribuyó poderes sobrenaturales a ese fragmento de un dios extraño. Sí, me duele que podáis creer que un hindú tenga tan poca fe en su leal religión, la religión de sus padres, la religión de su benévolo rajá.
Yo dije para aplacarle:
—Sin duda, el nuevo poseedor del diente ha comprendido ya su error, y no considera que el objeto sea en absoluto mágico, y ahora está arrepentido de haberlo adquirido. Como buen hindú probablemente lo arroje al mar, a menos que tarde cierto tiempo en decidirse y tenga aún algunas dudas. O sea que probablemente lo entregaría con gusto a cambio de una recompensa adecuada.
—Desde luego que lo entregará —dijo bruscamente el pequeño rajá—. Haré pública una proclama pidiendo que se presente y lo entregue, y que se entregue él mismo al karavat.
Yo no sabía qué era un karavat, pero evidentemente el maestro Jusru sí lo sabía, porque comentó amablemente:
—No es probable, alteza, que de este modo consigáis que nadie acuda rápidamente con el objeto.
—Por favor, alteza —dije— no hagáis pública ninguna exigencia o amenaza, sino una persuasiva solicitud y el ofrecimiento de mi recompensa.
El pequeño rajá refunfuñó un rato, pero luego dijo:
—Todos saben que siempre cumplo mi palabra de rajá; si ofrezco una recompensa, será pagada. —Me miró de reojo—. ¿Vos la pagaréis?
—Por supuesto, alteza, y muy generosamente.
—Muy bien. Y después yo cumpliré mi palabra, que ya he dado. El karavat.
Yo no sabía si debía protestar en favor de un incauto pescador de perlas. En todo caso antes de que pudiera hacerlo, el pequeño rajá llamó a su mayordomo y le dio rápidas órdenes. Éste salió precipitadamente de la sala, y el rajá se dirigió de nuevo a mí.
—La proclama se hará pública inmediatamente en todo lo largo y ancho de mi reino: «Quien traiga el diente pagano recibirá una generosa recompensa». Esto dará resultado, os lo prometo, pues todos los habitantes de mi país son hindúes honestos, responsables y devotos. Pero quizá lleve cierto tiempo, porque los pescadores de perlas están siempre navegando de un lado a otro, entre sus pueblos costeros y los bancos de los reptiles.
—Lo comprendo, alteza.
—Seréis mi huésped, y vuestra hembra también, hasta que recuperemos la reliquia.
—Muy agradecido, alteza.
—Ahora, dejemos a un lado todos los asuntos aburridos y las preocupaciones serias —dijo, agitando sus manitas como si se sacudiera algo de encima— y dejemos que la risa y la alegría reinen también aquí como en la plaza de ahí fuera. ¡Aclamantes, traed las diversiones!
Ésta fue la primera diversión: un anciano muy sucio, de color marrón oscuro, con un dhoti tan raído que casi resultaba indecente, entró en la habitación arrastrándose patéticamente y cayó postrado ante el pequeño rajá. El maestro Jusru me dijo en voz baja amablemente:
—Eso es lo que llamamos en Persia un derviche, un mendigo santo, aquí se le llama naga. Actuará para ganarse su mendrugo de pan y algunas monedas de cobre.
El viejo mendigo se dirigió hacia un espacio vacío de la habitación, dio un grito ronco y un muchacho igualmente harapiento y sucio entró llevando un rollo de algo que parecían telas y cuerdas. Cuando desenrollaron el hatillo resultó ser una cama palang tipo columpio, con sus dos cuerdas que terminaban en copitas de latón. El muchacho se tumbó en el palang extendido sobre el suelo. El anciano se arrodilló e introdujo las dos copitas de latón en sus globos oculares y las cubrió tirando hacia abajo de sus negros y arrugados párpados.
Muy lentamente se puso en pie elevando desde el suelo al muchacho metido en el palang; no utilizó las manos ni los pies, ni otra cosa que no fueran sus globos oculares, y luego estuvo columpiando al muchacho de un lado a otro hasta que el pequeño rajá tuvo ganas de aplaudir. Jusru, Tofaa y yo aplaudimos también educadamente y los hombres arrojamos al viejo mendigo varias monedas.
Luego apareció en el comedor una gorda y rolliza chica nach de color marrón oscuro, que danzó para nosotros, casi con tanta apatía como la mujer que había visto bailando en la fiesta de Krishna. Su único acompañamiento musical era el tintineo de una columna de brazaletes de oro que llevaba desde la muñeca hasta el hombro, sólo en un brazo, y no llevaba absolutamente nada más. A mí aquello no me fascinaba, podía haber sido la propia Tofaa pateando con sus familiares pies sucios y ondeando su familiar y peludo kaksha; pero el pequeño rajá se reía sofocadamente, daba bufidos y babeaba; y cuando la mujer se retiró aplaudió furiosamente.
Luego el mendicante andrajoso, sucio y viejo regresó. Mientras se frotaba los ojos que aún estaban hinchados y enrojecidos después de su demostración con el palang, hizo un breve parlamento ante el rajá quien se volvió hacia mí y me dijo:
—El naga dice que es un yogui, Marco-wallah. Los seguidores de la secta yoga son expertos en muchas artes extrañas y secretas. Ya lo veréis. Si, como sospecho, realmente albergáis la creencia de que nosotros los hindúes estamos atrasados y carecemos de aptitudes, en seguida tendréis que convenceros de lo contrario, pues vais a presenciar un prodigio que sólo un hindú podría mostraros. —Llamó al mendigo que estaba a la espera—. ¿Qué milagro del yoga nos mostraréis, oh yogui? ¿Pasaréis un mes enterrado bajo tierra y os levantaréis con vida? ¿Conseguiréis que una cuerda se mantenga erguida y treparéis por ella hasta desaparecer en los cielos? ¿Cortaréis en pedazos a vuestro ayudante y luego lo volveréis a unir? ¿Al menos levitaréis para nosotros, oh yogui?
El decrépito viejo comenzó a hacer gestos y a hablar con una voz débil y chirriante, pero que sonaba muy seria, como si estuviera declarando algo trascendental. El pequeño rajá y el maestro Jusru se inclinaron hacia adelante para escuchar atentamente, o sea que ahora era Tofaa quien me explicaba lo que estaba pasando. Parecía satisfecha de hacerlo, pues dijo:
—Será un prodigio que quizá deseéis observar con atención, Marco-wallah. El yogui dice que ha descubierto una manera nueva y revolucionaria de hacer surata con una mujer. En lugar de que su linga derrame su jugo en el momento climático, como acostumbra a hacer un hombre, su miembro da un gran sorbo inhalador hacia dentro. De este modo ingiere la fuerza vital de la mujer sin perder ninguna de la suya propia. Dice que su descubrimiento no sólo proporciona una sensación fantástica y nueva: su práctica continua puede acumular en un hombre tal cantidad de fuerza vital que le permita vivir para siempre. ¿No os gustaría aprender esta habilidad, Marco-wallah?
—Bueno —dije—, parece una interesante y original variación.
—¡Sí! Mostrádnoslo, oh yogui! —le dijo el pequeño rajá—. Mostradnos esto en seguida. Aclamantes, volved a traer a la chica nach. Ya está desvestida y preparada para su uso.
Los seis hombres salieron trotando y marcando el paso. Pero el yogui levantó la mano con ademán prudente y declamó algo más:
—Dice que no se atreve a hacerlo con una valiosa bailarina —tradujo Tofaa— porque todas las mujeres se marchitan un poco cuando su linga realiza la absorción en su interior. En su lugar, pide un yoni para hacer con él la demostración.
Los seis aclamantes volvieron a entrar al trote, trayendo a la muchacha desnuda, pero a otra orden del pequeño rajá salieron de nuevo.
—¿Cómo pueden traer al yogui un yoni sin una mujer unida a él? —pregunté.
—Un yoni de piedra —me aclaró Tofaa—. Alrededor de cada templo podéis ver columnas de piedra representando esculturas de linga, y simbolizando al dios Siva, y también piedras yoni con un agujero abierto simbolizando a su consorte, la diosa Parvati.
Los seis hombres regresaron, uno de ellos llevaba una piedra en forma de ruedecita con una obertura ovalada practicada en ella, vagamente parecida a un yoni de mujer, pues incluso tenía el pelo del kaksha tallado alrededor.
El yogui hizo una serie de gestos preparatorios y pronunció algo que sonaba a solemnes conjuros; luego se abrió los harapos de su dhoti y sacó desvergonzadamente su linga, que era como una ramita de corteza negra. Siguieron más conjuros y gestos de demostración, «así es como se hace, caballeros», y metió su fláccido órgano en el agujero yoni de la piedra. Luego, sosteniendo la pesada piedra contra su horcajadura, hizo señas a la muchacha nach que estaba también de pie mirando para que se acercara, y le ordenó que cogiera su linga con los dedos y la pusiera en erección.
La chica no retrocedió ni se quejó, pero no pareció gustarle la idea. Sin embargo agarró lo que sobresalía por el otro extremo de la piedra y comenzó a trabajarlo, como si estuviera ordeñando una vaca. Sus propias ubres rebotaban y todos sus brazaletes tintineaban rítmicamente con el movimiento. El viejo mendicante canturreaba algo destinado al yoni y a la mano de la muchacha que tiraba de su órgano. Estrechó sus ojos enrojecidos con intensa concentración y riachuelos de sudor empezaron a correr sobre la suciedad de su cara. Después de un rato, su linga creció lo suficiente para sobresalir un poco por el otro lado de la piedra, e incluso pudimos ver su bulbosa cabeza marrón asomar lentamente entre el friccionante puño de la chica nach. Finalmente, el yogui le dijo algo, ella soltó su miembro y se alejó.
Seguramente el viejo mendigo la detuvo justamente antes de que le hiciera llegar al spruzzo. Ahora la piedra sólo se mantenía unida a él por la rigidez de su órgano. Él miró a la estaquilla y a la argolla que la oprimía, lo mismo hizo la chica nach, ahora ligeramente jadeante, y lo mismo hicimos nosotros desde la mesa, y los aclamantes colocados frente a la pared, y todos los sirvientes del comedor. La linga del yogui había alcanzado un tamaño respetable, teniendo en cuenta su edad, su escualidez y la debilidad del indigente. Sin embargo, la parte que sobresalía del estrecho yoni de piedra, sujeto firmemente contra su horcajadura, parecía algo forzada e inflamada.
El yogui siguió gesticulando, pero de modo bastante precipitado y somero, y cantó toda una sarta de conjuros, pero con una voz bastante ahogada. Por lo que pudimos ver, no pasó nada. Miró a todos los presentes como si estuviera algo avergonzado, y echó una mirada de auténtico odio a la chica nach que ahora estaba canturreando con indiferencia y mirándose las uñas, como diciendo: «¿Ves? Tenías que haberme utilizado a mí». El yogui siguió gritando a su linga y al yoni prestado, como si los estuviera maldiciendo, e hizo algunos gestos más violentos, entre ellos agitar el puño. Tampoco ahora pasó nada, excepto que el yogui sudó más profusamente y un claro tono purpúreo comenzó a cubrir el color marrón de su órgano fuertemente constreñido. La chica nach soltó una risita audible, el maestro músico se sonrió divertido y el pequeño rajá comenzó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—¿Y ahora? —dije a Tofaa aparte.
—Parece que el yogui tiene ciertas dificultades —susurró ella.
Realmente las tenía. En aquel momento estaba bailando en su sitio, más vigorosamente de como lo había hecho la bailarina profesional, y sus ojos estaban más protuberantes y enrojecidos que después de columpiar el palang, y sus vociferaciones ya no eran conjuros, sino gritos de dolor que hasta yo reconocía como tales. Su andrajoso ayudante fue corriendo y tiró de la piedra que le aprisionaba, ante lo cual su amo dio un terrorífico chillido. Los seis aclamantes también se lanzaron en su ayuda, y se produjo una confusión de manos en aquel purpúreo centro de atención, hasta que el agónico yogui se apartó tambaleando y gimiendo y se derrumbó, retorciéndose y golpeando el suelo con los puños.
—Lleváoslo —ordenó el pequeño rajá, con voz de asco—. Llevaos al viejo impostor a la cocina. Y ponedle algo de grasa.
Sacaron al yogui de la habitación, no sin problemas, pues se contorsionaba como un pez atrapado en el anzuelo y barritaba como un elefante alanceado. La diversión parecía haberse acabado. Los cuatro sentados a la mesa, en un silencio mutuamente embarazoso, escuchábamos los agudos gritos que iban disminuyendo progresivamente a través de los pasillos. Yo fui el primero en hablar. Naturalmente, no comenté que acababa de reafirmar una vez más mi opinión sobre la tontería y futilidad hindúes. Por el contrario, dije, como si quisiera excusarlo:
—Eso les sucede siempre, alteza, a todos los animales inferiores. Todo el mundo ha visto a un perro y a una perra quedar unidos hasta que el opresivo yoni de la perra se relaja y la hinchada linga del perro se encoge.
—Puede que el yogui tarde cierto tiempo —dijo el maestro Jusru, aún en tono divertido—. El yoni de piedra no se relajará y sin eso la hinchazón de su linga no disminuirá.
—¡Bah! —exclamó el pequeño rajá, furioso y exasperado—. Debí haberle pedido que levitara, no que probara algo nuevo. Vayámonos a la cama.
Salió de la habitación pisando con fuerza, sin que ningún aclamante estuviera presente para felicitarle, a él y al mundo, por la gracia de sus andares.
—Tengo vuestro diente de Buda, Marco-wallah.
Ésa fue la primera cosa que me dijo el pequeño rajá nada más encontrarnos al día siguiente, y lo dijo con casi tanta alegría como podía haberme dicho: «Tengo un dolor de muelas criminal».
—¿Ya, alteza? Pero eso es maravilloso. Dijisteis que quizá tardaríais un tiempo en encontrarlo.
—Eso pensaba —replicó malhumorado.
Comprendí su rencoroso comportamiento cuando me inclinó sobre una cesta para que mirara su interior. Estaba llena de dientes hasta la mitad, la mayoría eran amarillentos, musgosos y cariados, algunos aún tenían sangre en la raíz, y otros no podían identificarse ni siquiera como humanos: eran colmillos de perro y de cerdo.
—Hay más de doscientos —dijo con acritud el pequeño rajá—. Y la gente sigue llegando con más dientes de todos los puntos del horizonte. Hombres y mujeres, incluso santos mendigos naga, hasta un sadhu del templo. ¡Ggrrr! Podéis regalar un diente de Buda no solamente a vuestro rajá, el gran kan, sino a cada budista que conozcáis.
Procuré no reírme, pues su rabia estaba justificada. Él había presumido de la honestidad de su pueblo, de su devoción a la fe hindú, y allí aparecían en manadas a confesar que poseían una reliquia de la desacreditada religión budista, además de indicar con ello que mentían. Sin que mi expresión se alterara pregunté:
—¿Se supone que he de pagar una recompensa a cada uno de éstos?
—No —dijo haciendo rechinar sus propios dientes—. Eso lo estoy haciendo yo. Los malditos réprobos entran por la puerta delantera, entregan su diente falso al mayordomo y se les saca por la puerta trasera al patio de atrás donde el verdugo de la corte los está recompensando con ferviente entusiasmo.
—¡Alteza! —exclamé.
—Oh, no les concedo el karavat —se apresuró a asegurarme—. Eso está reservado para hombres que han cometido crímenes de cierta importancia. Eso llevaría además cierto tiempo, y nunca daríamos fin a esta procesión.
—¡Adrío de mí! Desde aquí oigo a esos desgraciados gritar.
—No, no podéis oírlos —refunfuñó— porque los están despachando muy silenciosamente. El verdugo les ata un aro de alambre a la garganta y tira de él. Estáis oyendo al otro impostor, a ese degenerado y viejo yogui que sigue aullando en la cocina. Nadie ha podido aún liberarlo de su opresor yoni de roca. Lo hemos intentado lubricándole la linga con grasas de cocina, reblandeciéndola con aceite de sésamo, encogiéndola con agua hirviendo, relajándola por diferentes medios naturales: surata con la chica nach, caricias bucales de su pequeño ayudante; y nada funciona. Quizá tengamos que romper el sagrado yoni de piedra; y ni me atrevo a imaginar la venganza que nos infligirá la diosa Parvati.
—Bueno. El yogui no me inspira mucha simpatía. Pero esos que traen dientes, alteza, realmente sólo han intentado cometer un delito trivial, y con bastante ingenuidad. Estos dientes que trajeron no me engañan a mí, y mucho menos a un budista.
—Eso es lo que más deploro: la imbecilidad de mi pueblo. ¡Que avergüencen a su rajá e insulten a su religión, y con mañas tan estúpidas! Son incapaces siquiera de un crimen decente. Morir es demasiado leve para ellos. Se reencarnarán inmediatamente en alguna forma inferior, ¡si es que las hay!
Yo creía francamente que una reducción en el número de hindúes forzosamente mejoraría el planeta, pero no quería que el pequeño rajá se diera cuenta después de los estragos que había causado en su reino, se arrepintiera, y me considerara quizá culpable de ellos. Dije:
—Alteza, como huésped vuestro solicito que se perdone a los imbéciles supervivientes, y que no se admita a ningún donante más para que no pueda cometer perjuro. Al fin y al cabo, eso se debe a una aparente omisión en la proclama de vuestra alteza.
—¿Mía? ¿Una omisión mía? ¿Estáis insinuando que he cometido un error? ¿Que un brahmán y un Maharajádhiraj Raj puede cometer un fallo?
—Creo que fue sólo un descuido comprensible. Como evidentemente vuestra alteza sabe que Buda era un hombre que medía nueve antebrazos y que cualquiera de sus dientes debió de tener el tamaño de una copa, sin duda supuso que todo vuestro pueblo probablemente también lo sabía.
—Ummm, tenéis razón, Marco-wallah. Yo di por sentado que mis súbditos recordarían ese detalle. Nueve antebrazos, ¿eh?
—Quizá si rectificarais la proclama, alteza…
—Ummm. Sí, haré pública otra. Y perdonaré misericordiosamente a los imbéciles que ya hayan venido. Un buen brahmán no mata a seres vivos, aunque sean infames, si no es imprescindible u oportuno.
Llamó a su mayordomo, le dio instrucciones para la nueva proclama y también le ordenó poner fin a la procesión hacia el patio trasero. Cuando volvió adonde yo estaba, había recuperado bastante su buen humor.
—Muy bien. Ya está hecho. Un buen anfitrión brahmán satisface los deseos de su huésped. ¡Pero basta de asuntos aburridos y de preocupaciones serias! Vos sois mi huésped y no os estáis divirtiendo.
—¡Pero claro que sí, alteza, constantemente!
—¡Venid! Admiraréis mi zenana.
Yo casi esperaba que abriera de golpe su pañal dhoti y expusiera algo grosero, pero no, simplemente se levantó, me cogió del brazo y me llevó hacia una alejada ala de palacio. Mientras me escoltaba a través de una sucesión de salas suntuosamente amuebladas, habitadas por hembras de diferentes edades y variados tonos de marrón, me di cuenta que zenana debía de ser la palabra local para designar el anderun: las habitaciones de sus esposas y concubinas. Las mujeres maduras no me parecieron más atractivas que Tofaa o las bailarinas nach, y la mayoría estaban rodeadas de enjambres de chiquillos de todos los tamaños. Pero algunas de las consortes del Pequeño rajá eran casi niñas, y aún no estaban entradas en carnes, ni tenían miradas de buitre, ni voz de cuervo, y aunque de piel oscura algunas eran delicadas y bellas.
—Francamente estoy un poco sorprendido de que vuestra alteza tenga tantas esposas —comenté al pequeño rajá—. Por vuestra manifiesta aversión a doña Tofaa, casi había supuesto…
—Bueno, si hubiera sido vuestra esposa, como pensé al principio, os habría ofrecido concubinas y bailarinas nach para distraeros mientras yo seducía a la dama para hacer surata. Pero ¿una viuda? ¿Qué hombre desea copular con una cáscara de desecho, con una mujer muerta que espera morir, cuando pueden poseerse tantas esposas aún jugosas, de uno mismo y de los demás, y también tantas vírgenes recién florecidas?
—Sí, comprendo, vuestra alteza es un hombre viril.
—¡Aha! Me tomasteis por un gand-mara, ¿no?, que ama a los hombres y odia a las mujeres. ¡Qué vergüenza, Marco-wallah! Reconozco que, como cualquier hombre sensible, para una larga compañía prefiero un muchacho callado, sumiso y bien educado. Pero uno tiene sus deberes y obligaciones. Un rajá se supone que ha de mantener un abundante zenana, y así lo hago. Y las sirvo debidamente en rotación regular, incluso a las más jóvenes en cuanto han tenido su primer flujo.
—¿Se casan con vos, alteza, antes de su primera menstruación?
—Claro, y no sólo mis esposas, Marco-wallah. Todas las niñas en la India. Los padres están ansiosos de que su hija se case y se marche antes de ser mujer, y antes de que su virginidad pueda sufrir cualquier accidente, pues eso la dejaría inútil para el matrimonio. Y aún hay otro motivo: cada vez que una hija tiene su flujo, sus padres cometen el horroroso crimen de dejar morir un embrión que podría prolongar el linaje familiar. Se dice que si una niña está por casar a los doce años, sus antepasados en el otro mundo se beben tristemente la sangre que derrama cada mes.
—Bien dicho, sí.
—En fin, volvamos al tema de mis esposas. Ellas disfrutan de todos los derechos tradicionales de esposa, pero éstos no incluyen ningún derecho de realeza, como sucede en monarquías más débiles y menos civilizadas. Las mujeres no participan en mi corte ni en mi gobierno. Como bien se dice, ¿qué hombre prestará atención a los cacareos de una gallina? Ésta de aquí, por ejemplo, es mi primera esposa y mi maharani titular, pero ella nunca aspirará a sentarse en un trono.
Me incliné educadamente ante la mujer y dije:
—Alteza.
Ella se limitó a dirigirme la misma mirada de aburrido desprecio que había dirigido a su marido, el rajá. Procuré seguir siendo educado, señalé al enjambre de color marrón oscuro que tenía a su alrededor y añadí:
—Vuestra alteza tiene hermosos príncipes y princesitas.
Ella siguió sin decir nada, pero el pequeño rajá refunfuñó:
—No son príncipes y princesas. Mejor que no se le suban los humos a la cabeza.
—¿El linaje familiar no es de primogenitura patrilineal? —pregunté con cierta perplejidad.
—Mi querido Marco-wallah, ¿cómo sé yo si alguno de estos mocosos es mío?
—Bueno, eh, realmente… —murmuré, turbado por haber mencionado el tema justamente delante de la mujer y de su progenie.
—No os preocupéis, Marco-wallah. La maharani sabe que no estoy insultándola a ella en concreto. Yo no sé si he engendrado alguno de los hijos de mis mujeres. No puedo saberlo. Vos tampoco podréis saberlo si algún día os casáis y tenéis hijos. Es un hecho de la vida.
Fue saludando con la mano a otras varias mujeres por cuyas habitaciones pasábamos y repitió:
—Es un hecho de la vida. Ningún hombre puede nunca saber, con certeza, si es padre del hijo de su esposa. Ni siquiera de una mujer aparentemente amorosa y fiel. Ni siquiera de una mujer tan fea que hasta un paraiyar la evitaría. Ni siquiera de una mujer tullida que no pueda ni salir de casa. Una mujer siempre puede encontrar una forma de hacerlo, un amante y un sitio oscuro.
—Pero seguramente, alteza, os casáis con las más jóvenes antes de que puedan ser fecundadas.
—Ni siquiera eso se sabe. Yo no puedo estar siempre presente en el instante en que menstrúan por primera vez. Se dice que basta que una mujer vea a hurtadillas a su padre, a su hermano o a su hijo para que su yoni se humedezca.
—Pero debéis legar vuestro trono a alguien, alteza. ¿A quién, entonces, si no es a vuestro supuesto hijo o hija?
—Al primogénito de mi hermana, como hacen todos los rajás. Todos los linajes reales en la India descienden a través de las hermanas. Comprendedlo, mi hermana tiene indiscutiblemente mi propia sangre, aunque nuestra real madre fuera promiscuamente infiel a nuestro real padre, y aunque mi hermana y yo fuéramos engendrados por diferentes amantes: de todos modos salimos del mismo útero.
—Comprendo. Y entonces, ¿no importa quién engendra al primogénito de vuestra hermana?
—Claro que importa; confío haber sido yo. Tomé a mi hermana mayor como una de mis esposas, la quinta o la sexta, no recuerdo bien, y creo que ha parido siete hijos supuestamente míos. Pero el hijo mayor, aunque no sea hijo mío, al menos es mi sobrino, y la sangre real permanece intacta e inviolada. Y él será aquí el próximo rajá.
Salimos del zenana bastante cerca de la zona de palacio en donde estaba la cocina, y aún pudimos oír desde ahí gemidos, lloriqueos y ruido de tirones. El pequeño rajá me pidió si podía entretenerme yo solo un rato, pues él tenía algunos asuntos reales que atender.
—Volved al zenana, si queréis —me sugirió—. Aunque yo me preocupo por casarme sólo con mujeres de mi propia raza blanca, ellas siguen pariendo niños con la piel de un decepcionante tono oscuro. Una rociada de vuestra simiente podría aclarar la raza, Marco-wallah.
Para no ser descortés, murmuré algo sobre un voto de castidad que estaba cumpliendo, y dije que buscaría otra cosa en que ocuparme. Contemplé al pequeño rajá marchar contoneándose, y le compadecí bastante. Era un soberano muy especial, que tenía poder de vida y muerte sobre su pueblo, y también era el diminuto gallo de un corral entero de gallinas, y en el fondo era infinitamente más pobre y más débil y menos feliz que yo, un simple viajero, con una única mujer a quien amar y proteger y conservar para el resto de mi vida, pero esa mujer era Huisheng.
Eso me hizo pensar que ahora podía ya prescindir de mi acompañante temporal. Fui a buscar a Tofaa, a quien había dejado roncando estentóreamente cuando salí de nuestras habitaciones aquella mañana. La encontré en una terraza de palacio, mirando melancólicamente el melancólico festejo de Krishna que seguía celebrándose en la plaza de abajo.
Me dijo inmediatamente, en tono acusador:
—¡Oléis a pachulí, Marco-wallah! Habéis estado acostándoos con mujeres perfumadas. Y eso, ay de mí, después de comportaros conmigo sin tacha y con una admirable caballerosidad durante todo este tiempo.
Ignoré sus palabras y dije:
—Vengo a decirte, Tofaa, que puedes abandonar tu servil cargo de intérprete cuando gustes, y…
—Lo sabía. He sido demasiado seria y recatada. Ahora os ha seducido alguna desvergonzada y atrevida puta de palacio. ¡Ah, los hombres!
Continué ignorando sus palabras:
—Y tal como te prometí, me ocuparé de que tengas un buen viaje de regreso a tu patria.
—Estáis deseando libraros de mí. Mi virtuosa castidad es un reproche a vuestro desenfreno.
—Estaba pensando en ti, mujer desagradecida. No tengo nada más que hacer que esperar aquí hasta que se descubra el auténtico diente de Buda y me lo entreguen. Mientras tanto, si necesito que me traduzcan cualquier cosa, tanto el rajá como el maestro músico dominan el farsi.
Sorbió ruidosamente y se limpió la nariz con su brazo desnudo.
—No tengo prisa en volver a Bengala, Marco-wallah. Allí sólo seria una viuda. Además, el rajá y el maestro músico estarán ocupados en sus cosas. No tendrán tiempo de sacaros a pasear y enseñaros los espléndidos espectáculos de Kumbakonam, como puedo hacer yo. Me he informado y los he escogido para que podáis disfrutar de ellos.
Así que no la obligué a marcharse. Por el contrario aquel día y los siguientes dejé que me llevara de paseo y me mostrara los espléndidos espectáculos de la ciudad.
—Allá, Marco-wallah, veis al santo varón Kyavana. Es el habitante más santo de Kumbakonam. Hace muchos años decidió quedarse quieto, como el tocón de un árbol, para mayor gloria de Brahma, y aún sigue así. Ahí lo tenéis.
—Veo a tres ancianas mujeres, Tofaa, pero a ningún hombre. ¿Dónde está?
—Ahí.
—¿Ahí? Eso no es más que un enorme hormiguero de termitas con un perro meándose encima.
—No, eso es el santo varón Kyavana. Se está tan quieto que las termitas lo aprovecharon como armazón para su hormiguero de arcilla. Cada año crece más. Pero eso es él.
—Bueno, pues si está metido ahí dentro, seguramente estará muerto.
—¿Quién sabe? ¿Y eso qué importa? Cuando estaba vivo estaba tan inmóvil como ahora. Es un gran santo. Los peregrinos vienen de todas partes para admirarlo, y los padres muestran a sus hijos ese ejemplo de elevada piedad.
—Éste hombre no hizo nada más que estarse quieto. Tan quieto que nadie podía decir si estaba vivo o si ahora está muerto. ¿Y a eso se le llama santidad? ¿Es ése un ejemplo para admirar, o para emular?
—Bajad la voz, Marco-wallah, pues Kyavana podría dirigir contra vos su gran poder santo, como hizo con las tres niñas.
—¿Qué tres niñas? ¿Qué hizo?
—¿Veis ese santuario que está un poco más allá del hormiguero?
—Veo una choza de barro con tres viejas brujas echadas en el quicio rascándose.
—Ése es el santuario. Ésas son las niñas. Una tiene dieciséis, la otra diecisiete, y…
—Tofaa, el sol calienta mucho aquí. Quizá deberíamos regresar a palacio para que te tumbaras un rato.
—Estoy enseñándoos las cosas dignas de verse, Marco-wallah. Cuando estas chicas tenían unos once o doce años, fueron tan irreverentes como vos, quisieron hacer una travesura y vinieron aquí, se levantaron los vestidos y revelaron sus pubescentes encantos al santo varón Kyavana para que al menos una de sus partes perdiera la inmovilidad. Ya veis lo que sucedió. Instantáneamente se convirtieron en viejas, arrugadas, canas y ojerosas, tal como ahora las veis. La ciudad les construyó este santuario para que vivieran en él los pocos años que les quedaban. El milagro se ha hecho famoso en toda la India.
Yo me reí y pregunté:
—¿Hay alguna prueba de esta absurda historia?
—Claro que sí. Por un poco de calderilla, las chicas os enseñarán su kaksha, sus partes, frescas y jóvenes antes, y que envejecieron tan repentinamente, y se agriaron y se volvieron pestilentes. Mirad, ya se están quitando los harapos para que podáis…
—Dio me varda! —exclamé dejando de reír—. Échales estas monedas y vámonos ya. Aceptaré el milagro como artículo de fe.
—Aquí —dijo Tofaa otro día— vemos un tipo de templo especial. Un templo que cuenta historias. ¿Veis las esculturas con maravillosos detalles que cubren todo su exterior? Ilustran muchas de las formas en que un hombre y una mujer pueden hacer surata. O un hombre y varias mujeres.
—¿Y estás sugiriéndome que esto es sagrado?
—Muy sagrado. Cuando una niña está a punto de casarse se supone que no sabe nada sobre la consumación del matrimonio, porque aún es una niña. Así que sus padres la traen aquí, y la dejan con el sabio y bondadoso sadhu. Éste pasea a la niña por el exterior del templo señalando esta y aquella escultura y explicándoselas amablemente para que así no se aterrorice ante cualquier cosa que su marido haga la noche de bodas. Aquí llega el buen sadhu. Dadle algunas monedas, Marco-wallah, y nos llevará a dar una vuelta, y yo repetiré en farsi lo que nos dice.
Para mí el sacerdote era otro hindú más, negro, sucio y descarnado que sólo llevaba un dhoti y un tulband tan mugriento como era habitual. Creo que nunca le habría preguntado ni la dirección de una calle; y con toda seguridad nunca habría confiado a sus atenciones a una niña pequeña y aprensiva a punto de casarse. Estoy convencido de que le habría repelido más ese individuo que todo lo que pudiera pasar en su noche de bodas.
Pero quizá no. Según las esculturas del templo, en su noche de bodas podían sucederle algunas cosas asombrosas. Mientras el sadhu iba señalando esculturas, sonriendo impúdicamente y frotándose las manos, vi representaciones de actos que no habría imaginado hasta no estar yo muy entrado en años y en experiencia. Los hombres y mujeres de piedra estaban unidos en todas las posiciones, combinaciones y contorsiones concebibles, y en varias otras formas que, ni siquiera a mi edad de entonces, se me hubiera ocurrido probar En tierra cristiana, casi cualquiera de los actos esculpidos allí habrían obligado a acudir inmediatamente a un confesor, aunque los realizasen un hombre y una mujer casados legítimamente. Y si ese sacerdote escuchase una descripción y explicación detallada del acto, se marcharía tambaleando a pedir perdón a un confesor superior.
—De acuerdo, Tofaa, acepto que a una niña apenas salida de la infancia se le exija someterse al acto natural del surata con su nuevo marido —dije—. Pero ¿me estás diciendo ahora que se le exige también conocer todas estas desenfrenadas variaciones?
—Bueno, si las conoce será mejor esposa. Pero en todo caso, debe estar preparada para cualquier capricho que su marido pueda manifestar. Ella es una niña, de acuerdo, pero él puede ser un hombre maduro, vigoroso y experimentado. O incluso un hombre muy viejo que se ha hartado hace tiempo del acto natural, y que exige novedades.
Yo, que me había dejado llevar toda mi vida por mi insaciable curiosidad, y que me había visto en algunas curiosas situaciones, no era quién para señalar con dedo acusador o ridiculizante las costumbres privadas de cualquier otra persona o pueblo. Así que me limité a seguir alrededor del templo al sadhu que sonreía con satisfacción mientras gesticulaba y farfullaba, y no protesté sorprendido ni escandalizado mientras Tofaa explicaba:
—Éste es el adharottara, el acto boca abajo… éste el viparita surata, el acto perverso…
De hecho yo estaba contemplando las esculturas desde un punto de vista distinto y valorando un aspecto diferente de ellas.
Las tallas quizá horrorizarían a un espectador remilgado, pero ni siquiera los más críticos podían negar que era un arte magnífico, ejecutado bella e intrincadamente. Los actos representados de forma tan explícita eran indecentes, Dios lo sabe, incluso obscenos, pero los hombres y mujeres que participaban en ellos sonreían felices y mostraban actitudes fogosas y animadas. Estaban disfrutando. Así que las esculturas expresaban tanto una gran técnica artística como una maravillosa energía vital. Esto no coincidía para nada con el tipo de hindú que yo conocía: inepto en todos sus actos, haciéndolo todo a regañadientes y sin alegría, y haciendo siempre el mínimo.
Un ejemplo de su atraso: en contraste con los han, cuyos historiadores han estado registrando puntualmente durante miles de años hasta el último acontecimiento ocurrido en sus dominios, los hindúes no tienen ni un solo libro escrito que relate ningún episodio de su historia. Sólo tienen algunas colecciones «sagradas» de leyendas increíbles, increíbles porque en ellas todos los hindúes son feroces como tigres e ingeniosos, y todas las hindúes dulces como ángeles y encantadoras. Otro ejemplo: los vestidos hindúes llamados sari y dhoti eran sólo vendajes de tela; pues aunque en otros sitios, incluso los pueblos más primitivos, habían inventado hacía tiempo la aguja y el arte de coser, los hindúes aún no habían aprendido a utilizar la aguja y no tenían palabra para designar al «sastre» en ninguna de sus múltiples lenguas.
Yo me preguntaba cómo un pueblo que hasta desconocía la costura podía haber imaginado y dado forma a aquellas delicadas e ingeniosas esculturas del templo. ¿Cómo pudo un pueblo tan perezoso, furtivo y triste retratar así hombres y mujeres alegres y ágiles, ingeniosos y hábiles, animados y despreocupados?
Seguro que no fueron ellos. Pensé que aquellas tierras debieron de estar habitadas, antes de que los hindúes llegaran, por alguna otra raza muy distinta, una raza con talento y energía. Dios sabe adonde se marchó ese pueblo superior, pero dejaron algunos objetos, como aquel espléndido templo tallado, y nada más. No habían dejado rastro de sí mismos en los posteriores y usurpadores hindúes. Eso era deplorable, pero poco sorprendente. ¿Habría aceptado un pueblo así cruzarse con los hindúes?
—Mirad aquí, Marco-wallah —dijo Tofaa aleccionadoramente—, esta pareja tallada está entrelazada en lo que se llama la postura kaja, que recibe este nombre por la serpiente encapuchada que conocéis.
Ciertamente parecía bastante serpentina, y era una postura nueva para mí. El hombre estaba sentado en el borde de una cama. La mujer yacía sobre y contra él, cabeza abajo, su torso quedaba entre las piernas del hombre, sus manos en el suelo, sus piernas alrededor de su cintura, las manos del hombre sujetaban acariciadoramente sus nalgas, y es de suponer que la linga estaba dentro de su yoni (invertido).
—Una posición muy útil —recitó el sadhu mientras Tofaa traducía—. Imaginemos, por ejemplo, que deseáis hacer surata con una mujer jorobada. Como seguramente sabéis, no podéis tumbar a una mujer jorobada sobre una cama en la habitual posición supina, pues se balancearía u oscilaría sobre su joroba de modo inoportuno.
—Gèsu!
—Sin duda os gustaría probar la postura kaja, Marco-wallah, —dijo Tofaa—, pero por favor, no me ofendáis a mí pidiéndome que lo haga con vos. No, no. Pero el sadhu dice que tiene, dentro del templo, una mujer devanasi sumamente capaz y sumamente jorobada, quien por un poquitín de plata…
—Te lo agradezco, Tofaa, y dale también las gracias al sadhu. Pero esto también me lo tomaré como artículo de fe.
—Tengo tu diente de Buda, Marco-wallah —dijo el pequeño rajá—. Celebro el final feliz de tu búsqueda.
Habían pasado unos tres meses desde que me anunciara aquello por primera vez, y durante ese tiempo nadie había llevado a palacio ningún otro diente, ni pequeño ni grande. Yo había contenido mi impaciencia imaginando que un pescador de perlas era una presa huidiza. Pero estaba contento de tener por fin el objeto verdadero. Por entonces ya estaba harto de la India y de los hindúes, y el pequeño rajá había comenzado también a poner de manifiesto que no se echaría a llorar ruidosamente cuando yo me marchara. No parecía exactamente cansado de mi visita, más bien empezaba a encontrarla sospechosa. Por lo visto, su pequeña mente había concebido la idea de que yo quizá estaba utilizando la búsqueda de mi diente para enmascarar una auténtica misión de espionaje sobre el terreno local, preparándolo para una invasión mongol. Bueno, yo sabía que los mongoles no se habrían quedado con aquella lúgubre tierra ni aunque alguien la hubiera donado libremente a su kanato; pero por educación no podía decir eso al pequeño rajá. Lo mejor sería que aplacase sus sospechas limitándome a coger el diente y a marcharme, y eso fue lo que hice.
—Es un diente magnífico, realmente —dije con admiración.
Estaba seguro de que no era una falsificación. Era una muela amarillenta, bastante oblonga de delante hacia atrás, la superficie trituradora era mayor que mi mano, y sus raíces casi tan largas como mi antebrazo, y pesaba casi tanto como una piedra de las mismas medidas.
—¿Lo trajo el propio pescador de perlas? —pregunté—. ¿Está aquí todavía? He de darle su recompensa.
—¡Ah, el pescador de perlas! —dijo el pequeño rajá—. El mayordomo acompañó al buen hombre a la cocina para darle de comer. Si queréis que le entregue yo la recompensa, Marco-wallah, me ocuparé de que la reciba. —Sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando dejé caer en su mano media docena de monedas de oro—. Ach-chaa, ¿tanto?
Sonreí y dije:
—Es lo que se merece, alteza —y yo añadí que me sentía en deuda con el pescador, no sólo por el diente, sino también por poder salir de aquel lugar.
—Excesivamente generoso, pero se la daré —dijo el pequeño rajá—. Y ordenaré al mayordomo que os busque una bonita caja para guardar en ella la reliquia.
—También quisiera pediros, alteza, un par de caballos para mí y mi intérprete, para que podamos cabalgar hasta la costa y embarcarnos allí.
—Los tendréis a primera hora de la mañana, y también dos leales guardas de mi palacio como escolta.
Me fui corriendo a empaquetarlo todo para la salida, y le dije a Tofaa que hiciese lo mismo; ella obedeció aunque sin mucho entusiasmo. Estábamos aún en ello cuando el maestro músico se detuvo en nuestras habitaciones para despedirse. Intercambiamos saludos, buenos deseos y salaam aleikum, y cuando su ojo acertó a posarse en los objetos esparcidos sobre mi cama para empaquetar, comentó:
—Veo que os lleváis un diente de elefante como recuerdo de vuestra estancia.
—¡Qué! —El maestro músico estaba refiriéndose al diente de Buda. Le reí la broma y dije—: Pero venga, maestro Jusru. No podéis engañarme. Un colmillo de elefante es más alto que yo, y yo probablemente no podría ni levantarlo.
—Un colmillo, sí. Pero ¿creéis que un elefante mastica su forraje con sus colmillos? Para eso tiene amplias hileras de muelas. Como ésta. Nunca habéis mirado la boca de un elefante por dentro, ya veo.
—No, nunca —murmuré haciendo rechinar silenciosamente mis propias muelas.
Esperé hasta que hubo pronunciado su último salaam y nos dejó; entonces estallé:
—A cavál dona no se ghe varda in boca! Che le vegna la casangue!
—¿Qué estáis gritando, Marco-wallah? —preguntó Tofaa.
—Que un cólico sangriento se lleve a ese maldito rajá —dije enfurecido—. Éste verdugo estaba preocupado por mi larga presencia aquí, y como evidentemente ya no esperaba que nadie viniese con otro diente de Buda, real o falso, se buscó uno por su cuenta. ¡Y se quedó con mi recompensa! Ven, Tofaa, ¡vamos a insultarle a la cara!
Bajamos las escaleras y nos encontramos al mayordomo principal; solicité audiencia con el pequeño rajá, pero el hombre contestó excusándose:
—El rajá ha salido montado en su palanquín a pasearse por la ciudad y a conceder a sus súbditos el privilegio de verle, admirarle y aclamarle. Eso mismo le estaba explicando a este inoportuno visitante que insiste en que ha venido desde lejos para ver al rajá.
Mientras Tofaa traducía eso, yo eché una impaciente mirada al visitante, otro hindú más con dhoti: pero entonces mi vista captó el objeto que llevaba, y en el mismo momento Tofaa gritó con gran excitación:
—¡Es él, Marco-wallah! ¡Es el auténtico pescador de perlas, lo recuerdo de Akyab!
Y ciertamente el hombre llevaba un diente. Era otro diente inmenso y bastante similar a mi última adquisición, con la diferencia de que estaba metido en una malla de tracería de oro, como una piedra engastada en una joya, y toda su superficie tenía una inconfundible pátina de gran antigüedad. Tofaa y el hombre hablaron atropelladamente, luego ella se volvió hacia mí.
—¡Es realmente él, Marco-wallah! El que apostó con mi difunto y querido marido en la sala de juego de Akyab. Y ésta es la reliquia que ganó a los dados aquel día.
—¿Cuántas ganó? —dije todavía escéptico—. Porque ya me ha entregado una.
Después de una nueva conversación atropellada, Tofaa se volvió para decirme:
—No sabe nada de los demás. Acaba de llegar en este momento; ha recorrido a pie todo el camino desde la costa. Éste diente es el único que ha tenido nunca, y le entristece desprenderse de él porque en la pasada temporada hizo aumentar mucho su pesca. Pero ha hecho caso con obediencia de la proclama de su rajá.
—¡Qué feliz coincidencia! —exclamé—. Éste parece el día de los dientes —y añadí, al oír revuelo en el patio exterior—. Ahora regresa el rajá, justo a tiempo para recibir al único hindú honesto de su reino.
El pequeño rajá entró contoneándose, seguido por su adulador séquito de cortesanos, lisonjeadores y otros lameculos. Se detuvo algo sorprendido al ver a nuestro grupo esperando en la sala de entrada. Tofaa, el mayordomo y el pescador se tiraron al suelo para quedar por debajo de la cabeza del rajá, pero antes de que ninguno de ellos pudiera hablar, yo me dirigí al pequeño rajá en farsi, y dije suave como una seda:
—Parece, alteza, que el buen pescador de perlas quedó tan contento con la recompensa del primer diente, y con la comida que le ofrecisteis, que ha traído otro.
El pequeño rajá pareció sorprendido y desconcertado por un momento, pero en seguida comprendió la situación, y se dio cuenta de que yo había descubierto su embuste. Por supuesto, no reaccionó con culpabilidad o vergüenza, sino sólo con indignación; lanzó una mirada venenosa al inocente pescador y añadió otra mentira descarada:
—Éste codicioso desgraciado sólo trata de aprovecharse de vos, Marco-wallah.
—Quizá sí, alteza —dije simulando que me estaba creyendo su farsa—. Pero aceptaré también gustosamente esta nueva reliquia. Además, así puedo llevarle este regalo a mi gran kan Kubilai, y el otro dejarlo como regalo de despedida para vuestra graciosa majestad. Vuestra majestad se lo merece. Sólo queda el asunto de la recompensa que ya he pagado. ¿Le doy al pescador una cantidad igual por esta nueva entrega?
—No —respondió con frialdad el pequeño rajá—. Ya habéis pagado muy generosamente. Convenceré a este hombre para que se conforme con eso. Creedme, le convenceré.
Dio órdenes al mayordomo para que se llevara al hombre a la cocina para darle de comer, otra comida, se le olvidó añadir, y salió hacia sus aposentos dando enfurecidos y ruidosos pasos. Tofaa y yo regresamos a los nuestros para terminar de preparar el equipaje. Envolví cuidadosamente el nuevo diente, engastado en oro para transportarlo sin peligro, pero dejé el otro a disposición del pequeño rajá, para que hiciera con él lo que quisiera.
Nunca volví a ver aquel hombrecito. Quizá no se atrevió a dar la cara, comprendiendo que al irme de Kumbakonam había descendido todavía más mi opinión sobre él que ya no era muy alta; ahora sabía que él no sólo era una afectada parodia de un soberano, sino también un dador de regalos falsos, un estafador de su propio pueblo, un malversador de las justas recompensas de los demás, y lo peor de todo, un hombre incapaz siquiera de admitir un error, una equivocación o un fallo. En todo caso, no se despidió de nosotros ni siquiera se levantó de la cama para decirnos adiós cuando al alba iniciamos nuestra marcha.
Tofaa y yo estábamos de pie en el patio trasero mientras los dos escoltas que nos habían asignado ensillaban nuestros caballos y sujetaban nuestro equipaje con las cinchas, cuando vi a otros dos hombres salir por una puerta trasera de palacio. En la penumbra matutina, no pude ver quiénes eran, pero uno de ellos se sentó en el suelo mientras el otro se situaba a su lado. Nuestros escoltas interrumpieron su trabajo y murmuraron inquietos algo que Tofaa me tradujo:
—Ésos son el verdugo de la corte y un prisionero condenado. Debe de ser culpable de algún crimen importante, porque le van a conceder el karavat.
Con curiosidad me acerqué un poco más a ellos, pero no demasiado para no interferirme. El karavat, pude ver finalmente, era una espada con una hoja especial que carecía de mango y estaba formada simplemente por un acero afilado de forma creciente, como una luna nueva. Cada una de sus puntas terminaba en una cadena corta, y cada cadena acababa en una especie de estribo metálico. El condenado, sin prisa pero tampoco con reluctancia, se colocó la hoja en forma de luna en la parte posterior del cuello, con las cadenas colgando por delante y encima de sus hombros. Luego dobló las rodillas y levantó los pies hasta meter uno en cada estribo. Después de un brevísimo momento para respirar profundamente apoyó el cuello contra el filo e impulsó ambos pies hacia delante. El karavat separó la cabeza del cuerpo, con gran nitidez, por su propia acción y sin ninguna ayuda.
Me acerqué aún más, y mientras el verdugo apartaba el cuerpo del karavat, miré hacia la cabeza que aún seguía abriendo y cerrando ojos y boca de un modo sorprendido. Era el pescador de perlas que había traído el auténtico diente de Buda, el único hindú emprendedor y honrado que había conocido en la India. El pequeño rajá le había recompensado, como dijo que haría.
Mientras cabalgábamos por el camino, pensé que por fin había visto algo que los hindúes podían considerar propiamente suyo. No tenían nada más. Hacía mucho tiempo que habían renegado de Buda, su compatriota, y lo habían abandonado a tierras extranjeras. El escaso esplendor que podían mostrar con jactancia a los visitantes, había sido obra, en mi opinión, de una raza diferente y ya desaparecida. En mi opinión, también las costumbres de los hindúes, su moral, su orden social y sus hábitos personales se los habían enseñado los monos. Incluso su instrumento musical característico, el sitar, era la aportación de un extranjero. Si el karavat era un invento genuino de los hindúes, ése debía de ser el único, y yo estaba dispuesto a reconocer que este invento, una indolente manera de hacer que los condenados se mataran a sí mismos, era el más elevado logro de su raza.
Podíamos haber cabalgado directamente hacia el este, desde Kumbakonam en dirección a la costa de Cholamandal hasta el pueblo más cercano donde encontráramos algún navío que cruzase la bahía. Pero Tofaa propuso, y yo estuve de acuerdo, que sería mejor volver por donde habíamos venido, hasta llegar a Kuddalore, pues sabíamos por experiencia que allí hacían escala numerosos navíos. Fue lo mejor que podíamos haber hecho, porque cuando llegamos y Tofaa comenzó a pedir un barco que nos pudiera llevar a bordo, los marineros del lugar le dijeron que había un barco que nos estaba ya esperando. Eso me dejó perplejo, pero sólo un momento, pues la noticia de nuestra presencia allí circuló por Kuddalore rápidamente, y un hombre que no era hindú vino corriendo y gritó: «Saín bina!».
Con gran sorpresa vi que era Yissun, mi antiguo intérprete a quien había visto por última vez cuando partía de Akyab para volver a Pagan atravesando Ava. Nos dimos amistosos puñetazos y nos saludamos a gritos, pero yo le interrumpí en seguida para preguntar:
—¿Qué estás haciendo en este lugar perdido?
—El wang Bayan me envió a buscaros, Marco, hermano mayor. Y como Bayan dijo «Tráelo en seguida», el sardar Shaibani esta vez no sólo contrató un barco, sino que lo lleva él mismo con toda su tripulación, y ha metido a bordo guerreros mongoles para que apremien a los marineros. Estábamos seguros de que llegaríais por tierra a Kuddalore, así que vinimos hacia aquí. Pero francamente ya me estaba preguntando dónde buscaros. Los estúpidos habitantes de este lugar me dijeron que habíais ido hacia el interior, pero sólo hasta el próximo pueblo, Panrati, y que de eso hacía muchos meses; yo sabía que forzosamente habíais llegado más lejos. O sea que es una bendición que nos hayamos encontrado por casualidad. Venid, zarparemos inmediatamente hacia Ava.
—Pero ¿por qué? —pregunté. Aquello me preocupaba: el torrente de palabras de Yissun parecía destinado a decírmelo todo menos el porqué—. ¿Qué necesita de mí Bayan, y con tanta prisa? ¿Hay guerra? ¿Insurrección? ¿Qué pasa?
—Siento deciros que no, Marco, que no es nada tan natural y normal como eso. Parece que vuestra buena mujer Huisheng se encuentra enferma. Lo más que puedo deciros es…
—Ahora no —dije insistentemente, sintiendo en aquel día tan caluroso un escalofrío glacial—. Ya me lo contarás a bordo. Como tú mismo has dicho, ¡zarpemos de una vez!
Yissun tenía un bote y un barquero hindúes esperando a su servicio, y salimos inmediatamente hacia el barco anclado, otro qurqur fuerte y sólido, esta vez capitaneado por un persa y tripulado por un surtido de razas y colores. Estaban dispuestos a atravesar rápidamente la bahía, ya que era el mes de marzo y los vientos pronto amainarían y el calor se recrudecería, y caerían lluvias torrenciales. Llevamos a Tofaa con nosotros, pues su destino era Chittagong, y ese importante puerto de Bengala estaba en la misma ribera oriental de la bahía que Akyab, y no mucho más arriba de aquella costa, o sea que el barco podía llevarla fácilmente después de dejarnos a Yissun y a mí.
Cuando el qurqur hubo levado anclas y estaba ya en camino, Yissun, Tofaa y yo nos pusimos en la barandilla de popa, él y yo mirando con agradecimiento cómo la India desaparecía detrás nuestro, y él me dijo respecto a Huisheng:
—Cuando vuestra dama descubrió que estaba embarazada…
—¿Embarazada? —grité con consternación.
Yissun se encogió de hombros:
—Yo sólo repito lo que me han dicho. Me dijeron que ella estaba muy contenta, y al mismo tiempo preocupada porque quizá vos no lo aprobaríais.
—¡Dios mío! ¿No se habrá lastimado al intentar expulsarlo?
—No, no. Creo, Marco, que doña Huisheng no haría nada sin vuestro consentimiento. No, no hizo nada de eso, y creo que ni siquiera sabía que podría tener complicaciones.
—¡Ya basta de preámbulos! ¿Qué está pasando?
—Cuando salí de Pagan nada, nada que pudiera verse. Me pareció que la dama estaba en perfecto estado, radiante con la espera y más bella incluso que antes. No había ningún mal visible. Se trata, creo yo, de algo que no pueda verse. Al principio de todo, cuando ella confió a su doncella que estaba preñada, a Arun, la recordáis, ¿no?, la sirvienta se las apañó para acercarse al wang Bayan e informarle de todo porque ella, Arun, tenía sus temores. Pensad, Marco, que sólo os estoy comunicando lo que según Bayan le contó la sirviente, y que yo no soy chamán ni médico, y que apenas sé nada del funcionamiento interno de las mujeres, y…
—Acaba de una vez, Yissun —le supliqué.
—La chica Arun dijo a Bayan que en su opinión doña Huisheng no está físicamente bien adaptada para dar a luz. Tiene algo que ver con la forma de la cintura pélvica, sea lo que sea eso. Perdonad que mencione detalles íntimos de anatomía, Marco, pero sólo os estoy informando. Sin duda, la sirviente Arun, que es la ayudante de cámara de vuestra señora, conoce bien su cintura pélvica.
—También yo —dije—. Y nunca noté nada raro en ella.
En aquel momento Tofaa se puso a hablar con su tono de sabelotodo y preguntó:
—Marco-wallah, ¿es vuestra dama extremadamente obesa?
—¡Insolente! ¡No es nada obesa!
—Sólo lo preguntaba. Éste es el caso de dificultad más corriente. Bien, entonces, decidme una cosa, ¿tiene quizá vuestra dama el montículo del amor, ya sabéis, la almohadita delantera en donde crece el pelo, deliciosamente protuberante?
Yo dije fríamente:
—Para tu información, las mujeres de su raza no tienen marañas de sudorosos pelos ahí. Pero ahora que lo mencionas, diría que sí, que esa zona frontal de mi dama es un poquitín más prominente de lo que he visto en otras mujeres.
—Ah, bien, ya está. Una mujer con esa conformación es sublimemente suave, profunda y envolvente en el acto del surata, como vos sin duda sabéis bien; pero eso puede dificultar el parto. Indica que sus huesos pélvicos están formados de modo que la abertura de su cintura pélvica tiene forma de corazón y no ovalada. Seguramente su criada reconoció esta distorsión, y eso la preocupó. Pero lo más probable, Marco-wallah, es que vuestra dama lo supiera ya: su madre debió de decírselo o su niñera, cuando se hizo mujer, y llegó el momento de aconsejarla de mujer a mujer.
—No —dije reflexionando—, no pudo habérselo dicho. La madre de Huisheng murió en su infancia, y ella… pues… después no recibió consejos, y no tuvo confidentes. Pero eso no importa. ¿Qué consejo le hubiera dado?
—Que nunca tuviera hijos —dijo Tofaa sin rodeos.
—¿Por qué? ¿Qué importa eso: la conformación pélvica? ¿Corre mucho peligro?
—No, mientras esté embarazada no. No tendrá dificultad en llevar al niño durante los nueve meses, si está sana. Probablemente sea un embarazo sin complicaciones, y una mujer embarazada siempre es una mujer feliz. El problema se presenta en el momento del parto.
—¿Qué problema?
Tofaa alejó su mirada de mí:
—La parte más difícil es la salida de la cabeza del niño. Ésta cabeza es ovalada, igual que la abertura pélvica normal. Aunque con esfuerzos y dolores, al final sale. Pero si este paso está constreñido, como en el caso de una pelvis en forma de corazón…
—¿Entonces?
No me contestó directamente:
—Imaginad que estáis sacando grano de un saco de cuello estrecho, y que un ratón se mete entre el grano y obstruye el cuello. Pero el saco hay que vaciarlo, de modo que lo apretáis, lo retorcéis y estrujáis. Algo tiene que ceder.
—Reventará el ratón, o el cuello quedará destrozado.
—O quizá todo el saco.
—¡Dios mío, que sea el ratón! —gemí. Luego me dirigí bruscamente a Yissun y le pregunté—: ¿Qué están haciendo por ella?
—Todo lo posible, hermano mayor. El wang Bayan no olvida que os prometió velar por su seguridad. Todos los médicos de la corte de Ava la están asistiendo, pero Bayan no tuvo suficiente con su ayuda. Envió correos al galope hacia Kanbalik para informar al gran kan de la situación. Y el kan Kubilai envió a su médico personal, el hakim Gansui. Es un hombre de edad, y llegó casi muerto después de haber recorrido todo el camino hasta Pagan, pero preferirá estar muerto si le sucede a doña Huisheng cualquier cosa.
Bueno, pensé, después de que Yissun y Tofaa se hubieron marchado y me hubieron dejado meditar triste y solo, yo no podía culpar ni a Bayan ni a Gansui ni a nadie de lo que pudiera pasar. Era yo quien había expuesto a Huisheng a aquel riesgo. Debió de suceder aquella primera noche en que ella, yo y Arun retozamos juntos, con tanta excitación que descuidé lo que era mi responsabilidad y mi placer: la colocación nocturna del medio limón preventivo. Intenté calcular cuándo había sido. Justo después de nuestra llegada a Pagan, ¿cuánto tiempo hacía ya? ¡Gèsu, al menos ocho meses y quizá casi nueve! Huisheng debía de estar ahora casi fuera de cuentas. No era de extrañar que Bayan tuviera tanto interés en que me encontraran y me llevaran junto a ella.
Yo tenía aún más interés que él. Si mi querida Huisheng sufría la menor dificultad, yo quería estar a su lado. Ahora ella estaba en el peor momento y mi alejamiento era imperdonable. Por eso aquella travesía de la bahía de Bengala me estaba resultando desesperante, mucho más lenta y más larga que la primera singladura de rumbo opuesto. Sin duda, no me comporté como un pasajero muy agradable para el capitán y la tripulación, ni tampoco debían de encontrarme muy agradable mis dos compañeros de pasaje.
Me paseaba inquieto e impaciente por cubierta, dando órdenes y gritando, maldecía a los marineros cada vez que no extendían hasta la punta del mástil el último palmo de vela, maldecía la impasible inmensidad de la bahía, maldecía el clima cada vez que en el cielo aparecía la más pequeña nube, y maldecía el insensible paso del tiempo: allí fuera pasaba tan lentamente mientras en otro lugar precipitaba a Huisheng al momento decisivo. Y sobre todo me maldecía a mí mismo, porque si había en el mundo un hombre conocedor del peligro al que exponía a una mujer dejándola embarazada, ése era yo. Cuando aquella vez en el Techo del Mundo, bajo los efectos del filtro del amor, me había convertido durante breves momentos en una mujer en los dolores del parto, bien fuese fantasía o realidad, tanto si una droga provocó la ilusión en mi mente, como si una droga provocó la transformación en mi cuerpo, yo había experimentado claramente cada momento terrorífico, cada hora y cada eternidad del proceso del nacimiento. Lo conocía mejor que cualquier hombre, mejor incluso que un médico por muchos nacimientos que hubiera presenciado. Yo sabía que no había en ello nada hermoso, ni dulce, ni feliz, como nos querían hacer creer todos los mitos sobre la dulce maternidad. Sabía que era un paso sucio, nauseabundo, humillante, una terrible tortura. Yo había visto al acariciador hacer cosas viles a los sujetos humanos, pero ni siquiera él podía hacerles algo de dentro hacia fuera. El parto era más terrible y el sujeto no podía hacer más que chillar y chillar hasta que el tormento acababa en la agonizante expulsión final.
Pero la pobre Huisheng no podía siquiera chillar.
¿Y si la cosa insistente, rabiosa y desgarradora que llevaba dentro no pudiera salir nunca…?
Yo era el culpable. Había descuidado, sólo en una ocasión, tomar las precauciones adecuadas. Pero realmente había sido más negligente y más culpable que eso; ya que después de mi propia y horrorosa experiencia del parto me había dicho a mí mismo: «Nunca someteré a una mujer que ame a este destino». Así que si realmente hubiera amado a Huisheng nunca hubiese debido acostarme con ella, y nunca la hubiera expuesto ni siquiera remotamente a ese riesgo. Era duro arrepentirse de todos los amorosos momentos que pasamos ella y yo unidos en el acto del amor, pero ahora me arrepentía; pues ni siquiera con precauciones había total seguridad y ella había estado expuesta continuamente a este peligro. Me juré a mí mismo y a Dios que si Huisheng sobrevivía nunca volvería a acostarme con ella. La amaba demasiado, y tendríamos que encontrar otros sistemas para demostrarnos mutuamente nuestro amor.
Tomada esta amarga decisión, quise enterrar mi angustia en recuerdos más felices, pero su propia dulzura me los hicieron también amargos. Recordaba la última vez que la había visto, cuando Yissun y yo partimos de Pagan. Huisheng no podía haber oído mis palabras de despedida ni respondido a ellas: «Adiós, querida mía». Pero ella me había oído con su corazón y me había hablado también con su mirada: «Vuelve, querido». Me acordaba de que ella, sin poder escuchar nunca música, la sentía con frecuencia, la veía y la percibía de otras formas. También ella creaba música, aunque no pudiera hacerlo personalmente: conocí a otras personas, incluso a secos criados ocupados en tareas desagradables, que a menudo tarareaban o cantaban felices sólo porque Huisheng estaba en la habitación. Recuerdo una ocasión, un día de verano en que mientras paseábamos al aire libre se desencadenó una repentina tormenta; todos los mongoles que iban con nosotros se pusieron a temblar y a invocar en voz baja el nombre protector de su gran kan. Pero Huisheng simplemente sonreía ante el espectáculo de los relámpagos, sin miedo a su ruido amenazador; para ella una tormenta no era más que una bella panorámica. Y recuerdo con qué frecuencia en nuestros paseos juntos Huisheng corría a coger una flor que mis sentidos, completos pero menos finos, no habían sabido ver. De todos modos, yo no era totalmente insensible a la belleza. Cuando en estas ocasiones ella echaba a correr para buscar algo, no podía por menos que sonreír al verla correr desgarbadamente y con las rodillas juntas, como hacen las mujeres; pero era una sonrisa cariñosa, y cada vez que ella corría mi corazón iba rodando detrás…
Después de una o dos eternidades, el viaje terminó. En cuanto vimos asomar Akyab por el horizonte, hice preparar mi equipaje, me despedí de Tofaa y le di las gracias, y Yissun y yo pudimos saltar de la cubierta al muelle incluso antes de que tendieran la pasarela del barco. Saludamos al sardar Shaibani con un simple gesto y montamos de un salto sobre los caballos que él había llevado hasta la bahía y los espoleamos. Cuando avistaron nuestro barco en la distancia, Shaibani envió sin duda un correo de avanzadilla cabalgando a toda prisa hacia Pagan, porque cuando Yissun y yo llegamos al palacio de Pagan, después de haber recorrido velozmente los cuatrocientos lis de distancia, ya nos estaban esperando. El wang Bayan no nos esperaba para darnos la bienvenida; al parecer se consideraba demasiado rudo para esa delicada tarea. En su lugar había encargado al viejo hakim Gansui y a la pequeña Arun que nos recibieran. Descabalgué temblando, tanto por la palpitación interior como por el esfuerzo muscular del largo camino al galope. Arun vino corriendo para cogerme las manos, y Gansui se me acercó con más sosiego. No hacía falta que hablaran. Vi en sus caras, en la gravedad del médico y en el llanto de la doncella, que había llegado demasiado tarde.
—Todo lo que pudo hacerse se hizo —dijo el hakim cuando, a instancia suya, me hube tomado una vigorizante copa del fuerte licor choum-choum—. Cuando llegué aquí, a Pagan, el estado de la dama era avanzado, pero podía haberla hecho abortar fácilmente y con garantía. Ella no me dejó. Por lo que pude comprender, gracias a la ayuda de esta sirvienta, vuestra dama Huisheng insistía en que no le correspondía a ella tomar esta decisión.
—Debíais haberla obligado —dije con voz ronca.
—Tampoco a mí me correspondía tomar tal decisión.
Se abstuvo amablemente de decir que era yo quien debía haber tomado aquella decisión. Y yo me limité a asentir.
Él continuó diciendo:
—No me quedaba otra alternativa que esperar el parto; y de hecho aún tenía alguna esperanza. Yo no soy uno de esos médicos han que en vez de tocar a sus enfermas, les piden que señalen modestamente sobre una figurita de marfil los puntos donde les duele. Yo insistí en realizar un examen completo. Según decís, hasta hace poco no supisteis que la cavidad pélvica de vuestra dama era estrecha. Yo observé que sus diámetros oblicuos quedaban reducidos por la intrusión anterior de la columna sacra, y que la extremidad púbica era más apuntada que redondeada, lo cual daba a la cavidad una forma trirradial en lugar de ovalada. Esto generalmente no es ningún obstáculo para una mujer, para caminar, montar a caballo, o lo que sea, hasta que intenta ser madre.
—Ella no lo sabía —dije.
—Creo que conseguí informarla y advertirle sobre las posibles consecuencias. Pero ella era terca, o decidida, o valiente. Y lo cierto es que no podía decirle que el nacimiento era imposible, que debía ser interrumpido. A lo largo de mi vida he asistido a varias concubinas africanas, y todas las mujeres de razas negras tienen la abertura pélvica más estrecha, y a pesar de todo tienen hijos. La cabeza de un niño al nacer es muy moldeable y flexible, así que aún tenía esperanzas de que este niño pudiera salir sin demasiados problemas. Desgraciadamente no pudo.
Se detuvo para elegir sus palabras cuidadosamente:
—Después de las primeras fases del parto se vio claramente que el feto estaba inextricablemente encallado. Y al llegar ese momento, la decisión la toma el médico. Insensibilicé a la dama con aceite de triaca. El feto fue cortado y extraído. Era un varón totalmente formado, con un desarrollo aparentemente normal. Pero los órganos y los vasos internos de la madre ya habían sufrido esfuerzos excesivos, y se habían producido hemorragias en puntos donde es imposible detenerlas. Doña Huisheng nunca despertó del coma de la triaca. Fue una muerte fácil y sin dolor.
Deseé que se hubiese detenido sin pronunciar las últimas palabras. Aunque su intención fuera compasiva, eran una rotunda mentira. Yo había visto demasiadas muertes para creer que pueda haber alguna «fácil». ¿Fue ésta «sin dolor»? Yo sabía, mejor que él, qué significaban «las primeras fases del parto». Antes de que le permitiera misericordiosamente olvidarse de todo, y desmenuzara al bebé y arrancara el trozo de carne, Huisheng había soportado horas de dolor iguales a la misma eternidad del infierno. Pero sólo dije con voz apagada:
—Hicisteis lo que pudisteis hacer, hakim Gansui. Os estoy agradecido. ¿Puedo verla ahora?
—Amigo Marco, ella murió hace cuatro días. Con este clima… Bueno, la ceremonia fue sencilla y digna, no como las barbaridades locales. Una pira al atardecer con el wang Bayan y toda la corte manifestando su dolor.
O sea que ni siquiera la vería una última vez. Era duro, pero quizá era mejor así. Podría recordarla, no como una Eco inmóvil y silenciosa para siempre, sino como ella había sido, vital y vibrante, como la vi por última vez.
Cumplí mecánicamente las formalidades de saludar a Bayan, escuché sus rudas condolencias, y le dije que me volvería a marchar, en cuanto hubiera descansado, para llevarle la reliquia de Buda a Kubilai. Luego fui con Arun a las habitaciones donde Huisheng y yo habíamos vivido juntos últimamente, y en donde ella había muerto. Arun vació armarios y cajones para ayudarme a hacer el equipaje, aunque yo sólo escogí algunos recuerdos para llevarme. Dije a la muchacha que podía quedarse con las ropas y otros objetos femeninos que Huisheng ya no iba a utilizar más. Pero Arun insistía en enseñarme cada una de las cosas pidiéndome permiso cada vez. Eso podía haberme resultado innecesariamente doloroso, pero en realidad las ropas, las joyas y los tocados no significaban nada para mí si Huisheng no los llevaba.
Me había propuesto no llorar, al menos hasta que no llegara a algún lugar solitario de camino hacia el norte donde podría hacerlo retirado. Me costó cierto esfuerzo, lo confieso, impedir que mis lágrimas corrieran, no arrojarme sobre la cama vacía que habíamos compartido, no estrechar contra mí sus inútiles ropas. Pero me dije a mí mismo: «Lo soportaré como un impasible mongol; no, mejor como un mercader de mentalidad práctica».
Sí, mejor ser como un mercader, que es un hombre acostumbrado a la transitoriedad de las cosas. Un mercader puede comerciar con tesoros, y puede alegrarse cuando cae en sus manos uno excepcional, pero él sabe que lo tendrá sólo un tiempo antes de que vaya a parar a otras manos, o si no ¿para qué está un mercader? Quizá le entristezca ver que el tesoro se va, pero si es un mercader como debe, será más rico por haber tenido aquello, aunque fuera brevemente. Y yo lo era, lo era. Aunque Huisheng se hubiera alejado ya de mí, había enriquecido mi vida incalculablemente, y me había dejado con un cúmulo de recuerdos que no tenían precio, y quizá hasta el haberla conocido me había convertido en un hombre mejor. Sí, me había beneficiado. Ésa manera tan práctica de enfocar mi aflicción me ayudó a contener más fácilmente mi dolor. Me felicitaba a mí mismo por mi pétrea serenidad.
Pero en aquel momento Arun me preguntó:
—¿Os llevaréis esto?
Lo que me estaba mostrando era el incensario de porcelana blanca. Y el hombre de piedra se derrumbó.