EL TECHO DEL MUNDO

1

Alquilamos una habitación para los cuatro, incluyendo a Narices, en el edificio principal de la posada, y espacio en un corral exterior para nuestros caballos, y nos preparamos para permanecer en Buzai Gumbad hasta que acabara el invierno. El caravasar no era un lugar muy elegante e Iqbal cobraba caro el mantenimiento de los huéspedes porque todas las pertenencias y la mayor parte de las provisiones tenían que importarse de más allá de las montañas. Pero de hecho el lugar era más confortable de lo normal, considerando las circunstancias de que no había nada más, y de que ni Iqbal ni sus antepasados tuvieron nunca necesidad de ofrecer más que un albergue y una comida rudimentarios.

El edificio principal tenía dos pisos, y era el primer caravasar que yo había visto con esta disposición, siendo el inferior un cómodo establo para el ganado y las ovejas de Iqbal que constituían tanto los ahorros de su vida como la despensa de la posada. El piso superior era para los humanos y estaba rodeado por un cobertizo abierto que tenía fuera de cada dormitorio y un agujero de retrete practicado en el suelo, para que las evacuaciones de los huéspedes cayeran en el patio y fueran aprovechadas por un rebaño de escuálidas gallinas. Al estar los alojamientos situados en el primer piso, encima del establo, disfrutábamos del calor que subía de los animales, aunque lo que no era tan agradable era su olor. De todos modos éste no era tan malo como el nuestro y el de los demás huéspedes, que no se habían lavado desde hacía tiempo, y el de nuestra ropa también muy sucia. El patrón no estaba dispuesto a malgastar el precioso combustible de estiércol seco para instalar un hammam o para calentar el agua y lavar la ropa.

Prefería, y los huéspedes también, utilizar el combustible para calentar nuestras camas de noche. Todas las camas de Iqbal eran del tipo llamado en oriente kang: una plataforma hueca de piedras apiladas cubierta con tablas que aguantaban un montón de mantas de pelo de camello. Antes de acostarnos levantábamos las tablas, esparcíamos algo de estiércol seco dentro del kang y poníamos encima unos carbones encendidos. El viajero recién llegado al principio lo hacía torpemente, o bien se helaba toda la noche o prendía fuego a las tablas que tenía debajo. Pero con práctica se aprendía a disponer el fuego de modo que quemara lentamente toda la noche con un calor uniforme y que no hiciera tanto humo que ahogara a todos los ocupantes de la habitación. En cada una de las estancias de los huéspedes había también una lámpara, hecha a mano por el propio Iqbal, y de un tipo que no vi en parte alguna. Cogía una vejiga de camello, la hinchaba hasta hacer una esfera, luego la pintaba con laca para conservar la forma y hacía un dibujo brillante de muchos colores. La agujereaba para que pudiera ponerse sobre una vela o una lámpara de aceite y este gran globo daba un resplandor de muchos colores y muy radiante.

Las comidas de cada día en la posada tenían la habitual monotonía musulmana: cordero y arroz, arroz y cordero, judías cocidas, grandes redondeles de un pan alisado y duro llamado nan, y para beber cha de color verde que tenía siempre y de modo inexplicable un ligero gusto a pescado. Pero el buen Iqbal hacía todo lo posible para variar la monotonía siempre que tenía una excusa: en viernes, el sabbat de los musulmanes, y en las diversas festividades musulmanas que caían en invierno. Ignoro qué se celebraba en aquellos días de fiesta, que tenían nombres como Zu-l-Heggeh y Yom Asura, pero en aquellas ocasiones nos servían buey en vez de cordero, y un arroz llamado pilaf de color rojo, amarillo o azul. A veces también nos daban tartas fritas de carne llamadas sarnosa, y una especie de sorbete de nieve perfumado con pistacho o sándalo, y en una ocasión, sólo en una, pero creo sentir todavía su sabor, nos dieron de dulce un budín hecho de jengibre y ajo machacados.

Nada nos impedía comer las varias comidas de otras nacionalidades y religiones, y lo hacíamos con frecuencia. En los edificios menores del caravasar y en las tiendas que lo rodeaban estaban acampadas gentes de muchas caravanas, y estas gentes eran de muchos países, costumbres y lenguajes distintos. Había mercaderes persas y árabes y comerciantes pajtuni de caballos, que como nosotros procedían del oeste, y rusniacos altos y rubios del lejano norte, y tazhik peludos y corpulentos del norte más próximo, bho de rostro plano procedentes de una tierra oriental llamada el Alto Lugar de los Bho, o To-Bhot en su idioma, y pequeños hindúes y cholas tamiles de piel oscura del sur de la India, y gente llamada hunzukut y kalash del sur próximo, de ojos grises y pelo rubio, y algunos judíos de origen indeterminado y muchos más. Toda esta comunidad variada convertía a Buzai Gumbad en una pequeña ciudad, por lo menos en invierno, y todos se esforzaban en que fuera una ciudad bien administrada y habitable. De hecho era una ciudad con mayor espíritu comunitario y más acogedora que muchas de las más asentadas y permanentes que yo he visto.

En cualquier hora de comer, cualquier persona podía sentarse ante el fuego de cualquier familia y ser bien recibida, aunque él y los demás no pudiesen hablar un idioma mutuamente inteligible, porque se daba por sentado que el siguiente fuego que él encendería para preparar su comida estaría igualmente abierto a todo recién llegado. Creo que al final de aquel invierno nosotros, los Polo, habíamos probado todos los tipos de comida que se servían en Buzai Gumbad, y al no cocinar nosotros personalmente, habíamos invitado a un número igual de forasteros a comer en el comedor de Iqbal. La comunidad además de ofrecer toda una variedad de experiencias culinarias, algunas deliciosas y memorables, otras memorables por lo malas, proporcionaba también otro tipo de diversiones. Casi cada día se celebraba una festividad para algún grupo, y les encantaba que los demás habitantes del campamento acudieran a verlos y participaran tocando música, cantando, bailando y haciendo deporte. Desde luego no todos los acontecimientos de Buzai Gumbad eran festivos, pero la diversidad de personas conseguía unirnos también en ocasiones más solemnes. Se observaban tantos códigos legales distintos que se había elegido a un hombre de cada color, lengua y religión representados allí para constituir un tribunal y juzgar los casos de ratería, allanamiento y otras perturbaciones de la paz.

He hablado del tribunal de justicia y de las festividades al mismo tiempo porque ambos elementos figuraron en un incidente que me divirtió. Los kalash, una gente bella pero pendenciera, se peleaban únicamente entre sí, y sin mucha ferocidad; sus riñas solían acabar con grandes carcajadas de los participantes. Eran también de carácter alegre y gracioso, dado a la música; tenían un repertorio inacabable de danzas con nombres como kikli y dhamal, y bailaban casi cada día. Pero una de sus danzas, llamada el luddi, me ha quedado como un recuerdo único de danza.

La vi interpretada primero por un hombre kalash a quien habían llevado ante el variopinto tribunal de Buzai Gumbad y le habían acusado de robar un juego de campanillas de camello de un vecino kalash. Cuando el tribunal le absolvió por falta de pruebas, todo el contingente kalash, incluyendo el acusador, organizó una sesión de música chillona y estruendosa con flautas, tenacillas chimta y tamboriles, y el hombre empezó a bailar una danza luddi llena de saltos y piruetas en la que acabó participando toda su familia. Luego vi que bailaba también esta danza el otro kalash, el hombre que había perdido las campanillas de camello. Cuando el tribunal no consiguió recuperar las campanillas ni encontrar a un culpable a quien castigar, ordenó que cada cabeza de familia del campamento contribuyera con una campanilla para recompensar a la víctima. Esto sólo supuso unas monedas de cobre para cada contribuyente, pero el total probablemente superó el valor de las campanillas hurtadas. Y cuando se entregó el dinero a aquel hombre, todo el contingente kalash, incluyendo al acusado absuelto, interpretó de nuevo una música chillona y estrepitosa de flautas, tenacillas y tamboriles, y aquel hombre se puso a bailar la danza de saltos y cabriolas, y al final toda su familia se unió a ella. Me enteré de que el luddi es una danza kalash que éstos con su espíritu felizmente pendenciero sólo bailan para celebrar una victoria en un pleito. Me gustaría poder introducir algo parecido en la litigiosa Venecia.

En mi opinión aquel tribunal mixto había emitido un sabio veredicto en ese caso, como en la mayoría de los casos, si se tiene en cuenta lo delicado de su labor. Probablemente entre todos los pueblos reunidos en Buzai Gumbad no había dos que estuvieran acostumbrados a obedecer (o a desobedecer) el mismo código legal. La violación en estado de embriaguez parecía ser un acto común de los rusniacos nestorianos, al igual que lo era la actividad sexual sodomita entre los árabes musulmanes, mientras que los paganos e irreligiosos kalash miraban con horror estas costumbres. Los pequeños robos eran un sistema de vida para los hindúes, y los bho lo condonaban porque consideraban que todo lo que no estaba atado y sujeto carecía de propietario, pero los sucios aunque honestos tazhiks condenaban el robo como algo criminal. O sea que los miembros del tribunal tenían que seguir un estrecho camino intermedio, y tratar de administrar una justicia aceptable sin insultar las costumbres tradicionales de ningún grupo. Y no todos los casos que se presentaban al tribunal eran tan triviales como el asunto de las campanillas de camello robadas.

Un caso presentado ante el tribunal antes de que llegáramos los Polo aún se repetía en las conversaciones y se discutía. Un anciano mercader árabe había denunciado que la más joven y linda de sus cuatro esposas le había abandonado y se había refugiado en la tienda de un joven y guapo rusniaco. El ofendido marido no quería que volviese a su lado, pedía que condenaran a muerte a ella y a su amante. El rusniaco alegó que según la ley de su patria una mujer era una pieza de caza tan libre como un animal del bosque y pertenecía a quien la cogiera. Además dijo que él la amaba realmente. La esposa descarriada, una mujer del pueblo kirghiz, alegó que encontraba repugnante a su marido legal, porque sólo la había penetrado del sucio modo árabe, por la entrada de detrás, y creía que tenía derecho a cambiar de pareja, aunque sólo fuera para cambiar de postura. Pero dijo que además amaba realmente al rusniaco. Pregunté al patrón Iqbal qué decisión había tomado el tribunal. (Iqbal era uno de los pocos habitantes permanentes de Buzai Gumbad, por lo tanto era un prohombre y como es lógico le elegían para formar parte del nuevo tribunal que se constituía cada invierno).

Él se encogió de hombros y dijo:

—El matrimonio es matrimonio en cualquier país, y la esposa de un hombre es propiedad suya. Tuvimos que dar la razón al marido cornudo en esto. Le dimos permiso para que matara a su esposa infiel. Pero no para que interviniera en el destino del amante.

—¿Cuál fue su castigo?

—Sólo tuvo que dejar de amarla.

—Pero ella había muerto. ¿De qué le serviría…?

—Decretamos que también debía morir su amor por ella.

—No… no acabo de entenderlo. ¿Cómo pudo conseguirse eso?

—Dejaron el cuerpo sin vida de la mujer desnudo en una ladera. El adúltero convicto fue encadenado y sujeto a una estaca casi a tocar del otro cuerpo. Dejamos allí a los dos.

—¿Para qué él muriera de hambre a su lado?

—Oh, no. Le dimos de comer y de beber y estuvo allí bastante confortablemente hasta que le soltamos. Ahora vuelve a estar en libertad, y todavía vive, pero ha dejado de amarla.

Yo moví negativamente la cabeza.

—Perdonadme, mirza Iqbal, pero no puedo entenderlo.

—Un cadáver sin enterrar no se queda sin más donde está. Va cambiando de día en día. En el primer día se observa alguna decoloración en todas las partes de la piel donde se ha hecho presión últimamente. En el caso de aquella mujer, algunas manchas alrededor del cuello donde se habían hundido los dedos de su marido al estrangularla. El amante tuvo que quedarse mirando la aparición de estas manchas sobre su carne. Quizá no eran muy horribles. Pero al cabo de un día o dos, el vientre del cadáver empieza a hincharse. Al cabo de poco tiempo más el cadáver empieza a eructar y a expulsar de distintos modos sus presiones internas con cierta mala educación. Finalmente llegan las moscas…

—Gracias. Empiezo a comprender.

—Sí, y tuvo que presenciarlo todo. Con el frío de estas regiones el proceso no es tan rápido, pero la descomposición es inexorable. Y a medida que el cadáver se pudre, los buitres y los milanos descienden y los perros Saqal salen y se atreven a acercarse, y…

—Sí, sí.

—En diez días más o menos, cuando los restos empezaban a hacerse líquidos, el joven había perdido su amor por ella. O por lo menos eso creemos, porque ya se había vuelto loco. Se marchó con la expedición de rusniacos, atado con una cuerda detrás de los carros. Todavía vive, pero si Alá es misericordioso, quizá no por mucho tiempo.

Las caravanas que invernaban en el Techo del Mundo iban cargadas con todo tipo de bienes, y si algunos despertaron mi admiración como sedas y especias, joyas y perlas, pieles y cueros, la mayoría no eran ninguna novedad para mí. Pero de algunos de aquellos artículos no había oído hablar nunca. Por ejemplo una recua de samoyedos llevaba desde el norte lejano fardos de láminas de un artículo que ellos llamaban cristal de Moscovia. Parecía cristal cortado en placas rectangulares, y cada lámina medía más o menos mi brazo cuadrado, pero su transparencia estaba desfigurada por fisuras, ondulaciones y manchas. Me dijeron que no era cristal auténtico, sino un producto de un tipo extraño de roca. Ésta, parecida en cierto modo al amianto que se separa formando fibras, se va pelando como las páginas de un libro y da unas láminas delgadas, frágiles y de una transparencia legañosa. El material era muy inferior al cristal real, como el que se fabrica en Murano, pero el arte de fabricar el cristal es desconocido en la mayor parte de Oriente, y el cristal de Moscovia era un sustituto bastante adecuado y según los samoyedos su precio en los mercados era alto.

Del otro extremo de la tierra, del lejano sur, una caravana de cholas tamiles transportaba de la India a Balj pesadas bolsas que sólo contenían sal. Me reí de aquellos hombrecitos de piel oscura. No había visto que en Balj faltara la sal, y pensé que era muy estúpido arrastrar por continentes enteros un artículo tan común. Los diminutos y tímidos cholas suplicaron que considerara con indulgencia su obsequiosa explicación: aquello era «sal marina», dijeron. La probé, su gusto no era diferente al de otras sales, y me reí de nuevo. Ellos entonces continuaron explicándose: la sal marina poseía una cierta cualidad inherente de la que carecían los demás tipos, según afirmaron. Si se utilizaba para aliñar la comida prevenía la enfermedad del bocio, y ellos esperaban que por este motivo la sal marina se vendería en aquella tierra a un precio que compensaría el esfuerzo de transportarla.

—¿Es sal mágica? —pregunté en son de burla, porque yo había visto muchos de aquellos terribles bocios y sabía que para eliminarlos se necesitaba algo más que tomar cada día unos granos de aquella sal.

Me reí de nuevo de la credulidad y tontería de los cholas, ellos me miraron con un aire de adecuada sumisión y yo seguí mi camino.

Los animales de montar y de carga guardados en los corrales de la orilla del lago eran casi tan variados como sus propietarios. Como es lógico había rebaños enteros de caballos y de asnos e incluso unas cuantas mulas, de buen aspecto. Pero los numerosos camellos presentes no eran del tipo que habíamos visto anteriormente y que utilizamos en los desiertos de las tierras bajas. No eran tan altos ni de piernas tan largas, sino de constitución más robusta, y su pelo largo y espeso les daba un aspecto más impresionante todavía. También tenían crines como los caballos, pero les colgaban de debajo, no de encima ni de sus largos cuellos. Sin embargo la principal novedad era que tenían dos gibas en lugar de una, y se podían montar más fácilmente, porque tenían un hueco natural para la silla entre las dos gibas. Me dijeron que estos camellos bactrianos se adaptaban bien a las condiciones invernales y al terreno montañoso, mientras que los camellos árabes de una giba se adaptan al calor, a la sed y a las arenas del desierto.

Otro animal nuevo para mí fue el animal de carga del pueblo bho, que ellos llaman yyag y los demás yak. Era un animal macizo con la cabeza de una vaca y la cola de un caballo unidos a un cuerpo cuya forma, tamaño y textura eran propias de un almiar. Un yak puede llegar a la altura del hombro de una persona, pero lleva la cabeza baja, a la altura más o menos de las rodillas de un hombre. Su pelo abundante y basto, negro o gris de manchas oscuras y blancas, le cuelga hasta llegar al suelo, ocultando unos cascos que parecen demasiado delicados para su gran masa, pero estos cascos se asientan de modo asombrosamente preciso y seguro en los estrechos senderos de montaña. El yak gruñe y refunfuña como un cerdo y rechina continuamente sus enormes dientes cuando avanza pesadamente por la montaña.

Luego me enteré de que la carne de yak es tan buena como la del mejor buey, pero ningún pastor de yak en Buzai Gumbad tuvo ocasión de matar a uno de sus animales mientras estuvimos allí. Sin embargo los bho ordeñaban a las hembras de su rebaño, lo cual exige cierto valor dado el tamaño inmenso y la irritabilidad impredecible de estos animales. Ésta leche, tan abundante que los bho la regalaban a los demás, era deliciosa, y la mantequilla que elaboraban a partir de ella sería de una exquisitez notable si no llegara siempre acompañada de largos pelos de yak incrustados en su masa. Éste animal proporciona otros productos útiles: su pelo basto puede tejerse y construirse con él tiendas tan fuertes que resisten las tempestades de la montaña, y los pelos de su cola, mucho más finos, sirven para fabricar excelentes mosqueadores.

Entre los animales más pequeños de Buzai Gumbad vi a muchas perdices de pata roja como las que había visto salvajes en otros lugares, y que allí tenían las alas cortadas para que no pudiesen volar. Los niños del campamento jugaban continuamente al escondite con estas aves y yo supuse que las tenían como animales domésticos o para que cazaran insectos, porque todas las tiendas y edificios estaban infestados. Pero pronto supe que las perdices tenían una nueva y peculiar utilidad para las mujeres kalash y hunzukut.

Las mujeres cortaban las patas rojas de estas aves, guardaban la carne para el puchero y quemaban las piernas convirtiéndolas en una ceniza fina que salía del fuego en forma de polvo púrpura, el cual utilizaban como cosmético para pintar y dar realce a sus ojos, como usan el al-kohl las demás mujeres orientales. Las mujeres kalash también se pintaban toda la cara con una crema elaborada con las semillas amarillas de unas flores llamadas bechu, y puedo asegurar que una mujer con toda la cara de color amarillo brillante, excepto un redondel rojo en sus grandes ojos, constituye todo un espectáculo. Sin duda las mujeres pensaban que este afeite las hacía sexualmente atractivas, porque su otro adorno favorito era una cofia o una caperuza y una capa hecha con innumerables conchas pequeñas llamadas cauris y una concha de cauri tiene claramente la forma perfecta de un órgano sexual femenino en miniatura.

En relación a esto me enteré con satisfacción que Buzai Gumbad ofrecía otras posibilidades sexuales aparte de las violaciones de borrachos, la sodomía y el adulterio odiosamente castigado. Fue Narices quien lo descubrió tras estar solo un día o dos en la ciudad, y de nuevo se me acercó como había hecho en Balj, fingiendo que el descubrimiento le disgustaba:

—En esta ocasión es un sucio judío, amo Marco. Ha tomado el pequeño edificio del caravasar situado a mayor distancia del lago. Por la parte de delante pretende ser una tienda de vaciador, donde él pone a punto cuchillos, espadas y herramientas, pero en la parte trasera guarda un conjunto de mujeres de razas y colores variados. Como buen musulmán debería denunciar a esta ave de carroña posada sobre el Techo del Mundo, pero no lo haré si vos no me lo pedís después de haber estudiado con ojos cristalinos ese establecimiento.

Le dije que así lo haría, y a esto me dediqué unos días después, tras haber deshecho el equipaje y habernos instalado definitivamente. En la botica situada en la parte delantera del edificio un hombre estaba sentado con la hoja de una guadaña en la mano e inclinado sobre una rueda de afilar que movía con un pedal. A no ser por el bonete que llevaba me hubiese parecido un oso jers, porque su cara era muy peluda y sus rizos y bigotes parecía que se fundieran con el gran abrigo de piel que llevaba. Observé que el abrigo era de caro karakul, una vestidura elegante para el simple vaciador que pretendía ser. Esperé a que se produjera una pausa en el rechinante zumbido de la rueda y en la lluvia de chispas que saltaba por todas partes.

Luego le dije, como me había indicado Narices:

—Tengo una herramienta especial que quiero aguzar y engrasar.

El hombre levantó la cabeza y yo parpadeé. Su cabello, cejas y barba eran como una especie de hongo rojo medio encanecido, sus ojos eran como zarzamoras y su nariz como una hoja de šimsir.

—Un dirham —dijo—, o veinte shahis o cien conchas de cauri. Los forasteros que vienen por primera vez tienen que pagar por adelantado.

—No soy un forastero —le dije efusivamente—. ¿No me conocéis?

Él me contestó de forma seca:

—Yo no conozco a nadie. Gracias a esto mi negocio puede sobrevivir en un lugar plagado de leyes contradictorias.

—¡Pero yo soy Marco!

—Aquí uno deja caer su nombre, cuando deja caer sus prendas inferiores. Si algún muftí entrometido me interroga puedo decirle sin engaño que no conozco ningún nombre excepto el mío propio, que es Shimon.

—¿El tzaddik Shimon? —pregunté descaradamente—. ¿Uno de los lamed-vav? ¿O los treinta y seis juntos?

Me miró con aspecto alarmado o receloso.

—¿Hablas ivrit? ¡Pero tú no eres judío! ¿Qué sabes de los lamed-vav?

—Sólo sé que al parecer siempre me los encuentro —suspiré— una mujer llamada Ester me enseñó su nombre y me contó lo que hacen.

Él dijo con desagrado:

—No debió de explicártelo muy bien, si confundes a un patrón de burdel con un tzaddik.

—Me dijo que los tzaddikim hacen el bien a los hombres. Y un burdel sirve para lo mismo, creo yo. ¿Bueno… me vais a dar un consejo ahora, como habéis hecho siempre?

—Acabo de hacerlo. Los muftíes de las caravanas a menudo son muy entrometidos. No vayas proclamando tu nombre por ahí.

—Me refiero a la sed de sangre de la belleza.

Dio un ronquido.

—Si a tu edad, joven Sin Nombre, aún no has aprendido los peligros de la belleza, yo no voy a enseñar a un tonto. Ahora, un dirham o su equivalente, o si no, lárgate de aquí.

Yo dejé caer la moneda en su mano callosa y dije:

—Quisiera una mujer que no fuera musulmana. O por lo menos que no tuviera las partes tabzir. Además, y si fuera posible, me gustaría poder hablar con ella, para variar.

—Coge la chica domm —gruñó—. No para nunca de hablar. Por esta puerta, segunda habitación a la derecha.

Se inclinó de nuevo con la guadaña sobre la rueda, y el ruido áspero y la lluvia de chispas llenó otra vez la tienda.

Aquél burdel, como el de Balj, consistía en unas cuantas habitaciones, que podrían calificarse mejor de cubículos, abiertas a un pasillo. El de la chica domm tenía un escaso mobiliario: un brasero de estiércol para dar calor y luz, y también humo y olor, y para llevar a cabo la transacción comercial una especie de cama llamada hindora. Es un jergón que en vez de aguantarse sobre patas cuelga de una viga del techo mediante cuatro cuerdas, y contribuye con algunos movimientos propios a los que tienen lugar en su interior.

Yo no había oído nunca la palabra domm y no sabía qué esperar de la chica. La que estaba sentada meciéndose perezosamente en la hindora resultó un ejemplar nuevo en mi experiencia, una chica de un marrón tan oscuro que casi parecía negra. Sin embargo, aparte de esto, su cara y su figura eran bastante agradables. Sus rasgos eran finos, no bastos como los de las etíopes y su cuerpo era pequeño y ligero, pero bien formado. Hablaba varias lenguas, entre ellas el farsi y así pudimos conversar. Me dijo que su nombre era Chiv, que en su idioma materno romm significaba Hoja.

—¿Romm? El judío dijo que eras domm.

—¡No soy domm! —protestó violentamente—. ¡Yo soy romni. Soy una juvel, una joven de los romm!

Yo no tenía idea de lo que eran los domm o los romm y por lo tanto evité discutir dedicándome al negocio que me había llevado allí. Y pronto descubrí que, aparte de lo que pudiera ser la juvel Chiv, y según dijo su religión era musulmana, era una juvel completa, y no estaba privada, como las musulmanas, de ninguna de sus partes femeninas. Y estas partes, una vez pasada la entrada de color marrón oscuro, eran tan rosadas y bonitas como las de cualquier otra mujer. También pude comprobar que Chiv no fingía placer sino que disfrutaba del jugueteo tanto como yo. Cuando después le pregunté perezosamente por qué se había dedicado a aquella ocupación, no se inventó ningún cuento sobre una caída provocada por las penas de la vida, sino que me dijo alegremente:

—De todos modos igual haría zina, o lo que nosotros llamamos surata, porque me gusta. Que te paguen por hacer surata es un premio de más, y esto también me gusta. ¿Rechazarías un sueldo, si te lo ofrecieran, para cobrar cada vez que orinas?

Bueno, pensé, quizá Chiv no era una chica con sentimientos muy románticos, pero era sincera. Le di incluso un dirham que no tendría que compartir con el judío. Y mientras salía a través de la tienda del vaciador tuve la satisfacción de dirigirle una observación sarcástica:

—Estabais equivocado, viejo Shimon. Como ya pude comprobar en otras ocasiones. Ésta chica es una romm.

—Romm, domm, esta desgraciada gente toma el nombre que le apetece —dijo sin preocuparse. Pero luego continuó con más animación y amabilidad que antes—: Eran originalmente los dhoma, una de las clases más bajas de todos los jatis hindúes de la India. Los dhoma son intocables, un pueblo odiado y detestado, y por ello abandonan continua y lentamente la India para buscar ocupaciones mejores en otros lugares. Dios sabe cómo, porque los únicos oficios de los que son capaces son bailar, putear, hacer chapuzas y robar. Y disimular. Se aplican el nombre de romm pretendiendo descender de los cesares occidentales. Pero cuando se llaman atzigan pretenden descender del conquistador Alejandro. Y cuando se llaman egipsies, pretenden descender de los antiguos faraones. —Se echó a reír—. Sólo descienden de los puercos dhoma, pero se están abatiendo sobre todos los países de la tierra.

—También vosotros los judíos vivís dispersos por todo el mundo —le dije—. ¿Cómo puede una persona de tu raza despreciar a quienes hacen lo mismo que vosotros?

Me dirigió una penetrante mirada, pero respondió en un tono deliberado como si yo no le hubiese hablado despreciativamente.

—Cierto, los judíos nos adaptamos a las circunstancias de nuestra dispersión por el mundo. Pero los domm hacen algo que nosotros nunca haremos. Buscan la aceptación de los demás adoptando humildemente la religión local dominante. —Rió de nuevo—. ¿Lo ves? Cualquier pueblo despreciado puede encontrar siempre otro más vil al cual despreciar y desdeñar.

Yo respiré fuerte y dije:

—De esto se deduce que también los domm tienen alguien a quien despreciar.

—Ah, claro. A todo el resto de la creación. Para ellos tú, yo y todos los demás somos los gazhi, palabra que únicamente significa «los engañados, las víctimas», los que pueden ser estafados y embaucados.

—Me imagino que una chica guapa, como vuestra Chiv, no necesita engañar a…

Él sacudió con impaciencia la cabeza.

—Llegaste aquí gimoteando con la historia de que la belleza despertaba tus sospechas. ¿Llevabas algo de valor encima?

—¿Crees que soy burro y que llevo cosas de valor a una casa de putas? Sólo llevaba unas monedas y mi cuchillo de cinto. ¿Dónde está mi cuchillo?

Shimon sonrió compasivamente. Pasé de un salto por su lado, y entré como una furia en la habitación trasera, donde encontré a Chiv contando alegremente un puñado de monedas de poco valor.

—¿Tu cuchillo? Ya lo he vendido. ¿Soy rápida, no? —dijo mientras yo la miraba desde arriba echando chispas—. No esperaba que lo echaras a faltar tan pronto. Lo vendí a un pastor tazhik que acaba de pasar por la puerta trasera, es decir, que el cuchillo ha volado. Pero no te enfades conmigo. Robaré un cuchillo mejor a otra persona, lo guardaré hasta que vuelvas y te lo daré. Esto lo haré… por la gran estima que te tengo, y por tu guapura, tu generosidad y tus proezas excepcionales en la surata.

Como es natural después de tantos elogios se esfumó mi enfado y le dije que procuraría visitarla de nuevo. Sin embargo cuando salí por segunda vez pasé furtivamente al lado de Shimon y de su rueda, más o menos como había salido de otro burdel en otra ocasión, pero entonces vestido con ropa de mujer.

2

Creo que si se lo hubiésemos pedido, Narices nos habría encontrado un pez en un desierto. Cuando mi padre le pidió que buscara un médico para que opinara sobre la aparente mejora de la tisichezza de tío Mafio, Narices no tuvo ninguna dificultad en encontrar a uno, a pesar de que estábamos en el Techo del Mundo. Y el hakim Mimdad, anciano y calvo, nos pareció un doctor competente. Era persa, y este solo hecho ya lo calificaba como hombre civilizado. Viajaba como conservador de la salud de una caravana de mercaderes persas de qali. En su misma conversación general ya dio pruebas de que su conocimiento de la profesión era más que rutinario. Recuerdo que nos dijo:

—Yo, personalmente, prefiero prevenir las enfermedades a curarlas, aunque la prevención no ingrese dinero en mi bolsa. Por ejemplo, digo a todas las madres de este campamento que hiervan la leche que dan a sus hijos. Tanto si es de yak, de camello o de lo que sea, les advierto que hay que hervirla primero en una vasija de hierro. Como todo el mundo sabe los peores yinn y otros tipos de demonios sienten repulsión por el hierro. Y he comprobado con experimentos que hervir la leche libera de la vasija un jugo de hierro que se mezcla con la leche y ahuyenta a cualquier yinn que pudiera estar al acecho para infligir alguna enfermedad al niño.

—Parece razonable —dijo mi padre.

—Soy un gran defensor de los experimentos —continuó el viejo hakim—. Las reglas y recetas aceptadas de la medicina están muy bien, pero he descubierto a menudo, mediante experimentos, nuevas curas que no se explican por las viejas reglas. La sal marina, por ejemplo. Ni el mayor de todos los curadores, el sabio ibn Sina, parece haber notado que existe una diferencia sutil entre la sal marina y la obtenida de los campos de sal del interior. En ninguno de los antiguos tratados se adivina motivo alguno que explique esta diferencia. Pero hay algo en la sal marina que previene y cura la gota y otras inflamaciones tumorosas del cuerpo. Esto me lo han demostrado los experimentos.

Yo decidí en mi fuero interno pedir excusas a los pequeños mercaderes de sal chola de quienes me había burlado.

—¡Bueno, dotòr Balanzón! —dijo estentóreamente mi tío, aplicándole con malicia el nombre de aquel personaje cómico veneciano—. Dejemos esto y explicadme qué prescribís para mi maldita tisichezza: sal marina o leche hervida.

El hakim procedió, pues, a su examen de diagnóstico, tocando aquí y allí a tío Mafio y haciéndole preguntas. Al cabo de un rato dijo:

—No puedo saber si la tos era muy grave. Pero como vos decís, actualmente no lo es, y no oigo mucha crepitación dentro del pecho. ¿Os duele ahí?

—Sólo de vez en cuando —respondió mi tío—. Y supongo que se explica, después de los ataques de tos que padecí.

—Pero permitidme una suposición —dijo el hakim Mimdad—. Notáis el dolor únicamente en un lugar. Bajo vuestra costilla izquierda.

—Sí, es cierto.

—Además vuestra piel está muy caliente. ¿Es constante esta fiebre?

—Viene y va. Viene, sudo, y se va.

—Abrid la boca, por favor. —Le miró el interior de la boca y luego le levantó los labios para mirar las encías—. Ahora enseñadme las manos. —Las miró del derecho y del revés—. ¿Puedo arrancaros un pelo de la cabeza?

Así lo hizo y tío Mafio no se estremeció; el médico estudió el cabello, doblándolo en sus dedos. Luego preguntó:

—¿Sentís la necesidad frecuente de hacer kut?

Mi tío se echó a reír e hizo rodar lascivamente los ojos:

—Siento muchas necesidades, y frecuentemente. ¿Cómo se hace kut?

El hakim adoptó una actitud paciente, como si estuviera tratando con un niño, y se pasó la mano significativamente por el trasero.

—¡Ah, kut es merda! —bramó mi tío sin dejar de reír—. Sí, tengo que cagar con frecuencia. Desde que el anterior médico me administró su maldito purgante, he sufrido la cagasangue. Me hace trotar continuamente. Pero ¿qué tiene esto que ver con una afección de los pulmones?

—Creo que no tenéis la hast nafri.

—¿No tiene la tisichezza? —preguntó mi padre sorprendido—. Pero estuvo tosiendo sangre continuamente…

—No era de los pulmones —dijo el hakim Mimdad—, sino de las encías, que exudan sangre.

—Bueno —dijo tío Mafio—, no es mala noticia enterarse de que los pulmones no le fallan a uno. Pero veo que sospecháis la existencia de otra enfermedad.

—Os pediré que hagáis aguas en esta pequeña jarra. Os diré más cosas cuando haya inspeccionado los síntomas de diagnóstico en la orina.

—Experimentos —murmuró mi tío.

—Exactamente. Mientras tanto si el posadero Iqbal me trae unas yemas de huevo me gustaría que me dejarais pegar unos cuantos papelitos más con el Corán.

—¿Hacen algún bien?

—No hacen ningún mal. Gran parte de la medicina consiste precisamente en esto: en no hacer daño.

Cuando el hakim se fue con la jarrita de orina, tapándola con una mano para impedir la contaminación, yo también salí del caravasar. Me fui primero a las tiendas de los chola tamiles, les dije unas frases de excusa y les deseé prosperidad a todos, lo cual pareció ponerles más nerviosos de lo que ya estaban, y luego me dirigí por aquellos vericuetos al establecimiento del judío Shimon.

Pedí de nuevo que engrasaran mi herramienta, pedí de nuevo a Chiv, el patrón me la dio y ella, tal como había prometido, me regaló un nuevo cuchillo, de calidad; y para demostrarle mi gratitud intenté superar mis anteriores proezas en la ejecución de la surata. Luego me detuve un momento al salir y regañé de nuevo al viejo Shimon.

—Desde luego vuestras ideas son terribles. Me contasteis muchas cosas insultantes sobre el pueblo romm, pero ved el espléndido regalo que esta chica me ha hecho a cambio de mi viejo cuchillo.

Se encogió de hombros con indiferencia y dijo:

—Podéis estar contento de que no os lo haya metido entre las costillas.

Le enseñé mi cuchillo.

—Nunca vi otro igual. Se parece a una daga ordinaria ¿verdad? Tiene una sola hoja ancha. Pero observad: cuando la clavo en una presa aprieto la empuñadura: así. Y esta hoja ancha se separa en dos que saltan como un resorte y una tercera hoja interior que estaba escondida se proyecta entre ellas para clavarse más profundamente en la presa. ¿No es un maravilloso invento?

—Sí. Ahora recuerdo este cuchillo. Lo afilé no hace mucho. Y os sugiero que si lo guardáis, lo tengáis a mano. Pertenecía a un montañés hunzuk, un hombre muy alto que nos visita en ocasiones. Ignoro su nombre, pero todo el mundo le llama simplemente el Aprietacuchillos, por su habilidad en el manejo del arma, y porque lo utiliza con facilidad cuando su humor… ¿Tenéis que iros ya?

—Mi tío está en cama —dije, mientras salía por la puerta—. No debería haberme ausentado tanto tiempo.

No llegué a saber si era una broma pesada del judío, pero no tropecé con ningún hunzuk alto e iracundo entre la tienda de Shimon y el caravasar. Para evitar un enfrentamiento de este tipo, los dos días siguientes permanecí prudentemente cerca del edificio principal de la posada escuchando, en compañía de mi padre o de mi tío, los consejos del posadero Iqbal.

Cuando nosotros alabamos con entusiasmo la buena leche que daban las yaks y nos maravillamos de la bravura de los bho que se atrevían a ordeñar a aquellos monstruos, Iqbal nos dijo:

—Hay un truco sencillo para ordeñar a una hembra de yak sin peligro. Acercadle una cría para que la lama y la toque con el morro y aguantará tranquila y serena que le quiten la leche.

Pero no todas las noticias que nos llegaron en aquella época fueron bien recibidas. El hakim Mimdad se presentó de nuevo para conferenciar con tío Mafio, y empezó proponiendo gravemente hacerlo en privado. Estábamos presentes mi padre, Narices y yo, y los tres nos levantamos para salir de la habitación, pero mi tío nos detuvo con un movimiento perentorio de mano:

—No guardo secreto ningún tema que pueda afectar en su momento a mis socios de expedición. Lo que tengáis que decir nos lo podéis decir a todos.

El hakim se encogió de hombros.

—En este caso tened la bondad de bajaros el pai-yamah

Así lo hizo mi tío y el hakim estudió su ingle desnuda y su gran zab:

—Ésta falta de pelo, ¿es natural u os afeitáis vos mismo?

—Me lo quito con un ungüento llamado mumum. ¿Por qué?

—Sin el pelo puede observarse fácilmente la decoloración —dijo el hakim, señalando—. Mirad vuestro abdomen. ¿Veis ese tono gris metálico de la piel, aquí?

Mi tío miró y también lo hicimos los demás. Él preguntó:

—¿La ha causado el mumum?

—No —respondió el hakim Mimdad—. Noté esta misma lividez en la piel de las manos. Cuando os quitéis vuestras botas de chamus observaréis la misma lividez en los pies. Éstas manifestaciones tienden a confirmar lo que ya sospechaba cuando os hice mi anterior examen y al observar vuestra orina. La he traído aquí en una jarra blanca para que podáis verla vos mismo. Observad el color fumoso que tiene.

—¿Y…? —dijo tío Mafio mientras se subía la ropa—. Quizá aquel día comí pilaf de colores. No lo recuerdo.

El hakim movió negativamente la cabeza de modo lento pero decidido.

—He visto ya demasiados síntomas, como he dicho. Las uñas de vuestros dedos están opacas. Vuestro pelo es quebradizo y se rompe fácilmente. Me falta por ver todavía otro síntoma confirmador, pero vos debéis haberlo observado ya en algún lugar de vuestro cuerpo. Una pequeña pústula gomatosa que no acaba de curarse.

Tío Mafio le miró como si el médico hubiese sido un brujo, y dijo impresionado:

—Una picada de mosca, que tuve en Kashan. Una simple picada, nada más.

—Mostrádmela.

Mi tío se arremangó la manga izquierda. Cerca de su codo había un punto rojo, rabioso y brillante. El hakim se inclinó para estudiarlo.

—Decidme si me equivoco. Cuando la mosca os picó por primera vez, la picada se curó y se formó una pequeña cicatriz, con toda naturalidad. Pero luego la llaga se abrió de nuevo encima de la cicatriz y curó de nuevo y luego volvió a entrar en erupción, siempre más allá del punto original…

—No os equivocáis —dijo mi tío débilmente—. ¿Qué significa?

—Confirma mi diagnóstico definitivo: que estáis sufriendo la kala-azar. La enfermedad negra, la enfermedad mala. Desde luego procede de la picada de una mosca. Pero ésta es la encarnación de un yinni malvado. Un yinni que toma astutamente la forma de una mosca tan pequeña que nadie imaginaría que pudiese albergar tanto mal.

—Bueno, tampoco es insoportable. Un poco de piel manchada, algo de tos y de fiebre, una pequeña llaga…

—Pero desgraciadamente no se mantendrá mucho tiempo en este nivel. Las manifestaciones se multiplicarán y se agravarán. Vuestro pelo quebradizo se romperá y quedaréis calvo en todas partes. La fiebre provocará emaciación, astenia y cansancio, hasta que ya no podáis moveros. El dolor que sentís bajo la costilla procede de un órgano llamado bazo. Éste dolor aumentará y este punto empezará a hincharse terriblemente hacia fuera y se endurecerá y perderá toda función. Mientras tanto la lividez se difundirá por toda la piel y la piel se oscurecerá hasta tornarse negra, y producirá bolsas de gummata y furúnculos y escamaciones, hasta que todo el cuerpo, incluyendo la cara, se parezca a una gran masa de uvas pasas negras. En aquel momento estaréis deseando ardientemente la muerte. Y moriréis, desde luego, cuando os falle la función del bazo. Si no os tratáis de modo inmediato y continuo moriréis con toda seguridad.

—¿Pero hay tratamiento?

—Sí. Éste es. —El hakim Mimdad sacó un saquito de tela—. Éste medicamento está formado principalmente por un metal pulverizado, un triturado de un metal llamado estibio. Es un seguro vencedor de los yinni y una cura segura de la kala-azar. Si empezáis a tomarlo ahora, en cantidades muy diminutas, y continuáis tomándolo tal como yo os lo prescriba, pronto empezaréis a mejorar. Recuperaréis el peso perdido. Volveréis a tener fuerza. Vuestra salud será de nuevo óptima. Pero este estibio es la única cura.

—¿Bien? Es evidente que sólo se necesita una cura. Acepto con alegría la que me proponéis.

—Lamento deciros que el estibio, aunque detiene la kala-azar, produce por otra parte un efecto físico perjudicial. —Hizo una pausa—. ¿Estáis seguro de que no queréis continuar esta consulta en privado?

Tío Mafio dudó un instante mirándonos a todos, luego se cuadró de hombros y gruñó:

—Sea lo que fuere, decídmelo.

—El estibio es un metal pesado. Cuando se ingiere se deposita, pasando por el estómago, en la zona esplácnica, donde provoca sus efectos beneficiosos y somete a los yinni de la kala-azar. Pero al ser pesado se precipita en la parte inferior del cuerpo, o sea en las bolsas que contienen las bolas viriles.

—O sea que mis pelotas colgarán con mayor peso. Tengo fuerza suficiente para que no se me caigan.

—Supongo que sois un hombre a quien le gusta er… ejercitarlas. Ahora estáis afectado por la enfermedad negra y no hay tiempo que perder. Si no tenéis ninguna amiga en la localidad os recomiendo que visitéis el burdel local administrado por el judío Shimon.

Tío Mafio lanzó una carcajada, que quizá yo o mi padre pudimos interpretar mejor que el hakim Mimdad.

—No veo qué relación hay —dijo—. ¿Por qué tengo que dar este paso?

—Para disfrutar mientras podáis de vuestra capacidad viril. Si yo fuera vos, mirza Mafio, me apresuraría a hacer todo el zina que pudiese. Estáis condenado o bien a quedar desfigurado terriblemente por la kala-azar y al final morir… o si queréis curaros y salvar la vida, tenéis que empezar a tomar inmediatamente el estibio.

—¿Qué significa este si? Claro que deseo curarme.

—Pensadlo. Algunos preferirían morir de la enfermedad negra.

—En el nombre de Dios, ¿por qué? Hablad claro.

—Porque el estibio al depositarse en vuestro escroto, empezará inmediatamente a ejercer su otro efecto deletéreo: petrificar vuestros testículos. Muy pronto quedaréis impotente, y para el resto de vuestros días.

Gèsu.

Nadie dijo nada más. Hubo un terrible silencio en la habitación, y parecía que nadie se atreviese a romperlo. Finalmente tío Mafio habló de nuevo y dijo tristemente:

—Os llamé dotòr Balanzón, sin saber hasta qué punto acertaba. Sin saber la broma mordaz que me teníais preparada. Presentarme esta alternativa cómica: morir miserablemente o vivir castrado.

—Ésta es la alternativa. Y la decisión no puede aplazarse mucho.

—¿Seré un eunuco?

—Sí, en efecto.

—¿Sin capacidad?

—Ninguna.

—Pero… quizá… dar mafa’ulbe-vasile al-badam?

Najer. El badam, el llamado tercer testículo, también se petrifica.

—Ninguna solución entonces. Capòn mala caponà. Pero… ¿y el deseo?

—Najer. Ni siquiera esto.

—¡Ah, bueno! —Tío Mafio nos sorprendió a todos hablando con la misma jovialidad de siempre—. ¿Por qué no lo dijisteis de entrada? ¿Qué importa que no funcione, si no tengo ningún deseo de hacerle? Imaginaos esto. Sin deseo: es decir, sin necesidad; es decir, sin molestia; es decir, sin complicados epílogos. Debería ser la envidia de cualquier sacerdote a quien hayan tentado alguna vez una mujer o un niño del coro o un sùccubo. —Yo pensé que tío Mafio en el fondo no se sentía tan jovial como quería aparentar—. Y en definitiva, tampoco podrían haberse realizado muchos de mis deseos. El más reciente me dejó y desapareció en una tierra temblorosa. En cierto modo es afortunado que este yinni de castración me asaltara sólo a mí y no a una persona de deseos más dignos. —Se echó a reír de nuevo esforzadamente, con aquella jovialidad horriblemente falsa—. Pero escuchadme: ya estoy delirando. Si no tengo cuidado me puedo transformar incluso en un filósofo moral, en el último refugio del eunuquismo. Que Dios no lo quiera. Conviene más huir de un moralista que de un sensualista, no xe vero? Está clarísimo, buen doctor, voy a escoger la vida. Comencemos la medicación… Pero mañana, ¿verdad? —Cogió y se puso su voluminoso abrigo chapon—. Tal como habéis prescrito, mientras me queden deseos debo derrocharlos. Mientras tenga jugos debo chapotear en ellos, ¿no es así? Por lo tanto ruego que me excusen, caballeros. Ciao.

Y nos dejó dando un vigoroso portazo.

—El paciente se ha enfrentado valerosamente con el hecho —murmuró el hakim.

—Quizá lo decía sinceramente —agregó mi padre en tono especulativo—. El marinero más intrépido después de ver hundirse debajo suyo muchos navíos quizás agradezca quedarse para siempre en una plácida playa.

—¡Confío que no! —dijo Narices inesperadamente. Y luego se apresuró a añadir—: Es solamente mi opinión, buenos amos. Pero ningún marinero debería agradecer quedarse sin mástil. Especialmente una persona de la edad del amo Mafio, que es aproximadamente mi misma edad. Excusad, hakim Mimdad, ¿esta terrible kala-azar puede ser… contagiosa?

—Oh, no. A no ser que también te pique una mosca yinni.

—De todos modos… —dijo Narices inquieto—, uno se siente impulsado a… a tomar precauciones. Si los amos no tienen nada que ordenar, pido también que se me excuse.

Y Narices se fue, y poco después también yo me fui. Probablemente el apocado y supersticioso esclavo no se había creído la garantía que le dio el médico. Yo sí la creí, pero con todo…

Cuando se asiste a un fallecimiento, como dije antes, se acaba llorando por la pérdida del difunto, pero en realidad uno se alegra más, aunque lo haga en secreto o inconscientemente, de seguir con vida. Después de haber asistido, por decirlo así, a una muerte parcial o a una muerte por partes, me alegré de poseerlas todavía todas; y como Narices, tenía prisa por comprobar esta posesión. Me fui directamente al establecimiento de Shimon.

No me encontré allí ni con Narices ni con mi tío; probablemente el esclavo había ido a buscar a algún chico accesible de los kuch-i-safari, y posiblemente tío Mafio había hecho lo mismo. Pedí de nuevo al judío la chica de piel marrón oscuro, Chiv, y la poseí y la poseí tan enérgicamente que ella murmuró en su idioma romm voces entrecortadas de asombrado placer:

—Yilo! Friska! Alo! Alo! Alo!

Y yo sentí tristeza y compasión por todos los eunucos, sodomitas, castròni y por todas las especies de mutilados que no sabrán nunca la delicia que supone conseguir que una mujer cante esta dulce canción.

3

En todas mis posteriores visitas al negocio de Shimon —y fueron bastante frecuentes, una o dos veces a la semana— pedí siempre por Chiv. Estaba muy satisfecho de cómo llevaba a cabo el surata, casi había dejado de notar el color de qahwah de su piel y no tenía ningún interés en probar los demás colores y razas de hembras que el judío tenía en su establo, porque todas eran inferiores a Chiv en rostro y figura. Pero hacer surata no fue mi única diversión durante aquel invierno. Siempre sucedía algo en Buzai Gumbad que tenía interés y novedad para mí. Cuando oía elevarse un ruido que podía ser el de un gato pisado o el de alguien empezando a tocar la música nativa, siempre suponía que era lo segundo, y salía para ver qué tipo de entretenimiento se me ofrecía. Podía encontrarme únicamente con un mirasi o un najhaya malang, pero cabía siempre la posibilidad de que fuera algo que valiera más la pena contemplar.

Un mirasi era un cantante, pero de un tipo especial: sólo cantaba historias de familia. Si se lo pedían y se lo pagaban, se sentaba en el suelo ante su sarangi, un instrumento parecido a una viella, tocado con un arco, pero que se dejaba sobre el suelo. El mirasi afinaba las cuerdas de su instrumento y con su acompañamiento de gemidos cantaba los nombres de todos los antepasados del profeta Mahoma o de Alejandro Magno o de cualquier otro personaje histórico. Pero pocos solicitaban este tipo de canción; al parecer todo el mundo se sabía ya de memoria las genealogías de todos los notables consagrados. Lo más corriente era que una familia contratara a un mirasi para que cantara su propia historia. Supongo que a veces hacían el gasto únicamente por el placer de oír el árbol familiar puesto en música, y quizás a veces sólo para impresionar a todos los vecinos que pudieran oírlo. Pero en general, buscaban a un mirasi cuando negociaban un enlace matrimonial con otra familia, y así la potencia de los pulmones del mirasi proclamaba la estimable herencia que aportaría el chico o chica a punto de desposarse. El cabeza de familia escribía o recitaba esta genealogía entera al mirasi, quien entonces ordenaba todos los nombres por rima y ritmo, o así me lo contaron; yo lo más que captaba era un sonido monótono e interminable, porque el canto y el aserrado del mirasi podía durar horas. Supongo que la cosa exigía un considerable talento, pero después de un rato de oír que «Reza Feruz engendró a Lotf Ali y Lotf Ali engendró a Rahim Yadollah», etcétera, desde Adán hasta el momento presente, no hice ningún esfuerzo para asistir a más representaciones de ésas.

Las actuaciones de un najhaya malang no palidecían tan rápidamente. Un malang es lo mismo que un derviche, un mendigo santo, e incluso allí arriba, en el Techo del Mundo, había mendigos, tanto nativos como de paso. Algunos ofrecían un entretenimiento antes de mendigar bakchís. El malang se sentaba con las piernas cruzadas ante un cesto y tocaba una simple flauta de madera o de barro cocido. La serpiente najhaya levantaba entonces su cabeza del cesto, abría su capuchón y empezaba a balancearse graciosamente, marcando al parecer el paso con la ronca música. La najhaya es una serpiente terriblemente iracunda y venenosa, y todos los malang afirmaban que ellos eran los único; que tenían poder sobre la serpiente, un poder adquirido por medios ocultos. Por ejemplo, el cesto era de un tipo especial llamado jayur, y sólo lo podía trenzar un hombre. La flauta barata se debía santificar místicamente. La música era una melodía que sólo conocía el iniciado. Pero pronto me di cuenta de que habían quitado los colmillos a las serpientes, y por lo tanto eran inofensivas. También comprobé, puesto que las serpientes carecen de oído, que la najhaya se balanceaba adelante y atrás únicamente para fijar su impotente puntería en la punta meneante de la flauta. El malang podía haber tocado una melodiosa furiana veneciana y conseguir el mismo efecto.

Pero a veces oía una repentina explosión de música, la seguía hasta localizar su origen, y me encontraba con un grupo de guapos kalash cantando en barítono «Dhama dham masta qalandar…», mientras se ponían sus zapatos rojos llamados utzar, que sólo calzaban cuando estaban a punto de lanzarse a una danza de golpes de pies, patadas y redobles que ellos llamaban dhamal. O podía oír el retumbar de los tambores y el salvaje sonido de caramillo que acompañaba una danza más frenética, furiosa y rápida llamada attan, en la cual participaba medio campamento, hombres y mujeres juntos.

En una ocasión, oí música propagándose en las tinieblas de la noche y la seguí hasta encontrar un campamento de carros sindis en círculo, y vi que las mujeres sindis ejecutaban una danza exclusivamente femenina, y que cantaban mientras danzaban: «Sammi meri warra, ma’in wa’ir…». Vi que Narices también miraba sonriendo y marcando el ritmo con los dedos sobre su vientre, porque aquellas mujeres eran de su propia patria. Eran demasiado oscuras de piel para mi gusto, y tendía a crecerles el bigote; pero su baile era bonito, y lo danzaban a la luz de la luna. Me senté al lado de Narices, que estaba sentado y apoyado contra la rueda de uno de los carros cubiertos, y él me tradujo la canción y la danza. Dijo que las mujeres estaban contando una trágica historia de amor, la de la princesa Sammi, que estaba muy enamorada de un joven príncipe llamado Dhola, y cuando crecieron él se fue y la olvidó y no volvió nunca más. Era una historia triste, pero si la princesita Sammi al madurar tenía que entrar en carnes y dejarse bigote la actitud del príncipe Dhola no me parecía tan incomprensible.

Sin duda, todas las mujeres de la caravana habían sido reclutadas para la danza, porque dentro del carro contra el cual nos apoyábamos Narices y yo un inquieto bebé a quien nadie cuidaba se puso a llorar con fuerza suficiente para ahogar incluso la sonora música sindi. Resistí un rato aquellos lloros confiando en que el niño acabaría durmiéndose, o ahogándose, pues el resultado me traía sin cuidado. Cuando al cabo de un largo tiempo no pasó nada de esto, murmuré unas palabras de enojo.

—Yo me encargo de que calle, mi amo —dijo Narices, quien se levantó y se metió en el carro.

Los llantos del niño se fueron calmando hasta convertirse en gorjeos y luego en silencio. Agradecido, dediqué toda mi atención a la danza. El niño permaneció tranquilo, pero Narices se quedó dentro algún tiempo. Cuando al final bajó del carro para sentarse de nuevo a mi lado le di las gracias y le pregunté en broma:

—¿Qué le hiciste? ¿Matarlo y enterrarlo?

Él contestó complacido:

—No, amo, tuve una inspiración momentánea. Encanté al niño dándole a chupar un nuevo y excelente calmante y una leche más cremosa que la de su madre.

Tardé un rato en entender lo que había dicho. Luego me aparté horrorizado y exclamé:

—¡Dios mío! ¡Hiciste eso! —Él, sin avergonzarse, pareció algo sorprendido por mi arranque—. Gèsu! ¡Ése miserable y pequeño instrumento tuyo ha tenido repugnantes enfermedades y lo has metido dentro de sucios animales y de traseros y… ahora un niño! ¡Y de tu propio pueblo!

Él se encogió de hombros.

—Vos queríais que calmara al niño, amo Marco. Observad que continúa dormido y satisfecho. Y yo tampoco me siento nada mal.

—¡Nada mal! Gèsu, María, Isèpo, pero tú eres el peor ser humano, el más vil y asqueroso que haya visto nunca.

Se merecía como mínimo que lo apalearan hasta arrancarle la sangre, y seguramente los padres de la criatura le habrían hecho algo peor. Pero en cierto modo yo le había incitado al acto y sin embargo no pegué a mi esclavo. Me limité a regañarle y a insultarle, y le repetí las palabras de Nuestro Señor Jesús, el profeta Isa para Narices, cuando nos mandó tratar tiernamente a nuestros niños «porque de ellos es el reino de Dios».

—Pero yo lo hice tiernamente, mi amo. Y ahora podréis contemplar en paz el resto de las danzas.

—¡No voy a hacerlo! ¡No quiero estar en tu compañía, animal! No podría mirar a los ojos a estas bailarinas sabiendo que una de ellas es la madre de este desgraciado e inocente niño.

Me fui, pues, de allí antes de que concluyera la representación.

Por fortuna tales ocasiones no solían echarse a perder con incidentes de este tipo. A veces, al seguir la llamada de la música me encontraba con una confrontación deportiva en vez de una danza. Dos tipos de deporte al aire libre gozaban de popularidad en Buzai Gumbad, y ninguno de los dos podía jugarse en una superficie mucho menor, porque para ambos se necesitaba un número considerable de hombres a caballo cabalgando fuerte.

Uno de los juegos era exclusivo de los hunzukut, porque se había inventado originalmente en su valle nativo de Hunza, situado aproximadamente al sur de aquellas montañas. Los jugadores llevaban en la mano pesados palos parecidos a mazos y con ellos golpeaban un objeto llamado pulu, un nudo redondeado de madera de sauce que rodaba por el suelo como una pelota. Cada equipo estaba formado por seis hunzukut montados, que intentaban dar a ese pulu con sus palos, aunque a menudo golpeaban entusiásticamente a sus oponentes o a sus caballos o a sus propios compañeros de equipo, a fin de introducir el pulu entre la movida defensa de los seis oponentes y hacerlo rodar o volar más allá de una línea vencedora en el extremo del campo.

Yo a menudo no podía seguir el desarrollo del juego porque me costaba mucho saber a qué equipo pertenecía cada jugador. Todos llevaban ropas pesadas de piel y cuero, además del típico sombrero hunzuk, que se parece a un par de gruesos pasteles en equilibrio sobre la cabeza. En realidad el sombrero está formado por un largo tubo de tela basta enrollado por sus dos extremos hasta tocarse cada rollo; y el conjunto resultante se planta sobre la cabeza. Para jugar un partido los seis jugadores de un equipo se ponían sombreros rojos y los otros seis sombreros azules. Pero después de jugar un rato los colores apenas podían distinguirse.

También a menudo el mismo pulu de madera desaparecía de mi vista confundido entre los cuarenta y ocho cascos que golpeaban el suelo, entre la nieve, el fango y el sudor que saltaba por los aires, entre los golpes confusos de mazos y entre jugadores que de vez en cuando se quedaban sin montura y recibían golpes y patadas de todos. Pero los espectadores más experimentados, o sea casi todo el mundo en Buzai Gumbad, tenían una vista más aguda. Cuando veían que el pulu saltaba por encima de la línea vencedora a uno u otro extremo del campo toda la multitud gritaba: «Gol! Go-o-o-ol!», una palabra hunzuk cuyo significado era que un equipo había sumado un punto más para ganar el juego, y simultáneamente una banda de música tocaba tambores y flautas en una celebración cacofónica.

El partido finalizaba cuando un equipo había conseguido lanzar nueve veces el pulu por encima de la línea opuesta de gol. Aquél tropel de doce caballos podía pasarse un día entero tronando arriba y abajo por el campo resbaladizo y traidor, con los jugadores gritando y maldiciendo, los espectadores animándoles a gritos, los palos girando en el aire y chocando, y a menudo haciéndose trizas, el fango removido embadurnando a los jugadores, a los caballos, a los espectadores y a los músicos, y los jinetes cayéndose de sus sillas e intentando correr a un lugar seguro pero siendo abatidos alegremente por sus compañeros; o sea que al final del día, cuando el campo era un simple pantano de barro y lodo, los caballos no hacían más que resbalar, torcerse las patas y caer. Era un deporte espléndido, y nunca me perdía la ocasión de contemplarlo.

El otro juego era semejante, porque lo jugaban muchos hombres a caballo. Pero en este deporte no importaba el número, y no había equipos; cada jinete jugaba para sí y contra todos los demás. Se llamaba bous-kashia, y creo que éste es un término tazhik, pero el juego no era patrimonio especial de un pueblo o tribu, y todos los hombres participaban en él en una ocasión u otra. En vez del pulu el objeto central del bous-kashia era el cadáver de una cabra a la que habían cortado la cabeza.

Se tiraba al suelo sin más ceremonia al animal recién matado, entre las piernas de los caballos, y todos los jinetes corrían al lugar y luchaban entre sí, se empujaban y se aporreaban intentando agacharse y coger la cabra del suelo. Quien lo conseguía tenía que lanzarse al galope y atravesar con la cabra una línea en el extremo del campo. Como era de esperar, los demás lo perseguían, tiraban de su trofeo e intentaban que su caballo tropezara o cambiara de dirección, o procuraban echar al jinete de la silla. Y quien conseguía hacerse con el disputado cadáver se convertía en la presa de todos los demás jinetes. En realidad el juego no pasaba de ser un partido de lucha y agarro jugado a caballo y al galope. Era furioso y excitante, pocos jugadores salían de él en buen estado de salud, y muchos espectadores resultaban atropellados por el tropel de caballos o recibían un golpe de cabra volante y se desmayaban o les llegaba por los aires una pata suelta y sanguinolenta del animal.

Durante aquellos largos meses de invierno pasados en el Techo del Mundo, además de los momentos que dedicaba a los juegos, a las danzas, a estar en la cama hindora con Chiv y a otras diversiones, también pasé momentos menos frívolos conversando con el hakim Mimdad.

Tío Mafio no hablaba nada de su afección ni de los demás problemas que le había causado. Tomaba el estibio en polvo según lo prescrito, y nosotros podíamos ver que estaba recuperando el peso perdido y volviéndose más fuerte de día en día, pero reprimimos cualquier demostración de curiosidad sobre la época exacta de su conversión en eunuco por obra de la medicina, y él no ofreció ninguna información. Después de aquello ya no volví a verlo más en compañía de un chico o de otra persona de pareja mientras permanecimos en Buzai Gumbad, y no pude decir cuándo desistió finalmente de tales compañías. Sin embargo, el hakim continuó visitándonos a intervalos regulares para llevar a cabo exámenes de rutina de los progresos de tío Mafio y para aumentar o disminuir en pequeñísimas cantidades el estibio que se tomaba. Después de las sesiones del médico con su paciente, el médico y yo nos sentábamos a menudo juntos y conversábamos, porque descubrí que era un viejo extraordinariamente interesante.

Mimdad, como todos los demás mèdegos que he conocido, consideraba su práctica médica diaria como una faena monótona y necesaria que le permitía ganarse la vida, y prefería concentrar la mayor parte de sus energías y de sus devociones a sus estudios privados. Como todo mèdego soñaba con descubrir algo nuevo y médicamente milagroso, para asombrar al mundo y para que su nombre constara en la galería de deidades médicas al lado de Asclepio, Hipócrates e ibn Sina. Sin embargo la mayoría de doctores que conozco, por lo menos en Venecia, siguen estudios sancionados o por lo menos tolerados por la Madre Iglesia, como la búsqueda de nuevos métodos para expulsar o borrar a los demonios de la enfermedad. En cambio me enteré de que los estudios y experimentos de Mimdad estaban menos en el reino de las artes curativas que en el reino de Hermes Trismegisto, cuyas artes rozan con la brujería.

Naturalmente los cristianos tienen prohibido dedicarse a las artes herméticas, porque en su origen y durante mucho tiempo fueron practicadas por paganos como los griegos, los árabes y los alejandrinos. Pero cualquier cristiano ha oído hablar de ellas. Yo, por ejemplo, sabía que los herméticos antiguos y modernos, los adeptos como les gusta llamarse, casi siempre y sin excepción han intentado descubrir uno de los dos secretos arcanos: el elixir de la vida o la piedra de toque universal que cambia los metales viles en oro. Me sorprendió, pues, que el hakim Mimdad se burlara de estos dos objetivos calificándolos de «poco realistas».

Admitió que también él era un adepto de esta arte antigua y oculta. La llamó al-kimia, y dijo que Alá la enseñó por primera vez a los profetas Musa y Haroun, significando Moisés y Aarón, desde los cuales se había transmitido a lo largo de los años a otros famosos experimentadores como el gran sabio árabe Yabir. Y Mimdad admitió que él, como todos los demás adeptos, estaba persiguiendo a una presa esquiva, pero menos grandiosa que la inmortalidad o que la riqueza sin límites. Lo único que deseaba descubrir, o más bien redescubrir, era el «filtro de Maynun y Laila». Un día, cuando el invierno montañés había empezado a perder sus fuerzas y los jefes de las distintas caravanas estaban estudiando el cielo para decidir el momento de partir montaña abajo y dejar el Techo del Mundo, Mimdad me contó la historia de ese notable filtro.

—Maynun era un poeta y Laila una poetisa, y vivieron hace mucho tiempo, en un lejano lugar. Nadie sabe dónde ni cuándo. Aparte de los poemas que han sobrevivido a sus personas, lo único que se sabe de Maynun y de Laila es esto: tenían el poder de cambiar sus formas a voluntad. Podían hacerse más jóvenes o más viejos, más bellos o más feos, y tomar el sexo que quisieran. O bien podían cambiar sus personas enteramente, transformándose en gigantescas aves ruj o en poderosos leones o en terribles mardjora. O si les apetecía algo menos fuerte, podían transformarse en dulces ciervos, en bellos caballos o en delicadas mariposas…

—Un útil poder —dije—. De este modo con su poesía podían describir de modo más preciso que los demás poetas estas extrañas formas de vida.

—No hay duda —dijo Mimdad—. Pero nunca intentaron aprovecharse monetariamente o hacerse famosos con este poder especial. Sólo lo utilizaron para un deporte, y su deporte favorito era el amor. El acto físico de hacer el amor.

Dio me varda! ¿Les gustaba hacer el amor con caballos y otros animales? Nuestro esclavo debe de tener sangre de poeta en las venas.

—No, no, no. Maynun y Laila hacían el amor el uno con el otro. Piénsalo bien, Marco. ¿Qué necesidad tenían de alguien más o de otra cosa?

—Hu-mm… sí —musité.

—Imagínate la variedad de experiencias que tenían a su disposición. Ella podía convertirse en el macho y él en la hembra. O ella podía ser Laila y él montarla en forma de león. O él podía ser Maynun y ella una delicada qazel. O los dos podían ser personas totalmente distintas. O los dos podían ser chiquillos delicados, o los dos hombres, o los dos mujer, o uno adulto y el otro un niño. O los dos monstruos de grotesca configuración.

Gèsu

—Cuando se cansaban de hacer el amor humano, por variado o caprichoso que fuera, podían probar placeres inimaginables que sin duda conocen los animales, las serpientes, los demonios yinn y los bellos peri. Podían ser dos pájaros y hacerlo en pleno vuelo o dos mariposas y hacerlo abrazados dentro de una fragante flor.

—Qué agradable pensamiento.

—O incluso podían tomar la forma de personas hermafroditas, y tanto Maynun como Laila podían ser simultáneamente al-fa’il y al-mafa’ul el uno del otro. Las posibilidades debieron de ser infinitas, y sin duda las probaron todas, porque durante toda su vida sólo se dedicaron a esta ocupación, excepto cuando estaban momentáneamente saturados y hacían una pausa para escribir un poema o dos.

—¿Y vos confiáis en emularlos?

—¿Yo? Qué va, soy viejo y abandoné hace mucho los deseos sexuales. Además un adepto no ha de practicar la al-kimia para su propio beneficio. Espero que mi filtro y su poder sean accesibles a todos los hombres y mujeres.

—¿Cómo sabéis que ellos empleaban un filtro? Quizás era un hechizo o un poema recitado antes de cada cambio.

—En este caso estoy confundido. No puedo escribir un poema, ni siquiera sé recitar un poema con elocuencia. Por favor, Marco, no me desanimes con tus suposiciones. Yo puedo elaborar un filtro con líquidos, polvos y conjuros.

Me pareció una esperanza muy frágil buscar el poder en un filtro sólo, porque esto era lo único que él podía hacer. Sin embargo le pregunté:

—¿Y bien? ¿Habéis conseguido algún éxito?

—Sí, algún éxito. En mi casa de Mosul. Una de mis esposas murió después de probar uno de mis preparados, pero murió con una sonrisa de felicidad en sus labios. Una variante de este preparado proporcionó a otra de mis esposas un sueño eminentemente vivido. En su sueño empezó a acariciar sus partes privadas, a dar zarpazos e incluso a arañarlas; de esto hace ya muchos años y todavía no ha parado, porque no se ha despertado nunca de aquel sueño. Ahora vive en una habitación con paredes de paño de la Casa del Engaño de Mosul y cada vez que viajo allí para preguntar por su estado, mi colega hakim del lugar me dice que ella continúa practicando esta interminable autoexcitación. Me gustaría saber en qué está soñando.

Gèsu. ¿Llamáis a esto un éxito?

—Todo experimento es un éxito cuando se aprende algo de él. Desde entonces he eliminado las sales metálicas pesadas de mi receta, porque he llegado a la conclusión de que son estas sales las que provocan el coma profundo o la muerte. Ahora me inclino hacia los postulados de Anaxágoras, y empleo sólo ingredientes orgánicos y homeoméricos. Yohimbino, cantárida, el hongo faloide, cosas así. Ostras pulv., Nux v., Onosm., Pip. nig., Squilla… Ya no hay peligro de que los sujetos no se despierten.

—Me alegra oír esto. ¿Y ahora?

—Bueno, traté a una pareja sin hijos que había perdido toda esperanza de tener una familia. Ahora tienen cuatro o cinco guapos hijos, y creo que no han contado nunca su progenie femenina.

—Esto ya suena como una especie de éxito.

—Sí, un éxito especial. Pero todos los niños son humanos. Y normales. Sin duda se concibieron por el sistema ordinario.

—Ya entiendo.

—Y estos fueron los últimos voluntarios con quienes pude probar el filtro. Creo que el hakim de la Casa del Engaño ha hecho correr rumores por Mosul, violando el juramento médico. O sea que mi principal dificultad no consiste en elaborar nuevas variantes del filtro sino en encontrar a sujetos con quienes probarlos. Soy ya demasiado viejo para probarlo yo, y en todo caso mis dos esposas restantes se negarían a participar en los experimentos. Como podéis entender, lo mejor es probar el filtro con un hombre y una mujer al mismo tiempo. Preferiblemente con una pareja vital y joven de hombre y mujer.

—Sí, es evidente. Un Maynun y una Laila, por así decirlo.

Hubo un largo silencio.

Luego él me preguntó en un tono apagado, tímido, tentativo, esperanzado:

—Marco, ¿por casualidad tenéis acceso a una Laila complaciente?

La belleza del peligro.

4

El Peligro de la belleza.

—Os aconsejo que dejéis vuestro cuchillo aquí fuera —dijo Shimon cuando entré en su tienda—. Ésta domm está hoy de muy mal humor. ¿Qué os parece probar a otra de las chicas? El campamento empieza a dispersarse y supongo que vuestro grupo se irá pronto. Quizás ahora que todo se acaba os gustaría cambiar de pareja. Una chica que no sea la domm.

No, yo quería a Chiv para que hiciera de Laila con mi Maynun. Sin embargo teniendo en cuenta la naturaleza impredecible de aquel juego seguí el consejo del judío y dejé mi cuchillo de muelle en el mostrador. Dejé también un pequeño montón de dirhams, para pagar por todo el rato que estuviera dentro y evitar que me interrumpiera avisándome de que se había terminado mi tiempo. Luego me fui a la habitación de Chiv.

—Tengo algo para ti, chica.

—Yo también tengo algo para ti —dijo. Estaba sentada desnuda en la hindora, y la cama oscilaba ligeramente con sus cuerdas mientras ella se friccionaba con aceite sus redondos pechos de color marrón oscuro y su plano vientre del mismo color, para que brillaran—. O lo tendré dentro de poco.

—¿Otro cuchillo? —pregunté sin interés mientras empezaba a desnudarme.

—No. ¿Has vuelto a perder el tuyo? Parece que sí. No, en esta ocasión es algo que no podrás rechazar tan fácilmente. Voy a tener un niño.

Dejé de moverme y me quedé de pie, inmóvil y probablemente con aspecto estúpido, porque estaba medio saliendo de mi pai-yamah y me sostenía como una cigüeña sobre una pierna.

—¿Qué quieres decir con eso de que no podré rechazarlo? ¿Por qué me lo dices a mí?

—¿A quién más tengo que decirlo?

—Por ejemplo a este hunzuk montañés. Para citar sólo a uno de ellos.

—Lo haría, si el autor fuese otro. Pero no lo es.

Por aquel entonces había superado ya el primer sentimiento de asombro y volvía a estar en posesión de mis facultades. Continué desnudándome, pero no tan ansiosamente como antes, y dije con toda lógica:

—He frecuentado esta casa desde hace sólo tres meses, más o menos. ¿Cómo puedes saberlo?

—Lo sé. Soy una joven romni. Nosotras, las romni, tenemos sistemas para saber estas cosas.

—En este caso también deberíais saber cómo impedirlas.

—Lo hago. Generalmente introduzco antes un tapón de sal marina humedecida con aceite de avellanas. Si descuidé esta precaución se debió a que me abrumó tu vyadhi, tu deseo impetuoso.

—No me des la culpa, ni me adules, aunque creas que puedes convencerme de una manera u otra. No deseo tener ninguna descendencia de color marrón oscuro.

—¿Sí?

Esto fue todo lo que contestó, pero mientras me miraba sus ojos se contrajeron.

—De todos modos me niego a creerte, Chiv. No veo ningún tipo de cambio en tu cuerpo. Continúa tan bello y delgado como antes.

—Sí, continúa así, y mi ocupación depende de que lo conserve en este estado. Sin que un embarazo lo deforme y lo deje inútil para la surata. ¿Por qué no me crees entonces?

—Creo que te lo estás inventando. Para que me quede contigo. O para que te lleve conmigo cuando me vaya de Buzai Gumbad.

—Eres tan deseable… —dijo en voz baja.

—Por lo menos no soy un inocente. Me sorprende que me consideres tan crédulo y que intentes engañarme con un truco de mujer tan antiguo y corriente.

—Una mujer corriente, ¿no? —dijo en voz baja.

—De todos modos si te has quedado embarazada, una experimentada… una inteligente juvel romni, seguramente sabe cómo librarse.

—Sí, claro. Hay varios sistemas. Únicamente pensé que tenías derecho a decir si querías rechazar al niño o no.

—Entonces, ¿por qué nos peleamos? Estamos de completo acuerdo. Ahora, mientras tanto, tengo algo para ti. Para los dos.

Cuando me hube quitado la última prenda, tiré sobre la hindora un paquete envuelto en papel y un pequeño frasco de barro.

Ella abrió el papel y dijo:

—Es sólo bhang corriente. ¿Qué hay en la botellita?

—Chiv, ¿has oído hablar alguna vez del poeta Maynun y de la poetisa Laila?

Me senté a su lado y le conté lo que el hakim Mimdad me había explicado sobre aquellos antiguos amantes y su don de convertirse en muchos tipos distintos de amante. Sin embargo no le repetí lo que me había dicho el hakim cuando me ofrecí voluntario con Chiv para probar esta última versión del filtro. El hakim calló un momento y luego murmuró: «¿Una chica romm? Éste pueblo sabe brujerías propias, según dice, y podrían entrar en conflicto con la al-kimia».

Concluí mi relato con las instrucciones que Mimdad me había dado:

—Compartimos la bebida del frasco. Luego, mientras esperamos que surta efecto, encendemos el hachís. El bhang, como tú le llamas. Inhalamos el humo, y esto nos estimulará, suspenderá nuestras voluntades y nos hará más receptivos a los poderes del filtro.

Ella sonrió, como si se divirtiera interiormente.

—¿Quieres probar una magia gazho con una romni? Hay un refrán, Marco, sobre un tonto que quiso añadir leña al fuego del diablo.

—Esto no es magia tonta, Es al-kimia, elaborada cuidadosamente por un médico sabio y estudioso.

Se mantuvo la sonrisa en sus labios, pero perdió su tono divertido.

—Dijiste que no veías ningún cambio en mi cuerpo, pero ahora quieres cambiar los cuerpos de los dos. Me reprendiste porque creías que me inventaba algo y ahora quieres que inventemos los dos.

—No hay que inventar nada, esto es un experimento. Mira, no espero que una simple… no espero que tú comprendas la filosofía hermética. Limítate a creer mi palabra de que esto es algo más elevado y fino que cualquier superstición bárbara.

Chiv destapó el frasco y olió su interior.

—Éste olor marea.

—El hakim dijo que el humo del hachís apagará toda náusea. Y me enumeró todos los ingredientes del filtro. Semilla de helecho, raíz de chob-i-kot, cuerno en polvo, vino de cabra… y otras cosas inocuas, ninguna de las cuales es nociva. Desde luego yo no estaría dispuesto a tragarme esto, ni a pedírtelo a ti, si pudiera hacerme daño.

—Muy bien —dijo, convirtiéndose su sonrisa en una risita algo maligna. Levantó el frasco y tomó un sorbo—. Voy a esparcir el bhang en el brasero.

Dejó la mayor parte del filtro para mí:

—Tu cuerpo es más grande que el mío, y quizá sea más difícil de cambiar.

Yo me bebí todo el líquido. La pequeña habitación se llenó rápidamente con el humo espeso, azul, empalagoso y dulce del hachís que Chiv tiraba entre los carbones del brasero murmurando mientras tanto algo en un idioma que sin duda era su lengua materna. Me tendí del todo en la hindora y cerré los ojos, para que cuando los abriera y viera en qué me había convertido la sorpresa fuera mayor.

Quizá me hundí en un sueño inducido por la droga del hachís, pero no lo creo. Cuando lo hice por última vez las imágenes del sueño me llegaron mezcladas, ondulantes y confusas. En esta ocasión todos los acontecimientos que siguieron me parecieron muy reales y bien definidos, como si estuvieran sucediendo realmente.

Estaba echado con los ojos cerrados, sintiendo sobre todo mi cuerpo desnudo el calor del brasero que Chiv avivaba. Inhalé entonces vigorosamente el dulce humo, y esperé para notar alguna diferencia en mí mismo. Ignoro qué esperaba concretamente: quizá que en mis hombros se desplegaran alas de pájaro, de mariposa o de peri; o quizá que mi miembro viril, erecto ya con la emoción, se desarrollara hasta alcanzar el enorme tamaño del de un toro. Pero lo único que noté fue un aumento gradual y desagradable del denso calor de la habitación, y luego sentí la necesidad definida de vaciar mi vejiga. Era más o menos la sensación que se tiene por las mañanas, cuando uno se despierta con el miembro duro como un candelòto, pero saturado únicamente de vulgar orina, lo que impide utilizarlo en ninguna de sus dos funciones normales. En aquel momento a uno no le apetece utilizarlo sexualmente, pero tampoco tiene ganas de eliminar la turgencia orinando, porque con el miembro erecto la orina salta hacia arriba y todo se moja.

Éste no era un inicio prometedor de mis expectativas amatorias, por lo que continué acostado y quieto, con los ojos cerrados confiando en que la sensación desaparecería. No desapareció. Aumentó, y lo mismo pasó con el calor de la habitación hasta que me sentí molesto e incómodo. Luego me pasó por la ingle un dolor repentino, como el que a veces se siente cuando se retiene demasiado tiempo la micción, pero tan intenso y fuerte que sin proponérmelo solté un breve chorro de orina. Me quedé un rato más echado, avergonzado de mí mismo y confiando en que Chiv no se habría dado cuenta. Pero entonces recordé que no había notado ninguna salpicadura sobre mi desnudo vientre, como era de esperar si mi órgano erecto hubiese meado en el aire. En cambio sentí una humedad en la parte interior de las piernas. Algo insólito. Una pequeña confusión. Abrí los ojos. Alrededor mío sólo pude ver la neblina del humo azul; las paredes de la habitación, el brasero, la chica, todo se había hecho invisible. Bajé la mirada para ver a qué se debía el extraño comportamiento de mi candelòto, pero mis pechos me lo impidieron.

¡Pechos! Tenía pechos de mujer, y unos pechos muy bellos: bien formados, erectos, de piel marfileña, con unos pezones tumescentes rodeados por una aureola de color de cervato y de buen tamaño. Todo el conjunto brillaba de sudor y unas gotas bajaban haciendo eses por la separación entre pecho y pecho. ¡El filtro estaba haciendo efecto! ¡Me estaba transformando! Me había embarcado en la más sorprendente expedición jamás emprendida.

Levanté la cabeza para ver cómo conjuntaba mi candelòto con estas nuevas adiciones. Pero tampoco pude distinguirlo, porque me lo impedía un vientre inmenso y redondo, como una montaña de la cual los pechos fueran las estribaciones. Empecé a sudar en serio. Debía ser una experiencia nueva convertirse un rato en mujer: ¿Pero en mujer gorda y obesa? Quizá me había convertido incluso en una mujer deforme, porque mi ombligo que antes era una insignificante depresión, como un hoyuelo, sobresalía ahora como un pequeño faro sobre mi enorme vientre.

No pudiendo ver mi miembro, lo busqué con la mano. Lo único que encontré fue el pelo de mi alcachofa, pero algo más exuberante y ensortijado de lo acostumbrado en mí. Cuando pasé la mano más abajo descubrí, sin gran sorpresa ahora, que mi candelòto había desaparecido, lo mismo que mis pelotas. En su lugar tenía los órganos de una mujer.

No me levanté de un salto ni grité. En definitiva había buscado y esperado un cambio. Si me hubiese transformado en algo parecido a un ruj probablemente me hubiese impresionado y desanimado más. De todos modos confiaba que el cambio no sería permanente. Pero tampoco me sentía muy feliz. Los órganos de una mujer deberían haber ofrecido un aspecto bastante familiar a mi mano investigadora, pero presentaban también una preocupante diferencia. Mis dedos los notaban apretados, duros, calientes y desagradablemente pegajosos a consecuencia de mi micción involuntaria. Al tocarlos no me parecieron aquella bolsa suave, amorosa y acogedora, el mihrab, el leus, la pota, la mona, dentro de la cual había puesto tan a menudo mis dedos y otras cosas.

Además, al tocarlos parecía… ¿cómo explicarlo?

Si fuera una mujer y me tocaran mis partes privadas, aunque lo hicieran mis propios dedos, habría esperado sentir alguna sensación agradable, un cosquilleo íntimo o por lo menos un contacto conocido, viejo y confortable. Pero ahora yo era una mujer y sólo notaba la intromisión de mis dedos, y la única sensación era de molestia, y mi única respuesta interna era una descarga de irritabilidad. Introduje lentamente un dedo en mi interior, pero sin ir muy lejos, porque fue interceptado, y luego la funda suave que rodeaba el dedo lo rechazó, podría casi decir que lo escupió fuera. Había algo dentro de mí. ¿Quizá un tapón de sal marina como precaución? Pero mi investigación despertó en mí más repulsión que curiosidad y no tuve ganas de repetirla. Incluso cuando me toqué ligeramente con el dedo el zambur, mi lumaghèta, la más tierna de mis nuevas partes, tan sensible como una pestaña a cualquier toque, lo único que sentí fue un aumento de mi mal humor, y ganas de estar solo.

Me pregunté: «¿Cuando alguien acaricia a una mujer ella no experimenta nada mejor que esto? Seguramente no», me dije. Todavía no había acariciado a una mujer realmente gorda, pero lo dudaba. De todos modos ¿en mi nueva encarnación femenina era yo realmente una mujer gorda? Me senté en la cama para verlo.

Bueno, tenía aún aquel abdomen tan hinchado, y ahora podía ver que lo hacía más feo una decoloración que desfiguraba la piel tensa y marfileña, una línea marrón que se extendía desde mi ombligo protuberante hasta mi alcachofa. Pero el vientre al parecer era lo único gordo que yo tenía. Mis piernas eran bastante delgadas y sin pelos, y habrían sido bonitas, si sus venas no hubiesen sobresalido, visibles y retorcidas, como una red horadada por gusanos debajo de la piel. Mis manos y mis brazos también parecían bastante delgados y suaves, como los de una chica. Pero yo no los notaba suaves, sino nudosos y doloridos. Cuando los miré y flexioné, mis dos manos se contrajeron y me dieron un calambre que me hizo gemir.

El gemido fue lo bastante fuerte para que Chiv me contestara, pero ella no se materializó de entre el humo azul que me rodeaba a pesar de que la llamé varias veces por su nombre. ¿En qué la había transformado el filtro? Supuse, basándome únicamente en el principio de la rotación, que si yo me había vuelto hembra, Chiv se había vuelto varón. Pero el hakitn había dicho que Maynun y Laila a veces se divertían como dos personas del mismo sexo. Y a veces uno de ellos había recurrido a la invisibilidad. De todos modos el objetivo principal del filtro era dar más realce a la actividad sexual de la pareja, y en este punto juzgué que el filtro de prueba había sido un fracaso. Ninguna pareja, ni varón, ni hembra, ni ser invisible podía desear copular con una persona tan grotesca como la que yo era en aquel momento. Sin embargo ¿qué se había hecho de Chiv? La llamé una y otra vez… y luego lancé un grito.

Grité porque había sacudido mi cuerpo otra sensación, una sensación más terrible que dolorosa. Algo se había movido, algo que no era yo, pero que se había movido dentro de mí, dentro de aquella hinchazón monstruosa que era mi vientre. Comprendí que no era la comida moviéndose en mi estómago, porque aquello había sucedido en algún punto situado debajo del estómago. Y no era comida mal digerida provocando una flatulencia en mi intestino inferior, porque esta sensación ya la conocía de antes. Puede ser bastante desagradable y a veces sobresalta, incluso cuando no es ruidosa y no se nota. Pero aquello era algo diferente, algo que yo no había experimentado nunca. Era una sensación como si me hubiese tragado algún animalito durmiente, lo hubiera digerido hasta llegar al fondo de mis intestinos y de pronto se despertara allí, se estirara y bostezara. «Dios mío —pensé— ¿y si intenta salir por la fuerza?».

En aquel momento volvió a moverse y yo grité de nuevo, porque parecía que empezara a hacer exactamente esto. Pero no lo hizo. El movimiento se calmó rápidamente y me avergoncé de haber gritado. Quizá el animal sólo había dado una vuelta ligera en su cómodo encierro como si buscara los puntos débiles de su prisión. Volví a sentir una humedad entre las piernas, y pensé que me había ensuciado otra vez con el susto. Pero cuando alargué la mano y toqué sentí algo más terrible que orina. Levanté la mano para mirarlo y vi que mis dedos estaban unidos por una membrana de una sustancia viscosa que se pegaba formando hilos entre la mano y la ingle, estirándose hasta colgar y romperse lentamente. La sustancia era húmeda, pero no líquida, era un limo gris, como mocos de la nariz pero con venas sanguinolentas. Empecé a maldecir al hakim Mimdad y a su insano filtro. No sólo me había dado un cuerpo feo de mujer, y además con partes femeninas claramente defectuosas, sino que en este cuerpo había algo enfermo que le hacía evacuar por estas partes una sustancia nauseabunda.

Pensé que si mi nueva envoltura estaba enferma o herida era preferible que no corriera el riesgo de levantarla para buscar a Chiv. Era preferible que me quedara acostado donde estaba. Continué llamándola por su nombre, sin ningún resultado. Incluso empecé a llamar a Shimon, aunque podía imaginarme muy bien las burlas y risas del judío al verme en forma de mujer. Tampoco él acudió y entonces lamenté haberle pagado por adelantado una estancia prolongada. Aunque oyera ruidos o gritos saliendo de la habitación pensaría que estábamos haciendo el amor alborotadamente, y no intervendría.

Permanecí un rato acostado en posición supina y no pasó nada, excepto que la habitación se fue calentando aún más y yo sudé cada vez más y la necesidad de orinar se convirtió también en una necesidad de defecar. Quizá el animalito imaginado en mi interior estaba apretando todo su peso contra la vejiga y los intestinos y los estrujaba de modo intolerable. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltar nada, pero conseguí resistir porque no quería mearme entre las piernas y encima de la cama. Luego se abatió sobre mí un escalofrío repentino, como si se hubiese abierto la puerta al deshielo exterior. La película de sudor que tenía sobre el cuerpo se congeló, temblaron todos mis miembros, mis dientes se entrechocaron y se me puso la piel de gallina, mientras mis pezones ya prominentes se levantaban como centinelas. No podía cubrirme con nada; aunque la ropa que me había quitado estuviera todavía en el suelo, quedaba fuera del alcance de mis ojos y de mis manos, y no me atreví a levantarme y a buscarla. Pero luego el frío desapareció con idéntica rapidez y la habitación se volvió tan sofocante como antes y empecé a sudar de nuevo y a jadear por falta de aire.

Intenté medir mis sentimientos, puesto que no tenía otra cosa que hacer. Eran numerosos y variados. Me sentía algo emocionado: el filtro había surtido efecto, por lo menos en parte. También me sentía intrigado: el filtro tenía que hacer algo más, algo que quizá sería interesante. Pero la mayoría de mis emociones no eran agradables. Me sentía incómodo: tenía calambres en las manos y la necesidad de ir de vientre se estaba haciendo urgente. Sentía asco: de mi mihrab salía todavía un hilo de aquella sustancia purulenta. Sentía indignación por estar en aquella situación, y sentía compasión de mí, por tener que soportarla solo. Me sentía culpable: mi obligación era estar en el caravasar, ayudando a mis compañeros a hacer el equipaje y a prepararnos para seguir el camino, en lugar de satisfacer en aquel lugar mi curiosidad demoníaca. Sentía temor: no sabía realmente qué me podía reservar el filtro, y sentía aprensión: quizá lo que sucediera a continuación no mejoraría lo que ya había sucedido.

Luego, en un instante de parálisis, todos los demás sentimientos desaparecieron abolidos, destruidos, por la sensación que se impone sobre todas las demás: el dolor. Era tan lacerante que atravesó mis partes vitales inferiores, y me imaginé que podía oír el sonido acompañante, como la rotura de una tela fuerte, pero el único sonido que llenó el aire fue mi propio grito de agonía. Habría hundido mis garras en aquel vientre traicionero, pero el dolor me dejó tan débil que tuve que agarrarme a los bordes de la oscilante hindora para no caer al suelo.

Cuando uno sufre un ataque insoportable de dolor intenta moverse instintivamente, confiando en que algún movimiento le calme, y el único movimiento que podía yo hacer era encoger las piernas. Ésta reacción repentina quebró el control que mantenía sobre mis músculos más íntimos y la orina brotó con una cálida y repentina sensación de humedad, derramándose por mis nalgas. El dolor en lugar de calmarse rápidamente se fue debilitando con lentitud, confundiéndose en una alternancia de calor y frío. Mi cuerpo se estremecía cuando cada nuevo ataque de fiebre era sustituido por un calambre de frío que a su vez daba paso al calor. Éstas pulsaciones fueron amortiguándose finalmente, de modo gradual, dejándome empapado en orina y sudor, echado en la hindora, débil, fláccido y jadeante, como si me hubiesen azotado, y al recuperar el habla grité:

—¿Qué me está pasando?

Y entonces comprendí. Mira: sobre este jergón hay una mujer acostada boca arriba, con la mayor parte de su cuerpo plana, pero con las curvas y las formas propias de un cuerpo de mujer, excepto este horrible bulto de su vientre distendido. Está echada con las piernas separadas y levantadas, exponiendo un mihrab apretado e insensible por la tensión. Hay algo allí abajo, en su interior. Es lo que da bulto a su vientre, y está vivo, y ella ha notado sus movimientos, y ha sufrido los primeros dolores provocados por la cosa que quiere salir, ¿y por dónde saldrá si no lo hace por el canal del mihrab que se abre entre sus piernas? Es evidente que la mujer está en un embarazo avanzado, a punto de dar a luz.

Todo muy bien, esta visión despegada, fría y elevada. Pero yo no era el espectador, yo era aquello. Aquél objeto lastimero que se retorcía lentamente sobre el jergón, con la postura y el aspecto absurdos de una rana puesta cabeza abajo, era yo.

«Gèsu, Marìa, Isèpo», pensé, mientras soltaba una mano del borde de la cama para santiguarme. ¿Cómo pudo el filtro convertirme en dos seres y meter el uno dentro del otro? «¿Debo vivir todo el proceso de dar a luz a esto que tengo dentro, sea lo que fuere? ¿Cuánto tiempo tardará? ¿Qué hay que hacer para ayudarlo a salir?». Además de pensar estas cosas, pensaba cosas menos repetibles sobre el hakim Mimdad, recomendándolo para una eternidad en el infierno. Quizá no era muy prudente aquella reacción, porque si alguna vez había necesitado a un hakim era entonces. Lo más cerca que había estado de un parto fue en una o dos ocasiones en que vi a un niño recién nacido de color azul y púrpura pálido y aspecto desollado arrastrado por las aguas de Venecia, muerto. No había visto ni siquiera parir a una gata callejera. Los niños más enterados de las barcas de Venecia habían discutido ocasionalmente el tema, pero lo único que podía recordar era que hablaban de los «dolores del parto» y en relación a esto no necesitaba instrucción de nadie. También sabía que las mujeres a menudo fallecen a consecuencia del parto. Supongamos que me muriera dentro de aquel cuerpo extraño. Nadie sabría quién era yo. Me enterrarían como a un ser anónimo sin reclamar, una chica, probablemente soltera, que había muerto por obra de su propio bastardo…

Pero tenía otras preocupaciones más inmediatas que el destino de mis restos poco gloriosos. El dolor lacerante volvió a repetirse, y su intensidad fue tan desgarradora como antes, pero apreté los dientes y no lancé ningún grito, e incluso traté de examinar el dolor. Parecía originarse a gran profundidad, en mi vientre, en algún punto situado hacia la espina dorsal, para luego abrirse paso por el vientre y llegar finalmente hasta delante. Dispuse entonces de un momento de respiro para recuperarme antes de que el dolor lanzara un nuevo asalto. El dolor no disminuyó en cada oleada sucesiva, pero parecía como si pudiese resistirlo mejor. Intenté medir de algún modo los dolores y los intervalos que los separaban. Cada ataque duraba lo que yo tardaba en contar lentamente hasta treinta o cuarenta, pero cuando intenté contar los intervalos de calma lo hice tan alto que me confundí y perdí la cuenta.

Contribuían a mi confusión otras aflicciones. O la habitación o yo mismo continuaba alternando entre la fiebre y el escalofrío, de modo que me asaba hasta desmayarme o me quedaba congelado y tieso. Mi vientre consiguió añadir la náusea a sus demás problemas; eructé repetidamente y en varias ocasiones tuve que luchar contra el vómito. Continuaba orinando incontroladamente cada vez que el dolor me atacaba, y sólo mediante una determinada contracción muscular conseguía no evacuar mis intestinos. La orina debía de actuar como un cáustico, porque sentía mis muslos, mi ingle y la parte inferior de mi cuerpo en carne viva, irritada e inflamada. Sufría una sed enloquecedora, probablemente porque había sudado y orinado gran parte de mi humedad interior. Mis manos continuaban contrayéndose con calambres espasmódicos, y lo mismo hacían mis piernas en la incómoda postura en que las había dejado. El contacto de la cama contra mi espalda era una irritación. En realidad me dolía todo, incluso la boca, que la tenía fija en un rictus tan distorsionado que incluso me dolían los labios. Podía casi agradecer los dolores del parto cuando atravesaban mi vientre lacerándolo: eran tan terribles e intensos que mi mente no podía ocuparse de los otros de menor cuantía.

Ya me había resignado a la idea de que el filtro que había bebido no me proporcionaría ningún placer. Ahora, mientras iban pasando horas interminables, intenté resignarme a la idea de soportar lo que el filtro me había proporcionado: sed, náusea, suciedad y sufrimiento general, en el cual se intercalaban ataques intermitentes de dolor intenso; procuraría soportarlo todo hasta que pasara el poder del filtro y yo volviera a mi ser personal, o hasta que me infligiera algún sufrimiento nuevo y diferente.

Y esto fue lo que hizo. Cuando los dolores ya no consiguieron extraer de mí más gotas de orina, pensé que mi cuerpo se había vaciado de todos sus fluidos. Pero de repente sentí mi parte inferior inundada por una cantidad de humedad superior a la que había ya echado, una auténtica inundación, como si alguien hubiese vaciado una jarra entre mis piernas. Era caliente como la orina, pero cuando levanté la mano para mirar, pude ver que el charco creciente era incoloro. También me di cuenta de que el agua no salía de mi vejiga, a través del pequeño agujero femenino de orinar, sino del canal del mihrab. Tuve que suponer que aquella suciedad señalaba alguna fase nueva y más complicada del complicadísimo proceso de dar a luz.

Los dolores abdominales llegaban ahora a intervalos más cortos y apenas me daban tiempo de recuperar la respiración después de cada ataque, y de endurecer mi cuerpo antes de que llegara el siguiente. Entonces pensé: «Quizá lo que te hace tanto daño es este esfuerzo de preparación, este encogerse de miedo ante lo inminente. Quizá si me enfrentara valientemente con cada dolor y luchara contra él…». Intenté hacerlo, pero «luchar» en aquella situación suponía llevar a cabo el mismo impulso muscular necesario para la defecación, y tuvo el mismo resultado. Cuando aquel dolor de especial brutalidad se calmó brevemente, descubrí que había sacado entre mis piernas y depositado sobre la cama una masa considerable de mierda hedionda. Pero de hecho en aquel estadio la cosa me tenía ya sin cuidado. Lo único que pensé fue: «Ya sabías que la vida humana finaliza con mierda, ahora sabes que la vida humana comienza también en mierda».

«De ellos es el reino de Dios», recordé de repente que había predicado yo al esclavo Narices, no hacía mucho.

—Dejad que los niños vengan a mí —recité mientras reía tristemente.

No me reí mucho tiempo. Aunque parezca increíble, las cosas empeoraron todavía más. Los dolores no llegaron ahora en oleadas o pulsos, sino en rápida sucesión, y cada uno duraba más que el anterior, hasta que se transformaron en una única y constante agonía en mi vientre, incesante, creciendo en intensidad hasta que empecé a sollozar, a gemir y a quejarme sin recato, temí que no podría resistirlo y deseé ardientemente la gracia de desmayarme. Si alguien se hubiese inclinado entonces sobre mí y me hubiese dicho: «Esto no es nada. Todavía puede hacerte más daño, y te lo hará», yo hubiera lanzado otra risotada interrumpiendo incluso mis sollozos. Pero esta persona habría tenido razón.

Sentí que mi mihrab empezaba a abrirse y a dilatarse, como una boca que bosteza, y sus labios continuaron abriéndose más hasta que el orificio debió de convertirse en un círculo entero, como una boca gritando. Y por si esto no fuera tormento suficiente, la redondez entera del círculo parecía pintada con fuego líquido. Puse la mano allí abajo, para tocar desesperadamente el incendio y apagarlo. Pero no sentí ninguna quemazón sino sólo algo que se desmenuzaba. Acerqué de nuevo la mano a mis ojos inundados y vi a través de las lágrimas que los dedos estaban manchados con una sustancia horrible, de color verde pálido. ¿Cómo podía quemar tanto una cosa así?

Y en aquellos instantes, además del dolor desenfrenado en mi vientre y del fuego abrasador de mis partes podía sentir otras cosas terribles. Podía sentir el sabor del sudor que corría de mi cara a mi boca, y la sangre que brotaba de mis labios heridos por mis propios dientes. Podía oír mis gruñidos, gemidos y boqueadas atroces. Podía oler el hedor de mis desechos corporales evacuados asquerosamente. Podía sentir el ser de mi interior que se movía de nuevo, y que al parecer daba volteretas y patadas y movía los brazos mientras se abría paso pesadamente a través del dolor del vientre hacia el incendio inferior. Al avanzar apretó de modo más intolerable aún mi vejiga y mis intestinos, los cuales, no sé cómo, sacaron unos residuos más de su interior. Y la criatura empezó a salir entre esta última expulsión de orina y de heces. Y, ¡ah Dios mío!, cuando Dios decretó: «Con dolor darás a luz», Dios así lo hizo. Yo había experimentado dolores triviales en épocas anteriores, pero creo que no hay en el mundo dolor como el que sentí entonces. He visto torturas ejecutadas por verdugos expertos, pero creo que no hay hombre tan cruel, ingenioso y hábil en dolores como Dios.

El dolor se componía de dos tipos diferentes. Uno era el dolor de la carne de mi mihrab que se rompía por delante y por detrás. Tomad un trozo de piel y desgarradlo, implacable pero lentamente, e imaginad la sensación que experimenta esta piel, y luego imaginad que esta piel es la que tenéis entre las piernas, de la alcachofa al ano. Mientras esto me sucedía a mí y yo gritaba, la cabeza del ser que tenía en mi interior se estaba abriendo camino a través de los huesos que cerraban la abertura, y esto me obligó a bramar entre mis gritos. Los huesos de esta parte están muy pegados; hay que empujarlos para que se aparten y se separen, y hay que sentir entonces el rechinar de una roca que se abre paso implacablemente a través de una hendedura demasiado estrecha entre las piedras. Ésta fue la sensación que tuve, y lo sentí todo al mismo tiempo: el movimiento y el dolor terribles de mi interior, el crujido y la deformación de todos los huesos entre las piernas, la laceración y el incendio de la piel exterior. Y Dios incluso en esta situación extrema sólo permite gritos y bramidos: no es posible desmayarse para huir de la insoportable agonía.

No me desmayé hasta que la criatura salió de mi interior con una brutal hinchazón final y con un crujido de dolor, como un grito audible, y que la cabeza de color marrón oscuro se levantó entre mis muslos, embadurnada de sangre y de moco, y dijo con la voz de Chiv, maliciosamente:

—Algo que no podrás rechazar tan fácilmente…

Luego pareció que me moría.

5

Cuando volví en mí era yo mismo. Todavía estaba echado en la hindora y desnudo, pero volvía a ser varón, y el cuerpo parecía ser el mío. Tenía la piel cubierta de sudor seco, la boca terriblemente seca y sedienta y la cabeza me dolía intensamente, pero no sentía dolores en otras partes. No había ningún revoltijo de desechos corporales en el jergón: parecía tan limpio como siempre. La habitación estaba casi libre de humo, y vi la ropa que me había quitado en el suelo. Chiv estaba también allí, vestida del todo. Estaba agachada con el papel donde yo había llevado el hachís y envolvía algo pequeño, de color azul pálido y púrpura.

—¿Fue todo un sueño, Chiv? —le pregunté. Ella continuó con lo que estaba haciendo, sin hablarme ni mirarme—. ¿Qué te ha pasado a ti mientras tanto, Chiv? —Ella no contestó—. Imaginé que tenía un niño —le dije mientras descartaba la posibilidad con una risa. Sin respuesta. Dije luego—: Tú estabas aquí. Tú eras el niño.

Al oír esto levantó la cabeza y su rostro tenía una expresión muy parecida a la que vi en mi sueño, o lo que fuera.

—¿Tenía color marrón oscuro? —me preguntó.

—Sí… ¿por qué?

Ella movió negativamente la cabeza.

—Los hijos de los romm no se vuelven hasta más tarde de color marrón oscuro. Cuando nacen tienen el mismo color que los hijos de las mujeres blancas.

Se levantó y se llevó el paquetito. Cuando se abrió la puerta me sorprendió ver brillar la luz del día. ¿Había pasado allí toda la noche, hasta el día siguiente? Mis compañeros debían de estar muy enojados porque les dejaba todo el trabajo por hacer. Empecé a vestirme apresuradamente. Cuando Chiv volvió a la habitación, sin su hatillo, le dije con toda normalidad:

—A fe mía, no puedo creer que una mujer cuerda desee nunca sufrir este horror. ¿Lo desearías tú, Chiv?

—No.

—¿Entonces yo tenía razón? ¿Sólo lo estabas fingiendo? ¿No estás embarazada de verdad?

—No lo estoy.

Su tono era muy brusco, impropio de una conversación normal.

—No tengas miedo. No estoy enfadado contigo. Estoy contento por ti. Ahora debo volver al caravasar. Ya partimos.

—Sí. Vete.

Lo dijo con un tono que daba por entendido «no vuelvas». Yo no veía ningún motivo para tanta brusquedad. Era yo quien había sufrido todo el proceso, y tenía fundadas sospechas de que ella había contribuido de algún modo ingenioso a abortar el objetivo del filtro.

—Está de mal humor, tal como dijisteis, Shimon —comenté con el judío mientras salía—. Pero supongo que os debo más dinero por todo el rato que estuve dentro.

—¡Qué va! —dijo—. No habéis tardado mucho. En conciencia, tomad, os devuelvo un dirham. Y aquí tenéis vuestro cuchillo de muelle. Shalom.

O sea que aún estábamos en el mismo día, y además sólo habían pasado unas horas de la tarde y todo se debía a que mi parto había parecido mucho más largo. Volví a la posada y encontré a mi padre, a mi tío y a Narices recogiendo todavía nuestras posesiones y haciendo el equipaje, pero sin necesitar mi ayuda de modo inmediato. Bajé a la orilla del río, donde las lavanderas de Buzai Gumbad guardaban siempre una porción de agua libre de hielo. El agua era tan fría y azul que parecía morder la carne, o sea que mi baño fue superficial: las manos y la cara; luego me quité brevemente la pieza de arriba para echarme unas gotas en el pecho y las axilas. Éste pequeño remojón era el primero de todo el invierno; en otra situación me hubiera asqueado mi propio olor, pero todo el mundo olía igual o peor. Por lo menos me sentí algo más limpio al quitarme el sudor que se había secado sobre mi piel, en la habitación de Chiv, y al diluirse el sudor, lo mismo le sucedió a mi recuerdo de la experiencia. El dolor es así: es un tormento terrible de soportar, pero se olvida fácilmente. Supongo que éste es el único motivo por el cual una mujer, después de haber sufrido entre agonías la salida de un niño, puede todavía imaginarse pasando por otra prueba semejante.

En la víspera de nuestra partida del Techo del Mundo, el hakim Mimdad, cuya propia caravana estaba también a punto de partir, pero en dirección distinta, fue al caravasar para despedirse de todos, y para entregar a tío Mafio la provisión de medicina que debía tomar en el viaje. Luego le conté al hakim, mientras mi padre y mi tío me escuchaban con gran curiosidad, el fracaso de su filtro, o quizá un éxito que superaba todas sus expectativas. Le expliqué gráficamente lo que había sucedido, y no lo hice con entusiasmo sino con cierto tono de acusación.

—La chica debió de entrometerse en el proceso —dijo él—. Yo ya me lo temía. Pero ningún experimento es un fallo total si se puede aprender algo de él. ¿Aprendisteis algo?

—Sólo que la vida humana empieza y acaba en la mierda, o kut. Sí, aprendí otra cosa: a ir con cuidado cuando ame en el futuro. No quiero condenar nunca a una mujer amada a un destino tan odioso como la maternidad.

—Bien. En este caso aprendisteis algo. ¿Quizá os gustaría probarlo otra vez? Tengo aquí otro frasco, una ligera variante de la receta. Lleváoslo y probadlo con otra hembra que no sea una bruja romni.

Mi tío murmuró tristemente:

—Ahí tienes a tu dotòr Balanzón. A mí me da una poción que me atrofia, y para equilibrar la balanza da un estimulante a una persona demasiado joven y ágil para necesitarlo.

—Lo voy a guardar, Mimdad, como un recuerdo curioso —dije—. La idea es atractiva: probar el amor físico en una multitud de formas. Pero me falta todavía mucho para agotar todas las posibilidades de este cuerpo, y de momento me quedaré en él. Está claro que cuando hayáis refinado vuestro filtro hasta alcanzar la perfección, la fama del logro resonará en todo el mundo, y entonces quizá me esté hartando de mis propias posibilidades y os busque para probar vuestra poción perfeccionada. De momento os deseo éxito y salaam y hasta la vista.

No llegué a decir ni siquiera esto a Chiv cuando fui a visitar aquella misma noche la casa de Shimon.

—Ésta tarde —me dijo con indiferencia— la chica domm me pidió su parte de las ganancias hasta el momento, se dio de baja del establecimiento y se unió a una caravana que partía para Balj. Los domm hacen cosas así. Cuando no cambian de lugar se sienten inquietos. Bueno, os queda el cuchillo de muelle para recordarla.

—Sí. Y para recordar su nombre. Chiv significa hoja de cuchillo.

—Vaya. Y no os clavó ninguna en el cuerpo.

—No estoy muy seguro de esto.

—Todavía están aquí las demás chicas. ¿Queréis pasar con una de ellas esta última noche?

—Creo que no, Shimon. Por lo que he visto son muy poco bonitas.

—En este caso, y según vuestros cálculos, no representan ningún peligro.

—¿Sabéis una cosa? El viejo Mordecai nunca lo dijo, pero quizás esto sea un tanto en contra de las personas feas, no a su favor. Creo que preferiré siempre a las bellas, y que me arriesgaré. Ahora os doy las gracias por vuestros buenos oficios, tzaddik Shimon, y me despido de vos.

—Sakanà aleichem, nosàyah.

—Esto me suena algo diferente al habitual «la paz sea contigo».

—Pensé que os gustaría. —Repitió las palabras en ivrit y luego las tradujo al farsi—: Que el peligro os acompañe, viajero.

Había aún mucha nieve alrededor de Buzai Gumbad, pero todo el lago Chaqmaqtin había cambiado gradualmente su capa de hielo blanco azulado por una cubierta multicolor de aves acuáticas: innumerables bandadas de patos, ocas y cisnes que habían llegado volando desde el sur y que continuaban llegando. Sus graznidos de satisfacción eran un continuo clamor, y cada vez que un millar de aves se levantaba repentinamente del agua y ejecutaba un alegre vuelo alrededor de ella se oía un rumor susurrante que crecía como el ruido de una tempestad en un bosque. Las aves variaron agradablemente nuestra dieta, y su llegada había señalado a las caravanas el momento de hacer el equipaje, de enjaezar y reunir a los animales, de alinear los carros y de partir uno detrás de otro lentamente hacia el horizonte lejano.

Las primeras caravanas que partieron fueron las que iban hacia occidente, hacia Balj o más allá, porque la lenta bajada por el Pasillo de Waján era la ruta más fácil para llegar allí desde el Techo del Mundo, y la primera que se abría con la primavera. Los viajeros que debían dirigirse al norte, al este o al sur esperaron prudentemente un tiempo más, porque para ir hacia cualquiera de estas direcciones era preciso escalar primero las montañas que rodean aquel lugar por tres de sus lados, descender por sus elevados puertos, escalar luego las siguientes montañas y así sucesivamente. Nos dijeron que los pasos de alta montaña situados al norte, al este y al sur de allí no se desprendían nunca completamente de la nieve ni del hielo, ni siquiera en pleno verano.

Nosotros, los Polo, que no teníamos experiencia de viajar por estos terrenos y condiciones, habíamos esperado a los demás viajeros prudentes. Quizá hubiésemos dudado más de lo necesario, pero un día nos visitó una delegación de aquellos pequeños y oscuros tamiles chola de los cuales me había reído en una ocasión y a los que había pedido perdón más tarde. Nos dijeron, hablando con muy escaso dominio del farsi comercial, que habían decidido no llevar su cargamento de sal marina a Balj, porque según informes de confianza que habían recibido sacarían un precio mucho mejor en un lugar llamado Murghab, que era una ciudad comercial de Tazhikistán, en la ruta este-oeste que comunica Kitai con Samarkand.

—Samarkand está al noroeste, muy lejos de aquí —comentó tío Mafio.

—Pero Murghab está al norte mismo —dijo uno de los cholas, un hombre pequeño y delgado llamado Talvar—. Está en vuestro camino, oh dos veces nacidos, y cuando lleguéis allí habréis cruzado el trecho peor de las montañas, y la travesía por las montañas desde aquí a Murghab os resultará más fácil si viajáis en caravana con nosotros, y sólo deseamos deciros que seréis bien venidos, porque nos han impresionado mucho los buenos modos de este saudara Marco dos veces nacido, y creemos que seréis agradables compañeros de viaje.

Mi padre y mi tío, e incluso Narices se quedaron algo sorprendidos al ser llamados dos veces nacidos, y al ver que unos extraños alababan mi buena educación. Pero todos estuvimos de acuerdo en aceptar la invitación de los cholas y en expresarles nuestro agradecimiento, y así, pues, nos integramos en su grupo y salimos de Buzai Gumbad montados en nuestros caballos hacia las impresionantes montañas del norte.

La nuestra era una caravana pequeña comparada con algunas de las que habíamos visto en el campamento formadas por decenas de personas y centenares de animales. Los cholas sumaban sólo una docena, todos hombres, sin mujeres ni niños, y llevaban sólo media docena de caballos de silla, pequeños y escuálidos, o sea, que cabalgaban y andaban por turnos. En cuanto a vehículos, sólo disponían de tres carros desvencijados, de dos ruedas cada uno, tirados por un pequeño caballo de carga, y en estos carros transportaban sus ropas de cama, provisiones, pienso para los animales, la herrería y otras necesidades de viaje. Habían transportado su sal marina hasta Buzai Gumbad en veinte o treinta asnos, pero los habían cambiado por una docena de yaks, que podían transportar idéntica carga, pero que se adaptaban mejor a aquellas regiones septentrionales.

Los yaks eran animales que sabían abrirse camino. No se preocupaban de la nieve, del frío ni de las incomodidades, asentaban el pie con seguridad incluso cuando iban muy cargados. Los yaks iban en cabeza de nuestra caravana y no sólo descubrían el mejor camino, sino que lo dejaban libre de nieve y lo apisonaban bien para los que seguíamos detrás. Por la noche, cuando acampábamos y estacábamos a los animales alrededor nuestro, los yaks enseñaban a los caballos a patear por entre la nieve para buscar los arbustos burtsa, pequeños y encogidos, que habían quedado de la última estación de crecimiento.

Supongo que los cholas nos habían invitado a acompañarlos únicamente porque éramos hombres altos, por lo menos en comparación con ellos, y habían supuesto que seríamos buenos luchadores si la caravana topaba con bandidos en el camino de Murghab. No nos encontramos con ninguno, o sea que no fue preciso poner en acción nuestros músculos para esta contingencia, pero resultaron útiles en las frecuentes ocasiones en que un carro volcaba sobre el duro camino, o un caballo caía en una hendedura del suelo, o un yak hacía saltar uno de sus sacos de carga al pasar apretujándose contra una roca También ayudamos a preparar las cenas, pero lo hacíamos más en beneficio propio que por amabilidad.

El sistema que utilizaban los cholas para preparar cualquier plato consistía en empaparlo con una salsa de color gris y consistencia mucoide, compuesta por numerosas especias diferentes, todas picantes, salsa a la cual llamaban kari. El resultado era que al comer cualquier cosa el único gusto que se notaba era el del kari. Esto era indudablemente una bendición cuando el plato estaba formado por un botón insípido de carne salada o seca, o de carne que había avanzado mucho hacia su verde putrefacción. Pero nosotros, que no éramos chola, pronto nos cansamos del gusto repetido del kari y de no saber nunca si la sustancia de debajo era cordero, ave, o incluso heno, pues su gusto habría sido el mismo. Primero pedimos permiso para mejorar la salsa y le añadimos algo de nuestro azafrán, un condimento que los cholas desconocían. Les gustó mucho el nuevo aroma y el color dorado que daba al kari, y mi padre les dio unos cuantos bulbos de azafrán para que se los llevaran a la India. Cuando empezó a cansarnos incluso la salsa mejorada, Narices, mi padre y yo nos ofrecimos voluntarios para alternar con los chola y preparar nuestras comidas de campamento, y tío Mafio sacó de nuestro equipaje su arco y sus flechas y empezó a suministrarnos caza fresca. Generalmente eran animales pequeños como liebres de nieve y perdices de pata roja, pero en ocasiones cazaba animales mayores, como un goral o un urial, y así preparamos platos sencillos de carne cocida o asada que servíamos felizmente sin salsa.

Los chola, dejando de lado su adicción al kari, resultaron buenos compañeros de viaje. De hecho eran tan retraídos, tan poco propensos a tomar la palabra si nadie se dirigía a ellos y tan poco dispuestos a mostrarse entrometidos, que podíamos haber hecho todo el viaje hasta Murghab sin apenas darnos cuenta de su presencia. Su timidez era comprensible. Aunque los cholas hablaban tamil, no hindi, su religión era hindú y venían de la India, o sea que tenían que aguantar el desprecio y las burlas que todas las demás naciones reservan con tanta justicia para los hindúes. Nuestro esclavo Narices era la única persona no hindú que yo conocía que se había preocupado de aprender el bajo idioma hindi, pero ni siquiera él había aprendido el tamil. Es decir, que ninguno de nosotros podía conversar con estos cholas en su lengua, y su farsi comercial era muy imperfecto. Sin embargo, cuando les dijimos claramente que no les evitaríamos ni nos burlaríamos de ellos, ni nos reiríamos de su habla entrecortada, se mostraron amistosos, casi hasta la adulación, y se preocuparon de contarnos cosas interesantes sobre esta parte del mundo y cosas útiles para nuestro recorrido a través de ella.

Éste es el país que la mayoría de occidentales llama la Lejana Tartaria por considerarlo el extremo más oriental de la tierra. Pero el nombre está doblemente equivocado. El mundo se extiende mucho más al este, detrás de esta lejana Tartaria, y la palabra Tartaria está todavía peor aplicada. Los mongoles se llaman tatar en el lenguaje farsi de Persia, el país donde los occidentales oyeron mencionar por primera vez al pueblo mongol. Más tarde, cuando los mongoles llamados tátaros se desbocaron atravesando las fronteras de Europa, y toda Europa tembló de miedo y de odio contra ellos, era natural quizá que muchos occidentales confundieran la palabra tátaro con el antiguo nombre clásico de las regiones infernales, que era el Tártaro. De este modo los occidentales acabaron hablando de «los tártaros de Tartaria», del mismo modo que se habla de «los demonios del Infierno».

Pero incluso los orientales que deberían haber conocido los nombres correctos de estas tierras, los veteranos de muchos viajes en caravana a través de este país, habían dado nombres diferentes a las montañas por las que estábamos pasando: el Hindú Kush, el Himalaya, el Karakoram, etcétera. Puedo atestiguar que hay suficientes montañas solas y cordilleras enteras y naciones completas de montañas para justificar y apoyar cualquier designación. Sin embargo, preguntamos a nuestros compañeros chola si podían aclararnos este punto, en bien de nuestra cartografía. Cuando les repetimos los diversos nombres que habíamos oído, no se burlaron de quienes nos los habían dicho, porque según afirmaron ningún hombre puede decir exactamente dónde finaliza una cordillera y un nombre, y dónde empieza otro.

Pero para situarnos del modo más preciso posible nos dijeron que en aquel momento nos estábamos dirigiendo hacia el norte a través de las cordilleras llamadas Pai-Mir, que habíamos dejado la cordillera del Hindú Kush hacia el suroeste detrás nuestro y la cordillera del Karakoram hacia el sur, y que la cordillera del Himalaya quedaba muy lejos, hacia el sureste. Los chola nos dijeron que los demás nombres que nos habían dado, los Guardianes, los Amos, el Trono de Salomón, eran probablemente nombres locales aplicados y utilizados únicamente por la gente que vivía entre las varias cordilleras. Mi padre y mi tío marcaron los mapas de nuestro Kitab de acuerdo con esta información. Para mí todas las montañas se parecían mucho: estaban formadas por grandes peñascos, elevadas rocas de bordes cortantes, enormes precipicios y los escombros amontonados de antiguos corrimientos; todas las rocas habrían sido grises, marrones y negras si no las cubriera una pesada capa de nieve ni las festonearan los carámbanos. En mi opinión, el nombre Himalaya, Morada de las Nieves, podría haber servido para cualquier cordillera concreta de la Lejana Tartaria y para todas ellas.

Sin embargo aquél era el paisaje más magnífico que vi en todos mis viajes, a pesar de su soledad y de la falta de colores vivos. Las montañas del Pai-Mir, inmensas, macizas e impresionantes, se alineaban, sucedían y elevaban sin preocuparse de nosotros, seres inquietos y solitarios, insectos insignificantes que avanzábamos lentamente por sus poderosos flancos. Pero ¿cómo puedo retratar con simples palabras de insectos la estremecedora majestad de estas montañas? Basta que diga lo siguiente: la altura y grandeza de los Alpes de Europa es un hecho conocido de toda persona viajera o ilustrada de Occidente. Y que añada lo siguiente: si pudiese existir un mundo hecho enteramente de Alpes, los picos del Pai-Mir serían los Alpes de este mundo.

Diré otra cosa más sobre las montañas del Pai-Mir, algo que no he oído contar a ninguno de los viajeros que han vuelto de ellas. Los veteranos de la caravana, que nos habían explicado tantos nombres diferentes de esta región, nos habían prodigado consejos sobre lo que encontraríamos y lo que nos pasaría cuando llegáramos allí. Pero ninguno de ellos habló del aspecto de las montañas que para mí fue más distintivo y memorable. Nos hablaron de los terribles caminos del Pai-Mir y de su clima agotador, y nos explicaron la mejor manera de sobrevivir en estos rigores. Pero estos viajeros nunca mencionaron lo que yo recuerdo más vivamente: el ruido incesante que hacen estas montañas.

No me refiero al sonido del viento, de las tempestades de nieve o de las tormentas de arena que estallan entre ellas, aunque Dios sabe que oí estos sonidos con bastante frecuencia. A menudo luchábamos para avanzar contra un viento tan violento que una persona podía dejarse caer literalmente contra él sin caer al suelo, quedando inclinado hacia adelante sostenido por la fuerza del viento. Y a este ruido ensordecedor habría que añadir el silbido de la nieve levantada por el viento o el sonido áspero del polvo, según que estuviéramos en las alturas donde el invierno ejercía aún su dominio o en las profundas gargantas donde estaba muy avanzada la primavera.

No, el ruido que recuerdo muy bien era el sonido de la descomposición de las montañas. Fue una sorpresa para mí que unas montañas tan titánicas pudieran caerse a trozos continuamente, que pudieran romperse, separarse y caer. Cuando oí el sonido por primera vez pensé que el trueno rondaba entre las cimas, y me extrañó porque aquel día no había ni una nube en el cielo puro y azul, y de todos modos no podía imaginar que estallaran truenos con un tiempo tan frío y cristalino. Frené mi montura con las riendas y me quedé callado en la silla, escuchando atentamente.

El sonido empezó como un rugido de tono grave en algún punto situado delante de nosotros, y su intensidad aumentó hasta transformarse en un lejano bramido, después este sonido se sumó al de sus ecos. Otras montañas lo oyeron y lo multiplicaron, como un coro de voces repitiendo una después de otra el tema de un cantor bajo. Las voces jugaron con este tema, lo ampliaron y le añadieron las resonancias de tenores y barítonos, hasta que el sonido nos llegó de allí arriba y de más allá y de detrás y de todo lo que nos rodeaba. Quedé transfigurado por el tamborileo de las reverberaciones, que fueron amortiguándose, pasando de un trueno a un murmullo, y que se esfumaron. Las voces de la montaña dejaron de cantar muy lentamente una después de otra, y mi oído no pudo discernir el momento en que el sonido se perdió en el silencio.

El chola llamado Talvar cabalgaba a mi lado sobre su escuálido caballito y después de mirarme rompió mi encanto diciendo en su lengua tamil:

—Batujatuh —y en farsi—: Jak uftadan.

Todo lo cual significa «avalancha». Yo asentí, como si lo hubiese sabido de entrada y di un golpe con la rodilla al caballo para que continuara.

Ésta fue únicamente la primera de una serie de innumerables ocasiones parecidas; el ruido podía oírse casi a cualquier hora del día o de la noche. A veces procedía de un lugar tan próximo a nuestro camino que apagaba los crujidos y chasquidos de los arneses y los gruñidos y rechinar de dientes de nuestro rebaño de yaks. Y si levantábamos rápidamente la vista, antes de que los ecos confundieran la dirección, podíamos ver levantarse en el cielo detrás de algún risco una capa humeante de polvo o una nube brillante de partículas de nieve, que señalaba el lugar donde se había producido el corrimiento de tierras. Pero cuando me apetecía podía oír el ruido de avalanchas de rocas más lejanas. Bastaba con que me avanzara cabalgando al resto de la caravana o me retrasara detrás de ella; y no tenía que esperar mucho. Podía oír en una dirección u otra el gemido que lanzaba la montaña cuando sentía la pérdida dolorosa de una porción de sí misma, y luego los ecos se superponían desde todas direcciones: las demás montañas se unían al canto funeral.

Las avalanchas eran a veces de nieve y de hielo, como sucede también en los Alpes. Pero indicaban más a menudo la lenta corrupción de las mismas montañas, porque estos Pai-Mir, a pesar de ser infinitamente mayores que los Alpes, son bastante menos sustanciosos. Desde lejos parecen montañas seguras y eternas, pero yo las he visto de cerca. Están formadas por una roca con muchas vetas, resquebrajaduras y fallas, y su misma elevación contribuye a su inestabilidad. Si el viento arranca un simple guijarro de un punto elevado, su caída puede desalojar otros fragmentos y su movimiento deja sueltas otras piedras hasta que todas juntas caen rodando y su avance ladera abajo cada vez más rápido puede derribar rocas grandes y éstas al caer pueden recortar el labio de un vasto acantilado, y este labio al derrumbarse puede agrietar la ladera entera de una montaña. Y así sucesivamente hasta que una masa de rocas, piedras, guijarros, grava, tierra y polvo, generalmente mezclada con nieve, lodo y hielo, una masa cuyo tamaño es quizás igual al de unos Alpes menores, se precipita por las estrechas gargantas o por los barrancos más estrechos todavía que separan las montañas.

Cualquier ser vivo que se interpone en el camino de una avalancha del Pai-Mir está condenado. Encontramos muchas pruebas de ello: los huesos, calaveras y espléndidas cornamentas del goral, el urial y la «oveja de Marco», y los huesos, calaveras y pertenencias patéticamente trituradas de hombres, las reliquias de rebaños salvajes muertos hacía tiempo y de caravanas perdidas años ha. Aquéllos desgraciados habían oído gemir a las montañas, luego las oyeron gruñir, más tarde bramar y después no sintieron ya nada nunca más. Sólo la fortuna nos salvó del mismo destino, porque no hay camino ni lugar de acampada ni hora del día que quede a salvo de una avalancha. Por suerte no cayó ninguna sobre nosotros, pero en muchas ocasiones encontramos el camino absolutamente borrado, y tuvimos que seguir bordeándolo por fuera. El problema era grande si la avalancha había dejado en nuestro camino una barrera de escombros infranqueable. Pero era mucho más duro cuando el camino, como sucedía a menudo, no era más que una estrecha cornisa cortada en la cara de un precipicio, y una avalancha lo había cortado abriendo un vacío que no podía atravesarse. Entonces teníamos que hacer marcha atrás durante muchos farsaj, y dar luego un cansado rodeo de muchos farsaj hasta volvernos a encarar hacia el norte.

O sea que mi padre, mi tío, Narices y todos nosotros proferíamos maldiciones y los cholas gimoteaban tristemente cada vez que oían el rumor de la caída de rocas, con independencia de la dirección de origen. Pero a mí el sonido siempre me impresionaba y no puedo comprender que para los demás viajeros fuera tan poco importante que no lo citen en sus recuerdos, porque ese ruido significa que estas montañas no durarán siempre. Para desmoronarse necesitarán como es lógico siglos y milenios, y pasarán eras antes de que el Pai-Mir alcance la estatura todavía majestuosa de los Alpes, pero se desmoronarán y se convertirán finalmente en una tierra plana y sin accidentes. Al darme cuenta de esto me pregunté por qué Dios, si sólo quiere que se derrumben, ha puesto esas montañas unas encima de otras y les ha dado una altura tan exagerada. Y me maravillaba también, como me maravillo ahora, lo inmensurables, enormes e indeciblemente altas que debieron de ser esas montañas cuando Dios las hizo en el principio.

Todas las montañas eran de colores invariables y el único cambio que pude observar en su aspecto era el provocado por el clima y por la hora. En los días claros, los altos picos captaban el brillo del alba mientras nosotros estábamos todavía sumergidos en la noche, y conservaban el resplandor del crepúsculo mucho después de haber acampado nosotros, de haber cenado y de habernos acostado entre tinieblas. En los días nublados veíamos una nube blanca atravesar un risco desnudo y marrón, y ocultarlo. Luego, cuando la nube había pasado la cumbre reaparecía pero tan blanca de nieve, como si hubiese arrancado pedazos de nube para envolverse en ellos.

Cuando íbamos a gran altura, escalando un camino ascendente, la luz intensa de las alturas jugaba con nuestra visión. En la mayoría de países montañeses hay siempre una ligera neblina que oscurece un poco los objetos lejanos, facilitando así el distinguirlos de los próximos. Pero en el Pai-Mir no hay rastro de neblina, y es imposible calcular la distancia o incluso el tamaño de los objetos más corrientes y familiares. A menudo yo fijaba mis ojos en un pico del horizonte lejano, y luego me asustaba al ver que nuestros yaks de carga se subían a él, porque era un simple montón de rocas situado a sólo cien pasos de distancia. O descubría la forma pesada de un surragoy, uno de los yaks salvajes de la montaña, plantado como un fragmento de la misma montaña que nos observaba desde el lado mismo del camino, y me preocupaba la posibilidad de que descarriara a nuestros yaks domesticados y los indujera a huir, pero luego me daba cuenta de que en realidad estaba a un farsaj de distancia, y que nos separaba de él un valle entero.

El aire de las alturas era tan engañoso como la luz. El aire, al igual que en el Waján, que desde allí nos parecía tierra baja, se negaba a sostener con generosidad las llamas de nuestros fuegos de cocina, y los fuegos eran pálidos, azules y tibios, y el agua de nuestras ollas tardaba una eternidad en hervir. En aquellas alturas el aire enrarecido también afectaba de algún modo el mismo calor del sol. La cara de una roca situada al sol era tan caliente que uno no podía apoyarse en ella, pero la cara situada a la sombra era tan fría que no podía tocarse. En ocasiones teníamos que quitarnos nuestros pesados abrigos porque el sol los calentaba de modo insoportable, en cambio ni un cristal de la nieve que nos rodeaba se fundía. El sol encendía los carámbanos con fuegos cegadores de luz e iridiscencias de colores, pero nunca los hacía gotear.

Sin embargo esto sólo sucedía con tiempo claro y soleado en las alturas, cuando el invierno dormitaba brevemente. Creo que estas alturas son el lugar donde el viejo invierno se retira triste y solitario mientras todo el mundo le insulta y acoge con alegría las estaciones menos frías. Y aquí mismo, quizá en alguna de las muchas cuevas y cavernas de la montaña, el viejo invierno se refugia para dormitar de vez en cuando. Pero duerme inquieto y se despierta continuamente, bostezando grandes rachas de frío, moviendo largos brazos de viento y peinando de su blanca barba cascadas de nieve. Con mucha frecuencia observé el espectáculo de los picos altos y nevados fundiéndose en una nevada fresca y desvaneciéndose en su blancura; luego desaparecían los riscos más próximos, más tarde los yaks que guiaban nuestra caravana, y después el resto de nosotros y finalmente todo se esfumaba en la blancura excepto la crin de mi caballo azotada por el viento. En algunas de estas tormentas, la nieve era tan espesa y la galerna tan violenta que los jinetes para continuar avanzando teníamos que darnos la vuelta sobre las sillas y cabalgar al revés dejando que nuestras monturas escogieran el camino a seguir y que dieran bordadas como buques de cara al temporal.

Íbamos constantemente subiendo y bajando montañas y por lo tanto aquel clima férreo se reblandecía al cabo de unos días, cuando descendíamos a las gargantas, calientes, secas y polvorientas, donde había llegado ya la joven dama primavera, y luego el tiempo se endurecía otra vez alrededor nuestro porque ascendíamos de nuevo a los dominios sometidos todavía al viejo invierno. Es decir, que íbamos alternando: avanzando arriba lentamente entre la nieve, caminando penosamente abajo entre el fango; medio congelados por una tormenta de aguanieve arriba, medio sofocados por un torbellino de polvo abajo. Pero a medida que avanzábamos hacia el norte empezamos a ver, en los fondos estrechos de los valles, pequeños rastros de verde viviente: arbustos enanos y hierba rala, luego pequeños y tímidos pedazos de prados, un árbol ocasional sacando hoja, luego grupos de árboles. Estos fragmentos de verde parecían tan nuevos y extraños entre las alturas blancas de nieve o negras y marrones de aridez que podían haber sido retazos de países lejanos recortados con tijeras y esparcidos inexplicablemente por aquel desierto.

Más al norte, las montañas estaban más separadas, dejando entre sí valles más anchos y verdes, y el terreno era todavía más notable por sus contrastes. Sobre el fondo blando y frío de las montañas brillaban cien verdes diferentes, todos avivados por la luz del sol: voluminosos árboles chinar de color verde oscuro, algarrobos con hojas pálidas de color verde plateado, chopos altos y esbeltos como plumas verdes, álamos temblorosos que hacían parpadear sus hojas del lado verde al lado gris perla. Y debajo de los árboles y entre ellos resplandecían cien colores más: las copas amarillas y brillantes de las flores llamadas turbantes, los rojos y rosas brillantes de las rosas salvajes, el púrpura radiante de la flor llamada lila. Éste arbusto crece alto y las plumas púrpuras de las lilas aparecían más vivaces todavía porque las veíamos siempre desde debajo recortadas sobre la línea intensamente blanca de las nieves, y su perfume, una de las fragancias más deliciosas de todas las flores, era más dulce todavía porque nos llegaba transportado por el viento absolutamente puro y estéril de los campos de nieve.

En uno de estos valles encontramos el primer río desde que dejamos el Ab-e-Pany; su nombre era Murghab, y a su lado estaba la ciudad del mismo nombre. Aprovechamos la oportunidad para descansar durante dos noches en el caravasar de la localidad, y para bañarnos y lavar nuestra ropa en el río. Luego nos despedimos de los cholas y continuamos hacia el norte. Me fui con la esperanza de Talvar y sus camaradas ganaran muchas monedas con su sal marina, porque Murghab no tenía mucho que ofrecer. Era un pueblo desharrapado y sus habitantes tazhik sólo se distinguían por su extraordinario parecido a los otros habitantes del lugar, los yaks; tanto hombres como mujeres, pues todos eran peludos, olían mucho, tenían ancha la cabeza y bastos los rasgos de la cara y el torso, y su impasividad y falta de curiosidad eran bovinas. Murghab no ofrecía ningún atractivo para quedarse allí, pero si los cholas se iban del lugar no les quedaría otra cosa mejor que visitar, y deberían emprender el agotador viaje de regreso a través del alto Pai-Mir y de toda la India.

Nuestro viaje a partir de Murghab no fue muy arduo, porque nos habíamos acostumbrado a viajar por aquellas altiplanicies. Además las cordilleras situadas más al norte no eran tan elevadas ni invernales, y sus laderas no eran tan pronunciadas, los puertos no obligaban a pasar tanto tiempo subiendo y bajando y los valles eran anchos, verdes, floridos y agradables. Según los cálculos que hice con nuestro kamàl, en aquel momento estábamos mucho más al norte de lo que pudo haber llegado Alejandro dentro del Asia central, y según los mapas del Kitab estábamos en el centro mismo de aquella masa de tierra, la mayor del mundo. Nos asombramos, pues, y nos confundimos enormemente al encontrarnos un día a orillas de un ruar. Las aguas desde la orilla donde pequeñas olas acariciaban los cascos de nuestros caballos se extendían en dirección oeste hasta perderse de vista. Desde luego sabíamos que existe en Asia central un gran mar interior, llamado Ghelan o Caspio, pero teníamos que estar al este, muy al este de aquel mar. Durante un momento sentí pena por nuestros recientes compañeros, los chola, al pensar que habían llevado toda su sal marina hasta una tierra que disponía ya de un mar de sal más que suficiente.

Pero probamos el agua y vimos que era fresca, dulce y clara como el cristal. Se trataba, pues, de un lago, pero no por esto era menos sorprendente encontrar un lago tan grande y profundo situado a la misma altura que los Alpes sobre la mole del mundo. Nuestra ruta hacia el norte nos llevó por su orilla oriental, y tardamos muchos días en recorrerla. En cada uno de estos días aprovechábamos la ocasión para acampar a primera hora de la tarde, bañarnos, caminar por la orilla y disfrutar de aquellas aguas tibias y resplandecientes. No encontramos ningún pueblo a la orilla del lago, pero había las chozas de barro y las cabañas de madera de los leñadores y los carboneros. Nos dijeron que el lago se llamaba Karakul, que significa Vellón Negro, y éste es el nombre de la raza de ovejas domésticas que todos los pastores criaban en la región.

Ésta era otra rareza más del lago: tener nombre de animal, aunque debo reconocer que no era un animal corriente. Si se contempla un rebaño de estas ovejas no se entiende que las llamen kara, porque los carneros y ovejas adultas presentan en general tonos variados de gris y de blanco grisáceo, y sólo unos cuantos son negros. La explicación es el valor que tiene la piel de karakul. Ésta piel cara, de rizos apretados y espesos, no se obtiene simplemente esquilando un vellón de oveja. Es una piel de cordero: todos los corderos nacen negros, y la piel se obtiene matando y desollando a un cordero antes de que tenga tres días. Un día después el puro color negro empieza a perder su intensidad y ningún comerciante de pieles lo acepta como karakul.

Al cabo de una semana de viaje hacia el norte del lago llegamos a un río que iba de oeste a este. Los tazhiks del lugar lo llamaban Kek-su, o río del Paso. El nombre era adecuado porque su ancho valle constituía un paso abierto a través de las montañas y lo seguimos contentos hacia oriente y fuimos descendiendo de las tierras altas en las que habíamos pasado tantos meses. Incluso nuestros caballos agradecían aquel camino más cómodo. Las montañas rocosas habían afectado duramente sus vientres y cascos, pero más abajo había hierba abundante para pastar y el suelo bajo sus pies era suave. Era curioso que en cada pueblo o incluso cabaña aislada donde llegábamos, al preguntar mi tío o mi padre el nombre del río, siempre les contestaran «Kek-su». Narices y yo nos extrañamos de que repitieran tanto la pregunta, pero ellos se limitaron a reírse de nuestra perplejidad y no quisieron explicarnos por qué necesitaban tantas confirmaciones de que estábamos siguiendo el río del Paso. Luego un día llegamos al sexto o séptimo de los pueblos del valle y cuando mi padre preguntó a un hombre:

—¿Cómo llaman a este río? —el hombre respondió cortésmente:

—Gezi.

El río era el mismo del día anterior, la tierra tampoco había variado y el hombre tenía el mismo aspecto de yak que cualquier otro tazhik, pero había pronunciado el nombre de modo distinto. Mi padre, desde la silla de su caballo, volvió la cabeza hacia tío Mafio, que cabalgaba algo retrasado y le gritó triunfalmente:

—¡Hemos llegado!

Luego desmontó, recogió un puñado de tierra del camino, de color amarillento, y lo contempló casi con cariño.

—¿Hemos llegado adónde? —le pregunté—. No lo entiendo.

—El nombre del río es el mismo: el Paso —dijo mi padre—. Pero este buen hombre lo ha dicho en el idioma han. Hemos cruzado la frontera de Tazhikistán. Éste es el tramo de la Ruta de la Seda por donde pasamos tu tío y yo cuando nos dirigíamos hacia occidente, de regreso a casa. La ciudad de Kashgar está a unos dos días de camino.

—Estamos, pues, en la provincia de Xinjiang —dijo tío Mafio, que nos había alcanzado con su montura—. Antes era una provincia del imperio Jin. Pero ahora Xinjiang y todo lo que hay al este forma parte del imperio mongol. Sobrino Marco: hemos llegado finalmente al corazón del kanato.

—Estás sobre la tierra amarilla de Kitai —dijo mi padre—, que se extiende desde aquí hasta el gran océano oriental. Marco, hijo mío, hemos llegado finalmente a los dominios del gran kan Kubilai.