EL LEVANTE

1

Partimos de la dársena de Malamoco en el Lido a la hora de vespro, un día de azul y oro, y éramos los únicos pasajeros de pago en una gran galeazza de carga, el Doge Anafesto. El buque llevaba armas y pertrechos a los cruzados; después de desembarcar esta carga en Acre y que lo hiciéramos nosotros, continuaría hasta Alejandría para recoger un cargamento de grano para transportarlo a Venecia. Cuando el buque hubo salido de la dársena y navegaba ya por el Adriático abierto, los remeros desarmaron sus remos y los marineros escalaron los dos mástiles y desplegaron las airosas velas latinas. Las ondas ondearon dando chasquidos en toda su envergadura hasta abombarse en la fresca brisa vespertina y quedar tan blancas e hinchadas como las nubes de más arriba.

—¡Un día sublime! —exclamé—. ¡Una nave magnífica!

Mi padre, poco propenso a lo lírico, replicó con uno de sus eternos adagios:

—No alabes el día hasta que la noche lo dé por concluido. No alabes el hospedaje hasta que la mañana te despierte.

Pero incluso al día siguiente y en los sucesivos mi padre no pudo negar que el alojamiento en el buque era tan decente como el de una fonda en tierra. En años anteriores, cuando un buque hacía escala en Tierra Santa llegaba siempre atiborrado de peregrinos cristianos de todos los países de Europa, que dormían alineados y amontonados sobre la cubierta y en la bodega, tan apretados como las sardinas en un tonel. Sin embargo en la época de que hablo, el puerto de San Zuàne de Acre era el último y único lugar de Tierra Santa no ocupado todavía por los sarracenos, y todos los cristianos excepto los cruzados se quedaban en casa.

Los tres Polo disponíamos de una cabina propia, debajo mismo del camarote del capitán en el castillo de popa. La cocina del buque contaba con un corral de animales, y nosotros y los marineros podíamos comer carne de ave y de cuadrúpedo sin salar. Había pasta de todo tipo, aceite de oliva, cebollas y buen vino de Córcega conservado al fresco en la húmeda arena que el buque llevaba como lastre en el fondo de la bodega. Lo único que echábamos de menos era pan acabado de cocer; a cambio nos daban galletas agiàda, duras, que no pueden morderse ni masticarse sino que hay que chupar, y ésta era la única privación que podía motivar nuestras quejas. Había un medegòto a bordo para tratar cualquier enfermedad o lesión, y un capellán para confesar y decir misa. El primer domingo predicó sobre un texto del Eclesiástico: «El sabio partirá para tierras extrañas y pondrá a prueba el bien y el mal en todas las cosas».

—Cuéntame cosas, por favor, sobre las tierras extrañas del otro lado del mar —le pedí a mi padre después de oír misa, porque en Venecia ninguno de los dos habíamos tenido mucho tiempo para hablar tranquilamente.

Sin embargo su respuesta sirvió para que yo supiera más cosas de él que de los países situados detrás del horizonte.

—Ah, están llenas de oportunidades para un mercader ambicioso —dijo con entusiasmo restregándose las manos—. Sedas, joyas, especias, incluso el comerciante más apocado sueña con estas cosas evidentes; pero hay muchas más posibilidades para una persona inteligente. Sí, Marco, aunque sólo nos acompañes hasta el levante, si tienes los ojos bien abiertos y la mente clara, quizá puedas iniciar una fortuna para ti solo. Sí, todas las tierras del otro lado del mar están llenas de oportunidades.

—Eso espero encontrar —respondí sumiso—. Pero podría haber aprendido a comerciar sin salir de Venecia. Yo pensaba más bien… en las aventuras…

—¿Aventuras? ¿Por qué, hijo mío? ¿Puede existir una aventura más satisfactoria que el descubrimiento de una oportunidad comercial que los demás no han visto? ¿Y luego aprovecharse de ella? ¿Y obtener el correspondiente beneficio?

—Desde luego todo esto es muy satisfactorio —dije para no frenar su entusiasmo—. Pero ¿y la emoción? ¿Las cosas exóticas que pueden verse y hacerse? Seguro que en vuestros viajes os habréis encontrado con muchas situaciones así.

—Sí, claro, cosas exóticas —dijo mesándose meditativamente la barba—. Sí, cuando regresábamos a Venecia nos encontramos en Capadocia con un caso de ésos. En aquella tierra crece una flor muy semejante a la amapola roja de nuestros campos, pero de un color azul de plata, y de la leche de su vaina puede obtenerse por decocción un aceite soporífero que es una medicina muy poderosa. Comprendí que sería un útil ingrediente más para los que utilizan nuestros doctores occidentales, y pensé que nuestra compagnia obtendría buenos beneficios con él. Intenté recoger algunas semillas de esa amapola para plantarlas entre el azafrán de nuestras plantaciones del Véneto. La cosa era exótica, no xe vero? Y una gran oportunidad. Por desgracia en aquella época había una gran guerra en Capadocia. Los campos de amapolas estaban todos devastados y la población tan dispersa que no pude encontrar a nadie que pudiera proporcionarme las semillas. Gramo de mi, perdí la oportunidad.

Yo contesté algo asombrado:

—¿Estabais metido en una guerra y lo único que os preocupaba eran unas semillas de amapola?

—Una guerra es algo terrible. Interrumpe el comercio.

—Pero, padre, ¿no pensasteis que podíais vivir una aventura?

—Sólo hablas de aventuras —contestó secamente—. Las aventuras sólo traen incomodidades y disgustos, recordados luego en la seguridad de la memoria. Créeme, un viajero con experiencia traza sus planes y procura no vivir ninguna aventura. El viaje mejor es el aburrido.

—Oh —dije yo—. Pensaba encontrarme con… bueno, con peligros que superar…, con cosas ocultas que descubrir… con enemigos que vencer… con doncellas que rescatar…

—¡He aquí a nuestro bravo hablando! —retumbó la voz de tío Mafio que acababa de llegar—. Confío que le quitarás estas ideas de la cabeza, Nico.

—Eso intento —dijo mi padre—. Las aventuras, Marco, no han metido nunca un bagatìn en la bolsa de nadie.

—Pero ¿lo único que ha de llenar un hombre es su bolsa? —dije con vehemencia—. ¿No debería buscar también otras cosas en la vida? ¿Cómo satisfará su apetito de maravillas y de sorpresas?

—Nadie ha encontrado ninguna maravilla buscándola —gruñó mi tío—. Las maravillas son como el amor auténtico, o la felicidad que de hecho son maravillas por derecho propio. Nadie puede decir: me voy a buscar aventuras. Lo máximo que puede hacer es situarse en un lugar donde pueda vivir una aventura.

—Muy bien —dije—. Estamos navegando hacia Acre, la ciudad de los cruzados, famosa por sus valientes hazañas, sus terribles secretos, sus damiselas vestidas de seda y por su vida voluptuosa. ¿Puede haber mejor lugar que ése?

—¡Los cruzados! —exclamó tío Mafio con un bufido—. Fábulas, desde luego. Los cruzados que consiguieron llegar vivos a casa hicieron todo lo posible para convencerse de que sus fútiles misiones tuvieron algún valor, y se pusieron a fanfarronear contando las maravillas que habían visto, las sorpresas de tierras lejanas. Casi lo único que pudieron traer consigo fue un ataque de scolamento tan penoso que apenas podían sostenerse sobre la silla.

—¿No es Acre una ciudad de belleza, de tentación, de misterios, de lujo, de…? —pregunté yo tristemente.

Mi padre me interrumpió:

—Los cruzados y los sarracenos han estado luchando desde hace más de un siglo y medio por San Juan de Acre. Puedes imaginar su aspecto actual. Pero no es preciso que lo hagas. Lo verás todo personalmente, y muy pronto.

Después de estas palabras fui sintiéndome bastante defraudado en mis esperanzas, pero sin que se hubiesen hundido del todo. En mi fuero interno estaba llegando a la conclusión de que mi padre tenía el alma de un escribiente regido por el tiralíneas, y que mi tío era demasiado brusco y duro para albergar en su interior sentimientos más finos. Ellos serían incapaces de reconocer una aventura aunque ésta apareciera de repente ante sus ojos. Pero yo sí podría. Me fui y me quedé en la cubierta de proa para que no se me escapara ninguna sirena o monstruo marino que por casualidad pasara nadando por allí.

Un viaje por mar después del primer o segundo día de emoción se convierte en simple monotonía, a no ser que una tormenta lo amenice con el terror, pero en el Mediterráneo sólo hay tormentas en invierno, o sea que me dediqué a aprender todo lo que pude sobre el funcionamiento de un buque. A falta de mal tiempo, la tripulación sólo tenía que ocuparse en trabajos de rutina, y todo el mundo, desde el capitán hasta el cocinero, me permitían mirar y hacer preguntas e incluso en ocasiones echar una mano y ayudar. Éstas personas eran de diferentes nacionalidades, pero todos hablaban el francés comercial, que llamaban sabir, y así podíamos entendernos y conversar.

—¿Tienes alguna idea de navegación, muchacho? —me preguntó uno de los marineros—. ¿Sabes, por ejemplo, cuáles son las obras vivas de un buque y cuáles las muertas?

Me puse a pensar, miré las velas abiertas a ambos lados del navío como las alas de un pájaro vivo y supuse que las velas eran las obras vivas.

—Falso —dijo el marinero—. Las obras vivas son las partes del buque que están en el agua.

Las obras muertas son las que están por encima del agua. Medité la idea y dije:

—Pero si las obras muertas se hundieran en el agua, no podrían llamarse vivas, desde luego. Todos estaríamos muertos.

El marinero replicó rápidamente, santiguándose:

—No digas nunca una cosa así.

Otro explicó:

—Si quieres viajar por el mar, muchacho, has de aprender los diecisiete nombres de los diecisiete vientos que soplan por el Mediterráneo. —A continuación se puso a contarlos con los dedos—: En este momento navegamos con la etesia, que sopla del noroeste. En verano la ostralada sopla con violencia desde el sur y levanta tormentas. La gregalada es el viento que sopla de Grecia y que hace turbulento el mar. El maistràl sopla del oeste. El levante sopla del este, de Armenia…

Otro marinero le interrumpió:

—Cuando sopla el levante, se pueden oler las ciclopedes.

—¿Son islas? —pregunté.

—No. Son gente extraña que vive en Armenia. Cada uno de ellos tiene un solo brazo y una sola pierna. Han de juntarse dos para poder manejar un arco y una flecha. No pueden caminar y han de desplazarse saltando sobre una pierna. Pero si tienen prisa se ponen a dar vueltas de lado, girando sobre la mano y el pie. Por eso se los llama ciclopedes, los pies de rueda.

Los marineros, además de contarme muchas otras maravillas, me enseñaron a jugar a la venturina, un juego de adivinanza y apuestas inventado por ellos para pasar el rato en sus largos y aburridos viajes. Los marineros tienen que soportar muchos viajes así, porque la venturina es un juego muy largo y aburrido, y ningún jugador puede perder o ganar más de unos soldi en el transcurso del juego.

Cuando pregunté más tarde a mi tío si en sus viajes había visto curiosidades como los armenios de pies de rueda, se echó a reír y se burló:

—¡Bah! Ningún marinero se aventura mucho en un puerto extranjero. Nadie pasa de la taberna o burdel más próximo al muelle, y cuando le preguntan qué cosas vio en el extranjero, tiene que inventarse algo. Sólo un marcolfo capaz de creer a una mujer podría creer a un marinero.

A partir de entonces cuando los marineros me contaban maravillas de tierra adentro los escuché, pero continué prestándoles toda mi atención cuando hablaban de cosas referentes al mar y a la navegación. Aprendí los nombres especiales que daban a los objetos corrientes, como el pajarito negruzco llamado en Venecia ave de las tempestades que se llama en el mar petrelo, «Pedrito», porque parece que ande sobre las aguas, como el santo, y aprendí las rimas que los marineros utilizan cuando hablan del tiempo:

Sera rosa e bianco matino:

Alegro i pelegrino

o sea que un cielo rojizo al atardecer o blanco por la mañana pronostican buen tiempo, y el peregrino está contento. Y aprendí a tirar la cuerda del scandàgio, con sus cintas rojas y blancas prendidas a intervalos regulares, a fin de medir la profundidad del agua debajo de nuestra quilla. Y aprendí a hablar con otros buques que se nos cruzaban, y como había muchos buques navegando por el Mediterráneo, pude practicar en dos o tres ocasiones, gritando en sabir a través de la trompeta:

—¡Buen viaje! ¿Qué buque?

La respuesta llegaba entonces con voz cavernosa:

—¡Buen viaje! ¡El Saint Sang, de Brujas, que vuelve a casa desde Famagusta! ¿Y vosotros qué buque sois?

—El Anafesto de Venecia, en ruta hacia Acre y Alejandría. ¡Buen viaje!

El timonel de la nave me enseñó el ingenioso sistema de cables con el cual controlaba sin ayuda de nadie los dos inmensos remos de navegación, inclinados a ambos lados del buque hacia la popa.

—Pero cuando hay mala mar —dijo— hay que poner a un timonel en cada remo, y han de ser personas de mucha destreza, capaces de mover las cañas por separado pero siempre en perfecta armonía, según mande el capitán.

El batidor del buque me dejó practicar con sus martillos cuando no era necesario remar. Esto sucedía con frecuencia. El viento etesia era de una constancia casi tan perfecta que apenas se precisaban los remos para ayudar el avance de la nave, o sea que en ese viaje los remeros sólo tuvieron que trabajar seguido para sacarnos de la dársena del Malamoco y para meternos en el puerto de Acre. En estas dos ocasiones los remeros ocuparon sus puestos según la disposición llamada a zenzile, me dijo el batidor: o sea tres hombres en cada uno de los veinte bancos situados a lo largo de cada costado del buque.

El remo que manejaba cada remero pivotaba separadamente sobre el portarremos, de modo que los más cortos remaban hacia la borda, los más largos fuera borda y los de longitud media en medio. Y los remeros no trabajaban sentados como hacen por ejemplo los del buzino d’oro del dogo. Lo hacían de pie, y cada cual cuando echaba el remo hacia adelante apoyaba el pie izquierdo sobre el banco que tenía delante. Luego todos se tiraban de espaldas sobre los bancos para dar los potentes golpes que impulsaban la nave en una especie de saltos seguidos y rápidos. Hacían esto siguiendo el ritmo del martillo del batidor, un ritmo que empezaba lento y se aceleraba a medida que lo hacía la nave, y los dos martillos daban sonidos distintos para que los remeros de un lado supieran que debían empujar más fuerte que los del otro.

Nunca me permitieron remar, porque para ese trabajo se necesita tanta habilidad que los aprendices practican primero en galeras simuladas sobre tierra firme. En Venecia la palabra galeotto se utiliza muy a menudo para indicar un delincuente, y yo había supuesto siempre que las galeras, galeazze y galeotte iban remadas por criminales convictos y condenados a este duro trabajo. Pero el batidor me dijo que los buques de carga compiten entre sí para transportar mercancías ofreciendo velocidad y eficiencia, y no les conviene en absoluto fiarse de una mano de obra forzada.

—La flota mercante sólo contrata remeros profesionales y expertos —dijo—. Y los buques de guerra son servidos por ciudadanos remeros que escogen este servicio para cumplir con sus obligaciones militares en lugar de empuñar la espada.

El cocinero del buque me explicó por qué no cocía pan:

—En mi despensa no tengo harina porque en el mar es imposible evitar la contaminación de la harina bien molida. O cría gorgojos o se humedece. Por ese motivo los romanos inventaron la pasta, que comemos hoy en día con tanto gusto, y que es un artículo que casi nunca se echa a perder. Se dice que el cocinero de un buque romano inventó, volente o nolente, este alimento cuando su reserva de harina fue alcanzada por una ola. Amasó la pasta mojada para salvarla, la enrolló formando tubos finos y la cortó en tiras para que se secara y endureciera más pronto. De aquí vienen todas las numerosas formas y tamaños de los vermicelli y maccheroni. Ésta pasta fue una bendición para nosotros los cocineros de a bordo, y también para la gente de tierra firme.

El capitán de la nave me mostró la brújula cuya aguja apunta siempre hacia la Estrella del Norte, aunque ésta permanezca invisible. En aquella época la bussola empezaba ya a considerarse como un elemento tan necesario para un viaje por mar como la medalla de san Cristóbal, pero el instrumento era todavía una novedad para mí. Al igual que el periplus, que también me enseñó el capitán, un fajo de cartas donde estaban situadas las retorcidas líneas costeras de todo el Mediterráneo, desde levante hasta los Pilares de Hércules, y todos los mares subsidiarios: el Adriático, el Egeo, etc. El capitán y otros capitanes conocidos suyos, además de estas líneas costeras trazadas a la tinta, habían marcado los accidentes terrestres visibles desde el mar: faros, cabos, rocas que sobresalen del agua y otros objetos que ayudan a determinar la posición. En las zonas de las cartas ocupadas por el agua, el capitán había escrito anotaciones sobre sus distintas profundidades, las corrientes y los arrecifes ocultos. Me dijo que iba cambiando esas anotaciones según sus experiencias o según lo que los demás capitanes le contaban, y que esas profundidades habían variado debido a la acumulación de sedimentos, como sucede con frecuencia en las costas de Egipto, o debido a volcanes submarinos como sucede a menudo alrededor de Grecia.

Cuando le expliqué a mi padre lo del periplus, sonrió y comentó.

—Un casi nada es mejor que nada. Pero nosotros tenemos algo mucho mejor que un periplus. —Sacó de nuestra cabina un fajo de papeles más grueso todavía—. Nosotros tenemos el Kitab.

Mi tío dijo con orgullo:

—Si el capitán poseyera el Kitab y si su buque pudiese navegar por tierra, podría atravesar toda Asia y llegar hasta el océano oriental de Kitai.

—Me costó mucho dinero —dijo mi padre pasándome el fajo—. Lo copiaron para nosotros del original confeccionado por el cartógrafo árabe al-Idrisi para el rey Ruggiero de Sicilia.

Más tarde supe que en árabe Kitab significa únicamente «un libro», pero también nuestra palabra Biblia significa lo mismo. Y el Kitab de al-Idrisi, al igual que la Sagrada Biblia, es mucho más que un simple libro. En la primera página estaba escrito el título completo, que pude leer porque iba en francés: La marcha de un hombre curioso para explorar las regiones del globo, sus provincias, islas, ciudades y sus dimensiones y situación; para instrucción y ayuda de quien desee atravesar la Tierra. Pero todas las palabras, muy numerosas, de las páginas interiores estaban trazadas en la abominable escritura de gusanitos de los infieles países árabes. Sólo en algunos lugares sueltos mi padre o mi tío habían escrito una traducción comprensible de algún nombre. Al pasar las páginas para leer estas palabras me di cuenta de algo y me eché a reír.

—Todas las cartas están cabeza abajo. Fijaos, el pie de la península italiana está dando la patada a Sicilia para que suba hacia África.

—En Oriente, todo está cabeza abajo o al revés o hacia atrás —explicó mi tío—. Todos los mapas árabes están confeccionados con el sur en lo alto. La gente de Kitai llama a la bussola aguja que señala el sur. Ya te acostumbrarás a estas expresiones.

—Aparte de esta peculiaridad —dijo mi padre—, al-Idrisi representó con una precisión increíble las tierras de levante, llegando incluso hasta el centro de Asia. Es probable que él mismo hubiese viajado a estas regiones.

El Kitab comprendía setenta y tres páginas separadas, que puestas una al lado de otra (y cabeza abajo) mostraban toda la extensión del mundo, de occidente a oriente, y una buena parte del norte y del sur, todo ello dividido por los paralelos curvos según las zonas climáticas. Las aguas saladas del mar estaban pintadas de azul con líneas blancas picadas indicando las olas; los lagos interiores eran verdes con ondulaciones blancas; los ríos eran retorcidas cintas verdes. Las regiones terrestres estaban pintadas con el color amarillo de las dunas, y unos puntos de pan de oro señalaban ciudades y pueblos. Cuando la tierra se elevaba formando colinas y montañas, estos accidentes se representaban con formas como de gusano, pintadas de púrpura, rosa y naranja.

—¿Tienen realmente estos colores tan vivos las tierras altas de Oriente? —pregunté—. ¿Cimas púrpuras en las montañas y…?

Como si quisiera contestarme, el vigía gritó desde su cesto colgado del mástil más alto de la nave:

—¡Terra la! ¡Terra la!

—Ahora podrás verlo por ti mismo, Marco —dijo mi padre—. Tenemos tierra a la vista. Contempla la Tierra Santa.

2

Como es lógico, más tarde descubrí que los colores del mapa de al-Idrisi indicaban la altitud de la tierra: el púrpura representaba las montañas más altas, el rosado las de altitud moderada y el naranja las más bajas, mientras que la tierra amarilla carecía de elevación digna de anotar. Pero en las cercanías de Acre nada permitía comprobar este descubrimiento, porque esa parte de Tierra Santa es una tierra casi sin color formada por dunas bajas de arena y extensiones todavía más bajas. El color de la tierra se limitaba a un sucio gris amarillento, sin que apareciera ningún vestigio de verde y la ciudad era de un sucio gris amarronado.

Los remeros impulsaron el Anafesto alrededor de la base de un faro y hacia el interior del pequeño puerto. En él flotaba todo tipo de basura y de desechos, y sus aguas eran cenagosas y grasientas, hedían a entrañas de pescado en descomposición. Detrás de los muelles había unos edificios que parecían hechos de barro seco: todo aquello eran fondas y hostales, nos dijo el capitán, porque en Acre no había nada que pudiese recibir el nombre de residencia privada; encima de estas construcciones bajas se levantaban de vez en cuando edificios más altos de piedra, correspondientes a iglesias, monasterios, un hospital y el castillo de la ciudad. Detrás de este castillo y más hacia el interior había una alta muralla de piedra que se extendía formando un semicírculo desde el puerto hasta el costado marítimo de la ciudad, con una docena de torres sobresaliendo por encima de ella. Se me antojó la mandíbula de un hombre muerto con unos pocos dientes incrustados en ella. El capitán me dijo que al otro lado de esa muralla se encontraba el campamento de los caballeros cruzados, y detrás de él había una muralla más sólida que defendía Acre de la tierra firme del interior donde dominaban los sarracenos.

—Ésta es la última posesión cristiana en Tierra Santa —dijo con tristeza el sacerdote del buque—. Y también caerá cuando los infieles se lo propongan. La octava Cruzada ha sido tan fútil que los cristianos de Europa han perdido su fervor por las cruzadas. Cada vez llegan menos caballeros. Observa que nosotros no hemos llevado a ninguno. La fuerza de Acre es demasiado pequeña y sólo alcanza para escaramuzas ocasionales fuera de las murallas.

—Hum —dijo el capitán—. Los caballeros apenas lo intentan en estos últimos tiempos. Todos pertenecen a órdenes diferentes, templarios, hospitalarios o lo que sea, y prefieren luchar entre sí… suponiendo que no pasen el rato divirtiéndose escandalosamente con las carmelitas y las clarisas.

El capellán se estremeció, sin que yo entendiera por qué, y dijo con petulancia:

—Señor, respetad mi hábito.

El capitán se encogió de hombros.

—Podéis deplorarlo si os apetece, pare, pero no podéis refutarlo. —Luego se volvió para hablar con mi padre—: No sólo entre las tropas priva el desorden. La población civil, lo que queda de ella, está formada solamente por suministradores y servidores de los caballeros. Los árabes nativos de Acre son demasiado venales para mostrarse hostiles hacia los cristianos, pero están continuamente peleándose con los judíos nativos de Acre. El resto de la población es un conjunto abigarrado y variable de písanos, genoveses y venecianos como vos, todos rivales entre sí y pendencieros. Si queréis ejercer aquí vuestros negocios en paz, os aconsejo que vayáis directamente al barrio veneciano nada más desembarcar, que os alojéis allí y que procuréis no intervenir en las peleas locales.

Así pues, los tres recogimos nuestras pertenencias de la cabina y nos preparamos para desembarcar. El muelle estaba coronado por una multitud de personas harapientas y sucias que se apretujaban ante la pasarela de la nave, agitaban los brazos y se empujaban los unos a los otros ofreciendo a voz en grito sus servicios en francés comercial y en cualquier otra lengua.

—¡Le llevamos sus sacos, monsieur! ¡Señor mercader! ¡Micer! Mina! ¡Jeque! Jayâ!…

—¡Le llevamos al albergue! ¡La posada! Locanda! ¡Caravasar! Jane!…

—¡Cuidamos sus caballos! ¡Asnos! ¡Camellos! ¡Porteadores!…

—¡Un guía! ¡Un guía que habla sabir! ¡Un guía que habla farsi!…

—¡Una mujer! ¡Una bella y gorda mujer! ¡Una monja! ¡Mi hermana! ¡Mi hermanito!…

Mi tío pidió sólo porteadores y seleccionó cuatro o cinco de los ejemplares menos patibularios. El resto se dispersó amenazándole con el puño y gritando imprecaciones:

—¡Que Alá te mire de lado!

—¡Que se te atragante la carne de cerdo y mueras!

—… al comer el zab de tu amante.

—¡… las partes bajas de tu madre!

Los marineros descargaron la carga que era de nuestra propiedad y nuestros nuevos porteadores se ataron los fardos a sus espaldas u hombros o se los pusieron encima de la cabeza. Tío Mafio les ordenó, primero en francés y luego en farsi, que nos llevaran a la parte de la ciudad reservada a los venecianos y allí a la mejor posada y nos pusimos todos en movimiento por el muelle.

Acre, o Akko, como le llaman sus habitantes nativos, no me impresionó mucho. La ciudad no estaba más limpia que el puerto, y en su mayor parte estaba formada por escuálidos edificios separados en los puntos más espaciosos por calles no más anchas que la más estrecha calleja de Venecia. La ciudad en las zonas más abiertas hedía a orina rancia. Si el lugar estaba rodeado de paredes el hedor era peor, porque las callejuelas servían de cauce a las aguas residuales y a la basura, y allí perros descarnados competían con ratas monstruosas para aprovechar los restos a plena luz del día.

El ruido era un elemento de Acre más dominante que su hedor. Los vendedores habían tomado posesión de lugar en cualquier calle lo bastante ancha para extender una pequeña alfombra y estaban allí apretados hombro contra hombro sentados en cuclillas detrás de montoncitos de mercancía de pacotilla: pañuelos y cintas, naranjas encogidas, higos demasiado duros, conchas de peregrino y hojas de palmera, y cada vendedor procuraba que sus gritos superaran los de sus vecinos. Los mendigos, sin piernas, ciegos o leprosos, gemían, lloriqueaban y clavaban sus garras en nuestras mangas cuando pasábamos. Asnos, caballos y camellos de pelambre sarnosa, los primeros camellos que yo viera nunca, se abrían paso entre nosotros avanzando entre la basura de las estrechas callejuelas. Todos parecían cansados y tristes bajo sus pesadas cargas, pero quienes los conducían los hacían avanzar a base de bastonazos y de continuas maldiciones. Grupos de personas de todas las naciones estaban paradas conversando a voz en grito. Supongo que su conversación versaba sobre materias mundanas como el comercio o la guerra, o quizá únicamente el tiempo, pero su charla era tan clamorosa que apenas se distinguía de una pelea en regla.

Cuando llegamos a una calle lo bastante ancha para avanzar de dos en fondo pregunté a mi padre:

—Dijisteis que en este viaje llevabais mercancías para comerciar. No vi que cargaran nada de este tipo a bordo del Anafesto en Venecia, ni tampoco ahora veo ninguna mercancía de éstas. ¿Están todavía en la nave?

Él denegó con la cabeza:

—Si hubiese llevado una recua entera de mercancías hubiera tentado a los innumerables bandidos y ladrones interpuestos entre nosotros y nuestro destino. —Levantó con la mano un pequeño paquete que llevaba en aquel momento y que no había querido confiar a ninguno de los porteadores—. Llevamos en cambio algo ligero y poco visible, pero de gran valor comercial.

—¡Azafrán! —exclamé.

—Exactamente. Parte en tabletas prensadas, parte en polvo. Y también una gran cantidad de bulbos.

—No creo que vayáis a plantarlos y a esperar un año para cosecharlos —dije riendo.

—Si las circunstancias lo exigen, sí. Hay que prepararse dentro de lo posible para todas las contingencias, muchacho. A quien tiene, Dios le ayuda. Y otros viajeros han seguido ya la marcha de los tres guisantes.

—¿Qué?

Mi tío tomó la palabra:

—El famoso y temido Chinghiz Kan, abuelo de nuestro Kubilai, conquistó la mayor parte del mundo siguiendo exactamente esta marcha lenta. Sus ejércitos y todas sus familias tenían que cruzar los vastos dominios de Asia, y eran demasiado numerosos para poder vivir de la tierra que conquistaban, saqueándola o recogiendo los restos. En vez de esto llevaban semillas para sembrar y animales buenos para la crianza. Cuando habían avanzado hasta agotar sus raciones y sus líneas de aprovisionamiento ya no les alcanzaba, se detenían y se asentaban sobre el terreno. Plantaban sus granos y sus leguminosas, criaban sus caballos y sus animales y esperaban la cosecha y los partos. Luego, de nuevo bien alimentados y con provisiones avanzaban hacia su siguiente objetivo.

—Me han dicho que se comían a uno de cada diez de los suyos —aventuré yo.

—¡Tonterías! —contestó mi tío—. ¿A qué comandante le interesa diezmar a sus propios combatientes? Igual les podía haber ordenado que se comieran sus espadas y sus lanzas, que serían tan comestibles como lo otro. Dudo que un mongol, por duro que sea, tenga una dentadura capaz de masticar a otro guerrero mongol. No: se detenían, plantaban y recolectaban, luego avanzaban de nuevo y volvían a detenerse.

—Llamaban a esto la marcha de los tres guisantes —dijo mi padre—. Y la idea inspiró uno de sus gritos de guerra. Cuando los mongoles luchaban para abrirse paso hasta el interior de una ciudad enemiga, Chinghiz gritaba: «¡El heno está cortado! ¡Dad de comer a vuestros caballos!», y ésa era la señal para que la horda se desbocara, saqueara, violara, destruyera y matara. De ese modo aniquilaron Tashkent, Bujara, Kíev y muchas grandes ciudades. Se dice que cuando los mongoles tomaron Herat en la Aryana de la India, sacrificaron a todos sus habitantes sin excepción, hasta un total de casi dos millones de personas, ¡diez veces la población de Venecia! Como es lógico entre los indios una disminución de este calibre apenas se nota.

—La marcha de los tres guisantes parece bastante eficiente —dije concesivamente—, pero es de una lentitud intolerable.

—Quien persiste, vence —dijo mi padre—. Ésta marcha lenta llevó a los mongoles desde su país hasta los mismos confines de Polonia y de Rumania.

—Y hasta los confines de aquí —añadió mi tío.

En aquel momento pasábamos delante de dos hombres fornidos con trajes que parecían hechos de pieles, demasiado pesados y cálidos para el clima. Mi tío Mafio les dijo:

—Sain bina.

Pareció que los dos se sobresaltaron algo, pero uno de ellos respondió:

—Mendu, sain bina!

—¿Qué lenguaje es éste? —pregunté.

—Mongol —me respondió mi tío—. Los dos son mongoles.

Me lo quedé mirando y luego dirigí mis ojos a los dos hombres. También ellos andaban con la cabeza vuelta hacia nosotros mirándonos con aire perplejo. Las calles de Acre estaban tan llenas de gente con rasgos, complexiones y vestimentas exóticas que aún no podía distinguir a un extranjero de otro. Pero ¿aquéllos eran mongoles? ¿La orda, el orco, el ogro, el terror de mi infancia? ¿El azote de la cristiandad y la amenaza de toda la civilización occidental? Podían haber sido perfectamente mercaderes de Venecia y dirigirnos el «bon zorno» mientras nos paseábamos todos por la Riva Ca’ de Dio. Desde luego su aspecto no era el de unos mercaderes venecianos. Aquéllos dos individuos tenían ojos como rendijas en unas caras que parecían de cuero bien curtido…

—¿Ésos son los mongoles? —dije, pensando en las millas y en los millones de cuerpos que tuvieron que pisar para llegar hasta Tierra Santa—. ¿Qué están haciendo aquí?

—Ni idea —respondió mi padre—. Me imagino que lo sabremos a su debido tiempo.

—Acre —dijo mi tío— recuerda un poco a Constantinopla, donde parece que por lo menos hay unos cuantos representantes de todas las nacionalidades de la tierra. Por allí pasa un negro, un nubio o un etíope. Y esa mujer sin duda es una armenia: cada uno de sus pechos tiene exactamente el mismo tamaño que su cabeza. Diría que el hombre que la acompaña es un persa. En cuanto a los judíos y a los árabes me resulta imposible distinguirlos si no me fijo en sus vestidos. Aquél de allí lleva en la cabeza un turbante blanco, que el Islam prohíbe llevar a judíos y a cristianos, por lo tanto ha de ser un musulmán…

Sus especulaciones se interrumpieron porque un caballo de guerra, conducido desconsideradamente a medio galope por las atiborradas calles, estuvo a punto de atropellarnos. La cruz de ocho puntas sobre la capa del jinete le identificaba como caballero de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén. Pasó por nuestro lado con un ruido campanilleante de cota de mallas y un crujido de cueros, pero sin disculparse por su descortesía y sin dirigir ni un movimiento de cabeza a nosotros, sus compañeros cristianos.

Llegamos al bloque de edificios reservado a los venecianos y los porteadores nos llevaron a una de las posadas del lugar. El amo nos recibió a la entrada, y él y mi padre intercambiaron unas cuantas reverencias profundas y floridos saludos. El amo era árabe, pero hablaba veneciano:

—La paz sea con vosotros, señores míos.

—Y la paz sea con vos —respondió mi padre.

—Que Alá os dé fuerza.

—Fuertes nos hemos hecho.

—Bendito sea el día que os lleva a mi puerta, señores míos. Pero Alá os ha inspirado para que escojáis bien. Mi jane tiene camas limpias, y un hammam para refrescaros, y la mejor comida de Akko. Ahora mismo están rellenando un cordero con pistacchios para la cena. Tengo el honor de ser vuestro servidor, y mi miserable nombre es Isaq; no lo pronunciéis con demasiado desprecio.

Nosotros nos presentamos y a continuación cada uno de nosotros recibió del amo y de sus criados el título de jeque Folo, porque los árabes carecen de p en su idioma, y les resulta difícil pronunciar el sonido cuando hablan cualquier otra lengua. Mientras nos dedicábamos a ordenar nuestras cosas en la habitación pregunté a mi padre y tío:

—¿Por qué se muestra un sarraceno tan acogedor con nosotros, sus enemigos?

—No todos los árabes participan en esta yihad, el nombre que ellos dan a la guerra santa contra la cristiandad —dijo mi tío—. Los de Acre se aprovechan demasiado de ella para tomar partido, incluso con sus compañeros musulmanes.

—Hay buenos y malos árabes —intervino mi padre—. Los árabes que están luchando ahora para expulsar a todos los cristianos de Tierra Santa, y de todo el Mediterráneo oriental, son los mamelucos de Egipto, y éstos son realmente árabes muy malos.

Cuando hubimos desempaquetado todo lo necesario para nuestra estancia en Acre, fuimos al hammam de la posada. Y yo creo que el hammam se ha de poner a la misma altura de los demás grandes inventos árabes: la aritmética, sus números y el ábaco para contar. Un hammam es esencialmente una simple habitación llena del vapor que se obtiene echando agua sobre piedras al rojo. Después de estar sentados un rato en los bancos de este cuarto, sudando copiosamente, media docena de sirvientes entraron y nos dijeron:

—Salud y deleite para todos vosotros, señores, de parte de este baño.

Luego hicieron señas para que nos echáramos sobre los bancos y dos hombres trabajaron sobre cada uno de nosotros con sus cuatro manos metidas en guantes de cáñamo basto restregándonos todo el cuerpo con ligereza y durante largo rato. A medida que nos restregaban, la sal y la porquería que se había acumulado durante nuestro viaje fue saltando de la piel en forma de largos rollos grises. Quizá nosotros hubiésemos considerado suficiente tal limpieza, pero ellos continuaron restregándonos y de nuestros poros salió más porquería, en forma de delgados gusanos grises.

Cuando dejamos de exudar materia gris, y el vapor y la fricción nos habían puesto colorados, los hombres se ofrecieron a depilarnos el pelo del cuerpo. Mi padre rechazó la oferta, y yo hice lo mismo. Aquél mismo día me había afeitado el ralo bigote que llevaba y deseaba conservar el restante pelo de mi cuerpo. Tío Mafio, después de pensarlo un momento, pidió a los criados que le quitaran el blasón de su alcachofa, pero sin que le tocaran el pelo de la barba o del pecho. Dos de los hombres, los más jóvenes y guapos, se pusieron rápidamente manos a la obra. Aplicaron un ungüento de color pardo a su pelvis, y la espesa mata de pelo que había allí empezó a desaparecer como el humo. Casi inmediatamente quedó tan calvo en aquel lugar como lo estaba Doris Tagiabue.

—Ésta pomada es mágica —dijo él con admiración mirándose aquella parte.

—Lo es ciertamente, jeque Folo —dijo uno de los jóvenes sonriendo de modo casi impúdico—. Al quitar el pelo vuestro zab queda más visible, tan prominente y bello como una lanza guerrera. Una auténtica antorcha que de noche guiará a vuestra amante hacia vos. Es una lástima que el jeque no esté circuncidado para que la brillante ciruela de su zab pueda verse y admirarse con mayor facilidad y…

—¡Basta! Dime, ¿puede comprarse este ungüento?

—Ciertamente. Sólo tenéis que encargármelo, jeque, y saldré corriendo para comprar al boticario una jarra fresca del mumum. O muchas jarras.

—¿Crees que puede interesarnos, Mafio? —preguntó mi padre—. En Venecia apenas tendría salida. Un veneciano da mucho valor a la mínima porción de pelusilla del melocotón.

—Pero ahora vamos hacia Oriente. Recuerda que muchos de estos pueblos orientales consideran el pelo del cuerpo como un defecto en los dos sexos. Si este mumum no nos sale demasiado caro comprándolo aquí, podríamos sacar un beneficio considerable vendiéndolo allí. —Entonces dijo a su frotador—: Por favor, deja de hacerme caricias, muchacho, y continuemos con el baño.

Los hombres nos lavaron todo el cuerpo utilizando una especie de jabón cremoso, nos lavaron el caballo y las barbas con fragante agua de rosas y nos secaron con grandes toallas lanosas con olor de almizcle. Luego nos vestimos y nos presentaron bebidas frescas de sorbete con jugo azucarado de limón para restaurar la humedad interior que el calor había agotado a lo largo del proceso. Salí del hammam sintiéndome limpio como nunca en mi vida, y agradecí a los árabes aquel invento. Hice uso frecuente de aquella instalación y de otras en el futuro, y la única queja posible era que tantos árabes prefiriesen la suciedad y el hedor a la limpieza que podían conseguir en el hammam.

El posadero Isaq había dicho la verdad sobre la comida de su jane, que era buena, aunque desde luego le pagábamos tanto dinero que hubiese podido alimentarnos con ambrosia y néctar y obtener un beneficio. La comida de la primera noche fue el cordero relleno de pistacchios que nos había anunciado, también arroz y un plato de pepinos cortados con zumo de limón, y después un postre de pulpa de granada azucarada, mezclada con almendras picadas y delicadamente perfumada. Todo era delicioso, pero lo que más me entusiasmó fue la bebida acompañante. Isaq me dijo que era una infusión de bayas maduras en agua caliente llamada qahwah. Ésta palabra árabe significa «vino», y el qahwah no lo es, porque la religión de los árabes lo prohíbe. En lo único que se parece al vino es en su color, de un pardo granate intenso, parecido más bien al Barolo del Piedemonte, pero no tiene el aroma intenso del Barolo ni su suave deje de violetas. Tampoco es dulce o agrio como otros vinos. Tampoco emborracha ni causa dolor de cabeza al día siguiente. En cambio alegra el corazón y estimula los sentidos, y según dijo Isaq unos cuantos vasos de qahwah permiten que un viajero o un guerrero marche o luche incansablemente durante horas seguidas.

La cena se sirvió sobre un paño y nosotros nos sentamos en el suelo alrededor suyo, sin que nos trajeran ningún utensilio de mesa. Utilizamos, pues, nuestros cuchillos de cinto para cortar y trocear, como hubiésemos empleado los de mesa en casa, y con las puntas de los cuchillos ensartábamos trozos de carne, como las broquetas que utilizamos en casa. Puesto que no teníamos ni broquetas ni cucharas, comimos el relleno del cordero, el arroz y el dulce con los dedos.

—Utiliza sólo el pulgar y los dos primeros dedos de la mano derecha —me advirtió mi padre en voz baja—. Los árabes consideran sucios los dedos de la mano izquierda, porque sirven para limpiarse el trasero. También debes sentarte sobre el anca izquierda, tomar porciones pequeñas de comida con los dedos, masticar bien cada bocado y no mirar al compañero de cena mientras comes, para no azorarle y que no pierda el apetito.

Mirando lo que un árabe hace con sus manos pueden descubrirse muchas cosas, como aprendí paulatinamente. Si mientras habla se acaricia la barba, su más preciada posesión, está jurando por su barba y sus palabras son verdaderas. Si apunta con el dedo índice a su ojo, indica que asiente a lo que dices o que acepta tu petición. Si señala con la mano a su cabeza hace voto de que su cabeza responderá de cualquier desobediencia. Sin embargo, si hace cualquiera de estos gestos con la mano izquierda, se está burlando de ti, y si te toca con esta mano izquierda, es el más terrible insulto.

3

Unos días después, cuando supimos que el comandante de los cruzados estaba en el castillo de la ciudad, fuimos a presentarle nuestros respetos. El patio del castillo estaba lleno de caballeros de las distintas órdenes, algunos simplemente ganduleando, otros jugando a los dados, otros charlando o peleándose y otros, en fin, visiblemente borrachos a pesar de la temprana hora. Ninguno parecía dispuesto a salir y a presentar batalla a los sarracenos, ni ansioso por hacerlo, ni triste por no hacerlo. Cuando mi padre hubo explicado su misión a los dos caballeros que con aire adormecido guardaban la puerta del castillo, sin abrir la boca hicieron un gesto con la cabeza para que entráramos. Dentro, mi padre explicó nuestra intención a toda una serie de lacayos y escuderos, yendo de sala en sala, hasta que nos hicieron pasar a una habitación adornada con banderas de batalla y nos dijeran que esperáramos. Al cabo de un rato entró una dama. Tenía unos treinta años y no era bonita, pero sí empleaba ademanes graciosos, y llevaba una pequeña corona de oro. Nos dijo en francés con acento castellano:

—Soy la princesa Eleanor.

—Nicolò Polo —dijo mi padre inclinándose—. Mi hermano Mafio y mi hijo Marco.

Luego le contó por sexta o séptima vez por qué queríamos audiencia.

La dama dijo admirada y algo aprensiva:

—¿Queréis llegar hasta Catai? Confío que mi marido no se preste voluntario a acompañaros. Le gusta viajar y odia esta triste ciudad de Acre. —La puerta de la habitación se abrió de nuevo y entró un hombre más o menos de su misma edad—. Ahí está, el príncipe Edward. Amor mío, éstos son…

—La familia Polo —dijo bruscamente, con un acento inglés—. Llegasteis en el buque de aprovisionamiento. —También él llevaba una corona y un sobremanto adornado con la cruz de san Zorzi—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

Acentuó la última palabra como si fuéramos los últimos de una larga procesión de apelantes. Mi padre se explicó por séptima u octava vez, y concluyó diciendo:

—Sólo pedimos a su alteza real que nos presente al prelado principal de los capellanes cruzados. Queremos pedirle que nos preste alguno de sus sacerdotes.

—Por lo que a mí respecta podéis llevároslos a todos. Y a todos los cruzados también. Eleanor, querida, ¿quieres llamar al arcediano?

Cuando la princesa hubo salido, mi tío dijo con audacia:

—Su alteza real no parece muy contento de esta cruzada.

Edward hizo una mueca:

—Ha sido un desastre continuo. Nuestra última y mejor esperanza era ponernos a las órdenes del piadoso francés Luis, que había tenido tanto éxito con la anterior cruzada, pero Luis enfermó y murió de camino hacia aquí. Su hermano ocupó su lugar, pero Charles no es más que un político, y se pasa todo el tiempo negociando. Y en beneficio propio, añadiría yo. Todos los monarcas cristianos metidos en este enredo sólo desean favorecer sus propios intereses, no los de la cristiandad. No es extraño que los caballeros estén desilusionados e indiferentes.

—Los de fuera no parecen muy emprendedores —observó mi padre.

—En muy pocas ocasiones consigo arrancar de los lechos de sus mozas a los pocos caballeros que no se han vuelto disgustados a sus casas, y organizar con ellos una salida contra el enemigo. E incluso en el campo, prefieren la cama a la batalla. Una noche, no hace mucho, siguieron durmiendo mientras un hasísi sarraceno se deslizó entre los piquetes y entró en mi tienda. ¿Podéis imaginar cosa igual? Y yo no llevo espada bajo mi camisa de noche. Tuve que agarrar un candelabro de punta y acuchillarlo con eso. —El príncipe suspiró profundamente—: La situación actual me obliga, también a mí, a recurrir a la política. Ahora tengo tratos con una embajada de mongoles para que nos aliemos todos contra nuestro enemigo común, el Islam.

—Ahora lo entiendo —dijo mi tío—. Nos extrañó ver a un par de mongoles en la ciudad.

—Entonces nuestra misión concuerda perfectamente con los objetivos de vuestra alteza… —dijo mi padre con tono esperanzado.

La puerta se abrió de nuevo y la princesa Eleanor entró con un hombre alto y muy viejo que llevaba una dalmática espléndidamente bordada. El príncipe Edward hizo las presentaciones.

—El venerable Tebaldo Visconti, arcediano de Lieja. Éste buen hombre se desesperó con la impiedad de sus clérigos de Flandes y solicitó una legación papal para acompañarme. Teo, éstos son casi paisanos de vuestra Piacenza. Los Polo de Venecia.

—Claro está, i Pantaleoni —dijo el viejo, dirigiéndonos el mote de burla que los habitantes de ciudades rivales aplican a los venecianos—. ¿Estáis aquí para fomentar el comercio que vuestra vil república mantiene con los infieles enemigos?

—Por favor, Teo —dijo el príncipe, con cara divertida.

—Desde luego, Teo —dijo la princesa con rostro azorado—. Os lo dije: los caballeros no han venido en absoluto a comerciar.

—¿Entonces qué maldad quieren cometer? —preguntó el arcediano—. Puedo creer lo que sea de Venecia, excepto el bien. Lieja ya era malvada, pero Venecia es la Babilonia de Europa. Una ciudad de hombres avaros y de mujeres procaces.

Clavó sus ojos en mí como si estuviera enterado de mis recientes aventuras en esa Babilonia. Empecé a protestar en mi defensa diciendo que yo no era avaro, pero mi padre habló primero con ánimo de aplacarlo.

—Quizá nuestra ciudad se merezca esta fama, reverencia. Tuti semo fati de carne. Pero nosotros no viajamos por encargo de Venecia. Llevamos una petición del kan de todos los kanes mongoles que sólo puede redundar en beneficio de toda Europa y de la Madre Iglesia.

Luego continuó explicando por qué Kubilai había solicitado sacerdotes misioneros. Visconti le escuchó y luego preguntó altaneramente:

—¿Por qué me lo pedís a mí, Polo? Yo sólo tengo las órdenes del diaconado, soy un administrador nombrado, no soy ni sacerdote ordenado.

Además no hablaba ni con cortesía, y yo esperaba que mi padre se lo diría. Pero él se limitó a replicar:

—Sois el representante de mayor rango de la Iglesia cristiana. El legado del Papa.

—No hay Papa —dijo Visconti—. Y hasta que no se elija una autoridad apostólica, ¿quién soy yo para delegar a un centenar de sacerdotes y enviarlos a lo desconocido, al capricho de un bárbaro pagano?

—Por favor, Teo —intercedió de nuevo el príncipe—. Creo que en nuestro séquito hay más capellanes que guerreros. Seguro que podremos reservar unos cuantos para una buena misión.

—Suponiendo que sea una buena misión, excelencia —dijo el arcediano frunciendo el ceño—. Recordad que quienes lo proponen son venecianos. Y no es la primera propuesta de este tipo. Hace unos veinticinco años, los mongoles hicieron una petición semejante, y directamente a Roma. Uno de sus kanes, uno llamado Kuyuk, primo de este Kubilai, envió una carta al Papa Inocencio pidiéndole, no, exigiéndole, que Su Santidad y todos los monarcas de Occidente acudieran en bloque a él para rendirle homenaje de sumisión. Como es lógico no le hicieron caso. Pero éste es el tipo de invitación que los mongoles prefieren, y cuando llega a través de un veneciano…

—Despreciad nuestro origen, si os apetece —dijo mi padre conservando su afabilidad—. Si no hubiese pecado en el mundo no podría haber perdón. Pero, por favor, reverencia, no despreciéis esta oportunidad. El gran kan Kubilai sólo pide que vuestros sacerdotes vayan hasta allí y prediquen su religión. Tengo aquí la misiva escrita por el escriba del kan y dictada por él mismo. ¿Lee su reverencia farsi?

—No —respondió Visconti, y agregó con un bufido de exasperación—: Necesitaríamos un intérprete. —Luego encogió sus estrechos hombros—. Muy bien. Retirémonos a otra habitación mientras me la leen. No es preciso que hagamos perder más tiempo a sus excelencias.

Él y mi padre se retiraron para conferenciar. El príncipe Edward y la princesa Eleanor, como si quisieran compensar los malos modales del arcediano, se quedaron un rato conversando conmigo y con tío Mafio. La princesa me preguntó:

—¿Lees farsi tú, joven Marco?

—No, mi señora… su alteza real. Éste idioma se escribe en el alfabeto árabe, la escritura de gusanitos, y no la conozco.

—Tanto si lo lees como si no —dijo el príncipe— conviene que aprendas a hablar farsi si deseas continuar hacia Oriente con tu padre. El farsi es la lengua comercial en toda Asia, como el francés lo es en los países mediterráneos.

La princesa preguntó a mi tío:

—¿Hacia dónde os dirigís ahora, monsieur Polo?

—Si nos conceden los sacerdotes que buscamos, los llevaremos a la corte del gran kan Kubilai. Esto significa que deberemos atravesar los países sarracenos del interior.

—Bueno, seguramente conseguiréis lo que pedís —dijo el príncipe Edward—. Probablemente también os darán algunas monjas. A Teo le encantará quitárselos a todos de encima, porque son la causa de su mal humor. Su actitud no debe desanimaros. Teo es de Piacenza, y no puede extrañaros lo que dice sobre Venecia. Además, es un viejo caballero, piadoso y bueno, que aborrece el pecado, y por ello aunque esté del mejor humor del mundo, siempre será una prueba para nosotros, simples mortales.

—Me hubiese gustado que mi padre le contestara con idéntico mal humor —dije con impertinencia.

—Tu padre quizá sea más prudente que tú —dijo la princesa Eleanor—. Corre el rumor de que Teobaldo puede ser el próximo Papa.

—¿Qué? —balbuceé tan sorprendido que me olvidé de utilizar el tratamiento correcto—. ¡Pero si acaba de decir que no es ni sacerdote!

—Es también un hombre muy viejo —dijo ella—. Y parece que éste es su mérito principal. El cónclave está encallado porque cada facción tiene como siempre su candidato favorito. Los fieles protestan ya pidiendo un Papa. Visconti sería un personaje aceptable tanto para los fieles como para los cardenales, y si el cónclave continúa mucho tiempo encallado acabará eligiendo a Teo porque es viejo. De este modo habrá un Papa en Roma, pero no por demasiado tiempo. Sólo el tiempo suficiente para que las diversas facciones efectúen sus maniobras y maquinaciones secretas, y decidan el favorito que deberá ceñirse la gran tiara cuando Visconti muera bajo ella.

El príncipe Edward dijo maliciosamente:

—Teo morirá en un santiamén, de un ataque de apoplejía, si descubre que Roma se parece a Lieja, a Acre… o a Venecia.

Mi tío preguntó sonriendo:

—¿Queréis decir a Babilonia?

—Sí. Por eso creo que Teo os dará los sacerdotes que pedís. Puede que Visconti refunfuñe de entrada, pero no le disgustará que estos curas de Acre partan a lejanas tierras, y perderlos de vista. Como es lógico, todas las órdenes monásticas están aquí para atender las necesidades de los combatientes, pero cumplen este deber de un modo muy liberal; y además de sus ministerios en los hospitales, de los consuelos espirituales, proporcionan algunos servicios que horrorizarían a los respetuosos santos fundadores. Ya podéis imaginar qué necesidades masculinas están satisfaciendo las carmelitas y las clarisas, y de modo muy lucrativo, además. Mientras tanto, los monjes y los frailes se están enriqueciendo gracias al comercio ilícito con los nativos, incluyendo la venta de provisiones y suministros médicos donados a sus monasterios por bondadosos cristianos de Europa. También los curas se dedican a vender indulgencias y a traficar con absurdas supersticiones. ¿Habéis visto algún ejemplar de éstos?

Sacó un papel escarlata y lo entregó a tío Mafio, quien lo abrió y lo leyó en voz alta.

—«Santificad, oh Dios, este papel para que pueda frustrar las obras del Demonio. Quien lleve sobre su persona este papel escrito con la palabra sagrada quedará libre de la visitación de Satanás».

—Estos amuletos tienen un buen mercado entre los combatientes —añadió el príncipe secamente—. Entre los combatientes de ambos bandos, porque Satanás es tan adversario de los musulmanes como de los cristianos. Los curas también están dispuestos a tratar una herida con agua bendita, pero cobrando: un groat inglés o un dinar árabe. Las heridas de cualquier persona, y no importa que sea el corte de una espada o la llaga de una peste venérea. Esto último es más frecuente.

—Alegraos de poder marchar pronto de Acre —suspiró la princesa—. A mí me gustaría hacer lo mismo.

Tío Mafio dio las gracias por nuestra audiencia, y él y yo nos despedimos. Al salir me dijo que volvía al jane, para averiguar si podría disponer del ungüento mumum. Yo me dispuse a pasear por la ciudad con la esperanza de oír algunas palabras farsi y de memorizarlas. Resultó que aprendí algunas, pero palabras que quizá el príncipe no habría aprobado.

Conocí a tres chicos nativos, de mi edad más o menos, cuyos nombres eran Ibrahim, Daud y Naser. No dominaban el francés, pero conseguimos comunicarnos, como es normal entre chicos, y en este caso con gestos y expresiones faciales. Paseamos juntos por las calles, yo les señalaba con el dedo un objeto u otro y después de pronunciar su nombre en francés o en veneciano les preguntaba: «¿Farsi?», y ellos me decían el nombre en esta lengua, aunque a veces tenían que consultar entre sí para asegurarse. Así aprendí que un mercader, un comerciante o un vendedor se llama jaya, y que todos los chicos son asbal o «cachorros de león» y todas las chicas zaharat o «florecitas», y que una nuez de pistacchio es un fistuk, y que un camello es un sutur, etc.: todas eran palabras farsi que me serían útiles durante mis viajes por Oriente. Las otras las aprendí más tarde.

Pasamos delante de una tienda donde un jaya árabe vendía material para escribir, como finos pergaminos y vi telas más finas todavía, y también papeles de varias calidades, desde el delgado papel indio hecho de arroz o el de Jorasán hecho de lino hasta el papel caro de tipo morisco, llamado pergamino de tela por lo liso que era y por su elegancia. Escogí lo que pude pagar, un papel de grado medio pero sólido y pedí al java que lo cortara en trozos pequeños, fáciles de llevar o de empaquetar. Compré también algunas tizas de rúbrica para escribir cuando no tuviera tiempo de preparar la pluma y la tinta, y empecé a escribir mi primer léxico de palabras desconocidas. Más tarde tomé nota de los nombres del lugar por donde pasaba y de las personas que conocía, luego de los incidentes que me ocurrían, y con el tiempo mis papeles se convirtieron en un diario de todos mis viajes y aventuras.

Era ya más del mediodía y yo llevaba la cabeza descubierta bajo el ardiente sol, por lo que empecé a sudar. Los chicos se dieron cuenta y riendo me comunicaron por gestos que sentía calor a causa de mi cómico atuendo. Al parecer los divertía mucho que expusiera a la vista pública mis delgadas piernas enfundadas en estrechos pantalones venecianos. Yo les indiqué que para mí eran igualmente ridículos sus trajes holgados y voluminosos, y que seguramente ellos padecían más calor que yo. Replicaron que su ropa era la única práctica en aquel clima. Finalmente para poner a prueba nuestros argumentos fuimos a un callejón sin salida, más tranquilo, y Daud y yo intercambiamos nuestros trajes.

Como es natural cuando quedamos desnudos se hizo evidente otra disparidad entre cristianos y musulmanes, y procedimos a examinarnos mutuamente a fondo profiriendo varias exclamaciones en nuestros respectivos idiomas. Hasta entonces yo no sabía exactamente en qué consistía la mutilación de la circuncisión, y ellos no habían visto nunca un órgano masculino de más de trece años con la java provista todavía de su cápela. Todos estudiamos minuciosamente la diferencia entre Daud y yo: su java estaba siempre expuesta, era seca y brillante y casi escamosa, y llevaba pegados trozos de hilas y pelusa; en cambio yo tenía la mía encerrada y sólo la presentaba cuando me apetecía, por lo que era flexible y suave al tacto, incluso allí, cuando mi órgano se puso erguido y firme a consecuencia de todas las atenciones que recibía en aquel momento.

Los tres chicos árabes pronunciaron varias exclamaciones cuyo significado parecía ser «Probemos esta novedad», lo cual no tenía sentido para mí. O sea que Daud, desnudo como iba, intentó hacerme una demostración: pasó la mano detrás suyo para coger mi candelòto y luego lo dirigió hacia su escuálido trasero, mientras se agachaba y meneándose en mi dirección decía con voz seductora:

—Kus! Baghla! Kus!

Ibrahim y Naser se pusieron a reír e hicieron gestos de hurgar algo con sus dedos corazón gritando «Ghuny! Ghuny!». Yo seguía sin comprender sus palabras o su juego, pero no me gustó que Daud se tomara libertades con mi persona. Solté su mano y la aparté, luego corrí a cubrirme con la ropa que él se había quitado. Todos los chicos se encogieron de hombros sin perder el buen humor ante mi mojigatería cristiana, y Daud se puso mi traje.

La pieza inferior de un árabe, como el pantalón de un veneciano, está formada por un par de telas que envuelven las piernas. Comienzan en la cintura, donde se sujetan con una cuerda, y llegan hasta los tobillos, donde van ajustadas, pero en medio quedan muy holgadas y no aprietan. Los chicos me explicaron que la palabra farsi para esta pieza es pai-yamah, pero la mejor traducción francesa que pudieron encontrar es troussés. La pieza superior del traje árabe es una camisa de mangas largas, que no se diferencia mucho de las nuestras, excepto en que se ajusta de modo holgado, como una blusa. Encima de esto va una aba, una especie de capa ligera, con rajas para que pasen los brazos, que cuelga suelta alrededor del cuerpo y llega casi al suelo. Los zapatos árabes son como los nuestros, aunque están hechos para que se ajusten a cualquier pie, porque su longitud es considerable, y la porción no ocupada se comba hacia arriba y hacia atrás por encima del pie. En la cabeza llevan una kaffiyah, una tela cuadrada y ancha que cuelga por debajo de los hombros a los lados y por detrás, y que se aguanta con un cordón sujeto sin apretar alrededor de la cabeza.

Me sorprendió mucho, pero dentro de aquel conjunto me sentía más fresco. Lo llevé un rato hasta que Daud y yo volvimos a intercambiarnos los trajes, y me sentía más fresco que en mi atuendo veneciano. Aquéllas capas de tela en vez de ahogar la piel, como yo había esperado, parecía que mantuviesen atrapado el aire fresco del interior formando una barrera que impedía al sol calentarlo. La ropa iba suelta, era muy cómoda y no apretaba nada.

Esos trajes, tan sueltos, podían soltarse todavía más, por lo que a mí me resultaba incomprensible el sistema que utilizan los chicos árabes, y todos los árabes de cualquier edad, para orinar. Cuando hacen aguas se ponen en cuclillas, como las mujeres. Y además lo hacen en cualquier lugar, preocupándoles tan poco la presencia de otros viandantes como a éstos verlos en esta postura. Cuando expresé mi curiosidad y repugnancia, los chicos quisieron saber cómo orina un cristiano. Les indiqué que lo hacíamos de pie, y preferiblemente sin que se nos viera, dentro de un retrete licet. Me dieron a entender que esta postura vertical es considerada sucia por el Corán, su libro sagrado, y además a un árabe le desagrada meterse en un retrete o mustarah, excepto cuando tiene que proceder a la evacuación más sustancial de su vientre, porque los retretes son lugares peligrosos. Al enterarme de esto expresé una curiosidad mayor todavía, y los muchachos se explicaron. Los musulmanes, al igual que los cristianos, creen en demonios y diablos que emanan del mundo subterráneo, seres llamados yinn y afarit, y la manera más fácil para estos seres de llegar hasta nosotros a partir de su mundo subterráneo es el pozo excavado debajo de una mustarah. La cosa me pareció razonable, y durante bastante tiempo no pude agacharme confortablemente sobre un agujero licet porque temía sentir unas garras clavándoseme por debajo.

El traje de calle de un árabe puede parecemos feo, pero lo es menos que el de una mujer árabe. Y sus trajes son más feos porque son tan poco femeninos que apenas se distinguen del de los hombres. La mujer lleva un conjunto de troussés, camisa y aba idénticamente voluminoso, pero en lugar de una kaffiyah para la cabeza lleva un chador, o velo, que le cuelga de la coronilla hasta los pies por delante y por detrás y alrededor de todo el cuerpo. Algunas mujeres llevan un chador negro fino, y pueden distinguir algo a su través sin que los demás las vean; otras llevan un chador más pesado con una rendija estrecha delante de los ojos. Una mujer enfundada en todas estas capas de tela y con el velo puesto parece un montón de ropa andante. Un no árabe cuando ve a una mujer apenas puede adivinar dónde está la parte de delante y dónde la de detrás, a no ser que ella esté andando en aquel momento.

Con muecas y gestos conseguí transmitir una pregunta a mis compañeros. Supongamos que se pasearan por la calle, como los jóvenes venecianos, para mirar a las mujeres guapas: ¿cómo sabrían si una mujer era guapa?

Me dieron a entender que la primera señal de belleza en una mujer musulmana no estaba en la perfección de su rostro, de sus ojos o de su figura en general, sino en la maciza anchura de sus caderas y de su trasero. Los chicos me aseguraron que un ojo experto podía discernir estas temblequeantes rotundidades, incluso debajo de un traje femenino de calle. Pero me advirtieron que no me dejara engañar por las apariencias: muchas mujeres acolchaban las ancas y las nalgas para exhibir una falsa inmensidad. Les hice otra pregunta. Supongamos, al estilo de los jóvenes venecianos, que Ibrahim, Naser y Daud desearan conocer a una bella y desconocida persona. ¿Cómo deberían proceder?

La pregunta pareció confundirlos ligeramente. Me pidieron que diera más detalles. ¿Me refería a una mujer guapa y desconocida?

Sí. Claro. ¿A qué podía referirme si no?

¿No me refería quizá a un hombre o chico bello y desconocido?

Yo había sospechado ya, y ahora estaba convenciéndome de ello, de que había caído entre un grupo de don Metas y sior Monas en ciernes. La cosa no me sorprendió mucho, porque sabía que la antigua ciudad de Sodoma no quedaba muy lejos, al este de Acre.

Los chicos se reían de nuevo, por lo bajo, de mi ingenuidad cristiana. A través de sus pantomimas y de su francés rudimentario entendí que según el Islam y su santo Corán, las mujeres han sido creadas únicamente para que los hombres puedan engendrar con ellas hijos de sexo masculino. Pocos musulmanes utilizaban las mujeres para su disfrute sexual, a excepción de algún jeque rico gobernante, que podía permitirse reunir y mantener una colmena entera de vírgenes garantizadas, utilizándolas una sola vez y desechándolas luego. ¿Para qué buscar a mujeres? Había muchos hombres y muchachos a disposición de todos, más gordos y bellos que cualquier mujer. Si se dejaban de lado las demás consideraciones, un amante masculino era preferible a uno femenino simplemente porque era un hombre.

He aquí un ejemplo del valor intrínseco del macho: me señalaron un montón andante de ropa que era una mujer y que llevaba un bebé en una faja adicional de ropa. Ellos sabían inmediatamente que el bebé era un niño porque su cara estaba totalmente oscurecida por un enjambre de moscas que se arrastraba sobre ella. Me preguntaron si me extrañaba que la madre no espantara a las moscas. Yo podría haberles contestado que aquello se debía a pura pereza, pero los chicos continuaron con su explicación. La madre prefería que las moscas cubrieran el rostro de su hijo porque si rondaba por ahí un yinn o un afarit malicioso tendría más dificultad en descubrir que su niño era un varón valioso, y era menos probable que lo atacara con una enfermedad o una maldición u otra calamidad semejante. Si el bebé hubiese sido una niña, la madre habría espantado las moscas, sin preocuparse por nada, dejando que los seres malignos la vieran claramente, porque ningún demonio se preocuparía de molestar a una hembra, y tampoco a la madre le importaría mucho si lo hacía.

Bueno, yo por suerte era también un varón, y supongo que tenía que aceptar la opinión dominante de que los hombres eran muy superiores a las mujeres, y que había que valorarlos infinitamente más. Sin embargo yo había tenido algunas pequeñas experiencias sexuales, y a partir de ellas había deducido que una mujer o una chica era útil, deseable y funcional a este respecto. Suponiendo que no fuera o no pudiera ser nada más en el mundo, como receptáculo era incomparable, incluso era necesaria e incluso indispensable.

Totalmente falso, indicaron los chicos, riendo de nuevo ante mi simplicidad mental. Incluso como receptáculo un musulmán era mucho más interesante sexualmente y más delicioso que cualquier mujer musulmana con sus partes adecuadamente amortiguadas por la circuncisión.

—Un momento —les dije—. ¿Significa esto que la circuncisión de los hombres hace que…?

No, no, no. Los chicos movieron negativamente la cabeza. Se referían a la circuncisión de las mujeres. Yo también moví negativamente la cabeza, porque no podía imaginar cómo podían llevar a cabo esta operación en un ser que carecía de candelòto cristiano o de zab musulmán o incluso de bimbìn infantil. Estaba absolutamente sorprendido y así se lo dije.

Ellos, con un aire de indulgencia divertida, me indicaron, señalando sus propios órganos truncados, que el recorte del prepucio de un chico se hacía únicamente para marcarle como musulmán. Pero en toda familia musulmana cuyo nivel social fuera superior al de un mendigo o al de un esclavo todas las niñas se sometían a un recorte equivalente por el bien de la decencia femenina. Por ejemplo era un terrible insulto llamar a otro hombre «hijo de madre incircuncisa». Yo continuaba desconcertado.

Toutes les bonnes femmes… tabzir de leurs zambur —repetían una y otra vez.

Decían que el tabzir, o lo que fuera, se hacía para quitar a la niña su zambur, fuera esto lo que fuera, para que cuando creciera y se hiciera una mujer no tuviera deseos indecentes y no fuera propensa al adulterio. Toda la vida sería una mujer casta, por encima de toda sospecha, como corresponde a una bonne femme del Islam: una pulpa pasiva sin más función que ir evacuando el mayor número posible de hijos varones a lo largo de su triste existencia. Sin duda este resultado final era elogiable, pero me quedé sin entender la explicación que los muchachos me ofrecían sobre el sistema tabzir utilizado para conseguir este resultado.

Cambié de tema y les hice otra pregunta. Supongamos, al estilo de los jóvenes venecianos, que Ibrahim, Daud o Naser desearan a una mujer, no a un hombre o a un chico, y a una mujer que no estuviese condenada a la insensibilidad y a la apatía: ¿qué harían para encontrar una?

Naser y Daud se rieron con disimulo y desprecio. Ibrahim arqueó sus cejas con un gesto de desdeñosa interrogación y al mismo tiempo levantó el dedo corazón y lo movió arriba y abajo.

—Sí —dije asintiendo con la cabeza—. Ésta clase de mujer, suponiendo que sea la única clase de mujer con algo de vida en ella.

Aunque sus medios de comunicación eran limitados, los chicos me explicaron con toda claridad que para encontrar una mujer desvergonzada de este tipo tendría que buscar entre las cristianas residentes en Acre. Y no tendría que perder mucho tiempo en la búsqueda, porque de estas marranas había muchas. Bastaba con que fuera a aquel edificio, que me señalaron, situado donde estábamos en aquel momento enfrente mismo de la plaza del mercado.

—¡Eso es un convento! —dije enfadado—. ¡Una casa de monjas cristianas!

Se encogieron de hombros y se acariciaron barbas imaginarias asegurando que decían la verdad. Y precisamente en aquel momento la puerta del convento se abrió y salieron a la plaza un hombre y una mujer. Él era un caballero cruzado que llevaba sobre la capa la insignia de la Orden de San Lázaro. Ella no llevaba velo, estaba claro que no era árabe, y llevaba el manto blanco y el hábito marrón de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Ambos tenían el rostro enrojecido y se tambaleaban por los efectos del vino.

Sólo entonces recordé dos menciones anteriores sobre las «escandalosas» carmelitas y clarisas. En mi ignorancia había supuesto que los nombres se referían a mujeres concretas. Pero ahora era evidente que la referencia iba dirigida a las hermanas carmelitas y a esas otras monjas, las misioneras de la Orden de San Francisco, llamadas cariñosamente clarisas.

Me sentí como insultado personalmente ante los ojos de aquellos tres muchachos infieles y me despedí precipitadamente. Ellos por su parte me gritaron e hicieron gestos insistentes para que pronto volviera a reunirme con ellos, dando a entender que me enseñarían algo realmente maravilloso. Contesté sin comprometerme a nada e inicié mi camino de regreso al jane a través de calles y callejuelas.

4

Cuando llegué, mi padre regresaba de parlamentar con el arcediano del castillo. Al acercarnos los dos a nuestro aposento, salió de él el joven del hammam que había atendido a tío Mafio en el primer día de nuestra estancia en el jane. Nos dirigió una sonrisa radiante y dijo: «Salaam aleikum», a lo que mi padre respondió adecuadamente: «Wa aleikum es-salaam».

Tío Mafio estaba en la habitación, al parecer a punto de ponerse ropa fresca para la cena. Cuando entramos empezó a hablar con su habitual cordialidad:

—Encargué al chico que me trajera otra jarra de mumum depilador para determinar su composición. Está compuesto únicamente de oropimente y cal viva, machacado todo con un poco de aceite de oliva, con un toque de almizcle para que su aroma sea más agradable. Podríamos fabricarlo nosotros mismos, pero el precio es tan bajo aquí que no vale la pena. Le dije al chico que me trajera cuatro docenas de jarritas. ¿Qué noticias traes de los curas, Nico?

Mi padre suspiró.

—Parece que a Visconti le encantaría delegar a todos los sacerdotes de Acre para que nos acompañaran. Pero quiere actuar honradamente y cree que los mismos curas deberían opinar sobre el tema antes de emprender un viaje tan largo y arduo. O sea que como máximo pedirá voluntarios. Más tarde nos dirá cuántos han aceptado la propuesta por pocos que sean.

Coincidió uno de aquellos días que nosotros éramos los únicos huéspedes residentes en el jane, y mi padre pidió amablemente al propietario que hiciera el honor de compartir nuestro mantel de cena.

—Vuestras palabras están delante de mis ojos, jeque Folo —dijo Isaq, levantando sus vastos troussés para poder cruzar las piernas y sentarse.

—¿Y quizá la jeca, vuestra buena esposa, desee también sentarse con nosotros? —preguntó mi tío—. ¿Es vuestra esposa, no, la que está en la cocina?

—Ciertamente lo es, jeque Folo. Pero ella no querrá ofender el debido decoro comiendo en compañía de hombres.

—Claro —dijo mi tío—. Perdonad. Me estaba olvidando del decoro.

—Como dijo el profeta (que la bendición y la paz sean con él): «Estuve ante la puerta del cielo y vi que la mayoría de sus moradores eran pobres. Estuve ante la puerta del infierno y vi que la mayoría de sus habitantes eran mujeres».

—Um, sí. Bueno, quizá puedan sentarse con nosotros vuestros hijos, para que hagan compañía a Marco. Si tenéis hijos.

—Por desgracia no tengo ninguno —dijo Isaq con tono lastimero—. Sólo tengo tres hijas. Mi esposa es una baghlah, una estéril. Caballeros, ¿me permiten que pida humildemente la gracia para esta cena? —Todos inclinamos la cabeza y él murmuró—: Alá ekber rakmet —añadiendo en veneciano—: Alá es grande, le damos gracias.

Empezamos a comer las tajadas de cordero cocido con tomates y cebollinos, y los pepinos al horno rellenos con arroz y nueces. Mientras comíamos dije al fondista:

—Perdonad, jeque Isaq. ¿Puedo haceros una pregunta?

Él asintió afablemente:

—Ordenadme algo para mi placer, joven jeque.

—La palabra que utilizasteis al hablar de vuestra señora esposa: baghlah. La oí en otra ocasión. ¿Qué significa?

Pareció algo desconcertado:

—Una baghlah es una mula. La palabra se utiliza también para designar a una mujer que es infértil como una mula. Ah, me doy cuenta de que os parece una palabra dura para que yo la aplique a mi esposa. Tenéis razón. Al fin y al cabo es una mujer excelente en todo lo demás. Ya os habréis dado cuenta, caballeros, del magnífico aspecto de luna que tiene su parte trasera. Es tan maravillosamente grande y tremendamente pesado que le obliga a sentarse cuando debería estar de pie y a incorporarse sobre su asiento cuando debería estar echada. Sí, es una mujer excelente. Tiene también un bello cabello, aunque vosotros no podáis haberlo visto. Más largo y espeso que mi barba. Sin duda ya sabéis que Alá encargó a uno de sus ángeles que estuviera continuamente al lado de su trono cantándole alabanzas sobre el tema. El ángel no tiene más empleo que éste. Se dedica de modo simple y constante a alabar a Alá por haber concedido barbas a los hombres y trenzas a las mujeres.

Cuando interrumpió por un momento su cháchara le dije:

—He oído otra palabra: kus. ¿Qué significa?

El criado que nos servía lanzó una exclamación ahogada e Isaq pareció más desconcertado que antes.

—Es una palabra muy baja que significa… pero no es éste un tema que pueda discutirse mientras comemos. No repetiré la palabra, pero es un término vil que se aplica a las partes todavía más viles de una mujer.

—¿Y ghuny? —pregunté—. ¿Qué es ghuny?

El camarero se quedó con la boca abierta y abandonó apresuradamente la habitación, e Isaq pareció angustiosamente desconcertado.

—¿Dónde habéis pasado el rato, joven jeque? También ésta es una palabra de baja estofa. Significa… significa el movimiento que hace una mujer. Una mujer o un… bueno, el elemento pasivo. La palabra se refiere al movimiento que se hace durante… que Alá me perdone… durante la cópula sexual.

Tío Mafio dio un bufido y dijo:

—Mi saputèlo sobrino está deseando conocer nuevas palabras, para sernos más útil cuando nos acompañe a las regiones lejanas.

Isaq murmuró:

—Como ha dicho el profeta (que la paz sea con él): «Un compañero es la mejor provisión para el camino».

—Hay un par más de palabras… —empecé a decir.

—Y como sigue el dicho —gruñó Isaq—: «Incluso una mala compañía es mejor que no tener ninguna». Pero en realidad, joven jeque Folo, debo negarme a continuar traduciendo vuestras nuevas palabras.

Mi padre intervino y dirigió la conversación hacia temas más inocuos. Nuestra cena continuó y nos sirvieron el dulce: una conserva de albaricoques, dátiles y corteza de limón en almíbar, perfumada con ámbar. O sea que hasta mucho tiempo después no descubrí el significado de las misteriosas palabras tabzir y zambur. Cuando hubo finalizado la cena, y después de tomar qahwah y sarbat, Isaq recitó de nuevo la acción de gracias, porque al contrario de los cristianos los infieles dan las gracias tanto al acabar como al comenzar la comida: «Alá ekber rakmet», y con un suspiro de alivio dejó nuestra compañía.

Unos días después mi padre, mi tío y yo fuimos de nuevo al castillo de Acre convocados por el arcediano. Se reunió con nosotros en compañía del príncipe y de la princesa, y también de dos hombres que llevaban los hábitos blancos y los mantos negros de la Orden de Frailes Predicadores de Santo Domingo. Después de intercambiar los correspondientes saludos, el arcediano Visconti presentó a los recién llegados:

—Fra Nicolò de Vicenza y fra Guglielmo de Trípoli. Se han ofrecido voluntariamente para acompañarnos, miceres Polo.

Mi padre disimuló el desengaño que podía haber sentido y se limitó a decir:

—Os estoy agradecido, hermanos, y os doy la bienvenida a nuestro grupo. ¿Pero puedo preguntar por qué motivo os habéis presentado voluntarios a nuestra misión?

Uno de ellos dijo en un tono bastante petulante:

—Porque estamos disgustados con el comportamiento de nuestros compañeros cristianos de Acre.

El otro dijo en idéntico tono:

—Queremos alcanzar el aire limpio y puro de la lejana Tartaria.

—Gracias, hermanos —dijo mi padre conservando su cortesía—. ¿Podéis excusarnos ahora? Deseo hablar privadamente con su reverencia y con sus altezas reales.

Los dos frailes dieron un respingo y salieron de la habitación con aire ofendido. Mi padre recitó entonces al arcediano una cita bíblica:

—La cosecha es buena, pero los trabajadores pocos.

Visconti replicó con otra cita:

—Donde haya dos o tres reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos.

—Pero, reverencia, yo pedí sacerdotes.

—Ningún sacerdote se ha ofrecido voluntario. Sin embargo esos dos son frailes predicadores. Como tales tienen licencia para llevar a cabo prácticamente cualquier tarea eclesiástica, desde la fundación de una iglesia hasta el arreglo de una disputa matrimonial. Sus poderes de consagración y de absolución son algo limitados, desde luego, y no pueden conferir las órdenes sagradas, pero para eso deberíais llevaros a un obispo. Siento que los voluntarios sean tan pocos, pero en conciencia no puedo reclutar ni obligar a nadie más. ¿Tenéis más quejas?

Mi padre dudaba, pero mi tío habló valientemente:

—Sí, reverencia. Los frailes admiten que no tienen ningún objetivo positivo. Lo único que quieren es alejarse de esta disoluta ciudad.

—Lo mismo que san Pablo —dijo secamente el arcediano—. Os recuerdo el libro de los Hechos de los Apóstoles. Ésta ciudad se llamaba en aquella época Tolemais; Pablo puso en una ocasión el pie en ella, y evidentemente no pudo resistir más de un día en el lugar.

La princesa Eleanor dijo fervientemente:

—¡Amén!

El príncipe Edward sonrió en simpatía con ella.

—Podéis elegir —nos dijo Visconti—. Podéis solicitar lo mismo en otro lugar, o podéis esperar la elección del Papa y pedírselo a él. O podéis aceptar los servicios de los dos hermanos dominicos. Dicen que están dispuestos a partir y que desearían hacerlo mañana mismo.

—Los aceptamos, desde luego, reverencia —dijo mi padre—. Y os agradecemos vuestros buenos oficios.

—Vamos a ver —dijo el príncipe Edward—. Para dirigiros a Oriente tenéis que rodear primero las tierras sarracenas. Hay una ruta óptima.

—Nos gustaría conocerla —dijo tío Mafio.

Había llevado consigo el Kitab de al-Idrisi y lo abrió por las páginas que mostraban Acre y sus alrededores.

—Buen mapa —elogió el príncipe—. Veamos ahora. Para ir hacia Oriente desde aquí tenéis que dirigiros primero hacia el norte y dar un rodeo a los mamelucos del interior. —El príncipe, como todo cristiano, puso las páginas cabeza abajo para que el norte quedara arriba—. Pero los puertos más importantes cercanos a la ruta septentrional: Beirut, Trípoli, Ltakia… —golpeó con el dedo los puntos dorados que representaban estos puertos—, si no han caído ya en manos de los sarracenos están sometidos a duros asedios. Tenéis que ir, dejadme calcular: más de doscientas millas inglesas hacia el norte a lo largo de la costa. A este lugar de la Armenia Menor. —Tocó un punto del mapa que al parecer no merecía un punto dorado—. Aquí, donde el río Orontes desemboca en el mar, está el antiguo puerto de Suvediye. Está habitado por armenios cristianos y por pacíficos árabes avedíes, y los mamelucos todavía no se han acercado a la región.

—Suvediye era un puerto importante del Imperio romano, llamado Selucia —intervino el arcediano—. Desde entonces ha recibido los nombres de Ayas, Ajazzo y muchos más. Como es lógico iréis a Suvediye por mar, no a lo largo de la costa.

—Sí —acordó el príncipe—. Hay un buque inglés que zarpa mañana por la tarde para Chipre aprovechando la marea. Daré instrucciones al capitán para que recale en Suvediye y os lleve a vosotros y a vuestros frailes. Os daré una carta para el ostikan, el gobernador de Suvediye, pidiéndole un salvoconducto. —Dirigió de nuevo nuestra atención al Kitab—. Cuando hayáis conseguido animales de carga en Suvediye, iréis tierra adentro siguiendo el río, por aquí; luego continuaréis hacia el este hasta encontrar el río Eufrates. El viaje río abajo por el valle del Eufrates hasta Bagdad será fácil. Y desde allí hay varias rutas que conducen hacia Oriente.

Mi padre y mi tío se quedaron en el castillo mientras el príncipe escribía la carta de salvoconducto. Pero yo pude despedirme de su reverencia y de sus altezas reales y salir del castillo para pasar a mi antojo el último día de estancia en Acre. Ya no volví a ver al arcediano ni al príncipe, ni a la princesa, pero tuve noticias suyas. Poco tiempo después de que mi padre, mi tío y yo hubiéramos dejado el levante mediterráneo nos enteramos de que el arcediano Visconti había sido elegido Papa de la Iglesia de Roma, tomando el nombre papal de Gregorio X. Hacia la misma época más o menos, el príncipe Edward renunció a la Cruzada, por considerarla una causa perdida, y zarpó hacia Inglaterra. Cuando estaba a la altura de Sicilia también él recibió ciertas noticias: su padre había fallecido y él era el nuevo rey de Inglaterra. O sea que sin imaginármelo había conocido a dos de los hombres más eminentes de Europa. Pero no me he pavoneado mucho de haber conocido tan brevemente a estas dos personas. Al fin y al cabo en Oriente conocí más tarde a personajes cuya eminencia convertía en individuos de talla normal a papas y reyes.

Salí del castillo aquel día coincidiendo con una de las cinco horas en que los árabes rezan a su dios Alá, y los ministros llamados muecines estaban ya en lo alto de todas las torres y tejados elevados entonando con voz fuerte pero monótona los cantos que anuncian estas horas. En todas partes, en las tiendas, en los portales de las casas y en las polvorientas calles, los seguidores de la fe islámica estaban desplegando pequeñas y raídas alfombras y arrodillándose sobre ellas. Dirigían luego sus rostros al sureste y los apretaban contra el suelo entre sus manos, mientras elevaban hacia lo alto sus partes traseras. A estas horas, cualquier persona a quien uno pudiese mirar a la cara y no al trasero tenía que ser cristiana o judía.

Cuando todo el mundo volvió en Acre a la postura vertical, descubrí a los tres chicos que había conocido aproximadamente una semana antes. Ibrahim, Naser y Duad me habían visto entrar en el castillo y estaban esperando cerca de la entrada a que yo saliera. Sus ojos brillaban por el ansia que tenían de enseñarme la gran maravilla que me habían prometido. En primer lugar me indicaron que debía comer algo que habían traído para mí. Naser llevaba una bolsita de cuero que contenía unos cuantos higos conservados en aceite de sésamo. Me gustan bastante los higos, pero aquéllos estaban tan impregnados en aceite que se habían vuelto pulposos, viscosos y desagradables al gusto. Sin embargo insistieron en que debía ingerirlos como una preparación para la revolución posterior, o sea que me forcé a tragar cuatro o cinco de aquellos terribles frutos.

Luego los chicos me condujeron dando un rodeo a través de calles y callejones. El camino empezó a hacerse muy largo, y pronto sentí mis miembros muy cansados y mi mente muy huera. Me pregunté si el ardiente sol estaba afectando mi cabeza descubierta o si los higos estaban pasados. Mi visión estaba perturbada; la gente y los edificios de mi alrededor parecían oscilar y deformarse de modo raro. Mis oídos cantaban como si tuviera en ellos un enjambre de moscas. Mis pies tropezaban en todas las pequeñas irregularidades del camino, y pedí a los chicos que me dejaran detenerme y descansar un rato. Pero ellos, insistentes y excitados como antes, me cogieron del brazo y me ayudaron a avanzar. Me dieron a entender que mi mareo se debía en efecto a los higos especialmente condimentados, y que aquello era necesario para lo que seguiría.

Sentí que me arrastraban a una entrada abierta, pero muy oscura, y yo me dispuse a entrar en ella obedientemente. Pero los chicos protestaron irritados y yo interpreté su actitud como algo del siguiente tenor: «Estúpido infiel, tienes que quitarte los zapatos y entrar descalzo», y supuse que el edificio sería una de las casas de culto, que los musulmanes llaman masyid. Puesto que no llevaba en aquel momento zapatos, sino pantalones con suela, tuve que desnudarme de la cintura para abajo. Agarré mi jubón y lo estiré lo más que pude sobre la parte expuesta de mi persona, preguntándome mientras tanto confusamente cómo podía ser más aceptable entrar en una masyid, con las partes privadas al aire o con los pies calzados. En todo caso los chicos no dudaron, sino que me empujaron a través del portal hacia el interior.

Yo no había estado nunca en una masyid y no sabía qué esperar, pero me sorprendió vagamente encontrar el lugar sin luces, sin fieles y sin nadie. Lo único que pude ver en el lúgubre interior fue una fila de inmensas tinajas de barro, casi tan altas como yo, pegadas a una pared. Los muchachos me condujeron a la tinaja del extremo y me ordenaron meterme en ella.

Me causaba una cierta aprensión la idea de que aquellos sodomitas juveniles, que me ganaban en número y que me tenían medio desnudo y privado en parte de mis facultades, pudiesen albergar ciertos designios sobre mi cuerpo, y yo estaba dispuesto a luchar. Pero lo que me proponían me pareció más divertido que insultante. Cuando les pedí una explicación, se limitaron a señalarme de nuevo la gran tinaja, y yo estaba demasiado aturdido para protestar. Continué pues riendo por lo extraño de la idea y dejé que los chicos me levantaran hasta sentarme sobre el borde de la tinaja. Pasé mis piernas al interior y me dejé caer.

Hasta que estuve dentro no me di cuenta de que la tinaja contenía un fluido, porque no hubo chapoteo ni tuve la sensación repentina de frío o de humedad. Pero la tinaja estaba llena por lo menos hasta la mitad de aceite, y su calor era tan cercano al del cuerpo que apenas noté el líquido hasta que mi inmersión levantó su nivel a la altura del cuello. La sensación era más bien agradable: una sustancia emoliente y envolvente, suave y tranquilizadora, en especial alrededor de mis cansadas piernas y de mis partes privadas expuestas de modo sensible. Al darme cuenta me excité un poco. ¿Era esto un preludio peculiar de algún rito sexual extraño y exótico? Bueno, por lo menos de momento la sensación era buena, y no me quejé.

Sólo sobresalía mi cabeza del cuello de la tinaja, y mis dedos descansaban todavía en su borde. Los chicos empujaron riendo mis manos hacia dentro y luego sacaron algo que seguramente habían encontrado cerca de allí: un gran disco de madera con bisagras, parecido a un cepo portátil. Antes de que yo pudiera protestar o esquivarlos, ajustaron el disco alrededor de mi cuello y lo cerraron. El disco formó la tapadora de la tinaja donde yo estaba, y aunque no me apretaba el cuello de modo incómodo se había ajustado tan firmemente a la tinaja que no podía desalojarlo ni levantarlo.

—¿Qué significa esto? —pregunté mientras movía los brazos dentro de la tinaja y trataba vanamente de levantar la tapa de madera. Sólo podía mover los brazos empujando con mucha lentitud, como se mueve uno a veces en un sueño, debido a la viscosidad del aceite tibio. Mis confundidos sentidos captaron finalmente el olor de sésamo de aquel aceite. Al parecer me habían puesto a macerar en aceite de sésamo, como los higos que me habían obligado antes a comer—. ¿Qué significa esto? —grité de nuevo.

Va istadan! Attendez! —me ordenaron los chicos, haciendo gestos para que aguardara pacientemente en mi tinaja.

—¿Aguardar? —bramé—. ¿Aguardar qué?

Attendez le sorcier —dijo Naser con una sonrisita.

Luego él y Daud salieron corriendo al exterior por el hueco gris y oblongo de la puerta.

—¿Esperar al brujo? —repetí desconcertado—. ¿Esperar cuánto tiempo?

Ibrahim demoró un momento su partida y levantó unos cuantos dedos para que yo los contara. Esforcé mi vista en la oscuridad y vi que había abierto los dedos de ambas manos.

—¿Diez? —pregunté—. ¿Diez qué?

También él se retiró hacia la puerta mientras cerraba los dedos y los abría más veces, cuatro veces en total.

—¿Cuarenta? —pregunté desesperadamente—. ¿Cuarenta qué? Quarante à propos de quoi?

Chihil ruz —dijo—. Quarante jours —desapareció por la puerta.

—¿Esperar cuarenta días? —pregunté gimiendo, pero nadie me respondió.

Los tres chicos se habían ido, y estaba claro que no se habían ido para esconderse de mí un ratito. Quedé solo en mi vasija de barro dentro de la oscura habitación, con el olor del aceite de sésamo en mi nariz y el repugnante sabor de los higos y del sésamo en mi boca, y un torbellino de confusión en mi mente. Intenté pensar a fondo lo que significaba aquello. ¿Esperar al brujo? Sin duda era una broma de los muchachos, algo relacionado con una costumbre árabe. Isaq, el fondista del jane, seguramente me lo explicaría, riéndose mucho de mi credulidad. Pero ¿qué clase de broma obligaba a tenerme emparedado durante cuarenta días? Me perdería el buque del día siguiente y quedaría encallado en Acre, e Isaq dispondría de todo el tiempo necesario para explicarme con tranquilidad las costumbres árabes. ¿O quizá desaparecería en las garras del brujo? ¿Quizá permitiría la infiel religión musulmana, al contrario de la cristiana, tan recta, que los brujos practicaran sus malas artes sin que nadie se opusiera? Intenté pensar lo que un brujo musulmán podía desear de un cristiano embotellado. Confié en no averiguarlo nunca. ¿Vendrían mi padre y mi tío a buscarme antes de zarpar? ¿Me encontrarían antes que el brujo? ¿Me hallaría alguien?

Precisamente entonces alguien me encontró. En la entrada gris se perfiló una forma oscura, de mayor tamaño que ninguno de los chicos. Se detuvo allí, como esperando a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad, y luego avanzó lentamente hacia mi tinaja. Era una forma alta, voluminosa e inquietante. Sentí como si estuviera contrayéndome o encogiéndome dentro de la tinaja, y me hubiese gustado retraer la cabeza debajo de la tapa.

Cuando el hombre estuvo lo bastante cerca, vi que llevaba ropa de estilo árabe, aunque sin cordón sujetando su tocado. Tenía una barba gris y rojiza como una especie de hongo, y me miró con ojos brillantes de zarzamora. Cuando me dirigió el saludo tradicional, la paz sea contigo, me di cuenta a pesar de mi confusión de que la pronunciaba de modo ligeramente diferente a la fórmula árabe:

—Shalom aleichem.

—Sois el brujo —murmuré, tan asustado que lo hice en veneciano. Carraspeé y lo repetí en francés.

—¿Tengo cara de brujo? —preguntó con una voz ronca.

—No —murmuré, aunque no tenía idea alguna del posible aspecto de un brujo. Carraspeé de nuevo y dije—: Os parecéis más bien a alguien a quien conocí en otra ocasión.

—Y tú —dijo con sorna—, parece que te empeñes en encerrarte en celdas cada vez más pequeñas.

—¿Cómo sabéis que…?

—Vi a estos tres pequeños mamzarim metiéndote en este lugar a la fuerza. Éste lugar tiene una merecida mala fama.

—Me refería a que…

—Y vi que salían de nuevo sin ti, los tres solos. No serías el primer chico de pelo claro y ojos azules que entrara aquí y no saliera nunca más.

—Me imagino que en este país hay muy pocas personas que no tengan los ojos y el pelo negros.

—Exactamente. Eres una rareza en estas regiones, y el oráculo ha de hablar a través de una rareza.

Mi confusión ya era suficiente. Creo que me limité a parpadear. Él se agachó un momento desapareciendo de mi vista y luego volvió a aparecer con la bolsa de cuero en la mano que Naser debió de soltar cuando salía. Metió la mano dentro y sacó un higo rezumando aceite. Casi vomité cuando lo vi.

—Encuentran a un chico como tú —explicó—, lo traen aquí y lo empapan en aceite de sésamo dándole de comer únicamente higos adobados en aceite. Al final de cuarenta días y cuarenta noches está tan macerado y blando como un higo. Tan blando que estirando se puede separar fácilmente la cabeza del tronco.

Hizo la demostración pellizcando el higo entre sus dedos hasta que la fruta se partió en dos con un ruido blando, apenas perceptible.

—¿Y por qué? —pregunté jadeando. Sentí como si mi cuerpo se reblandeciera debajo de la tapa de madera, se volviese céreo y maleable como el higo, cediendo ya, preparándose para separarse del muñón de mi cuello con un ruido blando y hundirse lentamente en el fondo de la vasija—. Quiero decir, ¿por qué matar de esta manera a un perfecto desconocido?

—Según ellos no le matan. Es cuestión de magia negra. —Dejó caer la bolsa y los trozos de higo y se limpió los dedos en el borde de su jubón—. En todo caso la cabeza, como parte suya, continúa viviendo.

—¿Qué?

—El brujo deja la cabeza cortada apoyada en aquel nicho de la pared de enfrente, sobre un lecho confortable de cenizas de olivo. Quema incienso ante él, entona palabras mágicas y al cabo de un rato la cabeza habla. Predice por orden del brujo hambres o buenas cosechas, guerras inminentes o épocas de paz, y toda clase de profecías útiles.

Me eché a reír, comprendiendo al final que el viejo no hacía más que participar en la broma que me estaban jugando, prolongándola.

—Muy bien —dije entre carcajadas—. Me has paralizado de terror, viejo compañero de celda. Me estoy meando incontrolablemente y adulterando este buen aceite. Pero de momento basta ya. Cuando te vi por primera vez, Mordecai, no sabía que huirías tan lejos de Venecia, y que llegarías hasta aquí. Pero aquí estás y me alegro de verte y ya te has divertido bastante conmigo. Ahora suéltame y nos iremos a beber juntos un qahwah y a contarnos nuestras aventuras desde el último día que nos vimos. —Él no se movió, se quedó callado delante mío mirándome con pena—. ¡Mordecai, basta ya!

—Mi nombre es Levi —dijo—. ¡Pobre muchacho! Te han embrujado tanto que has perdido el juicio.

—Mordecai, Levi, o quienquiera que seas —vociferé, empezando a sentir un toque de pánico—. ¡Levanta esta maldita tapa y déjame salir!

—¿Yo? No voy a tocar esta inmundicia de terephah —dijo retrocediendo delicadamente un paso—. No soy un sucio árabe. Soy judío.

Mi inquietud, mi ira y mi exasperación empezaban a despejarme la cabeza, pero no consiguieron que actuara con mayor tacto. Le dije:

—¿Entonces sólo viniste aquí para charlar sobre mi encierro? ¿Me dejarás en manos de estos idiotas árabes? ¿Es un judío tan idiotamente supersticioso como ellos?

Al tidàg —gruñó el viejo, y se fue.

Atravesó arrastrando los pies la habitación y salió por la abertura gris de la puerta. Me lo quedé mirando consternado. ¿Significaba «al tidàg» algo como «vete al carajo»? Él era probablemente mi única esperanza de salvación y yo le había insultado.

Pero volvió casi inmediatamente llevando una pesada barra de metal.

Al tidàg —dijo de nuevo. Y luego se le ocurrió traducirlo—: No te preocupes. Te voy a sacar de aquí, como me pides, pero debo hacerlo sin tocar la inmundicia. Por suerte para ti soy un herrero y mi taller está al lado mismo. Ésta barra servirá. Mantente firme, joven Marco, para no caer cuando se rompa la tinaja.

Describió un arco con la barra, y cuando ésta cayó contra la tinaja dio un salto de lado para que su ropa no se profanara con la resultante cascada de aceite. La tinaja se rompió con gran estrépito y yo oscilé inestablemente mientras los trozos y todo el aceite caían de mi alrededor. La tapa de madera empezó de pronto a pesar mucho sobre mi cuello. Pero ahora podía levantar las manos hasta su parte superior. Encontré los pestillos que la mantenían cerrada y los abrí rápidamente; luego tiré el disco de madera en el lago de aceite que se había formado a mis pies y que estaba esparciéndose.

—¿Tendrás problemas por culpa de esto? —le pregunté, señalando el revoltijo que nos rodeaba. Levi encogió con mucho, mucho primor, sus hombros, sus manos y sus cejas fungoides. Yo continué—: Tú me has llamado por mi nombre, y dijiste algo sobre que te habían mandado rescatarme de este peligro.

—No de este peligro en concreto —dijo—. La consigna era simplemente que intentara sacar de apuros a Marco Polo. El mensaje incluía tus señas: se te podría reconocer fácilmente porque siempre estarías metiéndote en líos.

—Es interesante. ¿De quién venía todo esto?

—Ni idea. Tengo entendido que en cierta ocasión ayudaste a un judío a escapar de un mal trance. Y el proverbio dice que el premio de una mitzva es otra mitzva.

—Vaya, lo que sospechaba: el viejo Mordecai Cartafilo.

Levi dijo casi maliciosamente:

—Éste no podía ser judío. Mordecai es un nombre de la antigua Babilonia. Y Cartafilo es un nombre gentil.

—Dijo que era judío, y lo parecía, además el nombre que utilizaba era éste.

—Sólo te falta decir que también erraba por el mundo.

—Bueno, me contó que había viajado mucho —repliqué intrigado.

Jakma —dijo con un ruido rasposo que yo interpreté como una palabra de burla—. Esto es una fábula inventada por los fabulistas de los goyim. No hay ningún judío errante inmortal. Los Lamedvav son mortales, pero siempre hay treinta y seis de ellos viajando en secreto por el mundo para ayudar.

Yo no tenía mucho interés en quedarme allí, en aquel lugar oscuro, mientras Levi discutía sobre fábulas. Le dije:

—Sois una persona muy indicada para reíros de los fabulistas después de vuestro ridículo cuento sobre brujos y cabezas que hablan.

Me miró fijamente y se rascó pensativo la barba rizada.

—¿Ridículo? —Repitió entregándome la barra de metal—. Coge esto. Yo no quiero poner los pies en el aceite. Rompe la siguiente tinaja de la fila.

Yo dudé un momento. Aunque aquel lugar fuera un simple lugar de culto, una masyid ordinaria, ya la habíamos profanado bastante. Pero luego pensé: «Una tinaja, dos tinajas, ¿qué importa?». Hice oscilar la barra lo más que pude y la segunda vasija se rompió con el estruendo de un objeto quebradizo, soltando con un chapoteo una ola de aceite de sésamo, y una cosa más que golpeó el suelo con un ruido sordo, espeso y húmedo. Me agaché para verlo mejor, luego retrocedí apresuradamente y dije a Levi:

—Venga, vámonos ya.

En el umbral encontré mis pantalones, en el mismo lugar donde me los había quitado, y me los puse de nuevo con alivio. No me importó que quedaran instantáneamente empapados con el aceite que se pegaba a mi cuerpo; todo el resto de mi ropa estaba ya fría y hecha una sopa. Di las gracias a Levi por haberme rescatado y por sus enseñanzas, sobre la brujería árabe. Él me dijo «lecháim» y «bon voyage» y me recomendó que no me fiara siempre del mensaje de un judío inexistente para escapar de un apuro. Luego él volvió a su fragua y yo corrí a la posada, mirando repetidamente por encima del hombro por si me hubiesen visto y me persiguiesen los tres chicos árabes o el brujo para el cual me habían capturado. Ya no creía que la aventura fuese una broma ni consideraba la brujería como una fábula.

Cuando Levi me vio romper la segunda tinaja, al inclinarme yo y mirar entre los cascos no me preguntó qué había allí, ni yo quise decírselo, ni puedo todavía ahora describirlo claramente. El lugar era muy oscuro, como ya he dicho. Pero el objeto que cayó al suelo con aquel plaf húmedo y asqueroso era un cuerpo humano. Lo que vi y puedo explicar ahora es que el cadáver estaba desnudo y era el de un varón que no había llegado a la plena madurez. El cuerpo quedó en el suelo en una postura extraña, como un saco hecho de piel, un saco cuyo contenido hubiesen vaciado. Me refiero a que su aspecto era más que blando, era el aspecto de un cuerpo fláccido al que hubiesen extraído o disuelto todos los huesos. Aparte de esto sólo pude ver que el cuerpo no tenía cabeza. Desde aquel día no he podido comer higos ni nada condimentado con sésamo.

5

La tarde siguiente, mi padre pagó nuestra cuenta al posadero Isaq, quien aceptó el dinero con las palabras:

—Que Alá os colme de dones, jeque Folo, y que recompense todos vuestros generosos actos.

Mi tío distribuyó entre los sirvientes del jane las propinas de menor cuantía que en todo Oriente reciben la denominación farsi de batachís. Dio la cantidad mayor al masajista del hammam que le había presentado el ungüento de mumum, y aquel joven le dio las gracias con las siguientes palabras:

—Que Alá os conduzca a través de todos los peligros y os haga sonreír siempre.

Y todo el personal, Isaq y los sirvientes, se quedaron en la puerta de la posada saludándonos con las manos y con muchos otros gritos mientras nos íbamos:

—¡Que Alá aplane el camino ante vosotros!

—¡Que podáis viajar sobre una alfombra de seda! —y cosas semejantes.

Así pues, nuestra expedición continuó hacia el norte por la costa levantina, y yo me felicité de haber salido intacto de Acre, y confié en que aquél fuera mi único y último encuentro con la brujería.

Aquél corto viaje por mar no tuvo nada de notable, porque todo el día navegamos sin perder de vista el litoral, y éste presenta en todas partes más o menos el mismo aspecto: dunas de color pardo con colinas de color pardo detrás suyo, de vez en cuando una choza de barro de color pardo o un poblado de chozas de barro casi indistinguible sobre el paisaje del fondo. Las ciudades ante las cuales pasamos eran algo más distinguibles, porque cada una estaba marcada por un castillo de cruzados. La más visible desde el mar fue la ciudad de Beirut, porque su tamaño era mayor y está situada sobre una punta que se adentra en el mar, sin embargo como ciudad la consideré inferior incluso a Acre.

Mi padre y mi tío se dedicaron a bordo a confeccionar listas del equipo y de los suministros que deberían procurarse en Suvediye. Yo me dediqué principalmente a charlar con la tripulación; aunque la mayoría de ellos eran ingleses, hablaban como es natural el sabir de los viajeros y mercaderes. Los hermanos Guglielmo y Nicolò se dedicaron a charlar entre sí comentando interminablemente las iniquidades de Acre y lo agradecidos que estaban a Dios por haberles permitido largarse de la ciudad. De todas las quejas que podían airear en relación a Acre, la que al parecer los ofendía más era la conducta impúdica y licenciosa de las clarisas y carmelitas residentes. Pero por lo que pude captar, estas lamentaciones parecían más propias de maridos ofendidos o galanes rechazados por estas monjas que de hermanos en Cristo. No voy a continuar con mis impresiones sobre los dos frailes, para que nadie me considere una persona irrespetuosa ante una noble vocación. De hecho ambos desertaron de nuestra expedición antes de que pasáramos más allá de Suvediye.

Ésta ciudad era un lugar pobre y pequeño. A juzgar por las ruinas y restos de una ciudad mucho mayor que la rodeaba, Suvediye se había ido reduciendo gradualmente, perdiendo la grandeza que pudo haber tenido en la época romana, o quizá en época anterior, cuando Alejandro pasó por allí. No era preciso buscar mucho para descubrir el motivo de su disminución. Nuestro buque, que no era de gran tonelaje, tuvo que echar ancla a bastante distancia de tierra, en la pequeña bahía, y los pasajeros tuvimos que alcanzarla en un esquife, porque el puerto se había ido rellenando con los sedimentos del río Orontes y apenas tenía calado. Ignoro si Suvediye continúa funcionando como puerto de mar, pero era evidente en aquella época que no le quedaban muchos años por delante.

A pesar de la insignificancia de la ciudad y sus pobres perspectivas, los habitantes armenios de Suvediye parecían considerarla tan importante como Venecia o Brujas. Sólo había otro buque anclado en la bahía cuando llegamos nosotros, pero los funcionarios del puerto se comportaron como si sus rutas portuarias estuvieran atiborradas de navíos, y como si cada uno de ellos exigiera la atención más escrupulosa. Un inspector armenio gordo y grasiento subió a bordo con gran animación, cargado de papeles bajo el brazo, mientras los cinco pasajeros estábamos en proceso de desembarque. Insistió en contarnos a todos, a los cinco, y en contar todos nuestros paquetes y fardos, y apuntó los números en un libro. Luego nos dejó partir y empezó a importunar al capitán inglés para que le proporcionara información con que rellenar innumerables manifiestos más sobre la carga, el origen, el destino, etc.

No había ningún castillo de cruzados en Suvediye, por lo que los cinco, abriéndonos paso entre las multitudes de mendigos de la ciudad, fuimos directamente al palacio del ostikan, o gobernador, para presentarle las cartas del príncipe Edward. Califico caritativamente la residencia del ostikan de palacio; en realidad era un edificio bastante pobre, pero de respetable extensión y con dos pisos de altura. Cuando numerosos guardas de la entrada, secretarios de recepción y funcionarios de segunda categoría hubieron demostrado su importancia, retrasándonos cada uno de ellos con una demostración oficiosa de formalismo, nos condujeron finalmente a la sala del trono del palacio. La llamo caritativamente sala del trono, pero el ostikan no estaba sentado sobre un trono imponente, sino que yacía repantigado en lo que llaman diván, que consiste simplemente en un montón de cojines. A pesar de la buena temperatura del día, el gobernador se restregaba las manos continuamente sobre un brasero de carbón que tenía delante. En un rincón un joven permanecía sentado en el suelo, y utilizaba un gran cuchillo para cortarse las uñas de los pies. Éstas uñas debían de ser extraordinariamente córneas; cada una emitía un potente crac cuando la cortaba, luego hacía fiz y caía en algún otro lugar de la sala con un chasquido audible.

El nombre del ostikan era Hampig Bagratunian, pero su nombre era lo único maravilloso de su persona. Era pequeño y arrugado, y como todos los armenios su cabeza carecía de occipucio. Ésta parte era plana como si la cabeza estuviera diseñada para colgarla de una pared. No tenía en absoluto el aspecto de un gobernador ni de nada parecido, y era tan puntilloso como sus secretarios e igual que ellos chascaba la lengua en cada formalidad. Los cristianos armenios nos recibieron con un disgusto nada disimulado, al revés de los árabes o de los judíos, que obedecen los mandamientos de su religión sobre la hospitalidad debida a un forastero.

Cuando el ostikan hubo leído la carta, dijo en sabir inflando despreocupadamente su rango al nivel de la realeza:

—Claro, como también yo soy un monarca, cualquier otro príncipe se cree con derecho a quitarse molestias de encima y colgarme a mí el muerto.

Nosotros guardamos cortésmente silencio. Una uña del pie hizo crac, fiz, clic.

El ostikan Hampig continuó:

—Llegáis aquí en la misma víspera de la boda de mi hijo —dijo señalando al cortador de uñas—, precisamente cuando tengo incontables asuntos que atender y me llegan invitados de todo el levante intentando evitar que los mamelucos los degollen por el camino y todos los festejos están ya organizados, y…

El ostikan continuó pasando revista a las molestias que sufría y que nosotros habíamos aumentado presentándonos allí, hasta que su hijo expulsó de su pie una última y clamorosa uña, levantó la mirada y dijo:

—Un momento, padre.

El ostikan interrumpió su recital y preguntó:

—¿Sí, Kagig?

Éste se levantó de donde estaba, pero sin erguirse del todo. Empezó a circular por la habitación agachado, como si quisiera ofrecernos un buen panorama de su plana nuca. Recogió algo y me di cuenta de que estaba recuperando los trozos de uña que había recortado. Mientras hacía eso dijo por encima del hombro al ostikan:

—Estos extranjeros han traído consigo a dos clérigos.

—Sí, así es —dijo su padre con impaciencia—. ¿Y qué?

Uno de los fragmentos de uña había aterrizado cerca de mi pie; lo recogí y lo entregué a Kagig. Asintió con la cabeza y al comprobar, al parecer, que tenía todos los trozos se sentó al lado de su padre sobre el diván, y los echó dentro del brasero.

—¡Muy bien! —dijo—. Ningún brujo podrá utilizarlas ahora para echarme conjuros.

Parecía que las uñas no estuvieran dispuestas a morir silenciosamente, porque silbaban y detonaban entre los carbones.

—¿Qué pasa con estos clérigos, hijo mío? —preguntó de nuevo Hampig acariciando paternalmente la cabeza sin nuca de su vástago.

—Bueno, el viejo Dimiryian oficiará la misa nupcial —dijo lánguidamente Kagig—. Pero cualquier vulgar campesino tiene un cura para que le case. Supongamos que yo tuviera tres…

—Humm —dijo su padre dirigiendo una mirada a los hermanos Nicolò y Guglielmo, mirada que ellos le devolvieron altaneramente—. Sí, esto realzaría la pompa del acto. —Luego dijo a mi padre y a mi tío—: Quizá vuestra llegada no sea tan inoportuna. ¿Tienen licencia estos clérigos para administrar el sacramento del matrimonio?

—Sí, excelencia —dijo mi padre—. Son frailes predicadores.

—Podrían ayudar a misa como acólitos sufragáneos del metropolitano Dimiryian. Y deberían sentirse honrados de participar. Mi hijo se casa con una psi… con una princesa… de los adighei. Lo que vosotros llamáis circasianos.

—Un pueblo famoso por su belleza —dijo tío Mafio—. ¿Pero es cristiano?

—La prometida de mi hijo se ha instruido con el mismo metropolitano Dimiryian, y ha hecho la confirmación y la primera comunión. La princesa Seoseres es ahora cristiana.

—Y una bella cristiana, ciertamente —dijo Kagig, haciendo chascar sus labios color de hígado—. La gente se para en seco cuando la ve, incluso los musulmanes y otros infieles, e inclinando la cabeza dan gracias al Creador por haber creado a la psi Seoseres.

—¿Bien? —preguntó Hampig dirigiéndose a nosotros—. La boda es mañana.

—Estoy convencido de que los frati se sentirán honrados al participar —dijo mi padre—. Basta que su excelencia me lo pida para que yo mande que os sirvan.

Los dos frati partieron algo indignados por no haber sido consultados personalmente durante la conversación, pero no formularon ninguna objeción.

—Bien —dijo el ostikan—. Tendremos a tres eclesiásticos en las nupcias, y dos de ellos extranjeros de lejanos países. Sí, esto impresionará a mis invitados y a mis súbditos. O sea messieurs que con estas condiciones se quedarán…

—Nos quedaremos en Suvediye para asistir a la boda real —dijo tío Mafio pronunciando sin alterarse el adjetivo—. Como es natural, desearemos continuar nuestro viaje inmediatamente después. Y como es natural su excelencia mientras tanto ayudará a satisfacer nuestras necesidades de monturas y suministros.

—Err… sí… claro —dijo Hampig, preocupado al ver que le imponían condiciones a cambio. Tocó con la mano una campanilla y entró uno de los funcionarios subalternos—. Éste es mi mayordomo de palacio, messieurs. Arpad, muestra a estos caballeros sus aposentos de palacio, luego presenta a los frailes al metropolitano, y finalmente acompaña a los caballeros al mercado y préstales toda la ayuda que necesiten.

Luego se dirigió de nuevo a nosotros:

—Muy bien, messieurs. Os doy la bienvenida a Suvediye y os invito formalmente a la boda real y a todos los festejos que seguirán.

Arpad nos condujo a dos habitaciones del piso superior, una para nosotros y otra para los frailes. Cuando hubimos sacado del equipaje las suficientes pertenencias para una breve estancia, bajamos de nuevo las escaleras y entregamos a los hermanos al metropolitano Dimiryian. Era un viejo alto, de cabello totalmente negro que destacaba menos en su cabeza que los elementos de su parte delantera: una gran nariz, una pesada mandíbula y proyectada hacia abajo, cejas arqueadas hacia arriba y largas y carnosas orejas. El metropolitano se fue con los frailes para ensayar el ritual del día siguiente, y mi padre, mi tío y yo nos fuimos con el mayordomo Arpad al mercado de Suvediye.

—Quizá convendría que os acostumbréis a llamarlo bazar —dijo amablemente—. Ésta es la palabra farsi que se utiliza a partir de aquí en todo Oriente. Vais a comprar en un buen momento, porque la boda atrajo a vendedores de todas partes, que ofrecen todo lo imaginable, y podréis elegir a vuestro gusto. Pero os ruego que me dejéis ayudaros cuando regateéis para quedaros con algo. Dios sabe que los mercaderes árabes son estafadores y embusteros, pero los armenios son tan taimados que sólo otro armenio se atreve a tratar con ellos. Los árabes se limitarán a estafaros y a dejaros desnudos. Los armenios querrán arrancaros la piel.

—Lo que más necesitamos son animales de montar —dijo mi tío—, que puedan llevarnos a nosotros y llevar nuestro equipaje.

—Os aconsejo caballos —dijo Arpad—. Más tarde, cuando tengáis que cruzar el desierto, quizá os convenga cambiarlos por camellos. Pero de momento vuestro destino es Bagdad, el viaje no es duro y los caballos os resultarán más rápidos y mucho más fáciles de manejar que los camellos. Mejor serían unas mulas, pero dudo que queráis gastar tanto dinero.

En gran parte de Oriente, y en la civilizada Europa, la mula, por su carácter apacible, obediente e inteligente, es la montura preferida de hombres y damas de alcurnia (me refiero con esto a personas muy ricas), y los muleros piden sin avergonzarse precios exorbitantes por estos animales. Mi padre y mi tío decidieron que no pagarían precios de este calibre, y que unos caballos nos servirían perfectamente.

Visitamos, pues, las diversas cuadras cercadas con cuerdas que se habían montado en la parte exterior del bazar, donde podía comprarse todo tipo de animales de montar y de carga: mulas, asnos, caballos de todas las razas, desde el exquisito caballo árabe hasta el robusto caballo de tiro, y también camellos y sus primos, los esbeltos dromedarios de carrera. Después de examinar muchos caballos mi padre, mi tío y el mayordomo se decidieron por cinco, dos castrados y tres yeguas, de buen aspecto y disposición, no tan pesados como los animales de tiro, pero no tan elegantes, ni mucho menos, como los caballos árabes de fina osamenta.

Comprar cinco caballos supuso regatear cinco veces por separado. En aquel bazar de Suvediye presencié por primera vez un sistema que con el tiempo acabaría aburriéndome, porque tuve que soportarlo en todos los bazares de Oriente. Me refiero al curioso procedimiento que utilizan los orientales para llevar a cabo una compra. Aunque el mayordomo Arpad en aquella ocasión se encargó amablemente de ello, el proceso fue largo y aburrido.

Arpad y el comerciante de caballos extendieron sus manos el uno hacia el otro pero dejando que sus largas mangas cubrieran las manos en contacto y las ocultaran a los demás: en todos los bazares hay siempre incontables mirones sin más ocupación que contemplar lo que hacen los demás. Luego Arpad y el comerciante movieron rápidamente sus dedos ocultos dando golpecitos a la mano del otro: el comerciante señalaba el precio que deseaba y Arpad el precio que estaba dispuesto a pagar. Yo aprendí las señales y las recuerdo bien, pero no voy a exponerlas ahora con todos sus complicados detalles. Baste decir que primero se dan golpes para indicar unidades sueltas o docenas o centenas, y los golpes repetidos, por ejemplo tres, indican la cifra tres o treinta o trescientos. Y así sucesivamente. El sistema permite incluso indicar fracciones, y hasta valores diferentes, cuando el comprador y el comerciante han de tratar en monedas distintas, por ejemplo dinares y ducados.

A medida que intercambiaban golpecitos, el comerciante de caballos fue reduciendo gradualmente sus demandas y el mayordomo fue aumentando sus ofertas. De este modo se abrieron camino a través de todos los precios razonables y de todas las extorsiones disparatadas que puedan concebirse. En Oriente incluso hay nombres para los diversos tipos de precios: el gran precio, el pequeño precio, el precio de ciudad, el precio bello, el precio fijo, el buen precio, e infinidad de denominaciones más. Cuando hubieron cerrado un trato mutuamente aceptable para el primer caballo tuvieron que repetir el proceso para cada uno de los cuatro, y en cada caso el mayordomo tuvo que consultar de vez en cuando con nosotros, para no excederse de su autoridad o de nuestra bolsa.

Cualquiera de estas sesiones se hubiese podido llevar a cabo fácilmente hablando, pero nunca se procede así, porque el secreto que envuelve el sistema de la mano y la manga beneficia tanto al comprador como al vendedor: en efecto, nadie más se entera del precio pedido originalmente ni del acordado al final. De este modo a veces un comprador puede obligar a un comerciante a reducir su precio a una cifra que le avergonzaría decir en voz alta, pero al final puede decidirse a vender a este precio, sabiendo que el siguiente comprador no estará enterado y no podrá aprovecharse de ello. O bien un comprador muy interesado en adquirir un artículo y que no desea regatear mucho por su precio puede pagarlo sabiendo que los espectadores no se burlarán de él tomándolo por un tonto derrochador.

Nuestras cinco transacciones acabaron cuando casi se ponía el sol, y no nos quedó tiempo aquel día para comprar sillas de montar, ni ninguno de los objetos de nuestras listas. Tuvimos que volver al palacio, visitar su hammam y limpiarnos a fondo para ponernos luego nuestros mejores trajes y acudir a la cena. Arpad había dicho que la cena sería un banquete, la tradicional fiesta, exclusivamente masculina, de la víspera de una boda. Mientras nos restregaban y nos aporreaban en el hammam mi padre dijo preocupado a mi tío:

—Mafio, tenemos que llevar algún regalo para el ostikan o su hijo o la novia de éste, suponiendo que no debamos llevar un regalo para cada uno de ellos. No se me ocurre qué regalo podríamos hacer. Peor aún, no se me ocurre nada que podamos pagar. La compra de las monturas ha disminuido mucho nuestro presupuesto y todavía tenemos que comprar muchas cosas más.

—No te preocupes. Ya he pensado en ello —dijo mi tío con su habitual confianza—. He visitado la cocina donde preparan el banquete. Los cocineros para dar color y condimentar la comida utilizan una planta que yo he probado. ¿Puedes imaginar qué es? Es càrtamo común, azafrán bastardo. No tienen ni pizca de azafrán auténtico. O sea que entregaremos al ostikan una tableta de nuestro buen azafrán dorado y le encantará más que los pendientes dorados que todo el mundo debe de estar regalándole.

A pesar de su decrepitud, el palacio tenía un comedor bastante grande, y aquella noche necesitaba serlo, porque los varones invitados por el ostikan constituían por sí solos una multitud tremenda. La mayoría eran armenios y árabes, contándose entre los primeros la familia «real». Bagratunian y sus parientes, próximos o lejanos; más los funcionarios del palacio y del gobierno; más lo que supuse era la nobleza de Suvediye, más una legión de visitantes procedentes de otros lugares de la Armenia Menor y del resto de levante. Al parecer todos los árabes pertenecían a la tribu avedí, que debía de ser muy importante, pues todos afirmaban que eran jeques de mayor o menor rango. Mi padre, mi tío, los dos dominicos y yo mismo no éramos los únicos extranjeros, porque toda la familia circasiana de la novia había llegado para esta fiesta desde las montañas del Cáucaso, en el norte. Debo decir que eran gente extraordinariamente bella como es fama de todos los circasianos, y que eran con mucho los hombres más guapos de la reunión aquella noche.

El banquete en sí estuvo formado por dos comidas separadas, servidas simultáneamente, comprendiendo cada una innumerables platos. Los que nos sirvieron a nosotros y a los cristianos armenios eran los más variados, porque no estaban limitados por las supersticiones de los infieles. Los platos que llevaban a los musulmanes tenían que excluir toda la variedad de alimentos que su Corán les prohíbe comer: cerdo, como es sabido, y marisco, y la carne de cualquier animal que viva en un agujero, tanto si es un agujero en el suelo, en un árbol o en el fango bajo el agua.

No me fijé mucho en la comida que sirvieron a los invitados árabes, pero recuerdo que el plato principal de los cristianos fue una cría de camello rellena con un cordero, relleno a su vez con una oca rellena a su vez con cerdo picado, pistacchios, uvas pasas, piñones y especias. También había berenjenas, calabacines y hojas de vid todo ello relleno. Para beber había sorbetes hechos de nieve todavía congelada, traída desde Dios sabe dónde, y por Dios sabe qué rápido sistema y a Dios sabe qué precio. Los sorbetes eran de diferentes sabores, limón, rosa, membrillo, melocotón, y todos estaban perfumados con nardo e incienso. En cuanto a los dulces, había pastas con mantequilla y miel, tan crujientes como un panal, y una pasta llamada halwah, confeccionada con almendras molidas, y tartas de lima, y pastelillos hechos increíblemente con pétalos de rosas y flores de azahar, y una conserva de dátiles rellena con almendras y clavo. Hubo también el qahwah maravilloso y único, y vinos de muchos colores diferentes, y otros licores embriagadores.

Los cristianos se emborracharon rápidamente con estas bebidas, y los árabes y los circasianos no les fueron muy a la zaga. Es bien sabido que el Corán prohíbe a los musulmanes beber vino, pero no es tan conocido el hecho de que muchos musulmanes observan este mandamiento precisamente al pie de la letra. Me explicaré. En la época en que el profeta Muhammad escribió el Corán el vino debía de ser la única bebida embriagadora, y no se le ocurrió prohibir todas las sustancias embriagadoras que pudiesen descubrirse o inventarse con posterioridad. De este modo muchos musulmanes, incluso los de más estricta observancia religiosa en otros aspectos, se sienten libres, especialmente en una ocasión festiva, para beber cualquier líquido embriagador no hecho de uvas, como el vino, y también para masticar la hierba llamada según los lugares hachís, banj, bhang y ghanja, que puede extraviar a una persona con tanta fuerza como cualquier vino.

En el banquete de aquella noche sirvieron bebidas vivaces en las que el profeta no había ni soñado, como un líquido brillante de color de orines llamado abiyau, que se elabora a partir de cereales, y el araq, que se extrae de los dátiles, y algo llamado medhu, que es una esencia de miel, y también tacos gomosos de hachís para masticar, o sea que los árabes y los circasianos, si se exceptúan algunos santos ancianos de entre ellos, se pusieron todos tan parlanchines, alegres, polémicos y lacrimosos como los cristianos. Bueno, no todos los cristianos, porque si bien mi tío estaba bastante legañoso y propenso al canto, mi padre, los frailes y yo nos abstuvimos.

Había una banda de músicos, o de acróbatas, y era difícil decidirse por el nombre, porque mientras tocaban efectuaban las más extraordinarias cabriolas, trucos y contorsiones. Sus instrumentos eran gaitas, tambores y laúdes de cuello largo, y yo habría calificado su música de terrible griterío si no me hubiera admirado, supongo, que pudieran tocar y al mismo tiempo dar volteretas o caminar sobre las manos y saltar sobre los hombros de sus compañeros.

Los invitados estaban arrodillados o en cuclillas o medio reclinados sobre cojines de diván alrededor de los manteles que cubrían toda la superficie del suelo, excepto en los estrechos pasillos por donde los camareros y los sirvientes transitaban medio agachados. Los invitados se levantaban individualmente o en grupo e iban en fila a presentar al ostikan y a su hijo, que estaban sentados sobre una tarima algo más alta que el resto de la gente, los regalos que habían llevado para aquella ocasión. Se arrodillaban, hacían reverencia con la cabeza y levantaban en sus manos aguamaniles, fuentes y platos de oro y plata, broches con joyas, tiaras y medallones de tul, telas de seda enhebrada en oro, y muchos otros objetos valiosos.

Aquélla noche descubrí que en las tierras de Oriente quien recibe un regalo ha de dar a cambio no sólo las gracias sino un regalo por lo menos tan rico como el que le dan. Una y otra vez a lo largo de mis viajes tendría ocasión de contemplar este intercambio, y de ver a muchos donantes alejarse con algo de un valor incalculablemente superior al del regalo que hizo. Pero aquella noche la costumbre más que impresionarme me divirtió. Porque el ostikan Hampig tenía un alma de contable y cumplía con la costumbre limitándose a entregar a cada nuevo donante algún objeto del montón de piezas valiosas que había recibido de anteriores donantes. El resultado no era más que un rápido trasiego de regalos, y al final el conjunto de los invitados volvería a casa con los mismos objetos que había llevado, pero cada cual con el de otro.

Hampig sólo rompió una vez con esta rutina. Fue cuando nos llegó el turno de levantarnos y avanzar hacia la tarima. Como mi tío había predicho, el ostikan se emocionó tanto al recibir la tableta de azafrán que ordenó a su hijo Kagig que se levantara y corriera a buscar algo extraordinario para recompensarnos. Kagig volvió con tres objetos que de entrada parecían bastante normales, como lo parece un bloque de azafrán. Parecían tres simples bolsitas de cuero. Pero cuando Hampig las entregó reverentemente a mi padre vimos que eran bolsas de ciervo almizclero llenas de los preciosos granos de almizcle que se obtienen de este ciervo. Los tres escrotos de ciervo iban provistos de largas cuerdas de cuero crudo, por un motivo que Hampig explicó:

—Si conocéis el valor de estas bolsas, messieurs, os las colgaréis y ataréis detrás de vuestros propios testículos y las llevaréis allí escondidas y seguras durante vuestro viaje.

Mi padre dio gracias muy sinceras por el regalo, y mi tío hizo un exagerado y ebrio discurso de gratitud que podría haber continuado indefinidamente si no lo hubiese interrumpido un ataque de tos. No me di cuenta de lo realmente precioso que era aquel regalo y de lo extraordinario que resultaba el hecho en un espíritu contable como el de Hampig, hasta que mi padre me dijo después que el valor de las tres bolsas llenas de almizcle equivalía fácilmente a lo que habíamos gastado aquella noche en el bazar.

Cuando hicimos nuestra última reverencia al ostikan y volvimos de la tarima, su hijo nos siguió tambaleándose hasta nuestro mantel. Como es natural nuestro mantel estaba bastante lejos de la tarima de honor, entre algunos invitados de aspecto bárbaro e inferior categoría, quizá algunos parientes pobres del campo. Kagig, que por entonces estaba tan borracho como cualquiera de los asistentes, nos dijo que quería sentarse un rato con nosotros porque su futura se nos parecía más que a cualquier otro invitado de su pueblo. Seoseres era circasiana, y por lo tanto de piel clara, según nos dijo, con cabello castaño y rasgos de incomparable belleza. Se extendió prolijamente sobre su belleza:

—¡Más hermosa que la luna!

Y sobre su suavidad:

—¡Más suave que el viento de poniente!

Y sobre su dulzura:

—¡Más dulce que la fragancia de las rosas!

Y sobre sus demás virtudes:

—Tiene catorce años, una edad quizá algo excesiva para el matrimonio, pero es tan virgen como una perla sin perforar y sin ensartar. Tiene educación y puede hablar con conocimiento sobre toda una serie de temas que incluso yo desconozco totalmente. Filosofía y lógica, los cánones del gran doctor Avicena, los poemas de Maynun y de Laila, las matemáticas llamadas geometría y al-yebr

Creo que nosotros, los oyentes, dudábamos legítimamente de que la psi Seoseres pudiera ser tan sublime. Porque de lo contrario ¿cómo aceptaría casarse con un basto armenio de labios de hígado, desprovisto de nuca y tan preocupado por evitar que las uñas de sus pies cayeran en manos de los brujos? Creo que nuestras dudas debieron de traslucirse en nuestros rostros, y que Kagig se dio cuenta de ello, porque al final se levantó, abandonó tambaleándose el comedor y subió a gatas las escaleras para sacar a la princesa de la habitación donde estaba secuestrada. Apareció luego arrastrándola hacia abajo y tirando de una de sus muñecas, mientras ella intentaba desesperadamente resistir, aunque al mismo tiempo trataba de ocultar cualquier demostración de rebeldía impropia de una esposa. Él la llevó hasta el comedor, la puso delante de todos y le quitó el chador que cubría su rostro.

De no estar todos los invitados ocupados con los platos que tenían delante y de no estar la mayoría borrachos perdidos, probablemente alguien habría impedido que Kagig cometiera aquel acto de grosería. Desde luego la entrada forzada de la chica provocó considerables murmullos en el comedor, siendo los más vehementes e irritados los de los parientes de ella. Algunos santos musulmanes se cubrieron el rostro, y varios ancianos cristianos miraron a otro lado. Pero el resto, aunque deploráramos el mal comportamiento de Kagig y la consiguiente conmoción, pudimos disfrutar del resultado. Porque la psi Seoseres era realmente una excelente representante de un pueblo famoso por su belleza.

Su cabello era largo y ondulado, su figura de increíble hermosura, su rostro tan maravilloso que los ligeros adornos de al-kohl alrededor de los ojos y de zumo de cerezas rojas sobre los labios eran totalmente innecesarios. La blanca piel de la chica enrojeció de vergüenza, y sólo durante un instante nos dejó ver sus ojos castaños como el qahwah, porque después bajó la vista y la mantuvo fija en el suelo. Pero aun así podíamos contemplar su frente sin tacha, sus largas pestañas, su perfecta nariz, su encantadora boca y su delicada barbilla. Kagig la obligó a permanecer allí por lo menos un minuto entero, mientras él hacía inclinaciones y gestos de presentación dignos de un payaso. Luego, cuando soltó su muñeca, ella salió corriendo de la sala y desapareció de nuestra vista.

Los armenios, según se dice, habían sido en otras épocas gente buena y valiente que llevó a cabo intrépidas hazañas guerreras. Pero en nuestra época han quedado reducidos a pobres simulacros de personas que no sirven para nada, sólo para beber y estafar en los bazares. Esto había oído yo contar, y esto demostró el hijo del ostikan. Con ello no me refiero a la presentación de su futura esposa a los hombres del banquete, sino a lo que sucedió después.

Cuando Seoseres se hubo ido, Kagig se derrumbó de nuevo sobre nuestro mantel entre mi padre y yo, dirigió a todos una torcida sonrisa de satisfacción y preguntó a quienes pudiesen oírle:

—¿Qué os ha parecido, eh?

Los parientes de la chica que estaban cerca respondieron únicamente con miradas asesinas; los demás hombres sentados cerca de nosotros se limitaron a murmurar frases respetuosas de alabanza. Kagig se pavoneó como si le estuvieran dirigiendo los cumplidos a él, y se dedicó a emborracharse todavía más y a mostrarse aún más vil. Sus continuos elogios de la princesa empezaron a referirse menos a la belleza de su rostro que al atractivo de algunas partes de su cuerpo, y sus afectadas sonrisas se convirtieron en impúdicas risitas, y sus labios color de hígado babearon. Al cabo de poco rato estaba tan empapado de vino y de lujuria que se puso a murmurar:

—¿Por qué esperar? ¿Por qué debo esperar yo a que el viejo Dimiryian grazne cuatro palabras sobre los dos? Yo soy ya su marido, y sólo me falta el título. ¿Qué diferencia hay entre esta noche y mañana por la noche…?

De repente se desembarazó de los cojines, salió tambaleándose del comedor y empezó a subir ruidosamente las escaleras. Como ya he dicho el palacio no era de construcción muy sólida. O sea que cualquier invitado que se preocupara de afinar el oído, como yo hice, pudo oír lo que sucedió a continuación. Sin embargo, ningún asistente más, ni siquiera el ostikan o los circasianos que podían estar más interesados, se dio cuenta al parecer de la salida repentina de Kagig ni de los sonidos que siguieron. Yo sí me di cuenta, y lo propio les sucedió a mi sobrio padre y a nuestros dos frailes. Escuchando atentamente pude oír golpes distantes y gritos y órdenes indistintas y débiles protestas y luego unos golpes más, que se transformaron en una pulsación regular e insistente de golpes. Mi padre y los frailes se levantaron del mantel, lo mismo hice yo y todos ayudamos a levantarse a tío Mafio. Los cinco hicimos nuestros saludos al anfitrión Hampig, quien estaba ya borracho y le importaba un comino que nos quedáramos o nos fuéramos, y marchamos a nuestros aposentos.

A la mañana siguiente los Polo fuimos de nuevo al bazar, acompañados otra vez por el mayordomo Arpad. Fue un acto heroico por parte suya acompañarnos y ayudarnos, porque era evidente que todavía sufría los efectos de la anterior noche de borrachera. Pero a pesar de su dolor de cabeza actuó con eficacia como nuestro regateador de mano en manga durante otra aburrida serie de interminables transacciones. Compramos sillas de montar, y albardas, bridas y mantas, y lo mandamos todo junto con nuestros caballos a los establos del palacio, a punto para partir. Compramos odres de cuero para el agua, y muchos sacos de frutos secos y de uvas pasas, y grandes quesos de cabra recubiertos con una gruesa capa de cera para su conservación. Arpad nos recomendó que compráramos una cosa llamada kamàl. Era un rectángulo de tiras de madera del tamaño de la palma de la mano, como el marquito vacío de un cuadro, del cual pendía un largo cordel.

—Cualquier viajero —dijo Arpad— puede determinar a partir del sol o de las estrellas las direcciones del norte, del este, del oeste y del sur. Vosotros vais hacia Oriente y podréis calcular el trecho recorrido cada día sabiendo vuestro ritmo de marcha. Pero a veces os costará apreciar la desviación hacia el norte o hacia el sur sufrida por vuestra marcha en relación al este, y el kamàl os permitirá conocerla.

Mi padre y mi tío lanzaron exclamaciones de sorpresa e interés. Arpad se tapó delicadamente los oídos con ambas manos, porque sin duda los ruidos le afectaban.

—Los árabes son infieles —dijo— y no se merecen respeto ni admiración, pero inventaron este útil instrumento. Vos lo utilizaréis, joven monsieur Marco, y os voy a mostrar cómo. Ésta noche, cuando salgan las estrellas, poneos de cara al norte y sujetad el kamàl con el brazo estirado. Acercadlo y alejadlo de vuestro rostro hasta que el borde inferior del marco descanse sobre el horizonte septentrional y la Estrella del Norte coincida con la punta superior del marco. Luego haced un nudo en la cuerda de modo que aguantando el nudo entre los dientes la longitud de la cuerda sea tal que el rectángulo quede siempre a la misma distancia de vuestro ojo.

—Muy bien, mayordomo Arpad —dije obediente—. ¿Qué más?

—Cuando os dirijáis hacia Oriente desde aquí encontraréis tierras casi planas y el horizonte quedará siempre más o menos a nivel. Cada noche situad el kamàl a la distancia que permita el nudo de la cuerda de modo que la barra inferior del rectángulo coincida con el horizonte septentrional. Si la Estrella del Norte continúa sobre la barra superior estaréis al este exacto de Suvediye. Si la estrella ha subido perceptiblemente por encima de la barra de madera, os habréis desviado hacia el norte del este. Si la estrella queda por debajo de la barra habréis derivado hacia el sur.

Cazza beta! —exclamó admirado mi tío.

—El kamàl puede hacer más cosas —explicó el mayordomo—. Poned una chapita con el nombre de Suvediye en el primer nudo que hagáis, joven Marco. Luego cuando lleguéis a Bagdad volved a situar el rectángulo acercándolo o alejándolo del rostro de modo que quede ajustado entre el horizonte septentrional y la Estrella del Norte, haced otro nudo en la cuerda a esta distancia y mareadlo con el nombre de Bagdad. Si continuáis de este modo haciendo y marcando un nuevo nudo de horizonte para cada destino que alcancéis, sabréis siempre, a medida que vayáis hacía Oriente, si estáis al norte o al sur de vuestra última etapa, o de cualquiera de las etapas anteriores.

Consideramos el kamàl como un elemento muy útil para nuestro equipo de viaje y pagamos satisfechos su precio, después de que Arpad y el mercader hubieran regateado largamente y fijado la suma en unos cuantos y ridículos sahis de cobre. Luego compramos muchas cosas más que creímos necesarias para el camino, y también unas cuantas comodidades y pequeños lujos de los cuales podíamos haber prescindido.

Hasta la tarde de aquel día no volvimos a ver a ninguno de los demás participantes en el banquete de la noche anterior. Nos los encontramos de nuevo cuando nos reunimos todos en la iglesia de San Gregorio de Suvediye para oír la misa nupcial. A juzgar por los ojerosos rostros de los congregados y por algún gemido ocasional medio reprimido, la mayoría de los hombres estaban sufriendo todavía, como Arpad, los efectos de sus excesos en aquel banquete. Quien tenía peor aspecto era el novio. Podía habérmelo imaginado satisfecho o presumido o culpable, pero sólo parecía más torpe que de costumbre. La novia iba tan tapada con sus velos que no pude ver su expresión, pero su guapa madre y las demás parientas mostraban ojos de enorme irritación que brillaban a través de las rendijas de sus velos chador.

La boda procedió sin incidentes, y nuestros dos frati, casi irreconocibles en las llamativas vestimentas de la Iglesia armenia, ayudaron al metropolitano a celebrar el servicio. Luego los casados y toda la congregación salieron en tropel de la iglesia para celebrar otro banquete en el palacio. Como es natural, en esta ocasión se permitió que asistieran las invitadas, todas excepto las musulmanas. Hubo de nuevo espectáculo de acróbatas con música, y actuación de conjuradores, cantantes y bailarines. Mientras la tarde era todavía joven, los recién casados, él con aire apenado y ella más triste incluso de lo que cabría esperar en una novia de aquel patán, unieron sus manos bajo la dirección del metropolitano, y cuando éste hubo dicho en armenio una plegaria a su intención los dos subieron pesadamente las escaleras hacia su cámara nupcial, acompañados por algunas expresiones bastas y por aplausos medio sinceros de los invitados.

En esta ocasión el ruido en la sala era intenso, causado principalmente por los músicos y bailarines, y ni mi oído inquisitivo pudo captar sonido alguno identificable que denotara la consumación del matrimonio. Pero al cabo de un rato se oyeron unos cuantos golpes sordos y fuertes y algo que se parecía sospechosamente a un grito distante, audible incluso por encima de la música. Y de repente apareció de nuevo Kagig, con las ropas en desorden como si se las hubiese quitado y se las hubiese echado otra vez encima de cualquier manera. Bajó por la escalera golpeando el suelo con pasos irritados y entró en el comedor. Se fue directo a la jarra de vino más próxima y desdeñando un vaso la vació hasta la vertical.

Yo no era el único que observó su entrada. Pero creo que los demás invitados, asombrados al ver que el marido abandonaba a su novia en la noche de bodas, al principio fingieron no enterarse. Sin embargo él empezó a maldecir y a blasfemar en voz alta, o al menos este tono tenían para mí las palabras armenias que pronunciaba, y ya nadie pudo ignorar su presencia. Los circasianos empezaron a rezongar de nuevo, y el ostikan Hampig gritó ansiosamente algo parecido a:

—¿Qué demonios te pasa, Kagig?

—¡Pues que muy mal! —exclamó el joven, o así me lo contaron luego, porque él estaba demasiado turbado para hablar otro idioma que no fuera el armenio—. Mi nueva esposa ha resultado una puta, y esto es lo que va mal.

Varias personas lanzaron protestas y refutaciones, y los circasianos exclamaron algo que significaba probablemente:

—¡Embustero!

Y:

—¡Cómo te atreves!

—¿Creéis que no sé distinguir? —replicó con rabia Kagig, según me dijeron luego—. Estuvo llorando durante toda la ceremonia, detrás de su velo, porque sabía lo que yo pronto iba a descubrir. Lloraba cuando fuimos juntos a nuestra habitación, porque se acercaba el instante de la revelación. Lloraba cuando los dos nos desnudamos, porque estaba a punto de hacerse patente su perfidia. Lloró más fuerte todavía cuando la abracé. Y en el momento crucial, ¡no lanzó el grito que debía haber lanzado! O sea que investigué y no pude encontrar su virginidad, ni vi mancha alguna de sangre en la cama, ni…

Uno de los parientes le interrumpió, gritando:

—Oh, perro mestizo de armenio, ¿no recuerdas nada?

—Recuerdo que me prometieron una virgen. Por mucho que tú grites o por mucho que ella llore esto no cambiará el hecho de que otro hombre la poseyó antes que yo.

—¡Maldito difamador! ¡Miseria de hombre! —gritaron los circasianos sacando espuma de la boca—. Nuestra hermana Seoseres no estuvo nunca con un hombre.

Intentaban todos lanzarse contra Kagig, pero otros invitados los retenían.

—En tal caso hizo el amor con un falocripto —gritó Kagig furiosamente—. Con una estaca de tienda o con un pepino o con una de estas esculturas haramlik. Pero lo único que podrá amarla otra vez será un objeto de éstos.

—¡Oh, putrefacción! ¡Oh, escupitajo! —bramaron los circasianos, debatiéndose contra quienes los retenían—. ¿Has hecho daño a nuestra hermana?

—¡Debería haberlo hecho! —gruñó Kagig—. Debería haber cortado su falsa lengua y habérsela metido entre las piernas. Tendría que haber puesto aceite a hervir y haberlo vertido en su profanado agujero. Tendría que haberla clavado viva en el portal del palacio.

Ante esto, varios de sus propios parientes le agarraron, le sacudieron sin miramientos y le preguntaron.

—¡Deja esto! ¿Qué le hiciste?

Se deshizo con esfuerzo de ellos, puso más o menos su ropa en su lugar con un gesto petulante, y contestó:

—Sólo hice lo que un marido cornudo tiene derecho a hacer y voy a pedir la anulación de este matrimonio frustrado.

No sólo los circasianos, sino también los árabes y los armenios, le dirigieron a gritos todo tipo de insultos y de injurias. Hubo tanta conmoción, se tiraron tanto de los cabellos y de las barbas y se rasgaron tanto las vestiduras que pasaron varios minutos antes de que alguien pudiera sosegarse lo bastante para contar de modo coherente al detestable marido lo que había hecho en plena borrachera y luego había olvidado. Fue su padre, el ostikan Hampig, quien se lo contó entre lágrimas:

—Oh, desgraciado Kagig, fuiste tú quien desfloró a la muchacha. Fue anoche, en la víspera de tu boda. Pensaste que sería ingenioso y divertido anticiparte a tus derechos maritales. Fuiste escaleras arriba y la forzaste sobre la cama y luego te pavoneaste de ello en esta misma habitación. Me costó terriblemente convencer a su gente para que no te matara y anticipara su viudez. La princesa es libre de toda culpa. Fuiste tú. ¡Tú mismo!

Los gritos en la sala redoblaron en intensidad:

—¡Cerdo!

—¡Carroña!

—¡Putrefacción!

Kagig empalideció, contrajo sus gruesos labios y por vez primera que yo sepa actuó como un hombre. Mostró auténtica pena, pidió castigo para sí, como si lo deseara en realidad, gritando:

—Que todos los carbones del infierno se amontonen ardientes sobre mi cabeza. De veras que yo amaba a la bella Seoseres, y sin embargo ahora le he cortado la nariz y los labios.

6

Mi padre me tiró de la manga y él, mi tío y yo nos apartamos discretamente de la frenética multitud y salimos del comedor.

—Esto no es pan para mis dientes —dijo mi padre frunciendo el ceño—. El ostikan está en apuros, y cualquier soberano en apuros puede multiplicar por tres los apuros de quienes le rodean.

—Está claro que no nos puede echar la culpa de nada —dije.

—Cuando la cabeza duele, todo el cuerpo puede sentir el dolor. Creo que lo mejor será que carguemos los caballos y partamos al alba. Vámonos a nuestras habitaciones y empecemos a hacer los equipajes.

Allí se nos reunieron los dos dominicos que expresaron con vehemencia la náusea y el asco que les daba lo que Kagig había hecho, como si sólo ellos tuviesen sensibilidades capaces de ofenderse.

—Ja, ja —dijo tío Mafio sin bromear—. Éstos son cristianos como nosotros. Todavía no hemos llegado a los auténticos bárbaros.

—Esto es lo que más nos preocupa —dijo el hermano Guglielmo—. Tenemos entendido que estas horrendas crueldades son de práctica común en la lejana Tartaria.

Mi padre observó sin inmutarse que, según le habían contado, también en Occidente se cometían atrocidades.

—A pesar de todo —dijo el hermano Nicolò—, creo que no podremos ejercer competentemente nuestro ministerio entre monstruos de la calaña de estas gentes hacia las cuales pretendéis llevarnos. Deseamos que se nos excuse de nuestra misión predicadora.

—¿Esto queréis? —Mi tío tosió, carraspeó y escupió—. ¿Pretendéis desertar antes de emprender la marcha? Pues aunque os pese, nosotros nos hemos comprometido y vosotros igual que nosotros.

El hermano Guglielmo dijo glacialmente:

—Quizá el hermano Nico no se ha expresado con la suficiente claridad. No os estamos pidiendo permiso, miceres, os estamos comunicando nuestra decisión. La conversión de estos salvajes exigirá más… más autoridad de la que poseemos. Y las Escrituras dicen: «Aparta tu pie del mal. Quien toque la pez se manchará con ella». Renunciamos a acompañaros.

—¿No imaginasteis, supongo, que esta misión sería fácil y agradable? —dijo mi padre—. Como dice un viejo proverbio: nadie sube al cielo sobre un almohadón.

—¿Un almohadón? Fichévelo! —bramó mi tío sugiriendo un uso especial para un almohadón—. ¡Hemos pagado dinero contante y sonante para comprarles caballos a estos dos manfroditi!

—No es probable que se nos convenza aplicándonos sucias denominaciones —dijo el hermano Nicolò altaneramente—. Como recomendaba el apóstol Pablo, evitamos charlas profanas y vanas. La nave que os trajo aquí se prepara para zarpar hacia Chipre, y cuando lo haga nosotros estaremos a bordo.

Mi tío habría estallado de nuevo, utilizando probablemente palabras que los sacerdoti raramente tienen ocasión de oír, pero mi padre le hizo callar con un gesto, diciendo:

—Deseamos emisarios de la Iglesia para demostrar al kan Kubilai el valor y la superioridad del cristianismo sobre las demás religiones. Éstas ovejas con vestiduras sacerdotales no creo que sean los mejores ejemplos que podamos enseñarle. Id a vuestra nave, hermanos, y que Dios os acompañe.

—Idos rápidamente, Dios y vosotros —gritó mi tío. Cuando hubieron reunido sus pertenencias y abandonado los aposentos, gruñó—: Estos dos aprovecharon únicamente la excusa de nuestra empresa para huir de las malas mujeres de Acre. Ahora se aprovechan de este feo incidente como una excusa para huir de nosotros. Se nos pidió que lleváramos doscientos sacerdotes y nos dieron dos flojas y viejas zitelle. Ahora ya no tenemos ni eso.

—Bueno, es menos doloroso perder a dos que a cien —dijo mi padre—. El proverbio dice que es mejor caerse de una ventana que del tejado.

—No me importa perder a estos dos —dijo tío Mafio—. ¿Y ahora qué? ¿Continuamos nosotros? ¿Sin llevarle al kan ningún clérigo?

—Le prometimos que regresaríamos —dijo mi padre—. Y ya hemos estado fuera mucho tiempo. Si no regresamos el kan perderá su fe en la palabra de cualquier occidental. Puede cerrar sus puertas a todos los mercaderes viajeros, incluyéndonos a nosotros, y nosotros somos mercaderes por encima de todo. No tenemos sacerdotes que llevarle, pero disponemos de suficiente capital, nuestro azafrán y el almizcle de Hampig, que podemos multiplicar allí y transformar en una estimable fortuna. Yo digo que sí, que continuemos. Aplicaremos a Kubilai que nuestra Iglesia sufre los desórdenes del interregno papal. Lo cual es bastante cierto.

—Estoy de acuerdo —asintió tío Mafio—. Continuemos. Pero ¿qué hacemos con este vástago?

Los dos se me quedaron mirando.

—No podemos devolverlo todavía a Venecia —dijo mi padre pensativo—. Y el buque inglés vuelve a Inglaterra, pero podría tomar en Chipre algún navío que zarpara para Constantinopla…

Yo dije rápidamente:

—Ni siquiera a Chipre voy a ir con estos dos cobardes dominicos. Podría caer en la tentación de hacerles algo, y esto sería un sacrilegio que pondría en peligro mis esperanzas de salvación.

Tío Mafio se echó a reír y dijo:

—Pero si le dejamos aquí y estos circasianos desencadenan una venganza de sangre contra los armenios, Marco puede llegar al cielo antes de lo previsto.

Mi padre suspiró y me dijo:

—Nos acompañarás hasta Bagdad. Allí buscaremos alguna caravana de mercaderes que se dirija a Occidente pasando por Constantinopla. Irás a visitar a tu tío Marco. Puedes quedarte con él hasta que regresemos, o si te enteras de que un nuevo dogo ha sucedido a Tièpolo, puedes tomar un buque para Venecia.

Creo que nosotros fuimos las únicas personas en todo el palacio de Hampig que intentaron dormir aquella noche. Y dormimos poco, porque todo el edificio temblaba sacudido por fuertes pasos y gritos encolerizados. Los invitados circasianos se habían vestido con todas las ropas de color azul celeste que suelen ponerse en señal de duelo, pero era evidente que rondaban el edificio sin preocuparse por el luto, amenazando con vengar la mutilación de su Seoseres, y los armenios intentaban aplacarlos con idéntica vehemencia, o por lo menos intentaban gritar tanto como ellos. El tumulto estaba en pleno auge cuando salimos montados del patio de las caballerizas de palacio dirigiéndonos hacia la luz del alba que apuntaba por Oriente. Ignoro cómo acabaron los personajes que dejamos detrás nuestro: si los dos cobardes frailes consiguieron llegar sanos y salvos a Chipre, o si los malditos Bagratunian sufrieron alguna venganza a manos de los parientes de la princesa. Desde aquel día no he vuelto a tener noticias de ellos. Y aquel día he de confesar que no me preocupaban ellos, sino el mantenerme derecho sobre mi silla.

Los únicos transportes que yo había utilizado en mi vida eran de navegación. O sea que mi padre embridó y ensilló la yegua para mí, y me pidió que mirara cómo lo hacía porque en adelante tendría que hacerlo yo mismo. Yo repetí su demostración. Puse el pie izquierdo en el estribo, boté brevemente sobre el pie derecho, subí entusiasmado a lo alto, pasé la pierna derecha por encima, aterricé de golpe y a horcajadas sobre el duro asiento y lancé un aullido de dolor. Cada uno de nosotros, siguiendo las instrucciones del ostikan, llevaba una de las bolsas de cuero con almizcle atada debajo mismo de la horcajadura, y esto fue lo que sentí debajo mío cuando caí de golpe, y durante unos breves minutos de agonía y contorsiones pensé que quizá aquel escroto seco me había costado mis propios testículos.

Mi padre y mi tío se dieron la vuelta de repente, con los hombros estremeciéndose, para cuidar de sus propias monturas. Gradualmente me fui recuperando y ajusté la bolsa de almizcle para que no pusiera de nuevo en peligro mis partes vitales. Me di cuenta de que por primera vez estaba sentado en lo alto de un animal y pensé que hubiese preferido comenzar con otro no tan alto, quizá un asno, porque tenía la sensación de estar colgado a gran altura y de modo inseguro, muy lejos del suelo. Pero permanecí en la silla mientras mi padre y mi tío montaban en las suyas, y cada uno de ellos cogió las riendas de uno de los caballos sobrantes, sobre los cuales habíamos cargado todos nuestros equipajes y pertrechos de viaje. Salimos del patio y nos dirigimos al río cuando empezaba a despuntar el alba.

Al llegar a la orilla nos dirigimos río arriba hacia la brecha abierta entre las colinas por donde el río irrumpía hacia el mar desde tierra adentro. Muy pronto la conmocionada ciudad de Suvediye quedó a nuestras espaldas, luego le sucedió lo mismo a las ruinas de las anteriores Suvediyes, y al final entramos en el valle del Orontes. Era una maravillosa y tibia mañana, y el valle presentaba una vegetación exuberante: verdes huertos de frutales que separaban extensos campos con cebada plantada en primavera, que ya estaba dorada y madura para la cosecha. A pesar de lo temprano de la hora las campesinas estaban ya segando el grano. Sólo pudimos ver unas cuantas inclinadas sobre sus cuchillos, pero sabíamos que había muchas más trabajando, porque oíamos un ruido multitudinario de cuchillos. En Armenia todos los trabajadores del campo son mujeres, y como los tallos de cebada son duros y ásperos y pueden herirles la piel, las mujeres llevaban tubos de madera en los dedos cuando trabajaban. El número y la actividad de estos dedos creaba un penetrante ruido de traqueteo que hubiese podido confundirse con el de un incendio propagándose entre las espigas.

Cuando hubimos dejado atrás las tierras de labranza, el valle continuó verde y lleno de color y de vida. Encontramos vastos y extensos plátanos de color verde oscuro, llamados en esa región árboles chinar, cuya sombra es tan agradable, y cardos de tigre de color verde intenso, y generosos árboles espinosos llamados azufaifos, de hojas plateadas, que ofrecen al viajero un fruto dorado parecido a la ciruela, el cual puede comerse tanto fresco como seco. Vimos rebaños de cabras que ramoneaban los cardos de tigre; y sobre cada una de las chozas de barro donde se recogían los rebaños se encontraba el nido de una cigüeña, un montón de escuálidas ramas colocadas en lo alto del techo; también había naciones enteras de palomas, conteniendo cada bandada tantas aves como hay en toda Venecia; había águilas reales, casi siempre volando, porque cuando se posan son muy torpes y vulnerables y han de correr y esforzarse y batir mucho rato sus alas antes de poder levantar el vuelo.

En Oriente un viaje por tierra recibe el nombre farsi de karwan o caravana. Nosotros estábamos en una de las principales rutas de caravanas este-oeste, y a intervalos cómodos de unos seis farsaj, o sea cada quince millas, había uno de los lugares de parada llamados caravasar. Íbamos, pues, a paso tranquilo sin esforzarnos ni forzar a nuestros caballos, porque siempre podíamos encontrar al anochecer una de estas posadas a orillas del Orontes.

No recuerdo muy bien el primero de esos lugares, porque aquella noche estaba demasiado ocupado con mi propia incomodidad. Durante nuestro primer día de marcha impusimos a nuestras monturas un ritmo de paseo, y yo encontré el viaje agradable y en varias ocasiones desmonté y monté de nuevo sin que la marcha me afectara en lo más mínimo. Sin embargo en el caravasar, cuando finalmente bajé de mi silla para pasar la noche, descubrí que estaba magullado y dolorido. La espalda me dolía como si me hubiesen apaleado, las partes interiores de mis piernas estaban irritadas y ardientes, los tendones de mis muslos estaban tan distendidos y doloridos que me sentía como si tuviera que andar ya siempre con las piernas arqueadas. Pero las molestias disminuyeron gradualmente y en pocos días pude montar mi caballo al paso y dar medios galopes y galopes intermitentes, e incluso ir al trote, que es la andadura más dura, durante un día entero si era preciso y sin sentir ningún efecto molesto. Éste cambio era agradable, aunque entonces ya no estuve tan preocupado con mis propias dificultades y pude fijarme más en los problemas que suponía pernoctar cada día en un caravasar.

Un caravasar es una especie de posada para los viajeros combinada con un establo o corral para sus animales, aunque los aposentos de los hombres y de los animales no se distingan mucho entre sí ni por sus comodidades ni por su limpieza. Sin duda esto se debe a que cada establecimiento ha de disponer de espacio y servicios suficientes para acoger y satisfacer las necesidades de cien veces el número de personas y animales que sumábamos nosotros. De hecho varias noches compartimos el caravasar con una verdadera multitud de mercaderes, árabes o persas, que viajaban en caravana con un número incontable de caballos, mulas, asnos, camellos y dromedarios, todos muy cargados, hambrientos, sedientos y adormilados. Sin embargo yo hubiera preferido comer el heno seco que tenían almacenado para los animales en lugar de los platos que servían a las personas, y dormir en la paja del establo en lugar de hacerlo en la cosa hecha con cuerdas entrelazadas que llamaban cama.

Los dos o tres primeros lugares a los que llegamos tenían carteles que los identificaban como «casa cristiana de descanso». Los regían monjes armenios y eran lugares sucios, hediondos y llenos de bichos, pero por lo menos las comidas tenían la virtud de una composición variada. Más al este todos los caravasares estaban regidos por árabes y su letrero proclamaba: «Aquí, la religión verdadera y pura». Estos establecimientos eran algo más limpios y estaban mejor servidos, pero las comidas musulmanas eran de una invariable monotonía: cordero, arroz, un pan del tamaño, forma, textura y sabor exactamente iguales al de una silla de mimbre, y para beber sorbetes poco fuertes, tibios y muy aguados.

A pocos días de marcha de Suvediye llegamos a la ciudad de Antakya, situada a orillas del río. Cuando se va de viaje por el campo, cualquier conjunto de casas que aparece en el horizonte se convierte en una visión alegre, incluso bella desde lejos. Pero demasiado a menudo esta belleza creada por la distancia desaparece a medida que uno se acerca. Antakya, como todas las localidades de aquellas regiones, era un lugar feo, sucio, aburrido y plagado de pordioseros. Pero tenía el privilegio de haber prestado su nombre a las tierras del lugar: Antioquía, como la llama la Biblia. En otras épocas, cuando la región formaba parte del imperio de Alejandro, el país se llamaba Siria. Cuando pasamos por ella, formaba parte del reino de Jerusalén, o de lo que todavía quedaba de aquel reino, que más tarde cayó enteramente en poder de los sarracenos mamelucos. Sin embargo, me esforcé en contemplar Antakya o toda Antioquía, o Siria, como podía haberla contemplado Alejandro, porque me sentía muy emocionado de viajar por una de las pistas de caravanas que en otros tiempos había pisado Alejandro.

En Antakya, el río Orontes gira hacia el sur. O sea que lo dejamos en aquel punto y continuamos en dirección este, hasta una ciudad mucho mayor, pero también triste, Haleb, llamada Alepo por los occidentales. Pasamos la noche en el caravasar del lugar, y el patrón nos aconsejó insistentemente que viajaríamos más cómodos si cambiábamos nuestro traje de viaje; o sea que le compramos ropa árabe para los tres, y durante bastante tiempo llevé el traje árabe completo, desde el tocado de kaffiyah hasta las cubiertas en forma de saco para las piernas. Realmente esa vestimenta es más confortable para cabalgar que los apretados jubones y pantalones venecianos. Y parecíamos, por lo menos desde lejos, tres árabes nómadas, de los llamados árabes de tierra vacía o beduinos.

En la mayoría de caravasares de aquellas regiones los posaderos son árabes y como es lógico aprendí de ellos muchas palabras árabes. Pero estos posaderos hablaban también el lenguaje universal del comercio en Asia, que es el farsi, y nos íbamos acercando cada día más a las tierras de Persia, donde el farsi es el idioma nativo. Mi padre y mi tío, para ayudarme a captar más rápidamente esa lengua, procuraron conversar siempre según sus posibilidades en farsi, y no en nuestro propio veneciano o en la otra jerga del francés sabir. Y yo aprendí. En realidad encontré el farsi bastante menos difícil que algunas de las demás lenguas con las que tuve que enfrentarme más tarde. También cuenta, supongo, que los jóvenes asimilan nuevos idiomas con más facilidad que sus mayores, porque al cabo de poco tiempo estaba hablando farsi con mayor fluidez que mi padre o que mi tío.

Hacia el este de Alepo nos encontramos con nuestro siguiente río, el Furat, más conocido por el Eufrates, que según el libro del Génesis era uno de los cuatro del Jardín del Edén. No discuto la Biblia, pero en toda la gran longitud del Furat pocas cosas vi parecidas a un jardín. El Furat, en el punto donde nosotros lo alcanzamos para seguir su curso, río abajo hacia el sureste, no corre como el Orontes por un agradable valle; se limita a vagar por un país llano, que es un inmenso pastizal de hierba para los rebaños de cabras y de ovejas. Ésta es una función bastante útil, pero un país así resulta muy poco interesante para el viajero que lo recorre. Uno se alegra cuando en ocasiones encuentra un bosquecito de olivos o de palmeras datileras, y aunque un árbol esté aislado se le distingue desde gran distancia antes de alcanzarlo.

Una brisa de levante sopla constantemente sobre esta tierra plana, pero en esta dirección hay también desiertos muy a lo lejos y la brisa, a pesar de su ligereza, llega cargada de un fino polvillo gris. Sólo los árboles aislados y los raros viajeros sobresalen de la hierba baja, y el polvo en movimiento se acumula sobre estos objetos. Nuestros caballos bajaron el morro y las orejas, cerraron los ojos y mantuvieron su dirección dejando que la brisa les llegara siempre por el lado izquierdo. Nosotros, los jinetes, envolvimos nuestros cuerpos con las abas, y nos tapamos el rostro con las kaffiyahs, y a pesar de ello el polvo se nos metía por los párpados, rascaba nuestra piel, nos taponaba las narices y crujía entre nuestros dientes. Entonces entendí que mi padre, mi tío y la mayoría de viajeros se dejaran crecer la barba, porque afeitarse cada día en estas condiciones es una tortura. Pero mi barba era todavía demasiado rala para que creciera bien. Probé el mumum depilatorio de tío Mafio y dio resultado, y luego continué prefiriendo el ungüento a la navaja.

Creo que el recuerdo más duradero de aquel Edén cargado de polvo fue la imagen de una paloma que un día se posó sobre un árbol: cuando el ave tocó la rama levantó una nube de polvo como si hubiera aterrizado en un barril de harina.

Voy a relatar dos cosas más que se me ocurrieron durante el largo descenso por la orilla del río Furat:

Una, que el mundo es grande. Quizá esta observación no sea muy original, pero esta idea se despertó en mí con la fuerza reverencial de una revelación. Hasta entonces había vivido en la apretada ciudad de Venecia, que en toda su historia no se ha extendido más allá de sus murallas marítimas, y que nunca podrá extenderse más, dándonos así a los venecianos la sensación de estar encerrados en un lugar seguro y abrigado, o cómodo, si así lo preferís. Aunque Venecia está de frente al Adriático, el horizonte del mar no parece estar situado a una distancia imposible. Incluso cuando estuve embarcado veía el horizonte fijo por todas partes; no tenía la sensación de avanzar hacia un lado ni de alejarme del otro. Pero un viaje por tierra es diferente. El contorno del horizonte cambia constantemente, y uno siempre se mueve acercándose a algún punto de referencia o alejándose de él. En las primeras semanas de nuestra expedición nos acercamos, llegamos, atravesamos y dejamos atrás de nuevo varias ciudades o pueblos diferentes, varios tipos de paisaje muy distintos, varios ríos separados. Y siempre nos dábamos cuenta de que detrás había más tierra, más países, más ciudades, más ríos. La tierra firme del mundo es visiblemente mayor que cualquier océano vacío. Es vasta y diversa y siempre está prometiendo para mañana más vastitud y diversidad, que luego produce y promete de nuevo. El viajero de tierra firme tiene la misma sensación que una persona completamente desnuda: una sensación agradable de libertad sin trabas, pero también la sensación de ser vulnerable, de estar desprotegido y de ser muy pequeño en relación al mundo que le rodea.

La otra cosa que deseo contar aquí es que los mapas mienten. Incluso los mejores mapas como el Kitab de al-Idrisi son embusteros, y no pueden evitarlo. En efecto, todo lo que muestra un mapa parece medible por las mismas reglas, y esto es un engaño. Por ejemplo, supongamos que vuestra ruta os lleva por una montaña. El mapa puede avisaros de la presencia de esta montaña antes de que lleguéis a ella, e incluso indicaros más o menos lo alta, ancha y larga que es, pero el mapa no puede deciros qué condiciones de terreno o de clima encontraréis cuando lleguéis allí, ni cuál será vuestro estado en aquel lugar. Una montaña que un joven con perfecta salud puede escalar fácilmente en un día bueno de medio verano puede resultar mucho más difícil con el frío y las tormentas de invierno para una persona debilitada por la edad o por la enfermedad, o cansada por haber atravesado ya muchas tierras. Las representaciones limitadas de un mapa son tan engañosas que un viajero puede tardar más tiempo en salvar un pequeño tramo final de un dedo de largo a través de un mapa que en recorrer los muchos palmos que le precedieron.

Como es natural no tuvimos dificultades de este tipo en aquel viaje a Bagdad, porque nos limitamos a seguir el río Furat abajo a través de la llana pradera. De vez en cuando sacamos el Kitab, pero sólo para ver si los mapas respondían a la realidad que nos rodeaba, y así era, con encomiable precisión; a veces mi padre o mi tío añadían señales para indicar puntos destacados útiles que los mapas omitían: recodos del río, islas en su interior, accidentes de este tipo. Y cada tres o cuatro noches, aunque fuera innecesario hacerlo, yo sacaba el kamàl que habíamos comprado. Lo extendía hacia la Estrella del Norte a la distancia determinada por el nudo que había hecho a la cuerda en Suvediye, y alineaba la barra inferior del rectángulo de madera con el horizonte plano: entonces comprobaba que la estrella iba descendiendo por debajo de la barra superior del marco. El kamàl indicaba lo que ya sabíamos, que nos estábamos desplazando al sur del este.

En este país íbamos cruzando continuamente las fronteras invisibles que separan una pequeña nación de otra, y estas naciones también eran invisibles si exceptuamos su nombre. En todas las tierras de levante sucede lo mismo: los grandes espacios llevan en los mapas etiquetas como Armenia, Antioquía, Tierra Santa, etc… pero dentro de estos espacios las gentes del lugar reconocen innumerables espacios más pequeños, y les dan nombres y los llaman naciones y dignifican a sus insignificantes jefecillos con títulos rimbombantes. En las clases de Biblia de mi juventud había oído hablar de reinos levantinos con nombres como Samaria, Tiro e Israel, y me los había imaginado como poderosos países de impresionante extensión, y a sus reyes Ahab, Hiram y Saúl como monarcas que gobernaban vastas poblaciones. Y ahora los nativos que encontrábamos por el camino nos contaban que estábamos atravesando pretendidas naciones con nombres como Nabaj, Bisri y Jubbaz, regidos por reyes, sultanes, atabegs y jeques.

Pero cualquiera de esas naciones se podía atravesar a caballo en una jornada o dos y eran territorios monótonos, sin nada destacable, pobres y llenos de mendigos y además poco poblados, y el «rey» que encontrábamos allí era simplemente el cabrero más anciano de una tribu de árabes beduinos cabreros. Ni uno solo de los fragmentos superpuestos de reinos y territorios tribales de esta parte del mundo es más extenso que la República de Venecia. Y Venecia, aunque sea una república próspera e importante, sólo ocupa un puñado de islas y una pequeña porción de la costa adriática. Empecé a darme cuenta de que todos los reyes bíblicos, incluso reyes grandes como Salomón y David, habían gobernado dominios que en el mundo occidental se llamarían, a lo más, confini o condados o parroquias. Las grandes migraciones que nos cuenta la Biblia debieron de ser en realidad escaramuzas sin importancia entre reyezuelos de este tipo. Me pregunté por qué motivo el Señor Dios en aquellas edades antiguas se había preocupado de enviar fuegos, tempestades, profetas y plagas que cambiasen los destinos de naciones de tan poca monta.

7

En dos de las noches pasadas en aquella región, eludimos deliberadamente el caravasar más próximo y acampamos al aire libre por cuenta propia. Más tarde, cuando pasáramos por regiones menos pobladas, tendríamos que hacerlo por fuerza, y mi padre y mi tío pensaron que me convenía vivir esta experiencia en un terreno fácil y con buen tiempo. Además los tres nos estábamos hartando de la porquería y del cordero. Hicimos, pues, un jergón con nuestras mantas utilizando las sillas de almohada y encendimos un fuego para cocinar. Soltamos luego nuestros caballos para que pudieran pastar libremente, pero dejando sus patas delanteras trabadas para que no pudieran alejarse mucho.

Mi padre y mi tío, que tenían mucha experiencia en viajar, me habían enseñado ya algunos trucos del viajero. Por ejemplo me habían dicho que llevara siempre mi ropa de cama en una albarda de la silla y la ropa de vestir en otra, sin mezclarlas nunca. El viajero tiene que utilizar sus propias mantas en el caravasar e inevitablemente se llenan de pulgas, piojos y chinches. Estos bichos le atormentan a uno de noche aunque caiga en el habitual sueño profundo del agotamiento, pero serían intolerables cuando uno está vestido, despierto y en pie. O sea que cada mañana salía desnudo de la cama, me sacaba cuidadosamente todos los bichos acumulados y, después de haber guardado mi ropa, cuidadosamente separada de la ropa de la cama, me ponía vestiduras usadas o limpias no contaminadas. Cuando acampamos solos, aprendí otras cosas. Recuerdo que en la primera noche de acampada empecé a empinar uno de los odres de agua para echar un buen trago, pero mi padre me detuvo.

—¿Por qué? —le pregunté—. Podremos rellenarlo en uno de los benditos ríos del Edén.

—Es mejor acostumbrarse a la sed cuando no hay necesidad de ello —dijo él— para poder resistirla luego cuando sea necesario. Espera un momento y voy a enseñarte algo.

Encendió un fuego con ramas de azufaifo cortadas con su cuchillo de cinto, y dejó que esa espinosa madera quemara con la viveza y rapidez propias de ella hasta quedar reducida a carbones, pero no a cenizas. Entonces apartó la mayor parte del carbón a un lado y puso nuevas ramas sobre las brasas para avivar de nuevo el fuego. Dejó enfriar el carbón que había apartado, lo trituró y lo redujo a polvo, lo amontonó sobre un paño que puso como un cedazo sobre una de las vasijas que habíamos traído. Me pasó otro tazón y me pidió que lo llenara con agua del río.

—Prueba esta agua del Edén —dijo cuando volví con ella.

Así lo hice y dije:

—Fangosa, con algunos insectos. Pero no está mal.

—Observa. Voy a mejorarla.

La vertió lentamente en el otro tazón a través del carbón y del paño.

Cuando el agua hubo acabado su lento goteo, probé la del segundo tazón.

—Sí. Clara y buena. Tiene incluso un sabor más fresco.

—Recuerda este truco —dijo—. Muchas veces la única agua de que dispondrás estará podrida o cargada de sales, o incluso puede que sospeches que la envenenaron. Éste truco convertirá tu agua contaminada en potable e inofensiva, o quizá en agua deliciosa. Sin embargo, en los desiertos, donde el agua es peor, no suele haber madera para quemar. Por lo tanto procura llevar siempre contigo una reserva de carbón. Se puede usar una y otra vez antes de saturarse y perder su eficacia.

Sólo acampamos dos veces al aire libre durante nuestro descenso a lo largo del Furat, pues aunque mi padre podía eliminar los insectos e impurezas del agua, no pudo librarse de las aves del aire, y ya dije que en este país abundan las águilas reales.

Un día, mi tío había descubierto por casualidad una gran liebre en la hierba. El animal se quedó inmóvil y temblando del susto, y mi tío pudo sacar rápidamente su cuchillo del cinto, arrojárselo y matarlo. Disponíamos, pues, de provisiones propias para una cena sin cordero, y decidimos montar nuestro primer campamento. Pero cuando tío Mafio hubo ensartado la liebre desollada en una ramita de azufaifo, la hubo colgado sobre el fuego y la carne empezó a crepitar y su aroma se elevó con el humo por el aire, nos llevamos una sorpresa tan grande como la que se había llevado antes la liebre.

Del cielo nocturno llegó un fuerte sonido, susurrante y sibilante. Antes de que pudiéramos levantar los ojos, una mancha marrón trazó un arco relampagueante entre nosotros, atravesó el fuego y subió de nuevo hacia arriba, perdiéndose en las tinieblas. Al mismo tiempo se oyó un sonido como clop, el fuego se esparció formando una cascada de chispas y de cenizas, y nos llegó un aullido triunfal: «¡Quia!».

Malevolenza! —exclamó mi tío recogiendo una gran pluma de entre los restos del fuego—. ¡Una maldita águila ladrona! Acrimonia!

Y aquella noche tuvimos que cenar con un poco de tocino salado y duro de nuestro equipaje.

Lo mismo o algo muy parecido sucedió en la segunda noche que pasamos a la intemperie. Nos decidimos acampar porque por el camino habíamos comprado a una familia de árabes beduinos una pata de una cría de camello recién sacrificada. Cuando la pusimos sobre el fuego y las aves la descubrieron se precipitó otra águila sobre ella. Mi tío al oír el primer crujido de alas en el aire se tiró de cabeza para cubrir con su cuerpo la carne del fuego. Esto salvó nuestra cena pero casi acabó con tío Mafio.

La envergadura de las alas de un águila real es igual a la de una persona con los brazos extendidos y el ave pesa tanto como un perro de buen tamaño, o sea que cuando se lanza hacia abajo se convierte en un formidable proyectil; y aquél golpeó la nuca de mi tío, afortunadamente sólo con su ala y no con sus garras, pero el golpe fue tan fuerte que lo tiró de bruces sobre el fuego. Mi padre y yo lo sacamos a rastras y apagamos a golpes las chispas de su aba medio inflamada, y él después de sacudir varias veces la cabeza para recuperar el sentido lanzó al aire una retahíla de magníficas maldiciones hasta que le dominó un ataque de tos. Mientras tanto yo permanecía de guardia sobre la ensartada carne, moviendo ostensiblemente una pesada rama. De este modo las águilas no se acercaron y conseguimos cocer la pata y comérnosla. Pero decidimos que mientras estuviéramos en país de águilas reprimiríamos nuestras repulsiones y pasaríamos todas las noches en un caravasar.

—Ha sido una buena decisión —aprobó el patrón de la siguiente noche, mientras comíamos otra detestable cena de cordero y arroz.

Aquélla noche éramos los únicos huéspedes y conversamos con él mientras barría el polvo que se había acumulado durante el día y lo sacaba por la puerta. Su nombre era Hasan Badr-al-Din, que no le pegaba mucho, porque significa Belleza de la Luna de la Fe. Estaba marchito y nudoso como un olivo. Su cara era tan correosa y arrugada como el delantal de un zapatero, y tenía una barba rala que parecía un nimbo de arrugas escapadas de su rostro. Dijo a continuación:

—No es bueno dormir a la intemperie y sin protección en la tierra de los Mulahidat, los Descarriados.

—¿Qué son los Descarriados? —pregunté, mientras tomaba un sorbete tan amargo que parecía confeccionado con frutos verdes.

La Belleza de la Luna de la Fe recorría la habitación echando agua para asentar el polvo restante.

—Quizá hayáis oído otro de sus nombres: el de hasisiyin. Los que matan por el Viejo de la Montaña.

—¿Qué montaña? —gruñó mi tío—. Ésta tierra es más plana que un mar feliz.

—Siempre le han llamado así, Seij ul-Yibal, aunque nadie sabe realmente dónde vive. Ni si su castillo está realmente en una montaña.

—No vive —dijo mi padre—. Ése viejo estorbo murió por obra del ilkan Hulagu cuando llegaron aquí los mongoles hace quince años.

—Es cierto —dijo la vieja Belleza—. Y sin embargo no lo es. Ése era el Viejo Rockh-ed-Din Kursah. Pero siempre hay otro Viejo, ¿lo sabíais?

—Lo ignoraba.

—¡Pues claro! Un Viejo continúa ahora mandando a los Mulahidat, aunque algunos de los Descarriados ya deben de ser viejos. Él cede por dinero hombres a los fieles que necesitan sus servicios. Tengo entendido que los mamelucos de Egipto pagaron mucho dinero para que un hasisi matara a ese príncipe inglés que manda a los cristianos cruzados.

—En ese caso perdieron su dinero —dijo tío Mafio—. El inglés mató al sassín.

La Belleza se encogió de hombros y dijo:

—Otro lo intentará, y otro, hasta que alguien cumpla la misión. El Viejo ordena, y ellos obedecen.

—¿Por qué? —pregunté y me tragué una bola de arroz con gusto de infección—. ¿Cómo puede un hombre arriesgar su vida para cumplir las órdenes de otro?

—Ah. Para entender esto, joven jeque, deberías saber algo del sagrado Corán —vino y se sentó ante nuestro mantel, como si le gustara explicarlo—. En este libro, el profeta (la bendición y la paz sean con él) hace una promesa a los hombres de fe. Promete a cada hombre que si es constantemente devoto, en un momento de su vida disfrutará de una noche milagrosa, la Noche de lo Posible, en la cual le serán satisfechos todos sus deseos.

El viejo ordenó sus arrugas en forma de sonrisa, una sonrisa que era medio feliz y medio melancólica.

—Una noche repleta de satisfacción y de lujo, con comidas y bebidas maravillosas y con hachís, con mujeres y muchachos haura bellos y sumisos, con juventud y virilidad renovadas para que pueda hacer zina con ellos. De este modo todo hombre que cree, vive su vida con furiosa devoción y confía en la Noche de lo Posible.

Se detuvo y pareció sumirse en la contemplación. Al cabo de un momento tío Mafio dijo:

—Es un sueño atractivo.

La Belleza dijo con tono distante:

—Los sueños son las imágenes pintadas en el libro del sueño.

Esperamos de nuevo y al fin yo dije:

—Pero no veo qué relación tiene esto con…

—El Viejo de la Montaña —dijo como si de repente se despertara—. El Viejo proporciona esta Noche de lo Posible. Luego promete conceder otras noches iguales.

Mi padre, mi tío y yo intercambiamos miradas divertidas.

—¡No lo dudéis! —insistió el patrón—. El Viejo, o uno de los reclutadores Mulahidat, encuentra a una persona calificada, a un hombre fuerte y audaz, y le pone en la comida o bebida una potente dosis de hachís. Cuando el hombre se desvanece y se duerme profundamente, lo llevan rápidamente al castillo ul-Yibal. Se despierta y se encuentra en el más delicioso jardín que pueda imaginarse, rodeado de bellos muchachos y damas. Estos haura le dan de comer ricas viandas y más hachís e incluso vinos prohibidos. Cantan y bailan encantadoramente, le muestran sus pechos de erectos pezones, sus lisos vientres, sus tentadores traseros. Le seducen y le proporcionan tales éxtasis de amor carnal que al final se desvanece de nuevo. Y otra vez se lo llevan rápidamente a su antigua morada y a su antigua vida, que en el mejor de los casos es aburrida y probablemente triste. Como la vida del encargado de un caravasar.

Mi padre bostezó y dijo:

—Empiezo a entender. Como dice el proverbio: le dan torta y una patada.

—Sí. Ahora ha vivido la Noche de lo Posible, y ansia vivirla de nuevo. La desea y la implora y ruega por ella, y los reclutadores aparecen y lo tienen en vilo hasta que él promete hacer lo que sea. Se le encomienda una tarea: matar a algún enemigo de la Fe, o hurtar o robar para enriquecer los cofres del Viejo, o asaltar a los infieles que se introducen en las tierras de los Mulahidat. Si lleva a cabo con éxito su misión, se le recompensa con otra Noche de lo Posible. Y después de cada acto de devoción, una noche y otra.

—Cada una de las cuales —dijo mi escéptico tío— en realidad no pasa de ser un sueño de hachís. Son descarriados, desde luego.

—Oh, descreído —le amonestó la Belleza—. Decidme, por vuestras barbas, si sois capaz de distinguir entre el recuerdo de un sueño delicioso y el recuerdo de un hecho delicioso. Los dos existen sólo en vuestra memoria. Cuando los contáis a otra persona, ¿cómo podríais demostrar que algo sucedió cuando estabais despierto y que algo sucedió cuando dormíais?

Tío Mafio le dijo amablemente:

—Te lo contaré mañana porque ahora tengo sueño.

Luego se levantó estirándose a fondo y bostezando enormemente.

Era una hora de la noche algo más temprana que la habitual de acostarnos, pero mi padre y yo también bostezábamos, y seguimos todos a la Belleza de la Luna de la Fe, quien nos condujo por una larga sala, y siendo nosotros los únicos huéspedes nos asignó habitaciones separadas para cada uno, habitaciones muy limpias, con paja limpia en el suelo.

—Son habitaciones bien separadas las unas de las otras —explicó—, para que vuestros ronquidos no os molesten, y para que vuestros sueños no se enreden los unos con los otros.

Sin embargo mi propio sueño ya fue bastante enredado. Me dormí y soñé que me despertaba de mi sueño y que me encontraba como un recluta de los Descarriados en un jardín de ensueño, porque estaba lleno de flores que no había visto nunca despierto. Entre los arriates floridos iluminados por el sol bailaban danzarinas de una belleza tan irreal que era imposible decir si eran chicas o chicos, ni preocuparse por ello. Me uní a su danza lánguidamente y noté, como sucede a menudo en los sueños, que cada paso, salto y movimiento tenía una lentitud de ensueño, como si el aire fuera aceite de sésamo.

Incluso en el sueño recordé mi experiencia con el aceite de sésamo, y esta idea me resultó tan repugnante que el jardín iluminado por el sol se convirtió instantáneamente en un oscuro pasillo de un palacio, por el cual yo iba bailando y persiguiendo a una chica danzante cuyo rostro era el rostro de dona Ilaria. Pero cuando se metió con una pirueta en una habitación y yo la seguí a través de la única puerta, atrapándola allí, su rostro se volvió viejo y lleno de verrugas y le salió una barba gris y rojiza como un hongo. Ella dijo «Salameléch» con una profunda voz de hombre, y yo ya no estaba en una habitación de palacio, ni en un dormitorio de un caravasar, sino en la celda estrecha y oscura del Vulcano de Venecia. El viejo Mordecai Cartafilo dijo: «Descarriado, ¿no te enterarás nunca de la sed de sangre que hay en la belleza?», y me dio de comer una galleta cuadrada.

Era tan seca que me ahogaba y su sabor me provocaba náuseas. Vomité tan convulsivamente que me desperté, esta vez realmente, y descubrí que no estaba soñando mi náusea. Era evidente que el cordero de la cena u otra cosa estaba infectada, porque me sentía terriblemente enfermo. Me deshice de las mantas y corrí desnudo y descalzo por la sala, sumida en la media noche, hasta la pequeña habitación trasera con un agujero en el suelo. Colgué la cabeza sobre él, tan enfermo que no hice caso ni del hedor del fondo ni del temor a que un demonio yinni alargara su mano desde las profundidades y me estirara hacia abajo. Vomité con el menor ruido posible una vil masa verde, y tras secarme las lágrimas de los ojos y recuperar el aliento me volví de puntillas a mi habitación. Al cruzar la sala pasé ante la puerta de la habitación de mi tío, y oí detrás de ella un murmullo.

Aunque estaba mareado, me apoyé contra la pared y presté atención al ruido. Estaba formado en parte por el ronquido de mi tío y en parte por un murmullo sibilante de palabras. Me sorprendió que pudiese roncar y hablar al mismo tiempo, por lo que escuché con mayor atención. Las palabras eran en farsi y no pude entenderlas todas. Pero cuando la voz, con acento de sorpresa, habló más alto, oí claramente.

—¿Ajo? ¿Estos infieles dicen que son mercaderes y llevan solamente ajo sin valor?

Toqué la puerta de la habitación y la encontré con el pestillo descorrido. La abrí de modo fácil y silencioso. Dentro se estaba moviendo una lucecita y fijando la vista vi que era un candil en manos de la Belleza de la Luna de la Fe, y que él estaba inclinado sobre las albardas de mi tío, amontonadas en un rincón de la habitación. Era evidente que el patrón intentaba robarnos: había abierto el equipaje, había encontrado los preciosos bulbos de azafrán y los había confundido con ajo.

La cosa más que irritarme me divirtió y mantuve callada la boca para ver lo que haría luego. El viejo continuaba murmurando y dijo para sí que probablemente el infiel se había llevado consigo a la cama la bolsa y los objetos de verdadero valor; se acercó sigilosamente a la cama y con la mano libre empezó a tantear cuidadosamente debajo de las mantas de tío Mafio. Encontró algo, porque tuvo un sobresalto y dijo asombrado y en voz alta:

—Por los noventa y nueve atributos de Alá, este infiel la tiene del tamaño de un caballo.

Aunque me sentía todavía enfermo estuve a punto de soltar una risita, y mi tío sonrió en su sueño como si le gustara el toqueteo.

—No sólo un zab largo y sin recortar —continuó diciendo el ladrón con admiración—, sino también, y que Alá sea alabado por la munificencia que demuestra incluso a quienes no se la merecen, dos bolsas de bolas.

Podía haberme echado a reír realmente en aquel momento, pero inmediatamente la situación dejó de ser divertida. Vi a la luz del candil el destello del metal, la vieja Belleza sacó un cuchillo de su ropa y lo levantó. Yo no sabía si su intención era recortar el zab de mi tío o amputarle el escroto de más o rajarle el cuello, y no esperé para enterarme. Di unos pasos, lancé mi puño y golpeé fuertemente al ladrón en el pescuezo. Lo lógico era que el golpe incapacitase a un viejo espécimen, de aspecto tan frágil, pero la Belleza no era tan delicada como parecía. Cayó de lado, pero rodó como un acróbata y se levantó del suelo con la hoja dirigida hacia mí. Conseguí agarrarle la muñeca, más por suerte que por destreza. La retorcí, abrí su mano, cogí al final su cuchillo e hice uso de él. El viejo cayó, y se quedó en el suelo gruñendo y parloteando.

La refriega había sido breve, pero no silenciosa, y sin embargo mi tío, que no se había despertado en ningún momento, aún dormía, sonriendo en su sueño. Sobrecogido yo por lo que acababa de hacer y también por lo que estuvo a punto de pasar, me sentí muy solo en la habitación y necesité urgentemente un aliado que me apoyara. Las manos me temblaban pero intenté despertar a tío Mafio, y tuve que sacudirlo violentamente para que recuperara la conciencia. Entonces comprendí que la cena de aquella noche, peor que la de costumbre, vino reforzada por una dosis considerable de banj. Estaríamos los tres muertos si mi sueño no me hubiese advertido de la inminencia del peligro y me hubiese obligado a vomitar la droga.

Mi tío al final empezó a despertarse de mala gana, sonriendo y murmurando:

—Las flores… las bailarinas… los dedos y los labios que tocan mi flauta… —Luego parpadeó y exclamó—: Dio me varda! Marco, ¿eras tú?

—No, zio Mafio —dije hablando veneciano en mi agitación—. Corrías peligro y todavía lo corremos. Levántate, por favor.

Adriò de vu! —exclamó con mal humor—. ¿Por qué me has sacado de ese maravilloso jardín?

—Creo que era el jardín de los hašišiyin. Y yo acabo de acuchillar a un Descarriado.

—¡Nuestro patrón! —gritó mi tío, incorporándose sobre la cama y viendo la forma desplomada en el suelo—. Oh, scagaròn, ¿qué has hecho? ¿Estáis jugando de nuevo a bravo?

—No, zio, mira lo que tiene clavado: es su propio cuchillo. Estaba a punto de matarte para quedarse la bolsa de almizcle.

Mientras le contaba los detalles me eché a llorar.

Tío Mafio se inclinó sobre el viejo, lo examinó y gruñó:

—En pleno vientre. No está muerto, pero se está muriendo. —Luego se dirigió a mí y me dijo afablemente—: Vamos, muchacho. Deja de llorar. Ve a despertar a tu padre.

La Belleza de la Luna de la Fe no era nada digno de llorarse, ni vivo ni muerto ni moribundo. Pero era la primera persona que maté con mis propias manos, y el acto de matar a otro ser humano no es un hito banal en la carrera de un hombre. Mientras iba a sacar a mi padre del jardín del hachís, pensé hasta qué punto me alegraba de que en Venecia hubiese sido otra mano la que hundió la espada en mi anterior e inocente presa. Porque yo acababa de enterarme de algo nuevo referente al acto de matar a un hombre, por lo menos al acto de matarlo con una hoja de acero. La hoja penetra con mucha facilidad en el vientre de la víctima, penetra casi con ansia, como si tuviese voluntad propia. Pero una vez dentro es agarrada instantáneamente por los músculos violados, y queda sujeta tan estrechamente como otro instrumento mío quedó sujeto en otra ocasión por la virginal carne de Doris. Había clavado sin ningún esfuerzo el cuchillo dentro de la vieja Belleza, pero una vez allí no pude sacarlo de nuevo. Y en aquel instante hice un descubrimiento repugnante: que un acto tan violento y tan fácil de hacer no puede deshacerse luego. Esto convertía el acto de matar en algo menos valiente, audaz y bravísimo de lo que había imaginado.

Cuando hube despertado, con dificultades, a mi padre, le llevé a la escena del crimen. Tío Mafio había colocado al patrón sobre su propio jergón de mantas, a pesar de la sangre que manaba y había preparado sus miembros para la muerte, y los dos estaban conversando, al parecer, como dos compañeros. El viejo era el único que llevaba ropa puesta. Me miró a mí, su asesino, y sin duda vio el rastro de lágrimas en mi rostro, porque dijo:

—No te sientas desgraciado, joven infiel. Has matado al más Descarriado de todos. He cometido un terrible pecado. El profeta (que la paz y la bendición sean con él) nos ordena tratar al huésped con el cuidado y el respeto más reverentes. Aunque sea el enano más vil, o incluso un infiel, y si en la casa sólo hay una migaja, hay que dársela al huésped, aunque la familia y los niños del anfitrión tengan que pasar hambre. Aunque el huésped sea un enemigo implacable, hay que concederle toda la hospitalidad y salvaguardia posibles mientras esté bajo el techo propio. Yo había desobedecido esta ley sagrada, y aunque hubiese vivido habría perdido mi Noche de lo Posible. La avaricia me ha hecho actuar precipitadamente y he pecado, y pido perdón por este pecado.

Intenté decirle que le perdonaba, pero un sollozo ahogó mis palabras e inmediatamente me alegré de esto, porque él continuó diciendo:

—Con la misma facilidad hubiese podido drogar vuestro desayuno por la mañana y dejaros recorrer un trecho antes de caer dormidos. Os podría haber robado y matado al aire libre y no bajo mi techo, con lo que habría cumplido un acto virtuoso y agradable a Alá. Pero no lo hice. Hasta ahora he vivido siempre con devoción a la fe y he matado a muchos infieles para mayor gloria del Islam, pero por esta única impiedad perderé la eternidad en el Paraíso de Djennet, y a sus bellezas haura y su felicidad perpetua y su indulgencia sin trabas. Y esta pérdida la lamento sinceramente. Debía haberos matado de un modo más correcto.

Bueno, en todo caso estas palabras detuvieron mis lágrimas. Los tres miramos fríamente al patrón mientras él tomaba de nuevo la palabra:

—Pero vosotros tenéis la posibilidad de ejecutar un acto virtuoso. Cuando haya muerto, hacedme el favor de envolverme en una sábana. Llevadme a la habitación principal y dejadme en el centro de ella, en la posición prescrita. Con mi turbante sobre la cara y en una posición tal que los pies apunten al sur, hacia la sagrada Kaaba de La Meca.

Mi padre y mi tío se miraron y se encogieron de hombros, pero nos alegramos de no prometerle nada, porque el viejo demonio pronunció luego sus últimas palabras:

—Cuando hayáis hecho esto, perros viles, tendréis una muerte virtuosa, porque mis hermanos, los Mulahidat, vendrán aquí, me encontrarán muerto con un cuchillo entre las entrañas, seguirán las huellas de vuestros caballos, os cazarán y harán con vosotros lo que yo no pude hacer. Salaam aleikum.

Su voz no se había debilitado en absoluto, pero después de desearnos perversamente la paz, la Belleza de la Luna de la Fe cerró los ojos y murió. Aquél era el primer lecho de muerte junto al cual había estado nunca y allí aprendí que la mayoría de las muertes son tan repugnantes como la mayoría de los asesinatos. Porque al morir la Belleza evacuó de modo poco hermoso, pero de forma copiosa, tanto su vejiga como sus intestinos ensuciando sus vestiduras y las mantas y llenando la habitación de un hedor terrible.

Nadie desea que el último recuerdo suyo sea una indignidad repugnante. Pero desde entonces he presenciado muchas muertes más y, excepto en raras ocasiones, cuando antes del momento se ha administrado una purga, todos los humanos se despiden así de la vida; incluso los hombres más fuertes y valientes, las mujeres más bellas y puras, tanto si mueren de modo violento como si parten serenamente dormidos.

Salimos de la habitación para respirar aire puro, y mi padre suspiró:

—Bueno, ¿ahora qué?

—En primer lugar —dijo mi tío, desatando las tiras de su bolsa de almizcle—, quitémonos estos incómodos colgajos. Es evidente que estarán igual de seguros en nuestro equipaje, o no menos seguros, y en todo caso prefiero perder el almizcle que poner de nuevo en peligro mis preciosas y personales bolsas.

—¿Te preocupas de tus pelotas cuando quizá estemos a punto de perder nuestras cabezas? —murmuró mi padre.

—Lo siento, padre y tío —dije—. Si nos han de perseguir los Descarriados supervivientes, me equivoqué al matar a uno de ellos.

—Tonterías —dijo mi padre—. Si no te hubieses despertado y no hubieses actuado con celeridad, no habríamos vivido y no podrían ni siquiera perseguirnos.

—Es cierto que eres impetuoso, Marco —dijo tío Mafio—. Pero si un hombre se parara a considerar todas las consecuencias de cada uno de sus actos antes de actuar, llegaría a viejo sin haber emprendido ni una maldita acción. Creo, Nico, que deberíamos conservar como compañero a este joven, afortunadamente impetuoso. En lugar de guardarlo en Constantinopla o en Venecia, es mejor que le dejemos acompañarnos hasta el mismo Kitai. Sin embargo tú eres su padre. A ti te corresponde decidir.

—Creo que estoy de acuerdo, Mafio —dijo mi padre. Y luego agregó dirigiéndose a mí—: Suponiendo que quieras acompañarnos.

En mi rostro se dibujó una ancha sonrisa.

—O sea que vienes. Te lo mereces. Ésta noche te portaste muy bien.

—Quizá te portaste mejor que bien —agregó pensativo mi tío—. Éste bricòn vecchio dijo que era el más Descarriado de todos. Cabe la posibilidad de que sea también el jefe de todos, el último Seij ul-Yibal reinante. Viejo lo era, ciertamente.

—¿El Viejo de la Montaña? —exclamé—. ¿Lo he matado yo?

—No podemos saberlo —dijo mi padre—. A no ser que los demás hašišiyin nos lo cuenten cuando nos cojan. No tengo muchas ganas de enterarme.

—No deben atraparnos —dijo tío Mafio—. Ya hemos sido bastante descuidados adentrándonos tanto en esta tierra extraña con nuestros cuchillos de trabajo como únicas armas.

—No nos cogerán si no hay motivo para que nos persigan —dijo mi padre—. Lo único que debemos hacer es eliminar el motivo: que cuando llegue alguien más encuentre el caravasar abandonado. Pueden imaginarse que el patrón está en el campo cumpliendo un encargo: matando un cordero para la despensa, quizá. Tal vez pasen días antes de que lleguen nuevos huéspedes, y varios días más antes de que empiecen a preguntarse dónde está el patrón. Cuando alguno de los Descarriados se una a la búsqueda y cuando empiecen a dejar de buscar y comiencen a sospechar algo raro, nos habremos ido hará mucho tiempo y estaremos muy lejos de aquí, donde no puedan ya seguirnos.

—¿Llevarnos a la vieja Belleza? —preguntó mi tío.

—¿Y arriesgarnos a tener un encuentro embarazoso antes de que hayamos podido avanzar mucho? —Mi padre sacudió negativamente la cabeza—. Tampoco podemos tirarlo al pozo, ni esconderlo, ni enterrarlo. Cualquier huésped nuevo irá directo a buscar agua. Y cualquier árabe tiene una nariz de perdiguero y es capaz de husmear cualquier lugar oculto o tierra acabada de remover.

—Ni en tierra ni en agua —dijo mi tío—. Sólo queda una alternativa. Preferiría hacerlo antes de ponerme la ropa encima.

—Sí —acordó mi padre, y luego dirigiéndose a mí—: Marco, recorre toda la casa y busca algunas mantas para sustituir las de tu tío. Mira también si hay algún tipo de armas para llevarnos cuando marchemos.

Era evidente que la orden estaba destinada a quitarme de en medio mientras ellos daban el siguiente paso. Y tardé mucho en cumplirla, porque el caravasar era viejo, y debía de haber pasado por una larga serie de propietarios, cada uno de los cuales había construido y añadido nuevas porciones. El edificio principal era un laberinto de pasillos, habitaciones, armarios y rincones y había también establos, cobertizos y corrales para las ovejas y otras construcciones. Pero el viejo, que seguramente se sentía seguro con sus drogas y sus engaños, no se había preocupado mucho de ocultar sus posesiones. A juzgar por la cantidad de armas y de provisiones que guardaba, había sido, si no el verdadero Viejo, por lo menos un proveedor importante de los Mulahidat.

Primero escogí las dos mejores mantas de lana de la considerable reserva de equipos de viaje. Luego busqué entre las armas y si bien no pude encontrar ninguna espada recta del tipo al cual estamos acostumbrados los venecianos, escogí las más brillantes y cortantes del tipo local. Eran unas hojas anchas y curvadas, en realidad una especie de sables, porque sólo tienen afilado el borde curvado de fuera, llamadas šimšir, que significa «león silencioso». Tomé tres, una para cada uno, junto con cintos y correas para colgarlas. Podría haber enriquecido más nuestras bolsas, porque la Belleza tenía guardada una pequeña fortuna en forma de bolsas de banj seco, pastillas de banj prensado, frascos de aceite de banj. Pero dejé todo eso donde estaba.

Amanecía ya fuera de la casa cuando llevé mis adquisiciones a la sala principal, donde habíamos cenado la noche anterior. Mi padre estaba preparando un desayuno en el brasero, seleccionando con el mayor cuidado los ingredientes. Cuando entré en el aposento oí una serie de ruidos procedentes del patio exterior: un silbido largo y pronunciado, un sonoro clop y un grito ronco en forma de «¡luia!». Luego entró mi tío procedente de ese patio, desnudo todavía, con la piel manchada de sangre y la barba oliendo a humo, y dijo con satisfacción:

—Ésta fue la última porción del viejo demonio, y se fue como había deseado. He quemado sus vestiduras y las mantas y he dispersado las cenizas. Podemos marchar cuando nos hayamos vestido y comido.

Comprendí, desde luego, que no habían dejado en velatorio a Belleza de la Luna de la Fe, sino que le habían hecho unos funerales muy poco musulmanes, y las palabras de tío Mafio «se fue como había deseado» despertaron mi curiosidad. Se lo pregunté, él rió y dijo:

—El último trozo se fue volando hacia el sur, hacia La Meca.