Además del destacamento de caballería que nos llevaba un día de ventaja, otros jinetes partían continuamente al galope hacia Kanbalik o llegaban al galope hasta nosotros con la aparente misión de tener al gran kan informado de lo que sucedía en la ciudad. Ali-Babar interrogaba ansiosamente a cada correo, pero ninguno pudo darle noticias sobre su desaparecida esposa. En realidad la única misión de los jinetes era seguir los pasos de la emperatriz viuda de los Song, que también se acercaba a la ciudad. Gracias a esto Kubilai pudo fijar nuestro avance de modo que nuestra procesión enfilaba la gran avenida central de Kanbalik el mismo día y a la misma hora en que la de la emperatriz entraba por el sur.
Todo el populacho de la ciudad, y probablemente el de la provincia entera en un radio de centenares de lis, se había congregado a ambos lados de la avenida, taponando las bocacalles, colgando de las ventanas y agarrándose de los aleros de las casas para saludar al triunfante gran kan con gritos de aprobación, agitando banderas y blandiendo gallardetes mientras en el aire florecían y estallaban los árboles de fuego y las flores chispeantes, y se oía la incesante y atronadora fanfarria de trompetas, gongs, tambores y campanas. La gente continuó demostrando el mismo entusiasmo cuando la procesión de la emperatriz Song, de esplendor poco inferior al nuestro, llegó por la avenida y se detuvo respetuosamente al encontrarse con la nuestra. La multitud atenuó algo su griterío cuando el gran kan descendió caballerosamente de su carruaje-trono y avanzó para coger la mano de la vieja emperatriz. La ayudó delicadamente a bajar de su carruaje a la calle y la envolvió en un abrazo fraterno de bienvenida, ante el cual la gente bramó y vociferó gritos auténticamente ensordecedores que se confundieron con el ruido y la música.
Cuando el kan y la emperatriz hubieron subido al carruaje-trono, hubo unos momentos de confusión durante los cuales los contingentes de ambas comitivas giraron y se fundieron para emprender luego todos juntos la marcha hasta el palacio donde empezarían las ceremonias de la rendición formal, que durarían muchos días: conferencias y discusiones, redacción, corrección y firma de documentos, entrega a Kubilai del gran sello de estado de los Song o Yin Imperial, lectura pública de las proclamas, bailes y banquetes asociando la celebración de la victoria con las condolencias por la derrota. (La esposa principal de Kubilai, la katun Jamui, se sintió tan condolida que fijó una generosa pensión para la emperatriz depuesta y aceptó que ella y sus dos nietos pudiesen pasar el resto de sus días en un retiro religioso, la anciana en un convento budista de monjas, los muchachos en un lamasarai).
Retuve mi caballo para mantenerme en la retaguardia de la procesión, la parte menos congestionada durante el trayecto hacia el palacio, e indiqué a Ali que hiciera lo mismo. Cuando tuve oportunidad frené mi montura para quedar al lado de la suya y me acerqué a él de modo que pudiera oírme a pesar del tumulto general sin tener yo que gritar:
—¿Entiendes ahora por qué quise llegar con el gran kan? La ciudad entera está congregada aquí, incluyendo las personas que saben dónde está Mar-Yanah, y que por lo tanto saben que nosotros estamos también aquí.
—Parece lógico —dijo él—. Pero de momento nadie ha tirado de mi estribo ofreciéndome información.
—Creo que ya sé dónde lo harán —le contesté—. Acompáñame hasta el patio del palacio y después cuando hayamos desmontado haz como si nos separáramos, porque estoy seguro de que nos vigilan. Éste será nuestro plan.
Y le di determinadas instrucciones.
La desordenada procesión continuó abriéndose paso a empujones y codazos a través de la apretada multitud de espectadores y amigos, tan lentamente que anochecía ya cuando alcanzamos por fin el palacio, y Ali y yo entramos en el patio de los establos como habíamos hecho en nuestra primera llegada a Kanbalik, en un crepúsculo de creciente oscuridad. En el patio había un torbellino de personas, animales, ruido y confusión; si alguien nos vigilaba podía hacerlo perfectamente.
Sin embargo, cuando desmontamos y entregamos nuestros caballos a los mozos de establo nos despedimos de modo bien visible y nos separamos en direcciones opuestas.
Caminé lo más erguido y visible que pude, me acerqué a un abrevadero y me eché agua por mi polvorienta cara. Cuando me erguí de nuevo miré a mi alrededor e hice muecas de desagrado por la confusión del momento. Empecé a moverme decididamente a través del gentío hacia el portal más cercano de palacio, luego me detuve, hice gestos flagrantes de repugnancia, sin duda inútiles, y de nuevo me abrí paso entre la multitud para situarme en un lugar solitario y apartado. Manteniendo distancias con todas las personas que encontraba fui caminando lentamente por paseos descubiertos y jardines, crucé riachuelos por encima de puentes, atravesé terrazas y alcancé un parque más nuevo al otro lado del palacio. Me mantuve siempre al descubierto, lejos de tejados y árboles, para que quien quisiera pudiera verme y seguirme. En la zona más alejada de palacio había menos personas, pero todavía encontraba a funcionarios menores que pasaban atareados con encargos de la corte, o a criados y esclavos que corrían para cumplir sus recados, porque la llegada del gran kan había causado como es lógico un gran revuelo.
Sin embargo cuando llegué a la colina de Kara y empecé a subir distraídamente el camino como si quisiera escapar del gentío de debajo, conseguí realmente quedarme solo. No había ni un alma. Fui subiendo hasta el Pabellón del Eco y recorrí primero todo el perímetro exterior para que mi supuesto perseguidor tuviera oportunidad de meterse dentro del muro. Finalmente, como si no prestara la menor atención al lugar ni a lo que hacía, atravesé el muro por la Puerta de la Luna y enfilé el paseo interior. Cuando hube alcanzado el punto más alejado de la Puerta de la Luna, y el pabellón quedó situado exactamente entre la Puerta y yo, me apoyé contra el muro ornamentado y contemplé las estrellas que despuntaban una por una en el cielo de color ciruela sobre el tejado de espinazo de dragón del pabellón. Había llegado hasta allí caminando con toda tranquilidad desde el patio de entrada, pero el corazón me latía como si hubiese corrido, y temí que sus golpes se oyeran por toda la curva del pabellón. Pero este temor duró poco. La voz llegó como había llegado la otra vez: un murmullo en idioma mongol, bajo, sibilante, de sexo inidentificable, pero tan claro como si la boca estuviera a mi lado, y la voz murmuró las palabras que yo esperaba:
—Espérame cuando menos me esperes.
Yo bramé inmediatamente:
—¡Ahora, Narices! —olvidando en mi excitación su nuevo nombre y su nueva posición. Lo mismo le sucedió a él, porque me respondió a gritos:
—¡Ya le tengo, amo Marco!
Luego oí los gruñidos y boqueadas de una pelea, tan claramente como si se estuviera desarrollando a mis pies, y sin embargo tuve que dar la vuelta entera al pabellón hasta encontrar a dos personas rodando y luchando en el mismo umbral de la Puerta de la Luna. Una de ellas era Ali-Babar. No pude reconocer a la otra; parecía una masa informe de ropa y pañuelos. Pero la agarré, la arranqué de las manos de Ali y la tuve sujeta mientras Ali se ponía en pie. Él señaló jadeando a la figura y dijo:
—Mi amo, no es un hombre, es la mujer del velo.
Entonces me di cuenta de que no estaba agarrando un cuerpo grande y musculoso, pero no aflojé mi presa. La retuve con fuerza mientras se retorcía ferozmente y Ali alargaba la mano y arrancaba los velos de su cara.
—¿Bien? —pregunté con un gruñido—. ¿Quién es esta perra?
Lo único que yo podía ver de la mujer era la parte posterior de su pelo oscuro, pero detrás veía también la cara de Ali, y sus ojos se redondeaban y la ventana de su nariz se iba dilatando mientras un terror casi cómico se pintaba en sus rasgos.
—Mašallah! —dijo con un grito de asombro—. ¡Mi amo, es la muerta rediviva! Es vuestra antigua criada: ¡Buyantu!
Al oír la exclamación con su nombre, ella cesó de debatirse y quedó medio desplomada, resignada y silenciosa. Yo aflojé algo mi presa y le di la vuelta para estudiar sus rasgos en la luz residual del anochecer. No tenía aspecto de muerta, pero su rostro era mucho más duro y frío de lo que yo recordaba, con la piel más tensa, y en su cabello negro había mucha plata y sus ojos eran dos ranuras desafiantes.
Ali continuaba contemplándola con miedosa consternación, y mi voz no era del todo firme cuando dije:
—Cuéntanoslo todo, Buyantu. Me alegro de que estés todavía entre los vivos, pero ¿qué milagro te permitió sobrevivir? ¿Es posible que Biliktu viva también? Alguien murió en aquel accidente dentro de mis habitaciones. ¿Y qué estabas haciendo aquí murmurando palabras en el Pabellón del Eco?
—Por favor, Marco —dijo Ali con voz más temblorosa que la mía—. Primero lo primero. ¿Dónde está Mar-Yanah?
—¡No voy a hablar con un esclavo vil! —contestó Buyantu secamente.
—Ya no es un esclavo —le dije—. Es un hombre libre que ha perdido a su esposa. Ella también es libre, por lo tanto quien la haya secuestrado puede ser ejecutado por este delito.
—Prefiero no creer nada de lo que dices. Y no voy a hablar con un esclavo.
—Entonces habla conmigo. Es mejor que te desahogues, Buyantu. No puedo prometer el perdón por un crimen, pero si nos lo cuentas todo y si recuperamos sana y salva a Mar-Yanah el castigo puede ser algo más clemente que una ejecución.
—¡Escupo sobre tu perdón y tu clemencia! —exclamó ella violentamente—. No se puede ejecutar a los muertos. Y yo morí en aquel accidente.
Los ojos y la nariz de Ali se dilataron de nuevo y dio un paso atrás. Yo casi lo hice también, porque sus palabras sonaban terriblemente sinceras. Pero me mantuve firme, la agarré de nuevo, la sacudí y le dije amenazadoramente:
—¡Habla!
Ella se limitó a repetir tozudamente:
—No voy a hablar delante de un esclavo.
Podía haberla sacudido hasta que lo hiciera, pero quizá hubiese necesitado toda la noche. Me volví hacia Ali y le propuse:
—Quizá todo resulte más rápido si te vas un momento, y la rapidez puede ser vital. —Tal vez Ali aceptó esta razón o quizá prefirió alejarse de una persona que al parecer había vuelto de entre los muertos. Lo cierto es que movió afirmativamente la cabeza, y yo añadí—: Espérame en mis habitaciones. Asegúrate de que conservo todavía estas habitaciones y de que son habitables. Iré a buscarte cuando sepa algo útil. Confía en mí.
Cuando se hubo alejado, colina abajo, y ya no pudo oírnos dije a Buyantu:
—Habla. ¿Está a salvo Mar-Yanah? ¿Está viva?
—Ni lo sé ni me preocupa. Los muertos no nos preocupamos por nada. Ni por los vivos ni por los muertos.
—No tengo tiempo para escuchar tus filosofías. Cuéntame solamente qué pasó.
Ella se encogió de hombros y dijo con voz cargada de resentimiento:
—Aquél día… —no tuve que preguntar nada para saber a cuál se refería—. Aquél día empecé a odiarte por primera vez, y continué odiándote y todavía te odio. Pero aquel día también morí. Los cuerpos muertos se enfrían, y supongo que también se enfría el odio abrasador. En todo caso no me importa ahora que conozcas mi odio ni que sepas cómo lo manifesté. No puede cambiar nada.
Se detuvo un momento y yo insistí:
—Sé que me estabas espiando por cuenta del valí Achmad. Empieza con esto.
—Aquél día… me enviaste a pedir audiencia al gran kan. Cuando volví te encontré a ti y a mi… a ti y a Biliktu en la cama juntos. Aquello me enfureció, y allí mismo, te mostré algo de mi irritación. Me dejaste luego con Biliktu para que vigilara un fuego de brasero debajo de cierta vasija. No nos dijiste que fuera peligroso, ni yo sospeché nada. Aún estaba rabiosa y quería hacerte daño, o sea que dejé a Biliktu con el brasero y fui a ver al ministro Achmad, quien desde hacía tiempo me pagaba para que le informara sobre ti.
Aunque ya conocía este hecho debí de hacer un sonido de desagrado, porque ella gritó:
—¡No hagas ese ruido! No finjas que mi acción va en contra de tus elevados principios. Tú también utilizaste a un espía. Aquél esclavo. —Movió la mano en la dirección de Ali—. Y le pagaste haciendo de alcahuete en favor suyo. Le pagaste con la esclava Mar-Yanah.
—Dejemos esto. Continúa.
Se detuvo un momento para poner en orden sus pensamientos.
—Fui a ver al ministro Achmad, porque tenía muchas cosas que contarle. Aquélla misma mañana te había oído hablar con tu esclavo del ministro Bao, un yi que se hacía pasar por han. También aquella mañana prometiste a tu esclavo que se casaría con Mar-Yanah. Conté todo esto al ministro Achmad. Le dije que en aquel momento estabas acusando al ministro Bao ante el kan Kubilai. El ministro Achmad escribió inmediatamente un mensaje y lo hizo mandar al ministro Bao.
—Ajá —murmuré—. Y Bao consiguió escapar a tiempo.
—Luego el ministro Achmad envió a otro mayordomo para que te buscara a la salida de tu audiencia con el gran kan. Me ordenó mientras tanto que esperara. Cuando llegaste yo estaba escondida en sus habitaciones privadas.
—Y no estabas sola —la interrumpí—. Había alguien más allí dentro. ¿Quién era ella?
—¿Ella? —preguntó Buyantu, como sorprendida.
Luego me miró astutamente entre las rendijas de sus ojos.
—La mujer alta. Sé que estaba allí porque estuvo a punto de entrar en la habitación donde el árabe y yo estábamos hablando.
—Ah… sí… la mujer alta. Una mujer excepcionalmente robusta. Supuse que sería algún nuevo capricho del ministro Achmad. Quizá estás enterado de que Achmad es algo raro. Si aquella persona tenía nombre de mujer, no lo pregunté, e ignoro cuál es. Estuvimos sentadas una al lado de otra, mirándonos de reojo, hasta que te fuiste. ¿Te interesa mucho conocer la identidad de aquella mujer alta?
—Quizá no. Supongo que no todo el mundo estaba implicado en aquellos tortuosos planes. Continúa, Buyantu.
—Cuando te fuiste, el ministro Achmad me llamó y me llevó a la ventana. Me enseñó el Pabellón del Eco, en lo alto de la Colina de Kara, por donde tú subías en aquel momento. Me ordenó que corriera detrás tuyo sin que me vieras y que murmurara las palabras que oíste. Aunque ignoraba de qué se trataba, me gustó lanzar contra ti amenazas secretas, porque te odiaba. ¡Te odiaba!
Aquéllas palabras rabiosas la ahogaron, y se detuvo. No pude evitar sentir algo de compasión por ella, y le dije:
—Y unos minutos después tuviste más razones todavía para odiarme.
Ella asintió tristemente y tragó saliva, pero pudo hablar de nuevo:
—Estaba acercándome a tus habitaciones cuando todo reventó ante mis ojos con un ruido terrible, entre llamas y humo. Biliktu murió entonces, y lo mismo me sucedió a mí: todo murió excepto mi cuerpo. Ella había sido desde siempre mi hermana, mi melliza, y siempre nos habíamos querido. Mi furia hubiese sido suficiente si sólo hubiese perdido a mi hermana melliza. Pero fuiste tú quien nos hizo algo más que hermanas. Tu nos hiciste amantes. Y luego tú destruiste a mi amada. ¡Tú!
Ésta última palabra estalló con una lluvia de saliva. Me abstuve por prudencia de replicar y ella prosiguió diciendo:
—Me hubiese gustado matarte en aquel momento. Pero estaban sucediendo demasiadas cosas, había demasiada gente por allí. Y luego partiste repentinamente de viaje. Me quedé sola. Me quedé sola como nadie en el mundo. La única persona a quien amaba estaba muerta, y todos los demás creían que yo también había muerto. No había trabajo para mí, no tenía a nadie a quien responder, ningún lugar donde se me esperara. Me sentí totalmente muerta. Todavía ahora me siento muerta.
Volvió a callar hoscamente, y yo dije entonces:
—Pero el árabe te encontró un empleo.
—Él sabía que yo no estaba en la habitación con Biliktu. Era la única persona que lo sabía. Nadie más sospechaba mi existencia. Me dijo que podía encontrar una ocupación para una mujer invisible como yo, pero durante mucho tiempo no fue así. Me pagó mi salario y viví sola en una habitación de la ciudad, sentada todo el día mirando las paredes. —Suspiró profundamente—. ¿Cuánto tiempo ha durado?
—Mucho —dije con simpatía—. Ha durado mucho tiempo.
—Luego un día me mandó llamar. Me dijo que ibas a regresar y que debíamos preparar una sorpresa adecuada para darte la bienvenida. Escribió dos papeles y me ordenó que me envolviera en velos, para que fuera una mujer más invisible todavía, y que los entregara. Uno era para ti. Si lo has visto sabes que no está firmado. El otro lo firmó, pero no con su propio yin y lo entregué algo más tarde al capitán de la Guardia de Palacio. Era una orden para arrestar a Mar-Yanah y llevarla al acariciador.
—Amoredèi! —exclamé horrorizado—. Pero… pero… los guardias no arrestan a nadie ni el acariciador castiga a nadie sólo por obedecer el capricho de una persona. ¿De qué se acusó a Mar-Yanah? ¿Qué decía el papel? ¿Y con qué lo firmó el vil valí sino con su propio nombre?
Mientras Buyantu estuvo contando hechos su voz tenía una cierta energía, aunque sólo fuera la de una serpiente venenosa que se satisface con sus malignas hazañas. Pero cuando empecé a pedirle detalles, la energía desapareció y su voz se volvió pesada y sin vida. Respondió lo siguiente:
—Cuando el kan no está en la corte, el ministro Achmad es el vicerregente. Tiene acceso a todos los yin oficiales. Supongo que puede utilizar el que le plazca y firmar con él cualquier documento. Utilizó el yin del armero de la Guardia de Palacio, que era la dama Zhao Guan, antigua propietaria de la esclava Mar-Yanah. La orden acusaba a la esclava de ser una fugitiva y de pasar por mujer libre. Los guardianes no pondrían en duda la palabra escrita de su propio armero, y el acariciador no interroga a nadie excepto a sus víctimas.
Yo continué balbuceando lleno de consternación y sorpresa:
—Pero… pero…, incluso doña Zhao… que no es un modelo de virtud, incluso ella rechazaría una acusación ilícita formulada en su nombre.
Buyantu contestó a esto:
—Doña Zhao murió poco después.
—Ah, sí. Lo había olvidado.
—Probablemente no se enteró del abuso de su yin oficial. En todo caso no detuvo el proceso, y ahora ya no puede hacerlo.
—No. ¡Qué conveniente todo para el árabe! Cuenta, Buyantu. ¿Te dijo alguna vez por qué motivo se preocupaba tanto por mí, comprometiendo al mismo tiempo a tanta gente, o eliminándola?
—Sólo me dijo: «El infierno es lo que duele más»; no sé si esto tiene algún sentido para ti. Para mí no lo tiene. Lo repitió esta tarde cuando me ordenó que te siguiera y que murmurara una vez más esta amenaza.
Yo dije entre dientes:
—Creo que ha llegado el momento de ampliar el ámbito de este infierno. —Luego una idea me heló la sangre, y exclame—: ¡Tiempo! ¿Cuánto tiempo? Buyantu, rápido, dime: ¿qué castigo debía infligir el acariciador a Mar-Yanah por su supuesto crimen?
Ella contestó con indiferencia:
—¿Un esclavo que intenta pasar por ser libre? No sé exactamente, pero…
—Si no es muy severo, todavía hay esperanza —añadí en un susurro.
—… pero el ministro Achmad dijo que un crimen así equivale a una traición contra el Estado.
—¡Dios mío! —gemí—. ¡La traición se castiga con la Muerte de un Millar! ¿Cuánto… cuánto tiempo hace de la detención de Mar-Yanah?
—Déjame pensar —dijo lánguidamente—. Fue después de que tu esclavo partiera para reunirse contigo y entregarte el mensaje anónimo. Esto fue hace… unos dos meses… dos meses y medio…
—Sesenta días… setenta y cinco días… —intenté calcular, aunque mi mente estaba hirviendo—. El acariciador dijo una vez que si tenía tiempo y ganas podía prolongar este castigo hasta casi un centenar de días. Y tener a una mujer bella en sus garras sin duda le ha de inspirar al máximo. Quizá todavía estemos a tiempo. Tengo que apresurarme.
—¡Espera! —dijo Buyantu tirando de mi manga. Su voz recobró un poco de vida, aunque esto no concordara mucho con sus palabras—. No te vayas antes de matarme.
—No voy a matarte, Buyantu.
—¡Tienes que hacerlo! Estoy muerta desde hace mucho tiempo. Mátame ahora, para que pueda descansar por fin.
—No lo haré.
—Nadie te castigará, porque podrías justificar tu acción. Pero ni siquiera te acusarán de nada, porque vas a matar a una mujer invisible, a una mujer inexistente, cuya muerte ya fue certificada. Hazlo ya. Debes de sentir la misma rabia que sentí yo cuando mataste a mi amor. He estado trabajando mucho tiempo para hacerte daño y ahora he enviado a tu señora amiga al acariciador. Tienes motivo suficiente para matarme.
—Tengo más motivos para dejarte viva y para que purgues tu culpa. Tú serás la prueba de la participación de Achmad en esta sucia historia. No queda tiempo para más explicaciones. Tengo que apresurarme. Pero te necesito, Buyantu. ¿Me esperarás aquí hasta que vuelva? Iré lo más rápido que pueda.
Ella contestó con apatía:
—Si no puedo descansar en mi tumba, ¿qué importa donde esté?
—Limítate a esperarme. Intenta imaginar que me debes por lo menos esto. ¿Lo harás?
Buyantu suspiró y se sentó pesadamente, con la espalda vuelta a la curva interior de la Puerta de la Luna.
—¿Qué importa? Te esperaré.
Bajé por la colina a grandes zancadas, preguntándome si tenía que enfrentarme primero con Achmad, el instigador, o con el acariciador, el ejecutor. Lo mejor era correr primero hacia el acariciador y confiar en que podría suspender su trabajo. Pero ¿estaría trabajando tan entrada la noche? Mientras me deslizaba por los túneles subterráneos hacia sus habitaciones cavernosas, toqué a tientas mi bolsa intentando contar el dinero al tacto. La mayoría de las piezas eran de papel, pero había algunas monedas de buen oro. Quizá a aquellas alturas el acariciador se estaba aburriendo de aquel placer y se le podría sobornar con facilidad. Resultó al final que el funcionario estaba todavía trabajando y que respondió con sorprendente facilidad a mi petición, pero no por aburrimiento ni por avaricia.
Tuve que gritar mucho y aporrear la mesa y amenazar con el puño al austero y frío jefe de la sala de secretarios, pero al final cedió y salió para interrumpir a su amo. El acariciador apareció con pasos menudos por la puerta tachonada de hierro, limpiándose cuidadosamente las manos en un paño de seda. Contuve las ganas de estrangularle allí y en aquel momento, y volteé mi bolsa sobre la mesa que nos separaba, vertí todo su contenido y le dije jadeante:
—Maestro Ping, tenéis un sujeto llamado Mar-Yanah. Acabo de enterarme de que fue injustamente condenada y entregada a vos. ¿Está todavía viva? ¿Puedo solicitar que se interrumpa provisionalmente el proceso debido?
Sus ojos centellearon clavados en mí.
—Tengo un mandato para ejecutarla —dijo—. ¿Traéis un documento revocándolo?
—No, pero lo traeré.
—Ah, en este caso, cuando lo traigáis…
—Sólo os pido que suspendáis las actuaciones hasta que lo traiga. Suponiendo, claro, que viva todavía. ¿Vive?
—Claro que sí —dijo altaneramente—. No soy un carnicero.
Se puso incluso a reír sacudiendo la cabeza como si yo hubiese dudado estúpidamente de su habilidad profesional.
—Entonces concededme el honor, maestro Ping, de aceptar esta muestra de agradecimiento —dije señalando el montoncito de dinero esparcido por la mesa—. ¿Compensará esto vuestra bondad?
Él se limitó a emitir un gruñido de indiferencia, pero empezó rápidamente a sacar las monedas de oro del montón de dinero sin que al parecer mirara lo que hacía. Me fijé por primera vez en que sus dedos tenían uñas increíblemente largas y curvas, como garras.
Yo le dije ansiosamente:
—Tengo entendido que la mujer fue condenada a la Muerte de un Millar.
El acariciador dejó de lado despreciativamente el papel moneda, metió las monedas en su faltriquera y contestó:
—No.
—¿No? —repetí yo esperanzado.
—El mandato especificaba la Muerte Más Allá de un Millar.
Quede de momento aturdido, pero temí pedir más detalles y le dije:
—Bueno, ¿supongo que esto puede aplazarse un momento, hasta que pueda traer una orden de revocación del gran kan?
—Puede aplazarse —respondió, quizá con demasiada facilidad—. Suponiendo que estéis seguro de que lo deseáis. Tened en cuenta esto, señor Marco… ¿os llamáis así? Creo que os recuerdo. Procuro ser honesto en mis transacciones, señor Marco. No vendo mi mercancía sin enseñarla. Lo mejor sería que entrarais y echarais un vistazo a lo que estáis comprando. Si me lo pedís os reembolsaré esta suma, como muestra de aprecio.
Dio media vuelta y atravesó la habitación con pasos menudos hasta la puerta tachonada de hierro, la abrió para que yo pasara, y le seguí hasta la habitación interior: ¡Dios mío! Hubiese preferido no hacerlo.
La prisa desesperada que me embargaba por rescatar a Mar-Yanah no me había dado tiempo para considerar algunas cosas. Era lógico que por el solo hecho de ser una mujer bella hubiese inspirado al acariciador las torturas más infernales, prolongadas con la mayor crueldad durante el mayor tiempo posible. Pero había otra cosa. La orden de ejecución le habría informado de que Mar-Yanah era la esposa de un tal Ali-Babar, y el maestro Ping no habría tardado mucho en enterarse de que Ali era el antiguo esclavo que había visitado aquellas mismas habitaciones, y que había disgustado tanto al acariciador. (Cuando le vio había preguntado con la mayor repulsión: «¿Quién… es… éste?»). Y Ping habría recordado que aquel esclavo era mi esclavo, y que yo había sido un visitante todavía más inoportuno. (Yo, sin saber que él entendía el farsi, le había llamado «individuo afectado que disfruta con los dolores de los demás»). Él tenía, pues, todas las razones posibles para extremar al máximo sus atenciones al sujeto condenado, que era la esposa del vil esclavo de Marco Polo, quien en una ocasión le había insultado con tanta desfachatez. Y ahora tenía delante suyo a ese mismo Marco Polo, suplicando abyectamente, pidiendo un favor y encogiéndose de terror. El acariciador no sólo estaba dispuesto a mostrarme el resultado de su pericia, sino que estaba diabólicamente ansioso y orgulloso por hacerme comprender que una parte importante de este resultado se debía a mi propia y estúpida impertinencia.
En la habitación interior de paredes de piedra, alumbrada con antorchas, manchada de sangre, y con un olor nauseabundo, el maestro Ping y yo quedamos uno al lado del otro mirando al objeto central de aquel espacio, una cosa roja, brillante, que goteaba e incluso humeaba ligeramente. O más bien yo lo miraba mientras él me miraba de reojo, recreándose y esperando mi comentario. Durante un rato no dije nada. No podría haber dicho nada, porque tragaba saliva repetidamente para evitar que él oyera mis movimientos de náusea o que me viera vomitar. Entonces, probablemente para provocarme, se puso a explicar con pedantería la escena que teníamos delante.
—Supongo que observaréis que las caricias han seguido su curso desde hace algún tiempo. Mirad el cesto y veréis que quedan relativamente pocos papeles para sacar y abrir. Solo quedan estos ochenta y siete papeles, porque hoy he llegado al papel novecientos treinta. Quizá no lo creáis, pero este único papel me ha tenido ocupado toda la tarde, trabajando hasta las últimas horas. Esto se explica porque cuando lo abrí contenía la tercera directiva referente a la «joya roja» del sujeto, y era algo difícil de encontrar entre todo este revoltijo de carne que queda entre los dos muñones de los muslos, y como es lógico ya me había dedicado a esa parte en dos ocasiones anteriores. Necesité, pues, de toda mi habilidad y concentración para…
Al fin conseguí recuperar las fuerzas para interrumpirle y repliqué secamente:
—Me dijisteis antes que esto era Mar-Yanah y que aún vivía. Esto no es ella y es imposible que viva.
—Sí, lo es y lo es, sí. Además todavía puede continuar viviendo con tratamientos y cuidados adecuados, suponiendo que alguien tenga tan poca consideración que desee conservarla. Acercaos, señor Marco, y comprobadlo vos mismo.
Lo hice. Aquello estaba vivo y era Mar-Yanah. En lo alto de la cosa, donde debía de estar la cabeza, colgaba de lo que sin duda había sido el cuero cabelludo una única trenza de pelo no arrancada todavía de raíz, y era larga, era pelo de mujer, y aún podía distinguirse su color negro rojizo, y era pelo rizado, el de Mar-Yanah. Además la cosa hizo un ruido. No podía haberme visto, pero pudo haber oído oscuramente mi voz a través de la abertura restante donde antes hubo una oreja y quizá incluso pudo haber reconocido mi voz. El ruido era un sonido balbuceante y barboteante, pero parecía que dijera débilmente:
—¿Marco?
Me dirigí al acariciador con un tono de voz controlado y frío, del cual no me habría creído nunca capaz y le dije como si conversáramos normalmente:
—Maestro Ping, en una ocasión me explicasteis con todo detalle la Muerte de un Millar, y me parece que corresponde a esto. Sin embargo acabáis de aplicar a esto otro nombre. ¿En qué consiste la diferencia?
—La diferencia es trivial. No puede esperarse que la notéis. Como sabéis, la Muerte de un Millar consiste en ir reduciendo gradualmente al sujeto, extirpándole trozos, recortando, agujereando, reventando, etcétera, mediante un proceso prolongado con intervalos de descanso durante los cuales el sujeto toma comida y bebida para seguir viviendo. La Muerte Más Allá de un Millar es más o menos la misma cosa y sólo difiere en que se dan de comer al sujeto únicamente trozos de su mismo cuerpo. Y para beber, sólo se le dan… ¿qué estáis haciendo?
Yo había desenvainado mi cuchillo de cinto y lo había hundido en la masa rojiza y reluciente en donde supuse que estaban los restos del pecho de Mar-Yanah, y di a la empuñadura el apretón adicional que disparaba las tres hojas y las clavaba firmemente. Confié que de este modo la cosa que tenía delante quedaría más muerta que antes, pero sólo quedó desplomada algo más desmañadamente, y ya no emitió más ruidos. En aquel instante recordé que hacía mucho tiempo había asegurado al marido de Mar-Yanah que no mataría nunca conscientemente a una mujer, y recordé que él había comentado con indiferencia: «Todavía sois joven».
El maestro Ping quedó mudo de estupor, y me miró con ojos furiosos rechinando de dientes. Pero yo alargué fríamente la mano y le arranqué el paño de seda con que había limpiado sus manos. Lo utilicé para limpiar mi cuchillo y lo tiré bruscamente en su dirección mientras cerraba el cuchillo y lo metía de nuevo en la vaina de mi cinto.
Él me dirigió una mirada de desprecio y odio y dijo:
—Habéis echado a perder los toques finales más refinados que faltaban. Y os iba a conceder el privilegio de asistir. ¡Qué lástima! —Cambió la expresión de desprecio por una sonrisa burlona—. De todos modos fue un impulso comprensible por parte, claro, de un lego y de un bárbaro. Y al fin y al cabo habíais pagado por ella.
—No he pagado por ella, maestro Ping —le dije y apartándole a un lado salí de allí.
Tenía prisa por volver con Buyantu, porque no quería que mi ausencia la pusiera nerviosa, y además prefería esperar lo más posible para comunicar a Ali-Babar la triste noticia. Pero no podía dejarle retorciéndose de manos en el purgatorio de la ignorancia, así que volví a mis antiguas habitaciones en donde él me esperaba. Ali, con una falsa demostración de alegría, hizo un gesto majestuoso y dijo:
—Todo está restaurado, amueblado y decorado de nuevo. Pero al parecer nadie pensó en asignaros nuevas criadas. Es decir, que voy a quedarme esta noche por si necesitáis… —La voz le falló—. Oh, Marco, parece que estáis afectado. ¿Es lo que yo temo?
—Desgraciadamente, sí, viejo camarada, está muerta.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y murmuró:
—Tanha… hamisé…
—No sé cómo contarlo de modo fácil. Lo siento. Pero se ha liberado ya de la cautividad y del dolor. —Era mejor, por lo menos de momento, que pensara que su muerte había sido fácil—. En otra ocasión te explicaré la manera y el motivo de su muerte, porque fue un asesinato, un asesinato innecesario. La mataron únicamente para hacernos daño, a ti y a mí, y tú y yo vamos a vengarla. Pero esta noche, Ali, no me preguntes nada ni te quedes aquí. Sin duda quieres irte y llorar esta perdida solo, y yo tengo mucho que hacer, tengo que poner en marcha nuestra venganza.
Di media vuelta y me fui bruscamente, porque si me hubiese preguntado algo no habría podido mentirle. Pero lo poco que le había dicho había aumentado mi furia y mi sed de sangre, o sea que en lugar de ir directamente a ver a Buyantu en el Pabellón del Eco, me dirigí primero a las habitaciones del ministro Achmad.
Me cerraron el paso sus centinelas y criados. Decían que el valí había estado ocupadísimo todo el día con los preparativos para el regreso del gran kan y el recibimiento de la emperatriz viuda, que estaba muy fatigado, se había ido ya a la cama y que ellos no se atrevían a anunciar una visita. Pero yo grité con furia:
—¡No me anunciéis! Dejadme pasar.
Y lo hice tan ferozmente que se apartaron de mi paso murmurando con miedo:
—A vuestra cuenta y riesgo corre, maestro Polo —y yo, sin que nadie me anunciara y sin ninguna demostración de cortesía, abrí de golpe la puerta de los aposentos privados del árabe.
Entonces recordé inmediatamente las palabras de Buyantu sobre las «excéntricas fantasías» de Achmad y expresiones similares del artista maestro Zhao formuladas mucho antes. Cuando irrumpí en el dormitorio, sorprendí allí a una mujer muy alta, que desapareció rápidamente por otra puerta. La vi sólo de refilón, vestida voluptuosamente con una ropa transparente y ondulante del color de la flor llamada lila. Tuve que suponer que era la misma mujer alta y robusta que había visto antes en sus habitaciones. Aquél capricho concreto de Achmad había durado por lo visto bastante tiempo; pero luego el tema dejó de interesarme. Me enfrenté con el hombre, que yacía en la gran cama con sábanas de color lila, recostado sobre almohadas del mismo color. Él me miró con calma, sin que sus ojos de piedra negra temblaran ante la tormenta que debieron de ver en mi rostro.
—Supongo que estáis cómodo —dije entre dientes—. Disfrutando de vuestra vida de cerdo, porque no durará mucho.
—No es muy cortés llamar cerdo a un musulmán, siendo vos consumidor de cerdo. Además os estáis dirigiendo al primer ministro de este reino. Cuidado con lo que hacéis.
—Me estoy dirigiendo a un hombre caído en desgracia, depuesto y muerto.
—No, no —dijo con una sonrisa poco agradable—. Podéis ser el actual gran favorito de Kubilai, Folo, invitado incluso a compartir sus concubinas, según creo, pero él no amputará nunca su buena mano derecha.
Consideré un momento sus palabras y contesté:
—Sabed que yo no me habría considerado nunca un personaje muy importante en Kitai, y desde luego no me habría considerado rival vuestro ni amenaza contra vos, si no lo hubierais expresado ahora con tanta claridad. Y ahora mencionáis a las doncellas mongoles que tuve en mis brazos. ¿Os molesta que vos nunca hayáis tenido ninguna? ¿O que no pudierais nunca tener ninguna? ¿Fue éste el último corrosivo que afecto vuestro sentido común?
—Haramzadè! ¿Vos importante? ¿Un rival? ¿Una amenaza? Me basta con tocar el gong que tengo al lado de la cama para que mis hombres os troceen en un instante. Y mañana por la mañana sólo tendría que explicar a Kubilai que me habíais hablado tal como lo estáis haciendo ahora. Él no le daría la menor importancia ni haría el menor comentario, y vuestra existencia se olvidaría tan fácilmente como su final.
—¿Por qué no lo hacéis, entonces? ¿Por qué no lo habéis hecho todavía? Dijisteis que me haríais lamentar haber desafiado vuestras órdenes expresas: ¿por qué hacérmelo lamentar poco a poco? ¿Por qué os limitáis a amenazarme furtiva e indolentemente, y destruís al mismo tiempo a la gente inocente que me rodea?
—Me divierte hacerlo así. El infierno es lo que duele más, y yo puedo hacer lo que me place.
—¿Podéis? Quizá habéis podido hasta ahora. Pero esto se ha acabado.
—Oh, creo que no. Para mi próxima diversión puedo hacer públicas algunas pinturas que el maestro Zhao ejecutó para mí. El nombre de Folo se convertirá en el hazmerreír de todo el kanato. El ridículo es lo que más duele. —Antes de que pudiera preguntarle de qué hablaba, pasó a otro tema—. ¿Sabéis realmente, Marco Folo, quién es este valí a quien pretendéis desafiar? Hace muchos años empecé como consejero de la princesa Jamui de la tribu Kungurat de los mongoles. Cuando el kan Kubilai la convirtió en su primera esposa y ella pasó a ser la katun Jamui, la acompañé a esta corte. Desde entonces he servido a Kubilai y al kanato, en muchos cargos. Asumí últimamente, y de esto hace muchos años, el segundo cargo en importancia del reino. ¿Creéis de veras que podéis derribar un edificio de cimientos tan sólidos?
Volví a pensar un momento y dije:
—Quizá os sorprenda, valí, pero os creo. Creo que os habéis entregado totalmente a vuestro servicio. Probablemente no sabré nunca por qué motivo, en una etapa tan tardía habéis permitido que unos celos indignos os corrompan induciéndoos a la malversación.
—Esto lo decís vos. En toda mi carrera no he hecho nada deshonesto.
—¿Nada deshonesto? ¿Paso lista? No creo que conspirarais para dar un cargo ministerial a un yi llamado Bao. No creo que estuvierais enterado de su presencia subversiva. Pero es seguro que colaborasteis en su fuga cuando se supo la verdad. Yo llamo a esto traición. Habéis empleado injustamente el yin de otro cortesano para vuestros objetivos privados, y yo llamo a esto abuso del cargo, o algo peor. Habéis asesinado del modo más inicuo a la dama Zhao y a Mar-Yanah, la primera una noble, la segunda un súbdito valioso del kan, sin otro motivo que hacerme daño a mí. ¿Decís que no habéis hecho nada deshonesto?
—La culpa se ha de probar —dijo con una voz tan pétrea como sus ojos—. La culpa es una palabra abstracta que no tiene existencia independiente. La culpa, como el mal, sólo depende de los juicios de otra persona. Si una persona hace algo y nadie dice que aquello sea deshonesto, no es culpable de nada.
—Lo sois, árabe. Sois culpable de muchas acciones. Y así serán juzgadas.
—Por ejemplo, un asesinato… —continuó él, como si no le hubiese interrumpido—. Me habéis acusado de asesinato. Sin embargo si una mujer llamada Mar-Yanah está realmente muerta, y por culpa de alguien, hay un testigo honroso de sus últimas horas. Éste testigo puede declarar que el valí Achmad no puso nunca los ojos sobre esa mujer, y menos puso unas manos asesinas sobre ella. Éste testigo puede declarar que la mujer Mar-Yanah murió a consecuencia de una puñalada asestada por un tal Marco Folo. —Me dirigió una mirada de astucia y burlón buen humor—. ¡Vaya, Marco Folo, qué cara ponéis! ¿Es una mirada de asombro, de culpa o de vergüenza por haber sido descubierto? ¿Suponíais que estuve metido en la cama toda la noche? Me he movido y he arreglado vuestros destrozos. Hasta ahora mismo no he podido conceder un momento de reposo a mi cansada persona, y de repente os presentáis vos para molestarme todavía más.
Pero su sarcasmo no hizo mella en mí. Me limité a mover negativamente la cabeza y a decir:
—Confesaré libremente la puñalada, cuando se nos juzgue en la Sala de la Justicia.
—Esto no llegará nunca al Cheng. Acabo de deciros que un delito ha de probarse. Pero antes hay que acusar al delincuente. ¿Podríais vos llevar a cabo una acción tan imprudente e inútil? ¿Os atreveríais realmente a formular un cargo contra el primer ministro del kanato? ¿La palabra de un ferenghi advenedizo contra la reputación? ¿El cortesano más antiguo y de mayor rango de la corte?
—No será únicamente mi palabra.
—No hay nadie más que pueda declarar contra mí.
—Está Buyantu, mi antigua doncella.
—¿Queréis de veras que esto salga a la luz? ¿Sería prudente? También ella murió por culpa vuestra. Toda la corte lo sabe, y lo sabrán igualmente todos los jueces del Cheng.
—Vos sabéis que hay más, maldito seáis. Ella ha hablado conmigo esta misma noche y me lo ha contado todo. Me está esperando en la Colina de Kara.
—No hay nadie en la Colina de Kara.
—En esto estáis equivocado —dije—. Buyantu está allí.
Y quizá incluso sonreí con satisfacción al decirlo.
—No hay nadie en la Colina de Kara. Id vos mismo a verlo. Es cierto que esta tarde envié una criada allí. No recuerdo su nombre, y ahora no puedo ni recordar qué encargo le di. Pero al ver que al cabo de un rato no volvía, fui a buscarla. Hacerlo personalmente fue una muestra de consideración por parte mía, pero Alá nos ordena tratar con consideración a nuestros inferiores. Si la hubiese encontrado, ella misma podría haberme contado que habíais ido corriendo a visitar al acariciador. Sin embargo lamento informaros de que no la encontré. Ni vos la encontraréis. Id a comprobarlo.
—¡Monstruo asesino! ¿Habéis matado a otra…?
—Si la hubiese encontrado —continuó implacablemente— ella podría haberme explicado que os negasteis a concederle exactamente esta consideración. Pero Alá nos ordena actuar más consideradamente que vosotros, cristianos sin corazón. Es decir que…
—Dio me varda!
Él dejó el tono burlón y continuó secamente:
—Empieza a cansarme este juego. Añadiré sólo unas palabras. Preveo que si empezáis a declarar en público que habéis oído voces incorpóreas en el Pabellón del Eco provocaréis bastantes dudas, especialmente si aseguráis que oísteis la voz de una persona que todo el mundo sabe difunta desde hace tiempo, de una persona fallecida en una desgracia de la que vos fuisteis causante. La interpretación más caritativa de vuestros balbuceos será que el dolor y la culpa debidos al incidente os han trastocado tristemente la razón. Todo lo que podáis añadir en vuestro barboteo, como ciertas acusaciones contra cortesanos importantes y estimados, merecerá idéntica acogida.
Yo sólo podía mirarle impotente y lleno de rabia.
—Bueno —continuó—, al fin y al cabo vuestro lamentable mal podría redundar en bien de todos. En el civilizado Islam, tenemos instituciones llamadas Casas del Engaño, donde confinamos de modo seguro a las personas poseídas por el demonio de la locura. Desde hace tiempo he intentado convencer a Kubilai para que funde las mismas instituciones en este país, pero él asegura tozudamente que estos demonios no infestan sus regiones, más sanas. Vuestra mente y vuestra conducta claramente perturbadas podrían convencerle de lo contrario. En tal caso ordenaría que se iniciara la construcción de la primera Casa del Engaño de Kitai, y ya podéis imaginar la identidad de su primer ocupante.
—¡Sois… sois…!
Hubiese podido echarme sobre él saltando por encima de la cama de color lila, pero él alargaba una mano hacia el gong que tenía a un lado.
—He dicho ya que podéis ir personalmente a investigar y convenceros de que no hay nadie en la Colina de Kara, nadie que pueda confirmar vuestra imaginación demente. Os propongo que vayáis allí. Allí o a otro lugar. ¡Pero idos!
¿Qué otra cosa podía hacer sino irme? Me fui, desanimado y triste, y escalé sin esperanzas la Colina de Kara hasta el Pabellón del Eco, sabiendo que no encontraría a nadie, como aseguraba el árabe, y efectivamente no había nadie, ni el menor rastro de que Buyantu hubiese estado allí, o de que hubiera sido algo más aparte de una mujer muerta. Bajé de nuevo la colina arrastrando los pies, más abatido y desmoralizado todavía, «con mis gaitas metidas en su saco», como dice el viejo refrán veneciano, y como dice mi padre.
El pensamiento sardónico de mi padre me hizo recordar su existencia, y puesto que no tenía otro destino, me fui acercando a sus habitaciones para anunciarle mi regreso. Quizá tendría un buen consejo que darme. Pero una de sus doncellas contestó la leve llamada que hice al portal, y me comunicó que el maestro Polo estaba fuera de la ciudad, y no le pregunté si aún estaba fuera o si había salido de nuevo. Avancé, pues, resignadamente por el corredor hacia la estancia de tío Mafio. La doncella me dijo que efectivamente el maestro Polo estaba en la ciudad, pero que no siempre pernoctaba en sus habitaciones y que en ocasiones para no molestar innecesariamente a sus servidores entraba y salía por una puerta trasera que había mandado abrir en el muro posterior de la estancia.
—Es decir, que de noche no sé nunca si está en su dormitorio o no —dijo con una sonrisa ligeramente triste—. Y no quisiera entrometerme en lo que hace.
Recordé que en una ocasión tío Mafio dijo que había «dado placer» a esta criada, y que aquello me había alegrado. Quizá había sido solamente una breve incursión en el campo de la sexualidad normal, que luego había encontrado insatisfactorio y había abandonado, y por esto ella parecía algo triste y no quería «entrometerse» en sus asuntos.
—Pero vos sois familiar suyo, no un intruso —dijo haciéndome pasar con una inclinación—. Podéis entrar y comprobarlo vos mismo.
Pasé por sus habitaciones hasta llegar al dormitorio y lo encontré oscuro y con la cama vacía. Mi tío no estaba allí. Pensé irónicamente que mi regreso no había inspirado precisamente abrazos ni gritos de alegría. No los había inspirado a nadie. Guiándome por la luz que llegaba de la lámpara situada en la habitación principal empecé a buscar a tientas un trozo de papel y algo con que escribir una nota informándole por lo menos de que había regresado. Cuando busqué a ciegas en el cajón de un armario, mis uñas se deslizaron sobre unos artículos de tela curiosamente delicados y delgados. Impulsado por la sorpresa los saqué y los miré al trasluz; no parecían prendas sólidas de hombre, ni mucho menos. Fui a la sala principal, cogí una lámpara y las estudié de nuevo. Desde luego eran camisas de mujer, pero de gran talla. Pensé: «¿Dios mío, se está divirtiendo ahora mi tío con alguna giganta?». ¿Explicaba esto la tristeza de la doncella? ¿La había rechazado por algo grotesco y perverso? Bueno, por lo menos era una mujer…
Pero no lo era. Bajé la ropa para doblarla de nuevo y vi delante mío a tío Mafio, quien evidentemente acababa de entrar deslizándose por su nueva puerta trasera. Parecía sorprendido, embarazado e irritado, pero no fue esto lo que noté primero. Vi inmediatamente que su rostro sin barba estaba cubierto de polvo blanco, incluso las cejas y los labios, y que sus ojos estaban oscurecidos y alargados por una aplicación de al-kohl que perfilaba los párpados y los extendía, tenía pintada una boquita de rosa haciendo pucheros en el lugar que debía ocupar su ancha boca, llevaba el cabello cuidadosamente prendido con agujas, y todo él iba vestido con ropa de gasa, pañuelos sutiles y cintas ondeantes del color de la flor llamada lila.
—Gèsu… —murmuré cuando mi asombro y mi horror iniciales dejaron paso a la comprensión, o al mínimo de comprensión que necesitaba y que superaba mis deseos.
¿Por qué no había caído yo en la cuenta mucho antes? Muchas personas me habían hablado ya de los «gustos excéntricos» del valí Achmad, y desde hacía tiempo estaba enterado de los desesperados esfuerzos de mi tío que, como un hombre arrastrado por una marea descendente, intentaba agarrarse a un punto tras otro de anclaje. Aquélla misma noche Buyantu me había mirado sorprendida cuando al hablarle yo de la «mujer alta» de Achmad, me había comentado evasivamente: «Suponiendo que esta persona tenga nombre de mujer…». Ella estaba al corriente, y con astucia femenina había decidido reservarse aquella información para traficar con ella más tarde. El árabe me había amenazado directamente: «Haré públicas algunas pinturas…», y yo tenía que haber recordado entonces el tipo de pinturas que el maestro Zhao se veía obligado a pintar en privado. «El nombre mismo de Polo se convertirá en un hazmerreír…».
—Gèsu, tío Mafio… —murmuré, con compasión, asco y desencanto. Él no dijo nada, pero tuvo la delicadeza de poner cara de vergüenza y no de irritación por haber sido descubierto. Yo moví lentamente la cabeza a derecha e izquierda y consideré varios comentarios posibles hasta que al final dije:
—En cierta ocasión, tío, me diste un sermón muy convincente sobre los usos provechosos del mal. Dijiste que sólo la persona mala y atrevida triunfa en este mundo. ¿Has seguido tus propios consejos, tío Mafio? ¿Es éste —señalé con un gesto su escuálido disfraz, su aspecto de total degradación—, es éste el triunfo que conseguiste?
—Marco —dijo a la defensiva y con voz apagada—. Hay muchos tipos de amor. No todos son bonitos. Pero no hay que despreciar ningún tipo de amor.
—¡Amor! —dije como si fuera una palabra indecente.
—Deseo, lascivia… último recurso… llámalo como quieras —respondió crudamente—. Achmad y yo tenemos la misma edad. Y los dos nos sentimos rechazados por los demás… nos sentimos extranjeros… raros…
—Aberrantes, diría yo. Y creo que los dos tenéis edad suficiente para doblegar vuestros impulsos más urgentes.
—¡Quieres decir retirarnos al rincón de la chimenea! —replicó violentamente, irritado de nuevo—. Sentarnos allí quietos y descomponernos. Tragar nuestro potaje y cuidar nuestro reumatismo. ¿Crees tú que por ser joven tienes el monopolio de la pasión y el deseo? ¿Me encuentras decrépito?
—¡Te encuentro indecente! —grité a mi vez. Él se acobardó y se cubrió con las manos su rostro horrible—. Por lo menos el árabe no exhibe sus perversiones con gasas y cintas. Si lo hiciera me reiría de él. Haciéndolo tú, tengo que llorar.
También él estuvo a punto de llorar. Por lo menos empezó a respirar de forma ruidosa. Se sentó pesadamente sobre un banco y gimió:
—Si tú tienes la suerte de disfrutar de los banquetes del amor, no te rías de quienes nos vemos obligados a contentarnos con lo que tiran de la mesa y con sus sobras.
—De nuevo el amor, ¿verdad? —dije con una carcajada de burla—. Bueno, tío, admito que soy la persona menos calificada para sermonear sobre la moralidad y la decencia en la cama. Pero ¿no tienes sentido de la discriminación? Sin duda sabes lo vil y malvado que es este Achmad fuera de la cama.
—Sí, lo sé, lo sé. —Juntó las manos como una mujer angustiada y se retorció femeninamente. El espectáculo era patético. Y era horrible oírle gimotear como una mujer excitada, incapaz de pensar coherentemente—. Achmad no es el mejor de los hombres. Es caprichoso. Tiene un temperamento terrible. Es impredecible. No siempre su comportamiento es admirable, ni público ni privado. Sí, me doy cuenta de esto.
—¿Y no has hecho nada?
—¿Consigue la esposa de un borracho que deje de beber? ¿Qué puedo hacer yo?
—Podrías haber dejado de hacer lo que has estado haciendo, sea lo que fuere.
—¿Qué? ¿Amarle? ¿Puede la esposa de un borracho dejar de amarlo sólo porque es borracho?
—Puede negarle sus abrazos. O lo que sea que… no importa. Es mejor que no me expliques nada. No quiero ni siquiera imaginármelo.
—Marco, sé razonable —gimió—. ¿Dejarías tú a una amante, a una mujer amorosa, solamente porque los demás la encuentran indigna de tu amor?
—Per Dio, confío que lo haría, tío, si entre sus caracteres indignos estuviera la tendencia a asesinar a sangre fría.
No pareció oír esto o lo apartó de su consideración.
—Dejemos todo lo demás de lado, sobrino: Achmad es el primer ministro, y es ministro de Finanzas, o sea el jefe del ortaq mercantil, y nuestro éxito como comerciantes en Kitai ha dependido de su permiso.
—¿Para lograr este permiso fue preciso que te acercaras a él arrastrándote como un gusano? ¿Humillándote y envileciéndote? ¿Disfrazándote como la puta más alta y menos bella del mundo? ¿Teniendo que deslizarte por pasillos y puertas traseras vestido de modo tan ridículo? Tío, no voy a excusar la depravación en nombre de los negocios.
—¡No, no! —exclamó retorciéndose una vez más—. ¡Oh, para mí fue mucho más que esto! Lo juro, aunque no puedo esperar que me comprendas.
—Sacro, no lo comprendo. Si sólo se tratara de un experimento casual, por curiosidad, lo entendería, porque también yo he hecho cosas semejantes. Pero sé que has persistido mucho tiempo con esta locura. ¿Cómo es posible?
—Él lo quiso así. Y al cabo de un tiempo incluso la degradación se hace habitual.
—¿No has sentido nunca el deseo, por mínimo que fuera, de romper con este hábito?
—Él no me ha dejado.
—¡No te ha dejado! ¡Oh, tío!
—Es un… un hombre malvado, quizá… pero dominante.
—También lo eras tú antes. Caro Gèsu! ¡Qué bajo has caído! Sin embargo antes dijiste que éste era un asunto de negocios. Debo saber la verdad: ¿está enterado mi padre de todo esto? ¿De este enredo?
—No. No de éste. No del de ahora. Nadie lo sabe, excepto tú. Y me gustaría que te lo quitaras de la cabeza.
—Puedes estar seguro de que así lo haré —contesté mordazmente— cuando muera. Supongo que sabes que Achmad quiere acabar conmigo. ¿Estuviste enterado de esto todo el tiempo?
—No, no lo sabía, Marco. También esto te lo juro.
Luego mi tío, al estilo femenino, como las mujeres que quieren llevar cualquier conversación por caminos donde puedan correr sin obstáculos, impedimentos o contradicción, empezó a charlar con más elocuencia.
—Acabo de enterarme, sí, porque esta noche cuando entraste en la habitación, al salir de ella me quedé escuchando detrás de la puerta. Sólo en otra ocasión me quedé en sus habitaciones mientras tú y él conversabais y procuré comportarme correctamente y no escuchar nada. Él nunca me reveló la animosidad que sentía contra ti, ni las maniobras clandestinas que estaba llevando a cabo para perjudicarte. Oh, yo sabía, y lo confieso, que no era amigo tuyo. A menudo hacía comentarios despectivos acerca de «este incordio de sobrino tuyo»; a veces se refería en broma a «este bonito sobrino tuyo», y a veces cuando estábamos los dos en la intimidad hablaba de «este provocador sobrino tuyo». Y hace poco, cuando un mensajero de Shangdu le informó confidencialmente que Kubilai había premiado tus servicios de guerra permitiéndote hacer de semental con una colección de yeguas mongoles, Achmad empezó a llamarte «nuestro descarriado sobrino guerrero» y «nuestro rebelde y voluptuoso sobrino». Y recientemente, en nuestros momentos más íntimos, cuando estábamos… cuando él estaba… bueno, lo hacía con una dureza y profundidad desacostumbradas, como si quisiera hacerme daño, y decía casi gimiendo: «¡Tómate ésta, sobrino, y ésta!». Y al correrse, casi gritaba…
Se detuvo, porque yo me había tapado las orejas con las manos. Los sonidos pueden producir náuseas, como las cosas vistas. Y yo me sentía casi tan mareado de asco como me había sentido antes al mirar la carne desollada y sin miembros que había sido Mar-Yanah.
—Pero no —dijo, cuando le escuché de nuevo—. Hasta esta noche no he sabido lo mucho que te odiaba. Ahora sé que esta pasión le ha impulsado a cometer muchos actos terribles y que continúa todavía intentando desacreditarte y destruirte. Desde luego, yo sabía que era un hombre apasionado… —Y la náusea se apoderó otra vez de mí, porque él se puso de nuevo a gimotear y dijo entre sollozos—: Pero amenazarte con servirse incluso de mí… de las pinturas de nosotros dos…
Yo le increpé duramente:
—¿Entonces qué? Ha pasado ya algún tiempo desde que oíste estas amenazas. ¿Qué has estado haciendo desde entonces? Confío que si te has quedado haciéndole compañía ha sido para matar a ese hijo de una perra saqal.
—¿Matar mi… matar al primer ministro del kanato? Vamos, vamos, Marco. Tú has tenido las mismas oportunidades que yo, y más motivos, pero no lo has hecho. ¿Prefieres que en lugar tuyo lo haga tu pobre y viejo tío, y condenarlo así a las caricias del acariciador?
—Adriò de vu! Sé que has matado en otras ocasiones, y sin tantos remilgos femeninos. Por lo menos en este caso habrías tenido más posibilidades que yo de escapar sin que te descubrieran. Supongo que Achmad tiene una puerta trasera por donde entrar sin ser visto, como haces tú.
—Piensa, Marco, que él, aparte de todo es el primer ministro de este reino. ¿Imaginas el revuelo y los gritos? ¿Crees que quien lo mate puede escapar sin ser descubierto? ¿Cuánto tiempo tardaría en saberse mi participación, no sólo como asesino, sino… sino como otra cosa más?
—¡Ahí está! Has estado a punto de decirlo. Lo que te da miedo no es el asesinato, sino el castigo que lleva consigo. Bueno, a mí no me da miedo matar ni morir. Te prometo lo siguiente: voy a cazar a Achmad antes de que él me cace a mí. Puedes decírselo así cuando vuelvas a abrazarte con él.
—Marco, te lo ruego, como se lo rogué a él: ¡piénsalo! Por lo menos él te contó la verdad. No hay ni un solo testigo ni la menor prueba que permita acusarlo, y su palabra tendrá más peso que la tuya. Si intentas enfrentarte con él perderás con toda seguridad.
—Y si no lo hago, también pierdo. O sea que lo único que falta por considerar y lo único que te preocupa es si tú vas a perder a tu amante contra natura. Quienquiera que esté con él está contra mí. Tú y yo somos de la misma sangre, Mafio Polo, pero si tú puedes olvidarlo, también puedo yo.
—Marco, Marco. Discutamos esto como hombres racionales.
—¿Hombres?
La voz se me quebró al pronunciar esta palabra, se me quebró de puro cansancio, confusión y pena. En presencia de mi tío me había acostumbrado a sentirme más o menos como el chico que era cuando empezamos los dos nuestro viaje. Ahora, de repente, en presencia de aquel travestí me sentí mucho mayor que él, y mucho más fuerte. Pero no estaba seguro de que mi fortaleza fuera suficiente para resistir aquel nuevo conflicto de sentimientos, que se añadía a todas las demás emociones de aquel día, y temí que acabara derrumbándome y que empezara a llorar y a gimotear. Para evitarlo levanté la voz y grité de nuevo:
—¿Hombres? ¡Aquí! —Agarré de su mesita de noche un reluciente espejo de mano, de bronce—. ¡Mírate en el espejo, hombre! —y lo arrojé a su regazo de matrona cubierta de sedas—. No voy a conversar más con una mona pintarrajeada. Si quieres hablar de nuevo conmigo, que sea mañana, y ven con la cara limpia. Ahora me voy a acostar. Éste ha sido el día más duro de toda mi vida.
Desde luego había sido el día más duro, pero aún no había finalizado. Me fui dando traspiés a mis habitaciones como una liebre perseguida y herida que corre a su madriguera sintiendo las fauces de los perros que se cierran detrás suyo a un paso de distancia. Las habitaciones estaban oscuras y vacías, pero no las confundí con una madriguera segura. El valí Achmad podía saber muy bien que estaba solo y sin servicio, incluso podía haber ordenado a los mayordomos de palacio que así lo dispusieran y decidí pasarme la noche sentado, despierto y vestido. En todo caso estaba tan agotado que no podía desvestirme, pero también tan soñoliento que me pregunté si podría vencer el sueño.
Apenas había caído derrengado sobre un banco cuando me desperté con los ojos muy abiertos, como una liebre acosada, al sentir que mi puerta se abría lentamente y que una tenue luz entraba a su través. Tenía ya la mano sobre mi cuchillo cuando vi que sólo era una criada inofensiva sin armas. Las criadas normalmente tosían o hacían algún sonido anunciador antes de entrar en una habitación, pero ésta no lo había hecho porque no podía. Era Huisheng, Eco silencioso. Los mayordomos de palacio podían haberse descuidado de asignarme servicio, pero el kan Kubilai no se descuidaba ni olvidaba nunca nada. A pesar de todas las preocupaciones del día, había recordado la última promesa que me había hecho. Huisheng entró llevando una vela en una mano, y acunando con el otro brazo el incensario de porcelana blanca, quizá temiendo que sin él no la reconocería.
Lo depositó sobre una mesa y atravesó la habitación hacia mí, sonriendo. El incensario estaba ya cargado con incienso zanxijang, de la mejor calidad, y ella llevaba consigo la fragancia de su humo, el aroma de los campos de trébol calentados por el sol y rociados luego por una lluvia suave. Inmediatamente me sentí feliz, refrescado y animado, y después siempre asociaría inseparablemente aquel aroma con Huisheng. Ahora, muchos años después, la simple imagen de Huisheng me recuerda el incienso, y el aroma de un campo fragante me la recuerda.
Se sacó del corpiño un papel doblado, me lo entregó y acercó la lámpara para que pudiera leerlo. La dulce visión de ella y el dulce aroma del trébol me habían calmado tanto y me habían dado tanto vigor que abrí el papel sin dudas ni aprensiones. Llevaba una espesura de caracteres han escritos con tinta negra, incomprensibles para mí, pero reconocí el gran sello de Kubilai estampado en rojo sobre gran parte del escrito. Huisheng levantó un meñique de marfil y señaló una o dos palabras golpeándose luego el pecho. Esto lo entendí, su nombre estaba en el papel, y asentí; señaló luego otro punto del papel y reconocí el carácter: era el mismo que figuraba en mi yin personal, y ella me dio un golpecito tímido al pecho. El papel era el título de propiedad de la esclava Huisheng y el kan Kubilai había traspasado este título a Marco Polo. Yo asentí vigorosamente, Huisheng sonrió y yo solté una carcajada, el único sonido alegre que había salido de mí desde hacía mucho tiempo, y la apreté contra mí en un abrazo que no era apasionado ni incluso amoroso, sino simplemente alegre. Ella dejó que yo abrazara su pequeño cuerpo, e incluso me abrazó a su vez con su brazo libre, porque estábamos celebrando el acontecimiento de nuestra primera comunicación. Me senté de nuevo y la senté a mi lado, y continué abrazándola estrechamente como al principio, lo que probablemente le causó gran incomodidad y perplejidad, pero no se movió nunca en señal de protesta, y así pasamos aquella larga noche, que no me pareció larga.
Tenía muchas ganas de establecer mi siguiente comunicación con Huisheng, en realidad de hacerle un regalo, pero esto me obligaba a esperar la luz del día para poder ver lo que hacía. Pero cuando la primera luz del alba brilló sobre los cristales traslúcidos, ella se había quedado profundamente dormida en mis brazos. Continué, pues, quieto, sujetándola, y aproveché la oportunidad para mirarla de cerca con admiración y afecto.
Yo sabía que Huisheng era bastante más joven que yo, pero no pude saber nunca cuántos años le llevaba, porque ni ella misma sabía su edad exacta. Tampoco pude adivinar si se debía a su juventud o a su raza, o simplemente a su perfección personal, que su rostro no se aflojara y cediera como el de otras mujeres que había visto. Sus mejillas y labios, la línea de la mandíbula, todo se mantenía firme y compuesto. Y su tez de melocotón pálido, vista de cerca era la más clara y de textura más fina que yo viera nunca, incluso superior a la de una estatua de mármol pulido. La piel era tan clara que en las sienes y debajo de cada oreja podía distinguir el delicado rastro azul de las venas que corrían debajo, brillando a través de la piel como las porcelanas delgadísimas del maestro alfarero que mostraban los dibujos pintados en su interior cuando se miraban al trasluz.
Descubrí otra cosa aprovechando aquella oportunidad de examinar sus rasgos tan de cerca. Yo había creído anteriormente que todos los hombres y mujeres de estas naciones tenían ojos estrechos como rendijas, ojos sesgados los había llamado Kubilai, desprovistos de pestañas, inexpresivos e inescrutables. Pero ahora podía ver que esta apariencia se debía únicamente a la presencia de una diminuta esquina adicional en el interior de los párpados superiores, y sólo se notaba mirándola a distancia. Desde cerca pude comprobar que los ojos de Huisheng estaban equipados maravillosamente con abanicos perfectos de pestañas negras, perfectamente finas y largas y graciosamente curvadas.
Y cuando la luz cada vez más fuerte del día que entraba en la habitación la despertó y ella abrió los ojos, pude ver que por lo menos eran más grandes y más brillantes que los de la mayoría de mujeres occidentales. Eran de un color pardo oscuro y denso, de qahwah, pero con resplandores castaños en su interior, y el blanco que rodeaba la pupila era de un color tan puro que tenía casi un lustre azulado. Cuando los ojos de Huisheng se abrieron rebosaban claramente de sueños incompletos, como los de cualquier persona que se despierta, pero cuando reconocieron el mundo real, el de la luz del día, sus ojos se volvieron vivos y empezaron a expresar su estado de ánimo, sus pensamientos y sus emociones. Sólo se diferenciaban de los ojos de las mujeres occidentales en que no podían leerse tan fácilmente; no eran inescrutables, pero quien los mirara tenía que poner más atención e interesarse por descubrir el mensaje que contenían. Lo que tienen por decir los ojos de una occidental normalmente lo dicen a cualquiera que mire. Lo que había en los ojos de Huisheng sólo era discernible para una persona, como yo, que realmente deseara saberlo y que se tomara la molestia de mirar en sus profundidades y descubrirlo.
Cuando ella se despertó, la mañana estaba ya entrada y trajo un pequeño ruido de llamada en mi puerta exterior. Huisheng no pudo oírlo, y yo fui a abrir la puerta, con ciertas precauciones porque todavía me daban aprensión las posibles visitas. Pero sólo había una pareja de doncellas mongoles. Hicieron koutou y pidieron perdón por no haberse presentado antes a mi servicio, explicando que el mayordomo jefe de palacio se había dado cuenta con retraso de que yo no tenía criados. Habían acudido para preguntarme qué comería para desayunar. Se lo dije, y les dije que llevaran cantidad suficiente para dos, y así lo hicieron. Al revés que a mis anteriores criadas, las mellizas, al parecer a estas doncellas no les importaba servir a una esclava, además de servirme a mí. O quizá pensaron que Huisheng era una concubina de visita, o posiblemente una mujer de sangre noble; su belleza y su porte tenían la nobleza suficiente para ello. En todo caso las doncellas nos sirvieron a los dos sin protestar y se mantuvieron solícitamente cerca de nosotros mientras comíamos.
Cuando hubimos acabado hice gestos a Huisheng. (Lo hice muy torpemente, con amplias e innecesarias florituras, pero con el tiempo ella y yo perfeccionamos tanto nuestro lenguaje de signos, y lo afinamos tanto, que podíamos conseguir que el otro comprendiera mensajes complejos y sutiles, y con movimientos tan ligeros que las personas que nos rodeaban raramente los notaban, y se maravillaban mucho de que pudiéramos «conversar» en silencio). En aquella ocasión quise decirle que se fuera y llevara a mis habitaciones, si así lo deseaba, todo su guardarropa y sus pertenencias personales. Moví las manos desmañadamente por mi ropa, la señalé a ella, señalé mis armarios, etcétera. Una persona menos perspicaz podía imaginar que le ordenaba irse y ponerse un traje masculino de estilo persa como el que yo llevaba siempre. Pero ella sonrió y asintió indicando que entendía, y yo envié a las dos doncellas con ella para que la ayudaran a traerse sus cosas.
Cuando se hubieron ido saqué el papel que Huisheng me había dado: la escritura formal de posesión de ella, entregada por Kubilai. Éste era el regalo que yo quería hacerle: a saber, ella misma. Firmaría el papel y se lo entregaría, manumitiéndola así y dándole la posición de mujer libre, no perteneciente a nadie, no sometida a nadie. Tenía varios motivos para hacerlo y para hacerlo inmediatamente. En primer lugar si existía una gran probabilidad de que el árabe me condenara pronto a la caverna del acariciador o a la celda de una Casa del Engaño, tendría que huir o abrirme paso luchando, o que caer en la lucha, y no quería que Huisheng estuviera implicada de ningún modo conmigo. Pero si conseguía vivir y conservar mi libertad y mi posición de cortesano, confiaba en tomar posesión finalmente de Huisheng mediante una relación diferente a la de amo-esclavo. Si así tenía que ser, que fuera entregándose a sí misma, y sólo podría entregarse si disponía de plena libertad para hacerlo.
Saqué de mi dormitorio el equipaje que había llevado conmigo y lo extendí por el suelo buscando el pequeño sello yin de piedra de color sangre de pollito para depositar mi firma sobre el papel. Cuando lo encontré, hallé también la credencial de papel amarillo y la gran placa paizi que Kubilai me había entregado para mi misión de Yunnan. Pensé que probablemente debería devolverle aquellos objetos. Y esto me recordó otra cosa que había traído para él: el papel con los nombres de los ingenieros de Bayan que habían colocado las balas de bronce y a quienes había prometido recomendar nominalmente al gran kan. También encontré este papel, y éste a su vez me hizo recordar muchos otros momentos memorables de mis anteriores viajes.
Era muy posible que no tuviera otra oportunidad de repasar mi pasado, porque quizá no podía esperar un futuro para mí. Me puse a rebuscar entre mis antiguos equipajes y alforjas de otros viajes y saqué los objetos y los contemplé con cariño. Había entregado a mi padre todas mis notas y mapas parciales para que los preservara, pero me quedaban unas cuantas cosas más, que se remontaban al kamàl de madera con su cordel que me había entregado un hombre llamado Arpad en Suvediye para calcular mis desplazamientos hacia el norte y hacia el sur… y una espada simsir, bastante oxidada ya, que había sacado del almacén de un viejo llamado Belleza de la Luna de la Fe, y…
Se oyó otro golpecito en la puerta, y en esta ocasión era Mafio. No me alegró mucho verle, pero al menos iba vestido de hombre, o sea que le hice entrar. Habló con su ruda voz de siempre como si el cambio de ropa hubiera restaurado parte de su hombría, e incluso pareció haberse envalentonado lo suficiente para fanfarronear. Después de dirigirme un rápido «Bondi», empezó una atenga:
—Me he pasado toda la noche en vela, neodo Marco, pensando en nuestra situación, en nuestras varias situaciones, y he venido directamente aquí sin tiempo siquiera para tomar mi desayuno, pues quiero comunicarte que…
—¡No! —le interrumpí secamente—. Ha pasado con creces la época de llamarme sobrinito, y no vas a comunicarme nada. También yo he pasado toda la noche en vela pensando en lo que podía hacer, aunque todavía no he decidido exactamente qué camino seguir. Por lo tanto, si tienes alguna idea nueva, estoy dispuesto a oírla. Pero no aceptaré que me comuniques instrucciones ni ultimátums.
Él se puso inmediatamente a suplicar:
—Adasio, adasio.
Levantó las manos para aplacarme y bajó los hombros como si le estuvieran azotando. Casi me supo mal que mi fuerte réplica consiguiera acobardarle tan rápidamente, y continué con menos dureza:
—Si todavía no has desayunado aquí tienes un puchero de cha caliente.
—Gracias —dijo con docilidad. Se sentó, se sirvió una taza y tomó de nuevo la palabra—: He venido, únicamente, Marco, para decirte, bueno, para sugerirte, que no emprendas ninguna acción drástica hasta que yo pueda hablar de nuevo con el valí Achmad.
En realidad yo no tenía ningún plan, ni drástico ni de otro tipo, o sea que me encogí de hombros y me senté de nuevo en el suelo para ponerme a inspeccionar de nuevo mis recuerdos. Él continuó diciendo:
—Como intenté explicarte anoche, he pedido ya a Achmad que acepte una tregua entre vosotros dos. Desde luego, no voy a excusar ninguna de las atrocidades que ha cometido. Pero, tal como le comenté, al cometer estos actos te ha dejado sin testigos, y por lo tanto no ha de temer que te pongas a calumniarle públicamente. Además, como también le dije, ya te ha castigado lo suficiente por haberle irritado de entrada. —Mafio tomó un sorbo de cha y luego se inclinó hacia adelante para ver lo que yo hacía—. Cazza beta! Las reliquias de nuestros viajes. Había olvidado algunas de estas cosas. El kamàl de Arpad. Y allí una jarra con el ungüento de mumum para afeitar. Y aquel frasco ¿no es un recuerdo del hakim charlatán, Mimdad? Y un paquete de cartas del juego zhipai. Ola, Marco, tú y yo y Nico fuimos en otro tiempo un trío despreocupado de viajeros, ¿no es cierto? —Se recostó de nuevo en su asiento—. Así, pues, mi argumento es éste. Si Achmad no tiene ya motivos para continuar su campaña contra ti, y si tú estás sin armas contra él, una declaración de tregua entre los dos podría…
—Significar que nada se opone a tu cómoda aventura con tu señorial amante —repliqué con desprecio—. Dolce far niente. Esto es lo único que te preocupa.
—No es cierto. Y en caso de necesidad estoy dispuesto a demostrar mi interés por… por todos los afectados. Pero aunque deplores este resultado secundario, hay muchas razones más en favor de una tregua. Nadie sale perjudicado y todos se benefician.
—No veo que beneficie mucho a Mar-Yanah, ni a Buyantu ni a doña Zhao, las tres asesinadas. Achmad las mató, y ninguna de las tres le había hecho nada ni le había perjudicado, y Mar-Yanah era amiga mía.
—¿Beneficiaría algo a los muertos? —gritó—. ¡No puedes hacer nada por devolverles la vida!
—Yo estoy vivo todavía, y debo vivir con mi conciencia. Acabas de recordar los tiempos en que éramos tres viajeros despreocupados, olvidando que durante la mayor parte de nuestros viajes fuimos cuatro. Narices formaba parte de nuestro grupo. Y más tarde, con el nombre de Ali-Babar, fue el marido devoto de Mar-Yanah, y la ha perdido por culpa mía. Quizá tu conciencia sea infinitamente flexible, pero yo no podré mirar más a la cara a Ali hasta que vengue a Mar-Yanah.
—Pero ¿cómo? Achmad es demasiado poderoso…
—No es más que un ser humano. También él puede morir. Te digo sinceramente que no sé cómo lo haré, pero te juro que mataré al valí Achmad-az-Fenaket.
—Morirás si lo haces.
—Entonces también yo moriré.
—¿Y qué pasará conmigo? ¿Y con Nicolò? ¿Y con la Compagnia…?
—Si quieres hablarme de nuevo de los negocios… —empecé a decir, pero me ahogué al hablar.
—Por favor, Marco. Haz sólo lo que acabo de decirte. No te comprometas precipitadamente a nada hasta que yo haya hablado de nuevo con Achmad. Iré en seguida a discutir con él. Quizá ofrezca un paliativo a tu ira. Algo que tú estarías dispuesto a aceptar. Una nueva esposa para Ali, quizá.
—Gèsu —dije, con el asco más profundo que hubiera sentido hasta entonces—. Vete, gusano. Ve a arrastrarte ante él. Ve a hacer con él todo lo sórdido que soléis hacer. Hazle delirar de amor para que te prometa cualquier cosa…
—Sí, esto está a mi alcance —dijo ansiosamente—. Crees que haces una broma cruel al proponerlo, pero esto está a mi alcance.
—Disfruta, pues, y hazlo, porque probablemente será la última vez. Achmad morirá en mis manos, y tan pronto como pueda.
—Creo que lo dices en serio.
—Sí. ¿Cómo explicártelo para que lo entiendas? No me importa lo que me cueste, ni lo que te cueste a ti o a la Compagnia o al kanato o al mismo kan Kubilai. Sólo procuraré proteger de las repercusiones de mi acto a mi inocente padre, es decir, que debo hacerlo antes de que vuelva. Y lo haré. Achmad morirá, y por obra mía.
Al final debió de convencerse porque sólo preguntó apagadamente:
—¿No puedo decir nada para disuadirte? ¿No puedo hacer nada?
De nuevo me encogí de hombros.
—Si vas a verlo ahora, podrías matarlo tú mismo.
—Yo le amo.
—Mátalo con amor.
—Creo que ahora sin él ya no podría vivir.
—Entonces muere con él. ¿Debo decírtelo claramente, a ti que fuiste mi tío, mi compañero, mi aliado fiel? Entonces te lo digo: ¡el amigo de mi enemigo es también mi enemigo!
Ni siquiera le vi salir de la habitación, porque Huisheng y las dos doncellas llegaron en aquel momento y estuve un ratito ocupado mostrándoles el lugar donde podían guardar su pequeño surtido de trajes y pertenencias. Luego, durante otro momento conseguí olvidarme por completo del maligno Achmad y de mi tristemente degradado tío Mafio y de todas las preocupaciones que pesaban sobre mí y de todos los peligros que me acechaban fuera de aquel lugar y de aquel momento, y lo conseguí porque estuve felizmente ocupado entregando a Huisheng la escritura de su libertad.
Le indiqué que se sentara en una mesa sobre la cual estaban los pinceles, el apoyo para el brazo y el bloque de tinta que los han utilizan para escribir. Desplegué el papelito y lo puse delante de ella. Humedecí el bloque para hacer tinta y deposité un poco sobre la superficie grabada de mi yin, luego lo apreté firmemente sobre un espacio blanco del papel y le enseñé la marca. Ella la miró y luego me miró a mí mientras sus deliciosos ojos intentaban entender el sentido de estas acciones. Yo la señalé a ella, a la marca del papel, a mí mismo y luego hice el gesto de despedir, el papel ya no me pertenece, tú ya no me perteneces y empujé el papel hacia ella.
Una gran luz se encendió en su rostro. Imitó mis gestos de despedida, me miró interrogativamente y yo asentí con fuerza. Ella cogió el papel mientras me miraba e hizo el gesto de romperlo, pero sin completar la acción, y yo asentí con mayor fuerza todavía, para convencerla: «Tienes razón, el título de propiedad de la esclava deja de existir, eres una mujer libre». Sus ojos se llenaron de lágrimas, se levantó, soltó el papel, lo dejó caer revoloteando al suelo, y me dirigió una última mirada interrogativa: «¿No hay error posible?». Yo hice un gesto amplio y decisivo indicando: «El mundo es tuyo, eres libre de marcharte». Siguió luego un instante petrificado, durante el cual contuve la respiración mientras los dos permanecíamos de pie sin hacer otra cosa que mirarnos, y este instante pareció interminable. Ella no tenía más que recoger sus cosas y despedirse; yo no podía detenerla. Pero luego aquel instante petrificado se fracturó. Hizo dos gestos que yo pude entender, o esto imaginé: tender una mano hacia su corazón, la otra hacia sus labios y luego extenderlas hacia mí. Yo sonreí inciertamente y luego solté una carcajada de felicidad, porque ella lanzó contra mí su pequeño cuerpo y nos abrazamos como habíamos hecho la noche anterior, no de forma apasionada ni amorosa, sino alegremente.
Di las gracias silenciosamente al kan Kubilai y le bendecí por haberme entregado aquel sello yin. Acababa de utilizarlo por primera vez, y con aquel acto conseguía poner en mis brazos a una encantadora muchacha. Era realmente increíble, pensé, el poder de una simple impresión de una simple piedra grabada sobre un trozo de papel…
Y luego, de repente, solté a Huisheng, me separé de ella y me tiré al suelo.
Mientras caía pude ver con el rabillo del ojo la expresión sorprendida de su carita, pero no tenía tiempo para dar explicaciones ni pedir disculpas por mi rudeza. Una idea se había apoderado de mí, una idea terrible, y quizá lunática, pero que me cautivaba enormemente. Pudo haber sido el contacto refrescante con Huisheng lo que había estimulado mi mente al respecto. En caso afirmativo se lo agradecería después. En aquel momento tumbado en el suelo ignoré el gran asombro que probablemente sentía ella y empecé a remover ansiosamente el montón desordenado de objetos que había sacado de mis bultos. Encontré la placa paizi que había decidido devolver a Kubilai y la lista con los nombres de los ingenieros que deseaba entregarle y… ¡sí!, ¡allí estaba! El sello yin grabado con el nombre de Bao Neihe, que había tomado del ministro de Razas Menores poco antes de su ejecución y que había guardado desde entonces. Lo recogí, lo miré alegremente, me puse en pie con el objeto en la mano y creo que canté una estrofa de alguna canción y que bailé unos cuantos compases. Me detuve cuando vi que Huisheng y mis dos nuevas criadas me estaban mirando con sorpresa e incertidumbre.
Una de las doncellas señaló hacia la puerta y dijo indecisa:
—Amo Marco, un visitante pide veros.
Me calmé inmediatamente porque era Ali-Babar. Me avergonzó que me hubiese visto haciendo cabriolas, como si yo tuviera el corazón alegre mientras él vivía triste y afligido. Pero podía haber sido peor; me habría sentido más culpable si hubiese entrado mientras abrazaba a Huisheng. Avancé hacia él, le apreté la mano y lo acerqué hacia mí murmurando palabras de saludo, de condolencia y de amistad. Su aspecto era terrible. Tenía los ojos enrojecidos de llorar, su gran nariz parecía hundirse más que de costumbre y se retorcía continuamente las manos, sin lograr que dejaran de temblar.
—¡Marco! —dijo con voz trémula—. Acabo de ver al maestro de funerales de la Corte, para contemplar por última vez a mi querida Mar-Yanah. Pero según él entre las personas fallecidas que guarda no hay ninguna con este nombre.
Tenía que haberlo previsto, y haber impedido que fuera allí, y haberle ahorrado el desconcierto de tal anuncio. Yo sabía que los criminales ejecutados no iban a parar al maestro de funerales; el mismo acariciador los despachaba, sin sacramentos ni ceremonias. Pero no hablé de esto y sólo dije para calmarle:
—Sin duda se debe a la confusión causada por el regreso de la corte desde Shangdu.
—Confusión —murmuró Ali—. Mi confusión es grande.
—Déjalo todo en mis manos, viejo amigo. Yo lo arreglaré. Estaba a punto de hacerlo. Voy a emprender varias gestiones sobre este asunto.
—Un momento, Marco. Dijisteis que me lo contaríais todo… el cómo, el porqué de su muerte…
—Lo haré, Ali. Tan pronto como vuelva de este recado. Es urgente, pero no tardaré mucho. Descansa aquí y deja que estas damas te atiendan. —Y dije a las doncellas—: Preparadle un baño caliente. Frotadle con bálsamos. Traedle comida y bebida. Todo tipo de bebida y sin límite de cantidad. —Iba a salir, pero entonces recordé algo más y ordené del modo más estricto—: Que nadie entre en estas habitaciones hasta que yo regrese.
Me fui, casi corriendo, a visitar al ministro de la Guerra, el artista maestro Zhao, y por fortuna lo encontré en aquella hora temprana del día no ocupado todavía ni en la guerra ni en el arte. Empecé diciendo que me había enterado del accidente que había costado la vida de su señora y que lo lamentaba.
—¿Por qué? —preguntó lánguidamente—. ¿Formabais vos parte de su establo de sementales?
—No. Estoy simplemente observando las buenas costumbres.
—Os lo agradezco. Es más de lo que ella hizo en vida. Pero me imagino que no habéis venido a visitarme sólo por esto.
—No —dije de nuevo—. Y si vos preferís la franqueza, también la prefiero yo. ¿Sabéis que doña Zhao no murió accidentalmente? ¿Que el accidente fue obra del primer ministro Achmad?
—Debo agradecérselo. Es más de lo que nunca ha hecho por mí. ¿Tenéis alguna idea de los motivos que le impulsaron tan repentinamente a poner orden en mi pequeña familia?
—No lo hizo por esto, maestro Zhao. Sólo actuó en interés propio. —A continuación conté cómo Achmad había utilizado el yin oficial de doña Zhao para eliminar a Mar-Yanah, y los varios acontecimientos que precedieron y siguieron al hecho. No mencioné a Mafio Polo, pero concluí diciendo—: Achmad ha amenazado también con hacer públicas ciertas pinturas que vos ejecutasteis. Pensé que esto podría disgustaros.
—Sería algo embarazoso, desde luego —murmuró, todavía con languidez, pero una mirada penetrante me demostró que sabía a qué pinturas me refería, y que también serían embarazosas para la familia Polo—. Entiendo que desearíais interrumpir la carrera de destrucción que ha emprendido de modo repentino y precipitado el jingxiang Achmad.
—Sí, y creo que sabéis cómo. Se me ocurrió que si él pudo utilizar la firma de otro para objetivos encubiertos, también podría yo. Y resulta que también yo tengo en mis manos el yin de otro cortesano.
Le entregué la piedra, y no tuve que decirle a quién pertenecía, porque él pudo leer el nombre inscrito en ella:
—Bao Neihe. El impostor ex ministro de Razas Menores. —Me miró y sonrió—. ¿Estáis proponiendo lo que creo que proponéis?
—El ministro Bao está muerto. Nadie sabe realmente por qué se insinuó en esta corte, o si alguna vez utilizó realmente ese cargo para subvertir al kanato. Pero si de repente se descubriera una carta o comunicado con su firma referente a alguna intención nefasta, por ejemplo, una conspiración para difamar de algún modo al kan o favorecer al primer ministro, bueno, en este caso Bao no estaría en condiciones de negar nada, y Achmad podría tener dificultades para refutar la acusación.
Zhao exclamó encantado:
—¡Por mis antepasados, Polo, estáis demostrando vos mismo ciertos talentos ministeriales!
—Un talento que no poseo es la capacidad de escribir en caracteres han. Vos sí. Podía haber pedido el favor a otros, pero supuse que vos no seríais amigo del árabe Achmad.
—Bueno, si lo que decís es cierto, él me quitó un peso de encima. Pero todavía estoy soportando otros pesos que me impuso. Tenéis razón: colaboraría alegremente en deponer a ese hijo de tortuga. Sin embargo os habéis olvidado un detalle. Estáis proponiendo una conspiración auténtica. Si fracasa, vos y yo tendremos cita rápida con el acariciador. Si triunfa es peor, porque vos y yo estaremos para siempre en manos el uno del otro.
—Maestro Zhao, mi único deseo es vengarme del árabe. Si puedo hacerle daño, por poco que sea, no me importará perder la cabeza, mañana o dentro de unos años. Por el simple hecho de proponeros esta acción me he puesto ya en vuestras manos. No puedo ofreceros otra garantía de mi buena fe.
—Es suficiente —dijo con decisión mientras se levantaba de su mesa de trabajo—. En todo caso se trata de una broma tan extraordinaria que no podría negar mi colaboración. Venid. —Me condujo a la habitación contigua y con un gesto quitó el paño que cubría el enorme mapa de mesa—. Vamos a ver. El ministro Bao era un yi de Yunnan, provincia que en aquel entonces estaba asediada… —Nos quedamos de pie mirando Yunnan que ahora estaba punteada con las banderas de Bayan—. Supongamos que el ministro Bao estuviera tratando de ayudar a su provincia nativa… y que el ministro Achmad confiara en destronar al kan Kubilai… Necesitamos algo para enlazar estas dos ambiciones… un tercer componente… ¡Ya lo tengo! ¡Kaidu!
—Pero el ilkan Kaidu gobierna muy lejos de aquí, al noroeste —dije con ciertas dudas señalando la provincia de Xinjiang—. ¿No queda a demasiada distancia para participar en la conspiración?
—Por favor, Polo —me reprendió, pero de muy buen humor—. Al cometer el pecado de la mentira estoy incurriendo en la ira de mis venerados antepasados y vos ponéis en peligro vuestra alma inmortal. ¿Queréis ir al infierno sólo por una débil y pusilánime mentira? ¿No tenéis sentido del arte? ¿No os atraen las grandes concepciones? ¡Intentemos colar una mentira retumbante y cometamos un pecado que escandalice a todos los dioses!
—Por lo menos debería ser una mentira plausible.
—Kubilai está dispuesto a creérselo todo de su bárbaro primo Kaidu. Le inspira repulsión. Y sabe que Kaidu es temerario y que su voracidad le puede impulsar a participar en los planes más absurdos.
—Esto es muy cierto.
—La cosa está hecha. Voy a confeccionar una misiva en la que el ministro Bao discuta privadamente con el jingxiang Achmad su mutua, secreta y culpable conspiración con el ilkan Kaidu. Éstos son los rasgos principales del cuadro. Dejad los detalles de su composición a un artista maestro.
—Con mucho gusto —dije—. Dios sabe que pintáis cuadros convincentes.
—Vamos a ver. ¿Cómo conseguisteis apoderaros de este documento tan volátil?
—Fui uno de los últimos que vieron vivo al ministro Bao. Debí descubrirlo mientras le registraba. Igual que descubrí su yin.
—Vos no encontrasteis ningún yin. Olvidadlo completamente.
—Muy bien.
—Sólo encontrasteis en su poder un papel viejo y arrugado. Yo lo convertiré en una carta que Bao escribió aquí en Kanbalik a Achmad, pero que no pudo llegar a entregarle porque se vio obligado a huir. Y fue lo bastante tonto para llevársela consigo. Sí. La arrugaré y la ensuciaré un poco. ¿Cuándo queréis tenerla?
—Debía haberla entregado al kan cuando llegué a Shangdu.
—No os preocupéis. Era imposible que reconocierais su importancia. Acabáis de encontrarla ahora mientras deshacíais vuestro equipaje. Entregadla a Kubilai diciéndole con toda ingenuidad: «¡Ah, por cierto, excelencia…!». Ésta misma informalidad aumentará su verosimilitud. Pero cuanto antes mejor. Permitid que ponga manos a la obra.
Se sentó de nuevo ante su mesa y empezó activamente a sacar papeles, pinceles y bloques de tinta roja y negra y otros accesorios de su arte, mientras decía:
—Acudisteis al hombre perfecto para vuestra conspiración, Polo, aunque me apostaría mucho dinero a que ni siquiera sabéis por qué. Sin duda para vos dos páginas cualesquiera de caracteres han son iguales, e ignoráis que ningún escriba puede imitar la escritura de otro. Ahora debo esforzarme en recordar la escritura de Bao y practicarla hasta que pueda imitarla con fluidez. Pero no tardaré mucho en conseguirlo. Idos y dejadme trabajar. Os entregaré el papel tan pronto como pueda.
Mientras me dirigía hacia la puerta añadió en una voz que combinaba la alegría con la lástima:
—¿Sabéis otra cosa? Éste puede ser el esfuerzo que corone toda mi carrera, la obra maestra de mi entera vida. —Y mientras yo salía dijo todavía con bastante satisfacción—: ¿Por qué no concebisteis una obra que pudiese firmar con mi nombre, Zhao Mengfu? Maldito seáis, Marco Polo.
—Si todo va bien —dije a Ali—, pronto echarán al árabe al acariciador. Y si lo deseas, pediré permiso para que estés presente y ayudes al acariciador a imponer a Achmad la Muerte de un Millar.
—Me gustaría ayudar a matarlo —murmuró Ali—. ¿Pero ayudar al odioso acariciador? Habéis dicho que fue él quien se encargó de destrozar a Mar-Yanah.
—Es cierto, y Dios sabe que es un personaje terriblemente odioso. Pero en este caso estaba cumpliendo las órdenes del árabe.
Había regresado yo a mis aposentos y vi que se habían cumplido mis previsiones y que las doncellas habían servido a Ali-Babar licor en cantidad suficiente para adormecer su sensibilidad. De este modo, si bien en varias ocasiones mientras le explicaba todas las circunstancias que rodearon la muerte de Mar-Yanah se quedó boquiabierto de horror, o se puso a gemir de dolor y a gritar de pena, conseguí que no se golpeara el rostro ni gritara exageradamente como hace la mayoría de musulmanes que considera ésta la única forma correcta de duelo. Como es lógico no entré en detalles describiéndole en qué estado encontré los últimos restos de Mar-Yanah, ni sus últimos minutos de vida.
—Sí —dijo Ali, tras un largo y pensativo silencio—. Si conseguís el permiso, Marco, me gustaría presenciar la ejecución del árabe. Sin Mar-Yanah no me queda ningún deseo que satisfacer ni ningún proyecto que realizar. Si se me concede este deseo, quedaré satisfecho.
—Lo procuraré, si todo sale bien. Tú quédate aquí y pide a Alá que todo salga bien.
Mientras decía esto bajé de mi asiento y me puse de rodillas sobre el suelo para recoger y separar el montón de recuerdos. Mientras recogía los diversos objetos, el kamàl de Arpad, el paquete de cartas de zhipai, etcétera, tuve la curiosa sensación de que había desaparecido algo. Me detuve y me pregunté qué podía ser. No eché de menos el yin del ministro Bao, porque me lo había llevado conmigo. Pero faltaba algo que tenía que estar allí cuando vacié primero mis alforjas. De repente lo recordé.
—Ali —le pregunté—. ¿Has cogido algo de aquí mientras yo estaba fuera?
—No, nada —dijo, como si ni siquiera hubiese visto los objetos que cubrían el suelo, lo cual era lógico en su estado de aturdimiento y preocupación.
Lo pregunté a las dos doncellas mongoles, quienes negaron haber tocado nada. Fui a buscar a Huisheng que estaba en el dormitorio guardando cuidadosamente sus escasas pertenencias en armarios y cajones. Esto me hizo sonreír: significaba que tenía intención de quedarse y no por breve tiempo. La cogí de la mano, la llevé a la habitación principal e hice gestos de interrogación. Sin duda me entendió porque contestó moviendo negativamente su linda cabeza.
O sea que sólo Mafio podía haberlo cogido. Lo que faltaba era el pequeño frasco de barro ante el cual había exclamado: ¿No es esto un recuerdo del hakim charlatán, Mimdad?
Eso era. Era el filtro de amor que el hakim me había entregado en el Techo del Mundo, la poderosa poción supuestamente utilizada por el antiguo poeta Maynun y su poetisa Laila para intensificar sus actos de amor. Mafio sabía exactamente de qué se trataba, y sabía que era algo impredecible y peligroso, porque me había oído quejarme a Mimdad después de mi horrible experiencia con el brebaje, y había visto que no mostré mucho entusiasmo cuando el hakim me dio una segunda dosis para que me la llevara. Ahora me había robado aquel frasco. ¿Para qué podía quererlo?
De repente me llegaron como un fogonazo otras palabras que había pronunciado aquella mañana: «Si es necesario estoy dispuesto a demostrar mi amor…». Y cuando yo me mofé de él diciéndole: «¡Vete y haz delirar de amor al árabe!», él contestó: «Esto puedo hacerlo».
«Dio le varda! ¡Tengo que apresurarme a encontrarle y detenerle!», pensé. Dios sabe que tenía muchas razones para sentirme desilusionado y disgustado con Mafio Polo, y para que no me importara un bagatìn lo que pudiera sucederle; sin embargo… era sangre de mi sangre. Y cualquier acto de autosacrificio que pudiera llevar a cabo ahora para compadecerse de sí mismo o glorificarse era fútil e innecesario, porque yo había preparado ya una trampa para el maldito árabe Achmad. Me incorporé, pues, de un salto, obligando de nuevo a Huisheng a mirarme con cierta sorpresa. Pero sólo llegué hasta la puerta porque allí estaba el maestro Zhao sonriendo y feliz:
—Está hecho —dijo—. Y cuando lo enseñéis a Kubilai, vuestra venganza quedará cumplida.
Miró detrás mío, vio a los demás en la habitación y tiró de mi manga para que lo siguiera al corredor donde no pudieran oírme. Se sacó de algún escondrijo de su ropa un papel doblado, arrugado y manchado que realmente parecía haber sufrido un duro viaje desde Kanbalik a Yunnan ida y vuelta. Lo abrí y vi unos dibujos que me parecieron, como todos los documentos han, un jardín por donde se hubiese paseado repetidamente una bandada de pollinos.
—¿Qué dice?
—Todo lo necesario. No perdamos tiempo con una traducción. He corrido para hacerlo y también vos debéis correr. El kan se está dirigiendo ahora a la Sala de Justicia, donde debe inaugurar las sesiones del Cheng. Se han acumulado muchas cuestiones legales que esperan su juicio. Él se interesa concienzudamente por estos temas, hasta el punto de haber aplazado la ceremonia de rendición de los Song. Pero si no le cogéis antes de que se reúna el Cheng quedará ocupado con este trabajo y luego con las negociaciones con la emperatriz Song. Pueden pasar días antes de que volváis a verlo, y mientras tanto Achmad puede haber trabajado activamente en detrimento vuestro. Id rápidamente.
—En el momento en que haga esto no estoy poniendo solamente el destino de Achmad en vuestras manos, sino también el mío, maestro Zhao, y de modo irrevocable.
—Y también el mío queda en las vuestras. Id, pues.
Allí fui, después de pasar corriendo por mi habitación para recoger las demás cosas que debía entregar al gran kan. Y le alcancé precisamente cuando él y los jueces menores y la Lengua estaban tomando asiento sobre el estrado del Cheng. Me indicó amablemente que me acercara al estrado y cuando le entregué los objetos que había traído dijo:
—No corría prisa alguna que devolvieras estas cosas, Marco.
—Las había guardado ya más tiempo del debido, excelencia. Aquí está la placa paizi de marfil, y vuestra credencial en papel amarillo, y un papel que llevaba consigo el ex ministro Bao en el momento de su captura, y esta nota mía con la lista de los ingenieros que colocaron con tanta eficacia las bolas de huoyao. Apunté sus nombres con letras romanas, excelencia, y quizá queráis escucharlos mientras los leo. Confío que podré pronunciarlos correctamente, y que podréis comprenderlos, porque quizá deseáis recompensar a estos hombres con alguna demostración de…
—Lee, lee —dijo con indulgencia.
Lo hice mientras él dejaba distraídamente a un lado la placa y la carta que me había entregado para el viaje y abría distraídamente el papel que el maestro Zhao había contrahecho y le echaba un vistazo. Cuando vio que estaba escrito en han lo pasó despreocupadamente a la Lengua de muchas lenguas y continuó escuchándome. Yo intentaba dificultosamente entender mi lista de garabatos poco leíbles, y recitaba en voz alta:
—Un hombre llamado Gegen, de la tribu Kurai… un hombre llamado Jassak, de la tribu Merkit… un hombre llamado Berdibeg, también de los Merkit… —cuando de repente la Lengua se puso en pie de un salto y a pesar de su dominio de tantos lenguajes profirió un grito que era totalmente inarticulado.
—Vaj! —exclamó el gran kan—. ¿Qué mal os ha atacado?
—¡Excelencia! —gritó la Lengua excitado y asombrado—. ¡Éste papel… contiene un asunto de la máxima importancia! ¡Debe pasar por delante de todo! Éste papel… que ha traído este hombre.
—¿Marco? —Kubilai se volvió hacia mí—. ¿Dijiste que lo tenía el ex ministro Bao? —Cuando repetí que así era, él se volvió de nuevo hacia la Lengua—: ¿Y bien?
—Quizá, excelencia, prefiráis… —dijo la Lengua mirándome significativamente a mí, a los demás jueces y a los guardias—. Quizá Prefiráis despejar la sala antes de divulgar su contenido.
—Divulgadlo —gruñó el kan—, y luego decidiré si hay que despejar la sala.
—Como ordenéis, excelencia. Bueno, si así lo queréis puedo haceros una traducción al pie de la letra. Pero baste decir por ahora que se trata de una carta firmada con el yin de Bao Neihe. Insinúa, o implica, o no, revela francamente una traidora conspiración entre vuestro primo el ilkan Kaidu y… y uno de vuestros ministros de más confianza.
—¿De veras? —dijo Kubilai gélidamente—. Entonces creo que lo mejor es que nadie salga de esta sala. Continuad, Lengua.
—En resumen, excelencia, parece ser que el ministro Bao, que según todos sabemos ahora era un impostor yi, confiaba en evitar la total devastación de su provincia nativa, Yunnan. Parece ser que Bao había persuadido al ilkan Kaidu, o quizá le había sobornado, porque se habla de dinero, para que marchara hacia el sur y lanzara sus tropas contra vuestra retaguardia que estaba entonces invadiendo Yunnan. Esto habría sido un acto de rebelión y de guerra civil, y se esperaba que vos mismo partiríais en campaña. En ausencia vuestra y aprovechando la confusión, el… el vicerregente Achmad se proclamaría a sí mismo gran kan…
Todos los jueces del Cheng allí reunidos gritaron «Vaj» y «¡Qué vergüenza!» y «Aiya!» y otras expresiones de horror.
—… después de lo cual —continuó la Lengua—, Yunnan proclamaría su rendición y su fidelidad al nuevo gran kan Achmad, a cambio de una paz fácil. Al parecer se acordó también que los yi se unirían a Kaidu y atacarían a los Song, para ayudarlo a conquistar este imperio. Y una vez esto conseguido, Achmad y Kaidu se dividirían entre sí el kanato y lo gobernarían.
Hubo más exclamaciones de «Vaj!» y «Aiya!». Kubilai no había hecho aún ningún comentario, pero su rostro era como un buran, la negra tormenta de arena que se levanta sobre el desierto. Mientras la Lengua esperaba alguna orden, los ministros empezaron a pasarse la carta.
—¿Es ésta la letra de Bao? —preguntó uno.
—Sí —dijo otro—. Siempre utilizaba la escritura de hierba, no los caracteres formales y rectos.
—Mirad aquí ¿no veis? —intervino otro—. Para escribir dinero, utilizó el carácter de la concha de kaurí, que es la moneda que utilizan los yi.
Otro preguntó:
—¿Y la firma?
—Parece auténtica suya.
—¡Que venga el maestro de Yins!
—Nadie debe abandonar esta sala.
Pero Kubilai oyó la propuesta y asintió, y un guardia salió corriendo. Mientras tanto, los ministros discutían y protestaban con un ruido confuso de voces, y oí a uno que decía solemnemente:
—Es tan terrible que no puede creerse.
—Hay un precedente —dijo otro—. Recordad que hace unos años el kanato adquirió la tierra de Capadocia con una treta semejante. Un primer ministro, de los turcos selyúcidas, también de confianza, pidió la ayuda encubierta de nuestro ilkan Abagha de Persia para que le ayudara a derribar al legítimo rey Kilij. Y cuando hubo llevado a cabo su traición, el advenedizo alió Capadocia con nuestro kanato.
—Sí —observó otro—. Pero por suerte las circunstancias eran diferentes. Abagha conspiró no para su propio engrandecimiento sino en bien del gran kan Kubilai y de todo el kanato.
—Aquí llega el maestro de Yins.
El viejo maestro Yiu llegó trabajosamente hasta el Cheng empujado por el guardia. Le enseñaron el papel y después de echarle un breve vistazo con los ojos entornados dictaminó:
—No puedo confundir mi propia obra, señores. Éste es indudablemente el yin que grabé para el ministro de Razas Menores, Bao Neihe.
—¡Lo veis! ¡Era cierto! ¡Ya no cabe duda alguna! —se oyó a diversas voces, y todos dirigieron la vista a Kubilai.
El gran kan inhaló un gran soplo de aire, suspiró echándolo lentamente fuera, y luego dijo con una voz de condena:
—¡Guardias! —Éstos se pusieron rígidos y firmes, y golpearon al unísono el suelo con sus lanzas—. Id a solicitar la presencia en esta sala del primer ministro Achmad-az-Fenaket.
Ellos golpearon de nuevo el suelo con sus lanzas, dieron media vuelta para salir, pero Kubilai los detuvo un instante y se volvió hacia mí.
—Marco Polo, parece que de nuevo has prestado un servicio a nuestro kanato, aunque ahora inadvertidamente. —Las palabras eran bastante laudatorias, pero a juzgar por la expresión de su rostro parecía como si yo hubiese introducido en la sala arrastrándolo en mis botas alguna porquería de perro—. Podrías encargarte tú mismo de llevarlo a su conclusión. Ve con los guardias y comunica al primer ministro mi orden formal: «Levántate y ven, hombre muerto, porque Kubilai, el kan de todos los kanes, quiere oír tus últimas palabras».
Salí, pues, como se me ordenaba. Pero el gran kan no me había ordenado que volviera al Cheng en compañía del árabe y resultó que no volví. Yo y mi grupo de guardias llegamos a las habitaciones de Achmad y encontramos las puertas exteriores sin guardia y abiertas de par en par. Entramos y encontramos reunidos a los centinelas y a todos los criados en actitud de escuchar con ansia y de retorcerse indecisamente las manos delante de la puerta cerrada del dormitorio. Los criados cuando nos vieron llegar nos saludaron con un clamor y dieron gracias a Tengri y alabaron a Alá por nuestra aparición, y necesitamos un rato para que se calmaran y nos explicaran de modo coherente lo que estaba sucediendo.
Nos contaron que el valí Achmad había permanecido todo el día en su dormitorio. Esto no era nada raro, dijeron, porque a menudo se llevaba consigo trabajo para la noche y después de despertarse y de desayunar despachaba asuntos confortablemente acostado. Pero aquel día habían empezado a oírse desde el interior del dormitorio unos ruidos extraordinarios, y una doncella después de unos momentos de comprensible vacilación había llamado a la puerta preguntando si todo iba bien. Le había contestado una voz que sin duda era la del valí, pero que con un tono anormalmente alto y nervioso ordenó: «Dejadme tranquilo». Luego los sonidos inexplicables habían continuado: risitas que se convertían en carcajadas desenfrenadas, chillidos y gemidos que aumentaban pasando a quejidos y llantos, carcajadas de nuevo, y así sucesivamente. Los oyentes, que eran ya toda la servidumbre de Achmad pegada a la puerta, no podían decidir si los ruidos expresaban placer o dolor. A medida que pasaban las horas habían llamado con frecuencia a su amo y habían golpeado la puerta e intentado abrir y mirar dentro. Pero la puerta estaba bien cerrada, y ellos estaban ya debatiendo la conveniencia de forzarla cuando por fortuna habíamos llegado nosotros y les habíamos ahorrado la decisión.
—Escuchad vosotros mismos —nos dijeron, y yo y el cabo de la guardia apretamos el oído contra los paneles.
Al cabo de un rato, el cabo me dijo extrañado:
—Nunca había oído nada semejante.
Yo sí, pero de esto hacía mucho tiempo. En el anderun del palacio de Bagdad, había espiado a través de un agujero a una joven residenta seducir a un feo y peludo mono simiazza. Los sonidos que ahora oía a través de esta puerta se parecían mucho a los sonidos que había oído entonces: las palabras de amor y de ánimo que murmuraba la chica, el galimatías de perplejidad que emitía el mono, sus gruñidos y gemidos de consumación, mezclados con pequeños hipidos y chillidos de dolor, porque el mono mientras la satisfacía torpemente también infligía torpemente muchos pequeños mordiscos y arañazos.
No dije nada de esto al cabo y me limité a ordenar:
—Propongo que vuestros hombres aparten de aquí a todos estos criados y que los devuelvan a sus habitaciones. Tenemos que arrestar al ministro Achmad, pero no es preciso que le humillemos delante de la servidumbre. Que los guardias queden también fuera. Los dos bastamos.
—¿Entramos entonces? —preguntó el cabo mientras se cumplían mis órdenes—. ¿Aunque se encuentre indispuesto?
—Entremos. Aparte de lo que pueda estar sucediendo aquí dentro, el gran kan quiere tener a este hombre y lo quiere ahora. Sí, forcemos la puerta.
Yo había ordenado que se fueran los espectadores preocupado no por los sentimientos de Achmad, sino por los míos propios, pues esperaba encontrar muy visible a mi tío allí dentro. Se me quitó un gran peso de encima cuando no lo vi, y el árabe no estaba en condiciones de preocuparse por una humillación.
Yacía desnudo en la cama, y su cuerpo marrón, escuálido y sudoroso, se revolcaba en un mar de sus propias secreciones. Las sabanas eran entonces de seda color verde pálido, pero muy viscosas y con manchas blancas y rosadas, porque al parecer las últimas eyaculaciones de Achmad, después de muchas anteriores, estaban teñidas de sangre. Emitía aún sonidos confusos, pero con voz apagada, porque tenía en la boca uno de los falocriptos del hongo suyang, tan hinchado por la humedad que le deformaba los labios y las mejillas. Otro órgano artificial sobresalía por su parte trasera, pero estaba fabricado de fino jade verde. Por delante su órgano auténtico era invisible porque estaba metido dentro de algo parecido a un sombrero militar mongol de pieles para el invierno, y con ambas manos lo estaba sacudiendo frenéticamente adelante y atrás para restregarse. Sus ojos de ágata estaban bien abiertos, pero su carácter pétreo se había difuminado, como si estuvieran cubiertos de musgo y si algo veían no nos veían a nosotros.
Hice un gesto a los guardias. Un par de ellos se inclinaron sobre el árabe y empezaron a tirar y sacar los varios aparatos que tenía encima y dentro. Cuando le sacaron el suyang que chupaba con la boca sus gimoteos aumentaron de intensidad, pero continuaron siendo ruidos ininteligibles. Cuando le arrancaron el cilindro de jade gimió lascivamente y su cuerpo experimentó una breve convulsión. Cuando le quitaron aquella cosa peluda continuó moviendo débilmente las manos, aunque no le quedaba mucho que menear allí abajo, porque la fricción lo había dejado en carne viva, ensangrentado y diminuto. El cabo de la guardia dio varias vueltas al objeto en forma de sombrero estudiándolo con curiosidad y yo observé que era peludo sólo por una parte, pero luego aparté mis ojos cuando empezó a gotear de él una cantidad de sustancia blanca y viscosa teñida de sangre.
—¡Por Tengri! —gruñó para sí el cabo—. ¿Labios? —Luego lo tiró y preguntó con asco—: ¿Sabéis qué es esto?
—No —dije—. Ni quiero saberlo. Poned en pie a este ser. Echadle agua fría. Secadlo. Ponedle alguna ropa encima.
Mientras le hacían todo esto Achmad pareció reanimarse algo. Al principio no se sostenía en pie y los guardias que lo cuidaban tenían que aguantarle. Luego tras varias duchas de agua fría empezó a convertir sus gemidos en palabras comprensibles, aunque eran inconexas.
—Los dos éramos hijos del rocío… —dijo como si repitiera una poesía que sólo él podía oír—. Encajábamos bien…
—Vamos, calla ya —ordenó el canoso soldado que le estaba quitando el sudor y la porquería.
—Luego yo crecí, pero ella se quedó pequeña… con diminutas aberturas… y lloró…
—Calla —gruñó el otro correoso veterano que trataba de ponerle una aba.
—Luego ella se convirtió en un ciervo… y yo en una gama… y me tocó llorar a mí…
—¡Te han dicho que te calles! —le increpó el cabo.
—Dejadle hablar; quizá se le despeje la cabeza —dije con indulgencia—. Va a necesitarlo.
—Luego fuimos mariposas… y nos abrazamos dentro de una flor tragante… —Sus ojos que giraban en sus órbitas se detuvieron un momento en mí y dijo con voz clara—: ¡Folo! —Pero la dureza pétrea de sus ojos estaba todavía cubierta de musgo, al igual que sus demás facultades, porque añadió con voz muy baja—: Convertir este nombre en el hazmerreír…
—Podéis probarlo —dije con indiferencia—. Se me ha ordenado que os diga lo siguiente: «Ve con estos guardias, hombre muerto, porque Kubilai el kan de todos los kanes quiere oír tus últimas palabras».
Hice otro gesto y dije:
—Lleváoslo.
Había dejado que Achmad continuara farfullando para que los guardias no captaran otro sonido que yo había oído en aquella habitación: una especie de débil sonido, pero persistente y musical. Cuando los guardias salieron con el prisionero, me quedé para investigar su origen. No procedía de ningún lugar de la habitación, ni de detrás de sus dos puertas, sino de detrás de una de las paredes. Escuché atentamente, localicé el punto de origen en un qali persa especialmente chillón que colgaba enfrente de la cama y lo levanté. La pared de detrás parecía maciza, pero me bastó empujar para que una sección del panel girara hacia dentro, como una puerta, y se abriera hacia un negro pasadizo de piedra. En seguida pude entender qué provocaba aquel sonido. Era extraño oírlo en un corredor secreto del palacio mongol de Kanbalik, porque alguien estaba cantando una canción veneciana. Y era una canción extraordinariamente fuera de lugar en aquellas circunstancias, pues se trataba de una sencilla canción alabando la virtud, algo que no encajaba nada con el valí Achmad ni con su entorno ni con nada referente a él. Mafio Polo cantaba con voz trémula y baja:
La virtù me da grazia anca se molto
Vechio ti fussi e te dà nobil forme…
Busqué en el dormitorio una lámpara para alumbrarme, me introduje en las tinieblas y cerré la puerta secreta detrás mío, confiando en que el qali caería y la taparía. Encontré a Mafio sentado en el suelo frío y húmedo, a poca distancia de la puerta. Iba disfrazado de nuevo con su horrible traje de «mujer alta», esta vez todo verde pálido, y parecía incluso más aturdido y perturbado que el árabe. Pero por lo menos no estaba manchado ni tenía señales de sangre o de otros fluidos corporales. Era evidente que el papel interpretado por él en la orgía del filtro amoroso, suponiendo que hubiese interpretado alguno, no había sido muy activo. No pareció reconocerme, pero no ofreció resistencia cuando le cogí por el brazo, le puse en píe y empecé a conducirle a lo largo del pasadizo. Se limitó a continuar canturreando:
La virtù te fa helo anca deforme,
La virtù te fa vivo anca sepolto.
No había estado nunca en aquel pasillo secreto, pero conocía lo suficiente el palacio para tener una idea general del lugar hacia el cual nos conducían las vueltas y recodos del camino. Durante todo el trayecto Mafio continuó cantando con un murmullo de voz las excelencias de la virtud. Pasamos delante de muchas puertas cerradas en el muro, pero transcurrió mucho rato antes de que yo escogiera una y la abriera ligeramente para espiar hacia fuera.
Daba a un jardincito situado no muy lejos del ala del palacio donde nos alojábamos. Intenté hacer callar a Mafio mientras lo sacaba fuera, pero sin resultado. Estaba viviendo en otro mundo, y no se habría enterado aunque lo hubiese arrastrado por el estanque de lotos del jardín. Sin embargo, por suerte no topamos con nadie y creo que nadie nos vio mientras recorríamos apresuradamente el camino que faltaba hasta sus habitaciones. Pero allí, tuve que entrarle por la puerta habitual, puesto que no sabía cuál era su puerta trasera, y nos encontramos con la misma criada que me había hecho pasar la noche anterior. Me sorprendió algo, pero me satisfizo mucho que no hiciera demostración alguna de sorpresa o de horror al ver a su amo y amante de un día disfrazado tan grotescamente. Puso únicamente una expresión de tristeza y de lástima mientras él canturreaba:
La virtù è un cavedàl che sempre è rico,
Che no patisse mai rùzene o tarlo…
—Tu amo está enfermo —dije a la mujer, pues fue la única explicación que se me ocurrió, y además era bien cierta.
—Yo le cuidaré —dijo ella con tranquila compasión—. No os preocupéis.
… Che sempre cresse e no sepol robarlo,
E mai no rende el possessòr mendico.
Me alegré de dejarlo en sus manos. Y ahora puedo decir que Mafio permaneció durante mucho tiempo bajo sus tiernos y solícitos cuidados, porque nunca recuperó la razón.
El día había sido bastante arduo, y el anterior había sido aún peor, y entre los dos había pasado una noche en vela. Me arrastré, pues, hasta mis habitaciones para descansar y disfrutar de los cuidados de mis criadas y de la bella Huisheng, y para hacer compañía a Ali-Babar, quien bebió hasta caer inconsciente de su propia desgracia.
No vi nunca más a Achmad. Le acusaron, procesaron, juzgaron, condenaron y sentenciaron todo junto aquel mismo día, y lo voy a contar con idéntica rapidez. No deseo demorarme en este tema, porque resultó que a pesar de imponer mi venganza tuve que sufrir una pérdida más.
En todo el tiempo que ha pasado desde entonces no he sentido nunca el menor remordimiento por haber acabado con Achmad-az-Fenaket mediante una carta falsificada, ni por haberlo implicado en un delito que no había cometido. Los otros delitos y vicios en que había caído bastaban ya. De hecho la carta falsa podía haber fracasado fácilmente de no haber sido por la naturaleza auténticamente pervertida del árabe, que le había impulsado a tomar el filtro amoroso con Mafio. Éste experimento alucinatorio había dejado huera su astuta mente, había embotado su agudo ingenio y había trabado su lengua viperina. Quizá la experiencia le había dejado menos debilitado que a mi tío, por lo menos el árabe me había reconocido brevemente después del accidente y Mafio no, Mafio no me reconoció nunca más, y quizá Achmad se habría recuperado al cabo de un tiempo, pero no dispuso de él.
Cuando le arrastraron aquel día ante el encolerizado kan y le confrontaron con la prueba realmente endeble de su «traición» no le hubiera costado mucho salir del atolladero. Le habría bastado invocar los privilegios de su cargo y pedir un aplazamiento del Cheng hasta que pudiera enviarse una embajada al ilkan Kaidu, el otro supuesto miembro del triunvirato de conspiradores. Kubilai y los jueces no hubiesen podido negarse a esperar y a oír las noticias que podía enviar Kaidu. Pero Achmad no pidió esto ni pidió nada, según los presentes. Dijeron que no estaba en absoluto preparado para defenderse, y no se dieron cuenta de que en realidad era incapaz de hacerlo. Dijeron que el acusado se limitó a farfullar, a delirar y a retorcerse, dando la inconfundible impresión de un criminal culpable atormentado por su culpa, por la acusación y por el temor al castigo. Los jueces del Cheng reunidos en sesión allí mismo decidieron seguidamente en contra suyo y Kubilai, todavía irritado, no revocó su sentencia. Achmad fue declarado culpable de traición, y el castigo por este crimen fue la Muerte de un Millar.
Todo el asunto había estallado tan repentinamente como una tormenta de verano, pero constituyó el escándalo más serio y espectacular que pudiera recordar el cortesano más anciano. La gente no hablaba de otra cosa, y todo el mundo estaba ansioso por oír o contar cualquier mínimo detalle de las noticias o rumores que corrían, y quien tuviese alguna jugosa noticia que impartir se convertía en el centro de una multitud. La mayor celebridad recayó en el acariciador, a quien habían entregado el más ilustre sujeto de su carrera, y el maestro Ping se deleitó con esta fama. Dejó de lado su habitual y tenebroso aire de secreto y se jactó abiertamente de estar almacenando en su calabozo subterráneo provisiones para cien días. Despachó luego a todos sus ayudantes y secretarios, enviándolos de vacaciones, incluso a sus enjuagadores y recuperadores, para prestar así a su distinguido sujeto una atención exclusiva y no compartida por nadie.
Fui a visitar a Kubilai. Por aquel entonces se había calmado algo y se había resignado a la defección y pérdida de su primer ministro, y ya no me miraba como los antiguos reyes miraban a quienes les traían malas noticias. Le conté, sin entrar en innecesarios detalles, que Achmad había sido responsable del asesinato inexcusable de la inocente esposa de Ali-Babar. Pedí al gran kan permiso para que Ali presenciara la ejecución del ejecutador de su esposa y lo obtuve. Como es lógico el acariciador Ping quedó horrorizado cuando se enteró, pero no pudo revocar el permiso, y no se atrevió ni siquiera a quejarse en voz alta, para que una investigación más profunda no revelara su participación activa en el asesinato de Mar-Yanah.
O sea que en la fecha fijada fui con Ali a la caverna subterránea y le pedí que se mantuviera firme y viril mientras presenciaba la reducción a trozos de nuestro mutuo enemigo. Ali estaba pálido, pues era un hombre que no soportaba los espectáculos sangrientos, pero parecía decidido, incluso mientras me dirigía unos salaams y adioses tan solemnes que parecía como si le hubieran destinado a él mismo a la Muerte de un Millar. Luego él y el maestro Ping, que todavía murmuraba maldiciones contra aquel intruso inoportuno, pasaron por la puerta tachonada de hierro y entraron en el lugar donde Achmad estaba ya colgado esperando, y la puerta se cerró tras ellos. Salí de allí con un único pesar: que el árabe, por lo que habían contado aún estaba entumecido y desorientado. Si era cierto lo que el mismo Achmad me había dicho, que el infierno es lo que más duele, lamenté que él no pudiera sentir el dolor tan intensamente como yo deseaba.
El acariciador había comunicado que sus caricias podían ocuparle cien días enteros, y como es lógico todo el mundo esperaba que así fuera. Es decir, que sus secretarios y ayudantes no volvieron a congregarse en su sala exterior y a esperar la salida triunfante de su amo hasta haber transcurrido todo ese intervalo de tiempo. Cuando hubieron pasado varios días más, empezaron a inquietarse, pero no se atrevieron a entrar sin permiso. Pero cuando yo envié a una de mis criadas preguntando por Ali-Babar, el secretario jefe cogió ánimos y se decidió a entreabrir la puerta tachonada de hierro. El hedor que salió del interior, un hedor de osario, le obligó a retroceder mareado. No salió nada más de la sala interior, y nadie pudo echar ni siquiera un vistazo sin desmayarse. Tuvieron que llamar al ingeniero de palacio y pedirle que dirigiera sus brisas artificiales a través de los túneles subterráneos. Cuando el aire de las salas volvió a ser un poco respirable, el secretario jefe del acariciador se aventuró a entrar, y salió luego aturdido para informar de lo que había visto.
Había tres cuerpos muertos, o los constituyentes y restos de tres cuerpos. El del ex valí Achmad estaba hecho jirones, y era evidente que había sufrido por lo menos una Muerte de Novecientos Noventa y Nueve. Por lo que pude deducir, Ali-Babar había presenciado el entero proceso de disolución, y luego había agarrado y atado al acariciador, pasando a reproducir en su sacrosanta e inviolable persona todo el proceso de las caricias. Sin embargo, el secretario jefe explicó que no había superado una Muerte de Quizá Cien o Doscientos. Se supone que Ali había enfermado por efecto de las miasmas de la descomposición de Achmad y por la acumulación de sangre, carnada y excrementos y no había podido llegar hasta el final. Había dejado al maestro Ping parcialmente despedazado y colgando para que muriera tranquilamente, había cogido uno de los cuchillos más largos y se lo había hundido en el pecho.
Es decir, que Ali-Babar, Narices, Sindbad, Ali-ad-Din, de quien me había burlado todo el tiempo que le había conocido, llamándole cobarde y fanfarrón, al final de todo había seguido el único impulso loable de su vida, su amor por Mar-Yanah, y había llevado a cabo algo eminentemente valiente y apreciable. Se había vengado de las dos personas que la mataron, el instigador y el autor material y luego había tomado su propia vida, para que no se pudiera acusar del hecho a nadie más (en este caso a mí).
La población de palacio, la ciudad de Kanbalik, y probablemente todo Kitai, por no decir todo el Imperio mongol estaba todavía vibrando y estremeciéndose con el escándalo de la abrupta caída de Achmad. El nuevo escándalo acaecido en los subterráneos proporcionó más alimento a las habladurías y sirvió para que Kubilai me considerara de nuevo con severa exasperación. Pero esta última noticia contenía una revelación tan macabra, casi tan ridícula, que incluso divirtió al gran kan y le distrajo de toda posible inclinación a las represalias. Resultó que cuando los ayudantes del acariciador recogieron y recompusieron su cadáver para enterrarlo decentemente descubrieron que aquel hombre tuvo toda su vida Pies de loto, pies atados desde su infancia, vendados y deformados hasta convertirse en auténticos puntos delicados, como los de una noble han. El estado de ánimo que esto despertó, incluso en Kubilai, fue menos de irritación: «¿Quién ha de pagar ahora por este atropello?», que de especulación y casi de risa, pues la gente se preguntaba: «¿Qué terrible tipo de madre debió de ser la del maestro Ping?».
Debo decir que mi propio estado de ánimo era menos frívolo. Había impuesto mi venganza, pero a costa de un viejo compañero, y me sentía muy melancólico. Ésta depresión no se aliviaba cuando iba a las habitaciones de Mafio, como hacía casi cada día, para visitar lo que había quedado de él. Su devota criada lo tenía limpio y bien vestido (con ropa correcta de hombre) y le recortaba la barba gris, que había vuelto a crecer. Parecía estar bien alimentado y de bastante buena salud, y hubiera podido confundirse con el cordial y jactancioso tío Mafio de antes, pero sus ojos estaban más vacíos y cantaba de nuevo con un sonsonete su letanía a la virtud:
La virtù è un cavedàl che sempre é rico,
Che no patisse mai rùzene o tarlo…
Le estaba contemplando taciturnamente y desde luego muy desmoralizado cuando llegó de forma inesperada otro visitante, que había regresado finalmente de su última expedición comercial alrededor del país. Ni siquiera cuando él había llegado por primera vez a Venecia, siendo yo chico, me había dado tanta alegría ver a mi suave, amable, aburrido, benigno, soso y anciano padre.
Nos precipitamos el uno en brazos del otro, nos dimos el abrazzo veneciano y nos quedamos en pie mientras él contemplaba tristemente a su hermano. Durante su viaje, por el camino, se había ido enterando grosso modo de todos los acontecimientos que se desarrollaban lejos de él: el fin de la guerra de Yunnan, mi retorno a la corte, la rendición de los Song, la muerte de Achmad y del maestro Ping, el suicidio de su antiguo esclavo Narices, la infortunada indisposición del ferenghi Polo, su hermano. Le conté ahora los pormenores de lo sucedido que sólo yo podía conocer, omitiendo únicamente los detalles más viles. Cuando hube terminado miró de nuevo a Mafio, movió la cabeza negativamente pero con cariño, con pena, con dolor, y murmuró:
—Tato, tato… —la manera cariñosa y diminutiva de decir «Hermano, hermano».
—… Belo anca deforme —cantó en voz baja Mafio, como si respondiera—. Vivo anca sepolto…
Nicolò Polo movió de nuevo tristemente la cabeza. Pero cuando se volvió hacia mí y puso su mano sobre mis cansados hombros, con un ademán de camarada, agradecí quizá por primera vez que recurriera a uno de sus proverbios para darme ánimos:
—Ah, Marco, sto mondo xe fato tondo.
Lo cual viene a decir que pase lo que pase, bueno o malo, motivo de alegría o de tristeza, «el mundo continuará siendo redondo».