De nuevo partía de viaje para encontrarme con el orlok Bayan, y aunque en esta ocasión él estaba mucho más lejos, yo no tenía necesidad alguna de apresurarme. De nuevo me ocupé de que Huisheng y yo dispusiéramos para el viaje de ayudantes y suministros: su doncella mongol, dos esclavos para las tareas necesarias de acampada, escoltas mongoles de protección, y una recua de animales de carga. También me encargué de fijar la marcha de cada día, para que el viaje no fuera arduo. Conseguimos con frecuencia monturas frescas en las postas de caballos, y cada noche llegábamos a algún caravasar decente o a alguna población importante o incluso a algún palacio provincial. En total teníamos que cubrir unos siete mil lis de todo tipo de terreno: llanuras, tierras de labranza y montañas; pero lo hicimos lentamente y con calma en un trayecto de más de cinco mil lis conseguimos dormir confortablemente cada noche. Salimos desde Kanbalik en dirección al suroeste y por lo tanto seguimos más o menos la misma ruta que yo había tomado para dirigirme a Yunnan deteniéndonos en muchos de los mismos lugares en los que yo había pernoctado, las ciudades de Xian y Chengdu, por ejemplo, y sólo después de Chengdu entramos en un territorio que no había visto antes.
Desde Chengdu no fue preciso como antes girar al oeste, hacia las altiplanicies de To-Bhot. Continuamos en dirección suroeste, directamente hacia la provincia de Yunnan y su capital, Yunnanfu, la última gran ciudad de nuestra ruta, donde el wang Hukoji nos recibió y nos hospedó regiamente. Yo tenía una razón para interesarme tanto por Yunnanfu, pero no se la expliqué a Huisheng. Cuando estuve por primera vez en aquellas regiones, me fui al finalizar mi misión en la guerra de Yunnan antes de que Bayan sitiara la capital, y no aproveché su invitación para participar en el grupo privilegiado de saqueadores y violadores de vanguardia. Ahora miraba todo lo que tenía a mi alrededor con un interés especial, para saber lo que me había perdido al renunciar a esa oportunidad de «comportarme como un mongol nato», y observé que desde luego las mujeres yi eran bellas, como me habían dicho. Sin duda me lo hubiese pasado bien divirtiéndome con las «esposas castas y las hijas vírgenes» de Yunnanfu, y desde luego hubiera creído que estaba disfrutando de las mujeres más hermosas de todo Oriente. Pero luego había tenido la gran fortuna de descubrir a Huisheng, y ahora las mujeres yi me parecían bastante inferiores, y mucho menos deseables que ella, y no me sentí privado de nada por no haber poseído a ninguna de ellas.
Continuamos a partir de Yunnanfu hacia el suroeste, y emprendimos la Ruta del Tributo, llamada así desde tiempos antiguos. Según me contaron, este nombre se debía a que desde la lejana antigüedad todas las naciones de Champa habían sido en alguna época u otra estados vasallos de las poderosas dinastías han del norte, los Song y sus predecesores, y este camino había quedado allanado y cómodo gracias a las patas de los elefantes que llevaban en caravana a aquellos amos el tributo de Champa, desde arroz a rubíes, desde esclavas a monos exóticos.
Cuando hubimos atravesado las últimas montañas de Yunnan, la Ruta del Tributo nos llevó al interior de la nación de Ava, a una llanura fluvial y a un lugar llamado Bhamo, que no era más que una cadena de fortalezas de construcción bastante primitiva. Al parecer no eran muy efectivas, porque los invasores de Bayan habían dominado fácilmente las tropas que las defendían, habían tomado Bhamo y continuado hacia el sur. Nos recibió un capitán, comandante de los pocos mongoles que habían quedado de guarnición en aquel lugar, y nos informó de que la guerra ya había concluido, que el rey de Ava estaba escondido en algún lugar, y que Bayan celebraba en aquel momento su victoria en la capital, Pagan, situada a gran distancia río abajo. El capitán nos dijo que el modo más confortable y rápido de llegar allí era utilizar una barcaza fluvial, y nos dio una, con tripulación mongol y un soldado de caballería mongol, un escriba llamado Yissun que conocía el lenguaje mian del país.
Dejamos a nuestros ayudantes en Bhamo, y Huisheng, su doncella y yo emprendimos el lento viaje, río abajo para cubrir los últimos mil lis, más o menos, de nuestra misión. Éste río era el Irawadi, que había comenzado su carrera como un alocado torrente en N’mai, en el País de los Cuatro Ríos, en las alturas de To-Bhot. Pero su curso en este país bajo y llano era tan ancho como el Yangzi y corría tranquilamente hacia el sur formando grandes meandros. Transportaba tantos sedimentos, quizá procedentes del mismo To-Bhot, que sus aguas eran casi viscosas como una cola diluida, y desagradablemente tibias. El color de su inmensa vastitud, iluminada por el sol, era de un moreno enfermizo, que se volvía marrón en la sombra profunda de ambos extremos proyectada por un bosque casi ininterrumpido de árboles gigantes que sobresalían por encima de las distantes orillas.
La amplitud enorme y la longitud sin fin del río Irawadi debían de parecer a las innumerables aves que volaban sobre él como un intersticio insignificante contorsionándose a través de la vegetación que cubría el país. Ava estaba cubierto casi enteramente por lo que nosotros llamaríamos jungla y que los nativos llamaban Dong Nat, o Bosque de los Demonios. Supuse que los nat locales eran similares a los gui del norte: demonios con varios grados de maldad, desde la diablura hasta la auténtica malicia, normalmente invisibles, pero capaces de asumir cualquier forma, incluyendo la humana. Me imaginé que los nat raramente recurrían a la corporeidad, porque en la densa espesura de aquella jungla Dong apenas había espacio para ellos. Detrás de las fangosas orillas no podía verse la tierra, sólo una profusión de helechos, lianas, hierbas, arbustos en flor y bosquecillos de caña de zhugan. Por encima de esta confusión se elevaban los árboles, en filas superpuestas, empujándose y abriéndose camino hacia arriba. En sus cimas, el follaje de las copas se fundía en el aire, formando un auténtico tejado sobre toda la tierra, una cubierta tan espesa que impedía el paso tanto de la lluvia como de la luz del sol. Sólo parecía dejar paso a los animales que vivían allí arriba, pues las copas de los árboles crujían y se estremecían continuamente por el ir y venir de aves alegres y por los saltos y balanceos de monos habladores.
Cada noche, cuando nuestra barcaza se dirigía a tierra para acampar y no encontrábamos un claro con un pueblo mian construido de cañas, Yissun y los barqueros tenían que salir blandiendo cada uno un cuchillo ancho y pesado llamado dah y dejar libre un espacio suficiente para extender nuestras camas enrolladas y hacer fuego. Yo tenía siempre la impresión de que al día siguiente bastaría alcanzar la siguiente curva río abajo para que la jungla, exuberante, codiciosa y ardiente, se cerrara de nuevo sobre el pequeño hoyuelo que habíamos practicado en ella. Esto no es tan exagerado como parece. Siempre que acampábamos cerca de un bosquecillo de cañas zhugan podíamos oírlo crujir, aunque no soplara viento; era el sonido que producía al crecer.
Yissun me contó que a veces estas cañas muy duras y de crecimiento rápido rozaban contra un árbol de la jungla de madera blanda, y el calor de la fricción desencadenaba un incendio, que a pesar del estado permanentemente húmedo y pegajoso de la vegetación podía extenderse y propagarse durante centenares de lis en todas direcciones. Sólo los que conseguían alcanzar el río sobrevivían al terrible incendio, y probablemente acababan siendo víctimas de los ghariyal que convergían siempre sobre cualquier escena de desastre. El ghariyal era una tremenda y horrible serpiente de río que según creo está relacionada con la familia del dragón. Tenía un cuerpo nudoso tan grande como un tonel, ojos como platos, protuberantes, mandíbulas y cola de dragón, pero sin alas. Los ghariyal estaban en todas partes por las orillas del río, normalmente acechando inmóviles en el fango como troncos con ojos resplandecientes, pero no nos molestaron nunca. Era evidente que se alimentaban principalmente de los monos que en sus monerías caían frecuentemente al río, chillando.
Tampoco nos molestó ningún otro animal de la jungla, aunque Yissun y los habitantes de los poblados mian que encontrábamos por el camino nos advirtieron de que en el Dong Nat habitaban cosas peores que el nat y el ghariyal. Cincuenta especies diferentes de serpientes venenosas, dijeron, y tigres, leopardos, perros salvajes, jabalíes, elefantes y el buey salvaje llamado seladang. Yo comenté frívolamente que no me importaría encontrarme con un buey salvaje, pues en mi opinión el tipo doméstico que veía en los poblados me parecía ya de suficiente maldad. Era tan grande como un yak, de un color gris azulado, con cuernos planos que se levantaban formando un creciente dirigido hacia atrás, por encima de la cerviz. Como a la serpiente ghariyal, le gustaba revolcarse en una poza fangosa y quedarse al acecho con sólo el morro y los ojos sobresaliendo de la superficie, y cuando el gran animal salía pesadamente del fango, se oía un ruido como una explosión de huoyao.
—Éste animal es sólo el karbau —dijo Yissun con indiferencia—. No es más peligroso que una vaca. Un niño pequeño puede conducirlo. Pero un seladang tiene una altura en la cruz superior a la de vuestra cabeza, e incluso los tigres y los elefantes lo evitan cuando se pasea por la jungla.
Siempre podíamos saber con anticipación que nos acercábamos a un pueblo de la orilla del río, porque sobre él se cernía continuamente una especie de nube de color negro herrumbroso. Ésta era en realidad un dosel de cuervos, llamados por los mian «hierbajos con alas» que proclamaban roncamente su alegría por la rica basura del pueblo. Cada poblado además de tener los cuervos por encima y la bazofia por debajo poseía una pareja o dos de bueyes de tiro karbau, unas cuantas escuálidas gallinas de plumas negras que corrían por el fango, una gran cantidad de cerdos, de cuerpo largo y colgante en su mitad, que escarbaban en la porquería, y un número increíble de niños desnudos que se parecían mucho a cerditos. Cada poblado tenía también una pareja o dos de elefantas domesticadas. Esto se explicaba porque el único oficio y actividad de los mian de la jungla era la extracción de madera y otros productos forestales de la jungla, y los elefantes llevaban a cabo la mayor parte del trabajo.
No todos los árboles de la jungla eran feos e inútiles, como los que se apretujaban en los manglares de la orilla del río, o bellos e inútiles como los llamados cola de pavo, que formaban una masa maciza de flores llameantes. Algunos proporcionaban frutos y nueces comestibles, de otros colgaban lianas de pimienta, y los árboles llamados chaulmugra daban una savia que es la única medicina conocida para la lepra. Otros proporcionaban buena madera dura: el abnus negro, el kinam moteado, la saka dorada que se conoce con el nombre de teca cuando la madera ha curado y se ha vuelto de un marrón rico y moteado. Ahora podría decir que la madera de teca tiene un aspecto mucho más hermoso en forma de cubiertas y planchas de buque que en su estado natural. Los árboles de teca eran altos y tan rectos como las líneas de un libro de mayor, pero tenían la corteza deslustrada y gris, unas pocas y escuálidas ramas y un follaje escaso y mal puesto.
También podría comentar que los mian no constituían ningún adorno del paisaje. Eran feos, achaparrados y culibajos; la mayoría de los hombres medía dos palmos menos que yo, y las mujeres un palmo menos que ellos. Como ya he dicho en sus labores cotidianas los hombres dejaban que los elefantes hicieran la mayor parte del trabajo, y en todo lo demás se comportaban de modo descuidado y ocioso, mientras que las mujeres eran dejadas y apáticas. En el clima tropical de Ava no tenían necesidad real de vestirse, pero podían haber inventado algún traje más gracioso que el suyo. Ambos sexos llevaban sombreros de fibra entretejida en forma de grandes hongos, pero iban desnudos de la cintura para arriba y de las rodillas para abajo, y se enrollaban una tela sucia alrededor de las caderas como una falda. Las mujeres, indiferentes a sus tetas aleteantes, llevaban un artículo más por motivos de modestia. Era una faja larga cuyos extremos cargados de cuentas colgaban por delante y por detrás, tapando así sus partes privadas cuando se ponían en cuclillas, que era su postura acostumbrada. Ambos sexos se ponían mangos de tela en las pantorrillas cuando tenían que vadear un río, como protección contra las sanguijuelas. Pero siempre iban desnudos, y sus pies tenían callos tan duros que resistían cualquier elemento irritante. Recuerdo que en toda aquella región sólo vi a dos hombres que tuvieran zapatos. Los llevaban colgando del cuello con un bramante, para no estropear un artículo tan raro.
Los hombres mian ya eran bastante feos cuando estaban de pie, pero habían inventado un sistema para aumentar esta impresión. Se embadurnaban la piel con pinturas y dibujos de colores. Más que pintura era un colorante picado sobre y dentro de la piel, que ya no podía eliminarse nunca más. Con una astilla puntiaguda de zhugan se aplicaba hollín de aceite de sésamo quemado. El hollín era negro, pero una vez depositado bajo la piel se transparentaba en forma de puntos y líneas azules. Gente considerada artista en este oficio se desplazaba de pueblo en pueblo y era bien venida en todas partes, porque un mian se creería afeminado si no se decoraba como una alfombra qali. El punteado se iniciaba en la adolescencia, dejando tiempo para descansar entre cada sesión, muy dolorosa, y continuaba hasta que el hombre exhibía un enrejado de dibujos azules desde las rodillas hasta la cintura. Luego, si era una persona realmente vanidosa y podía permitirse posteriores actuaciones del artista, se hacía ejecutar entre los dibujos azules otros con algún tipo de pigmento rojo, y todos lo tenían por una persona realmente hermosa.
Ésta fealdad estaba reservada a los varones, pero ellos compartían generosamente con las hembras otro carácter más: el repugnante hábito de masticar constantemente. Creo que los mian de la jungla llevaban a cabo sus trabajos forestales únicamente para poder comprar otro producto de la jungla, un producto masticable que no podían plantar y que tenían que importar. Era la nuez de un árbol llamado areca, que crecía únicamente en las regiones costeras. Los mian compraban estas nueces, las hervían, las cortaban a tiras y las dejaban secar al sol hasta ennegrecer. Cuando les apetecía, es decir, continuamente, tomaban una tira de nuez de areca, le ponían un poco de cal, la enrollaban con la hoja de una liana llamada betel, se metían el taco en la boca y lo masticaban, o más bien masticaban a lo largo de todo el día una sucesión constante de tacos. Masticar era para los mian como rumiar para las vacas: su única diversión, su único placer, la única actividad que emprendían que no era absolutamente necesaria para su existencia. Un pueblo lleno de hombres, mujeres y niños mian no era nada atractivo. Y no lo mejoraba verlos a todos moviendo sus mandíbulas arriba y abajo y de un lado a otro.
Tampoco éste era su grado máximo de deliberado ensuciamiento personal. Masticar un taco de areca y betel tenía otro efecto: la saliva se volvía de color rojo brillante. Los niños mian empezaban a masticar cuando los destetaban y con el tiempo sus encías y labios se volvían rojos como llagas abiertas, sus dientes negros y ondulados como corteza de teca. Si los mian consideraban hermosos a los hombres que complicaban todavía más sus colores corporales, ya terribles de por sí, también consideraban bella a la mujer que aplicaba una capa de laca de corteza de teca a sus dientes y les daba un color negro profundo. Cuando una belleza mian me dirigió por primera vez una sonrisa formada exclusivamente por negro de betún y rojo de úlcera, retrocedí tambaleándome de repulsión. Cuando me hube recuperado, pregunté a Yissun el motivo de aquella horrible deformación. Él lo preguntó a la mujer y me transmitió su altanera respuesta.
—¡Pues qué! ¡Los dientes blancos son sólo para los perros y los monos!
Hablando de blancura, yo hubiese esperado que aquella gente demostrara algo de sorpresa o incluso de temor ante mi aparición, pues seguramente era el primer hombre blanco que había llegado a la nación ava. Sin embargo me recibieron sin emoción. Yo podía haber sido perfectamente uno de los nat menos temibles, y un nat bastante inepto, que había decidido presentarse con un disfraz de cuerpo humano incoloro y deficiente. Pero los mian tampoco demostraron ningún resentimiento, temor ni odio contra Yissun y nuestros barqueros, aunque sabían muy bien que los mongoles habían conquistado recientemente su país. Cuando hablé de su actitud indiferente, se encogieron de hombros y repitieron una especie de proverbio campesino mian, o eso me pareció, que Yissun me tradujo:
—Cuando el karbau lucha, lo que queda aplastado es la hierba.
Y cuando les pregunté si estaban consternados porque su rey había huido y se había escondido, volvieron a encogerse de hombros y repitieron una invocación campesina tradicional:
—Líbranos de los cinco males —que luego enumeraron—: Inundaciones, incendios, ladrones, enemigos y reyes.
Cuando pedí a uno de los jefes del poblado de aspecto algo más inteligente que los bueyes karbau del lugar, que me informara sobre la historia del pueblo mian, Yissun me tradujo lo siguiente:
—¡Amè, U Polo! Nuestro gran pueblo tuvo en otros tiempos una espléndida historia y una gloriosa tradición. Todo quedó escrito en libros, con nuestro poético idioma mian. Pero hubo una gran hambruna, y la gente hirvió los libros, les puso salsa y se los comió, y ahora no podemos recordar nada de nuestra historia y no sabemos nada de la escritura.
No dijo más, ni tampoco puedo yo dar más explicaciones, excepto que «amè!» era la exclamación favorita de los mian, palabrota y blasfemia a la vez (aunque sólo significaba «madre»), y que «U Polo» era el tratamiento respetuoso que me daban. Mi título era «U» y el de Huisheng era «Dau», y ésta era su manera de decir messere e madona Polo. En cuanto a la historia de «poner salsa a los libros y comérselos», por lo menos puedo confirmar lo siguiente: los mian tenían una salsa que era su comida favorita, utilizada con tanta frecuencia como la exclamación «amè!». Era un condimento líquido hediondo, repugnante, absolutamente nauseabundo, que exprimían del pescado fermentado. La salsa se llamaba nuoc-mam, y la ponían sobre el arroz, el cerdo, el pollo, la verdura, sobre todo lo que comían. El nuoc-mam daba a todos los alimentos su mismo y horrible gusto, y los mian estaban dispuestos a comerse cualquier cosa horrible si antes la cubrían de nuoc-mam, por lo tanto no dudo ni un instante que pudieran haber puesto salsa a todos sus archivos históricos y comérselos luego.
Una tarde llegamos a un poblado cuyos habitantes, de modo muy poco natural, no se mostraban flemáticos y ociosos, sino que saltaban por todas partes presas de gran excitación. Todos eran mujeres y niños, o sea que ordené a Yissun que se informara de lo sucedido y preguntara dónde se habían ido los hombres.
—Dicen que los hombres han cazado un badak-gajah, un unicornio, y que pronto van a traerlo aquí.
Bueno, esta noticia me excitó incluso a mí. La fama de los unicornios había llegado hasta la misma Venecia. Alguna gente creía en su existencia, y otros los consideraban seres míticos, pero todos comulgaban con cariño y admiración con la idea del unicornio. En Kitai y Manzi había conocido a muchos hombres, normalmente muy entrados en años, que ingerían una medicina elaborada con el «cuerno de unicornio» triturado, capaz de aumentar la virilidad. La medicina era escasa, sólo disponible en raras ocasiones e increíblemente cara, lo cual constituía una cierta prueba de que los unicornios existían realmente y de que eran tan raros como las leyendas decían.
Por otra parte las leyendas contaban lo mismo en Venecia que en Kitai, y las pinturas trazadas por los artistas representaban al unicornio como un animal bello, gracioso, parecido a un caballo o a un ciervo, con un único cuerno dorado, largo, agudo, retorcido, que le salía de la frente. Yo dudaba de que aquel unicornio ava fuera el mismo. En primer lugar era difícil imaginar que una criatura de ensueño como aquélla viviese en aquellas junglas de pesadilla y se dejara cazar por los zoquetes mian. En segundo lugar el nombre local, badak-gajah, significaba únicamente «un animal grande como un elefante» y esto no le pegaba mucho.
—Pregúntales, Yissun, si cazan al unicornio exponiendo a una doncella virgen para seducirlo y capturarlo.
Lo preguntó y pude ver las miradas de incomprensión que suscitó mi pregunta, y varias mujeres murmuraron «amè!», o sea que no me sorprendió la respuesta negativa que me trajo el intérprete: no, no habían tenido ocasión de probar ese método.
—Ah —dije—. ¿Los unicornios son tan raros que no habéis tenido ocasión de hacerlo?
—Aquí lo raras son las vírgenes.
—Bueno, veamos cómo cazan al animal. ¿Puede alguien conducirnos al lugar de su captura?
Un niño desnudo se puso a correr delante de nosotros, casi con energía, y nos condujo a Huisheng, a Yissun y a mí a un llano fangoso cerca del río. Un gran montón de desperdicios estaba quemando de modo sorprendente en el mismo centro del llano, y todos los hombres del poblado, despojados de su habitual letargo, estaban bailando realmente alrededor del fuego. No había signo alguno de unicornio ni de ningún otro animal, cazado o por cazar. Yissun preguntó por qué y volvió con la información.
—El badak-gajah, como el buey karbau y la serpiente ghariyal duerme preferentemente en la frialdad del fango. Estos hombres a primeras horas de la mañana encontraron a uno dormido aquí mismo con sólo el cuerno y las ventanas de la nariz visibles sobre la superficie. Lo cazaron del modo habitual. Se acercaron sigilosamente, amontonaron sobre el lugar cañas, juncos y hierba seca, y les prendieron fuego. El animal se despertó, como es lógico, pero no pudo desprenderse del fango antes de que el fuego empezara a endurecerlo, y el humo pronto dejó al unicornio inconsciente.
—¡Qué modo más terrible de tratar a un animal protagonista de tantas preciosas leyendas! —exclamé—. Luego lo hicieron cautivo, supongo. ¿Dónde está?
—No está cautivo. Está allí mismo. En el fango, debajo del fuego. Cociéndose.
—¿Qué? —grité—. ¿Están cociendo al unicornio?
—Ésta gente es budista, y su religión les prohíbe cazar y matar animales salvajes; pero no les pasará cuentas si el animal muere asfixiado y luego se cuece por sí solo. De este modo pueden comérselo sin cometer ningún sacrilegio.
—¿Comerse un unicornio? ¡No puedo imaginar peor sacrilegio!
Cuando el sacrilegio hubo concluido, y la parte central de la extensión fangosa quedó cocida y dura como una pieza de alfarería, los mian rompieron la parte exterior y apareció el animal cocido. Comprendí entonces que no era un unicornio, o por lo menos no era el de la leyenda. Lo único que tenía en común con las historias y las pinturas era su único cuerno. Pero no le crecía desde la frente, le crecía desde un morro largo y feo. El resto del animal era igual de feo, y si bien no alcanzaba en absoluto el tamaño de un elefante, por lo menos era tan grande como un karbau. No se parecía ni a un caballo, ni a un ciervo, ni a mi imagen de un unicornio, ni a nada de lo que yo hubiese visto nunca. Tenía una piel correosa compuesta de placas y de pliegues, como una armadura cuirbouilli. Sus pies tenían una forma vagamente elefantina, pero sus orejas se limitaban a unos pequeños penachos, y el largo morro tenía un labio superior colgante, pero sin trompa.
Todo el animal había quedado cocido al negro por el sistema del fango, y no puedo decir cuál era su color original. Pero su cuerno único no había sido nunca dorado. De hecho, cuando los mian lo aserraron y lo separaron de la enorme cabezota del animal, pude ver que no estaba hecho realmente de sustancia córnea, ni de marfil, como un colmillo. Parecía únicamente un conjunto compacto de pelos largos transformado al crecer en una masa dura y pesada que terminaba en un punto romo. Pero los mian me aseguraron, muy contentos de su buena fortuna, que esta pieza era la fuente real del «cuerno de unicornio», la medicina estimuladora de la virilidad, y que les darían una buena paga por ella, lo que supongo significaba cambiar el cuerno por una gran partida de nueces de areca.
Su jefe tomó posesión del precioso cuerno, y los demás se dispusieron a desollar al animal quitándole la pesada piel, a trocear el cuerpo y a llevar al poblado las humeantes porciones. Uno de los hombres entregó un trozo de carne a cada uno de nosotros, a Huisheng, a Yissun y a mí, sacados directamente del horno por así decirlo, y todos la encontramos sabrosa, aunque algo fibrosa. Pensábamos compartir la cena de los mian, pero cuando volvimos al poblado descubrimos que hasta el último bocado de carne de unicornio estaba impregnado con la hedionda salsa de nuoc-mam. Renunciamos, pues, a participar y aquella noche comimos unos pescados que nuestros barqueros habían sacado del río.
Los mian se proclamaban budistas, pero el único comportamiento remotamente religioso que pudimos observar durante mucho tiempo fue su preocupación, temerosa e inquieta, por los demonios nat que les rodeaban. Los mian llamaban a sus niños «gusano» y «cerdo», sea cual fuere su nombre, para que los nat los consideraran seres que no merecían atención. Había abundancia de aceite, disponible localmente, como el de pescado, de sésamo e incluso aceite de nafta que rezumaba de algunos lugares en el suelo de la jungla, pero los mian no engrasaban nunca los arneses de sus elefantes, ni sus carros, ni las ruedas de sus carretillas. Decían que los chirridos mantenían alejados a los nat. Cuando en un pueblo vi que las mujeres tenían que ir a buscar el agua de una fuente distante, les sugerí que construyeran una conducción con caña de zhugan cortada por la mitad para que el agua pudiera alcanzar el centro del pueblo. «Amè!» gritaron los aldeanos; esto acercaría peligrosamente a los nat acústicos residentes en la fuente hasta las viviendas de los hombres. Cuando los mian vieron por primera vez que Huisheng encendía su incensario en nuestro campamento a la hora de acostarse, murmuraron «amè!» y nos comunicaron a través de Yissun que ellos no utilizaban nunca inciensos ni perfumes (como si no se notara), porque temían que los aromas dulces atrajeran a los nat.
Sin embargo, cuando nuestro grupo bajó por el Irawadi y entró en zonas más pobladas, empezamos a encontrar en muchos pueblos templos construidos con ladrillos de fango. Se llamaban p’hra y eran circulares, parecidos a una gran campanilla con la boca aplicada al suelo y su mango elevándose como un campanario en el aire. En cada p’hra vivía un lama budista, llamado allí pongyi. Todos los pongyi llevaban la cabeza afeitada, iban vestidos de amarillo, desaprobaban este mundo, la vida de sus compañeros mian y la vida en general, y se mostraban hoscos e impacientes por salir de Ava y entrar en el Nirvana. Pero conocí a uno que por lo menos era lo bastante social para conversar con Yissun y conmigo. Éste pongyi resultó tan culto que incluso sabía escribir, y me enseñó cómo se escribía en mian. No pudo añadir nada a lo que me habían contado: que la historia antigua de los mian había finalizado en su estómago, pero sabía que la escritura existía en Ava desde hacía menos de doscientos años, fecha en la que el rey de la nación, Kyansitha, había inventado por sí solo el alfabeto.
—El buen rey tuvo cuidado de que ninguna de las letras tuviera una forma angulosa —nos explicó, y las dibujó luego con el dedo sobre el patio polvoriento de su p’hra—. Nuestro pueblo sólo dispone de hojas para escribir, y sólo tiene palos para rascarlas, y los caracteres angulosos podrían romper las hojas. Como veis, todas las letras son redondeadas y el palo corre con facilidad.
—Cazza beta! —exclamé—. ¡Incluso el lenguaje es perezoso!
Hasta entonces había atribuido la lasitud del pueblo mian y su dejadez al clima de Ava, que era realmente opresivo y enervante. Pero el cordial pongyi nos ofreció de modo voluntario la verdad auténtica, asombrosa y terrible sobre los mian. Según dijo habían tomado este nombre cuando llegaron por primera vez a Champa y se asentaron en el país que ahora constituía la nación ava, y esto había sucedido, dijo, hacía sólo unos cuatrocientos años.
—¿De dónde eran originarios? —le pregunté—. ¿De dónde procedían?
—De To-Bhot —contestó.
Bueno, aquello lo explicaba todo sobre los mian. En realidad no eran más que un resto sobrante y desplazado de los desgraciados bho de To-Bhot. Y si los bho eran gente letárgica tanto intelectual como físicamente en el aire puro y estimulante de sus mesetas nativas, no era de extrañar que en las tierras bajas, cálidas y debilitadoras, hubiesen degenerado todavía más, reduciendo su único esfuerzo voluntario a masticar como bueyes y su blasfemia más osada a un «¡madre!», o que incluso la escritura de sus reyes fuera fláccida.
Debo decir, para ser caritativo, que no puede esperarse realmente mucha ambición ni vitalidad en un pueblo que vive bajo un clima tropical en medio de la jungla. Éste pueblo necesitará de toda su voluntad sólo para sobrevivir. Yo mismo no me considero un haragán, pero en Ava me sentía siempre privado de fuerza y de voluntad, e incluso mi Huisheng, normalmente tan activa y viva, empezó a moverse lánguidamente. Yo había conocido el calor en otros lugares, pero nunca uno tan húmedo, pesado y opresivo como el que sentí en Ava. Era como si hubiesen empapado una sábana en agua caliente, me la hubiesen echado por encima de la cabeza y me obligaran no sólo a llevarla sino a respirar a su través, o a intentarlo.
Aquél clima de cloaca era de por sí tormento suficiente, pero además alimentaba otros males, siendo el principal de ellos los animales de la jungla. Durante el día, nuestra barcaza iba río abajo acompañada por una nube espesa de mosquitos. Podíamos alargar el brazo y cogerlos a puñados, y su zumbido combinado era tan fuerte como los ronquidos de las serpientes ghariyal en las orillas fangosas, y sus picadas tan continúas que al final, por suerte, inducían a una especie de sorda indiferencia. Cuando alguno de nuestros hombres se metía en los bajos del río para atrancar la barcaza y pernoctar, salía del agua con las piernas y ropa llenas de tiras negras y rojas, siendo las tiras negras, sanguijuelas largas, viscosas y tenaces que se habían agarrado a su cuerpo a través de la tela misma y chupaban tan ávidamente que les salían por la boca vetas de sangre. Luego en tierra podían atacarnos enormes hormigas rojas o tábanos agresivos, y la picada de estos insectos era tan dolorosa que según nos contaron podía excitar incluso a los elefantes y obligarles a emprender una huida desbocada. La noche no aportaba mucho descanso, porque todo el suelo estaba infestado por una raza diminuta de pulgas que apenas podían verse, que nunca podían cazarse y cuya picada levantaba una enorme ampolla. El humo del incienso de Huisheng nos ofrecía alguna protección contra los insectos voladores nocturnos, y nos tenía sin cuidado que atrajera a una multitud de nat.
Ignoro si se debía al calor, a la humedad, a los insectos o a todas estas miserias juntas, pero mucha gente de aquella jungla padecía enfermedades que al parecer no desembocan nunca en la muerte ni en la curación. (El pueblo de Yunnan llamaba al conjunto de Champa «el Valle de la Fiebre»). Dos de nuestros robustos barqueros mongoles cayeron víctimas de una de estas enfermedades, o quizá de varias, y Yissun y yo tuvimos que relevarlos. Las encías de los dos hombres sangraron y se pusieron tan rojas como las de los masticadores y rumiantes mian, y les cayó gran parte del pelo. La piel empezó a pudrirse debajo de los brazos y entre las piernas, volviéndose verde y desmenuzable, como queso echado a perder. Alguna especie de hongo les atacó los dedos de manos y pies, de modo que las uñas se reblandecieron, se humedecieron, les dolían y sangraban a menudo.
Yissun y yo pedimos a un jefe de poblado mian que nos diera un consejo basado en su propia experiencia, y él nos propuso que friccionáramos pimienta en las llagas. Cuando protesté diciendo que esto les causaría terribles dolores, dijo:
—Amè, desde luego, U Polo. Pero todavía hará más daño al nat de la enfermedad, y quizá el demonio huya.
Nuestros mongoles soportaron bastante estoicamente este tratamiento, pero también el nat lo soportó y los hombres continuaron enfermos y postrados durante todo el trayecto río abajo. Por lo menos, tanto ellos como los demás no contrajimos otra dolencia de la jungla que también me explicaron. Numerosos hombres mian nos confiaron tristemente que habían sido atacados por ella y que siempre la sufrirían. La llamaban koro, y describieron su terrible efecto: un encogimiento repentino, dramático e irreversible del órgano viril, una retracción de este órgano dentro del cuerpo. No pedí más detalles pero no pude dejar de imaginar una posible relación entre este koro de la jungla y el kala-azar transmitido por una mosca que había iniciado la patética disolución de mi tío Mafio.
Yissun, Huisheng, su doncella mongol y yo nos turnamos durante un tiempo cuidando de nuestros dos enfermos. Nuestra experiencia y las observaciones llevadas a cabo hasta aquel momento parecían indicar que las enfermedades de la jungla afectaban únicamente al sexo masculino, y Yissun y yo no nos preocupábamos mucho de nosotros mismos. Pero cuando la doncella empezó a mostrar síntomas de la enfermedad ordené a Huisheng que dejara de cuidarla, que se confinara al extremo más alejado de la barcaza, y que de noche durmiera bien separada de nosotros. Mientras tanto todos nuestros esfuerzos no consiguieron mejorar el estado de los dos hombres. Estaban todavía enfermos, fláccidos y descarnados cuando llegamos finalmente a Pagan, y tuvieron que llevarlos a tierra y ponerlos al cuidado de los chamanes médicos de su ejército. No sé cómo acabaron, pero por lo menos habían sobrevivido y consiguieron llegar hasta allí. La doncella de Huisheng, no.
Al principio su afección parecía idéntica a la de los hombres, pero la había molestado y debilitado mucho más. Supongo que al ser una mujer se sintió de modo natural más asustada y molesta cuando empezó a pudrirse por sus extremidades, debajo de los brazos y entre las piernas. Sin embargo también empezó a quejarse de picazones en todo el cuerpo, cosa que no había afectado a los hombres. Las sentía incluso dentro, y nosotros pensamos que estaba ya delirando. Pero Yissun y yo la desvestimos con cuidado y descubrimos pegados a su piel en diversos lugares una especie de granos de arroz. Cuando intentamos extraerlos descubrimos que los granos eran sólo los extremos que sobresalían, las cabezas o las colas, imposible decirlo, de gusanos largos y delgados que habían excavado profundos agujeros en su carne. Tiramos de ellos y fueron saliendo reluctantemente, y continuaron saliendo palmos enteros de las cosas, como si estuviéramos devanando un hilo de telaraña del pezón hilador del cuerpo de una araña.
La pobre mujer lloraba, gritaba y se retorcía débilmente durante casi todo el tiempo que duró esta operación. Cada gusano no era más grueso que un cordel, pero su longitud alcanzaba fácilmente la de mi pierna, era de color blanco verdoso, viscoso al tacto, difícil de agarrar y resistente a la tracción, y había muchos gusanos, e incluso el endurecido mongol Yissun y yo no pudimos dejar de vomitar violentamente mientras efectuábamos mano a mano la extracción de los gusanos y los echábamos por la borda. Cuando finalizamos la mujer ya no se retorcía: estaba inmóvil y muerta. Quizá los gusanos estaban enmadejados alrededor de sus órganos interiores y al estirarlos habíamos desordenado esas partes y la habíamos matado. Pero me inclino a pensar que murió por el puro horror de aquella experiencia. En todo caso decidimos evitarle más miserias, pues habíamos oído contar que las prácticas funerarias de los mian eran bárbaras; remamos hasta un lugar desierto de la orilla y la enterramos profundamente, fuera del alcance de los gha-riyales y de otros depredadores de la jungla.
Me alegró ver de nuevo al orlok Bayan. Me alegró incluso volver a ver su dentadura. Su horrible brillo de porcelana y oro era bastante más acogedor que los dientes retorcidos y negros de los mian que habíamos visto durante todo el trayecto Irawadi abajo. Bayan era algo más viejo que mi padre y desde nuestra anterior campaña juntos había perdido algo de pelo y engordado de cintura, pero era todavía tan correoso y flexible como su vieja armadura. En aquel momento también estaba ligeramente borracho.
—¡Por Tengri, Marco, te presentas acompañado de mucha belleza, no como antes! —me dijo a gritos, con los ojos clavados en Huisheng que estaba a mi lado.
Cuando la presenté, ella le sonrió algo nerviosamente, porque si bien Bayan estaba sobre el trono del rey de Ava, en la sala del trono del palacio de Pagan, su aspecto no era muy regio. Estaba medio echado y repantigado sobre el trono, sostenía una copa enjoyada, Y tenía los ojos fuertemente inyectados en sangre.
—Encontré la bodega del rey —dijo—. No kumis, ni arkis, sino algo llamado choum-choum. Hecho de arroz, me dijeron, pero creo que en realidad está fabricado con terremotos y avalanchas. ¡Hui, Marco! ¿Recuerdas nuestra avalancha? Toma, bebe un poco.
Chascó los dedos y un criado descalzo y con el pecho desnudo se apresuró a llenarme una copa.
—¿Qué pasó con el rey? —le pregunté.
—Renunció a su trono, al respeto de su pueblo, a su nombre y a su vida —dijo Bayan, lamiéndose los labios—. Era, hasta que huyó, el rey Narasinha-pati. Ahora todos sus antiguos súbditos le llaman despreciativamente Tayok-pyemin, que significa el Rey que Huyó. Nosotros en comparación con él casi les gustamos. El rey huyó hacia Occidente cuando nos acercamos a Pagan, y llegó hasta Akyab, la ciudad portuaria de la bahía de Bengala. Pensamos que tomaría un barco y huiría, pero no hizo más que quedarse en la ciudad, comiendo y pidiendo cada vez más comida. Comió hasta reventar. Una manera extraña de matarse.
—Muy propia de un mian —dije con asco.
—Sí, cierto. Pero él no era mian. La familia real era de raza bengalí, originaria de la India. Por esto pensamos que huiría allí. En todo caso, Ava está ya en nuestras manos, y yo soy el wang en funciones de Ava hasta que Kubilai envíe a su hijo o a alguien que me sustituya permanentemente. Si ves al gran kan antes que yo, dile que envíe a alguien de sangre helada para que pueda resistir este clima infernal. Y que se apresure. Mis sardars están combatiendo ahora al este, en Muang Thai, y quiero irme con ellos.
Nos dieron, a Huisheng y a mí, una gran estancia en el palacio junto con algunos de los antiguos servidores de la antigua familia real, excepcionalmente obsequiosos. Pedí a Yissun que ocupara uno de los muchos dormitorios y que se quedara cerca para hacer de intérprete. Huisheng, que se había quedado sin doncella personal, escogió una nueva doncella de la servidumbre que nos habían asignado, una chica de diecisiete años, de la raza llamada a veces shan y a veces thai. Su nombre era Arun, o Amanecer, y era casi tan bella de rostro como su nueva ama.
La doncella ayudó a Huisheng y a mí a bañarnos juntos varias veces en nuestra sala de baños, que era tan grande y estaba tan bien equipada como un hammam persa, y cuando nos sentimos limpios y libres de las suciedades de la jungla ayudó a vestirnos. Para mí solo había una pieza de brocado de seda que debía enrollar a mi alrededor como una falda. El vestido de Huisheng era más o menos lo mismo, pero le llegaba más arriba y le cubría los pechos. Arun, sin timidez, abrió y enrolló varias veces su única pieza de ropa, no para demostrarnos que no llevaba nada más, sino para enseñarnos cómo debíamos colocar nuestra ropa sin que se cayera. Yo aproveché la ocasión para admirar el cuerpo de la chica, que era tan blanco como su nombre. Huisheng me miró enfadada cuando se dio cuenta, yo sonreí y Arun también lo hizo tapándose la boca. No nos dieron zapatos, ni siquiera zapatillas; todo el mundo en palacio iba descalzo, excepto Bayan quien conservaba sus pesadas botas, y más tarde sólo me puse las botas para salir fuera. Arun nos trajo otro elemento de nuestro tocado: pendientes para los dos. Pero nuestras orejas no tenían los correspondientes agujeros y no pudimos ponérnoslos.
Cuando Huisheng se hubo arreglado el cabello adecuadamente con ayuda de Arun y se hubo prendido unas flores en él, bajamos de nuevo las escaleras, y fuimos al comedor del palacio, donde Bayan había organizado una fiesta de bienvenida en honor nuestro. No estábamos muy acostumbrados a comer al mediodía, la hora de la celebración, pero yo tenía ganas de consumir algo decente después de las duras raciones del viaje, y quedé algo decepcionado cuando vi que nos servían carne negra y arroz púrpura.
—Por Tengri —dije gruñendo a Bayan—. Sabía que los mian se ennegrecían los dientes, pero no me había fijado que su comida fuera también de color negro para conjuntar con su dentadura.
—Comed, Marco —dijo con complacencia—. La carne es de pollo, y los pollos de Ava no sólo tienen el plumaje negro, sino también la piel negra, la carne negra, todo negro excepto los huevos. No os importe el aspecto del ave, está cocida con leche de nuez índica, y es deliciosa. El arroz no es más que arroz, pero en este país crece con colores chillones: índigo, amarillo, rojo brillante. Hoy toca púrpura. Es bueno. Comed. Bebed.
Y con su propia mano sirvió a Huisheng un vaso alto de licor de arroz.
Comimos, y el banquete fue excelente. En aquel país no había, ni siquiera en el palacio de Bayan, nada parecido a las tenacillas ágiles ni a cualquier instrumento de mesa. Se comía con los dedos, como habría comido de todos modos Bayan, quien estaba sentado tomando alternativamente puñados de comida de colores y grandes tragos de choum-choum. Huisheng y yo tomamos sólo sorbitos, porque era muy fuerte. Conté a Bayan nuestras aventuras en el Irawadi y el considerable desprecio que me habían inspirado los habitantes de Ava.
—En la llanura del río, sólo visteis a los mal nacidos mian —dijo Bayan—. Pero quizá ni ellos mismos os habrían inspirado tanta repulsión si hubieseis pasado por las regiones montañosas y hubierais visto a los verdaderos aborígenes de estas tierras. Los padaung, por ejemplo. A sus hembras les ponen de niñas un anillo de bronce alrededor del cuello, luego otro anillo encima del primero, y otro y otro, hasta que al llegar a la edad adulta su cuello, embutido dentro de los anillos, es tan largo como el de un camello. O el pueblo moi. Sus mujeres se abren agujeros en los lóbulos de las orejas y colocan entre ellos ornamentos cada vez mayores, hasta que los lóbulos quedan tan distendidos que parecen argollas y pueden sostener un plato. Vi a una mujer moi con lóbulos tales que tenía que pasar los brazos a su través para apartarlos del camino.
Supuse que Bayan estaba barboteando como los borrachos, pero le escuché respetuosamente. Y más tarde cuando vi ejemplares reales de estas tribus bárbaras en las calles de la misma Pagan comprendí que había contado la pura verdad.
—Todos éstos son campesinos —continuó diciendo—. Los habitantes de las ciudades constituyen una mezcla de mejor calidad. Algunos son aborígenes de paso y mian, y unos cuantos inmigrantes indios, pero la mayoría pertenece al pueblo llamado myama , más civilizado y culto. Desde hace tiempo este pueblo constituye la nobleza y las clases superiores de los ava, y es muy superior a todos los demás. Los myama han tenido incluso el buen sentido de no coger a sus vecinos inferiores como sirvientes o esclavos. Para ello han emprendido siempre campañas bélicas y han cogido a los shan, a los shan o a los thai, si así lo preferís, porque son mucho más hermosos, limpios e inteligentes que las razas locales minoritarias.
—Sí, acabo de conocer a una thai —dije, y puesto que Huisheng no podía oírme ni protestar, añadí—: Una chica thai realmente magnífica.
—Vine a Ava por culpa de ellos —dijo Bayan. Yo ya lo sabía pero no le interrumpí—. Son un pueblo valioso. Un pueblo que vale la pena conservar. Y últimamente un número excesivo de ellos ha abandonado nuestros dominios y ha huido a la nación que llaman Muang Thai, el País de los Libres. El kanato quiere que continúen siendo shan y que no se conviertan en thai. Es decir, no quiere que sean libres, sino que permanezcan siendo súbditos del kanato.
—Comprendo el punto de vista del kanato —dije—. Pero si hay realmente un país entero lleno de gente tan hermosa, yo preferiría que este país continuara existiendo.
—Bueno, puede continuar existiendo con tal de que sea nuestro. Me conformé con tomar la capital, un lugar llamado Chiang-Rai, y aceptar la rendición de su rey, y no pienso asolar el resto del país. Quiero que sea una fuente permanente de los mejores esclavos, para servir y adornar el resto del kanato. Hui! Pero basta ya de política. —Apartó con el brazo su plato todavía lleno, se lamió abyectamente los labios y dijo—: Aquí viene el dulce que corona nuestra comida. El durian.
Fue otra dudosa sorpresa. El dulce parecía un melón con una corteza armada de pinchos, pero cuando el mayordomo de mesa lo cortó, vi que tenía en su interior grandes semillas, como huevos de gallina, y el olor que brotó de allí casi me tiró de la mesa.
—Sí, sí —dijo Bayan con tozudez—. No es preciso que os quejéis: estoy ya enterado del hedor. Pero esto es un durian.
—¿La palabra significa carroña? Porque huele igual.
—Es el fruto del árbol durian. Tiene el olor más repelente de cualquier fruto, y el gusto más cautivador. Ignorad el hedor y comed.
Huisheng y yo nos miramos, y ella parecía tan afligida como lo parecía probablemente yo. Pero el varón ha de demostrar valor ante su hembra. Cogí una rebanada de aquel fruto de color de crema y procurando no inhalar le di un mordisco. Bayan tenía otra vez razón. El durian tenía un gusto distinto a todo lo que había comido hasta entonces y a todo lo que comí después. Todavía puedo sentir su sabor, pero ¿cómo describirlo? Era como natillas de crema y mantequilla con sabor a almendras, pero este gusto iba acompañado por indicios de otros sabores, muy inesperados: vino, queso e incluso chalotes. No era dulce ni jugoso, como un melón hami, ni un refresco ácido como un sorbete, pero compartía estas cualidades y si uno podía soportar y superar su olor a podrido, el durian era una novedad muy deliciosa.
—Muchas personas se convierten en fanáticas del durian —dijo Bayan. Sin duda él era una de ellas, porque se estaba dando un atracón, y hablaba con la boca llena—. Odian el horrible clima de Champa, pero se quedan sólo por el durian, porque no crece en ninguna parte excepto en este rincón del mundo. —De nuevo estaba en lo cierto. Tanto Huisheng como yo nos convertiríamos en ardientes partidarios de aquella fruta—. Y es más que refrescante y más que deliciosa. Incita y excita otros apetitos. Hay un refrán en Ava: cuando el durian cae las faldas se levantan.
Esto era también correcto, como Huisheng y yo comprobaríamos después.
Cuando todos nos hubimos saciado del fruto, Bayan se recostó en su asiento, se limpió la boca con la manga y dijo:
—Bien. Me gusta teneros aquí, Marco, sobre todo cuando llegáis tan bellamente acompañado. —Alargó el brazo para tocar la mano de Huisheng—. Pero ¿cuánto tiempo vais a quedaros? ¿Qué planes tenéis?
—No tengo ninguno —respondí—. Porque ya os he entregado las misivas del gran kan. Pero prometí a Kubilai que le llevaría un recuerdo de esta nueva provincia suya. Algo único y propio de este lugar.
—Hum —dijo Bayan reflexionando—. De momento lo único que se me ocurre es un cesto de durianes, pero se echarían a perder por el camino. Bien, el día está ya declinando y el fresco invita a dar un paseo. Coged a vuestra buena señora y a vuestro intérprete y daos una vuelta por Pagan. Si algo excita vuestra fantasía, vuestro es.
Le di las gracias por la generosa oferta. Al levantarnos Huisheng y yo para salir, añadió:
—Cuando anochezca volved al palacio. Los myama son grandes aficionados a las representaciones, y muy hábiles, y una compañía de comediantes ha estado representando cada noche para mí en la sala del trono una obra muy interesante. No entiendo ni jota, claro, pero puedo aseguraros que no son historias triviales. Estamos ya en la octava noche, y los actores están muy excitados porque llegarán a las escenas cruciales de la obra dentro de dos o tres noches.
Cuando Yissun se unió a nosotros iba acompañado por el pongyi jefe de palacio, con su ropa amarilla. Aquél anciano caballero tuvo la bondad de pasear con nosotros y hablando a través de Yissun explicó muchas cosas que no hubiésemos comprendido, y yo pude transmitir sus explicaciones a Huisheng. El pongyi empezó dirigiendo nuestra atención al exterior del mismo palacio. Era una aglomeración de edificios de dos y tres pisos, casi de igual extensión y magnificencia que el palacio de Kanbalik. Estaba construido más o menos según el estilo han de arquitectura, pero yo diría que mostraba una esencia muy refinada del estilo han. Las paredes, columnas, dinteles y elementos parecidos estaban labrados, esculpidos, retorcidos y afiligranados como los de los han, pero con más delicadeza. Me recordaron los encajes de reticella de Burano, en Venecia. Y las líneas de los tejados en espinazo de dragón en lugar de curvarse hacia arriba con una curva suave, se levantaban de modo más agudo apuntando hacia el cielo.
El pongyi puso la mano sobre un muro exterior finamente acabado y me preguntó si podía decirle de qué estaba hecho. Yo dije asombrado:
—Parece hecho de una única y enorme pieza de piedra. Una pieza del tamaño de una peña.
—No —tradujo Yissun—. El muro es de ladrillo; está formado por una multitud de ladrillos separados, pero hoy en día nadie sabe cómo se construyó. Se levantó hace mucho tiempo, en la época de los artesanos cham, quienes tenían un proceso secreto que les permitía cocer de algún modo los ladrillos después de colocar las hileras y conseguir así el efecto de una cara de piedra lisa e ininterrumpida.
Luego nos llevo a un patio interior con jardín, y nos pregunto si podíamos decir qué representaba. Era cuadrado, tan grande como una plaza de mercado, y bordeado con parterres de flores, pero en su interior tenía un prado de césped bien cuidado. Debería especificar que el prado estaba formado por dos variedades diferentes de hierba, una de color verde pálido, la otra muy oscura, y las dos variedades estaban plantadas en cuadrados alternos más pequeños formando una especie de tablero. Lo único que pude aventurar fue:
—Es de adorno. ¿Qué más puede representar?
—Es también útil, U Polo —dijo el pongyi—. El Rey Que Huyó era un gran aficionado al juego llamado Min Tranh. Min en nuestro idioma significa rey, Tranj significa guerra, y…
—¡Claro! —exclamé—. Es lo mismo que la Guerra del Shahi. O sea que forma un inmenso tablero para jugar al aire libre. Sin duda el rey disponía de piezas de juego de su misma talla.
—Las tenía: súbditos y esclavos. Para los juegos de cada día, él mismo representaba a uno de los min y un cortesano favorito era su contrincante. Los esclavos se ponían las máscaras y trajes de las otras piezas: el general de cada bando, los dos elefantes de cada bando, jinetes, guerreros y peones. Luego los dos min dirigían el juego y cada pieza perdida se perdía al pie de la letra. Amé! La sacaban del tablero y la decapitaban: allí, entre las flores.
—Porco Dio —murmuré.
—Sin embargo si el min, me refiero al rey real, se enfadaba con algún cortesano o con más de uno, los obligaba a ponerse los trajes de los peones de primera fila. En cierto modo era un trato más misericordioso que ordenar pura y simplemente su decapitación, pues les quedaba alguna esperanza de sobrevivir al juego y de conservar sus cabezas. Pero es triste decir que en tales ocasiones el rey jugaba sin ningún cuidado y no era corriente que los parterres floridos, amé!, dejaran de regarse abundantemente con sangre.
Pasamos el resto de la tarde paseando entre los templos ph’ra de Pagan, aquellos edificios circulares construidos como enormes campanitas. Creo que un explorador realmente devoto podría pasar su vida entera vagando entre los templos, sin acabar nunca de verlos todos. La ciudad podía haber sido el taller de alguna deidad budista encargada de la construcción de aquellos templos de formas extrañas, porque sus mangos campanario formaban un auténtico bosque que sobresalía por encima de la llanura del río y se extendía por una distancia de unos veinticinco lis arriba y abajo del río Irawadi, adentrándose por la llanura seis o siete lis a ambos lados del río. Nuestro guía pongyi nos contó orgulloso que había más de mil trescientos p’hra, cada uno atiborrado de imágenes, y todos rodeados por una veintena o más de monumentos menores, estatuas de ídolos y columnas esculpidas que él llamaba thupo.
—Prueba —dijo— de la gran santidad de esta ciudad y de la Piedad de todos sus habitantes, pasados y presentes, que construyeron estos edificios. Los ricos financian su erección y los pobres consiguen trabajo pagado en las obras, y ambas clases pueden ganarse un mérito eterno. O sea que aquí en Pagan es imposible mover una mano o un pie sin tocar algún objeto sagrado.
Pero no pude dejar de observar que sólo una tercera parte de los edificios y monumentos parecían en buen estado, y que el resto presentaba variados aspectos de decrepitud. Cuando llegó el breve crepúsculo tropical y las campanas de los templos repicaron por toda la llanura llamando a los fieles de Pagan, éstos se dirigieron a los pocos p’hra que estaban en buen estado, mientras que los muchos templos hundidos o medio derrumbados salieron aleteando largas procesiones de murciélagos como penachos de humo negro sobre el cielo púrpura. Comenté que al parecer la piedad local no incluía la preservación de lo sagrado.
—Bueno, U Polo —dijo el viejo pongyi, con un toque de aspereza en la voz—. De hecho nuestra religión confiere un gran mérito a quienes construyen monumentos sagrados, y poco a quienes los reparan. Y aunque un noble o un mercader ricos quisieran malgastar sus méritos en una actividad de este tipo, los pobres no estarían dispuestos a hacer el trabajo. Como es lógico preferirían construir un thupo, aunque fuera pequeño, que reparar un gran p’hra.
—Entiendo —dije secamente—. Una religión con un concepto claro de los negocios.
Cuando la noche se precipitó sobre nosotros emprendimos el intrincado camino de regreso al palacio. Habíamos seguido el consejo de Bayan y hecho nuestro paseo en la hora más fresca del día, fresca para lo acostumbrado en Ava. Sin embargo Huisheng y yo nos sentimos bastante sudorosos y llenos de polvo cuando volvimos a casa, y decidimos no responder a la invitación que nos hizo Bayan de acompañarle en la sesión nocturna de la interminable obra de teatro que estaban representando para él. Fuimos directamente a nuestra estancia y ordenamos a la doncella thai, Arun, que nos preparara otro baño; cuando la inmensa bañera de teca estuvo llena de agua, perfumada con hierba de miada y endulzada con azúcar de gomuti, nos quitamos los dos nuestras sedas y nos metimos juntos en el baño.
La doncella, mientras agarraba los paños para lavar, los ungüentos y las pequeñas vasijas con jabón de aceite de palma, me señaló con el dedo, sonrió y dijo:
—Kublau —luego sonrió de nuevo, señaló a Huisheng y dijo—: Saongam.
Más tarde preguntando a otros que hablaban thai me enteré de que me había llamado «guapo» y a Huisheng «radiante belleza». Pero en aquel momento sólo pude arquear las cejas y lo mismo hizo Huisheng, porque Arun se quitó su propia ropa enrollada y se dispuso a meterse en el agua caliente con nosotros. Al ver la doncella que intercambiábamos miradas algo sorprendidas y perplejas, se detuvo y ejecutó una elaborada pantomima de explicación. Sin duda hubiese sido incomprensible para la mayoría de extranjeros, pero Huisheng y yo éramos expertos en el lenguaje de los gestos y conseguimos comprender que la chica estaba excusándose por no haberse desnudado con nosotros durante nuestro baño anterior. Nos explicó que en aquella ocasión íbamos simplemente «demasiado sucios» y que no nos pudo atender desnuda, como debía. Si le perdonábamos aquel anterior fallo de participación, ahora nos atendería del modo adecuado. Mientras decía esto se deslizó dentro de la bañera, con su equipo de baño, y empezó a enjabonar el cuerpo de Huisheng.
Otras criadas nos habían atendido a menudo en el baño y como es lógico a menudo me habían bañado a mí criados de mi propio sexo, pero aquélla era la primera ocasión en que una criada se bañaba con nosotros. Bueno, otras tierras, otras costumbres, o sea que nos limitamos a intercambiar una mirada ligeramente divertida. ¿Qué mal había en ello? Desde luego la participación de Arun no tenía nada de desagradable, muy al contrario, en mi opinión, porque era una persona hermosa, y no me importaba en absoluto estar en compañía de dos mujeres bellas y desnudas de razas diferentes. Arun era una muchacha, pero tenía más o menos la misma talla que Huisheng, ya una mujer, y su figura era muy similar, algo infantil, con pechos como capullos, nalgas pequeñas y bien delineadas, etcétera. Se diferenciaba principalmente en que su piel tenía un color más amarillo cremoso, el color de la carne de durian y sus «pequeñas estrellas» tenían color de cervato y no de rosa, y sólo presentaba un amago de pelo corporal, justamente a lo largo de la línea donde se unían los labios de sus partes rosadas.
Puesto que Huisheng no podía hablar, y que a mí no se me ocurría nada pertinente que decir, los dos estábamos callados, y yo me quedé sentado empapándome en el agua perfumada, mientras, al otro extremo de la bañera, Arun limpiaba a Huisheng y charlaba al mismo tiempo alegremente. Supongo que aún no se había dado cuenta de que Huisheng era sordomuda, porque era evidente que Arun estaba aprovechando la oportunidad para enseñarnos unos rudimentos de su propio lenguaje. Tocaba a Huisheng en un lugar, luego en otro dejando pequeñas huellas de jabón, y pronunciaba las palabras thai correspondientes a estas partes del cuerpo; luego se tocaba a sí misma en los mismos lugares y repetía las palabras.
La mano de Huisheng era mu, y cada dedo niumu, al igual que las partes correspondientes de Arun. La fina pierna de Huisheng era khaa, y su esbelto pie tau, y cada dedo del pie, como una perla, era niutau, y lo mismo en Arun. Huisheng sonreía tolerantemente mientras la chica le tocaba el pom, el kiu y el jamo, su pelo, cejas y nariz, y soltó una risa silenciosa de apreciación cuando Arun tocó sus labios, baá, y luego hizo pucheros con los suyos como si fuera a besar diciendo «jup». Pero los ojos de Huisheng se abrieron algo más cuando la chica le tocó los pechos y los pezones dejando en ellos marcas de jabón y los identificó llamándolos nom y kuanom. Y luego Huisheng enrojeció bellamente porque sus estrellitas parpadearon y se levantaron erectas a través de las burbujas, como si se alegraran de tener un nuevo nombre, kuanom. Arun al verlo rió también en voz alta y en demostración de simpatía jugó con sus propios kuanom hasta que alcanzaron la prominencia de los de Huisheng.
Luego señaló la diferencia entre sus cuerpos que ya había notado. Indicó que tenía muy poco pelo allí, pelo que recibía el nombre de moè, mientras que Huisheng no tenía ninguno. Sin embargo, agregó, tenían una cosa en común allí abajo, y se tocó primero sus partes rosadas y luego las de Huisheng persistiendo ligeramente en el toque, y dijo en voz baja «hü». Huisheng dio un pequeño salto que hizo ondular el agua de la bañera, me miró interrogativamente y luego miró de nuevo a la chica, que respondió a su mirada con una sonrisa abiertamente provocadora y desafiante. Arun se movió en el agua para ponerse cara a mí, como si solicitara mi aprobación para su descaro, señaló mi correspondiente órgano y dijo riendo: «kue».
Creo que el comportamiento desenvuelto e irreprensible de Arun había divertido a Huisheng sin ofenderla. Quizá al sentir aquel toque final que era una caricia franca, sintió sólo un poco de aprensión por su poder. Pero ahora se puso de parte de la chica y me señaló alegremente con el dedo, llegando mi turno de sonrojarme, porque los anteriores acontecimientos habían excitado vigorosamente mi kue y estaban en flagrante evidencia. Quise cubrirlo avergonzado con un paño de lavarse, pero Arun me lo impidió y se apoderó de mí con una mano jabonosa, repitiendo «kue», mientras con la otra mano bajo el agua continuaba acariciando la parte correspondiente de Huisheng y decía de nuevo «híi». Huisheng continuó riendo silenciosamente, sin importarle nada, como si la situación empezara a darle placer. Luego Arun soltó brevemente a los dos, dijo alegremente «aukan!» y dio una palmada con las dos manos para indicarnos lo que estaba sugiriendo.
Huisheng y yo no habíamos tenido ocasión de disfrutar el uno del otro durante nuestro viaje de Bhamo a Pagan, ni las circunstancias nos lo hicieron desear mucho. Ahora estábamos más que preparados para recuperar este tiempo perdido, pero no hubiésemos soñado nunca con pedir la ayuda de nadie para hacerlo. No habíamos necesitado antes ninguna ayuda, ni tampoco la necesitábamos entonces, pero decidimos aceptarla y disfrutarla. Quizá lo hicimos simplemente porque Arun se mostraba tan vivaz y deseosa de ayudarnos, o quizá porque estábamos en un país nuevo y exótico, y queríamos aceptar las nuevas experiencias que nos ofrecía. O quizá el durian y sus supuestas propiedades hicieron algún efecto.
Dije que no hablaría de ninguna de las actividades privadas entre Huisheng y yo, y tampoco ahora voy a tocar el tema. Sólo señalaré que aquella noche no nos comportamos exactamente como yo y las mellizas mongoles nos habíamos comportado mucho tiempo antes. En esta ocasión, la chica adicional actuó principalmente como casamentera muy activa, e instructora y manipuladora de nuestras varias partes, enseñándonos unas cuantas cosas que sin duda eran métodos aceptados entre su gente pero nuevos para nosotros. Entonces pensé que no era extraño el nombre de thai aplicado a su pueblo, que significa Libre. Sin embargo, Huisheng o yo, y normalmente los dos a la vez, disponíamos siempre de alguna parte no ocupada con la cual podíamos dar también placer a Arun, y sin duda a ella le gustaba, porque con frecuencia ronroneaba o exclamaba «aukan!, aukan!» y «saongam!» y «chan pom rak kun!» que significa «os amo a los dos» y «chakati pasad!» de cuyo significado no voy a hablar.
Hicimos aukan una y otra vez, los tres, la mayoría de las noches que Huisheng y yo pasamos en el palacio de Pagan, y a menudo lo hicimos también en otros días, cuando el calor apretaba demasiado y no podíamos hacer nada útil al aire libre. Pero recuerdo sobre todo aquella primera noche, y recuerdo también todas las palabras thai que Arun me enseñó, y no por lo que hicimos, sino porque tiempo después tuve ocasión de recordar una cosa que aquella noche me había pasado por alto.
Unos días después Yissun me dijo que acababa de descubrir los establos reales del antiguo rey de Ava, a una cierta distancia de palacio y me preguntó si quería visitarlos. A primeras horas de la mañana siguiente, antes de que el calor del día apretara, él, Huisheng y yo nos dirigimos allí en palanquines transportados por esclavos. El mayordomo de los establos y sus ayudantes estaban orgullosos de sus pupilos kuda y gajah, los caballos y elefantes reales, les tenían cariño y estaban ansiosos por enseñárnoslos. Huisheng conocía ya los caballos y nos limitamos a admirar los mejores corceles kuda mientras pasábamos por sus suntuosas residencias, pero nos detuvimos más tiempo en el patio que contenía los establos de los gajah, porque Huisheng no había tenido todavía ocasión de acercarse a ningún elefante.
Era evidente que los grandes elefantes no habían trabajado mucho desde que el rey había huido montado en una de sus hermanas, y los mozos de establo asintieron con placer, cuando a través de Yissun les pregunté si podíamos montar en un gajah.
—Éste —indicaron mientras sacaban a un enorme ejemplar—. Podéis disfrutar del raro honor de montar en un elefante sagrado blanco.
Estaba espléndidamente enjaezado con manto de seda y cofia enjoyada, arneses con perlas y haudat de teca ricamente labrada y dorada, pero como ya me habían contado hacía tiempo, el elefante blanco no era todo blanco. Tenía sobre su piel arrugada y de color gris pálido algunas zonas de color vagamente parecido al de la carne humana, pero el mayordomo y los mahawats nos contaron que el apelativo «blanco» ni siquiera se refería a esto: «blanco» aplicado a elefantes sólo significaba «especial, distinto, superior». Señalaron algunos rasgos de aquel ejemplar que permitían a una persona conocedora de elefantes situarlo muy por encima de la clase ordinaria.
—Observad —dijeron— la bella curvatura hacia adelante de sus patas delanteras, y la inclinación pronunciada que presenta su grupa por detrás, y la gran papada que le cuelga del pecho. Pero la demostración inconfundible de que es un animal digno de recibir el trato de un sagrado elefante blanco la tenéis aquí —nos dijeron llevándonos a contemplar la cola del animal.
Aquél animal, además de tener el habitual penacho cerdoso de pelos en la punta de la cola, tenía también una franja de pelos a ambos lados del apéndice.
Quise demostrar mi experiencia y facilidad de trato con aquellos animales, exhibiéndome como suelen hacer los hombres ante su pareja, y dije a Huisheng que se apartara y que mirara. Pedí a uno de los mahawat su gancho ankus y di un golpe con él al elefante en el lugar adecuado de su trompa: él la dobló obedientemente formando un estribo, la bajó, puse el pie encima y la trompa me levantó hasta la nuca del animal. Debajo Huisheng bailaba y aplaudía con admiración, como una niña excitada, y Yissun exclamaba más tranquilamente: «Hui!, hui!». El mayordomo y los mahawats vieron que trataba bien al elefante sagrado, y moviendo las manos indicaron que lo podía llevar sin vigilancia. Hice una seña a Huisheng, ordené al elefante que hiciera con la trompa otro estribo y ella fue izada a bordo conmigo mientras manifestaba con bellos movimientos una ansiedad fingida. La ayudé a entrar en la haudat, hice dar la vuelta al elefante tocándole una oreja con el ankus, y luego golpeé el punto de marcha recta sobre su nombro. Partimos con paso rápido y agradable balanceo para dar un paseo más allá de los innumerables p’hra de la ribera, siguiendo las avenidas bordeadas con árboles banyan de la orilla del Irawadi, a cierta distancia de la ciudad.
Cuando el elefante empezó a hacer ruidos de aspiración con la nariz, supuse que estaba oliendo a los ghariyals que tomaban el sol en los bajíos del río, o quizá a un tigre que acechaba entre la serpenteante espesura de los banyanes. No me apetecía poner en peligro a ningún elefante blanco sagrado, además el día se estaba calentando, o sea que di la vuelta al animal y nos dirigimos a los establos, cubriendo los lis finales con una emocionante y desbocada carrera. Mientras ayudaba a Huisheng a descender de la haudat di las gracias efusivamente a los cuidadores y pedí a Yissun que les tradujera todas mis palabras. Huisheng dio las gracias en silencio, pero con gracia consumada, haciendo a cada uno de los hombres el wai, el gesto de unir las palmas y acercarlas al rostro con una ligera inclinación de la cabeza, gesto que le había enseñado Arun.
Mientras volvíamos al palacio, Yissun y yo discutimos la posibilidad de que le llevara un elefante blanco a Kanbalik, como el regalo excepcional que yo había prometido al gran kan. Estuvimos de acuerdo en que era un recuerdo característico de las tierras de Champa, raro incluso en el país. Pero luego pensé que la tarea de trasladar a un elefante a través de siete mil lis de terreno difícil era mejor dejarla para héroes como Aníbal de Cartago, o sea que abandoné fácilmente la idea cuando Yissun observó:
—Francamente, hermano mayor Marco, yo sería incapaz de distinguir a un elefante blanco de cualquier otro, y dudo que el kan Kubilai pudiera hacerlo; además él tiene ya muchos elefantes.
Sólo era mediodía; pero Huisheng y yo volvimos a nuestra estancia y ordenamos a Arun que nos preparara un baño para quitarnos el olor a elefante. (En realidad no es un olor nada desagradable; imaginad el aroma de un buen saco de cuero lleno de heno dulce). La doncella se dispuso a llenar la bañera de teca con alegría y presteza, y se desnudó al mismo tiempo que nosotros. Pero cuando Huisheng y yo estábamos ya en el agua, y Arun estaba sentada en el borde de la bañera a punto de deslizarse entre nosotros, la detuve un momento. Sólo quería hacer una pequeña broma, porque cada uno se comportaba ya con toda libertad y comodidad en presencia de los otros dos, e incluso habíamos empezado a comunicarnos con alguna facilidad. Separé suavemente las rodillas de la chica, alargué la mano entre sus piernas y con la punta de un dedo recorrí ligeramente el rastro de pelo suave que bordeaba el cierre de sus partes rosadas, mientras le hacía notar a Huisheng.
—Mira, la cola del elefante blanco sagrado.
Huisheng se disolvió en una carcajada silenciosa, y Arun se miró allí abajo bastante preocupada intentando descubrir qué problema tenía su cuerpo. Pero cuando, con bastante más dificultad, le hube traducido la broma, Arun también estalló en una carcajada de aprobación. Probablemente fue el primer caso de la historia humana, y quizá el último, de una mujer aceptando con buen humor que se la comparara con un elefante. Entonces Arun, en vez de llamarme U Marco como antes, empezó a llamarme U Saathvan Gajah. Al final me dijo que aquello significaba «U Elefante de Sesenta Años», y lo acepté de buen humor, porque según me explicó era el mayor cumplido posible. Dijo que en Champa un elefante macho de sesenta años representaba el punto culminante de fuerza, virilidad y poderes masculinos.
Unas noches después, Arun nos trajo algunos objetos para enseñarlos: les llamó «mata ling», que significa «cascabeles del amor», y añadió con una sonrisa maliciosa «aukan», por lo que supuse que quería introducir aquellos objetos en nuestras diversiones nocturnas. Nos enseñó un puñado de mata ling, y me parecieron cascabeles de camello, cada uno del tamaño de una nuez, fabricados con una buena aleación de oro. Huisheng y yo tomamos uno, y al sacudirlo oímos sonar o tintinear suavemente alguna bolita de su interior. Sin embargo aquellos objetos no tenían aberturas que permitieran sujetarlas a la ropa ni a los arneses de los camellos ni a nada semejante, y no pudiendo descubrir su utilidad nos quedamos mirando a Arun, desconcertados, esperando más explicaciones.
Necesitamos bastante tiempo, con muchas repeticiones y numerosas dudas por resolver. Pero finalmente Arun explicó, gracias a pronunciar varias veces la palabra «kue» con varios gestos, que los mata ling estaban destinadas a implantarse bajo la piel del órgano masculino. Cuando llegué a entender esto me puse a reír porque pensé que bromeaba. Pero luego me di cuenta de que la chica hablaba en serio, y emití varias expresiones de indignación, consternación y horror. Huisheng hizo gestos para que callara y me calmara y dejara que Arun continuara con su explicación. Así lo hizo, y creo que de todas las curiosidades que encontré en mis viajes los mata ling fueron sin duda las más sorprendentes.
Arun dijo que los inventó una myama reina de Ava, hacía mucho tiempo, cuyo marido y rey había desarrollado la lamentable inclinación de preferir la compañía de los chicos. La reina hizo construir varios mata ling de latón, abrió luego secretamente la piel del kue del rey, sin que Arun nos explicara cómo, puso algunas campanitas dentro y cosió de nuevo. A partir de entonces el rey ya no pudo penetrar los pequeños orificios de los niños con su órgano tan aumentado, y tuvo que conformarse con el receptáculo hui de su reina, más acogedor. Las demás mujeres de Ava se enteraron de esto, sin que Arun nos explicara tampoco cómo, y persuadieron a sus hombres para que siguieran el ejemplo real. Con lo cual tanto los hombres como las mujeres de Ava descubrieron no sólo que estaban a la moda, sino que habían aumentado infinitamente sus placeres mutuos, porque los hombres tenían una circunferencia prodigiosamente superior a la de antes, y las vibraciones de los mata ling proporcionaban una sensación nueva e inefable a la pareja en el acto del aukan.
Según dijo Arun los mata ling se continuaban fabricando en Ava sólo en Ava, y los fabricaban algunas viejas que sabían implantarlos de modo seguro y sin dolor en los lugares más efectivos del kue. Los hombres que podían permitirse un cascabel, se hacían implantar por lo menos uno, y los más pudientes acababan llevando un kue que valía más y pesaba más que el dinero de su bolsa. Nos dijo Arun que un anterior amo suyo, un myama, tenía el kue como una porra de madera llena de nudos, incluso en reposo, y cuando se empinaba: «Amè!». Agregó que los cascabeles del amor habían experimentado algunas mejoras en los siglos transcurridos desde su invención por la reina. En primer lugar los médicos de Ava habían decretado que se fabricaran de oro incorruptible y no de latón, para que no provocaran infecciones debajo de la delicada piel del kue. Además, las viejas fabricantes de cascabeles habían inventado un uso nuevo y muy picante para los mata ling.
Arun nos lo demostró. Algunos de aquellos pequeños objetos eran sólo cascabeles o sonajas, como habíamos visto, y las bolas de su interior sólo vibraban cuando se sacudían. Sin embargo Arun nos enseñó otro tipo que también permanecía inerte cuando estaba sobre la mesa. Pero luego nos puso uno de estos cascabeles en la palma de la mano y cerró los dedos a su alrededor. Huisheng y yo tuvimos un sobresalto de asombro cuando al cabo de un momento el calor de nuestras manos pareció conferir vida a los pequeños objetos de oro, como si fueran huevos a punto de abrirse, y empezaron por sí solos a estremecerse y retorcerse.
Éste nuevo y superior tipo de mata ling, dijo Arun, contenía algún ser o sustancia inmortal, cuya identidad las viejas no habían querido revelar nunca, que normalmente dormía tranquilo en su pequeño caparazón de oro debajo de la piel del kue del hombre. Pero cuando el hombre metía su kue en el hiì de una mujer, el durmiente secreto se despertaba, empezaba a moverse, y según afirmó ella solemnemente el hombre y la mujer podían quedarse juntos e inmóviles, totalmente quietos, y gracias a la acción de este activo cascabel del amor, podían disfrutar de todas las sensaciones: la excitación creciente y el estallido final de placer en la consumación. En otras palabras podían hacer ukan, una y otra vez, sin hacer personalmente ningún esfuerzo.
Cuando Arun hubo concluido, jadeando casi por los esfuerzos que le había costado la explicación, me di cuenta de que ella y Huisheng se habían quedado mirándome especulativamente. Yo dije en voz bien alta «¡No!», y lo repetí varias veces y en diferentes idiomas, incluyendo el de los gestos enfáticos. La idea de utilizar los mata ling en el aukan era intrigante, pero yo no estaba dispuesto a deslizarme por la puerta trasera de un callejón apartado de Pagan y permitir que una bruja harapienta se entrometiera con mi persona, y dejé esto tan claro como pude.
Huisheng y Arun fingieron mirarme decepcionadas y distantes, pero en realidad se estaban aguantando la risa que les causaba la vehemencia de mi negativa. Luego se miraron un instante, como preguntándose «¿Quién de nosotras debe hablar?», y Arun asintió ligeramente con la cabeza como diciendo que Huisheng se podía comunicar más fácilmente conmigo. Huisheng me explicó que la única función de los mata ling era ponerlos dentro del hit femenino junto con el kue masculino, no necesariamente formando parte de él. ¿Me importaría probar el experimento, preguntó con gran delicadeza (y no poco regocijo), haciendo únicamente lo que hacíamos de costumbre, pero permitiendo que ella y Arun introdujeran dentro suyo los cascabeles del amor?
Bueno, como es lógico no podía objetar nada contra esto, y antes de que pasara la noche sentí ya un gran cariño y entusiasmo por los mata ling, y lo propio les pasó a Huisheng y a Arun. Pero de nuevo voy a correr sobre este punto la cortina de la intimidad. Sólo voy a decir que consideré un valioso invento los cascabeles del amor y que Huisheng y Arun estuvieron de acuerdo conmigo, hasta el punto que me vino de modo natural la idea de escoger estos objetos como el «regalo excepcional» para Kubilai. Pero no acabé de tomar una decisión definitiva al respecto. No era fácil acercarse al kan de todos los kanes, al soberano más poderoso del mundo entero, que era además un anciano y digno caballero, y proponerle que aceptara introducir ciertas «mejoras» en su venerable órgano…
No, realmente no se me ocurría ninguna manera de presentar el regalo de los mata ling sin que causara una afrenta inmediata, o una reacción de resentimiento y quizá de indignación. Sin embargo al siguiente día se me quitó un peso de encima cuando me dieron una idea muy atractiva, que adopté inmediatamente. Una cosa única es algo de un solo tipo, y por lo tanto es imposible que algo sea «más único» que otra cosa. Pero si el fruto del dudan era único a su manera, y lo mismo era un elefante blanco, y también eran únicos los cascabeles del amor, o mata ling, esta nueva idea era única entre las cosas únicas.
Quien metió la idea en mi cabeza fue el anciano pongyi de palacio. Él, yo, Huisheng y Yissun estábamos paseando de nuevo por Pagan, mientras él se extendía en alabanzas sobre el panorama que contemplábamos. Aquél día nos condujo al p’hra más grande, más sagrado y de más estima de todo Ava. No sólo contenía una de aquellas construcciones en forma de campanita, sino que era un templo enorme, bello y realmente magnífico, blanco y deslumbrador, como un edificio hecho de espuma, si es posible imaginar un montón de espuma tan grande como la basílica de San Marcos, intrincadamente esculpido y techado con oro. Se llamaba Ananda, palabra que significa «Felicidad Infinita», que había sido también el nombre de uno de los discípulos de Buda en vida suya. El pongyi contó, mientras nos mostraba el interior del templo, que Ananda había sido el discípulo más amado de Buda, como Juan lo fue de Jesús.
—Eso era el relicario del diente de Buda —dijo el pongyi, mientras pasábamos delante de una arquilla de oro sobre un pie de marfil—. Y aquí está la estatua de la deidad danzante Nataraji. La escultura estaba ejecutada con tanta perfección que se puso a bailar, y cuando un dios baila la tierra se estremece. Nuestra ciudad quedó casi destruida por el temblor, hasta que la imagen danzante perdió un dedo en sus evoluciones, se calmó y volvió a ser una estatua. A partir de entonces todas las imágenes religiosas se ejecutan con un único defecto deliberado. Será tan trivial que nadie lo notará, pero está allí, por si acaso.
—Excusad, reverendo pongyi —le interrumpí—. ¿Dijisteis al pasar que aquella arquilla contenía el diente de Buda?
—Lo contenía, sí —respondió tristemente.
—¿Un diente auténtico? ¿Del mismo Buda? ¿Un diente conservado durante diecisiete siglos?
—Sí —dijo, y abrió la arquilla para enseñarnos el lugar donde descansaba—. Nos lo trajo un pongyi peregrino de la isla de Srihalam, hace unos doscientos años, para la consagración de este templo de Ananda. Era nuestra reliquia más preciada.
Huisheng expresó sorpresa ante el gran tamaño del lugar donde había reposado el diente, y con señas me dijo que el diente debió de tener tal tamaño que ocupó toda la cabeza de Buda. Transmitió a Yissun esta observación más bien irreverente y él la tradujo al pongyi.
—Amè, sí, un diente poderoso —dijo el viejo caballero—. ¿Por qué no? Buda era un hombre poderoso. En esta misma isla de Srihalam puede verse todavía la huella que dejó su pie en una roca. A partir del tamaño de su pie se ha calculado que la talla de Buda era de nueve antebrazos.
—Amè! —exclamé—. Esto son cuarenta manos. Trece pies y medio. Buda debió de pertenecer a la raza de Goliat.
—Esperamos que en su próxima vuelta a la tierra, dentro de siete u ocho mil años, tenga ochenta antebrazos de altura.
—Sus devotos debieron de reconocerle sin problemas, al contrario que nosotros con Jesús —dije—. Pero ¿qué le pasó al diente sagrado?
El pongyi respiró ruidosamente y dijo:
—El Rey que Huyó lo robó cuando se fue, y desapareció con él. Un sacrilegio execrable. Nadie sabe por qué lo hizo. Tenía que huir a la India, y allí ya no se venera a Buda.
—Pero el rey sólo llegó hasta Akyab y murió en ese lugar —murmuré yo—. Por lo tanto el diente tiene que estar todavía entre sus efectos.
El pongyi se encogió de hombros con una resignación esperanzada y pasó a enseñarnos otros admirables tesoros de Ananda. Pero yo tenía ya mi idea, y cuando pude hacerlo cortésmente, di por terminada nuestra visita del día, agradecí al pongyi sus amables atenciones y regresé apresuradamente al palacio con Huisheng y Yissun, contándoles por el camino mi intención. En el palacio solicité inmediatamente audiencia con el wang Bayan y volví a explicarla.
—Si puedo recuperar el diente, éste será mi regalo para Kubilai. Aunque Buda no sea un dios de su devoción, el diente de un dios es un recuerdo digno de él, algo que ningún otro monarca ha poseído jamás. Incluso en la cristiandad, donde existen varias reliquias, como fragmentos de la Vera Cruz, los Santos Clavos, el Santo Sudario, no queda nada del Corpus Christi excepto algunas gotas de su Preciosísima Sangre. El gran kan sin duda se sentirá muy contento y orgulloso de poseer el auténtico diente de Buda.
—Suponiendo que podáis recuperarlo —dijo Bayan—. Yo no conseguí recuperar ninguno de mis dientes, de lo contrario no tendría que llevar en la boca este aparato de tortura. ¿Qué pensáis hacer para buscarlo?
—Con vuestro permiso, wang Bayan, me dirigiré desde aquí al puerto de Akyab, y examinaré el lugar donde falleció el antiguo rey, examinaré sus pertenencias, interrogaré a los miembros supervivientes de su familia. El diente ha de estar en algún lugar. Mientras tanto me gustaría que Huisheng se quedara aquí, bajo vuestra protección. He visto que viajar por estas tierras es arduo, y no quiero someterla a más peligros hasta que estemos a punto para volver a Kanbalik. Estará bien cuidada por sus doncellas y por sus demás sirvientas, si vos permitís que se quede viviendo aquí. También me gustaría pediros otro favor para mí: conservar todavía a Yissun como intérprete. Sólo le necesito a él y a un caballo para cada uno. Quiero cabalgar sin equipaje para poder hacerlo rápidamente.
—Sabíais que no es preciso pedirme ningún permiso, Marco, porque lleváis la placa paizi del gran kan, y ésta es toda la autoridad que precisáis. Pero os agradezco la cortesía que habéis demostrado al hacerlo, y desde luego tenéis mi permiso, y mi promesa de que protegeré a vuestra señora de todo mal, y mis mejores deseos para el éxito de vuestra empresa. —Concluyó con el tradicional saludo de cortesía mongol—: Os deseo un buen caballo y una ancha llanura hasta que volvamos a vernos.
Mi empresa no resultó tan fácil, ni de éxito tan inmediato, aunque en general tuve buena suerte y disfruté de las necesarias ayudas. Para empezar me recibió el sardar que Bayan había puesto al mando de las fuerzas de ocupación de la escuálida ciudad marinera de Akyab, un tal Shaibani. Me recibió cordialmente, casi ansiosamente, en la casa que había requisado para su residencia. Era la mejor de Akyab, lo cual no es decir mucho.
—Sain bina —dijo—. Es bueno saludaros, hermano mayor Marco Polo. Veo que lleváis el paizi del gran kan.
—Sai bina, sardar Shaibani. Sí, llego en misión para nuestro señor Kubilai.
Yissun cogió nuestros caballos y dando la vuelta a la casa los condujo hasta los establos situados en su mitad trasera. Shaibani y yo entramos en la mitad delantera, y sus ayudantes dispusieron un almuerzo para nosotros. Mientras comíamos, le conté que estaba siguiendo la pista del antiguo rey de Ava, Narasinha-pati, y el motivo de ello, y que quería examinar los efectos restantes del fugitivo y hablar con los miembros que aún vivían de su séquito.
—Será tal como lo deseáis —dijo el sardar—. Me da gran alegría veros llevar el paizi, porque os da también la necesaria autoridad para resolver una molesta disputa que ha estallado en Akyab. Es una cuestión que ha provocado muchas discusiones y que ha dividido a los ciudadanos en facciones opuestas. Estaban tan ocupados con esta tontería local que apenas prestaron atención a la entrada de nuestras tropas. Y hasta que no se resuelva no conseguiré imponer orden en la administración. Mis hombres se pasan todo el tiempo reprimiendo las luchas callejeras. Estoy, pues, muy contento de que hayáis llegado.
—Bueno —dije algo desconcertado—. Haré todo lo que pueda. Pero el asunto referente al difunto rey ha de tener prioridad.
—Éste primer asunto se refiere también al difunto rey —respondió, y añadió con un gruñido—: Que los gusanos se ceben en sus malditos restos. La disputa se centra precisamente en los efectos y supervivientes que vos queréis revisar, o en todo caso afecta a sus restos. ¿Puedo explicarme?
—Me gustaría que lo hicierais.
—Akyab es una ciudad desgraciada y siniestra. Parecéis una persona sensible y me imagino que os iréis tan pronto como podáis. Mi destino está aquí y por lo tanto yo debo quedarme, y trataré de convertir el lugar en un nuevo territorio útil al kanato. Ahora bien, dejando a un lado lo desgraciado del lugar, se trata de un puerto de mar, y en esto se parece a todos los puertos. O sea que tiene dos industrias que justifican su existencia y alimentan a sus ciudadanos. Una es el aprovisionamiento de las instalaciones portuarias: muelles, veleros, almacenes, etcétera. La otra se ocupa, como en toda ciudad portuaria, de satisfacer los apetitos de las tripulaciones de los buques que atracan aquí. O sea que hay casas de putas, tabernas y casas de juegos de azar. Pero la mayor parte del comercio se lleva a cabo con la India, al otro lado de la bahía de Bengala que veis allí, o sea que la mayoría de los marineros visitantes son miserables hindúes. Su estómago no resiste las bebidas fuertes y no tienen mucho vigor entre piernas, es decir que dedican todo su tiempo de estancia aquí a los juegos de azar. O sea que las casas de putas y las tabernas del lugar son pocas, pequeñas y pobres, y vaj!, las putas y las bebidas son malísimas. Pero Akyab tiene varias salas de juego, que son los establecimientos más prósperos de esta ciudad, y sus propietarios son los ciudadanos más importantes.
—Todo esto es muy interesante, sardar, pero no acabo de…
—Permitid que continúe, hermano mayor. Lo entenderéis. La cobarde acción de este Rey Que Huyó no le granjeó precisamente el amor de sus antiguos súbditos. Ni de nadie. Me han informado de que salió de Pagan con una considerable caravana de elefantes, animales de carga, esposas, hijos, cortesanos, sirvientes y esclavos, cargada con todos los tesoros que pudo llevarse. Pero cada noche, por el camino, la caravana fue disminuyendo de longitud. Sus cortesanos aprovechando la oscuridad se dieron a la fuga con gran parte del tesoro pillado. Los sirvientes se iban con lo que podían agarrar. Los esclavos huían hacia la libertad. Incluso las esposas del rey, entre ellas su primera esposa, la reina, cogieron a sus hijos, los príncipes, y se esfumaron. Probablemente con la intención de cambiar de nombre y con la esperanza de comenzar una vida nueva y sin tacha.
—Casi me da pena el pobre y cobarde rey.
—Mientras tanto el rey fugitivo, para poder pagar por el camino comidas y camas tuvo que entregar grandes sumas a los jefes de poblado, a los posaderos y a todo el mundo, porque todos le recibían con poco afecto, hostilmente y con ganas de aprovecharse. Me han contado que llegó a Akyab casi pobre y abandonado, con sólo una de sus esposas menores y más jóvenes, con unos cuantos sirvientes viejos y leales y con una bolsa no muy pesada. Tampoco esta ciudad le recibió muy hospitalariamente. Consiguió encontrar alojamiento para él y el resto de sus bienes y de su séquito en una posada, delante del mar. Pero si quería sobrevivir tenía que continuar viaje y cruzar la bahía hasta la India, es decir, tenía que pagar su pasaje y el de su puñado de acompañantes. Naturalmente cualquier capitán de buque exige siempre un fuerte precio para transportar a un fugitivo, sobre todo a un fugitivo tan desesperado como él, un rey que se ha dado a la fuga y que tiene a los mongoles conquistadores pisándole los talones. No sé qué precio le pidieron, pero era más de lo que tenía.
Yo asentí con la cabeza y dije:
—Es decir, que intentó multiplicar lo poco que tenía. Recurrió a las casas de juego del lugar.
—Sí, y como es bien sabido, la mala suerte persigue a los desafortunados. El rey jugó a los dados y en cuestión de pocos días perdió todo lo que poseía: oro, joyas, ropas, pertenencias. Entre ellas supongo que perdió también el diente sagrado que estáis buscando, hermano mayor. Sus pérdidas fueron muy grandes y variadas. Su corona, sus viejos servidores, la reliquia de que habláis, sus ropas reales. Imposible saber cuáles fueron a parar a manos de residentes en Akyab y cuáles a marineros que luego zarparon de aquí.
—Vaj! —dije con tristeza.
—Al final el rey de Ava quedó reducido a su propia persona, y a la ropa que llevaba puesta en esta sala de juegos, y a la esposa que le esperaba abandonada en sus alojamientos delante del mar. Y aquel último y desesperado día de juego, el rey apostó su propia persona. Ofreció convertirse en esclavo del ganador, si perdía. No sé quién aceptó la apuesta, ni cuánta riqueza ofreció a cambio de ganar a un rey.
—Pero como es evidente, el rey perdió.
—Es evidente. En la sala de juego todos le despreciaban a pesar de haberlos enriquecido en no escasa medida, y entonces le despreciaron todavía más. Sin duda fruncieron los labios, cuando aquel hombre desolado dijo: «Mirad. Tengo una propiedad más aparte de mí. Tengo a una bella esposa bengalí. Sin mí, ella queda en la miseria. Lo mejor sería que le tocara en suerte un amo que la cuidara. Quiero apostar a mi esposa, doña Tofaa Devata, con una última tirada de dados». Aceptaron la apuesta, echaron los dados, y perdió.
—Bien, éste fue el final —dije—. Todo perdido. También yo he tenido en esto mala suerte. Pero ¿dónde está el motivo de disputa?
—Tened paciencia, hermano mayor. El rey pidió un último favor. Pidió que antes de entregarse como esclavo le permitieran comunicar personalmente las tristes noticias a su señora. Incluso los jugadores son hombres de una cierta compasión. Le dejaron ir solo a la posada delante del mar. Y tuvo el honor suficiente para contar sin rodeos lo que había hecho a doña Tofaa, y le ordenó que se presentara a su nuevo amo en la sala de juegos. Ella se puso en marcha obediente, y el rey se sentó para comer su última cena como hombre libre. Se atracó de comida y bebida, ante la admiración del posadero, y continuó pidiendo más comida y bebida. Y finalmente se volvió de color púrpura, sufrió un ataque de apoplejía y murió.
—Esto me contaron. ¿Qué pasó entonces? No veo que haya nada que discutir. El hombre que lo ganó continuaba siendo su propietario, con independencia de su estado.
—Tened un poco más de paciencia. Doña Tofaa se presentó como había ordenado su marido, en la sala de juegos. Dicen que los ojos del ganador se encendieron cuando vieron la categoría de la esclava que había ganado. Doña Tofaa es una mujer joven, una adquisición bastante reciente del rey. No es una reina con título, ni madre de un heredero, por lo tanto no constituye en absoluto una propiedad valiosa por su carácter real innato. Los cánones de belleza de esta ciudad no son los míos, pero algunos hombres la consideran guapa, y además astuta, y debo convenir que esto último es cierto. Porque cuando el nuevo amo de Tofaa alargó la mano para coger la suya, ella la retiró y se reservó un momento para dirigirse a todos los presentes en la sala. Sólo pronunció una frase, sólo formuló una pregunta: «¿Antes de que mi marido me apostara a mí, se había apostado a sí mismo y había perdido?».
Shaibani finalmente quedó callado. Esperé un momento y luego pregunté:
—¿Y bien?
—Bueno, ésta es la cuestión. Aquí se inició la disputa. Desde entonces la pregunta de doña Tofaa ha sonado y resonado por toda esta ciudad mal nacida, y no hay dos ciudadanos que puedan ponerse de acuerdo sobre la respuesta justa, y un magistrado discute con el siguiente e incluso los hermanos se enfrentan con sus hermanos y se pelean por las calles. Yo y mis tropas entramos no mucho después de lo que acabo de describir, y todos los litigantes pidieron a gritos que resolviéramos la disputa. Me es imposible: francamente estoy harto de ella y dispuesto a prender fuego a toda esta sucia ciudad, si vos no la resolvéis.
—¿Qué hay que resolver, sardar? —pregunté pacientemente—. Habéis dicho ya que el rey apostó su propia persona y la perdió antes de poner en juego a su esposa. Por lo tanto ambos están perdidos. Tanto si están muertos como si están vivos, tanto si les apetece como si no, pertenecen a los ganadores.
—¿Les pertenecen? ¿O más bien les pertenece ella, puesto que él ya ha pasado por su pira funeraria? Os corresponde a vos decidirlo, pero debéis prestar oído a todos los argumentos. Tengo detenida a la dama, esperando la resolución del caso. La tengo en una habitación de la planta superior. Puedo ordenar que la traigan y hacer venir también a todos los hombres que jugaban en la sala aquel día. Si aceptáis constituir un Cheng de un solo miembro, la ocasión os permitirá también investigar fácilmente el paradero del diente que buscáis.
—Tenéis razón. Muy bien, traedlos aquí. Y por favor, que venga Yissun, mi intérprete, para traducirlo todo.
Doña Tofaa Devata, cuyo nombre significaba Don de los Dioses, tampoco según mis cánones era bella. Tenía más o menos la edad de Huisheng, pero su cuerpo era lo bastante amplio para hacer dos Huishengs. Shaibani la había llamado bengalí, y evidentemente el rey de Ava la había importado del estado indio de Bengala, porque era típicamente hindú: piel de color marrón aceitoso, casi negro, con un semicírculo auténticamente negro debajo de cada ojo. Al principio pensé que se había puesto demasiado al-kohl, el cosmético para oscurecer los párpados, pero luego vi que casi todos los hindúes, tanto hombres como mujeres, poseían de modo natural esta decoloración poco agraciada en cada bolsa ocular. Doña Tofaa llevaba también una pintura roja como un sarampión sobre la frente, entre los ojos, y un agujero en una ventana de la nariz donde probablemente había llevado prendida una chuchería antes de que su marido se la jugara a los dados. Llevaba un traje que parecía consistir (y realmente consistía, como luego supe) en una única pieza de tela arrollada varias veces alrededor de su ancho cuerpo de modo que quedaban al descubierto sus brazos, un hombro y un rodete de carne untuosa de color marrón oscuro alrededor de la cintura. No era una desnudez parcial muy seductora, y la ropa era una tela chillona de muchos colores brillantes e hilos metálicos. Además la dama y su atavío ofrecían la impresión general de haber sufrido pocos lavados, pero atribuí esto galantemente a los duros tiempos que había sufrido últimamente. Yo podía encontrarla poco atractiva, pero no quería que este prejuicio afectara en nada mi sentencia.
En todo caso los demás litigantes, testigos, y consejeros presentes en la sala principal del sardar eran mucho menos atractivos. Pertenecían a varias razas mian, hindú, algunos eran aborígenes ava, quizá incluso algunos eran de la clase superior de los myama , pero no había ningún ejemplar escogido. Eran la pandilla habitual de vagos que se dedican a esquilmar a los marineros en las callejas portuarias de cualquier ciudad junto al mar. Casi volví a sentir pena por el pusilánime Rey Que Huyó, quien cayó de su trono para acabar entre compañía tan ruin como aquélla. Pero tampoco quería yo que el hecho de encontrar tan poco agradables a todos los participantes constituyera un prejuicio sobre el caso en disputa.
Me informaron sobre una norma legal vigente en aquellas regiones: el testimonio de una mujer tenía mucha menos consideración que el de un hombre. Hice, pues, una señal para que los hombres empezaran a hablar primero, y Yissun tradujo lo que dijo un feo personaje quien después de dar un paso al frente, declaró:
—Señor juez, el difunto rey puso en juego su libertad, yo hice una oferta que él aceptó y los dados rodaron a favor mío. Gané su persona, pero él más tarde me estafó dejándome sin ganancias cuando…
—Basta —dije—. Aquí sólo nos ocupamos de lo sucedido en la sala de juegos. Que hable ahora el hombre que jugó a continuación contra el rey.
Se adelantó un hombre, más feo todavía, y declaró:
—Señor juez, el rey dijo que tenía una última propiedad por ofrecer: esta mujer aquí presente. Acepté la apuesta y los dados rodaron en favor mío. Desde entonces se ha discutido mucho y tontamente sobre…
—No nos ocupemos del después —lo interrumpí—. Continuemos con el orden de los acontecimientos. Creo, doña Tofaa Devata, que luego os presentasteis en la sala.
Ella dio un pesado paso al frente, revelando que iba descalza y con los tobillos sucios, como los habitantes menos regios del puerto presentes en la habitación. Cuando empezó a hablar, Yissun se inclinó hacia mí y murmuró:
—Marco, perdonad, pero no hablo ninguno de estos lenguajes indios.
—No importa —dije—. Éste lo entiendo yo.
Y era cierto pues ella no hablaba ninguna lengua india, sino el farsi de las rutas comerciales. Dijo:
—Sí, es cierto, me presenté en la sala…
Yo la interrumpí:
—Observemos el protocolo. Debéis dirigiros a mí como señor juez.
Ella reprimió una demostración clara de rencor por recibir órdenes de un ferenghi de piel pálida y sin título. Pero se contentó con soltar un bufido regio, y empezó de nuevo.
—Me presenté en la sala, señor juez, y pregunté a los jugadores: «¿Antes de que mi querido marido apostara mi persona, se había apostado a sí mismo y había perdido?». Porque si lo había hecho, comprenderéis señor que ya era esclavo, y según la ley los esclavos no pueden poseer propiedades. Por lo tanto él no podía poner en juego mi persona, pues yo no era suya, ni debo entregarme al ganador, y…
Yo la detuve de nuevo, pero sólo para preguntarle:
—¿Cómo es que habláis farsi, señora?
—Pertenezco a la nobleza de Bengala, señor —dijo muy tiesa mirándome como si yo hubiese expresado algunas dudas al respecto—. Procedo de una noble familia mercantil de tenderos brahmanes. Soy una dama y como es lógico no me he rebajado nunca a aprender el oficio de vendedor, a leer ni a escribir. Pero hablo la lengua comercial de los farsi, aparte de mi bengalí nativo, y también la mayoría de las demás lenguas importantes de la Gran India: hindi, tamil, telugu…
—Gracias, señora Tofaa. Continuemos.
Había pasado tanto tiempo en las lejanas partes orientales del kanato, que me había olvidado de lo mucho que dominaba en el resto del mundo el farsi comercial. Pero era evidente que la mayoría de hombres en la habitación también conocían aquel idioma, porque trabajaban siempre con los marineros que pasaban por el puerto. En efecto, varios de ellos tomaron inmediatamente la palabra, con un clamor vociferante, aunque lo que pretendían decir era en definitiva lo siguiente:
—La mujer cavila y engaña. El marido tiene derecho legal a apostar a cualquiera de sus esposas en un juego de azar, del mismo modo que tiene derecho a venderla o a poner su cuerpo en alquiler o a divorciarse definitivamente de ella.
Y otros, también a gritos, dijeron lo que aquí resumo:
—¡No! La mujer está en lo cierto. El marido se había entregado, por lo tanto había perdido todos sus derechos maritales. En aquel momento era un esclavo que aventuraba ilegalmente una propiedad que no era suya.
Levanté una mano de magistrado, la habitación calló y apoyé la barbilla sobre la mano en una postura de profunda meditación. En realidad no meditaba nada. No me consideraba en absoluto un Salomón de la jurisprudencia, ni un Draco ni un kan Kubilai de decisiones impulsivas. Pero me había pasado la infancia leyendo a Alejandro, y recordaba muy bien cómo deshizo el inextricable nudo gordiano. Sin embargo por lo menos fingiría que meditaba el caso. Mientras lo hacía, pregunté despreocupadamente a la mujer:
—Señora Tofaa, he llegado aquí buscando algo que llevaba vuestro difunto marido: el diente de Buda que cogió del templo de Ananda. ¿Estabais enterada de esto?
—Sí, señor juez. También se lo jugó, lamento decirlo. Pero puedo puntualizar que lo hizo antes de jugárseme a mí, o sea que para él yo valía más que una reliquia sagrada.
—Es evidente. ¿Sabéis quién ganó el diente?
—Sí, señor. El capitán de un bote chola dedicado a la pesca de perlas. Se lo llevó muy contento porque traería buena suerte a sus buceadores. Éste barco zarpó hace varias semanas.
—¿Sabéis hacia dónde zarpó?
—Sí, señor juez. Las perlas sólo se encuentran en dos lugares. Alrededor de la isla de Srihalam y a lo largo de la costa de Cholamandal en la Gran India. El capitán era de raza chola y sin duda regresó a esta costa de la región mandal de la tierra firme habitada por los cholas.
Los hombres de la habitación estaban murmurando y mascullando porque sin duda consideraban irrelevante aquella conversación, y el sardar Shaibani me dirigió una mirada suplicante. Yo los ignoré y dije a la mujer:
—Entonces debo suponer que el diente está en Chola mandal. Si estáis dispuesta a acompañarme allí como intérprete os ayudaré luego a regresar a vuestra mansión familiar de Bengala, vuestra patria.
Al oír esto los murmullos de los hombres alcanzaron un tono de auténtica rebelión. Tampoco la propuesta fue del agrado de doña Tofaa. Echó la cabeza hacia atrás, para poder mirarme desde la punta de la nariz, y dijo gélidamente:
—Me gustaría recordaros, señor juez, que mi posición no me permite aceptar empleos serviles. Soy noble de nacimiento, y viuda de un rey, y…
—Y esclava de aquel feo bruto —la interrumpí con firmeza—, si yo me inclino a su favor en este proceso.
Tuvo que tragarse su ampulosidad, tuvo literalmente que tragar saliva, y pasó de repente de la arrogancia al servilismo:
—Mi señor juez es un hombre tan dominante como mi querido y difunto marido. ¿Cómo podría una simple y frágil mujer joven resistir a un hombre tan majestuoso? Desde luego, señor, estoy dispuesta a acompañaros y a trabajar por vos. A ser vuestra esclava.
Lo era todo menos frágil, y no me hizo gracia que me comparara al Rey Que Huyó. Pero me dirigí a Yissun y le dije:
—Mi decisión está tomada. Hazla pública a todos los presentes. La discusión se centra en la precedencia de las apuestas del difunto rey. Por lo tanto carece de importancia. Cuando el rey Narasinha-pati abdicó de su trono en Patán, cedió todos sus derechos, propiedades y pertenencias al nuevo gobernante, el rey Bayan. Todo lo que el difunto rey se gastó o malgastó o perdió aquí en Akyab era y continúa siendo propiedad legal del wang, representado aquí por el sardar Shaibani.
Cuando tradujeron esto, todos los presentes en la habitación incluyendo a Shaibani y Tofaa, quedaron con la boca abierta manifestando asombro y varios grados de pena, alivio y admiración. Yo continué:
—Todos los hombres de esta habitación saldrán acompañados por una patrulla armada, regresarán a su residencia o establecimiento comercial, y entregarán todos los tesoros saqueados. Cualquier vecino de Akyab que se niegue a cumplir la orden, o a quien después se le encuentren ocultos objetos de esta procedencia será ejecutado sumariamente. El emisario del kan de todos los kanes ha hablado. Temblad, todos los hombres, y obedeced.
Mientras los guardias sacaban y custodiaban a los hombres, que gemían y se lamentaban, doña Tofaa se echó de cara al suelo y quedó totalmente postrada ante mí, en el abyecto equivalente hindú de los saludos más tranquilos salaam o koutou, y Shaibani se me quedó mirando con una especie de admiración, diciendo:
—Hermano mayor Marco Polo, sois un auténtico mongol. Y habéis avergonzado a este mongol por no haber pensado por sí mismo este golpe maestro.
—Podéis compensar el fallo —dije amablemente—. Buscad un navío y una tripulación de confianza para llevarme a mí y a mi nueva intérprete al otro lado de la bahía de Bengala. —Luego me dirigí a Yissun—: No voy a arrastrarte hasta allí, Yissun, porque quedarías tan mudo como yo. Por lo tanto te relevo de tus deberes. Puedes presentarte de nuevo a Bayan o a tu antiguo comandante en Bhamo. Lamento quedarme sin tu ayuda, porque has sido un buen y firme compañero.
—Soy yo quien lamenta que os vayáis, Marco —dijo mientras sacudía tristemente la cabeza—. Estar de servicio en Ava ya es un destino bastante terrible. ¿Pero en la India…?