Nos dirigimos entonces algo hacia el sur del este, para bordear las Karakum, o Arenas Negras, que es otro desierto situado al este de Mashhad. Escogimos una ruta a través de Karabil, o Meseta Fría, una larga plataforma de tierra más sólida y verde que se extiende como una línea costera entre el océano pelado y seco de las Arenas Negras al norte y los contrafuertes pelados y sin árboles de las Montañas Paropamiso al sur.
Nuestro viaje habría sido más corto si hubiésemos atravesado directamente el desierto de Karakum, pero ya estábamos hartos de desiertos. Y el trayecto habría sido más fácil si hubiésemos ido más al sur, a través de los valles del Paropamiso, porque nos habríamos podido alojar allí en aldeas, pueblos e incluso en ciudades de tamaño considerable, como Herat y Maimamna. Pero preferimos seguir el camino de en medio. Ya nos habíamos acostumbrado a acampar al aire libre, y sin duda esta meseta de Karabil se merece su nombre únicamente si se compara con tierras más bajas y cálidas, porque no era terriblemente fría ni en los primeros días de invierno. Nos limitamos a añadir capas de camisas y de pai-yamahs y de abas a medida que las íbamos necesitando, y encontramos el tiempo bastante tolerable.
La región de Karabil consistía principalmente en monótonas tierras de pasto, pero también habían grupos de árboles: pistacho, azufaifo, sauce y coníferas. Habíamos visto muchas tierras más verdes y más agradables, y veríamos muchas más, pero después de haber padecido el Gran Desierto de Sal, la hierba repetida y gris y el escaso follaje del Karabil fue una delicia para nuestros ojos, y nuestros caballos encontraron forraje abundante. Después de atravesar el desierto sin vida parecía que en aquella meseta pulularan los animales salvajes. Había nidadas de codornices, bandadas de perdices de pata gris y por todas partes las marmotas nos observaban desde sus túneles y nos silbaban con mal humor cuando pasábamos. Había ocas y ánades migratorios que invernaban allí, o que por lo menos pasaban por el lugar: una especie, de oca con plumas barradas en la cabeza y un ánade con un bello plumaje de color rojizo y oro. Había multitudes de lagartos marrones, algunos de ellos inmensos, más largos que mi pierna, que a menudo asustaban a nuestros caballos.
Había rebaños de varios tipos de delicadas qazel, y un asno salvaje, grande y hermoso, llamado en esta región kulan. Cuando los vimos por primera vez mi padre dijo que casi le entraban ganas de detenernos, coger algunos, domesticarlos y llevarlos a Occidente para venderlos, pues se podría lograr un precio muy superior al de las mulas que los nobles y damas adquieren para montar. Verdaderamente el kulan es tan grande como una mula, y tiene la misma cabeza de jarra y la misma cola corta que ella, pero posee una pelambre extraordinariamente rica, de color castaño oscuro, con un vientre pálido, y es un bello animal. Uno nunca se cansa de ver sus rebaños corriendo veloces, retozando y girando al unísono. Pero los nativos de Karabil nos contaron que es imposible domar y montar el kulan, y el único valor que ellos le dan es el de su carne que es comestible.
Nosotros, y sobre todo tío Mafio, cazamos mucho en esta etapa de nuestro viaje, para completar nuestras raciones de viaje. En Mashhad habíamos adquirido un arco al estilo mongol y las correspondientes flechas cortas, y mi tío practicó hasta convertirse en un experto de esta arma. En general procurábamos no meternos con los rebaños de qazel y de kulan, porque temíamos que los siguieran otros cazadores: lobos o leones que también abundan en Karabil. Pero en ocasiones nos arriesgamos a ojear un rebaño y varias veces abatimos una qazel, y en una ocasión un kulan. Casi cada día podíamos contar con una oca, un pato, una codorniz o una perdiz. Ésta carne fresca nos habría dado gran placer, a no ser por un hecho.
No recuerdo cuál fue el primer animal que abatimos con una flecha ni quién de nosotros lo cazó. Pero cuando nos dispusimos a trincharlo y a ensartarlo para asarlo sobre el fuego descubrimos que estaba infestado por un tipo de insectos diminutos y ciegos, docenas de ellos vivos y coleando, instalados entre la piel y la carne. Tiramos con asco la pieza y aquella noche nos contentamos con una cena de alimentos secos al estilo del desierto. Pero al día siguiente abatimos otro tipo de caza y también la encontramos infestada con el mismo tipo de insectos. Ignoro qué demonio afecta a todos los seres vivos salvajes de Karabil. Cuando lo preguntamos a los nativos no pudieron darnos respuesta, ni al parecer les importaba la cosa, e incluso expresaron desdén por nuestra delicadeza. Luego toda la caza que nos echamos al talego tenía los mismos parásitos y por lo tanto nos vimos obligados a limpiar la cabeza, a asarla y a comer la carne, pero no enfermamos, y al final consideramos que el hecho carecía de importancia.
Otra cosa que podíamos haber considerado molesta, pero que después del desierto encontramos más bien excitante fue que al atravesar la región de Karabil tuvimos que cruzar tres veces un río. Según recuerdo sus nombres eran Tedzhen, Kushka y Tajta. No eran cursos de agua anchos, pero si fríos, profundos y de corriente rápida, que se precipitaban desde las alturas del Paropamiso hasta las llanuras de Karakum, donde acababan filtrándose en las Arenas Negras y desapareciendo. En la orilla de cada río encontramos un caravasar, y el establecimiento proporcionaba un servicio de transbordo de un tipo que encontré divertido. Por lo que respecta a nuestros caballos nos limitábamos a desensillarlos, descargarlos y dejar que nadaran hasta la otra orilla, cosa que hacían con aplomo. Pero los viajeros éramos transportados, uno a uno y con nuestro equipaje, por un barquero que llevaba un tipo especial de almadía llamada masak. Ésta embarcación no era mayor que una bañera y estaba formada por un armazón ligero de madera sostenido por una veintena de odres hinchados de piel de cabra.
El masak tenía un aspecto ridículo con todos los muñones de pata de cabra asomando por entre los palos del armazón, pero me contaron que esto tenía su explicación. Estos ríos corren impetuosos y los hombres que remaban tenían escaso control sobre una embarcación tan difícil como ésta, que se balanceaba, daba vueltas y cabeceaba mientras recorría una larga diagonal de una orilla a la otra. Cada travesía tardaba bastante, y durante este tiempo los odres inflados perdían aire, burbujeaban y silbaban. Cuando el masak empezaba a hundirse de modo alarmante en el agua, el barquero dejaba de remar, desataba las patas de cabra, soplaba vigorosamente en los odres de cuero, uno tras otro hasta que flotaban de nuevo, y luego volvía a atarlos hábilmente. Tengo que corregir mi observación anterior y decir que el sistema de cruce sólo me pareció divertido después de haber alcanzado en cada ocasión la otra orilla y quedar a salvo. Mis sentimientos durante la turbulenta travesía eran de otro tipo: una combinación de mareo, humedad, frío, náusea y perspectivas de muerte inminente por inmersión.
Recuerdo que al llegar al río Kushka otra caravana estaba preparándose para cruzar y nosotros contemplamos la operación y nos preguntamos cómo lo harían, porque el grupo viajaba en varios carros tirados por caballos. Pero esto no amilanó a los barqueros. Desengancharon los caballos y los enviaron nadando a la otra orilla, e hicieron varios viajes de almadía para transportar a los ocupantes y el contenido de los carros. Luego, una vez vaciados éstos, los acercaron al agua hasta que sus cuatro ruedas reposaron cada una en uno de los pequeños masak con aspecto de bañera y el cuarteto se puso a remar a través del río. El espectáculo era notable. El carro se hundía, bailaba y giraba en medio del río y los barqueros para avanzar iban remando alternadamente en sus cuatro esquinas, como Caronte, para mantener los odres inflados y los iban soplando como Eolo.
He de decir que las posadas ribereñas del Karabil proporcionaban mejor transporte para sus huéspedes que forraje. Sólo en un caravasar tuvimos una comida decente, algo realmente único hasta el momento en nuestra experiencia: grandes y sabrosos filetes de un pescado que acababan de sacar del río delante de la puerta. Los filetes eran tan grandes que nos asombraron y pedimos permiso para entrar en la cocina y ver el pescado del que procedían. Se llamaba ašyotr, y era de tamaño superior al de un hombre alto, mayor que tío Mafio, y en lugar de escamas tenía un caparazón de placas óseas y debajo de su largo morro tenía barbos como bigotes. El ašyotr además de proporcionar carne comestible daba unas huevas negras, cada una del tamaño de un aljófar, y también comimos algunas de estas huevas saladas y prensadas formando un plato llamado javyah.
Pero en las demás posadas la comida era terrible, lo cual era inexplicable dada la abundancia de caza en el país. Al parecer cada posadero creía que debía servir a sus huéspedes del caravasar algo que no hubiesen comido en los últimos tiempos. Puesto que habíamos estado comiendo bocados exquisitos como aves de caza y qazel salvaje, el posadero nos alimentaba con carne de cordero doméstico. Karabil no es país de corderos, y esto significaba que la carne había llegado desde su punto de origen recorriendo probablemente más trecho que nosotros. El cordero había dejado desde hacia tiempo de gustarme, y aquél era seco, salado y duro, y no podíamos aliñarlo con aceite, vinagre ni ningún condimento más, sólo la roja y fuerte pimienta meleghèta; además, la carne iba acompañada invariablemente con judías hervidas en agua azucarada. Tras consumir una cantidad suficiente de estas cenas gaseosas hubiésemos podido servir probablemente de flotadores para las almadías masak y sustituir sus odres de cabra. Pero hay que decir en favor de las posadas del Karabil que sólo cobraban por sus huéspedes humanos, no por los animales de las caravanas. Esto se debía a que la madera era escasa y los animales pagaban por sí mismos dejando sus excrementos que luego una vez secos servirían de combustible.
La siguiente ciudad de alguna importancia a la que llegamos fue Balj, la cual en épocas pasadas había tenido una importancia realmente grande: fue el lugar de uno de los campamentos principales de Alejandro, un sitio importante de parada para los mercaderes que recorrían en caravana la Ruta de la Seda, una ciudad llena de concurridos bazares, de templos majestuosos y de lujosos caravasares. Pero se había interpuesto en el camino de las primeras oleadas de mongoles que emergieron desbocados de sus fortalezas del este, o sea la primera horda mongol, mandada por el invencible Chinghiz Kan, y en el año 1220 la horda había pasado en estampida sobre Balj aplastando la ciudad como una bota podía haber aplastado un nido de hormigas.
De esto había pasado más de medio siglo cuando mi padre, mi tío, nuestro esclavo y yo llegamos a Balj, pero la ciudad apenas se había recuperado de aquel desastre. Balj era una grande y noble ruina, pero no dejaba de ser una ruina. Quizá estaba tan ocupada y activa como antes, pero sus posadas, graneros y almacenes no eran más que construcciones de planchas improvisadas con los ladrillos y maderos que quedaron después del desastre. Su aspecto era aún más sombrío y patético porque se apoyaban entre los muñones de antiguas y esbeltas columnas, entre los restos derrumbados de poderosos muros y bajo los cascarones mellados de cúpulas que habían sido perfectas.
Desde luego pocos de los actuales habitantes de Balj eran lo bastante viejos como para haber presenciado personalmente el saqueo de la ciudad por Chinghiz, o para conocerla antes, cuando era famosa en todas partes como Balj Umm-al-Bulud, la «Madre de Ciudades». Pero sus hijos y nietos que eran ahora los propietarios de las posadas, casas de cambio y otros establecimientos, parecían tan desorientados y tristes como si la devastación hubiese ocurrido el día anterior y ante sus propios ojos. Cuando hablaban de los mongoles recitaban una especie de letanía que sin duda todos los habitantes de la ciudad sabían de memoria:
—Amdand u jandand u sojtand u kustand u burband u raftand —que significa: «Llegaron y mataron y quemaron y saquearon y cogieron su botín y se fueron».
Sin duda se fueron, pero todo aquel país, como muchos otros, debía aún tributo y obediencia al kanato mongol. Era comprensible el lúgubre comportamiento de los habitantes porque tenían todavía una guarnición mongol acampada en las cercanías. Guerreros mongoles armados se paseaban entre las multitudes del bazar, recordándoles que el nieto de Chinghiz, el gran kan Kubilai, apretaba aún su pesada bota sobre la ciudad. Y los magistrados y recaudadores de impuestos que nombraba todavía miraban por encima del hombro a los ciudadanos y los vigilaban en sus puestos del mercado y en sus mesas de cambio.
Podría decir, como ya he hecho antes, y decirlo en verdad, que en todas las tierras al este de la cuenca del río Furat, desde el extremo más occidental de Persia, los viajeros habíamos estado recorriendo posesiones del kanato mongol. Pero si hubiésemos marcado nuestros mapas de este modo simple, escribiendo sólo «kanato mongol» sobre toda esta gran extensión de mundo, no habría valido la pena conservar nuestros mapas. No nos habrían servido de mucho, ni a nosotros ni a nadie más, si todas sus indicaciones se limitaran a esto. Esperábamos recorrer algún día nuestro camino en sentido inverso, cuando volviésemos a casa, y confiábamos en que los mapas continuarían siendo útiles entonces, para guiar todas las corrientes comerciales que fluyen en uno y otro sentido entre Venecia y Kitai. Por lo tanto casi cada día mi padre y mi tío sacaban nuestro ejemplar del Kitab, y después de deliberar, consultarse y llegar a un acuerdo final escribían sobre los mapas los símbolos correspondientes a montañas y ríos, a pueblos y desiertos y a otros accidentes geográficos.
Ésta tarea era ahora más necesaria todavía. El cartógrafo árabe al-Idrisi había sido un guía de confianza en las tierras de Asia situadas desde las orillas de Levante hasta la altura de Balj, más o menos. Como había dicho mi padre hacía tiempo, sin duda el mismo al-Idrisi debió de haber pasado alguna vez por todas estas regiones y debió de verlas con sus propios ojos. Pero desde las cercanías de Balj hacia oriente al-Idrisi debió de fiarse de informaciones recogidas verbalmente de otros viajeros, gente no muy observadora. Los mapas más orientales del Kitab carecían ostentosamente de accidentes geográficos, y los importantes que indicaban, como ríos y cordilleras, a menudo estaban situados incorrectamente.
—Además a partir de aquí los mapas parecen muy pequeños —dijo mi padre frunciendo el ceño al mirar estas páginas.
—Sí, desde luego —asintió mi tío rascándose y tosiendo—. Hay mucha más tierra de la que indican los mapas entre este punto y el océano oriental.
—Bueno —dijo mi padre—. Tendremos que cartografiar nosotros con mucha mayor asiduidad.
Él y tío Mafio podían ponerse normalmente de acuerdo, después de largas discusiones sobre la inscripción de montañas, ríos, ciudades y desiertos, porque estas cosas se podían ver, y se podía juzgar su medida. Lo que requería deliberación, discusión y a veces pura suposición era dibujar cosas invisibles, es decir, las fronteras de las naciones. Esto era exasperantemente difícil, y en parte se debía a que la expansión del kanato mongol se había tragado muchos estados y naciones e incluso razas enteras antes independientes, convirtiendo en una cuestión sin importancia, excepto para el cartógrafo, su antigua localización y sus límites y las líneas que los separaban unos de otros. La tarea habría sido difícil aunque algún nativo de cada nación nos hubiese acompañado para determinar sus límites. Creo que esta tarea sería ya muy difícil en nuestra península italiana, donde no hay dos ciudades estado que puedan ponerse de acuerdo sobre sus mutuos límites de propiedad y autoridad. Pero en Asia central la extensión de las naciones, sus fronteras e incluso sus nombres se han mantenido en un estado de indeterminación mucho antes de que los mongoles hicieran discutibles estas cuestiones.
Voy a dar un ejemplo. En algún punto de nuestra larga travesía entre Mashhad y Balj habíamos cruzado la línea invisible que en la época de Alejandro señalaba la división entre dos tierras llamadas Arya y Bactria. Ésta línea señala ahora, o por lo menos señalaba hasta la llegada de los mongoles, la división entre las tierras de la Persia Mayor y de la India Mayor. Pero supongamos por un momento que el kanato mongol no existiera e intentemos dar una idea de la confusión que ha caracterizado a esta frontera imprecisa a lo largo de su historia.
Puede que en otras épocas la India estuviera habitada en toda su vastedad por el pueblo pequeño y de tez oscura que llamamos ahora indios. Pero hace mucho tiempo las incursiones de pueblos más vigorosos y valientes empujaron a estos indios originales hacia tierras cada vez más limitadas, de modo que actualmente la India hindú está situada muy lejos de aquí, al sur y al este. Ésta India aryana del norte está habitada por los descendientes de estos antiguos invasores, y su religión no es hindú sino musulmana. Cada tribu, por pequeña que sea, se considera a sí misma una nación, se aplica este nombre y afirma que su nación tiene fronteras cartografiables. La mayoría de los nombres acaban aquí en -stan, que significa «tierra de»: Jalyistán, que significa tierra de los Jalyi, y Pajtunistán y Kohistán y Afganistán y Nuristán y muchos nombres más que ya olvidé.
En los viejos tiempos fue en algún lugar de esta región, en la antigua Arya o en la antigua Bactria, donde Alejandro el Magno, durante su marcha de conquista por oriente conoció, se enamoró y tomó como esposa a la princesa Roxana. Nadie puede decir exactamente dónde pasó esto, o de qué tribu era la «familia real» de la que Roxana procedía. Pero hoy en día y por estos parajes todas las tribus locales, los pajtuni, los jalyi, los afghani, los kirghiz y todos los demás afirman que descienden en primer lugar del linaje real que dio origen a Roxana y en segundo lugar de los macedonios del ejército de Alejandro. Quizá estas afirmaciones tengan algo de verdad. La mayoría de personas que se ven en Balj y sus alrededores poseen pelo, piel y ojos negros, como seguramente los tenía Roxana, pero entre ellos hay muchas personas de complexión clara y de ojos azules o grises y de pelo rojizo e incluso rubio.
Sin embargo cada tribu afirma que es la única descendiente auténtica, y apoyándose en esto reclama la soberanía absoluta sobre todos los países que actualmente constituyen la Aryana de la India. Esto es en mi opinión un razonamiento ilógico, porque el mismo Alejandro fue un recién llegado en estas tierras, y un merodeador que nadie deseaba, por lo que todos los nativos de esta región, con la posible excepción de la princesa Roxana, deberían sentir hacia Alejandro lo mismo que ahora sienten hacia los mongoles.
Lo único de común que encontramos en todos los pueblos de estas regiones fue la religión del Islam, cuya llegada es más posterior aún. Por lo tanto allí seguíamos la costumbre musulmana y sólo entablábamos conversación con personas de sexo masculino, y esto hizo que tío Mafio expresara sus dudas sobre su linaje. Citó un antiguo pareado veneciano:
La mure xe segura
El pare de ventura.
Es decir, que un padre puede imaginar que sabe, pero sólo la madre puede estar segura de quién engendró a cada uno de sus hijos.
He contado esta página enrevesada y descosida de historia únicamente para indicar su contribución a las demás frustraciones que sufríamos en nuestra calidad de interesados cartógrafos. Cuando mi padre y mi tío se sentaban para decidir las designaciones que debían escribir en las páginas de nuestro mapa, confiando en que el resultado quedaría en buen orden, la discusión podía seguir este curso desordenado:
—Podemos decir de entrada, Mafio, que esta tierra está en la parte del kanato gobernada por el ilkan Kaidu. Pero tenemos que concretar más.
—¿Concretar hasta dónde, Nico? No sabemos el nombre oficial que Kaidu o Kubilai o cualquier otro mongol dan a esta región. Todos los cosmógrafos occidentales la llaman simplemente Aryana india de la Gran India.
—Nunca pusieron el pie aquí. El occidental Alejandro sí lo hizo, y la llamó Bactria.
—Pero la mayor parte del elemento local la llama Pajtunistán.
—En cambio al-Idrisi la tiene marcada como Mazar-i-Sharif.
—Gèsu! Sólo ocupa una pulgada del mapa. ¿Vale la pena discutir tanto?
—El ilkan Kaidu no mantendría una guarnición aquí si esta tierra careciera de valor. Y el gran kan Kubilai quizá quiera comprobar la precisión que hemos dado a nuestros mapas.
—Muy bien —suspiro de exasperación—. Pensemos otra vez qué nombre le damos…
Holgazaneamos unos días en Balj, no porque fuera una ciudad atractiva, sino porque tenía montañas elevadas en Oriente, por el camino que debíamos recorrer. Y la nieve se había acumulado ya en el suelo de las tierras bajas, por lo que sabíamos que las montañas eran infranqueables quizá hasta bien entrada la primavera. Debíamos esperar en algún lugar a que pasara el invierno, y decidimos que nuestro caravasar de Balj era un lugar lo bastante confortable para quedarnos allí por lo menos una parte del invierno.
La comida era buena, abundante y bastante variada, cosa lógica en aquella encrucijada del comercio. Había panes excelentes y varios tipos de pescado, y aunque la carne era de cordero la servían asada a la parrilla en forma de pinchitos sabrosos llamados šašlik. Había gustosos melones de invierno y granadas bien cuidadas, además de todos los frutos secos de costumbre. En aquellas regiones faltaba el qahwah, pero había otra bebida caliente llamada cha hecha con hojas en infusión, casi tan vivificante como el qahwah e igualmente fragante, aunque de un modo distinto y de consistencia mucho menos densa. La verdura básica continuaba formada por las judías y el único acompañante de las comidas era el eterno arroz, pero contribuimos facilitando a la cocina un trocito de una pastilla de azafrán y el arroz tomó gusto y los cocineros se ganaron las alabanzas de todos los huéspedes de aquel caravasar.
El azafrán era una novedad y un artículo de tanta demanda en Balj como en otros lugares que habíamos visitado con anterioridad, y nuestros presupuestos nos permitían comprar cómodamente lo que necesitábamos o deseábamos. Mi padre vendía trocitos de pastilla de azafrán y de azafrán en polvo cambiándolos por moneda del reino y si un mercader se esforzaba lo suficiente se dignaba incluso venderle un bulbo o dos o tres, para que el java pudiera empezar a plantar su propia cosecha de azafrán. Por cada bulbo mi padre pedía y obtenía varias gemas de berilo o de lapislázuli, pues aquella tierra es la principal fuente de estas piedras en todo el mundo, y su valor en monedas era realmente muy alto. O sea que nuestra situación era muy desahogada y todavía no habíamos abierto nuestras bolsas de almizcle.
Nos compramos gruesa ropa de invierno, lanas y pieles, confeccionadas en el estilo local. La vestidura principal en esta localidad era el chapon, que podía utilizarse según lo exigiera la necesidad como capa, como manta o como tienda. Si se llevaba como capa, colgaba hasta el suelo alrededor de todo el cuerpo y sus anchas mangas pendían un buen palmo más desde la punta de los dedos. La prenda daba un aspecto incómodo y cómico, pero lo que la gente miraba en un chapon no era que ajustara sino su color, porque el color denotaba la riqueza de quien lo llevaba. Cuanto más claro era, más difícil resultaba mantenerlo limpio, y con mayor frecuencia debía lavarse, y más costaba el lavado, por lo que se deducía que al hombre que lo llevaba le importaba poco su coste, y un chapon de color blanco como la nieve significaba que su portador era tan rico que podía considerarse un gran derrochador. Mi padre, mi tío y yo nos decidimos por un chapon de color dorado intermedio, que indicaba una cierta modestia entre la opulencia y el chapon de color marrón oscuro que compramos para nuestro esclavo Narices. También nos calzamos con las botas de estilo local, llamadas chamus, que tenían la suela de cuero dura pero flexible, cosida por encima con un cuero suave que llegaba hasta la rodilla, y que se sujetaba con correas atadas alrededor de la pantorrilla. También trocamos nuestras sillas de las tierras bajas; y tuvimos que añadir una buena suma de monedas para comprar sillas nuevas de pomos altos que nos permitirían sentarnos de modo más seguro durante nuestros viajes por las montañas.
El tiempo que no dedicábamos a comprar o comerciar en el bazar lo aprovechábamos para otros menesteres. El esclavo Narices daba de comer, almohazaba y peinaba a nuestros caballos para que estuvieran en perfectas condiciones, y nosotros los Polo conversábamos con otros viajeros de caravanas. Les comunicábamos nuestras observaciones sobre las rutas que conducían al oeste de Balj, y los que habían llegado de Oriente nos hablaban de las rutas y de las condiciones de viaje que dominaban allí. Mi padre escribió con mucho esfuerzo una carta de varias páginas a dona Fiordelisa, contándole nuestros viajes y nuestro avance y asegurándole que estábamos todos bien, y la entregó al jefe de una expedición que partía para occidente, para que la misiva emprendiera su largo camino hacia Venecia. Le dije que quizá una carta entregada al otro lado del Gran Desierto de Sal hubiese tenido más posibilidades de llegar a casa.
—Así lo hice —dijo él—. Entregué una carta a una caravana que partía desde Kashan hacia Occidente.
Le dije también, sin rencor, que podía haber informado del mismo modo a mi madre.
—También lo hice —me informó—. Le escribí una carta cada año, a ella o a Isidoro, pero yo no tenía medios de enterarme de que no llegaban. En aquella época los mongoles estaban todavía conquistando activamente nuevos territorios, no sólo ocupándolos, y la Ruta de la Seda era una ruta postal todavía menos segura que ahora.
Por las tardes él y mi tío trabajaban con mucha dedicación, como ya he contado, para poner al día y al lugar nuestros mapas, y yo hice lo mismo con mis cuadernos de viaje ordenando las notas que había tomado hasta entonces.
Mientras lo hacía encontré los nombres de las princesas Mariposa Nocturna y Luz del Sol, de la lejana Bagdad, y me di cuenta de que en todo aquel tiempo no me había acostado con una mujer. Desde luego no necesitaba que nada me lo recordara; me había cansado ya del único sustituto: hacer cada noche, más o menos, una guerra de curas. Pero ya he contado que los mongoles no tienen ninguna religión propia organizada y visible y no se interfieren con las practicadas por los pueblos tributarios; tampoco se interfieren con las leyes que observan estos pueblos. O sea que Balj continuaba siendo del Islam, y seguía observando la šaraiyah, la ley del Islam, y todas las residentes de Balj o bien se quedaban en casa encerradas en el pardah o sólo salían a la calle envueltas en su chador e invisibles. Acercarme descaradamente a una de ellas habría supuesto primero correr el riesgo de que fuera una vieja como Luz del Sol y, peor aún, despertar la probable ira de sus hombres o de los imanes y muftíes de la ley islámica.
Narices, como era de esperar, había encontrado una de sus habituales salidas perversas (pero legales) para sus instintos animales. En las caravanas que se detenían en Balj los musulmanes que no iban acompañados por su esposa o por su concubina o por dos o tres de ellas, tenían su kuch-i-safari. Éste término significa «esposas de viaje», pero en realidad se aplica a chicos que los hombres se llevan de viaje para utilizarlos maritalmente, y no había ninguna prohibición en la šaraiyah que impidiera a los forasteros pagar para tener una parte de sus favores. Yo sabía que Narices se había apresurado a hacer precisamente esto porque me había sacado el dinero necesario. Pero yo no me sentía en absoluto impulsado a emularlo. Había visto a los kuch-i-safari y no había encontrado entre ellos a ninguno que pudiera compararse ni remotamente con el difunto Aziz.
Continué, pues, deseando, y queriendo y apeteciendo, sin encontrar nada que pudiera apetecer. Lo único que podía hacer era mirar fijamente cualquier montón ambulante de ropa que pasaba por las calles e intentar en vano adivinar algún indicio de la clase de mujer que había dentro de aquel fardo. Pero esto ya bastaba para provocar las iras de los habitantes de Balj. Ellos llamaban a estas miradas callejeras «cebo para Eva» y las condenaban como un vicio.
Mientras tanto tío Mafio también se comportaba como un célibe, de modo casi ostentoso. Durante un tiempo supuse que todavía estaba llorando la muerte de Aziz. Pero pronto se vio que se estaba debilitando demasiado, físicamente, para poder dedicarse a las frivolidades. En los últimos tiempos su tos persistente se había convertido en insistente. Ahora le llegaba en forma de ataques tan fuertes que le dejaban muy debilitado, le obligaban a guardar cama y a descansar. Su aspecto era bastante sano, parecía tan robusto como siempre y tenía buen color. Pero cuando empezó a encontrarse terriblemente cansado para dar un simple paseo desde el caravasar al bazar y volver, mi padre y yo hicimos caso omiso de sus protestas y llamamos a un hakim.
La palabra hakim significa únicamente «sabio», no necesariamente versado en medicina o calificado profesionalmente o con la necesaria experiencia, y se puede aplicar como título a quien lo merece, por ejemplo al médico de confianza de una corte palaciega, o a quien no lo merece, como el adivino del futuro de un bazar o a un viejo mendigo que recoge y vende hierbas. Nos daba, pues, algo de aprensión la posibilidad de que no encontráramos en estas partes a una persona con la ciencia real de un mèdego. Habíamos visto a mucha gente en la ciudad con afecciones demasiado evidentes, la mayoría hombres con bocios colgantes, como escrotos o melones, por debajo de sus mandíbulas, y esto no nos inspiraba mucha confianza en las artes médicas de la localidad. Pero el amo de nuestro caravasar nos buscó a un cierto hakim Josro, y pusimos a tío Mafio en sus manos.
Al parecer el hakim sabía lo que se hacía. Tuvo que proceder sólo a un breve examen para comunicar el diagnóstico a mi padre:
—Vuestro hermano está sufriendo el hast nafri. Esto significa uno-de-ocho, y lo llamamos así porque causa la muerte de uno de cada ocho enfermos. Pero incluso los afectados mortalmente a menudo tardan mucho tiempo en fallecer. Los yinni de esta enfermedad no tienen prisa alguna. Vuestro hermano me ha contado que está en este estado desde hace algún tiempo, y que ha empeorado gradualmente.
—Entonces se trata de la tisichezza —dijo mi padre moviendo la cabeza solemnemente—. En el país de donde venimos se le llama también la enfermedad sutil. ¿Puede curarse?
—En siete de cada ocho casos, sí —respondió el hakim Josro bastante alegremente—. Para empezar, necesitaré algunas cosas de la cocina.
Llamó al posadero para que le facilitara huevos, semillas de mijo y harina de cebada. Luego escribió algunas palabras sobre unos trocitos de papel.
—Son versículos poderosos del Corán —dijo, y pegó estos papeles sobre el pecho desnudo de tío Mafio con un poco de yema de huevo mezclada con semilla de mijo—. Los yinni de esta enfermedad parece que tienen una cierta afinidad con las semillas de mijo.
Luego pidió al posadero que le ayudara a salpicar el torso de mi tío con harina y a restregarlo todo, y le ató unas cuantas pieles de cabra alrededor de su cuerpo explicando:
—Esto promueve la transpiración activa de los venenos de los yinni.
—Malevolenza —gruñó mi tío—. Ni siquiera puedo rascarme el codo cuando me pica.
Luego empezó a toser. El polvo de harina o el excesivo calor dentro de las pieles de cabra le provocaron un ataque de tos peor que nunca. Tenía los brazos atados por la envoltura de pieles y no podía golpearse el pecho para aliviarse, ni taparse la boca, y la tos continuó hasta que parecía a punto de ahogarse, y su rostro rubicundo se puso más rojo todavía, y proyectó manchitas de sangre sobre la blanca aba del hakim. Al cabo de un rato de sufrir esta agonía, empalideció y se desmayó, y yo pensé que se había realmente ahogado.
—No, no os alarméis, joven —dijo el hakim Josro—. Éste es el curso que sigue la naturaleza para curar. Los yinni de esta enfermedad no molestan a su víctima cuando no tiene conciencia de que lo hacen. Observad que cuando vuestro tío está desmayado no tose.
—En tal caso sólo le queda morir y quedará curado definitivamente de su tos —observé escépticamente.
El hakim rió sin ofenderse y dijo:
—No desconfiéis, tampoco. La hast nafri sólo puede detenerse dejando tiempo a la naturaleza, y yo sólo puedo ayudar a la naturaleza. Ved, se está despertando, y el ataque ha pasado ya.
—Gèsu! —murmuró débilmente tío Mafio.
—De momento —dijo el hakim— la mejor perspectiva es descanso y transpiración. Ha de guardar cama excepto cuando tenga que ir a la mustarah, cosa que hará con frecuencia, porque también le recetaré un fuerte purgante. Siempre hay yinn escondidos en los intestinos, y no hace ningún mal eliminarlos. De modo que cada vez que el paciente vuelva de la mustarah a la cama, uno de vosotros, puesto que yo no estaré siempre aquí, debe aplicarle una nueva capa de harina de cebada y envolverlo de nuevo con las pieles. Yo vendré de vez en cuando y escribiré nuevos versículos para pegarle al pecho.
Mi padre, yo y el esclavo Narices nos turnamos cuidando de tío Mafio. Pero esta obligación no era muy pesada, excepto por tener que escuchar sus continuas quejas sobre su forzosa postración, y al cabo de un tiempo mi padre decidió que quizá convendría sacar más partido de nuestra estancia en Balj. Dejaría a Mafio a mi cuidado y él y Narices viajarían hasta la capital de estas regiones para presentar sus respetos al gobernador local (cuyo título era sultán) y para darnos a conocer a él como emisarios del gran kan Kubilai. Desde luego el título de capital de aquella ciudad era únicamente nominal y su sultán era como el sha Zaman de Persia un soberano sólo de nombre, subordinado al kanato mongol. Pero el viaje permitiría también a mi padre enriquecer nuestros mapas con más detalles y designaciones modernas. Por ejemplo nuestro Kitab llamaba a aquella ciudad Kofes, y era Nikaia en tiempos de Alejandro, pero en nuestros días y por estos lugares se le llamaba siempre Kabul. Así, pues, mi padre y Narices ensillaron dos de nuestros caballos y se dispusieron a partir.
La noche anterior a su marcha, Narices se me acercó sigilosamente. Al parecer había notado mi estado de privación amorosa y de soledad, y quizá quería evitar que me metiera en líos cuando me quedara solo en Balj.
—Señor Marco —me dijo—, hay una cierta casa en esta ciudad. Es la casa de un gebr, y yo creo que vale la pena echarle un vistazo.
—¿Un gebr? —repliqué—. ¿Es algún tipo de animal raro?
—No es del todo raro, pero bestial sí lo es. Un gebr es uno de los persas que no han aceptado nunca la luz del profeta (que la bendición y la paz sean con él). Éstas personas continúan venerando a Ormuzd, el antiguo y desacreditado dios del fuego, y llevan a cabo muchas prácticas malvadas.
—Oh —dije, perdiendo interés—. ¿Por qué tengo que visitar la casa de otra religión pagana y bastarda?
—Porque los gebr, que no están sometidos a la ley musulmana, se mofan como era de esperar de toda decencia. Su casa por delante es una tienda que vende artículos de amianto, pero por detrás es una casa de citas, que el gebr alquila a amantes ilícitos para que tengan sus citas clandestinas. Por las barbas, aquella casa es una verdadera abominación.
—¿Y qué quieres que haga? Ve tú mismo y denúncialo a un muftí.
—Es lo que sin duda debería hacer, porque soy un devoto musulmán, pero no pienso actuar todavía. No pienso hacerlo hasta que vos hayáis verificado la abominación del gebr, amo Marco.
—¿Yo? ¿Y a mí qué diablos me importa?
—¿No sois los cristianos más escrupulosos todavía en lo concerniente a la decencia de los demás?
—Yo no detesto a los amantes —dije con un suspiro de autocompasión—. Los envidio. Me gustaría tener a una para llevarla a la puerta trasera del gebr.
—Bueno, el gebr también comete otra ofensa contra la moral. Si alguien no dispone de una amante adecuada, el gebr tiene instaladas a dos o tres chicas jóvenes y las alquila.
—Humm. Esto está tomando un cariz más pecaminoso. Hiciste bien en comunicarme este hecho, Narices. Si pudieses indicarme dónde está esa casa recompensaría adecuadamente tu vigilancia casi cristiana…
Así pues, al día siguiente, mientras caía la nieve y después de que él y mi padre hubiesen partido hacia el sureste, y tras asegurarme de que tío Mafio estaba bien envuelto en sus pieles de cabra, entré en la tienda que Narices me había mostrado. Había un mostrador con montones de rollos y piezas de alguna tela pesada, y había también sobre el mostrador un cuenco de barro cocido lleno de petróleo que alimentaba una mecha de llama amarilla y brillante, y detrás del mostrador estaba un anciano persa con una barba roja de hinna.
—Mostradme vuestros artículos blandos —pedí, tal como Narices me había dicho.
—La habitación de la izquierda —me indicó el gebr, moviendo su barba en dirección a una cortina de cuentas en la parte posterior de la tienda—. Un dirham.
—Me gustaría un artículo de gran belleza —dije concretando.
Él se burló:
—Mostradme a una belleza entre estas rústicas campesinas y os pagaré yo a vos. Dad gracias porque los artículos estén limpios. Un dirham.
—Bueno, con agua basta para apagar el fuego —repliqué.
El hombre me miró irritado como si le hubiese escupido la cara, y entonces comprendí que no había dicho precisamente lo más discreto ante una persona que al parecer adoraba el fuego. Dejé rápidamente mi moneda sobre el mostrador y penetré a través de la ruidosa cortina.
La pequeña habitación tenía colgadas por todas partes ramitas de acacia que esparcían un dulce aroma, y su único mueble era un brasero de carbón y un charpai, que es una cama basta constituida por un marco de madera con cuerdas entrelazadas. La chica no tenía una cara más bonita que la única mujer a la cual había pagado también para hacer uso de ella, Malgarita, la chica de la barca. La de la habitación era evidentemente de alguna tribu local porque hablaba el lenguaje paštun dominante allí, y su vocabulario de farsi comercial era lamentablemente escaso. Si me dijo su nombre no lo capté, porque cuando una persona habla paštun parece como si estuviera carraspeando, escupiendo y tosiendo de modo repetido y simultáneo.
Pero como había dicho el gebr, la chica iba bastante más limpia de cuerpo que Malgarita. De hecho se quejó inequívocamente de que yo no iba lo bastante limpio, y con cierta razón. No me había puesto para ir allí mi ropa recién comprada; era demasiado pesada y me costaba mucho meterme y salir de ella. Tenía, pues, la misma ropa que había llevado mientras atravesaba el Gran Desierto de Sal y el Karabil, y me imagino que emitía un pronunciado olor. Desde luego mi ropa estaba tan endurecida por el polvo, el sudor, la porquería y la sal que casi podía tenerse en pie cuando me la quitaba.
La chica la aguantó con la punta de los dedos y el brazo extendido lo más que pudo y dijo «¡sucio-sucio!» y «dahb!» y «bohut purana!» y varios sonidos más en paštun, como gárgaras, indicativos de asco. Luego añadió:
—Envío tuyas, mías juntas, para limpiar.
Ella se quitó rápidamente sus ropas, hizo un fardo con las mías, gritó algo, sin duda para llamar a una criada, y le entregó el bulto por la puerta. Confieso que mi atención se centró en el primer cuerpo desnudo de mujer que había visto desde Kashan; sin embargo observé que la ropa de la chica era de un material tan basto y grueso, que si bien estaba más limpia que la mía también casi podía tenerse en pie.
El cuerpo de la chica era más atractivo que su cara, porque era delgado pero con un par de pechos increíblemente grandes, redondos y firmes para una figura delgada como la suya. Supongo que éste era uno de los motivos por los cuales la chica había escogido una carrera en la que trataría principalmente con infieles de paso. Los hombres musulmanes se sienten más atraídos por una base de gran tamaño, y no admiran mucho los pechos de la mujer, porque los consideran únicamente como pitones de leche. De todos modos confié que la chica hiciera fortuna en la carrera que había escogido mientras todavía era joven y apetecible. Las mujeres de estas tribus «alejandrinas», mucho antes de llegar a la mediana edad, engordan tanto en el resto de su persona que sus pechos, antes tan espléndidos, se convierten en un elemento más de una serie de porciones carnosas que descienden desde sus múltiples barbillas hasta los rodetes del abdomen.
Otro motivo por el cual esperaba que la chica hiciera fortuna era que la carrera que había escogido sin duda no le daba placer. Cuando intenté compartir con ella la satisfacción del acto sexual excitándola con caricias en el zambur, descubrí que carecía de él. En la punta superior de su mihrab, donde debería encontrarse la diminuta clave de afinar, no noté la menor protuberancia. Durante un momento pensé que era tabzir, como exige el Islam. En aquel lugar no tenía más que una fisura de tejido blando cicatrizado. Ésta falta pudo disminuir mi propio placer en las distintas eyaculaciones, porque cada vez que yo estaba a punto de soltar el spruzzo y que ella gritaba «Ghi, ghi, ghi-ghi»… que significaba «Sí, sí, sí-sí», yo era consciente de que la chica sólo fingía su propio éxtasis, y la cosa me producía tristeza. Pero ¿quién soy yo para calificar de criminales las prácticas religiosas de otros pueblos? Además pronto descubrí que también a mí me faltaba algo importante.
El gebr se acercó a la puerta, la aporreó y gritó:
—¿Qué esperas tener por un solo dirham, eh?
Tuve que admitir que ya había sacado partido de mi dinero, dejé a la chica y me levanté. Ella salió por la puerta, desnuda, para buscar una jofaina de agua y una toalla, y mientras tanto llamó por el pasillo para que le devolvieran la ropa que había dado a lavar. Puso la jofaina de agua perfumada con tamarindo sobre el brasero de la habitación para calentarla, y estaba utilizándola para lavar mis partes cuando se oyó el siguiente golpe en la puerta. Pero la criada entregó únicamente la ropa de la chica, acompañándola con una larga tirada en paštun que debía de ser una explicación. La chica volvió hacia mí con una expresión inescrutable en su rostro y dijo, como si me hiciera una pregunta:
—¿Tus ropas queman?
—Sí, supongo que pueden quemarse. ¿Dónde están?
—No están —respondió, mostrándome con un gesto que sólo tenía las suyas.
—Ah, no te referías a quemarse, sino a secarse. ¿No es así? ¿Las mías no están secas todavía?
—No. Desaparecidas. Tu ropa toda quemada.
—¿Qué significa esto? Dijiste que las lavarían.
—No lavar. Limpiar. No en agua. En fuego.
—¿Pusisteis mi ropa al fuego? ¿Se han quemado?
—Ghi.
—¿También tú adoras el fuego, o te has vuelto divané? ¿Las diste a lavar con fuego en vez de lavarlas con agua? Olà, gebr! ¡Persa! ¡Olà, jefe de putas!
—¡No grites! —me pidió la chica espantada—. Te devuelvo tu dirham.
—¡No puedo llevar un dirham por la ciudad! ¿Qué clase de manicomio es éste? ¿Por qué me habéis quemado la ropa?
—Espera. Mira.
Agarró un pedazo de carbón sin quemar del brasero y lo pasó por una manga de su túnica para dejar en ella una mancha negra. Luego puso la manga sobre los carbones ardientes.
—Éstas divané —exclamé.
Pero la tela no se encendió. Hubo sólo un chispazo cuando la mancha negra se quemó y desapareció. La chica sacó la manga del fuego para demostrarme que había quedado repentinamente limpia, y balbuceó una mezcla de paštun y de farsi de cuyo contenido me fui enterando gradualmente. Aquélla tela pesada y misteriosa se lavaba siempre de aquel modo y mi ropa estaba tan acartonada que la tomaron por ropa del mismo material.
—De acuerdo —dije—. Te perdono. Fue una equivocación hecha con los mejores propósitos. Pero continúo sin nada que ponerme. ¿Qué hago ahora?
Me indicó que podía escoger entre dos cosas. Podía presentar una querella al amo gebr, pidiéndole que me proporcionara nueva ropa, lo que costaría a la chica sus ganancias del día y probablemente una paliza. O podía ponerme la ropa que tenía disponible, es decir, ropa suya, y atravesar la ciudad de Balj con un disfraz femenino. Bueno, la cosa estaba clara; tenía que comportarme como un caballero y por lo tanto tenía que pasar por una dama.
Atravesé la tienda lo más de prisa que pude, pero estaba ajustándome todavía mi velo chador cuando el viejo gebr detrás del mostrador enarcó las cejas y exclamó:
—¡Os habéis tomado mis palabras muy en serio! Y ahora queréis enseñarme a una mujer hermosa entre estas rústicas campesinas.
Le lancé un gruñido compuesto por una de las pocas expresiones paštun que conocía.
—Bahi chut! —exclamé enviándole a hacer algo con su hermana. Se rió a carcajadas y me gritó:
—Lo haría si fuera tan guapa como tú —mientras yo me escabullía entre la nieve que no cesaba de caer.
Tropecé de vez en cuando, porque la nieve espesa y mi chador me impedían ver claramente el suelo, y también porque a menudo pisaba los dobladillos de mi traje, pero aparte de esto llegué al caravasar sin incidentes. Esto me decepcionó un poco porque había recorrido todo el trayecto con los dientes y los puños apretados y en un estado de gran irritación y esperaba que algún patán pusiera cebo a Eva dirigiéndome groseramente la palabra o guiñándome el ojo, para poder así matarlo. Me introduje en la posada por una puerta trasera, sin que nadie me observara, y me apresuré a ponerme ropas mías y me dispuse a tirar las de la chica. Pero luego lo pensé mejor, y corté de su túnica un cuadrado de tela que conservaría como una curiosidad y con el cual desde entonces he asombrado a muchas personas reacias a creer que una tela pudiera resistir la acción del fuego.
Sin embargo yo había oído hablar de esta sustancia mucho antes de partir de Venecia. Unos curas me habían dicho que el Papa de Roma guardaba entre las más preciadas reliquias de la Iglesia un sudario, un paño que se había utilizado para limpiar la sagrada frente de Jesucristo. Según decían el paño había quedado tan santificado por este uso que ya no podía destruirse. Se podía tirar al fuego, dejarlo allí largo rato y sacarlo milagrosamente entero y sin quemar. También había oído a un distinguido médico rechazar la idea de los curas según la cual fue el santo sudor lo que convirtió al sudario en indestructible. Él decía que la tela debió de tejerse con lana de salamandra, el animal que según Aristóteles vive confortablemente en el fuego.
Mi padre y Narices hacía ya cinco o seis semanas que habían partido y tío Mafio sólo requería mis cuidados de modo intermitente, por lo que disponía de mucho tiempo libre. Visité varias veces la casa del gebr persa, procurando en cada ocasión llevar ropa que no tuviera que pasar por la «colada». Y cada vez que pronunciaba la consigna «Mostradme artículos blandos», el viejo se tronchaba de risa:
—Pero si vos erais el artículo más blando y atractivo que haya pasado nunca por esta tienda —y yo tenía que esperar y aguantar sus risotadas que al final se convertían en risitas hasta que tomaba mi dirham y me indicaba la habitación libre.
En una u otra ocasión probé cada uno de los artículos del almacén. Pero las chicas eran musulmanas pajtunis y tabzir, o sea que con ellas sólo conseguía relajarme, sin obtener ninguna satisfacción digna de mención. Podía haber hecho lo mismo con los kuch-i-safari, y a mejor precio. Apenas aprendí unas cuantas palabras de paštun de las chicas, y lo consideré un lenguaje tan inconexo que no valía la pena aprenderlo. Para poner un ejemplo: el sonido gau si se pronuncia normalmente exhalando el aliento significa vaca, pero el mismo gau pronunciado tomando aire, significa «ternero». Imaginad entonces cómo suena en paštun una frase simple del tipo «La vaca tiene un ternero», y tratad luego de imaginaros manteniendo una conversación de mayor complejidad.
Sin embargo cuando salía por la tienda de telas de amianto, me detenía para cambiar cuatro palabras en farsi con el propietario gebr. Él solía dedicarme unas cuantas observaciones más en son de burla sobre el día en que tuve que disfrazarme de mujer, pero también se dignaba contestar a mis preguntas sobre su peculiar religión. Yo le preguntaba porque él era el único devoto de esta antiquísima religión persa al que conocía. Admitió que quedaban ya pocos creyentes, pero aseguraba que en otra época su religión había dominado de modo absoluto, no sólo en Persia sino también al oeste y al este, desde Armenia hasta Bactria. Y lo primero que me dijo fue que no debía llamar gebr a un gebr.
—Ésta palabra significa únicamente «no musulmán» y los musulmanes la utilizan despreciativamente. Nosotros preferimos que se nos llame zarduchi, porque somos los seguidores del profeta Zaratustra, el Camello Dorado. Él nos enseñó a adorar al dios Ahura Mazda, cuyo nombre se pronuncia ahora Ormuzd, comiéndose las letras.
—Y esto significa fuego —dije haciéndome el enterado porque Narices me había explicado este detalle.
Él señaló con la cabeza la lámpara brillante que ardía siempre en la tienda.
—No significa fuego —y replicó algo molesto—. Es un error estúpido suponer que adoramos el fuego. Ahura Mazda es el dios de la Luz, y nosotros nos limitamos a mantener un fuego encendido para recordar su benéfica luz que destruye las tinieblas de su adversario Ahriman.
—Ah —dije—. Esto no es muy distinto de nuestro Señor Dios, que también lucha contra el adversario Satán.
—No, no es en absoluto diferente. Vosotros sacasteis a vuestro Dios y a vuestro Satán cristianos de los judíos, y también los musulmanes derivaron de ellos su Alá y su Saitan. Y el Dios y el Demonio de los judíos están francamente imitados de nuestro Ahura Mazda y de nuestro Ahriman. Lo mismo puede decirse de vuestros ángeles divinos y demonios satánicos, copiados de nuestros mensajeros celestiales, los malajim, y de sus equivalentes, los daeva. También vuestro Cielo y vuestro Infierno están copiados de las enseñanzas de Zaratustra sobre la naturaleza de la vida venidera.
—Falso —protesté yo—. No me voy a meter con los judíos o con los musulmanes, pero la verdadera religión no puede haber sido una simple imitación de la de otros…
Él me interrumpió:
—Fíjate en la pintura de una deidad o de un ángel o de un santo cristiano. Se los representa siempre con un halo brillante. ¿No es cierto? Es una idea bonita, pero fuimos nosotros quienes la tuvimos primero. Éste halo imita la luz de nuestra llama inextinguible, que a su vez significa la luz de Ahura Mazda que brilla siempre sobre sus mensajeros y sus santos.
Esto parecía tan probable que no pude discutírselo, pero desde luego tampoco lo reconocí.
—Por esto los zardhushi hemos sido perseguidos, despreciados, dispersados y enviados al exilio durante siglos —prosiguió él—. Tanto por los musulmanes, como por los judíos y los cristianos. Cuando un pueblo se vanagloria de poseer la única religión auténtica debe fingir que le llegó a través de alguna revelación exclusiva. No le gusta que le recuerden que deriva de un original de otro pueblo.
Aquél día volví al caravasar pensando: «Quizá la Iglesia actúa con prudencia al pedir fe a los cristianos y prohibirles la razón. Cuantas más preguntas hago, y cuantas más respuestas obtengo, menos me parece saber algo cierto». Mientras caminaba, recogí un puñado de nieve e hice con él una bola. Era redonda y sólida como una certeza. Pero si la miraba desde muy cerca, en realidad su redondez estaba formada por una densa multitud de puntos y de esquinas. Si la sostenía en la mano el tiempo suficiente su solidez se derretía y se convertía en agua. «Éste es el peligro de la curiosidad —pensé—, todas las certezas se fragmentan y se disuelven. Si un hombre tiene la suficiente curiosidad y la suficiente persistencia puede acabar descubriendo que la bola redonda y sólida de la tierra en realidad no lo es. Quizá entonces se sienta menos orgulloso de su facultad de raciocinio, cuando al final no le quede nada sólido donde poner los pies. Pero incluso en este caso ¿no es la verdad un fundamento más sólido que la ilusión?».
No recuerdo si fue ese día u otro cuando al regresar al caravasar me encontré con que mi padre y Narices habían regresado de su viaje. También estaba allí el hakim Josro y los tres estaban reunidos alrededor de la cama de tío Mafio, hablando todos a la vez.
—… No en la ciudad llamada Kabul. El sultán Kutb-ud-Din tiene ahora una capital muy al sureste de aquí, en una ciudad llamada Delhi…
—No me extraña que estuvierais tanto tiempo de viaje —dijo mi tío.
—… Tuvimos que atravesar las grandes montañas, por un paso llamado Jaibar…
—… Luego recorrer el país llamado Panjab…
—O con mayor propiedad Panch Ab —intervino el hakim—, que significa Cinco Ríos.
—… Pero el esfuerzo valía la pena. El sultán, como el sha de Persia, tuvo mucho interés en enviar regalos de tributo y de fidelidad al gran kan…
—… O sea que ahora tenemos un caballo de más cargado con objetos de oro y telas de Cachemira y rubíes y…
—Pero hay algo más importante —dijo mi padre—. ¿Cómo va nuestro paciente Mafio?
—Está vacío —gruñó éste rascándose el codo—. Por un extremo he escupido todo mi sputum, por el otro he soltado todas las heces y pedos posibles y en medio he sudado hasta la última gota de transpiración. También estoy infernalmente cansado de llevar pegados tantos conjuros de papel y de que me hayan empolvado como un bollo bigné.
—Por lo demás su estado no ha cambiado —dijo el hakim Josro seriamente—. Mis esfuerzos para ayudar a la naturaleza en su curación no han dado mucho fruto. Me alegro de que estéis otra vez reunidos, porque ahora quiero que todos dejéis este lugar y os llevéis al paciente más cerca todavía de la naturaleza. Lleváoslo muy arriba, hacia las altas montañas del este, donde el aire es más claro y puro.
—Pero frío —protestó mi padre—. Tan frío como la caridad. ¿Le hará bien esto?
—El aire frío es el aire más limpio —dijo el hakim—. He determinado este hecho por observaciones minuciosas y estudios profesionales. Demostración: la gente que vive en climas siempre fríos como los rusniacos, tiene la piel de color blanco y limpio; en los climas cálidos, como el de los hindúes de la India, la piel es de un color marrón sucio o negro. Nosotros los patjuni vivimos a medio camino y nuestro color es una especie de moreno. Os pido que os llevéis al paciente, y que lo hagáis pronto, a las alturas frías, limpias y blancas de la montaña.
Cuando el hakim y nosotros ayudamos a tío Mafio a levantarse y a salir de su envoltura de pieles de cabra y a vestirse por primera vez en semanas, nos consternó ver lo delgado que se había quedado. En su ropa, que de repente le venía holgada, parecía más alto aún que antes, cuando su robusto cuerpo tiraba con fuerza de las costuras. También su rostro era pálido en lugar de rubicundo, y sus miembros temblaban por falta de uso, pero él, según decía, se sentía tremendamente contento de estar de nuevo de pie y andando. Y más tarde, en el comedor del caravasar, mientras cenábamos, se dirigió a los demás huéspedes con una voz tan estentórea como de costumbre interesándose por las últimas noticias sobre los caminos de montaña que llevaban hacia Oriente.
Nos respondieron hombres de varias caravanas comunicándonos la situación actual, y nos dieron muchos buenos consejos sobre el viaje por las montañas. O nosotros confiábamos que los consejos fueran buenos, pero no podíamos estar seguros, porque ningún par de informantes se puso de acuerdo ni siquiera sobre el nombre de aquellas montañas situadas al este de nosotros.
Un hombre dijo:
—Son el Himalaya, la Morada de las Nieves. Antes de escalarlas comprad un frasco de jugo de adormidera. Si sufrís la ceguera de las nieves, unas cuantas gotas en los ojos aliviarán el dolor.
Otro hombre dijo:
—Son el Karakoram, las Montañas Negras, las Montañas Frías. Y el agua que baja de allí alimentada por la nieve es fría en todas las estaciones del año. No permitáis que vuestros caballos beban de ella. Poned el agua en un cubo y calentadlo primero, si no sufrirán convulsiones.
Y otro dijo:
—Son las montañas llamadas Hindú Kush, las Matadoras de Hindúes. En estos terrenos duros, a veces el caballo se vuelve rebelde e intratable. Si os ocurre esto, basta con que atéis el pelo de la cola del caballo a su lengua, y se calmará al instante.
Y otro dijo:
—Éstas montañas son el Pai-Mir, que significa el Camino de los Picos. El único forraje que podréis encontrar allí para vuestros caballos es el pequeño arbusto llamado burtsa, de color pizarra y fuerte olor; pero vuestros caballos lo encontrarán por sí solos. También da buena leña para el fuego, porque está por su naturaleza lleno de aceite. Aunque parezca raro, la burtsa cuanto más verde parece, mejor quema.
Y otro dijo:
—Éstas montañas son los Juaya, los Amos. Y los Amos impedirán que os perdáis allá arriba, incluso en las tormentas más fuertes. Recordad que todas las montañas tienen pelada su cara meridional. Si veis árboles o arbustos creciendo sobre ella estáis en la cara norte de la montaña.
Y otro dijo:
—Éstas montañas son los Muztagh, los Guardianes. Procurad atravesarlas completamente y salir de ellas antes de que la primavera se convierta en verano, porque entonces empieza a soplar el Bad-i-sad-o-bist, el terrible Viento de Ciento Veinte Días.
Y todavía otro hombre dijo:
—Éstas montañas son el Trono de Salomón, el Tajt-i-Sulaiman. Si encontráis en sus alturas algún torbellino, podéis estar seguros de que sale de alguna caverna cercana, del antro de uno de los demonios que mandó al exilio el buen rey Salomón. Buscad esa caverna, tapadla con rocas y el viento cesará.
Hicimos, pues, nuestro equipaje, pagamos nuestra pensión, nos despedimos de las personas que habíamos conocido y nos pusimos de nuevo en marcha, mi padre, mi tío, Narices y yo, cabalgando sobre nuestras cuatro monturas y conduciendo un caballo de carga y dos caballos de carga más con una principesca cantidad de objetos valiosos. Fuimos directamente al este de Balj, a través de pueblos llamados Jolm, Qonduz y Taloqn, que al parecer sólo servían de mercados para los criadores de caballos que habitan aquellos pastizales. En esa región todo el mundo cría caballos y está continuamente comerciando en los mercados sementales y yeguas de crianza con sus vecinos. Los caballos son de buena estampa, comparables a los árabes, pero la forma de su cabeza no es tan delicada. Cada criador asegura que su ganado desciende de Bucefalas, el corcel de Alejandro. Cada criador afirma que su ganado es el único con esta distinción, lo cual es ridículo, si se tiene en cuenta la cantidad de transacciones. Sin embargo no vi a ningún caballo con la cola de pavo real que llevaba Bucefalas en las ilustraciones del Libro de Alejandro que yo había contemplado tanto en mi juventud.
En aquella estación los pastizales estaban cubiertos de nieve, y no pudimos comprobar la disminución de la vegetación a medida que avanzábamos hacia el este. Pero lo notábamos, porque el suelo debajo de la nieve se llenaba de guijarros, luego de rocas y dejamos de ver pueblos, y los caravasares que encontrábamos por la pista eran cada vez menos frecuentes y adecuados. Después de pasar el último pueblo, un puñado de chozas con pilares de piedra que se llamaba Keshem, situado en las colinas que precedían a las montañas, tuvimos que hacer nuestros propios puntos de parada quizá tres noches de cada cuatro. Éste modo de vida no era muy idílico, dormir bajo las tiendas y bajo nuestros chapones en la nieve, el frío y el viento, y obligados generalmente a comer para cenar las raciones de viaje secas o saladas.
Habíamos temido que la vida al aire libre sería especialmente dura para tío Mafio. Pero él no se quejó nunca, ni cuando lo hacían los más sanos. Decía que se sentía mejor en aquel aire punzante y frío, tal como había predicho el hakim Josro, su tos había disminuido y en los últimos tiempos no escupía ya sangre. Dejaba que los demás nos encargáramos de las tareas pesadas, pero no quiso que abreviáramos las marchas en consideración a su estado, y cada día se sentaba en su silla o en los tramos más duros caminaba al lado de su caballo, tan infatigable como cualquiera de nosotros. De todos modos no nos apresurábamos, porque sabíamos que tendríamos que detenernos para el resto del invierno cuando llegáramos a la muralla de montañas. En definitiva, después de viajar un tiempo por aquella dura pista comiendo raciones duras, el resto de la expedición estábamos casi tan delgados como tío Mafio, y no deseábamos esforzarnos nada. Sólo Narices conservaba su barriga, pero ahora parecía un elemento menos integrante de su persona, como si llevara un melón debajo de su ropa.
Cuando llegamos al río Ab-e-Pany, lo remontamos por su amplio valle hacia el este, y a partir de entonces empezamos a subir, alcanzando una altura superior a la del resto del mundo. Cuando se habla de un valle uno piensa normalmente en una depresión en la tierra, pero aquélla tiene muchos farsajs de ancho y su nivel sólo es inferior si se lo compara con las montañas que se levantan a lo lejos a ambos lados de él. Si ese valle estuviera situado en algún otro lugar del mundo no estaría en el mundo, sino a una altura inmensurablemente grande sobre él, entre las nubes, y los ojos mortales no podrían verlo, y sería inalcanzable como el cielo. Pero no es que el valle se parezca en nada al cielo, porque es frío, duro e inhóspito, en absoluto fragante, suave y acogedor.
El paisaje se mantenía invariable: un ancho valle de rocas caídas y de arbustos creciendo entre ellas, todo abrigado bajo colchas de nieve; el río de aguas blancas corría en medio, y a lo lejos a ambos lados estaban las montañas blancas y afiladas como colmillos. Allí no cambiaba nunca nada excepto la luz, que iba desde los amaneceres de color de melocotón a los anocheceres de color de rosas encendidas, y en medio, cielos tan azules que eran casi púrpuras excepto cuando el valle se cubría con nubes de lana gris mojada que exprimían de su interior nieve o aguanieve.
El suelo no era plano en ningún lugar, estaba formado continuamente por una confusión de rocas, peñascos y taludes que teníamos que superar rodeándolos o salvándolos con cuidado. Pero aparte de estas subidas y bajadas, nuestra continua ascensión era imperceptible para la vista, y podíamos casi imaginar que continuábamos todavía en la llanura. Porque cada noche, cuando nos deteníamos para acampar, las montañas a ambos lados del horizonte parecían igual de altas que la noche anterior. Pero esto se debía a que las montañas aumentaban de altura a medida que ascendíamos por aquel valle inclinado. Era como subir por una escalera cuya barandilla fuera subiendo al mismo tiempo, y si uno no se asomaba no podía ver que más allá todo se estaba quedando cada vez más abajo.
Sin embargo, varios indicios nos confirmaban que estábamos subiendo sin cesar. Uno era el comportamiento de los caballos. Nosotros éramos animales de dos piernas que cuando desmontábamos ocasionalmente para caminar un rato podíamos ignorar físicamente que cada paso que dábamos hacia adelante era un poco más alto, pero los animales con un par de patas detrás y un par delante sabían muy bien que estaban o caminaban siempre por un plano inclinado. Y como los caballos no son tontos, exageraban astutamente su penosa andadura para que pareciera un terrible esfuerzo y no los obligáramos a andar más de prisa.
Otro indicio de la subida era el río que corría a lo largo del valle. Nos habían dicho que el Ab-e-Pany es una de las fuentes del Oxus, el gran río que Alejandro pasó y volvió a pasar, y que en su libro se describe como de inmensa amplitud y curso lento y tranquilo. El Ab-e-Pany que acompañaba nuestra pista no era ancho ni profundo, pero se precipitaba a lo largo del valle como una interminable estampida de caballos blancos que hacían saltar por el aire crines y colas. A veces incluso sonaba más como una estampida que como un río, porque el ruido de sus aguas en cascada se perdía a menudo bajo el rozar, el rechinar y el retumbar de las rocas de tamaño considerable que hacía rodar y chocar a lo largo de su cauce. Un ciego hubiese podido contar que el Ab-e-Pany se estaba precipitando ladera abajo, y para poder adquirir tal impulso el extremo superior tenía que estar situado a una altura muy superior. Desde luego en la estación invernal el río no podía disminuir ni por un instante su ritmo tumultuoso, porque se habría congelado inmediatamente, y más abajo el Oxus dejaría de existir. Esto era claro, porque cualquier chapoteo, salpicadura y lamedura de agua sobre las orillas rocosas se convertía instantáneamente en un hilo blanco azulado. A consecuencia de esto caminar cerca del río era más traidor que hacerlo sobre el suelo cubierto de nieve y además las salpicaduras de agua que nos alcanzaban se helaban sobre las piernas y flancos de nuestros caballos y los nuestros propios, por ello siempre que podíamos manteníamos nuestro camino bien alejado del río.
Otra señal de nuestra continua escalada era el perceptible enrarecimiento del aire. Cuando he contado este hecho a personas que no han viajado, a menudo no me han creído e incluso se han burlado. Yo sé tan bien como ellos que el aire carece siempre de peso, y que es impalpable excepto cuando se mueve en forma de viento. Cuando los incrédulos me preguntan cómo es posible que un elemento que carece de todo peso pueda tener todavía menos peso, no sé que responderles; sólo sé que es un hecho cierto. En esas alturas montañosas el aire va perdiendo cada vez más su sustancia, y hay pruebas que lo demuestran.
En primer lugar una persona ha de respirar más profundamente para llenarse los pulmones. Esto no se debe a un jadeo ocasionado por un movimiento rápido o por un fuerte ejercicio; una persona parada tiene que hacer lo mismo. Cuando yo hacía algún esfuerzo, cargar la albarda de un caballo por ejemplo o escalar una roca que bloqueaba el camino, debía respirar tan de prisa, con tanta dureza y tan profundamente que tenía la sensación de que nunca lograría aspirar el aire suficiente para sustentarme. Algunos incrédulos rechazan este hecho como una ilusión provocada por el tedio y el esfuerzo y Dios sabe que tuvimos que luchar mucho con ellos, pero yo continúo afirmando que aquel aire insustancial era un hecho muy real. Aduciré además el hecho de que tío Mafio, quien tenía que respirar profundo como todos nosotros no se veía afligido con tanta frecuencia por la necesidad de toser ni lo hacía de modo tan doloroso. Era evidente que el aire enrarecido de las alturas no apretaba con tanta pesadez sus pulmones y él no necesitaba espirarlo con esfuerzo tan a menudo.
Tengo otra prueba. El fuego y el aire, que carecen de peso, son los más relacionados entre sí de los cuatro elementos; todo el mundo estará de acuerdo en esto. Y en las tierras altas, donde el aire es débil, también lo es el fuego. Quema más azulado y oscuro que amarillo y brillante. Esto no se debía sólo a que quemábamos la leña del arbusto local burtsa; experimenté quemando otras cosas más familiares, como papel, y la llama resultante era también débil y lánguida. Aunque encendiésemos un fuego de campamento bien surtido y con mucha leña, tardábamos más tiempo en asar una pieza de carne o en hervir un cazo de agua que en las tierras bajas. No sólo esto, sino que el agua hirviendo tardaba más de lo acostumbrado en cocer lo que le poníamos dentro.
En aquella estación invernal no había grandes caravanas por el camino, pero en ocasiones nos encontramos con otros grupos de viajeros. La mayoría eran cazadores y tramperos de pieles que se desplazaban de un lugar a otro de las montañas. El invierno era su estación de trabajo y al llegar la estación más clemente de la primavera llevarían a mercar a una de las ciudades de las tierras bajas los cueros y pieles que habían almacenado. Sus peludos y pequeños caballos de carga llevaban un montón de pieles enfardadas de zorro, de lobo, de pardo, de urial, que es una oveja salvaje, y de gordal que es un animal entre una cabra y un qazel Los cazadores y tramperos nos dijeron que el valle que estábamos recorriendo hacia arriba se llamaba el Waján, o a veces el Pasillo de Waján, porque tiene a lo largo muchos pasos de montaña que se abren hacia él, como las puertas de un pasillo, y el valle constituye tanto la frontera entre las tierras de más allá como su acceso. Dijeron que hacia el sur los pasos que salían del Pasillo llevaban a tierras llamadas Chitral, Hunza y Cachemira, y por el este conducían a un país llamado To-Bhot y por el norte al país de Tazhikistán.
—¿Ah, Tazhikistán está allí? —preguntó mi padre dirigiendo la mirada hacia el norte—. En este caso, Mafio, no estamos muy lejos de la ruta que seguimos para volver a casa.
—Cierto —dijo mi tío con tono cansado y aliviado—. Sólo tenemos que pasar a Tazhikistán, luego recorrer una corta distancia hacia el este hasta la ciudad de Kashgar y estaremos de nuevo en el Kitai de Kubilai.
Los cazadores llevaban también sobre sus caballos de carga muchos cuernos de una especie de oveja salvaje llamada artak, y yo que hasta entonces sólo había visto las cornamentas más pequeñas de animales como la qazel, las vacas y las ovejas domésticas, quedé muy impresionado por aquellos cuernos. Su raíz era tan gruesa como mi muslo, y desde allí trazaban apretadas espirales hasta la punta. En la cabeza del animal las puntas quedaban separadas a tanta distancia como la altura de una persona; pero si se pudieran deshacer las espirales y enderezar el cuerno, cada uno de ellos tendría la longitud de una persona. Eran objetos tan magníficos que yo imaginé que los cazadores los cogían y vendían como adornos dignos de admiración. No, me respondieron riendo, aquellos grandes cuernos se cortaban y tallaban para fabricar todo tipo de artículos útiles: cuencos para comer, tazones para beber, estribos de silla e incluso herraduras de caballo. Dijeron que un caballo calzado con esas herraduras de cuerno no resbalaba ni en los caminos más resbaladizos.
(Muchos meses después y a mayor altura en las montañas, cuando vi a algunas de esas ovejas artak vivas y libres en la naturaleza, las juzgué tan espléndidamente bellas que me apenó que las mataran por motivos simplemente utilitarios. Mi padre y mi tío, para los cuales la utilidad significaba comercio y éste lo significaba todo, se rieron como habían hecho los cazadores y me amonestaron Por mi sentimentalismo, y desde entonces llamaron sarcásticamente al artak, la «oveja de Marco»).
Mientras íbamos subiendo el Waján, las montañas a ambos lados continuaban siendo tan majestuosas como siempre, pero ahora, cuando dejaba de nevar lo suficiente para que levantáramos los ojos, a la inmensidad de las montañas, notábamos que se iban acercando. Y las capas de hielo a ambos lados del río Ab-e-Pany eran más gruesas y azules, y se cerraban contra la rápida corriente, limitándola a un cauce más estrecho, como si ilustraran vividamente que el invierno estaba apretando sus garras sobre la tierra.
Día a día las montañas continuaron acercándose a nosotros y finalmente otras se levantaron también delante nuestro, hasta que aquellos titanes nos rodearon por todas partes excepto por detrás. Habíamos llegado al extremo superior de aquel alto valle, y la nevada cesó brevemente, las nubes se abrieron y pudimos ver los picos blancos de las montañas y el cielo frío y azul reflejados magníficamente en un lago tremendamente helado, el Chaqmaqtin. El río Ab-e-Pany cuyo curso habíamos ido siguiendo salía de debajo del hielo en el extremo occidental del lago, y por lo tanto decidimos que el lago era la fuente del río y en definitiva la cabecera del fabuloso Oxus. Siguiendo su costumbre mi padre y mi tío lo marcaron así en el mapa del Kitab correspondiente a esa región, que era muy impreciso. Yo no pude ayudarles mucho a localizar nuestra posición, porque el horizonte era demasiado alto y recortado y no pude utilizar el kamàl. Pero cuando el cielo nocturno se aclaró, la altura de la Estrella del Norte me permitió apreciar que estábamos mucho más al norte que cuando iniciamos nuestra marcha tierra adentro en Suvediye, en la orilla de levante.
En el extremo nororiental del lago Chaqmaqtin había un grupo de casas que se daba el título de ciudad, Buzai Gumbad, pero que en realidad comprendía un único y extenso caravasar de muchos edificios, y a su alrededor una ciudad de tiendas de caravanas con sus corrales acampados para el invierno. Era evidente que cuando el tiempo mejorara, casi toda la población de Buzai Gumbad levantaría el campo y abandonaría el Pasillo de Waján a través de sus varios pasos. El patrón del caravasar era un hombre alegre y comunicativo llamado Iqbal, que significa Buena Fortuna, y el nombre encajaba muy bien en una persona que había prosperado y que se había enriquecido por ser el propietario de la única parada para caravanas de este trecho de la Ruta de la Seda. Nos dijo que era un wajani y que había nacido en la misma posada. Pero como hijo, nieto y biznieto de anteriores generaciones de patronos de Buzai Gumbad, hablaba también el farsi comercial, y si no conocía personalmente el mundo de más allá de las montañas tenía nociones verbales adecuadas.
Iqbal abrió sus brazos y nos dio la más cordial bienvenida al «alto Pai-Mir, el Camino de los Picos, el Techo del Mundo» y luego nos dijo confidencialmente que estas palabras grandilocuentes no eran una exageración. Estábamos exactamente a un farsaj, o sea a dos millas y media por arriba, en línea recta, de los mares del mundo y de las ciudades situadas al nivel del mar como Venecia, Acre y Basora. El patrón Iqbal no nos explicó cómo podía conocer con tal exactitud la altura local. Pero suponiendo que estuviera en lo cierto, y al ver que los picos de las montañas que nos rodeaban continuaban siendo tan altas como antes, yo no pondría en duda su afirmación de que habíamos llegado al techo del mundo.