Continuamos descendiendo a lo largo del Furat, y siguiendo en dirección sudeste atravesamos una franja de tierra particularmente ingrata, en donde el río se había abierto paso cortando una sólida roca basáltica. Era una tierra inhóspita, baldía y negra, en la que ni siquiera había hierbas, palomas ni águilas. Pero allí no nos persiguieron ni los Descarriados ni nadie. Y poco a poco el paisaje se fue haciendo más agradable y hospitalario, como si celebrara nuestra huida del peligro. Las márgenes del río comenzaron a elevarse sensiblemente hasta acabar formando un amplio y verde valle con huertas, bosques, pastos, granjas, flores y frutos. Pero las huertas estaban tan herbosas y descuidadas como los bosques nativos y los terrenos de las granjas tan llenos de vegetación y de malas hierbas como los campos de flores silvestres. Los propietarios de las tierras se habían marchado, y las únicas personas que encontramos en aquel valle eran familias nómadas beduinas dedicadas al pastoreo, gente errante que vagaba por aquel valle como pudiera hacerlo por las praderas, sin patria y sin raíces. En ningún lugar había población sedentaria, nadie que trabajara para impedir que la tierra, antes domesticada, se volviese salvaje.
—Esto es culpa de los mongoles —dijo mi padre—. Cuando el ilkan Hulagu, es decir el kan menor Hulagu, arrasó esta tierra e invadió el imperio persa, la mayoría de los persas huyeron o se rindieron ante él, y los supervivientes no han regresado todavía para trabajar sus tierras. Pero los árabes y los curdos nómadas son como la hierba de la que viven y en busca de la cual van errantes. Los beduinos se inclinan ante cualquier viento, sin preocuparse de dónde sopla, ni de si es una brisa suave o un fiero simún; pero luego vuelven a enderezarse, igual que la hierba. A los nómadas no les importa quién gobierna esta tierra, y mientras la tierra esté ahí, en su sitio, jamás les importará, hasta el fin de los tiempos.
Giré sobre mi silla de montar, mirando la tierra que nos rodeaba, la más rica, fértil y prometedora que habíamos visto hasta entonces en nuestro viaje, y pregunté:
—¿Quién gobierna ahora Persia?
—Cuando Hulagu murió le sucedió como ilkan su hijo Abagha, quien ha sustituido Bagdad por una nueva capital en la ciudad norteña de Maragheh. Aunque el Imperio persa forma parte actualmente del kanato mongol, aún está dividido en shanatos, como antes, por ventajas administrativas. Pero cada sha está subordinado al ilkan Abagha, del mismo modo que Abagha está subordinado al gran kan Kubilai.
Todo aquello me impresionaba. Sabía que aún nos faltaban muchos meses de duro viaje hasta llegar a la corte del gran kan Kubilai. Pero allí, en las regiones occidentales de Persia, estábamos ya dentro de las fronteras del dominio de ese kan tan lejano. En el colegio había estudiado con admiración y entusiasmo el Libro de Alejandro, y sabía que Persia llegó a formar parte del imperio del conquistador, y que su imperio era tan extenso que le valió el apelativo de «Magno». Pero las tierras conquistadas y gobernadas por los macedonios no eran más que un simple recorte de mundo comparado con las inmensidades conquistadas por Chinghiz Kan, ampliadas posteriormente por sus hijos y aún más por sus nietos hasta convertirse en un Imperio mongol de inimaginable inmensidad, sobre el cual reinaba actualmente el nieto Kubilai como kan de todos los kanes.
Creo que ni los antiguos faraones, ni el ambicioso Alejandro ni los avariciosos cesares pudieron haber soñado que existía tanto mundo, o sea que difícilmente pudieron haber soñado en conquistarlo. En cuanto a los posteriores monarcas occidentales, sus ambiciones y adquisiciones han sido todavía más insignificantes. Al lado del Imperio mongol, todo el continente denominado Europa parece una mera península, pequeña y atiborrada de gente; y todas sus naciones, como la de levante, sólo parecen pequeñas provincias ansiosas por darse importancia. Desde la eminencia donde se sienta entronizado el gran kan, mi nativa República de Venecia, orgullosa de su gloria y grandeza, debe de parecer tan trivial como el villorrio de Suvediye, donde gobierna el ostikan Hampig. Si los historiadores quieren seguir dignificando a Alejandro como el Magno o grande, sin duda deberían reconocer a Kubilai como inmensamente mayor. No soy yo quien ha de decirlo. Pero puedo afirmar que al entrar en Persia me estremeció darme cuenta de que yo, un simple Marco Polo, estaba poniendo pie en el imperio más extenso gobernado jamás por un solo hombre desde los tiempos en que existe el mundo de los hombres.
—Cuando lleguemos a Bagdad —continuó mi padre— enseñaremos al actual sha, quien quiera que sea, la carta que traemos de Kubilai. Y el sha tendrá que recibirnos, como embajadores acreditados de su señor.
Continuamos descendiendo a lo largo del Furat y cada vez veíamos más rastros de civilización a través del valle, pues por todas partes se entrecruzaban múltiples canales de riego que se ramificaban del río. Sin embargo, ni personas ni animales ni ningún otro mecanismo hacían girar las inmensas norias de madera que había sobre los canales, las cuales permanecían inmóviles, y los cangilones de barro alrededor de su rueda no levantaban ni vertían agua. En la parte más ancha y verde del valle está el punto de máxima aproximación entre el Furat y el otro gran río que fluye hacia el sur de ese país, el Diylah, a veces llamado Tigris, que según se supone es uno de los otros ríos del Jardín del Edén. En ese caso, la tierra situada entre los dos ríos sería probablemente el lugar donde estaba situado el jardín bíblico. Y en caso de que así fuera, el jardín, cuando nosotros lo vimos, estaba tan vacío de habitantes, hombres y mujeres, como inmediatamente después de la expulsión de Adán y Eva.
En aquella región dirigimos nuestros caballos hacia el este del Furat y cabalgamos diez farsajs más hasta el Diylah; cruzamos el río por un puente construido con cascos vacíos de barcas que sostenían una pasarela de tablas y llegamos a Bagdad, situada en la orilla oriental.
La población de la ciudad, como la de los campos de alrededor, había disminuido terriblemente durante el asedio y toma de la ciudad por Hulagu. Pero en los últimos quince años aproximadamente gran parte de sus habitantes habían regresado y reparado los daños sufridos. Los mercaderes de la ciudad parecen ser más resistentes que los campesinos. Igual que los primitivos beduinos, los civilizados comerciantes parecen recuperarse rápidamente de las adversidades del desastre. En el caso de Bagdad, probablemente se deba a que muchos de sus mercaderes no eran musulmanes pasivos y fatalistas, sino judíos y cristianos irrefrenablemente enérgicos; algunos de ellos procedían de Venecia, y los de Génova eran incluso más numerosos.
O quizá Bagdad se recuperó porque es una importante encrucijada comercial, y por tanto una ciudad muy necesaria. Además de ser término occidental de la Ruta terrestre de la Seda, es término septentrional de la ruta marítima de las Indias. La ciudad no está propiamente junto al mar, claro, pero en su río Diylah hay un denso tráfico de grandes barcas fluviales que descienden llevadas por la corriente, o que suben contra corriente impulsadas por las pértigas, comunicando Bagdad con Basora, una ciudad situada en el sur, en el golfo Pérsico, adonde llegan los navíos árabes de alta mar. En todo caso, y sean cuales fueren los motivos que favorecieron la recuperación, Bagdad era, cuando nosotros llegamos allí, lo que había sido antes de los mongoles: un centro comercial rico, vital y activo.
Era una ciudad tan bella como activa. De todas las ciudades orientales que había conocido hasta entonces, Bagdad era la que más me recordaba a mi nativa Venecia. Los muelles del Diylah estaban tan llenos, y eran tan tumultuosos, caóticos y olorosos como la Riva de Venecia, aunque los barcos que se veían allí, todos construidos y tripulados por árabes, no podían compararse en modo alguno con los nuestros. Eran embarcaciones alarmantemente primitivas para confiarlas al agua, construidas sin clavijas, ni clavos ni sujeciones de hierro de ningún tipo; las tablas del casco estaban cosidas con cuerdas de alguna fibra basta. Sus costuras e intersticios no estaban recubiertos con brea para impermeabilizarlos, sino con una especie de grasa hecha con aceite de pescado. El más grande de estos barcos tenía un único remo de dirección, y no era demasiado manejable pues estaba firmemente engoznado en medio de la popa. Otra cosa deplorable de estos barcos árabes era el sucio sistema de almacenar sus cargamentos. Después de llenar la bodega con una carga de todo tipo de comestibles, dátiles, frutos, grano y cosas por el estilo, los barqueros árabes solían llenar la cubierta situada directamente sobre la bodega con un rebaño de animales, formado a menudo por caballos árabes de calidad. Eran animales realmente hermosos, pero evacuaban con tanta frecuencia y cantidad como cualquier caballo, y sus excrementos goteaban y se filtraban entre las tablas e iban a parar sobre el cargamento de comestibles guardados bajo cubierta.
Bagdad no está, como Venecia, comunicada por canales, pero sus calles siempre están rociadas de agua para que el polvo no se levante; y eso les da una fragancia húmeda que me recordaba a los canales. La ciudad tiene también muchas plazas abiertas, equivalentes a las piazze de Venecia. Algunas son plazas de mercado, los bazares; pero la mayoría son jardines públicos, pues los persas son unos enamorados de los jardines. (Según supe después la palabra que en farsi significa jardín, pairi-daeza, se transformó en nuestro término bíblico Paraíso). En estos jardines públicos hay bancos para que los paseantes descansen, arroyuelos que fluyen, muchos pájaros con sus nidos, árboles, arbustos, plantas perfumadas y flores radiantes, especialmente rosas, porque los persas son unos apasionados de las rosas. (A cualquier flor la llaman gul, aunque esa palabra en farsi significa concretamente rosa). Asimismo, los palacios de las familias nobles y las grandes casas de los ricos mercaderes están construidas alrededor de jardines privados, tan amplios, tan repletos de rosas y de pájaros, y tan parecidos a paraísos terrenales como los jardines públicos.
Supongo que en mi cabeza los términos musulmán y árabe eran intercambiables, y por tanto pensaba que toda comunidad musulmana debía ser indistinguible en cuanto a suciedad, bichos, mendigos y hedor se refiere de las ciudades, pueblos y puebluchos árabes que había atravesado. Me sorprendió agradablemente descubrir que los persas, aunque sean de religión islámica, tienden a mantener limpios sus edificios, sus calles, sus vestidos y a ellos mismos. También, la proliferación de flores por todas partes y una relativa disminución de mendigos hacían de Bagdad una ciudad más agradable y hasta menos pestilente, excepto, inevitablemente, alrededor del muelle y de los mercados del bazar.
Como es lógico, casi toda la arquitectura de Bagdad era peculiarmente oriental, sin embargo no resultaba totalmente exótica a mis ojos de occidental. Vi muchas filigranas de encaje hechas en piedra, los arabeschi, que Venecia también ha adoptado en la fachada de algunos edificios. Bagdad seguía siendo una ciudad musulmana, a pesar de haber sido absorbida por el kanato, pues los mongoles, a diferencia de la mayoría de conquistadores, no imponen en ningún lugar cambios de religión; y como tal estaba sembrada de esos grandes templos musulmanes, las masyids. Pero sus inmensas cúpulas no eran muy distintas de las de San Marcos y de las demás iglesias venecianas. Sus estilizadas torres de minarete apenas se diferenciaban de los campanili de Venecia, únicamente en que su sección solía ser redonda y no cuadrada y en que tenían balconcitos en la cúspide desde donde los muecines gritaban de vez en cuando para anunciar las horas de la oración.
Por cierto, en Bagdad todos estos muecines eran ciegos. Yo pregunté si era una condición necesaria para ese cargo, alguna exigencia del Islam, y me contestaron que no. Los ciegos hacen esta función de muecín convocando a la oración por dos razones prácticas. Como están incapacitados para la mayoría de los demás empleos, no pueden pedir por éste una paga alta. Y tampoco pueden aprovecharse pecaminosamente de su elevada posición, literalmente hablando; es decir, no pueden mirar lascivamente a cualquier mujer decente que suba a su azotea a quitarse el velo, o a veces algo más, y a tomar un baño de sol privado.
El interior de una masyid es muy distinto al de nuestras iglesias cristianas. En ninguna de ellas, y en ningún lugar, se encuentran estatuas, pinturas ni ninguna imagen reconocible. Creo que el Islam reconoce tantos ángeles, santos y profetas como el cristianismo, sin embargo, no permite ninguna representación, ni de ellos ni de ninguna otra criatura viva o que haya vivido alguna vez. Los musulmanes creen que Alá, como nuestro Dios Señor, creó todas las cosas vivientes. Pero a diferencia de nosotros, los cristianos, mantienen que toda creación, incluso una simple imitación de algo vivo en pintura, madera o piedra, debe estar reservada siempre a Alá. Su Corán les advierte que el Día del Juicio, cualquier creador de cualquier imagen se verá obligado a darle vida; si no puede hacerlo, y evidentemente no podrá, se le condenará al infierno por haberse imaginado capaz de realizar una imitación. Y aunque una masyid musulmana o un palacio o una mansión siempre tienen una gran riqueza decorativa, estas decoraciones no representan nada: consisten solamente en formas y colores y en intrincadas arabeschi. A veces es posible distinguir que estas formas están tejidas con la típica escritura árabe de gusanitos, construyendo alguna frase o versículo del Corán.
(Éstas cosas tan raras que aprendí sobre el Islam, y muchas otras cosas extrañas que también aprendí, se debieron a que en mi estancia en Bagdad primero tuve un maestro, y después otro, ambos raros y extraordinarios, pero ya hablaré de ellos en su momento).
Me impresionó especialmente un tipo de decoración que veía en las habitaciones interiores de todos los edificios privados y públicos de Bagdad. He de decir que la vi allí por primera vez, pero que después la seguí viendo en otros palacios, viviendas y templos a lo largo de toda Persia y también en otros lugares de Oriente. Creo que podría aprovechar la idea cualquier persona en cualquier lugar del mundo que ame los jardines, y ¿quién no ama un jardín?
En realidad, es una manera de meter un jardín dentro de casa, sin tener que cuidarlo, ni escardarlo ni regarlo nunca. En Persia le llaman qali, y consiste en una especie de alfombra o tapiz que se extiende en el suelo o se cuelga de una pared, pero no se parece a ningún otro objeto occidental que yo conozca. El qali está coloreado con todos los colores de un exuberante jardín, y sus líneas forman el perfil de multitud de flores, parras, enredaderas y hojas, o sea todos los elementos de un jardín, formando bellos dibujos. (Sin embargo, para respetar la prohibición coránica de las imágenes, las flores representadas en un qali persa no se parecen a ninguna conocida). La primera vez que vi un qali pensé que el jardín debía de estar pintado o bordado encima. Pero al examinarlo detenidamente me di cuenta de que toda esa complejidad estaba tejida. Me maravillaba que un tejedor de tapices pudiera lograr algo tan delicioso, simplemente con la urdimbre y la trama de hilazas teñidas, y hasta al cabo de algún tiempo no descubrí el maravilloso modo de realizarlo.
Pero con esto me he anticipado ya a mi historia.
Los tres llevamos nuestros cinco caballos a través del tambaleante y ondulante puente de barcas que se tendía sobre el río Diylah. En el muelle de Bagdad, que estaba lleno de personas de todas las razas, vestidos y lenguas, nos acercamos al primero que vimos vestido con ropa occidental. Era un genovés; pero debo aclarar que todos los occidentales cuando están en Oriente se tratan entre sí con bastante cordialidad, incluso los genoveses y los venecianos, a pesar de sus rivalidades comerciales y de que sus repúblicas nativas puedan en ese momento estar enzarzadas en una de sus frecuentes guerras marítimas. El mercader genovés nos dijo amablemente el nombre del actual sha, shahinshah Zaman Mirza, y nos indicó el palacio, situado en «el barrio Karj, reservado a la realeza».
Cabalgamos hacia allí, encontramos el palacio en un jardín cercado y nos dimos a conocer a los guardas de la puerta. Los cascos de estos guardas parecían de oro macizo, aunque era imposible porque su peso habría resultado insoportable; pero aunque sólo fueran de madera o cuero chapado, eran objetos de gran valor. Eran también objetos interesantes pues su forma permitía que sus portadores dejaran ver una abundancia de pelo y patillas con dorados rizos. Uno de los guardas entró por la puerta y atravesó el jardín hasta el palacio. Cuando regresó y nos hizo señales, otro guarda se hizo cargo de nuestros caballos y nosotros entramos.
Nos condujeron a una habitación con suelos y paredes ricamente revestidos de magníficos qalis donde se hallaba el shahinshah, medio sentado medio reclinado sobre un diván de almohadones amontonados, de colores también luminosos y ricas telas. Pero él no iba vestido con tonos alegres: desde el turbante hasta las babuchas, sus atuendos eran de un uniforme marrón pálido. Para los persas, éste es el color del luto, y el sha entonces siempre vestía de marrón pálido para lamentar su perdido imperio. Nos sorprendió bastante, por tratarse de una casa musulmana, ver que una mujer ocupaba otro montón de cojines a su lado, y que en la sala se encontraban otras dos mujeres. Hicimos las pertinentes reverencias acompañadas de salaams, y aún estábamos inclinados cuando mi padre saludó al shahinshah en lengua farsi, y luego levantó sobre sus dos manos la carta del kan Kubilai. El sha la cogió y leyó en voz alta su saludo:
—«Serenísimos, potentísimos, altísimos, nobles, ilustres, honorables, sabios y prudentes emperadores, ilkanes, shas, reyes, señores, príncipes, duques, condes, barones y caballeros, como también magistrados, oficiales, jueces y regentes de todas las buenas ciudades y lugares, sean eclesiásticos o seculares, quienes vean este firman o lo oigan leer…».
Cuando el shahinshah hubo estudiado el documento entero, nos dio la bienvenida, dirigiéndose a cada uno de nosotros como «mirza Polo». Eso resultaba un poco confuso, pues yo había entendido que mirza era uno de sus nombres. Pero según observé, él utilizaba la palabra como un título honorífico de respeto, equivalente al jeque de los árabes. Y finalmente, me di cuenta de que mirza delante de un nombre significa lo mismo que micer en Venecia, y cuando se pospone al nombre significa realeza. El nombre del sha en realidad era simplemente Zaman, y su título entero de shahinshah significa sha de todos los shas; y nos presentó a la dama que estaba junto a el como a su primera esposa real o shahryar, con el nombre de Zahd.
Eso fue prácticamente todo lo que consiguió decir ese día, porque en cuanto la shahryar Zahd se introdujo en la conversación demostró ser una efusiva e incansable habladora. Nos dio su bienvenida personal a Persia, a Bagdad y al palacio, interrumpiendo primero a su marido, y luego haciéndole callar; mandó a nuestro guardián acompañante que regresara a la puerta, golpeó un pequeño gong que tenía a su lado para hacer venir a un maggiordomo de palacio, al que según nos dijo llamaban visir; le dio instrucciones para que preparase nuestros aposentos en palacio y nos asignó nuestros criados. Luego nos presentó a las otras dos mujeres de la sala: una era su madre y la otra la hija mayor de ella y del sha Zaman, y nos informó de que ella misma, Zahd Mirza, era una descendiente directa de la fabulosa Balkis, reina de Sabea, que por supuesto también lo eran su madre y su hija; y nos recordó que la famosa visita de la reina Balkis al Padsha Solaiman estaba citada tanto en los anales del Islam como en los del judaísmo y cristianismo (observación que me permitió reconocer a la reina de Saba y al rey Salomón bíblicos). Luego siguió informándonos de que la propia reina Balkis era una yinniyeh, descendiente de un demonio llamado Eblis, que era el yinni jefe de todos los demonios yinn, y que además…
—Contadnos, mirza Polo —dijo el sha casi desesperadamente a mi padre—, algo de vuestro viaje.
Mi padre obedientemente comenzó un relato de nuestros viajes, pero no había llegado a sacarnos aún de la laguna de Venecia cuando la shahryar Zahd saltó con una descripción lírica de varias piezas de cristal de Murano que había comprado recientemente a un mercader veneciano en el centro de Bagdad, y eso le trajo a la memoria un viejo cuento persa poco conocido sobre un vidriero que en una ocasión fabricó un caballo de vidrio soplado y persuadió a un yinni para que con un hechizo mágico hiciera volar al caballo como un pájaro, y…
El cuento era bastante interesante, pero inverosímil, o sea que trasladé mi atención a las otras dos mujeres de la sala. La presencia misma de mujeres en una reunión de hombres, sin mencionar la incansable garrulería de la shahryar, era prueba de que los persas no ocultan ni secuestran a sus mujeres como la mayoría de los demás musulmanes. Los ojos de aquellas mujeres podían verse sobre un simple medio velo chador, que además era bastante transparente y no ocultaba la nariz, la boca ni la barbilla. Vestían en la parte superior del cuerpo blusa y chaleco, y en la inferior el voluminoso pai-yamah. Sin embargo, aquellas ropas no eran gruesas ni con abundantes capas como las de las mujeres árabes, sino gasas finas y translúcidas que permitían fácilmente distinguir y apreciar las formas de sus cuerpos.
Sólo eché un vistazo a la envejecida abuela: arrugada, huesuda, jorobada, casi calva, con desdentadas encías que apretaba sobre sus granulosos labios, con ojos enrojecidos y legañosos. Una mirada al vejestorio me bastó. Pero su hija, la shahryar Zahd Mirza, era una mujer excepcionalmente bella, por lo menos cuando no hablaba, y la hija de ella era una muchacha de mi edad, de magnífica belleza y buen talle. Era la princesa heredera o shahzrad, se llamaba Magas, que significa mariposa nocturna, y llevaba como subtítulo el mirza real. He olvidado decir que los persas no son, como los árabes, de tez oscura y fangosa. Aunque todos tienen también el cabello negro azulado y los hombres llevan barbas del mismo color, como la de tío Mafio, su piel es tan clara como la de cualquier veneciano, y muchos no tienen los ojos de color marrón sino más claros. La shahzrad Magas Mirza en ese momento me estaba calibrando con sus ojos verde esmeralda.
—Hablando de caballos —dijo el sha agarrándose a la cola del caballo volador del cuento, antes de que su mujer pudiera recordar alguna otra historia—, vosotros, caballeros, deberíais pensar en cambiar vuestros caballos por camellos antes de abandonar Bagdad. Yendo hacia el oeste hay que atravesar el Dast-e-Kavir, un inmenso y terrible desierto. Los caballos no pueden resistir…
—Los caballos mongoles pudieron —le contradijo agudamente su esposa—. Un mongol va a cualquier parte a caballo, y ninguno cabalgó jamás un camello. Os contaré cómo desprecian y maltratan a los camellos. Cuando estaban sitiando esta ciudad, los mongoles capturaron una manada de camellos, los cargaron con fardos de hierba seca, prendieron fuego al heno e hicieron huir a los pobres animales por nuestras calles. Los camellos, con el fuego quemando ya su piel y sus gibas de grasa corrían en estampida, enloquecidos por la agonía, y era imposible capturarlos. Recorrieron a toda velocidad nuestras calles, de un lado a otro, y prendieron fuego a casi todo Bagdad, antes de que las llamas los consumieran, atacaran sus centros vitales y murieran desplomados.
—Vuestro viaje —nos dijo el sha, cuando la shahryar se detuvo para tomar aliento— puede ser mucho más corto si hacéis parte del camino por mar. Desde aquí podríais dirigiros hacia el sureste, a Basora, o incluso más hacia el golfo, a Hormuz, y comprar pasaje para algún barco que vaya a la India.
—En Hormuz —dijo la shahryar Zahd— cada hombre sólo tiene el pulgar y los dos dedos exteriores de la mano derecha. Y os diré por qué. Ésa ciudad portuaria ha conservado durante muchos años su importancia e independencia, debido a que todos sus ciudadanos se han entrenado siempre como arqueros en su defensa. Cuando los mongoles asediaron Hormuz bajo el mando del ilkan Hulagu, el ilkan hizo un ofrecimiento a los padres de la ciudad. Les dijo que si le prestaban sus arqueros el tiempo necesario para ayudarlos a conquistar Bagdad, dejaría en pie Hormuz, mantendría su independencia y dejaría con vida a sus ciudadanos arqueros. También prometió que permitiría a los hombres volver a Hormuz para defenderla de nuevo. Los padres de la ciudad aceptaron, y sus hombres, aunque a regañadientes, se unieron a Hulagu en el asedio de esta ciudad, lucharon con valor, y finalmente nuestra querida Bagdad fue derrotada.
Tanto ella como el sha suspiraron profundamente.
—Bien —continuó la shahryar—, a Hulagu le impresionó tanto el valor y la destreza de los hombres de Hormuz que, acto seguido, los mandó acostarse con todas las jóvenes mujeres mongoles que acompañan siempre a sus ejércitos. Como veis, Hulagu deseaba incorporar la potencia de la simiente de Hormuz a la descendencia mongol. Tras varias noches de forzosa cohabitación, cuando Hulagu supuso que sus hembras se habían impregnado suficientemente, mantuvo su promesa y liberó a los arqueros para que volvieran a Hormuz. Pero antes de dejarlos partir, amputó a cada hombre los dos dedos que sujetan la cuerda del arco. En efecto, Hulagu cogió el fruto de los árboles y luego los taló. Aquéllos hombres mutilados no podían en absoluto defender Hormuz, y por supuesto la ciudad pronto se convirtió, como nuestra querida y derrotada Bagdad, en una posesión del kanato mongol.
—Querida mía —dijo el sha, aturdido—, estos caballeros son emisarios de ese kanato. La carta que me presentaron es un firman del propio gran kan Kubilai. Dudo mucho que les divierta oír relatos sobre… ejem, sobre la mala conducta de los mongoles.
—Oh, no, podéis contar atrocidades con toda libertad, sha Zaman —tronó mi tío sinceramente—. Aún somos venecianos, no mongoles adoptivos, ni apologistas suyos.
—En ese caso podré contaros —prosiguió la shahryar, inclinándose de nuevo con impaciencia— el trato terrorífico que Hulagu dio a nuestro califa al-Mustasim-Billah, el hombre más santo del Islam.
El sha suspiró otra vez y fijó su mirada en un punto lejano de la habitación.
—Como quizá vos ya sabéis, mirza Polo, Bagdad era para el Islam lo que Roma es para la cristiandad. Y el califa de Bagdad era para los musulmanes lo que vuestro Papa es para los cristianos. Así, cuando Hulagu sitió esta ciudad, propuso las condiciones de la rendición al califa Mustasim, no al sha Zaman —dirigió un rápido parpadeo despreciativo a su marido—. Hulagu ofreció levantar el cerco si el califa accedía a ciertas peticiones, entre ellas entregar gran cantidad de oro, pero éste se negó diciendo: «Nuestro oro alimenta nuestro santo Islam». Y el sha reinante no se opuso a esta decisión.
—¿Qué podía hacer yo? —preguntó el sha con débil voz, como si fuese un tema ya muy discutido—. El poder espiritual es superior al temporal.
Su mujer continuó implacable:
—Bagdad podía haber resistido a los mongoles y a sus aliados de Hormuz, pero no pudo resistir el hambre impuesta por el asedio. Nuestro pueblo comió todo lo comestible, hasta ratas de ciudad, pero la gente se fue debilitando, muchos murieron y los demás ya no pudieron seguir luchando. Cuando la ciudad inevitablemente cayó, Hulagu encarceló al califa Mustasim en reclusión solitaria, y le hizo padecer más hambre todavía. Al final, el viejo santo tuvo que suplicar que le dieran de comer. Hulagu con sus propias manos le dio una bandeja llena de monedas de oro, y el califa gimió: «Ningún hombre puede comer oro». Entonces Hulagu dijo: «Tú lo llamaste alimento cuando yo te lo pedí. ¿No alimentaba vuestra ciudad santa? Reza, entonces, para que te alimente a ti». Luego fundió el oro y vertió el metal líquido incandescente en la garganta del anciano, matándole de un modo horrible. Mustasim fue el último representante de un califato que había durado más de quinientos años, y ahora Bagdad ya no es ni la capital de Persia ni del Islam.
Movimos la cabeza en un gesto de debida conmiseración, lo cual animó a la shahryar a añadir:
—Un ejemplo de lo bajo que ha caído el shanato: aquí, mi marido, el sha Zaman, que fue en el pasado shahinshah de todo el Imperio persa, actualmente se dedica ¡a cuidar palomas y a recoger cerezas!
—Querida… —dijo el sha.
—Es verdad. Uno de los kanes menores de algún lugar de Oriente, a quien ni siquiera conocemos, tiene afición a las cerezas maduras. También le encantan las palomas, y sus palomas están amaestradas para regresar siempre a casa desde cualquier lugar a donde las lleven. Ahora tenemos varios cientos de esas ratas emplumadas en un palomar situado junto a los establos de palacio, y hay una diminuta bolsa de seda para cada una. Mi marido, el emperador, ha recibido órdenes. El próximo verano, cuando nuestras huertas maduren, tenemos que recoger las cerezas, poner una o dos en cada bolsita, atarlas a las patas de las palomas y dejarlas sueltas. Del mismo modo que el ave ruj lleva por el aire a hombres, leones y princesas, las palomas llevarán nuestras cerezas al ilkan que las espera. Si no pagamos este humillante tributo, sin duda vendrá desbocado desde Oriente y volverá a asolar nuestra ciudad.
—Querida, estoy seguro de que los caballeros están cansados de… su viaje —dijo el sha, que parecía él mismo bastante fatigado. Tocó el gong para llamar al visir una vez más, y nos dijo—: Desearéis descansar y refrescaros. Hacedme el honor, pues, de cenar con nosotros esta noche.
El visir, un hombre melancólico y de mediana edad llamado Yamsid, nos mostró nuestros aposentos, tres habitaciones comunicadas por puertas. Todas estaban bien amuebladas, con muchos qali en suelos y paredes, ventanas con taracea de piedra y vidrios incrustados, y mullidas camas con edredones y almohadas. Ya habían trasladado el equipaje de nuestros caballos hasta allí.
—Y aquí tenéis un criado para cada uno —dijo el visir, presentando a tres esbeltos jóvenes barbilampiños—. Todos ellos son expertos en el arte indio del champna, y lo ejecutarán para vosotros después de visitar el hammam.
—Ah, sí —dijo mi tío Mafio con voz complacida—. No tenemos probado un champú, Nico, desde que atravesamos el Tazhikistán.
Así que nos sometimos de nuevo al lavado y refrigerio de un hammam, elegantemente instalado en esta ocasión, en donde nuestros tres jóvenes criados nos sirvieron de masajistas. Después nos tumbamos desnudos en las camas separadas de nuestras respectivas habitaciones, para proceder al llamado champna (o champú, como lo había pronunciado mi tío). Yo no tenía ni idea de qué podía esperar; me sonaba como un espectáculo de danza. Pero resultó que el criado me restregó, me golpeó y amasó todo mi cuerpo, más enérgicamente que en los masajes de hammam, y no con la intención de expulsar la suciedad del cuerpo sino de ejercitar cada parte de tal manera que uno se sintiera incluso más saludable y vigorizado que después de un baño en el hammam.
Mi joven sirviente, Karim, me daba golpes, me pellizcaba y me retorcía; y al principio era doloroso. Pero al cabo de un rato, mis músculos, articulaciones y tendones, entumecidos por el largo trayecto a caballo, comenzaron a destensarse y desatarse bajo ese asalto; y poco a poco fui disfrutándolo, noté cierto alivio y sentí el hormigueo de la vitalidad. Como era de esperar, una parte impertinente comenzó a avivarse indiscretamente, y eso me produjo cierto embarazo. Luego me sorprendió que Karim, con mano evidentemente diestra, comenzara a ejercitar también esa parte.
—Eso puedo hacerlo yo mismo —dije secamente— si lo considero necesario.
Se encogió de hombros con delicadeza y respondió:
—Como el mirza mande. Cuando el mirza ordene —y se concentró en partes mías no tan íntimas.
Finalmente cesó el magreo, y yo seguí tumbado dudando entre echarme una siestecita o levantarme de un salto para hacer ejercicios atléticos, y él pidió que le excusara:
—Debo atender al mirza, vuestro tío —me explicó—. Pues un hombre tan grande nos necesitará a nosotros tres para que le hagamos un champna adecuado.
Le di mi venia para que se fuera y me abandoné a mi somnolencia. Creo que mi padre también durmió el resto de la tarde, pero tío Mafio debió de someterse a una sesión completa y concienzuda, porque los tres jóvenes justamente salían de su habitación cuando Yamsid vino a vernos vestido para la cena. Nos traía prendas nuevas y aromatizadas con mirra al estilo persa: el ligero pai-yamah, la holgada camisa de ajustados puños, cortos chalecos y bellamente bordados para ponernos encima de la camisa, kamarbands para ceñirnos el talle, zapatos de seda de puntas curvadas hacia arriba, y turbantes en vez de kaffiyahs para la cabeza. Mi padre y mi tío se ataron su turbante con gran habilidad y perfectamente; pero el joven Karim tuvo que enseñarme a atar y plegar el mío. Cuando estuvimos vestidos, todos parecíamos mirzas excepcionalmente guapos, nobles y genuinamente persas.
El visir Yamsid nos condujo a un comedor grande, aunque no imponente, iluminado con antorchas y rodeado de criados y ayudantes. Todos eran hombres, y únicamente se sentó con nosotros ante el suntuoso mantel el sha Zaman. Vi con cierto alivio que la poca ortodoxia de palacio no llegaba hasta el punto de dejar que las mujeres se sentaran a comer normalmente con los hombres, violando así la costumbre musulmana. El sha y nosotros cenamos sin ser interrumpidos por la facundia de la shahryar, y él sólo habló de su esposa una vez:
—La primera esposa, que es de sangre real sabea, nunca se resignó a que ese shanato estuviera anteriormente subordinado al califa ni de que ahora esté subordinado al kanato. La shahryar Zahd, como una yegua árabe de pura sangre, corcovea para no ser enjaezada. Pero, por lo demás, es una excelente consorte, y más tierna que la cola de un cordero bien cebado.
Sus símiles de corral quizá explicaban que ella pareciese ser el gallo de ese corral y él la gallina más picoteada, pero a mi entender no lo excusaban. Sin embargo, el sha resultó una agradable compañía y bebió con nosotros como un cristiano; liberado de su mujer era un buen conversador. Cuando yo comenté que me emocionaba estar siguiendo los mismos caminos que Alejandro el Magno había recorrido, el sha dijo:
—Esos caminos terminaron no lejos de aquí, como vos sabéis, después de que Alejandro regresara de conquistar Cachemira, Sind y el Punjab indio. Sólo a catorce farsajs de aquí están las ruinas de Babilonia en donde Alejandro murió, según se dice, de una fiebre producida al beber en exceso vino de Shiraz.
Agradecí la información al sha, pero en mi fuero interno me preguntaba si alguien podía beber una dosis mortal de aquel líquido pegajoso. Hasta en Venecia había oído a algunos viajeros recordar con entusiasmo el vino de Shiraz, y también se elogiaba mucho en canciones y fábulas, pero nosotros lo bebimos en aquella misma comida y a mí me pareció que no llegaba a la altura de su reputación. Es un vino de un color naranja poco apetitoso, empalagosamente dulce y espeso como la melaza. Llegué a la conclusión de que para beber cierta cantidad había que estar empeñado en emborracharse.
Sin embargo, los demás componentes de la comida fueron de una exquisitez incalificable. Había pollo cocinado con zumo de granada, cordero lechal adobado y asado a la manera llamada kabab; un sorbete de sabor a rosas enfriado con nieve; un dulce hinchado y tembloroso, como un turrón batido, hecho de fina harina blanca, crema, miel y delicadamente condimentado con aceite de pistacho, llamado baleš. Después de la comida nos recostamos en nuestros almohadones y sorbimos un exquisito licor de pétalos de rosa exprimidos, mientras contemplábamos a dos luchadores de la corte, desnudos, relucientes y embadurnados con aceite de almendra, que intentaban doblarse el uno al otro o partirse en dos. Acabaron la demostración ilesos, y después escuchamos a un juglar de corte tocar un instrumento de cuerda llamado al-ud, muy parecido a un laúd, mientras recitaba poemas persas, de los cuales sólo puedo recordar que cada línea terminaba con una especie de chillido de ratón o sollozo lastimero.
Cuando terminó el tormento, los mayores me dieron permiso para ir a divertirme solo, si lo prefería. Fue lo que hice y dejé a mi padre y a mi tío discutiendo con el sha sobre las diferentes rutas terrestres y marítimas que podíamos tomar al salir de Bagdad. Me marché de la habitación y caminé por un largo pasillo, con muchas puertas cerradas guardadas por gigantes que llevaban lanzas o sables šimsir. Todos lucían el mismo tipo de casco que había visto en las puertas de palacio, pero algunos de aquellos guardias tenían la cara negra como los africanos o marrón como los árabes, lo cual no hacía juego con el pelo de los cascos esculpidos en oro.
Al final del pasillo, encontré un arco sin vigilante que conducía a un jardín exterior, y allí me metí. La luna llena, como una enorme perla refulgente en el negro terciopelo de la noche, iluminaba suavemente los lisos senderos de grava y los exuberantes arriates de flores. Me paseé por allí distraídamente, admirando aquellas flores nuevas para mí, que me resultaban aún más extrañas con el brillo de aquella luz perleante. Después me hallé ante algo tan insólito Que me asombró: un arriate que, de modo visible y en todo su conjunto, estaba haciendo algo. Me detuve intrigado a contemplar esa cosa que parecía tener un comportamiento deliberado y tan poco vegetal. El arriate de flores cubría una enorme área circular, dividida a guisa de pastel en doce porciones, y cada segmento estaba densamente cubierto por una variedad distinta de flores plantadas. Todas ellas estaban en el momento de la floración, pero en diez de las porciones las flores habían cerrado sus capullos, como hacen muchas flores de noche. Sin embargo, en un segmento, algunas flores rosa pálido comenzaban a cerrar sus pétalos, y en el segmento contiguo unas flores blancas de gran tamaño abrían en aquel momento sus capullos derramando en la noche un embriagador perfume.
—Es el gulsa’at —dijo una voz que también parecía perfumada. Me di la vuelta y vi a la joven y linda shahzrad y, algunos pasos detrás suyo, a la anciana abuela. La princesa Magas continuó:
—Gulsa’at significa esfera de flores. En vuestro país tenéis relojes de arena y de agua para saber la hora, ¿no es cierto?
—Sí, shahzrad Magas Mirza —respondí, procurando utilizar su insigne nombre entero.
—Puedes llamarme Magas —dijo con una dulce sonrisa, visible a través de su diáfano chador. Señaló al gulsa’at—. Ésta esfera de flores también nos indica las horas, pero no hay que darle la vuelta ni rellenarla nunca. En este arriate redondo, cada especie de flor se abre de modo natural a cierta hora del día o de la noche, y se cierra a otra. Se han seleccionado por la regularidad de sus hábitos, y están plantadas siguiendo una secuencia determinada, y ¡mirad!… anuncian silenciosamente cada una de las doce horas que nosotros contamos de un atardecer a otro.
—Ésta esfera es tan bella como vos, princesa Magas —dije osadamente.
—Mi padre, el sha, disfruta midiendo el tiempo —explicó ella—. Aquélla es la masyid de palacio en donde rezamos, pero es también un calendario. En una de las paredes hay unos orificios para que el sol en su giro dirija cada amanecer su luz de un agujero a otro, indicando el día y el mes.
Yo, de un modo parecido, di la vuelta lentamente alrededor de la muchacha hasta situarla entre la luna y yo, para que su luz se filtrara por su transparente vestido y perfilara su delicioso cuerpo. Sin duda, la vieja abuela captó mi intención, porque me sonrió malignamente dejando ver sus peladas encías.
—Y aquello de más allá —continuó la princesa— es el anderun, donde residen todas las demás mujeres y concubinas de mi padre. Tiene más de trescientas, o sea que si quisiera podría estar con una diferente casi cada noche del año. Sin embargo, prefiere a mi madre, la primera esposa, y lo único malo es que ella se pasa la noche hablando. Por eso mi padre sólo se acuesta con alguna de las otras cuando desea tener un sueño tranquilo.
Mientras miraba el cuerpo de la shahzrad que la luna me revelaba, sentí que mi propio cuerpo se excitaba tan vivamente como durante la sesión de champna. Me alegré de no llevar las ceñidas calzas venecianas, porque hubieran marcado escandalosamente mis protuberancias. Vestido como iba, con un simple pai-yamah, pensaba que mi erección no era visible. Pero la princesa Magas debió de notarlo no sé cómo, porque para enorme asombro mío dijo:
—Te gustaría llevarme a la cama y hacer zina conmigo, ¿no es cierto?
Yo balbuceé, después tartamudeé, y finalmente conseguí decir:
—Seguramente, no deberíais hablar así, princesa, en presencia de vuestra real abuela. Supongo que es vuestra… —como no sabía la palabra en farsi, lo dije en francés—, vuestro chaperon, ¿no?
La shahzrad hizo un gesto indiferente y dijo:
—La vieja está tan sorda como ese gulsa’at. No te preocupes y contéstame. Te gustaría meter tu zab en mi mihrab, ¿no?
Yo, tragando saliva, y a punto de atragantarme, respondí:
—¿Cómo podría aspirar a tanto?… porque… una alteza real…
Ella asintió con la cabeza y dijo expeditivamente:
—Creo que podemos arreglarlo. No, no me agarres ahora. La abuela puede ver, aunque no pueda oír. Debemos ser discretos. Pediré permiso a mi padre para ser tu guía mientras estés aquí, y te enseñaré las delicias de Bagdad. Puedo ser muy buena guía de esas delicias. Ya lo verás.
Y con esto, se alejó por el jardín bañado por la luz de la luna, dejándome estupefacto y tembloroso, casi vibrando. Cuando regresé tambaleándome a mi habitación, Karim me estaba esperando para ayudarme a que me quitara las extrañas ropas persas; se rió, profirió exclamaciones admirativas y me dijo:
—¡Seguro que ahora el joven mirza dejará que complete el relajante champna! —se echó aceite de almendra en la mano, y lo hizo como un gran experto; o sea que al poco rato caí lánguidamente dormido.
A la mañana siguiente dormí hasta tarde, igual que mi padre y mi tío, pues su consulta con el sha Zaman se había prolongado hasta bien entrada la noche. Mientras tomábamos el desayuno que los sirvientes trajeron a nuestra estancia, me dijeron que estaban considerando la propuesta del sha de viajar por mar hasta la India. Pero primero tenían que averiguar si era posible. Así que cada uno se trasladaría a un puerto del golfo, mi padre a Hormuz y mi tío a Basora, y verían si, como creía el sha, podían convencer a un capitán mercante árabe para que se prestara a llevar en su nave a unos comerciantes rivales de Venecia.
—Cuando hayamos resuelto la cuestión —dijo mi padre— nos volveremos a reunir aquí, en Bagdad, porque el sha querrá que llevemos de su parte muchos regalos para el gran kan. O sea, Marco, que puedes venir al golfo con uno de nosotros dos, o puedes quedarte aquí a esperarnos.
Pensando en la shahzrad Magas, pero teniendo el acierto de no mencionarla, dije que me quedaría, que así tendría la oportunidad de conocer Bagdad más a fondo.
Tío Mafio replicó con un bufido:
—¿Quieres conocerla tan bien como conociste Venecia cuando estábamos de viaje? En verdad, no hay muchos venecianos que lleguen a conocer el Vulcano por dentro. —Y preguntó a mi padre—: ¿Consideras prudente, Nico, dejar a este malanòso solo en una ciudad extranjera?
—¿Solo? —protesté—. Tengo al criado Karim, y… —de nuevo me abstuve de mencionar a la princesa Magas— y a toda la guardia de palacio.
—Esos son responsables ante el sha, no ante ti ni ante nosotros —dijo mi padre—. Si te metieras de nuevo en algún apuro…
Yo, indignado, les recordé que mi último apuro había consistido en salvarlos de ser asesinados mientras dormían, que entonces me habían elogiado, y que por ese motivo seguía aún con ellos, y…
Mi padre me interrumpió severamente con un proverbio:
—Uno ve mejor hacia atrás que hacia adelante. No vamos a ponerte un guardián, hijo mío. Pero creo que sería una buena idea comprar un esclavo que fuese tu criado personal y mirara por tus intereses. Iremos al bazar.
El melancólico visir Yamsid nos acompañó para servirnos de intérprete si nuestro dominio del farsi resultaba insuficiente. Por el camino nos explicó algunas curiosidades que yo veía por primera vez. Por ejemplo, en la calle observé que los hombres no dejaban que sus barbas de color negro azulado encanecieran al envejecer. Vi que todos los hombres tenían la barba de un violento color rosa anaranjado, como el vino de Shiraz. Yamsid explicó que eso se conseguía con un tinte fabricado con las hojas de un arbusto llamado hinna, que las mujeres también utilizaban mucho como cosmético, y los carreteros para adornar sus caballos. Debería mencionar que los caballos utilizados en Bagdad para arrastrar carruajes y carros no son los magníficos caballos árabes de cabalgadura, sino unos diminutos, no mayores que los perros mastines, y resultan muy bonitos con sus agitadas crines y colas teñidas de ese brillante color rosa anaranjado.
Por las calles de Bagdad había personas de muchos otros países. Algunos vestían ropas occidentales y tenían, como nosotros, rostros que serían blancos si no los hubiera oscurecido el sol. Los había con la cara negra, marrón, otros de una especie de tono canela, y muchas caras parecían cueros curtidos. Éstos eran los mongoles de las guarniciones ocupantes, vestidos todos con armadura de cuero barnizado o con mallas metálicas, que caminaban con aire despectivo entre la multitud de las calles dando zancadas y apartando de en medio a quien se interpusiera en su camino. También había por las calles muchas mujeres con teces de distintos tonos. Las personas vestían ligeros velos, algunas ni siquiera llevaban chador, costumbre bastante inusual en una ciudad musulmana. Pero, incluso en una ciudad liberal como Bagdad, ninguna mujer iba sola; cualquiera que fuese su raza o nacionalidad, siempre iba acompañada por una o varias mujeres o por un acompañante masculino de volumen considerable y rostro barbilampiño.
Me deslumbró tanto el bazar de Bagdad que apenas podía creer que aquella ciudad hubiera sido conquistada, saqueada y sometida a tributo por los mongoles. Debió de recuperarse dignamente de su reciente empobrecimiento, porque era el centro comercial más rico y próspero que había visto hasta entonces; superaba en mucho a todos los mercados de Venecia por la variedad, abundancia y valor de las mercancías en venta.
Los mercaderes de telas esperaban con aire orgulloso entre los fardos y rollos de tejidos de seda, lana, pelo de cabra de Ankara, algodón, lino, pelo de camello fino y el camelote más grueso. Había tejidos orientales aún más exóticos, como la muselina de Mosul, el dungri de la India, el bajram de Bujara y el damasquillo de Damasco. Los comerciantes de libros exhibían volúmenes de fina vitela, de pergamino y papel, magníficamente ilustrados con muchos colores y pan de oro. La mayoría de los libros me resultaban incomprensibles, pues eran copias de obras de autores persas como Sadi y Nimazi, y porque, como es lógico, estaban escritos en farsi con la escritura árabe de convulsivos gusanillos. Pero al ver las ilustraciones de uno de ellos, titulado Iskandarnama, pude reconocer que se trataba de una versión persa de mi lectura favorita, El Libro de Alejandro.
En las boticas del bazar se apilaban frascos y ampollas de cosméticos para hombres y mujeres: al-kohl negro, malaquita verde, summaq marrón, hinna rojiza, enjuagues de colirio para dar brillo a los ojos, perfumes de nardo, mirra, incienso y attar de rosas. Había pequeñas bolsitas con un polvo fino casi impalpable que según dijo Yamsid eran semillas de helecho, empleadas para volverse invisibles quienes conocían los encantamientos mágicos que debían acompañarlos. Había un aceite llamado triaca que se obtenía exprimiendo pétalos y vainas de amapola; y según dijo Yamsid, los médicos lo recetaban para aliviar calambres y otros dolores, pero cualquier persona abatida por la vejez o la miseria podía comprarlo y tomárselo como una manera fácil de acabar con una vida insoportable.
El bazar también brillaba, relucía y fulguraba con metales preciosos, gemas y piezas de joyería. Pero de todos los tesoros que allí se vendían, el que más me gustó fue uno muy concreto. Había un mercader que vendía exclusivamente ejemplares de un cierto juego de mesa. En Venecia lo llaman, sin mucha imaginación, el Juego de los Cuadrados, y se juega con piezas baratas talladas en maderas ordinarias. En Persia ese juego se llama la Guerra de los Shas, y las piezas del juego son auténticas obras de arte, valoradas por encima de las posibilidades de cualquiera que no sea un sha auténtico o alguien de equiparable riqueza. En un típico tablero que ofrecía ese mercader de Bagdad, los cuadrados eran de ébano y marfil alternados, materiales caros ya de por sí. Las piezas de un lado (el sha y su general, los dos elefantes, los dos camellos, los dos guerreros ruji y los ocho soldados de infantería pedayeh) era de oro incrustado con gemas y las otras dieciséis piezas del lado opuesto eran de plata incrustada con gemas. No puedo recordar el precio que pedían por él, pero era desorbitado. Tenía otros juegos de shas de diversos materiales: porcelana, jade, maderas preciosas, cristal puro; y todas las piezas estaban esculpidas tan exquisitamente como si fuesen estatuas en miniatura de monarcas vivientes con sus generales y sus hombres armados.
Vimos comerciantes de ganado, y no tan sólo de caballos, jacas, asnos y camellos, sino también de otros animales. Algunos los conocía sólo de oídas y los vi aquel día por primera vez, como un oso grande y peludo que me recordaba a mi tío Mafio; una especie de delicado ciervo llamado qazel, que la gente compraba para embellecer sus jardines; y un perro salvaje amarillo llamado šaqal, que los cazadores podían amaestrar y entrenar para que atacara y matara a un jabalí en plena embestida. (Un cazador persa puede enfrentarse sólo con su cuchillo a un león salvaje, pero le da miedo encontrarse con un puerco salvaje. Si se tiene en cuenta que un musulmán evita incluso hablar de una comida de cerdo, seguramente debe considerar que morir en los colmillos de un jabalí es una muerte horrorosa, más allá de lo imaginable). También vimos en el mercado de ganado el šuturmurq, que significa «pájaro-camello», y que realmente parece un cruce de razas de estas dos criaturas distintas. El pájaro-camello tiene el cuerpo, las plumas y el pico de un ganso gigante, pero su cuello está desplumado y es largo como el de un camello, y sus dos patas son largas y desgarbadas como las cuatro de ese animal, y sus pies aplanados son tan grandes como las pezuñas del camello, y no puede volar más de lo que vuela un camello. Yamsid nos dijo que capturaban y guardaban este animal por la única cosa bonita que podía ofrecer: las ondulantes plumas que crecían en su grupa. También había monos en venta, el mismo tipo de los que a veces los toscos marineros llevan a Venecia, en donde se los llama simiazze: son esos monos tan grandes y feos como los niños etíopes. Yamsid llamó a esos animales nedyis, que significa «indeciblemente sucios», pero no me dijo el porqué de ese nombre ni qué motivo tendría una persona, aunque fuese un marinero, para comprar un animal semejante.
En el bazar había muchos fardarbab, o adivinos. Eran hombres viejos, resecos, con barbas anaranjadas, agachados detrás de bandejas llenas de arena cuidadosamente alisada. El cliente que pagaba una moneda sacudía la bandeja y la arena ondulaba formando unos dibujos que el viejo leía e interpretaba. También había muchos mendigos santos, los derviches, tan andrajosos, roñosos y sucios como los de cualquier ciudad oriental y con el mismo diabólico aspecto. Allí, en Bagdad, tenían una característica adicional: bailaban, brincaban, aullaban, se retorcían y agitaban tan violentamente como un epiléptico en pleno ataque. Supongo que al menos ofrecían cierto entretenimiento a cambio del bakchís que mendigaban.
Antes de poder inspeccionar alguno de los almacenes del bazar nos interrogó un funcionario del mercado, llamado recaudador de contribuciones, y tuvimos que convencerle de que poseíamos los medios tanto para comprar como para pagar la yizya, que es un impuesto que debe cotizar cualquier vendedor o comprador no musulmán. El visir Yamsid, aunque él mismo era un funcionario de la corte, nos dijo, privada y confidencialmente, que el pueblo despreciaba a todos aquellos funcionarios y empleados del gobierno de poca monta, y que los llamaban batlanim, que significa «los vagos». Cuando mi padre sacó delante de un vago de éstos una bolsa blanca de almizcle, cuyo valor era seguramente suficiente para pagar por lo menos un juego de shas, el recaudador de contribuciones dijo con un gruñido de desconfianza:
—¿Os lo dio un armenio, habéis dicho? Entonces no creo que contenga almizcle de ciervo, sino su hígado troceado. Tendremos que comprobarlo.
El vago cogió una aguja, una hebra y un diente de ajo. Enhebró la aguja y con ella atravesó el ajo varias veces, hasta que la hebra hedía fuertemente a ajo. Luego cogió la bolsa de almizcle y la atravesó con el hilo y la aguja una sola vez. Olió y pareció sorprenderse:
—El olor ha desaparecido, ha quedado totalmente absorbido. En verdad, tenéis un almizcle auténtico. ¿En qué rincón del mundo encontrasteis a un armenio honesto?
A continuación nos dio un firman, un papel que nos autorizaba a comerciar en el bazar de Bagdad.
Yamsid nos condujo a la cuadra de esclavos de un tratante persa que, según dijo, era digno de confianza; nos quedamos entre la multitud formada por otros posibles compradores y simples mirones, mientras el tratante detallaba el linaje, la historia, los atributos y méritos de cada esclavo, y sus fornidos ayudantes los traían hasta el podio.
—Aquí tenemos al eunuco típico —dijo presentando a un negro obeso y reluciente, con un aspecto bastante alegre a pesar de ser esclavo—. Garantizamos su placidez y obediencia, y seguramente nunca se le ha pillado robando más de lo normal. Sería un excelente criado. Pero si buscáis un auténtico amo de llaves, aquí tenemos a un perfecto eunuco —y presentó a un joven blanco, rubio y musculoso, bastante guapo pero con el aire melancólico que podía esperarse de un esclavo—. Estáis invitados a examinar la mercancía.
Mi tío dijo al visir:
—Sé lo que es un eunuco, claro. En nuestro propio país tenemos castròni, muchachos de voz melodiosa castrados para que continúen cantando siempre con la misma dulzura. Pero ¿cómo puede calificarse a una criatura totalmente asexuada de típica y perfecta? ¿Se debe esto a que uno es etíope y el otro ruso?
—No, mirza Polo —dijo Yamsid, y se explicó en francés para que no nos confundiéramos con las palabras farsi, que no conocíamos—. Al eunuco ordinario le quitan los testículos cuando es aún pequeño, para que crezca dócil y obediente y no sea rebelde. Y el sistema es sencillo. Se ata y aprieta un hilo alrededor de las raíces del escroto del niño y en cuestión de semanas esa bolsa se marchita, se vuelve negra y se cae. Esto suele bastar para hacer de él un buen sirviente de utilidad general.
—¿Qué más puede querer un amo? —dijo tío Mafio, no sé si sincera o sarcásticamente.
—Bueno, como amo de llaves se prefiere al eunuco extraordinario. Pues éste debe vivir en el anderun, los aposentos donde residen las mujeres y concubinas de su amo, y vigilarlo. Y estas mujeres, especialmente si no son demasiado solicitadas en el lecho del amo, pueden resultar de lo más emprendedor e inventivo, incluso con carne masculina inerte. Por eso, este tipo de esclavo debe estar desprovisto de todas sus partes; tanto de la vara como de las pelotas. Y esta supresión es una operación seria, que no se efectúa tan fácilmente. Mirad y observad. Están examinando la mercancía.
Nosotros miramos. El tratante había ordenado a los dos esclavos que se bajaran los pai-yamahs, y allí estaban en pie con sus horcajaduras expuestas al escrutinio de un viejo judío persa. El negro gordo no tenía pelo ni bolsas ahí abajo, pero tenía un miembro de tamaño respetable, aunque de un repelente color negruzco y púrpura. Me imaginé que si una mujer del anderun estaba tan desesperada por la falta de un hombre, y era tan depravada como para querer que eso estuviera dentro suyo, podría idear algún tipo de tablilla para erguirlo. Pero el joven ruso, bastante más presentable, no tenía siquiera un fláccido apéndice. Enseñaba sólo un largo manojo de pelo rubio en la alcachofa, y por entre el vello sobresalía grotescamente algo parecido al extremo de un palito blanco; aparte de eso, su ingle era tan lisa como la de una mujer.
—¡Bruto barabào! —gruñó tío Mafio—. ¿Cómo se hace eso, Yamsid?
El visir dijo tan inexpresivamente como si estuviera leyendo un texto médico:
—Llevan al esclavo a una habitación cargada con el humo de hojas de banj en combustión, le meten en un baño caliente y le dan a beber triaca, todo para amortiguar la sensación dolorosa. El hakim que lleva a cabo la operación coge una larga venda y la enrolla fuertemente comenzando en la punta del pene del esclavo, continuando hacia dentro, hasta la raíz, y envolviendo también las bolsas de los testículos de modo que los órganos formen un único paquete. Luego, con una cuchilla bien puntiaguda y afilada, el hakim corta con un solo y rápido movimiento todo aquel paquete vendado. Inmediatamente aplica sobre la herida un apósito de pasas en polvo, hongo bejín y alumbre. Cuando la hemorragia se detiene introduce una canilla limpia, que quedará dentro del esclavo para el resto de su vida. El peligro principal de la operación es que el conducto urinario se cierre al cicatrizar. Si al tercer o cuarto día el esclavo no ha evacuado orina suficiente a través de la canilla, su muerte es segura. Y es triste decirlo, pero eso sucede en casi tres de cada cinco casos.
—Capón mal caponà! —exclamó mi padre—. Suena horripilante. ¿Habéis presenciado realmente esta operación?
—Sí —dijo Yamsid—. La observé con cierto interés cuando me la hicieron a mí.
Yo tenía que haberme dado cuenta de que eso explicaba su invariable aspecto melancólico, y tenía que haberme callado. En vez de eso, solté:
—Pero vos no sois gordo, visir, y tenéis una gran barba.
Yamsid, sin reprender mi impertinencia, contestó:
—A los que sufren la castración en su infancia nunca les crece barba y sus cuerpos se desarrollan con un contorno corpulento y femenino, y a menudo les crecen bastante los pechos. Pero cuando la operación se realiza después de que el esclavo ha pasado la pubertad, éste sigue siendo masculino, al menos en apariencia. Yo era un hombre totalmente desarrollado, con mujer e hijo, cuando los curdos cazadores de esclavos hicieron una incursión en nuestra finca. Los curdos sólo buscaban esclavos robustos para trabajar, o sea que no se llevaron a mi mujer ni a mi niño. Se limitaron a violarlos varias veces a los dos y luego los degollaron.
Sobrevino un horroroso silencio que podía haberse hecho incómodo, pero Yamsid añadió, casi bruscamente:
—Bueno, pero ¿acaso puedo quejarme? Podría haber seguido siendo hasta hoy un simple campesino. Sin embargo, perdí los deseos naturales de un hombre: sembrar, cultivar la tierra y tener descendencia, y quedé libre para cultivar en su lugar el intelecto. Ahora he llegado a ser el visir del shahinshah de Persia, lo cual tiene cierto mérito.
Después de cortar el tema con tanta elegancia, Yamsid llamó al tratante de esclavos y le comunicó nuestras condiciones. El tratante dejó a sus ayudantes vigilando la inspección de los dos esclavos expuestos, y se nos acercó sonriendo y frotándose las manos.
Yo pensaba que mi padre querría comprarme una linda esclava, que podía ser algo más que una sirvienta, o por lo menos un joven de mi edad que podría ser un agradable compañero. Pero evidentemente no pidió al tratante lo que yo podía desear sino lo que él quería para mí.
—Un hombre maduro, bien versado en cuestión de viajes, pero que aún sea lo bastante ágil para seguir viajando. Conocedor de las costumbres de Oriente, para que pueda proteger y a la vez instruir a mi hijo. Y… —lanzó al visir una rápida mirada de compasión— que no sea eunuco. Prefiero no contribuir a perpetuar esa práctica.
—Tengo precisamente a ese hombre, messieurs —dijo el tratante, hablando en buen francés—. Maduro pero no viejo, astuto pero no testarudo, experto pero no inflexible a las órdenes. ¿Y ahora dónde se ha metido? Estaba aquí hace un momento…
Le seguimos, pasando por entre su rebaño, o rebaños, diría yo, porque en el corral había un número considerable tanto de esclavos como de pequeños caballitos persas teñidos con hinna que arrastraban sus carros de una ciudad a otra. La cuadra estaba en parte vallada y en parte cercada por aquellos carros cubiertos de lona, en donde el tratante, sus ayudantes y su mercancía viajaban de día y dormían de noche.
—Éste hombre es el esclavo ideal para ustedes, messieurs —continuó el tratante mientras seguía mirando alrededor—. Ha pertenecido a numerosos amos, por lo cual ha viajado extensamente y conoce muchas tierras. Habla diversas lenguas y tiene un amplio repertorio de útiles habilidades. Pero ¿dónde está?
Seguimos circulando por entre los esclavos y esclavas que llevaban ligeras cadenas uniendo las argollas de sus tobillos, y por entre los caballos enanos que no estaban encadenados. El tratante parecía ya algo preocupado por no encontrar al esclavo que estaba intentando vender.
—Lo había separado del montón —murmuró— y encadenado a una de mis yeguas para que me la enjaezara…
De pronto le interrumpió un quejido equino, fuerte, penetrante y prolongado. Y un pequeño caballito, con la crin y la cola anaranjadas formando una onda, apareció volando a través de la cubierta delantera de uno de los carros. Estuvo literalmente volando, por un momento, como el caballito mágico de cristal del cuento de la shahryar Zahd, pues tuvo que saltar del interior del fondo del carro, salvando el banco del conductor antes de llegar al suelo. Mientras daba este gran salto, una cadena atada a su pata trasera recorrió detrás suyo el mismo arco, y en el otro extremo de la cadena un hombre con las piernas por delante atravesó de pronto la cubierta de lona, saliendo disparado como el tapón de una botella. También el hombre voló sobre la parte delantera del carro y chocó contra el suelo con un ruido sordo. El caballito, que intentaba seguir huyendo, arrastró al hombre por el suelo, levantando una considerable nube de polvo antes de que el tratante de esclavos pudiera agarrar las bridas del aterrorizado animal y acabara con esta breve diversión.
La crin naranja del caballito estaba sedosamente peinada, pero tenía la cola naranja toda desmelenada, como también lo estaban las partes bajas del hombre encadenado, que llevaba el pai-yamah por los tobillos. Éste se sentó un momento, tan conmocionado que sólo pudo proferir algunas débiles exclamaciones en varias lenguas. Luego se arregló precipitadamente la ropa, mientras el tratante se le acercaba, se quedaba ante él, vociferaba imprecaciones y lo levantaba a patadas del suelo. El esclavo tenía aproximadamente la edad de mi padre, pero su piojosa barba parecía tener sólo dos semanas y no lograba disimular un mentón recesivo. Tenía unos ojos de cerdo brillantes y astutos y una gran nariz carnosa que colgaba sobre unos gruesos labios. No era más alto que yo, pero sí mucho más gordo, con una panza que le colgaba como una nariz. En conjunto, parecía un pájaro-camello.
—Mi yegua recién comprada —gritaba el tratante enfurecido, en farsi, mientras seguía dando patadas al esclavo—. ¡Desgraciado bribón!
—El travieso caballito se puso a pasear, amo —gimió el bribón, protegiéndose la cabeza con los brazos—. Tuve que seguirlo.
—¿El caballo paseando? ¿Y subiendo al interior de un carro? Me quieres engañar a mí con la misma facilidad con que engañas a los inocentes animales. ¡Maldito degenerado!
—Pero reconoced, por lo menos, mi amo —gimoteó el degenerado—, que vuestra yegua podía haberse marchado más lejos y haberse perdido, y que yo podía haberme ido con ella y escapar.
—¡Bismillah, ojalá lo hubieras hecho! ¡Eres un insulto para la noble institución de la esclavitud!
—Entonces, vendedme, mi amo —lloriqueó el insulto—. Entregadme a algún inocente comprador, y apartadme de vuestra vista.
—Estag farullah! —rezó el tratante mirando al cielo con su más enérgica voz—. Que Alá perdone mis pecados: pensé que lo había conseguido. Estos caballeros podían haberte comprado, abominación, pero ahora te han pillado en el acto de violar a mi mejor yegua.
—Oh, niego esa acusación, mi amo —dijo la abominación atreviéndose a hablar con aire de justificada indignación—. He conocido yeguas mucho mejores.
Sin saber qué decir, el tratante apretó puños y dientes y rugió:
—¡Arrgg!
Yamsid interrumpió este singular coloquio, diciendo con severidad:
—Mirza tratante, yo aseguré a los messieurs que eras un vendedor de mercancía seria, digno de confianza.
—¡Por Alá que lo soy, visir! Yo no vendería, ni siquiera regalaría, esta pústula ambulante. Ahora que conozco su verdadera naturaleza no lo vendería ni a Awwa, la esposa bruja del demonio Šaitan, lo juro. Sinceramente os pido disculpas, messieurs. E igualmente se disculpará esta criatura. ¿Me oyes? Discúlpate por este desgraciado espectáculo. ¡Humíllate! ¡Habla, Narices!
—¿Narices? —exclamamos todos.
—Es mi nombre, buenos amos —dijo el esclavo sin amago de disculpa—. Tengo otros nombres, pero el más usado es Narices, y por un motivo.
Puso un dedo mugriento en ese borrón que tenía por nariz, empujó la punta hacia arriba y pudimos ver que en vez de dos ventanas tenía una sola y grande. En sí mismo ya era una imagen bastante repulsiva, pero lo era aún más por la profusión de pelo mocoso que salía del orificio.
—Un castigo menor que recibí en una ocasión por un delito aún menor. Pero no tengan prejuicios conmigo por esto, amables amos. Como podéis observar, tengo además una distinguida figura masculina, e incontables virtudes. Era marinero de profesión antes de caer en la esclavitud, y he viajado a todas partes, desde mi nativa Sind hasta las alejadas costas de…
—Gèsu, María, Isèpo —dijo tío Mafio maravillado—. La lengua de este hombre es tan ágil como su pierna de en medio.
Todos estábamos fascinados y dejamos que Narices siguiera parloteando.
—Aún estaría viajando si no fuera por mi desafortunado encuentro con los cazadores de esclavos. Estaba haciendo el amor a un saqal hembra cuando los cazadores de esclavos atacaron; y, sin duda, ustedes caballeros saben con qué fuerza una cierva estrecha el zab del amante con su mihrab, y lo mantiene atrapado. Y no pude correr muy de prisa porque el animal me colgaba delante botando y dando chillidos. O sea que me atraparon, terminó mi carrera de marinero y comenzó la de esclavo. Pero lo digo con toda modestia, rápidamente me convertí en un esclavo sin igual. Habréis notado que ahora estoy hablando en sabir, vuestro idioma comercial de Occidente, y ahora, escuchad, propicios amos, estoy hablando en farsi, el idioma comercial de Oriente. También domino mi nativo sindi, el pashtun, el hindi y el punjabi. Asimismo hablo pasablemente el árabe, y puedo hacerme entender en varios dialectos del turco y…
—¿Y no callas nunca en ninguno de ellos? —preguntó mi padre.
Narices continuó, sin prestar atención:
—Y tengo muchas más cualidades y habilidades de las que aún ni he empezado a hablar. Soy bueno con los caballos, como debéis de haber observado. Me crié entre ellos y…
—Acabas de decir que fuiste marinero —apuntó mi tío.
—Eso fue al hacerme mayor, perspicaz amo. También soy un experto con los camellos. Sé echar la baraja, interpretar horóscopos al estilo árabe, persa o indio. He rechazado ofrecimientos de los más selectos hammams que querían contratar mis servicios como incomparable masajista. Sé teñir los cabellos grises con hinna, o hacer desaparecer arrugas aplicando bálsamo de azogue. Con el único agujero de mi nariz sé tocar la flauta más melodiosamente que cualquier músico con la boca. También utilizando ese orificio de un modo especial…
Mi padre, mi tío y el visir exclamaron cada uno por separado y al unísono:
—Dio me varda!
—Éste hombre repugnaría hasta a un gusano.
—¡Echadle, mirza tratante! ¡Es una deshonra para Bagdad! ¡Empaladlo en algún lugar para que se lo coman los buitres!
—Oigo y obedezco, visir —dijo el tratante—. ¿Después, quizá, de que os haya enseñado alguna otra mercancía?
—Se hace tarde —respondió Yamsid, en lugar de calificar debidamente al tratante y a sus ejemplares—. Nos esperan en palacio; vamos, messieurs. Siempre hay un mañana.
—Y mañana será un día más decente —dijo el tratante mirando vengativamente al esclavo.
Y así dejamos el corral de esclavos y el bazar y emprendimos camino a través de las calles y plazas ajardinadas. Casi estábamos de regreso en palacio cuando a tío Mafio se le ocurrió comentar:
—¿Sabéis una cosa? Ése despreciable sinvergüenza de Narices en ningún momento llegó a disculparse.
Volvieron nuestros criados a vestirnos con nuestra mejor ropa, y nos reunimos de nuevo con el sha Zaman para la cena y otra vez resultó una comida deliciosa a excepción, otra vez, del vino de Shiraz. Recuerdo que el plato final consistió en una combinación de šeriyes, que son una especie de cintas de pasta como nuestros fetucine, cocinados en crema con almendras y pistachos y diminutos pedazos de hojuelas de oro y plata, tan finos y delicados que se comían junto con los demás dulces.
Mientras cenábamos el sha nos dijo que su primera hija real, la shahzrad Magas, había pedido permiso, que él había concedido, para hacerme de acompañante y guía, y mostrarme los monumentos de la ciudad y sus alrededores (por supuesto con la presencia adicional de una dama de compañía) durante el tiempo que yo estuviera en Bagdad. Mi padre me miró de soslayo, pero dio las gracias al sha por la amabilidad de la princesa y la suya. Después dijo que, como sin duda quedaba en buenas manos, no sería necesario comprar un esclavo para cuidarme. Así que a la mañana siguiente él partiría en dirección sur hacia Hormuz y mi tío hacia Basora.
Los vi marchar al amanecer; cada uno se alejó a caballo en compañía de un guarda de palacio asignado por el sha para que fuera su criado y protector durante el viaje. Luego me dirigí al jardín de palacio, en donde me esperaba la shahzrad Magas para ofrecerme la primera sesión turística bajo su tutela, también esta vez discretamente acompañados y vigilados por su abuela. Saludé a Magas con gran formalidad, con el habitual salaam, y no dije nada sobre lo que ella había insinuado darme, ni ella habló de eso durante un rato.
—El alba es un buen momento para visitar la masyid de nuestro palacio —dijo.
Luego me acompañó hasta el templo y me ordenó admirar su exterior, que ciertamente era muy bello. La inmensa cúpula estaba recubierta con un mosaico de azulejos azules y plateados, y coronada por una bola dorada, y todo ello brillaba a la luz del sol naciente. La aguja del minarete era como un elaborado candelabro gigantesco, ricamente engastado, grabado e incrustado con piedras preciosas.
En aquel momento se me ocurrió una teoría que ahora voy a contar:
Yo ya sabía que los hombres musulmanes están obligados a mantener a sus mujeres secuestradas, inutilizadas, mudas y envueltas en velos ante los ojos de los demás; pardah es como llaman los persas a este encierro vitalicio de sus mujeres. Yo sabía que, por decreto del profeta Mahoma y del Corán que él escribió, una mujer es simplemente uno de los bienes del hombre, como su espada, sus cabras y sus vestidos, y la mujer solamente se diferencia por ser la única de estas pertenencias con la que de vez en cuando se empareja, pero con el único fin de engendrar hijos, y que éstos sólo tienen valor si son varones como él. La mayoría de los devotos musulmanes, tanto hombres como mujeres, no deben hablar de sus relaciones sexuales, ni siquiera de su convivencia cotidiana; sin embargo, un hombre puede hablar con impúdica franqueza de sus relaciones con otros hombres.
Pero aquella mañana, mientras contemplaba la masyid de palacio, llegué a la conclusión de que las restricciones que el Islam impone a la natural expresión de la sexualidad normal no habían podido ahogar todas sus expresiones. Mirad una mezquita cualquiera y veréis que cada cúpula es una copia del pecho de la mujer, con su pezón erguido en dirección al cielo, y cada minarete una representación del órgano masculino, también alegremente erecto. Puede que me equivoque al establecer estas similitudes, pero no lo creo. El Corán ha decretado desigualdad entre hombres y mujeres. Ha convertido las relaciones naturales entre ellos en algo indecente e imposible de mencionar, y las ha deformado del modo más vergonzoso. Pero los propios templos del Islam declaran valientemente que el profeta estaba equivocado, y que Alá hizo al hombre y a la mujer para que se unieran y fueran una sola carne.
La princesa y yo entramos en la cámara central de la mezquita, maravillosamente alta y amplia, y bellamente decorada aunque sólo con formas, claro, sin pinturas ni estatuas. Las paredes estaban cubiertas con dibujos en mosaico que alternaban el lapislázuli azul con el mármol blanco, y toda la cámara era un espacio de tono azul claro suave y relajante.
Del mismo modo que en los templos musulmanes no hay imágenes, tampoco hay altares, ni sacerdotes, ni músicos o coristas, ni instrumentos ceremoniales, como incensarios, pilas o candelabros. Allí no se hacen misas ni comuniones ni ritos de este tipo, y una congregación musulmana solamente observa una regla ritual: al rezar, se postran todos en dirección a la ciudad santa de La Meca, lugar de nacimiento de su profeta Mahoma. La Meca está situada hacia el sudoeste de Bagdad, por eso la pared más alejada de la mezquita daba a sudoeste y en su centro se hallaba un nicho poco profundo de tamaño algo superior al de un hombre, también cubierto con azulejos azules y blancos.
—Esto es el mihrab —explicó la princesa Magas—. El Islam no tiene sacerdotes, sin embargo a veces algún sabio visitante pronuncia un sermón. Puede ser un imán, cuyos profundos estudios del Corán le han convertido en una autoridad en cuestiones espirituales, o un muftí, que también es un experto en las leyes temporales establecidas por el profeta (la paz y la bendición sean con él). O un hayyi, el que ha realizado el largo hayy o peregrinaje a la santa Meca. Y para dirigir nuestras oraciones, el santo se sitúa allá, en el mihrab.
—Pensé que la palabra mihrab significaba… —me detuve y la princesa me sonrió con picardía.
Estuve a punto de decir que creía que la palabra mihrab se refería a las partes más privadas de una mujer, lo que una muchacha veneciana llamó una vez vulgarmente su pota, y una dama veneciana llamaba más remilgadamente su mona. Pero en ese momento me di cuenta de la forma que tenía ese nicho mihrab en la pared de la mezquita. Estaba formado exactamente como el orificio genital de una mujer: de perfil ligeramente ovalado, se estrechaba en la cúspide hasta cerrarse formando un arco ojival. He estado después en el interior de muchas otras masyid, y en todas ellas ese nicho tiene la misma forma. Creo que eso corroboraba de modo adicional mi teoría sobre la influencia de la sexualidad humana en la arquitectura islámica. Por supuesto no sé, y dudo que ningún musulmán lo sepa, qué acepción de la palabra mihrab vino primero: la eclesiástica o la obscena.
—Y ahí —dijo la princesa Magas señalando hacia arriba— están las ventanas por donde el sol indica el paso de los días.
Así era: había unos orificios cuidadosamente espaciados sobre la periferia superior de la bóveda y el sol naciente mandaba un rayo al lado opuesto del interior de la bóveda, en donde había unas losas, con escrituras arábigas entrelazadas, incrustadas en sus mosaicos. La princesa leyó en voz alta las palabras sobre las que estaba posado el rayo de luz. Según esa indicación, aquel día era en el cómputo musulmán el tercer día del mes segundo Yumada en el año 670 de la Hiyra de Mahoma o, en el calendario persa, el año 199 de la era Yalali. Entonces la princesa Magas y yo juntos, tras mucho contar entre dientes y con los dedos, hicimos los cálculos necesarios para pasar la fecha al cómputo cristiano.
—Hoy es 20 de septiembre —exclamé—, el día de mi cumpleaños.
Ella me felicitó y dijo:
—Vosotros, los cristianos, a veces os hacéis regalos por vuestro cumpleaños, como nosotros, ¿verdad?
—A veces, sí.
—Entonces te haré un regalo esta misma noche, si eres lo bastante valiente para arriesgarte a recibirlo. Te regalaré una noche de zina.
—¿Qué es zina? —pregunté, aunque sospechaba lo que era.
—Es la relación ilícita entre un hombre y una mujer. Es haram, que significa prohibido. Para que recibas el regalo, debo llevarte camuflado a mis aposentos en el anderun de las mujeres de palacio, que también es haram.
—¡Correré cualquier riesgo! —grité entusiasmado, y luego se me ocurrió pensar en otro detalle—. Pero… perdonadme que os pregunte, princesa, pero tengo entendido que a las mujeres musulmanas las privan, no sé de qué modo, del, de su entusiasmo por la zina. Me han dicho que están, bueno, que están circuncidadas, pero no puedo imaginarme cómo.
—Oh, sí, tabzir —dijo como si nada—. Sí, esto en general se les hace a las mujeres de niñas. Pero no se practica a las niñas de sangre real, o a quien pueda convertirse en futura esposa o concubina de una corte real. A mí, por supuesto, no me lo hicieron.
—Me alegro por vos —dije, y lo decía de verdad—. Pero ¿qué les hacen a esas desafortunadas hembras? ¿Qué es tabzir?
—Te lo voy a enseñar —dijo ella.
Yo me alarmé, creyendo que iba a desnudarse allí mismo, y le hice un gesto de prudencia refiriéndome a la acechante abuela. Pero Magas se limitó a sonreírme y se subió al nicho del predicador, situado en la pared de la masyid, y empezó a decir:
—¿Conoces bien la anatomía de una persona del sexo femenino? Entonces sabes que aquí —y señaló la parte superior del arco— aproximadamente en la parte frontal de su abertura, su mihrab, la mujer tiene una tierna protuberancia en forma de botoncito. Se le llama zambur.
—¡Ah! —dije, enterándome por fin—. En Venecia se le llama lumaghèta.
Intenté parecer tan clínicamente frío como un médico, pero sé que al hablar me sonrojé.
—La posición exacta del zambur puede variar ligeramente en las mujeres —continuó Magas en tono clínico y sin sonrojarse—. Y el tamaño puede variar considerablemente. Mi propio zambur es bastante grande, y al excitarse aumenta de tamaño hasta tener la misma longitud que el primer nudillo de mi dedo meñique.
Nada más pensar en ello me excité y se me alargó. Como la abuela estaba presente, agradecí de nuevo llevar esos voluminosos vestidos cubriendo mis partes inferiores.
La princesa continuó alegremente:
—O sea que estoy muy solicitada por las demás mujeres del anderun, ya que mi zambur puede servirlas casi tan bien como el zab de un hombre. El juego entre mujeres es halal, que significa permitido, no haram.
Y si antes estaba algo sonrojado, ahora debía de estar totalmente colorado. Si la princesa Magas se dio cuenta, no por ello dejó de hablar:
—Ése es el punto más sensible de toda mujer, la auténtica esencia de su excitación sexual. Si su zambur no se excita la mujer no responderá adecuadamente al abrazo sexual. Y si no disfruta nada con este acto tampoco lo deseará. Sin duda ésa es la razón del tabzir, la circuncisión como lo llamaste tú. En una mujer adulta, mientras no esté muy excitada, el zambur queda modestamente oculto entre los labios cerrados de su mihrab. Pero el zambur de una niña sobresale de sus pequeños labios infantiles. Un hakim puede fácilmente cortarlo de golpe con unas tijeras.
—¡Dios mío! —exclamé, y mi propia erección quedó instantáneamente fláccida al oír tal atrocidad—. Eso no es una circuncisión. Eso es convertir a una mujer en un eunuco.
—Muy parecido —asintió Magas, como si no fuera algo horrible—. La niña de mayor será una mujer virtuosamente fría, sin respuesta sexual y que ni tan sólo la deseará. La perfecta esposa musulmana.
—¿Perfecta? Pero ¿qué marido podría querer a una esposa así?
—Un marido musulmán —dijo sencillamente—. Una esposa así nunca cometerá adulterio ni pondrá cuernos a su marido. Es incapaz de imaginarse haciendo zina o cualquier otro acto haram. Tampoco provocará la ira de su marido coqueteando con otro hombre. Si la mujer respeta correctamente pardah, ni siquiera verá a otro hombre hasta que dé a luz a un varón. ¿Te das cuenta? El tabzir no impide su función de maternidad. Puede ser madre, y en eso es superior a un eunuco que nunca puede llegar a ser padre.
—De todos modos, es un terrible destino para una mujer.
—Es el destino decretado por el profeta (que la bendición y la paz sean con él). Sin embargo, yo agradezco que a las de la clase alta se nos exima de todas estas inconveniencias que afectan a la gente corriente. Ahora, hablemos de tu regalo de cumpleaños, joven mitra Marco…
—Ojalá fuese ya de noche —dije mirando un instante al rayo de sol que avanzaba lentamente—. Va a ser el cumpleaños más largo de toda mi vida, esperando a que llegue la noche para hacer zina con vos.
—Oh, ¡conmigo no!
—¿Cómo?
—Bueno, conmigo exactamente no —dijo Magas con una risilla sofocada.
—¿Cómo? —repetí algo enfurecido.
—Me has distraído, Marco, al preguntarme cosas sobre el tabzir, por eso no te he explicado el regalo de cumpleaños que voy a hacerte. Pero antes de explicártelo, debes tener presente que yo soy virgen.
Yo comencé a decir malhumoradamente:
—Pues no habéis estado hablando precisamente como… —pero ella me puso un dedo sobre los labios.
—Es cierto. Yo no soy tabzir, no soy fría y quizá no me consideres totalmente virtuosa porque te estoy invitando a hacer algo haram. También es cierto que yo tengo un magnífico zambur y que me encanta ejercitarlo amorosamente, pero sólo de manera halal, que no afecte a mi virginidad. Además del zambur, tengo todas mis partes, incluyendo el sangar. La membrana virginal no ha sido rota, ni se romperá hasta que contraiga matrimonio con algún príncipe real. No ha de romperse pues de lo contrario ningún príncipe me aceptaría. Tendría suerte si no me decapitaran por dejarme despojar de ella. No, Marco, ni siquiera sueñes en consumar el zina conmigo.
—Me confundís, princesa Magas. Habéis dicho con toda claridad que me llevaríais camuflado a vuestros aposentos…
—Y lo haré. Y me quedaré contigo para ayudarte a hacer zina con mi hermana.
—¿Con vuestra hermana?
—¡Chitón! La vieja abuela está sorda, pero a veces puede leer palabras sueltas por el movimiento de los labios. Ahora cállate y escucha. Mi padre tiene muchas esposas, por lo que yo tengo muchas hermanas. Una de ellas es aficionada a hacer zina. De hecho nunca queda saciada. Y ella será tu regalo de cumpleaños.
—Pero ella también es una princesa real, ¿por qué su virginidad no está igualmente…?
—Te he dicho que estés callado. Sí, es de la realeza, igual que yo, pero hay un motivo por el cual ella no tiene que proteger su virginidad como yo. Lo sabrás todo esta noche. Pero hasta entonces no te diré nada más, y si me molestas con preguntas retiraré el regalo. Ahora, Marco, disfrutemos del día. Mandaré llamar a un cochero para que nos dé una vuelta por la ciudad.
El coche que vino a por nosotros sólo era una carreta sobre dos ruedas altas, tirada por un único caballito persa enano. Su conductor me ayudó a levantar a la abuela, vieja y achacosa, y a sentarla junto a él en la parte delantera, y la princesa y yo nos instalamos en el asiento interior. Mientras la carreta bajaba por los senderos del jardín y atravesaba las puertas de palacio para entrar en Bagdad, Magas dijo que aún no se había tomado nada para desayunar, abrió una bolsa de tela, sacó unas frutas de un amarillo verdoso, mordió una y me ofreció otra.
—Banyan —dijo—. Una especie de higo.
Me estremecí al oír la palabra higo, y rechacé educadamente la fruta sin preocuparme de mencionar mi desgraciada aventura de Acre donde cogí asco a los higos. A Magas pareció molestarle mi negativa y me preguntó por qué.
—¿No sabes —me dijo, acercándose mucho y susurrando para que el cochero no pudiera oírla— que es la fruta prohibida con la que Eva sedujo a Adán?
Yo le contesté, susurrando también:
—Prefiero la seducción sin la fruta. Y hablando de…
—Te dije que no hablaras de eso. Por lo menos hasta esta noche.
Varias veces más durante el paseo de esa mañana intenté abordar el tema, pero siempre me ignoraba, y sólo hablaba para llamar mi atención sobre este o aquel punto de interés, y para contarme cosas informativas al respecto.
—Ahora estamos en el bazar, que ya has visitado pero que quizá no reconozcas, tan vacío, desierto y silencioso. Esto se debe a que hoy es yume, viernes, como decís vosotros, el día de descanso que Alá ha señalado, y por eso no hay comercios, no se hacen negocios ni se trabaja. —Y añadió—: Aquél parque lleno de hierba que ves allí es un cementerio, al que llamamos Ciudad de los Callados. —Después señaló—: Aquél edificio es la Casa del Engaño, una institución caritativa fundada por mi padre el sha. En ella están encerradas y vigiladas todas las personas que se vuelven locas, como les sucede a muchas en el calor del verano. Un hakim las examina regularmente y si recuperan la razón las deja libres otra vez.
En los alrededores de la ciudad cruzamos un puente sobre un pequeño arroyo, y me impresionó el color de sus aguas, pues era de un azul tan oscuro que no podía ser simple agua. Luego cruzamos otro arroyo, y era de un color verde muy vivo, impropio del agua. Pero hasta que no cruzamos otro más, en el cual el agua era roja como la sangre, no hice ningún comentario.
La princesa me explicó:
—Las aguas de todos los arroyos de esta zona están coloreadas por los tintes de los fabricantes de qali. ¿Nunca has visto cómo hacen un qali? Pues debes verlo. —Y dio órdenes al cochero.
Yo suponía que regresaríamos a Bagdad, a algún taller de la ciudad, pero la carreta se adentró aún más en el campo y se detuvo junto a una colina que a media altura tenía la pequeña entrada de una cueva. Magas y yo bajamos de la carreta, escalamos la colina y agachamos la cabeza para meternos en aquel agujero.
Tuvimos que andar agachados a través de un túnel corto y oscuro, pero luego llegamos al interior de la colina, dentro de una caverna de roca, alta e inmensa, llena de gente, con el suelo cubierto de bancos, mesas de trabajo y tinajas con tintes. La caverna estuvo oscura hasta que mis ojos lograron acostumbrarse a la media luz que proyectaban las innumerables velas, lámparas y antorchas. Las lámparas estaban colocadas sobre varios muebles, las antorchas a lo largo de las paredes de roca, algunas velas estaban adheridas a la roca por su propio goteo, y otras las llevaban en la mano la multitud de obreros.
—Pensé que hoy era día de descanso —dije a la princesa.
—Para los musulmanes sí —contestó—, pero todos éstos son esclavos cristianos, rusniacos, lezguianos y otros. Se les permite celebrar su sabbath el domingo.
Sólo unos cuantos esclavos eran hombres y mujeres adultos, y trabajaban en distintas tareas, como por ejemplo remover sobre el suelo de la caverna el tinte de las tinajas. Todos los demás eran niños y trabajaban flotando en el aire, a una altura considerable. Esto puede sonar como una de las historias mágicas de la shahryar Zhad, pero era cierto. De la alta bóveda de la caverna colgaba un gigantesco peine de cuerdas, centenares de ellas, paralelas y muy unidas; una telaraña vertical tan alta y ancha como la altura y amplitud de la caverna. Eso sin duda era la trama del qali que, una vez terminado, se extendería sobre el suelo de alguna inmensa sala palaciega o de baile. A gran altura, junto a ese muro que formaba la trama, pendía un enjambre de niños, sostenidos por lazos de cuerda que colgaban de algún lugar aún más alto en las oscuridades del techo.
Los niños y niñas, de corta edad, iban todos desnudos (debido al calor de las capas superiores de aire, según me dijo la princesa Magas), y estaban suspendidos por todo el ancho de la pieza, pero a diferentes niveles, algunos más arriba y otros más abajo. En la parte alta, el qali estaba parcialmente terminado, desde el borde hasta el nivel de la trama en donde trabajaba cada niño; y aunque el desarrollo de la pieza estuviera en una primera fase, pude ver que se trataba de un qali con un dibujo de jardín floral de colorido muy variado y realmente intrincado. Cada niño y niña colgante llevaba sobre su cabeza una vela pegada con cera, y todos estaban muy ocupados, aunque no pude distinguir en qué; parecía que con sus pequeños dedos tiraban del borde inferior del qali que estaba sin terminar.
—Están pasando los hilos de la urdimbre a través de la trama —explicó la princesa Magas—. Cada esclavo sostiene una lanzadera y una madeja de hilo de un solo color. Cada niño teje la trama y la aprieta siguiendo el orden impuesto por el diseño.
—¿Cómo demonios —pregunté yo— puede un niño saber cuándo y dónde debe dar su puntada, ente tantos otros esclavos e hilos, y en una obra tan compleja?
—El maestro de qali canta para ellos —dijo Magas—. Nuestra llegada le ha interrumpido. Mira, ahora vuelve a empezar.
Era algo maravilloso. El llamado maestro de qali estaba sentado ante una mesa sobre la cual se encontraba extendida una enorme hoja de papel. Estaba listada con incontables cuadritos, sobre los cuales se sobreponía un dibujo del diseño de todo el qali, con indicación de los innumerables colores necesarios. El maestro de qali leía en voz alta a partir de ese diseño, cantando, por ejemplo, según este orden:
—Uno, rojo… trece, azul… cuarenta y cinco, marrón…
Pero lo que cantaba era bastante más complicado que esto. Tenía que oírse casi hasta arriba de todo, cerca del techo de la caverna, y tenían que entenderlo infaliblemente cada niño y niña a quienes iba destinado, y debía tener una cierta cadencia para mantenerlos a todos trabajando rítmicamente. Las palabras se dirigían a un niño esclavo tras otro, dentro del gran conjunto que formaban, indicando a cada uno cuándo debía introducir su lanzadera; pero la música de estas palabras, según fuese en tono alto o bajo, señalaba al esclavo hasta qué punto de la trama debía urdir su hilo y cuándo debía anudarlo. Los esclavos, trabajando de este modo maravilloso, realizaban el qali, hebra por hebra, línea a línea, todo el espacio que faltaba hasta llegar al suelo de la caverna, y cuando estuviera terminado, su ejecución sería tan perfecta como si lo hubiera pintado un solo artista.
—Un qali así puede costar al final muchos esclavos —dijo la princesa cuando nos volvimos para salir de la caverna—. Los tejedores deben ser lo más jóvenes posible, pues así pesan poco y tienen los dedos ágiles y diminutos. Pero no es fácil enseñar a niños y niñas tan pequeños un trabajo tan exigente. Y además, el calor que hace allí arriba es tan fuerte que a menudo se desmayan, se caen y se matan. O si viven más tiempo, casi con toda seguridad se vuelven ciegos debido a la escasez de luz y a la minuciosidad del trabajo. Y por cada niño que se pierde, hay que entrenar y tener disponible a otro niño esclavo.
—Ahora comprendo —dije— por qué hasta el qali más pequeño es tan valioso.
—Pero imagínate lo que nos costaría —dijo Magas cuando emergimos de nuevo a la luz del sol— si tuviéramos que emplear a personas de verdad.
La carreta nos llevó de regreso a la ciudad, la atravesamos y volvimos a entrar por las puertas de palacio. Una o dos veces más intenté sacarle a la princesa alguna pista de lo que sucedería por la noche, pero ella no cedió a mi curiosidad. La princesa no mencionó nuestro rendez-vous hasta que bajamos de la carreta y ella y su abuela me dejaron para retirarse a sus aposentos.
—Cuando salga la luna —me dijo—. De nuevo en el gulsa’at. Pero antes de eso tuve que sufrir todavía unas horas. Cuando entré en mi habitación, el criado Karim me informó de que se me había concedido el honor de cenar aquella noche con el sha Zaman y su shahryar. Sin duda era un signo de amabilidad por su parte, teniendo en cuenta mi juventud e insignificancia en ausencia de mi padre y mi tío, los embajadores. Pero he de confesar que no aprecié demasiado el honor y me senté con ellos deseando que la comida terminara cuanto antes. Me sentía ligeramente incómodo en presencia de los padres de la chica que me había invitado a hacer zina esa misma noche. (O de la otra chica, con quien tendría que compartir de algún modo la zina. Sabía que el sha tenía que ser el padre, Pero no podía adivinar quién podría ser su madre). Además estaba salivando literalmente ante la perspectiva de lo que iba a ocurrir, aunque no supiera exactamente qué. Con mis glándulas saliváceas chorreando ya incontrolablemente, apenas podía tragar la exquisita comida, y mucho menos sostener una conversación. Afortunadamente, gracias a la locuacidad de la shahryar sólo tenía que decir de vez en cuando: «Sí, majestad», «¿De veras?» y «Contadme». Y ella no paraba, nada podía haber detenido su narración; pero creo que no contó demasiadas verdades.
—Así —dijo ella— visitasteis hoy a los fabricantes de qali.
—Sí, majestad.
—Sabed que en los viejos tiempos había qalis mágicos capaces de llevar a un hombre por los aires.
—¿De veras?
—Sí, un hombre podía subirse a un qali y ordenarle que le llevara a algún lugar lejano, a un lugar del mundo muy lejano. Y el qali se ponía a volar pasando sobre montañas, mares y desiertos, trasladándose hasta allí en un abrir y cerrar de ojos.
—Contadme más.
—Sí, te contaré la historia de un príncipe. Su amada princesa fue raptada por el pájaro gigante ruj, y él se sumió en una gran tristeza. Luego consiguió que un yinni le diera uno de los qalis mágicos… y…
Y por fin la historia se acabó, y por fin se acabó también la cena, y tanta era la impaciencia de mi espera que, como el príncipe del cuento, corrí hacia mi amante princesa.
Ella estaba en la esfera de flores, y por primera vez no iba acompañada de su vieja vigilante. Me cogió de la mano y me llevó por los senderos del jardín y alrededor del palacio hasta un ala cuya existencia yo ignoraba. Sus puertas estaban vigiladas, como todas las demás entradas de palacio, pero la princesa Magas y yo sólo tuvimos que esperar escondidos tras un florido arbusto hasta que los dos guardas giraron la cabeza. Lo hicieron al unísono, casi como si hubieran recibido una orden, y yo me pregunté si Magas los habría sobornado. Luego entramos rápidamente sin ser vistos, o al menos sin que nos preguntaran nada, y me condujo por varios pasillos extrañamente desprovistos de vigilantes, doblamos varias esquinas y al final atravesamos una puerta sin guardianes.
Estábamos en sus aposentos, un lugar tapizado con numerosos y espléndidos qalis, con finas y transparentes cortinas, colgaduras con los muchos colores de los sorbetes, enrolladas en volutas, ondas y lazadas en una deliciosa confusión, pero todas estaban cuidadosamente alejadas de las lámparas que ardían entre ellas. La habitación estaba alfombrada casi de pared a pared con almohadones de colores de sorbete, hasta el punto de no distinguirse apenas los que formaban el diván y los del lecho de la princesa.
—Bien venido a mis aposentos, mirza Marco —dijo ella—. Y a esto.
Y desató un único nudo o broche que debía sujetar todas sus ropas, porque todas se deslizaron de golpe hasta el suelo; y la princesa quedó delante mío, bajo la cálida luz de la lámpara, ataviada solamente con su belleza, su provocativa sonrisa, su aparente entrega, y un solo adorno: una ramita con tres brillantes cerezas rojas sobre el complicado peinado de su negro cabello.
La princesa destacaba vívidamente, roja, negra, verde y blanca contra los pálidos tonos de sorbete de la habitación: las rojas cerezas sobre sus negras trenzas, sus verdes ojos y sus largas y oscuras pestañas, sus bermejos labios y su rostro de marfil; sus rojos pezones y los negros rizos de su pubis sobre el marfileño cuerpo. Su sonrisa se ensanchó cuando vio que recorría su desnudo cuerpo de arriba abajo una y otra vez, para acabar detenido sobre los vivos adornos de su cabello, y murmuró:
—Tan brillantes como los rubíes, ¿verdad? Pero más preciosos que éstos porque las cerezas se marchitarán. A menos que —dijo seductoramente pasando la punta de su roja lengua sobre su rojo labio superior— alguien se las coma.
Y se echó a reír.
Yo jadeaba como si hubiera recorrido todo Bagdad corriendo hasta llegar a esa habitación encantada. Avancé torpemente hacia ella, y ella dejó que me acercara hasta un brazo de distancia, pues allí fue donde su mano me detuvo al chocar mi parte más próxima y sobresaliente.
—Bien —dijo, aprobando lo que había tocado—. Preparado ya y ansioso de zina. Quítate la ropa, Marco, mientras yo me ocupo de las lámparas.
Me desvestí obedientemente, aunque continué fijando sobre ella mis fascinados ojos. Se movía graciosamente por la habitación, apagando una mecha tras otra. Cuando por un momento se paró delante de una de las lámparas, aunque tenía las piernas estrechamente unidas pude ver un diminuto triángulo de luz brillar, como un faro de señales, entre la parte superior de sus muslos y el montículo de su alcachofa; y recordé que un chico veneciano había dicho hacía tiempo que ésa era la marca de una «mujer cuando es de lo más deseable en la cama». Después de apagar todas las lámparas, volvió a través de la oscuridad hacia mí.
—Preferiría que hubieras dejado las luces encendidas —dije yo—. Eres bella, Magas, y disfruto mirándote.
—Ah, pero la llama de las lámparas es fatal para las mariposas nocturnas —dijo ella riendo—. Entra suficiente claridad lunar por la ventana para que me veas a mí y no veas nada más. Ahora…
—¡Ahora! —repetí en total y gozoso acuerdo, y me abalancé sobre ella, pero ella me esquivó hábilmente.
—¡Espera, Marco! Olvidas que yo no soy tu regalo de cumpleaños.
—Sí —murmuré entre dientes—, se me había olvidado. Tu hermana, ahora lo recuerdo. Pero ¿por qué te has desnudado tú, Magas, si es ella quien…?
—Dije que te lo explicaría esta noche. Y lo haré si dejas de tocarme. Ésta hermana mía, como también es una princesa real, no tuvo que sufrir la mutilación del tabzir de pequeña, porque esperaban que algún día se casaría con alguien de la realeza. O sea que es una mujer completa, con sus órganos enteros, con todas las necesidades, deseos y habilidades de una hembra. Desgraciadamente, la querida niña resultó ser muy fea, terriblemente fea. No puedo decirte hasta qué punto lo es.
—No he visto a nadie así por palacio —dije sorprendido.
—Claro que no. No desea ser vista. Es atrozmente fea, pero de tierno corazón. Por eso siempre está encerrada en sus aposentos, aquí, en el anderun, y no se arriesga a encontrarse siquiera con un niño o un eunuco por no darles un susto mortal.
—Mare mia! —murmuré—. ¿Cómo es de fea, Magas? ¿Sólo de cara o está deformada? ¿Es jorobada, quizá? ¿Qué tiene?
—¡Sshsh! Está esperando al otro lado de la puerta y podría oírnos.
Yo bajé la voz.
—¿Cómo se llama ese monst… esa chica?
—Princesa Shams, y esto también es una lástima, porque la palabra significa Luz del Sol. Pero no hablemos más de su terrible fealdad. Baste decir que esta pobre hermana hace tiempo que perdió la esperanza de casarse con alguien, ni siquiera de atraer a un amante pasajero. Ningún hombre puede mirarla con luz o tocarla en la oscuridad y seguir teniendo la lanza erguida para hacer zina.
—Che braga! —murmuré, sintiendo un estremecimiento de frío.
Si Magas no hubiera estado aún visible, sólo leve pero tentadoramente, mi propia lanza hubiera languidecido en aquel momento.
—Sin embargo, te aseguro que sus partes femeninas son muy normales. Y desea, muy normalmente, que las llenen y satisfagan. Por eso, ella y yo ideamos un plan. Y como yo amo a mi hermana Shams, participo con ella en ese plan. Cada vez que desde su escondite espía a un hombre que despierta sus ansias, yo le invito aquí y…
—¿Habéis hecho esto otras veces? —balbuceé consternado.
—¡Imbécil infiel, claro que lo hemos hecho! Muchas y muchas veces. Por eso puedo prometerte que disfrutarás, porque muchos otros hombres han disfrutado.
—Dijiste que era un regalo de cumpleaños…
—¿Y desdeñas un regalo sólo porque proviene de un generoso donante de regalos? Cállate y escucha. Vamos a hacer lo siguiente. Tú te tumbas boca arriba, y yo me echo sobre tu pecho de modo que siempre me estarás viendo. Mientras tú y yo nos acariciamos y retozamos, y lo haremos todo excepto lo último, mi hermana se acercará sin hacer ruido y se contentará con tu mitad inferior. Nunca verás a Shams ni la tocarás excepto con tu zab, y éste no notará nada repugnante. Mientras tanto, tú me ves y me tocas solamente a mí. Y nos excitaremos los dos, el uno al otro, hasta el delirio, de modo que cuando la zina se haya consumado aquí mismo, nunca sabrás que no es conmigo con quien lo has hecho.
—Esto es grotesco.
—Siempre puedes rechazar el regalo —dijo fríamente. Pero se me acercó hasta que sus pechos me tocaron y no estaban nada fríos—. O puedes hacernos disfrutar a ti y a mí, y al mismo tiempo realizar una buena obra para una pobre criatura condenada siempre a la oscuridad y al anonimato. Bien… ¿qué?, ¿lo rechazas? —Alargó su mano en busca de la respuesta—. ¡Ah, ya sabía que no lo rechazarías! Te tenía por un buen chico. Muy bien, Marco, tumbémonos aquí.
Nos tumbamos. Yo boca arriba según las instrucciones, y Magas estrechó la parte superior de su cuerpo contra mi cintura, de manera que yo no podía ver la parte de más abajo, y comenzamos los preludios de la música. Ella me acariciaba ligeramente con la punta de los dedos la cara, el cabello y el pecho, y yo hacía lo mismo, y cada vez que nos tocábamos y en cualquier punto que nos tocáramos, sentíamos esa especie de estremecimiento que se siente al acariciar rápidamente el pelo de un gato al revés. Pero era imposible que ella me acariciara al revés, ni yo a ella, como pronto descubrí. Sus pezones se irguieron alegremente cuando los toqué, y a pesar de la tenue luz pude ver la dilatación de sus pupilas y al saborear sus labios los noté henchidos de pasión.
—¿Por qué lo llamas hacer música? —preguntó dulcemente en un momento dado—. Es mucho más bello que la música.
—Bueno, claro —dije, después de pensármelo—. Había olvidado la música que tenéis aquí en Persia…
De vez en cuando, Magas alargaba una mano por detrás para acariciar la parte de mi cuerpo que ella tapaba, y yo cada vez sentía un deseo delicioso y urgente de correrme, y ella cada vez retiraba su mano a tiempo, o de lo contrario hubiera enviado mi spruzzo al aire. Ella dejó que con la mano tocara sus partes correspondientes susurrando con voz estremecida:
—Cuidado con los dedos. Sólo el zambur. No dentro, recuerda.
Y esa caricia le hizo alcanzar varias veces el paroxismo.
Luego se colocó sobre mi pecho, con el cuerpo levantado, los suaves rizos de sus partes inferiores rozaban mi cara, de modo que tenía su mihrab al alcance de mi lengua, y me susurró:
—La lengua no puede romper la membrana sangar. Haz con la lengua todo lo que puedas.
Aunque la princesa no llevaba perfume, esa parte suya estaba fresca y fragante, como helecho o lechuga tierna. Y no había exagerado al hablar de su zambur, parecía como si mi lengua encontrara allí la punta de otra lengua, y me lamiera, rozara y se introdujera en respuesta a la mía. Y eso sumía a Magas en un estado de paroxismo constante, cuya intensidad crecía y disminuía ligeramente, como el canto sin palabras con que se acompañaba.
Delirio, había dicho Magas, y el delirio llegó. Yo realmente creí, cuando solté mi spruzzo por primera vez, que había sido dentro de su mihrab, aunque éste estaba apretado, cálido y húmedo contra mi boca. Hasta que volví a recobrar la noción de las cosas no me di cuenta de que otra hembra se había sentado a horcajadas sobre la parte inferior de mi cuerpo, y que ésta debía de ser la hermana recluida, Shams. No podía verla, ni lo intenté ni lo deseaba; pero por la ligereza de su peso sobre mi cuerpo pude deducir que la otra princesa debía de ser pequeña y frágil. Separé mi boca del ávido e inquieto montículo de Magas para preguntar:
—¿Tu hermana es mucho más joven que tú?
Magas, como si regresara a regañadientes de muy lejos, interrumpió su éxtasis el tiempo necesario para decir, con un hilo de voz jadeante:
—No… no mucho…
Y volvió a sumirse en la distancia, y yo continué haciéndolo lo mejor que pude para enviarla aún más lejos y más arriba, y varias veces me uní a ella en esa encumbrada exultación, y volví a soltar varios spruzzi más en el desconocido mihrab, sin preocuparme de quién era; pero confiando vagamente, a pesar de todo, en que la joven y fea princesa Luz del Sol estaría disfrutando de mí tanto como yo disfrutaba de ella.
La zina tripartita continuó un largo rato. Después de todo, la princesa Magas y yo estábamos en la primavera de nuestra juventud y podíamos mantenernos excitados el uno al otro hasta renovados florecimientos, y la princesa Shams recogía regocijada (suponía yo) cada uno de mis bouquets. Pero al final incluso la aparentemente insaciable Magas pareció saciada, y sus temblores disminuyeron, y lo mismo le sucedió a mi zab que al final se encogió y se hundió en un fatigado descanso. Por entonces notaba mi miembro bastante irritado y gastado, me dolían las raíces de la lengua, y sentía todo el cuerpo vacío y agotado. Magas y yo nos quedamos un rato tumbados recuperándonos, ella abandonada sobre mi pecho con su cabellera derramada en mi rostro. Las tres cerezas del adorno se habían soltado y desaparecido con las sacudidas hacía rato. Mientras estábamos así, noté un untuoso y húmedo beso sobre la piel de mi vientre, y luego se oyó un breve susurro mientras Shams se retiraba precipitadamente de la habitación, sin ser vista.
Me levanté y me vestí, y la princesa Magas se puso una pequeña y corta túnica que no acababa de cubrir su desnudez y me llevó de nuevo por los pasillos del anderun hasta los jardines. Desde alguno de los minaretes, el primer muecín del día trinaba la llamada a la oración de la hora que precede al amanecer. Sin que ningún guardián me detuviera, encontré el camino a través de los jardines hasta el ala de palacio donde estaban mis aposentos. El criado Karim estaba esperándome diligentemente despierto. Me ayudó a desnudarme antes de acostarme, y profirió algunas reverenciales exclamaciones admirativas cuando vio mi estado de extremo agotamiento.
—O sea que la lanza del joven mirza ha encontrado su blanco —dijo, pero sin preguntar nada más audaz.
Únicamente suspiró un poco, y pareció entristecido porque ya no necesitaría sus pequeños servicios, y luego se fue a su cama.
Mi padre y mi tío estuvieron fuera de Bagdad tres semanas o más. En ese tiempo pasé casi todos los días acompañado por la shahzrad Magas, con su abuela siguiéndonos los pasos, viendo cosas interesantes, y pasé casi cada noche abandonándome al zina con ambas hermanas reales, Mariposa Nocturna y Luz del Sol.
De día, la princesa y yo fuimos a lugares como la Casa del Engaño, ese edificio que era una combinación de hospital y prisión. Fuimos un viernes, el día festivo, que era cuando acudían más ciudadanos a pasar el rato allí, y también visitantes extranjeros llegados de cualquier parte, pues era una de las principales diversiones de Bagdad. Iban en familia y en grupos conducidos por guías, y en la entrada el portero entregaba a cada uno una bata larga para cubrirse la ropa. Luego todos se paseaban recorriendo el edificio, y los guías les informaban sobre los diferentes tipos de locuras que presentaba cada preso o presa, y todos nos reíamos de sus payasadas o hacíamos comentarios. Algunas de estas manías eran realmente divertidas, otras muy patéticas, otras graciosamente obscenas, pero algunas eran simples guarrerías. Por ejemplo, a algunos de los hombres y mujeres trastornados parecía ofenderles nuestra visita, y nos tiraban cuanto caía en sus manos. Pero todos estos presos iban prudentemente desnudos y no tenían nada al alcance de la mano, los únicos proyectiles de que disponían eran sus propios excrementos. A eso se debía la distribución de batas en la portería, y nosotros nos alegramos de llevarlas.
A veces de noche, en los aposentos de la princesa, yo mismo me sentía como aprisionado, sujeto a su vigilancia y exhortaciones. Me sentí así por tercera o cuarta vez cuando una noche, al comenzar los actos nocturnos antes de que la hermana entrara sigilosamente, Magas y yo nos habíamos desnudado y comenzábamos a disfrutar de nuestros preludios, ella detuvo sus activas manos para agarrar las mías y me dijo:
—Mi hermana Shams quiere pedirte un favor, Marco.
—Me lo temía. Desea prescindir de tu intermediación y quiere ocupar tu lugar delante —aventuré.
—No, no. Eso jamás lo haría. Tanto ella como yo estamos contentas con este arreglo, excepto en un pequeño detalle.
Yo me limité a gruñir con cautela.
—Ya te dije, Marco, que Luz del Sol ha hecho zina con mucha frecuencia. Con tanta y tan vigorosamente que, bueno, la abertura mihrab de la pobre muchacha se ha agrandado bastante por este desenfreno. Para hablar francamente, está tan abierta ahí abajo como una mujer que hubiera dado a luz a muchos niños. Su placer en nuestra zina aumentaría mucho si tu zab se agrandara en cierto modo con…
—No —dije firmemente, y comencé a moverme como un cangrejo intentando salir de debajo de Magas—. No me someteré a ningún cambio en…
—Espérate —protestó ella— y calla. No te propongo nada de eso.
—No sé lo que tienes en mente ni por qué —dije, moviéndome todavía—. He visto el zab de numerosos orientales y el mío es ya superior. Me niego a cualquier…
—¡Te he dicho que te calles! Tienes un zab admirable, Marco. Casi ni me cabe en la mano. Y estoy segura de que en longitud y circunferencia satisface a Shams. Ella sólo sugiere un refinamiento en la ejecución.
Eso ya era insultante.
—Ninguna mujer se ha quejado nunca de mi modo de hacerlo —grité—. Si ésa es tan fea como dices, creo que no está en condiciones de criticar lo que le dan.
—¡Mira quién critica ahora! —se burló Magas—. ¿Tienes idea de cuántos hombres sueñan, y lo hacen inútilmente, en acostarse alguna vez con una princesa real? ¿O simplemente en ver una sola vez a una princesa con el rostro descubierto? ¡Y tú aquí tienes a dos acostándose cada noche contigo, totalmente desnudas y complacientes! ¿Pretenderías negarle a una de ellas un pequeño capricho?
—Bueno… —dije sumisamente—. ¿Cuál es ese capricho?
—Hay una manera de incrementar el placer de una mujer que tenga un orificio grande. No se trata de aumentar el zab en sí, sino el… ¿cómo llamas tú a su cabeza?
—En veneciano es la fava, el haba. Me parece que en farsi es la lubya.
—Muy bien. Por supuesto me he dado cuenta de que no estás circuncidado, y eso está bien, porque este refinamiento no puede realizarse con un zab circuncidado. Lo único que tienes que hacer es esto. —Y ella me lo hizo, estrechando con su mano mi zab y empujando hacia arriba la piel de la capela hasta donde llegaba, y luego un poquito más—. ¿Ves? Esto ensancha más el bulto de la haba.
—Pero es muy incómodo. Casi duele.
—Sólo un momento, Marco, puedes soportarlo. Hazlo justamente cuando vayas a introducirlo. Shams dice que eso produce en los labios de su mihrab esa primera sensación deliciosa de sentir que los separan. Una especie de violación bien acogida, dice ella. A las mujeres les gusta eso, creo; claro que yo no podré saberlo hasta que no me case.
—Dio me varda! —murmuré.
—Y desde luego no tienes que hacerlo tú, arriesgándote a tocar el feo cuerpo de Shams. Ella hará con su propia mano esa pequeña presión y ensanchamiento. Sólo desea tu permiso.
—¿Y no desea Shams algo más? —pregunté mordazmente—. Para ser un monstruo parece más delicado de la cuenta.
—¡Si te oyeras! —se burló Magas de nuevo—. Estás aquí, en una compañía que cualquier otro hombre envidiaría. Has aprendido de la realeza un truco que la mayoría de los hombres nunca aprenden. Y lo agradecerás, Marco, cuando algún día quieras satisfacer a una mujer con un mihrab grande o dilatado, agradecerás haber aprendido a hacerlo. Y ella también estará agradecida. Ahora, antes de que Luz del Sol llegue, hazme agradecida a mí una vez o dos, de aquella manera…
Como entretenimiento y edificación, algunos días Magas y yo asistíamos a las sesiones del tribunal real de justicia. Lo llamaban simplemente el Daiwan, por su diván con profusión de cojines en donde se sentaban el sha Zaman, el visir Yamsid y varios ancianos muftíes de la ley islámica, y a veces algunos visitantes mongoles emisarios del ilkan Abagha.
Traían ante ellos criminales para ser procesados y ciudadanos que presentaban querellas o solicitaban favores, y el sha, su visir y sus demás funcionarios escuchaban las acusaciones, alegatos o súplicas, deliberaban y luego entregaban sus juicios, soluciones o sentencias.
El Daiwan me pareció instructivo como mero espectador. Pero si hubiera sido un criminal, me hubiera aterrorizado que me llevaran allí. Y si hubiese sido un ciudadano agraviado, el agravio debería ser inmenso para que me atreviera a presentarlo al Daiwan. En la terraza descubierta situada justamente a la salida de la sala, se levantaba un tremendo brasero ardiendo, y encima suyo burbujeaba un caldero gigante de aceite caliente, y junto a él esperaban algunos robustos guardianes de palacio y el verdugo oficial del sha preparados para ponerlo en funcionamiento. La princesa Magas me dijo confidencialmente que su uso estaba aceptado no sólo para todos los malhechores condenados, sino también para todos aquellos ciudadanos que presentaran falsas acusaciones, o querellas malévolas o dieran falso testimonio. Los guardianes de la caldera tenían un aspecto bastante amedrentador, pero la figura del verdugo estaba calculada para inspirar auténtico terror. Iba encapuchado, enmascarado y vestido enteramente de rojo, tan rojo como el fuego del infierno.
Sólo vi a un malhechor sentenciado realmente a morir en la caldera. Yo le habría juzgado menos duramente, pero yo no soy musulmán. Era un rico mercader persa cuyo anderun estaba formado por las cuatro esposas permitidas además de las numerosas concubinas habituales. El delito del que le acusaron se leyó en voz alta: «Jalwat». Eso sólo significa «proximidad comprometedora», pero los detalles del procesamiento eran más aclaratorios. Acusaban al mercader de haber hecho zina con dos de sus concubinas al mismo tiempo, mientras sus cuatro esposas y una tercera concubina tenían libertad para mirar; y todas estas circunstancias juntas eran haram bajo la ley musulmana.
Al escuchar las acusaciones me sentí decididamente solidario del acusado, pero también claramente incómodo con mi propia persona, puesto que yo casi cada noche hacía zina con dos mujeres que no eran mis esposas. Pero miré de reojo a la princesa Magas y no vi en su cara ni culpabilidad ni aprensión. Poco a poco me fui dando cuenta en aquel proceso de que la ley musulmana no castiga ni el delito haram más vil a menos que cuatro testigos oculares declaren que ha sido cometido. El mercader, caprichosa, orgullosa o estúpidamente, había dejado que cinco mujeres observaran su proeza, y después, por resentimiento, celos o algún otro motivo femenino, habían presentado contra él la acusación de Jalwat. Y del mismo modo las cinco mujeres pudieron observar cómo se lo llevaban, pateando y gritando, a la terraza y lo arrojaban vivo en el aceite hirviendo. No voy a detenerme hablando de los minutos que siguieron.
No todos los castigos decretados por el Daiwan eran tan extraordinarios. Algunos respondían de modo ingenioso a los crímenes cometidos. Un día, llevaron a un panadero ante el tribunal y le acusaron de haber vendido a sus clientes panes de menor peso, y fue sentenciado a que le metieran en su propio horno y le cocieran hasta morir. En otra ocasión, un hombre fue acusado del singular delito de haber pisado un papel mientras andaba por la calle. Su acusador era un muchacho que caminaba detrás de este hombre, recogió el papel y descubrió que el nombre de Alá figuraba entre las palabras escritas en él. El acusado alegó que ese insulto al todopoderoso Alá había sido involuntario; pero otros testigos declararon que el acusado era un blasfemo incorregible. Según dijeron, le habían visto poner a menudo otros libros sobre su ejemplar del Corán, y que a veces incluso sujetaba el Libro Sagrado por debajo de su cintura, y que una vez lo había cogido con su mano izquierda. En consecuencia fue sentenciado a que los guardianes y el verdugo lo pisotearan, como un pedazo de papel, hasta morir.
Pero el palacio del sha sólo era un lugar de piadoso terror durante las sesiones del Daiwan. En otras ocasiones religiosas más frecuentes, el palacio se convertía en escenario de galas y festejos. Los persas reconocen unos siete mil profetas antiguos del Islam, y cada uno tiene su día de celebración. En las fechas en que se hace honor a los profetas más importantes, el sha celebra fiestas, invitando generalmente a la realeza y la nobleza de Bagdad, pero a veces deja abiertas las puertas de palacio a todo el mundo.
Aunque yo no era de la realeza ni noble, ni siquiera musulmán, era un residente de palacio, y asistí a algunas de esas fiestas. Recuerdo una noche en que se celebró al aire libre en los jardines de palacio la festividad de algún profeta hacía tiempo difunto. Cada invitado, en vez de recibir la habitual pila de almohadones para sentarse o reclinarse, tenía para él solo un gran montón de frescos y fragantes pétalos de rosa. Cada rama de cada árbol estaba punteada con velas adheridas a la corteza, y la luz de éstas se filtraba a través de las hojas proyectando todos los tonos y matices del verde. Cada arriate de flores estaba lleno de candelabros y a la luz de sus velas brillaba a través de la variada multitud de flores con todos los tonos y matices de color. Éstas velas eran insuficientes por sí solas para que el jardín brillara y tuviera tantos colores como si fuera de día. Pero además los criados del sha habían recogido con anterioridad hasta la más pequeña tortuga de tierra y mar que podría comprarse en el bazar o que los niños cazaban en el campo, habían colocado una vela sobre el caparazón de cada tortuga, y habían dejado a todos esos miles de animales sueltos paseando por los jardines como puntos de iluminación móviles.
Como de costumbre, sirvieron más cantidad y calidad de comida y bebida que en cualquier fiesta occidental a la que yo hubiera asistido. En los entretenimientos figuraban músicos tocando instrumentos, muchos de los cuales yo no había visto ni oído antes, y al son de estas músicas actuaban bailarines y cantantes. Los bailarines recreaban con lanzas, sables y mucho taconeo batallas famosas de guerreros persas del pasado, como Rustam y Sohrab. Las bailarinas apenas movían los pies, pero meneaban sus pechos y vientres de tal manera que hacían rodar los ojos de los espectadores.
Los cantantes no interpretaban canciones religiosas (el Islam lo desaprueba), sino de un tipo bastante distinto: me refiero a canciones muy obscenas. También había domadores de osos ágiles y acróbatas, y encantadores de serpientes encapuchadas, llamadas nayhaya; y había fardarbab o adivinadores de la fortuna con sus bandejas de arena y payasos šaujran cómicamente ataviados que hacían cabriolas y recitaban o representaban historietas verdes.
Cuando estuve bastante saturado de araq, el licor de dátil, dejé a un lado mis escrúpulos cristianos contra la adivinación y llamé a un fardarbab, un viejo árabe o judío con una barba fungoide, y le pregunté qué podía ver en mi futuro. Pero él debió de reconocer en mí a un buen cristiano que no creía en sus artes de brujería, porque miró una sola vez la arena removida y gruñó:
—Ten cuidado con la sed de sangre de la belleza.
Con lo cual no me dijo nada en absoluto sobre mi futuro, aunque recordé haber oído antes, en el pasado, algo parecido a eso. De modo que me reí sarcásticamente del viejo farsante, me levanté y me alejé de él dando tumbos y haciendo piruetas hasta caerme al suelo; entonces apareció Karim y me ayudó a llegar a mi dormitorio.
Ésa fue una de las noches en que la princesa Magas, Luz del Sol y yo nos citamos. En otra ocasión, Magas me dijo que me buscara otra cosa para hacer en las noches siguientes, porque ella estaba bajo la maldición de la luna.
—¿Maldición de la luna? —pregunté.
—Sí, la hemorragia femenina —dijo ella con impaciencia.
—¿Y qué es eso? —pregunté, porque realmente nunca había oído hablar de eso con anterioridad.
Sus verdes ojos me dirigieron de soslayo una mirada de divertida incredulidad y dijo afectuosamente:
—Bobo. Como todos los muchachos te imaginas que una mujer bella es algo puro y perfecto; como esa raza de pequeños seres alados llamados peri. Los delicados peri ni siquiera comen y se alimentan de la fragancia de las flores que inhalan, y por eso nunca tienen que orinar o defecar. Del mismo modo, tú crees que una mujer bonita no puede tener ninguna de las imperfecciones o suciedades comunes al resto de la humanidad.
Yo me encogí de hombros:
—¿Y es algo malo pensar así?
—Pues no diría yo eso, porque nosotras, las mujeres bonitas, nos aprovechamos a menudo de ese engaño masculino. Pero es un engaño, Marco, y ahora voy a traicionar a mi sexo y a desengañarte. Escucha.
Me contó lo que le sucedía a una niña cuando tenía aproximadamente diez años, al convertirse en mujer, y qué le continuaba sucediendo después, cada luna del año.
—¿De veras? —dije—. No lo sabía. ¿Y les sucede a todas las mujeres?
—Sí, y deben soportar la maldición de la luna hasta que son viejas y están secas en todos los sentidos. La maldición viene acompañada de calambres y dolores de riñones y mal humor. Durante este período, la mujer está taciturna e insoportable; y si es prudente se mantiene alejada de los demás, o drogada hasta quedar estupefacta con teryak o banj, en espera de que pase la maldición.
—Suena terrible.
Magas se rió, pero sin ganas.
—Mucho más terrible es para una mujer si llega la luna y no ha sido maldecida. Porque eso significa que está embarazada y no voy a hablarte de los sudores, filtraciones, disgustos y molestias que vienen después. Ahora me siento taciturna, de mal humor e insoportable, y optaré por recluirme; tú, vete, Marco, sé feliz y disfruta de la libertad de tu cuerpo, como todos los malditos y despreocupados hombres, y déjame con mis miserias de mujer.
A pesar de la descripción de la princesa Magas sobre la debilidad de su sexo, yo no pude, ni entonces ni después, considerar a una mujer bonita como un ser inherentemente defectuoso o imperfecto; o por lo menos, hasta que no demostrara serlo, como hizo en una ocasión dona Ilaria, que perdió por todo ello mi estima. En Oriente, seguía aprendiendo nuevas maneras de apreciar a las mujeres bellas, y aún descubría cosas nuevas en ellas, y no me sentía inclinado a menospreciarlas.
Por ejemplo, cuando era más joven, creía que la belleza física de una mujer sólo residía en sus rasgos más fáciles de observar, como su cara, sus pechos, sus piernas y nalgas, y en cosas menos fáciles de observar, como un montículo de la alcachofa, un medallón y mihrab bonitos e incitantes (y accesibles). Pero por aquel entonces, ya había estado con suficientes mujeres para darme cuenta de que había elementos de belleza física más sutiles. Para mencionar sólo uno: yo soy especialmente aficionado a los delicados tendones que recorren desde su ingle la parte interior de los muslos de una mujer cuando se abre de piernas. También llegué a darme cuenta de que incluso en los rasgos comunes a todas las mujeres bonitas hay diferencias distinguibles y por ello excitantes. Toda bella mujer tiene pechos y pezones bonitos, pero hay innumerables variaciones de tamaño, forma, proporción y color, todas ellas hermosas. Una mujer bella tiene un bello mihrab, pero ¡oh!, qué deliciosas diferencias existen en su situación avanzada o retrasada, en el tono y profundidad de sus labios exteriores, en su capacidad de cerrarse y apretar como una bolsa, en la posición, tamaño y erectabilidad del zambur.
Quizá ahora parezca más lascivo que galante. Pero sólo deseo poner de relieve que nunca pude menospreciar a las mujeres bellas de este mundo, ni lo hice nunca, ni nunca lo haré; ni siquiera en Bagdad, cuando la princesa Magas, a pesar de ser una de las bellezas, hizo cuanto pudo por mostrarme de ellas lo peor. Por ejemplo, un día lo dispuso todo para que pudiese entrar a hurtadillas en el anderun de palacio no para nuestras diversiones nocturnas, sino de tarde, porque yo le había dicho:
—Magas, ¿te acuerdas de ese mercader al que vimos ejecutar porque hacía zina de un modo haram? ¿Es esto lo que suele suceder en un anderun?
Me dirigió una de las miradas de sus verdes ojos, y dijo:
—Ven a verlo por ti mismo.
En esa ocasión, no hay duda de que sobornó a los guardianes y eunucos para que se despistaran, o de lo contrario no me hubiera podido introducir sin ser visto en aquella ala de palacio. Me hizo entrar en un armario empotrado en la pared de un pasillo provisto de dos mirillas taladradas que dejaban ver sendas habitaciones, grandes y voluptuosamente amuebladas. Miré por un agujero y después por otro: en aquel momento las dos habitaciones estaban vacías.
—Son las habitaciones comunales, donde las mujeres pueden reunirse cuando se hartan de estar solas en sus cuartos independientes. Y este armario es uno de los muchos puntos de vigilancia de todo el anderun, a donde el eunuco viene de vez en cuando. Vigila las posibles peleas o luchas entre las mujeres, u otros conflictos, e informa de ello a mi madre, la primera esposa real, que es responsable de mantener el orden. El eunuco no va a estar hoy aquí, y voy a decírselo ahora a las mujeres. Luego espiaremos juntos, y veremos si se aprovechan de la ausencia del vigilante.
Se marchó y cuando volvió nos pusimos de pie, espalda contra espalda en aquel reducido espacio, cada uno con un ojo pegado a una mirilla. Durante un largo rato no sucedió nada. Luego entraron cuatro mujeres en la habitación que yo estaba espiando, y se repartieron por los almohadones del diván. Todas tenían aproximadamente la edad de la shahryar Zahd, y eran igualmente bellas. Una de ellas parecía nativa de Persia, pues tenía la piel marfileña, el cabello negro como la noche y los ojos tan azules como el lapislázuli. A otra la tomé por armenia, pues cada uno de sus pechos tenía exactamente el tamaño de su cabeza. Otra era una negra, etíope o nubia, y como era de esperar, tenía pies como paletas, las pantorrillas largas y delgadas y un trasero como un balcón; aunque por otro lado era bastante linda: un bonito rostro con labios no demasiado protuberantes, un pecho bien formado y largas y finas manos. Y la cuarta mujer tenía la piel tan amarronada y los ojos tan oscuros que debía de ser árabe.
Ellas creían que no las vigilaba nadie, y que tenían libertad para hacer lo que quisieran; sin embargo eso no provocó ningún atentado libertino contra la compostura o la modestia. Lo único extraño era que ninguna llevaba chador, pero todas estaban enteramente vestidas y así siguieron, y no apareció a visitarlas ningún amante furtivo. La mujer negra y la árabe se habían llevado una especie de labor de punto, y se mantenían ocupadas con ese letárgico pasatiempo. La persa estaba sentada con frascos, pinceles y pequeños instrumentos y hacía la manicura esmeradamente a la armenia en pies y manos, y cuando hubo terminado, ambas mujeres comenzaron a colorearse las palmas de las manos y las plantas de los pies con tinte de hinna.
Pronto empecé a aburrirme, igual que las cuatro mujeres (las pude ver bostezar, las oí eructar y olí que se tiraban pedos); y me pregunté por qué habría albergado yo la picante sospecha de que en una casa llena de mujeres tenían lugar orgías babilónicas, por el simple hecho de que todas ellas pertenecían a un solo hombre. Estaba claro que cuando muchas mujeres no tenían otra cosa que hacer que esperar la llamada de su amo, podía decirse al pie de la letra que no tenían nada que hacer. La única posibilidad era repantigarse por la casa, sin más iniciativa o vivacidad que un vegetal, hasta recibir alguna de las infrecuentes llamadas para que ejercitaran sus partes animales. Me hubiera hecho el mismo efecto mirar una hilera de calabazas echándose a perder, o sea que me di la vuelta dentro del armario para decírselo a la princesa.
Pero ella estaba sonriendo entre dientes lascivamente, se puso un dedo sobre los labios para que callara y luego señaló su mirilla. Yo me incliné, miré a su través, y apenas supe reprimir una exclamación de sorpresa. La habitación tenía dos ocupantes, uno de ellos femenino, una chica considerablemente más joven que cualquiera de las cuatro de mi habitación, y también mucho más bonita, quizá porque tenía más partes visibles. Se había bajado el pai-yamah y no llevaba nada debajo de esa prenda, e iba desnuda de la cintura hacia abajo. Era también una árabe de piel amarronada, pero su cara estaba ahora sonrosada por el esfuerzo. El ocupante macho era uno de esos monos simiazze de la talla de un niño, tan peludo por todas partes que yo no hubiera reconocido que era macho si no hubiera visto que la chica lo trabajaba fervientemente con una mano para estimular la virilidad del animal. Finalmente lo logró, pero el mono sólo miraba estúpidamente la pequeña y erecta evidencia, y la chica tuvo que enseñarle lo que debía hacer con eso, y dónde. Pero finalmente, también eso se realizó, mientras Magas y yo nos turnábamos mirando por la mirilla.
Cuando la ridícula exhibición hubo terminado, Magas y yo salimos con dificultad de nuestros armarios, en donde hacía ya mucho calor y humedad, y nos fuimos al pasillo para poder hablar sin que nos oyeran las cuatro mujeres que aún estaban en la otra habitación.
—No me extraña que, como me dijo el visir, llamen indeciblemente sucio a ese animal.
—A Yamsid le da envidia —dijo la princesa con indiferencia—. Ése animal puede hacer lo que él no puede.
—Pero no demasiado bien. Tiene el zab más pequeño aún que el de un árabe. En todo caso, creo que una mujer decente debería preferir el dedo de un eunuco al zab de un mono.
—De hecho algunas lo prefieren. Ahora ya sabes por qué mi zambur está tan solicitado. Hay muchas mujeres que entre cada llamada del sha deben esperar una larga y hambrienta temporada. Por eso el profeta (la paz y la bendición sean con él) instituyó hace tiempo el tabzir, para que las mujeres decentes no se dieran a sus impulsos y buscaran recursos indignos de una esposa.
—Creo que si yo fuera sha preferiría que mis mujeres recurrieran al zambur de las demás que al primer zab que encontraran. Porque ¡imagínate que esa chica árabe queda preñada del mono! ¿Qué especie de cría asquerosa daría a luz? —Ésa terrible idea me atrajo a la mente una idea aún más terrible—. Per Cristo! ¡Suponte que tu horrorosa hermana Shams queda preñada de mí! ¿Tendría que casarme con ella?
—No te alarmes, Marco. Aquí todas las mujeres, de la nación que sean, tienen sus propios métodos para prevenir esa posibilidad.
Yo la miré perplejo.
—¿Saben cómo impedir la concepción?
—Hay diferentes niveles de seguridad, pero cualquier cosa es mejor que confiar en la suerte. Una mujer árabe, por ejemplo, antes de hacer zina se mete dentro un tampón de lana empapado con zumo de sauce llorón. Una mujer persa reviste su parte interior con esa delicada membrana blanca que se encuentra bajo la cáscara de la granada.
—¡Qué pecado tan abominable! —exclamé, como buen cristiano—. ¿Y qué es más eficaz?
—Probablemente es preferible el sistema persa, aunque sólo sea porque es más cómodo para ambos participantes. Shams lo usa y apuesto a que no lo has notado.
—No.
—Pero imagínate apretando tu tierna lubya contra ese grueso tampón lanoso que se meten las árabes. Además, yo desconfío de la eficacia de ese método. ¿Qué puede saber una mujer árabe para evitar la concepción? Un árabe, a menos que quiera concebir un niño, sólo hace zina con su mujer por su abertura trasera, como está acostumbrado a hacerlo con los demás hombres y niños, y a que se lo hagan a él.
Me sentí aliviado de saber que la princesa Shams no iba a fructificar y multiplicar su fealdad gracias a su preventivo de granada; aunque en realidad debería de haberme sentido inquieto ya que estaba participando en uno de los pecados más aborrecibles y mortales que puede cometer un cristiano. En algún punto de mis viajes y cuando regresara a casa, a Venecia, me encontraría con algún sacerdote cristiano y me vería obligado a confesarme. El sacerdote, como es lógico, me impondría grandes penitencias por haber fornicado con dos mujeres solteras al mismo tiempo, pero ése era sólo un pecado venial comparado con el otro. Podía adivinar su horror cuando le confesara que, gracias a las malvadas artes de Oriente, había podido copular por puro placer, sin la intención o expectativa cristianas de que resultara del acto progenie alguna.
No hace falta decir que seguí disfrutando pecaminosamente. No había ni el más ligero obstáculo que estorbara mi total y completo disfrute, y no me torturaba ningún sentimiento de culpa. Mi deseo natural era que cada consumación de zina se pudiera producir dentro de la princesa Magas, con la cual estaba haciendo el amor, y no dentro de la princesa Shams, a quien no quería y a quien no podía querer. Sin embargo, cuando Magas rechazó severamente mis escasas tentativas en ese sentido, yo tuve la prudencia de dejar de proponerlo. No quise arriesgarme a perder una situación feliz por codiciar otra aún más feliz pero inalcanzable. Lo que hice entonces fue inventarme una historia, una de aquellas historias que podía haber contado la narradora shahryar Zahd.
En el cuento que imaginé Luz del Sol no era la mujer más fea de Persia, sino la belleza más esplendorosa. La hice tan bella que Alá en su sabiduría decretó: «Es inconcebible que la divina belleza y el divino amor de la princesa Shams sirvan sólo para dar placer a un único hombre», y ése era el motivo de que Shams no estuviera casada y de que nunca llegara a casarse. En obediencia al todopoderoso Alá, Shams estaba obligada a dispensar sus favores a todos los pretendientes buenos y dignos de ella, y por eso yo era en aquel momento el favorito. Durante una temporada, sólo utilicé esa historia cuando era necesario. Cada noche, para despertar y mantener mi ardor y hacer zina, me bastaba el amor y la proximidad de la princesa Magas. Pero luego, cuando nuestro juego aumentaba en mi interior la deliciosa presión hasta que ya no podía contenerla, y necesitaba darle salida, entonces daba forma en mi mente a mi inventada, alternativa, imaginaria e irrealmente sublime princesa Luz del Sol, y la convertía en receptáculo de mi amorosa sacudida.
Como ya he dicho, eso me bastó durante algún tiempo. Pero pasado éste, me fui sintiendo víctima de una especie de leve locura: comencé a preguntarme si mi historia no podría aproximarse de algún modo a la verdad. Mi demencia aumentó gradualmente y comencé a sospechar que allí se escondía un gran secreto, y a sospechar que, por las sutiles elaboraciones de mi mente, yo había sido el primero y el único en descubrirlo. Finalmente llegué a trastornarme tanto que comencé a lanzar indirectas a Magas, dándole a entender que realmente quería ver a su invisible hermana. Cuando yo decía esas cosas, Magas parecía preocupada y agitada, y más aún cuando yo audazmente empezaba a mencionar el nombre de su hermana si alguna vez estábamos en presencia de sus padres y de su abuela.
—He tenido el honor de conocer a casi toda la familia real, sus majestades —decía al sha Zaman y a la shahryar Zahd, y luego añadía sin darle importancia—, a excepción, me parece, de la estimada princesa Shams.
—¿Shams? —decían él o ella cautelosamente, y miraban alrededor de un modo algo furtivo, y entonces Magas se ponía a hablar profusamente para distraernos a todos, mientras me sacaba ruda y casi literalmente a codazos de cualquier habitación en la que estuviéramos.
Sabe Dios adonde me hubiera llevado finalmente ese comportamiento, quizá a la Casa del Engaño; pero entonces mi padre y mi tío regresaron a Bagdad, y llegó el momento de despedirme de mis tres participantes en la tina: Magas, Shams y mi Shams imaginaria.
Mi padre y mi tío regresaron juntos, pues se habían encontrado en algún punto del camino, al norte del golfo. Mi tío, nada más poner sus ojos en mí, incluso antes de que hubiéramos intercambiado un saludo, rugió jovialmente:
—Veo que no te has metido en ningún problema, scagaròn!
—Creo que de momento no —dije.
Luego me fui a asegurarme. Busqué a la princesa Magas y le comuniqué que nuestras relaciones habían llegado a su fin.
—No puedo seguir pasando las noches fuera sin provocar sospecha.
—Pues muy mal —dijo ella enfurruñada—. Mi hermana no se ha cansado en absoluto de nuestra zina.
—Ni yo tampoco, shahzrad Magas Mirza. Pero la verdad es que me he debilitado mucho. Y ahora debo recuperar fuerzas para proseguir el viaje.
—Sí, pareces algo tenso y ojeroso. Muy bien, te doy permiso para que nos dejes. Nos despediremos formalmente antes de tu partida.
Mi padre, mi tío y yo nos sentamos a hablar con el sha, y ellos le dijeron que habían decidido no seguir la ruta marítima que acortaría nuestro camino hacia Oriente.
—Os agradecemos sinceramente esta sugerencia, sha Zaman —dijo mi padre—, pero hay un viejo proverbio veneciano que dice: Loda el mar e tiente a la tera.
—¿Qué significa? —dijo afablemente el sha.
—Alaba el mar y atente a la tierra. Aplicado de modo más general significa: alaba lo inmenso y peligroso y agárrate a lo pequeño y seguro. Mafio y yo hemos navegado mucho por mares inmensos, pero nunca a bordo de barcos como los de los comerciantes árabes. Ninguna ruta por tierra podía ser menos segura o más arriesgada.
—Los árabes —dijo mi tío— construyen sus barcos de alta mar con el mismo descuido con que construyen sus barcas fluviales, esas que su majestad suele ver aquí en Bagdad. En ellas todo va atado y pegado con cola de pescado, no hay ni un pedacito de metal en toda su construcción. Y los excrementos de los caballos y cabras cargados en cubierta pasa a las cabinas de pasajeros de abajo. Puede que a los árabes, con su ignorancia, no les importe aventurarse en el mar con esa escuálida y desvencijada cáscara de nuez, pero a nosotros sí.
—Quizá sea esto lo prudente —dijo la shahryar Zahd, que entró en la habitación en aquel momento, a pesar de estar nosotros en una reunión de hombres—. Os contaré un cuento.
Nos contó varios, y todos relativos a un tal Simbad el Marino, que había sufrido una serie de desagradables aventuras con un pájaro ruj gigante, con un viejo jeque del Mar, con un pez grande como una isla entera, y no recuerdo con qué más. Pero lo importante de su relato era que todas las aventuras de Simbad se debían a haberse embarcado en navíos árabes, y que cada uno de estos barcos naufragaban en el mar y el superviviente tenía que dejarse llevar por la corriente hasta alguna costa inexplorada.
—Gracias, querida —dijo el sha, cuando su esposa hubo terminado el sexto o séptimo cuento de Simbad. Y antes de que pudiera comenzar otro, dijo a mi padre y a mi tío—: Entonces ¿no habéis sacado provecho alguno de vuestro viaje al golfo?
—Oh, sí —dijo mi padre—. Había muchas cosas interesantes para aprender, ver y traer aquí. Por ejemplo, yo compré en Neyriz este nuevo sable šimsir, tan fino y afilado; y su artífice me dijo que estaba hecho con acero de las minas de hierro de su majestad, próximas al lugar. Sus palabras me confundieron y le repliqué: «Seguramente os referís a las minas de acero». Y él contestó: «No, sacamos hierro de las minas y lo metemos en una especie de ingenioso horno, y el hierro se convierte en acero». Yo exclamé: «¿Qué? ¿Queréis hacerme creer que si meto un asno en el horno saldrá un caballo?». Y el artífice tuvo que explicarse largo y tendido hasta convencerme. Debo confesar sinceramente, majestad, que yo y todos los europeos hemos creído siempre que el acero era un metal totalmente diferente y muy superior al hierro.
—No —dijo el sha, sonriendo—. El acero no es sino hierro muy refinado en un proceso que vosotros, los europeos, no habéis aprendido aún.
—O sea que allí en Neyriz mejoré mi educación —dijo mi padre—. Mi viaje también me llevó a Shiraz, claro, y a sus extensas viñas y caté todos los vinos famosos de sus viñedos en el lugar donde se producen. También probé… —Se detuvo y miró un momento a la shahryar Zahd—. También hay en Shiraz las más lindas mujeres, y en más cantidad que en cualquier otra ciudad que haya visitado.
—Sí —confirmó la dama—. Yo misma nací allí. Según un proverbio persa si buscas una bella mujer has de ir a Shiraz; y si buscas un muchacho bello a Kashan. Pasaréis por Kashan cuando os dirijáis hacia Oriente.
—¡Ah! —dijo tío Mafio—. Yo, por mi parte, he encontrado algo nuevo en Basora. Un aceite llamado nafri, que no se saca de la aceituna, ni de las nueces, ni del pescado, ni de la grasa, sino que rezuma del propio suelo. Arde con más brillo que los demás aceites y durante más rato, y sin olor asfixiante. Llené varios frascos para alumbrarnos en las noches de nuestro viaje, y quizá también para sorprender a otros, como me pasó a mí, que nunca había visto semejante sustancia.
—En relación a vuestro viaje —dijo el sha—, ya que habéis decidido continuar por tierra, recordad mis advertencias sobre el Dasht-e-Kavir, el Gran Desierto de Sal, que hallaréis yendo hacia Oriente. Ésta estación, finales de otoño, es la mejor del año para atravesarlo, pero lo cierto es que no hay ninguna época ideal. Os propuse que llevarais camellos en vuestra caravana y ahora os sugiero que sean cinco. Uno para cada uno de vosotros y vuestras albardas, uno para el camellero y otro para llevar la carga de vuestros paquetes más grandes. El visir os acompañará mañana al bazar y os ayudará a elegirlos; yo los pagaré y aceptaré vuestros caballos a cambio.
—Es muy amable de vuestra parte, majestad —dijo mi padre—, sólo hay un problema, y es que no tenemos camellero.
—Pues si no sois muy duchos en el manejo de esos animales, necesitáis uno. Probablemente puedo ayudaros a obtenerlo, pero primero conseguid los camellos.
Así que al día siguiente los tres volvimos al bazar en compañía de Yamsid.
El mercado de camellos era una zona cuadrada dispuesta especialmente, y rodeada por un peldaño continuo de piedra. Todos los camellos en venta estaban alineados de pie, con sus patas delanteras puestas sobre esa plataforma, para que parecieran más altos y orgullosos. Ése mercado era mucho más ruidoso que cualquier otra parte del bazar, pues al acostumbrado griterío y a las peleas de vendedores y compradores se sumaban los enfadados bramidos y los lastimeros gruñidos de los camellos cada vez que alguien agarraba sus bozales para que demostraran su agilidad al arrodillarse y levantarse. Yamsid hizo esta y muchas otras pruebas. Pellizcaba las gibas de los camellos, palpaba sus patas de arriba abajo, y miraba en las ventanas de sus narices. Después de examinar a casi todos los animales adultos que estaban aquel día en venta, separó cinco de ellos, un macho y cuatro hembras, y dijo a mi padre:
—Ved si estáis de acuerdo con mi selección, mirza Polo. Notaréis que todos tienen los pies delanteros mucho más grandes que los traseros, señal segura de mayor resistencia. Tampoco tienen lombrices de nariz. Vigilad siempre esta infección, y si alguna vez veis lombrices, rociad bien las narices con pimienta.
Como ni mi padre ni mi tío tenían experiencia en la adquisición de camellos, aceptaron gustosos la selección del visir. El mercader ordenó a un ayudante que llevara los camellos, amarrados en fila india, a los establos de palacio, y nosotros seguimos a nuestro aire.
En el palacio nos esperaban el sha Zaman y la shahryar en una habitación atiborrada con los regalos que deseaban que lleváramos de su parte al gran kan Kubilai. Había qalis bien enrollados de la mejor calidad, cofrecitos con joyas, fuentes y aguamaniles de oro exquisitamente trabajado y šimsirs de acero de Neyriz en vainas engastadas con gemas; y para las mujeres del gran kan espejos también de acero de Neyriz, cosméticos de al-kohl y de hinna, botas con vino de Shiraz y esquejes de las más preciadas rosas cortadas en los jardines de palacio y cuidadosamente envueltas, y también esquejes de las plantas del banj que no tienen semillas, y de las amapolas, con las que se hace la triaca. El regalo más sorprendente de todos era una tabla pintada por algún artista de la corte con el retrato de un hombre. Era un hombre ceñudo y de aspecto ascético, pero ciego: sus globos oculares eran totalmente blancos. Era el único dibujo de un ser animado que había visto alguna vez en un país musulmán.
El sha dijo:
—Esto es una semblanza del profeta Mahoma (que la paz y la bendición sean con él). En los reinos del gran kan hay muchos musulmanes, y muchos de ellos no tienen idea de cómo era el profeta (que la paz y la bendición sean con él) en vida. Os lo llevaréis para mostrárselo a toda esa gente.
—Perdonad —dijo mi tío, con una vacilación impropia de él—, pensaba que el Islam prohibía los retratos. Y una imagen del propio profeta…
La shahryar Zahd explicó:
—Un retrato no vive hasta que no se le pinten los ojos. Encargaréis a algún artista que los pinte justamente antes de presentar el cuadro al gran kan. Sólo hace falta pintar dos puntos marrones en los globos oculares.
El sha añadió:
—Y el propio cuadro está pintado con tintes mágicos que en unos meses comenzarán a desvanecerse, hasta desaparecer totalmente. Así no puede convertirse en una imagen de adoración, como las que vosotros cristianos reverenciáis, y que están prohibidas porque nuestra religión, más civilizada, no las necesita.
—Éste retrato —dijo mi padre— será un regalo único entre todos los regalos que el gran kan haya recibido nunca. Sus majestades han sido más que generosas con este tributo.
—Me hubiera gustado enviarle también algunas vírgenes de Shiraz, y chicos de Kashan —musitó el sha—, pero ya lo he intentado hacer otras veces, y no sé por qué, pero nunca llegan a su corte. Las vírgenes seguramente son difíciles de transportar.
—Sólo espero que podamos transportar todo esto —dijo mi tío, gesticulando.
—Oh, sí, sin problemas —dijo el visir Yamsid—. Cualquiera de vuestros nuevos camellos cargará fácilmente todo este peso y lo llevará a una marcha de ocho farsajs por día, repostando agua cada tres días si es necesario. Suponiendo, claro, que tengáis un camellero competente.
—Que ahora tendréis —dijo el sha—. Es otro regalo mío, y esta vez para vosotros, caballeros. —Hizo una señal al guardián de la puerta y éste salió—. Un esclavo que yo mismo adquirí recientemente, comprado por uno de mis eunucos de corte.
—La generosidad de su majestad sigue siendo grande y asombrosa —murmuró mi padre.
—Bueno —dijo el sha modestamente—. ¿Qué es entre amigos un esclavo, aunque me haya costado quinientos dinares?
El guardián volvió con el esclavo, quien inmediatamente se echó al suelo dirigiéndonos el salaam y gritando estridentemente:
—¡Alá sea alabado! ¡Nos volvemos a encontrar, buenos amos!
—Sia Budelà! —exclamó tío Mafio—. Si es el reptil que nos negamos a comprar.
—¡El animal Narices! —exclamó el visir—. Decidme, mi señor sha, ¿cómo llegasteis a adquirir esta excreción?
—Creo que el eunuco se enamoró de él —dijo el sha agriamente—. Pero yo no. O sea que es vuestro, caballeros.
—En fin… —dijeron mi padre y mi tío, incómodos y sin deseos de ofender.
—Nunca he conocido a un esclavo más rebelde y odioso —dijo el sha, sin esforzarse nada en elogiar su regalo—. Me maldice y me injuria en media docena de idiomas, de los cuales no entiendo nada excepto que la palabra cerdo aparece en todos ellos.
—También se ha mostrado insolente conmigo —dijo la shahryar—. ¡Imaginad a un esclavo que critica la dulzura de la voz de su dueña!
—El profeta (que la paz y la bendición sean con él) —dijo el animal Narices, como si pensara en voz alta—. El profeta calificó de maldita una casa en donde la voz de una mujer pudiera oírse desde fuera.
La shahryar le lanzó una mirada venenosa, y el sha dijo:
—¿Habéis oído? Bueno, el eunuco que lo compró sin que nadie se lo pidiera ha sido despedazado por cuatro caballos salvajes. El eunuco carecía de valor, pues había nacido bajo este techo de una de mis esclavas, y no había costado nada. Pero este hijo de perra šaqal cuesta quinientos dinares, y hay que eliminarlo de modo más útil. Vosotros, caballeros, necesitáis un camellero, y él dice que lo es.
—Ciertamente —gritó el hijo de perra Saqal—, crecí, buenos amos, entre camellos y los amo como si fueran mis hermanas…
—Oh, sí —dijo mi tío—. Estoy convencido…
—Contéstame a esto, esclavo —le preguntó Yamsid con un ladrido—. El camello se arrodilla para que lo carguen, gruñe y se queja mucho a cada nuevo peso que le añaden. ¿Cómo se sabe cuándo hay que dejar de cargar?
—Eso es fácil, visir Mirza. Cuando cesa de gruñir significa que habéis puesto ya el último fardo que puede llevar.
Yamsid se encogió de hombros y dijo:
—El esclavo conoce los camellos.
—Bueno… —murmuraron mi padre y mi tío.
El sha declaró terminantemente:
—Lleváoslo con vosotros, caballeros, o si no quedaros a presenciar cómo le meten en la caldera.
—¿La caldera? —preguntó mi padre, que no sabía lo que era.
—Será mejor que nos lo llevemos, padre —dije yo, hablando por primera vez.
No lo dije con entusiasmo, pero no hubiera podido contemplar otra ejecución en aceite hirviendo, aunque fuera de aquella abominable sabandija.
—¡Alá os recompensará, joven amo mirza! —gritó la sabandija—. Oh, adorno de perfección, sois tan compasivo como el antiguo derviche Bayazid, quien mientras viajaba halló una hormiga atrapada en las hilas de su ombligo y remontó el camino recorriendo cientos de farsajs hasta su punto de partida para devolver esa hormiga secuestrada a su nido original…
—Cállate —bramó mi tío—. Te llevaremos con nosotros para librar a nuestro amigo el sha Zaman de tu pestilente presencia. ¡Pero te advierto, podredumbre, que no tendremos contigo compasión alguna!
—Estoy contento —gritó la podredumbre—. Las palabras de vituperio y azote pronunciadas por un sabio son mucho más valiosas que las lisonjas y flores prodigadas por un ignorante, y además…
—Gèsu —dijo mi tío, hastiado—. En vez de azotarte en las nalgas, te azotarán en tu incontrolada lengua. Majestad, partiremos mañana al amanecer, y sacaremos a esta peste rápidamente de vuestra proximidad.
Al día siguiente, a primera hora, Karim y nuestros dos criados nos vistieron con buenas y resistentes ropas de viaje, al estilo persa, nos ayudaron a empaquetar nuestras pertenencias personales y nos regalaron una gran canasta de exquisitos manjares, vinos y otras delicias que los cocineros de palacio habían preparado especialmente para que se conservaran bien y nos sirvieran de alimento durante una buena parte del camino. Luego los tres criados se entregaron a una exhibición de arrebatado dolor, como si nosotros fuéramos sus amados amos de toda la vida, y ahora los dejáramos para siempre. Se postraron haciendo salaams, se arrancaron los turbantes y golpeaban el suelo con la cabeza descubierta, y no se detuvieron hasta que mi padre distribuyó backhís entre ellos, tras lo cual nos vieron partir con amplias sonrisas y encomendándonos a la protección de Alá.
En los establos de palacio nos encontramos con que Narices, sin recibir órdenes, ni azotes ni vigilancia alguna, había ensillado nuestros camellos y cargado el camello de los paquetes. Incluso había envuelto y dispuesto cuidadosamente todos los regalos que el sha mandaba, para evitar que cayeran o se golpearan entre sí, o se ensuciaran con el polvo del camino; y por lo que pudimos comprobar, no había robado ni un solo artículo.
Mi tío, en vez de felicitarle, dijo severamente:
—¡Canalla, crees que complaciéndonos ahora y consiguiendo con halagos nuestra indulgencia, luego, cuando regreses a tu pereza natural, la vida te será fácil! Te advierto, Narices, que esperaremos de ti esta misma eficacia y…
El esclavo lo interrumpió, pero en tono amable:
—Un buen amo hace a un buen criado, y logra de él servicio y obediencia en proporción directa al respeto y confianza que le tenga.
—Según todas las informaciones —dijo mi padre— no has servido muy bien a tus últimos amos: el sha, el tratante de esclavos…
—Ah, buen amo, mirza Polo, he estado demasiado tiempo enjaulado en ciudades y casas, y mi espíritu se ha sentido oprimido por el encierro. Alá me hizo un trotamundos. En cuanto supe que vosotros erais viajeros, dirigí todos mis esfuerzos a que me expulsaran de este palacio para unirme a vuestra caravana.
—Ummm —dijeron mi padre y mi tío escépticos.
—Sabía que haciendo esto me arriesgaba a que me echaran con más rapidez todavía, por ejemplo arrojándome a la caldera de aceite. Pero este joven mirza Marco me salvó de ello, y nunca se arrepentirá. Para vosotros, amos mayores, yo seré el criado obediente, pero para él seré un devoto mentor. Me interpondré entre él y el peligro, como él ha hecho por mí, y le instruiré diligentemente en la sabiduría del camino.
Y aquí está el segundo de los extraordinarios maestros que tuve en Bagdad. Yo deseaba sinceramente que hubiera sido una persona tan bella, simpática y deseable como la princesa Magas. No me gustaba demasiado la perspectiva de ser el pupilo de aquel piojoso esclavo, ni la posibilidad de que me contagiara alguna de sus sucias características. Pero no pensaba herirle diciendo en voz alta todo aquello, y simplemente le respondí poniendo cara de condescendiente aceptación.
—Entendedme, yo no pretendo ser una buena persona —dijo Narices, como si hubiera podido captar mis pensamientos—. Soy un hombre de mundo, y no todos mis gustos y costumbres son aceptables en la buena sociedad. Sin duda, tendréis frecuentes ocasiones de reprenderme o de golpearme. Un buen viajero, eso es lo que soy. Y ahora que volveré a andar por los caminos, apreciaréis mi utilidad. Ya lo veréis.
Luego, los tres fuimos a despedirnos del sha, la shahryar, su anciana madre y la shahzrad Magas. Todos ellos se habían levantado temprano a este propósito, y se despidieron de nosotros tan afectuosamente como si hubiéramos sido huéspedes reales, en vez de meros portadores del firman del gran kan, a quien tenían que complacer.
—Aquí están los documentos de propiedad de ese esclavo —dijo el sha Zaman entregándolos a mi padre—. Cruzaréis muchas fronteras desde aquí hacia Oriente, y los guardianes fronterizos pueden pediros la identidad de todos los miembros de vuestra caravana. Ahora, buen viaje, amigos míos, y que caminéis siempre bajo la sombra de Alá.
La princesa Magas nos dijo a todos, pero dedicándome a mí una sonrisa especial:
—Que nunca encontréis en el camino a un afriti o a un demonio yinni, sino solamente el dulce y perfecto peri.
La abuela nos dio su mudo adiós con una inclinación de cabeza, pero la shahryar Zahd pronunció una despedida casi tan larga como una de sus historias, terminando con un exagerado:
—Vuestra partida nos deja a todos desolados.
En aquel momento me atreví a decirle:
—Hay alguien aquí en palacio a quien me gustaría comunicar mi saludo personal.
Confieso que aún estaba ligeramente afectado por la historia que me había inventado sobre la princesa Luz del Sol, y por la idea de que casi había descubierto un secreto largo tiempo guardado sobre ella. En cualquier caso, fuera o no una belleza tan sublime como yo me había imaginado, ella había sido mi amante incansable, y por pura educación debía despedirme especialmente de ella.
—¿Le daréis de mi parte mi más cordial saludo, majestad? —dije a la shahryar—. No creo que la princesa Shams sea vuestra hija, pero…
—Sí, claro —dijo la shahryar con una risilla—. Mi hija. Bromeáis, joven mirza Marco, queréis que nos quedemos todos riendo y de buen humor. Sin duda ya sabéis que la shahrpiryar es la única princesa persa llamada Shams.
Yo dije vacilante:
—Nunca había oído antes ese título.
Me sentí confundido al darme cuenta de que la princesa Magas se había retirado a un rincón de la habitación y se tapaba la cara con los colgantes de qali, dejando ver únicamente sus ojos verdes que chispeaban traviesamente, mientras intentaba contenerse y no partirse de risa delante de todos.
—El título de shahrpiryar —dijo su madre— significa la viuda princesa Shams, la venerable matriarca real. —E hizo un gesto—. Mi madre, aquí presente.
Mudo de sorpresa, horror y repulsión, miré a la shahrpiryar Shams, la arrugada, calva, moteada, marchita, mohosa, decrépita e incalificable anciana abuela. Ella respondió a mi desorbitada mirada con una sonrisa lasciva y relamida que puso al descubierto sus encías de un gris blanquecino. Luego, como para asegurarse de que me enteraba bien, pasó lentamente la punta de la musgosa lengua por su granuloso labio superior.
Creo que podía haberme desmayado allí mismo, pero seguí, no sé cómo, a mi padre y a mi tío hasta el exterior de la sala sin caer inconsciente ni vomitar sobre el suelo de alabastro. Oí sólo vagamente los adioses alegres, risueños y burlones que me dirigía la princesa Magas, porque dentro de mí estaba oyendo otros sonidos burlones: mi ingenua pregunta: «¿Es tu hermana mucho más joven que tú?», y mi imaginado decreto de Alá sobre «la divina belleza de la princesa Shams» y la interpretación que hizo el fardarbab en la arena: «Ten cuidado con la sed de sangre de la belleza».
Bueno, este último encuentro con la belleza no me había costado sangre, y creo que nadie se muere de disgusto ni humillación. En todo caso, la experiencia sirvió para mantener mi sangre activa, roja y vigorosa mucho tiempo después, pues cada vez que recordaba aquellas noches en el anderun del palacio de Bagdad, mi sangre se esparcía provocándome un sonrojo irreprimible.
El visir, montado a caballo, acompañó nuestra pequeña caravana de camellos durante el isteqbal (el viaje de media jornada que los persas efectúan tradicionalmente como una escolta de cortesía a los huéspedes que se marchan). Durante la cabalgada de esa mañana, Yamsid se fijó varias veces solícitamente en mi aspecto, en mis ojos vidriosos y mi mandíbula caída. Mi padre, mi tío y el esclavo Narices también preguntaron varias veces si me mareaba el ondulante paso de mi camello. Siempre les contestaba con una respuesta evasiva; no podía admitir que estaba aturdido simplemente porque había sabido que durante las últimas tres semanas aproximadamente había estado copulando deleitosamente con una bruja babeante unos sesenta años mayor que yo.
Sin embargo, como yo era joven, lo resistía todo. Y después de un tiempo, me convencí de que allí no había pasado nada realmente grave, excepto quizá para mi estima personal, y probablemente ninguna de las dos princesas difundiría lo sucedido ni me convertiría en un hazmerreír universal. En el momento en que Yamsid nos dirigió su último salaam aleikum y dio la vuelta con su caballo hacia Bagdad me sentí con fuerzas para mirar de nuevo a mi alrededor y contemplar el país por el que cabalgábamos. Estábamos entonces, y continuamos durante un rato más, en una tierra de placenteros valles verdes que se abrían paso entre colinas de un azul metálico. Eso nos convenía, porque así nos acostumbrábamos a nuestros camellos antes de iniciar la travesía más dura por el desierto.
He de decir que cabalgar un camello no es mucho más difícil que cabalgar un caballo, si uno se acostumbra a la altura mucho mayor de la silla. El camello camina con un paso afectado y tiene un desdeñoso gesto de mofa, exactamente como cierto tipo de hombres. Incluso un jinete novato se adapta fácilmente a este paso, y es más fácil cabalgar con ambas piernas a un lado, como hacen las mujeres cuando montan a caballo, pero con una pierna doblada encima de la silla. Un camello se frena no con una brida, sino con una cuerda atada a una clavilla de madera permanentemente fija en su morro. El gesto desdeñoso del camello le da un aire de arrogante inteligencia, pero eso es totalmente falso. Uno se da cuenta continuamente de que el camello es de los animales más estúpidos. A un caballo inteligente puede ocurrírsele gastar una broma, fastidiar a su jinete o levantarlo de la silla. El camello nunca podría tener tal ocurrencia, ni siquiera tiene el buen sentido del caballo para vigilar el camino y esquivar peligros evitables. El jinete de un camello debe estar alerta y guiarlo en todo momento, incluso para evitar rocas y hoyos visibles e impedir que se caiga o se rompa una pata.
Seguíamos viajando, como habíamos hecho desde Acre, a través de un paisaje que era tan nuevo para mi padre y mi tío como para mí, porque ellos dos habían cruzado Asia previamente, tanto en dirección a Oriente como al regresar a casa, por una ruta situada mucho más al norte.
Así que ellos, ante cualquier duda, dejaban que el esclavo Narices nos guiara, pues decía haber recorrido ese camino muchas veces en su vida de vagabundeo. Y seguramente era cierto, ya que nos conducía con toda seguridad, y no se detenía en las frecuentes ramificaciones del camino, sino que siempre parecía saber qué camino tomar. Precisamente al anochecer de aquel primer día nos condujo a un confortable caravasar. Para recompensar la buena conducta de Narices no le hicimos quedarse en el establo con los camellos, sino que pagamos para que comiera y durmiera en el edificio principal del establecimiento.
Cuando aquella noche nos sentamos alrededor del mantel, mi padre estudió los documentos que el sha nos había dado y dijo:
—Recuerdo haberte oído decir, Narices, que habías tenido otros nombres. Según este documento parece que has servido a cada uno de tus amos anteriores con un nombre distinto. Simbad, Ali-Babar, Ali-ad-Din. Todos estos nombres suenan mejor que Narices, ¿con cuál de ellos prefieres que te llamemos?
—Con ninguno, si no os importa, amo Nicolò. Todos pertenecen a etapas pasadas y olvidadas de mi vida. Simbad, por ejemplo, se refiere a la tierra de Sind en donde nací. Hace mucho tiempo que dejé atrás ese nombre.
Yo dije:
—La shahryar Zahd nos relató algunas aventuras de otro viajero incansable que se hacía llamar Simbad el Marino. ¿Fuiste tú ese viajero?
—Alguien muy parecido a mí, seguramente, porque sin duda era un mentiroso —dijo riéndose del trato que se daba a sí mismo—. Vosotros, caballeros, sois de la República marítima de Venecia, o sea que debéis saber que ningún hombre de mar se hace llamar nunca marino. Siempre marinero, porque marino es una palabra ignorante que usan los de tierra firme. Si ese Simbad no supo ni ponerse un apodo correcto, es que sus historias son sospechosas.
—Debo inscribir en este papel algún nombre tuyo, declarando que nos perteneces… —insistió mi padre.
—Escribid Narices, buen amo —dijo con indiferencia—. Ése ha sido mi nombre desde el contratiempo que le dio origen. Vosotros, caballeros, puede que no lo creáis, pero yo era un hombre incomparablemente guapo antes de que la mutilación de mi nariz arruinara mi aspecto.
Y se extendió un largo rato sobre lo guapo que había sido cuando aún tenía dos ventanas en la nariz, y sobre cómo le perseguían las mujeres que se enamoraban de su masculina belleza. Dijo que los primeros tiempos de llamarse Simbad encantó a una deliciosa muchacha que arriesgó su vida para salvarle de una isla poblada de malvados hombres con alas. Posteriormente, cuando se le conocía por Ali-Babar, fue capturado por una banda de ladrones que le arrojaron a una tinaja con aceite de sésamo; y su habladora cabeza se hubiera separado del reblandecido pescuezo de no haber sido ayudado por otra bella muchacha, seducida por sus encantos, que le rescató de la tinaja y de los ladrones. Cuando se llamaba Al-ad-Din, había enamorado con su bello aspecto a otra linda muchacha que le salvó de las garras de un afriti enviado por un diabólico hechicero…
En fin, sus relatos eran tan inverosímiles como cualquiera de los que contaba la shahryar Zahd, pero no menos inverosímiles que el recuerdo de su pasada belleza. Nadie podría creérselo. Aunque hubiera tenido las dos ventanas de la nariz, o tres, o ninguna, eso no habría mejorado su aspecto de hombre narigudo, sin mentón, barrigudo como un pájaro-camello Suturmurq, que resultaba aún más cómico por ese rastrojo de barba que le crecía bajo la nariz. Continuó hablando en un tono cada vez más increíble, realzando su supuesto atractivo físico con hazañas demostrativas de su valor, ingenio y fortaleza. Nosotros le escuchábamos con educación, pero sabíamos que toda su rodomontata era, como dijo luego mi padre, «mucho ruido y pocas nueces».
Algunos días después, cuando mi tío comparó nuestro avance hacia Oriente con los mapas del Kitab de al-Idrisi, anunció que habíamos llegado a un lugar histórico. Según sus cálculos, estábamos muy cerca del lugar citado en el Libro de Alejandro a donde había llegado, durante la marcha del conquistador a través de Persia, Thalestris, la reina de las Amazonas, con su hueste de guerreras para saludarle y rendirle homenaje. Sólo nos podíamos fiar de la palabra de tío Mafio, ya que en ese lugar no había ningún monumento que conmemorase ese hecho.
En los años siguientes, me han preguntado con frecuencia si alguna vez encontré en mis viajes el País de Amazonia o, como algunos lo llamaban, la Tierra de Femynye. En Persia no, no lo encontré. Más adelante, en los dominios mongoles conocí a muchas mujeres guerreras, pero todas ellas estaban sometidas a sus hombres. También me han preguntado a menudo si, en algún lugar de esas tierras lejanas, conocí al prêtre Zuàne, llamado en otras lenguas presbyter Johannes y preste Juan, ese reverendo y poderoso hombre envuelto en mitos, fábulas, leyendas y enigmas.
Durante más de cien años, el mundo occidental ha estado oyendo rumores e informaciones sobre él: era un descendiente directo de los Reyes Magos, los primeros en adorar a Cristo recién nacido, y él era también rey y devoto cristiano, y además rico, poderoso y sabio. Como monarca cristiano de un reino cristiano inmenso, según la leyenda, ha sido una figura de lo más tentador para la imaginación occidental. Tal como está nuestro Occidente, fragmentado en muchas naciones pequeñas, gobernadas por reyes, duques y otros personajes de relativa importancia, que siempre están guerreando entre sí, y con un cristianismo en el que continuamente brotan sectas nuevas, cismáticas y antagónicas, es lógico que imaginemos con nostálgica admiración una inmensa comunidad de pueblos, todos pacíficamente unidos bajo un gobernante y supremo pontífice, encarnadas ambas figuras en una sola majestad.
Además, cada vez que los paganos salvajes han llegado en multitudes de Oriente (hunos, tártaros, mongoles, sarracenos y musulmanes) y han asediado nuestro Occidente, hemos esperado fervientemente y rezado para que el prêtre Zuàne emerja de su aún más lejano Oriente, aparezca detrás de los invasores con sus legiones de guerreros cristianos, y así los infieles queden atrapados y aplastados entre sus ejércitos y los nuestros. Pero el prêtre Zuàne nunca se ha aventurado a salir de sus misteriosos refugios, ni ha ayudado al Occidente cristiano en sus constantes épocas de necesidad, ni siquiera ha demostrado su existencia real. ¿Existe entonces? Y si es así, ¿dónde está? ¿Ejerce realmente su poder sobre un lejano imperio cristiano? Y de ser así, ¿dónde se encuentra este imperio?
Ya he explicado en la crónica de mis viajes publicada anteriormente que el prêtre Zuàne existía, en un sentido; y que en este sentido puede existir todavía, pero que no es ni nunca fue un potentado cristiano.
Antes, cuando los mongoles sólo eran tribus aisladas y desorganizadas, llamaban kan a cada jefe tribal. Cuando las muchas tribus se unieron bajo el temible Chinghiz, éste se convirtió en el único monarca oriental que gobernaba sobre un imperio parecido al que, según los rumores, pertenecía al prêtre Zuàne. Desde la época de Chinghiz, el kanato mongol ha estado gobernado en parte o en su totalidad por varios de sus descendientes, antes de que su nieto Kubilai se convirtiera en el gran kan, lo extendiera aún más y lo consolidara firmemente. A lo largo de los años, todos esos gobernantes han tenido nombres distintos, pero todos han llevado el título de kan o de gran kan…
Os pido ahora que observéis lo fácilmente que pueden confundirse la palabra kan hablada o escrita con Zuàne, Juan o Johannes. Supongamos que tiempo atrás, un viajero cristiano escuchara erróneamente en Oriente este nombre. Naturalmente se acordaría del apóstol santificado del mismo nombre. Y no sería de extrañar que él creyera después haber oído hablar de un sacerdote u obispo llamado como el apóstol. Sólo tenía que mezclar el equívoco con la realidad: la extensión, el poder y la riqueza del kanato mongol. Y cuando regresara a su casa a Occidente, se sentiría impaciente por contar cosas de un imaginario prêtre Zuàne que gobernaba un imaginario imperio cristiano…
Bien, si estoy en lo cierto, los kanes probablemente inspiraron la leyenda, pero no por ninguna de sus acciones, ni por ser cristianos. Y nunca han poseído ninguno de los fabulosos objetos y dominios atribuidos a este prêtre Zuàne: el espejo encantado con el que espía las lejanas acciones de sus enemigos, las medicinas mágicas con las que puede curar cualquier enfermedad mortal, sus guerreros devoradores de hombres que son invencibles porque pueden alimentarse de los enemigos que aniquilan… y todas esas otras maravillas que tanto recuerdan los cuentos de la shahryar Zahd…
No digo con esto que no haya cristianos en Oriente. Los hay y muchos; pueden encontrarse en todas partes individuos aislados, grupos y comunidades enteras de cristianos, desde el levante mediterráneo hasta las más lejanas costas de Kitai, y los hay de todos los colores, blancos, pardos, marrones y negros. Desgraciadamente, todos ellos comulgan con la Iglesia oriental, lo que equivale a decir que son seguidores de las doctrinas del abad cismático del siglo y Nestorio, o sea herejes a nuestros ojos de cristianos de la Iglesia romana. Los nestorianos niegan a la Virgen María el título de Madre de Dios, no permiten ningún crucifijo en sus iglesias, y reverencian como a un santo al despreciado Nestorio. Además practican muchas otras herejías. Sus sacerdotes no son célibes, muchos están casados y todos son simoníacos, pues no administran ningún sacramento si no se les paga con dinero. Los nestorianos sólo coinciden con nosotros, los auténticos cristianos, en que adoran al mismo Dios Señor, y reconocen a Cristo como a su Hijo.
Al menos esto los hizo más afines a mí, a mi padre y a mi tío que los mucho más numerosos adoradores de Alá, de Buda y de divinidades incluso más extrañas que había por todas partes. Por eso intentamos no detestar demasiado a los nestorianos, aunque discutiéramos sus doctrinas, y ellos solían mostrarse hospitalarios y solícitos con nosotros.
Si el prêtre Zuàne hubiera existido realmente no sólo en la imaginación occidental, y si, tal como se rumoreaba, era descendiente de uno de los Reyes Magos, lo hubiéramos sin duda encontrado durante nuestro viaje a través de Persia, ya que es donde vivieron los Magos, y desde Persia siguieron la estrella de la Natividad hacia Belén. Pero según esto, el prêtre Zuàne sería nestoriano, porque éstos son los únicos cristianos que existen en aquella zona. Y de hecho, encontramos entre los persas un viejo cristiano con ese nombre, pero que difícilmente podía ser el prêtre de la leyenda…
Se llamaba Vizan, que es la representación persa del nombre que en otros lugares se representa como Zuàne, Giovanni, Johannes o Juan. Nació en la realeza de Persia, de hecho había nacido para shahzade o príncipe, pero en su juventud abrazó la Iglesia oriental, que significaba no sólo renunciar al Islam sino a su título, herencia, privilegios, riqueza y derecho de sucesión al shanato. Había abjurado de todo aquello para unirse a una tribu errante de beduinos nestorianos. Ahora, muy anciano ya, era el jefe de la tribu y un reconocido presbítero. Nos dimos cuenta de que era un hombre bueno y sabio, y en conjunto un ser admirable. En estos aspectos coincidía bien con el carácter del fabuloso prêtre Zuàne. Pero no reinaba sobre ningún dominio amplio, rico y populoso, sino sobre una tribu desheredada con unas veinte familias de pastores, pobres y sin tierras.
Encontramos a este grupo de pastores una noche en que no había ningún caravasar cerca, y ellos nos invitaron a compartir su lugar de acampada en medio de su rebaño; y así pasamos la noche en compañía de su presbítero Vizan.
Mientras él y nosotros tomábamos una sencilla comida alrededor de un pequeño fuego, mi padre y mi tío se enzarzaron en una discusión teológica; ellos desacreditaron y destruyeron hábilmente muchas de las más queridas herejías del viejo beduino. Pero él no parecía desanimado ni dispuesto a descartar los jirones que quedaban de sus creencias. Por el contrario, dirigió alegremente la conversación hacia la corte de Bagdad donde habíamos vivido recientemente, y preguntó por todos sus componentes, que eran lógicamente sus regios parientes. Le dijimos que estaban muy bien, prósperos y felices, aunque comprensiblemente irritados por su sumisión al kanato. El viejo Vizan pareció satisfecho con las noticias, aunque nada nostálgico de la fácil vida de corte que había abandonado largo tiempo atrás. Sólo cuando a mi tío Mafio se le ocurrió mencionar a la shahrpiryar Shams (cosa que me contrajo las entrañas), suspiró el anciano obispo-pastor de un modo que podía considerarse nostálgico.
—Entonces, ¿la princesa viuda vive aún? —dijo—. Porque… debe de tener casi ochenta años ahora, mi misma edad.
Yo me contraje de nuevo.
Se quedó callado un momento, luego atizó el fuego con un palo, miró pensativamente dentro de su corazón y dijo:
—Sin duda, la shahrpiryar ya no lo parece, y vosotros, buenos hermanos, puede que no deis crédito a mi afirmación, pero esa princesa Luz del Sol fue en su juventud la más bella mujer de Persia, quizá la más hermosa de todos los tiempos.
Mi padre y mi tío murmuraron algo sin comprometerse. Yo aún estaba contraído por mi recuerdo demasiado vivido del arrugado y arruinado vejestorio.
—¡Ah, cuando ella, yo y el mundo éramos jóvenes! —dijo el viejo Vizan, como si estuviera soñando—. Yo era aún el shahzade de Tabriz y ella era la shahzrad, la primera hija del sha de Kerman. Los rumores sobre su belleza y encanto me hicieron partir de Tabriz, y también partieron innumerables príncipes de sus lejanas tierras de Sabea y Cachemira, y ninguno quedó decepcionado cuando la vio.
Yo proferí para mis adentros un sonido de burla e incredulidad poco cortés, pero no tan alto que él pudiera oírlo.
—Podría hablaros de los brillantes ojos, los labios bermejos y la gracia de sauce de aquella doncella, pero con eso no podríais ni empezar a imaginaros su retrato. Porque el solo hecho de mirarla podía calentar a un hombre hasta producirle fiebre y refrescarle al mismo tiempo. Ella era como… como un campo de trébol calentado por el sol y luego regado por una fina lluvia. Sí, porque ésa es la cosa de más dulce aroma que Dios puso sobre esta tierra, y cada vez que percibo esa fragancia me acuerdo de la joven y bella princesa Shams.
«¡Comparar a una mujer con la planta del trébol! Qué propio de un pastor rústico y poco imaginativo», pensé. Seguramente el ingenio de aquel anciano había quedado embotado o anulado por las décadas que había pasado sin otra compañía que la de grasientas ovejas y nestorianos aún más grasientos.
—No había ni un solo hombre en toda Persia que no se hubiera arriesgado a recibir una paliza de los guardianes del palacio de Kerman sólo por introducirse furtivamente hacia las proximidades de la princesa Luz del Sol y poder verla un instante paseando por su jardín. Para verla descubierta de su velo de chador, un hombre habría entregado la vida. Por la remota esperanza de recibir de ella una sonrisa, un hombre habría entregado su alma inmortal. Y cualquier otra intimidad con ella, hubiera sido una idea inconcebible, incluso para toda la multitud de príncipes ya desesperadamente enamorados de ella.
Me quedé mirando fijamente a Vizan, asombrado e incrédulo. La vieja bruja con la que yo había pasado tantas noches desnudo… ¿una visión inalcanzable e inviolable? ¡Era imposible! ¡Absurdo!
—Había tantos pretendientes, y todos ellos estaban tan angustiados por sus anhelos, que el tierno corazón de Shams no pudo o no quiso elegir a ninguno de ellos, arruinando de este modo la vida de todos los demás. Tampoco su padre el sha pudo, durante largo tiempo, elegir por ella. Estaba tan acosado por tantos pretendientes, cada uno le imploraba con más elocuencia que el otro, y cada uno le presionaba con regalos más preciosos… Aquél tumultuoso cortejo continuó literalmente durante años. Cualquier otra doncella se hubiera impacientado al ver que pasaba la flor de su juventud y que aún no se había casado. Pero la belleza de rosa, la gracia de sauce y la dulzura de trébol de Shams continuaban aumentando con el paso del tiempo.
Yo seguía sentado, mirándole fijamente, pero mi escepticismo estaba dejando paso lentamente al asombro. ¿Mi amante había sido todo aquello? ¿Tan exquisitamente deseable para aquel hombre y para otros hombres de aquella lejana época? ¿Tan exquisitamente memorable que aún no había sido olvidada, al menos por él, incluso ahora que se aproximaba el fin de su vida?
Tío Mafio iba a hablar, pero comenzó a toser; y al final carraspeando preguntó:
—¿Cuál fue el resultado de aquel multitudinario cortejo?
—Oh, tenía que llegar finalmente a una conclusión. Su padre el sha, confío yo que con la aprobación de Shams, eligió para ella al shahzade de Shiraz. Él y Shams se casaron, y todo el Imperio persa, excepto los pretendientes rechazados, celebró la boda con alegres festejos. Sin embargo, durante un largo tiempo el matrimonio no dio fruto. Yo sospecho que el novio estaba tan desbordado por su buena fortuna y por la pura belleza de su esposa que tuvo que pasar una larga temporada antes de poder consumar el matrimonio. Cuando el padre del shahzade murió y él le hubo sucedido como sha de Shiraz y Shams tenía treinta años o más, dio a luz a su único hijo, que sólo fue una niña. También era bella, por lo que he oído, pero nada comparada con su madre. Fue Zahd, que ahora es shahryar de Bagdad, y creo que tiene una hija ya bastante crecida.
—Sí —dije yo débilmente.
Vizan prosiguió.
—De no haber sido por los acontecimientos que he contado… si la princesa Shams hubiera elegido de otro modo, yo podía aún ser… —Volvió a remover el fuego, pero ahora sólo quedaban ascuas consumiéndose rápidamente—. Bueno, en fin. Me sentí inspirado para retirarme al desierto y buscar. Y busqué, y encontré la verdadera religión, y a estos hermanos errantes, y con ellos una nueva vida. Yo creo que la he vivido bien, y que he sido un buen cristiano. Guardo una pequeña esperanza de ir al cielo… y en el cielo ¿quién sabe?
Su voz parecía fallarle. Ya no dijo nada más, ni siquiera buenas noches, se levantó de entre nosotros y se alejó caminando, llevándose consigo su olor a lana y a estiércol de ovejas; y desapareció en el interior de su pequeña tienda, muy gastada y remendada. No, yo nunca le tomé por el prêtre Zuàne de las leyendas.
Cuando mi padre y mi tío se habían retirado para envolverse en sus sábanas, me senté pensativo junto a las ascuas del fuego casi apagado intentando reconciliar en mi mente la vieja y arruinada abuela con la antigua princesa Luz del Sol, de incomparable belleza. Estaba confundido. Si Vizan la pudiera ver ahora, ¿vería a ese feo y gastado vejestorio, o a la gloriosa doncella que había sido? Y yo, ¿debía continuar disgustado porque ella, en su vejez, sin que apenas pudiera reconocerse en aquel cuerpo a una mujer, sintiera aún anhelos femeninos? ¿O debería compadecerme de ella, porque ahora para satisfacerlos tenía que recurrir al engaño, cuando antes pudo haber tenido a cualquier príncipe con sólo indicárselo?
Mirándolo de otro modo, ¿debería de felicitarme y deleitarme sabiendo que había disfrutado de la princesa Luz del Sol, por quien toda una generación había suspirado en vano? Pero al intentar seguir en esta línea, me encontré forzando el tiempo presente en el pasado, y el pasado en el presente; y enfrentándome a preguntas aún más insustanciales como: ¿reside la inmortalidad en la memoria?
Y mi mente era incapaz de luchar con tales profundidades metafísicas.
Aún hoy mi mente es incapaz de ello, como la mayoría de las mentes. Pero ahora sé algo que entonces ignoraba. Lo sé por propia experiencia y conocimiento de mí mismo. Un hombre tiene siempre la misma edad en las profundidades de su ser. Sólo envejece su exterior: la envoltura de su cuerpo, y su integumento, que es el mundo entero. Interiormente alcanza una cierta edad, y se queda en ella durante todo el resto de su vida. Supongo que esa perpetua edad interior puede variar en los distintos individuos. Pero en general, sospecho que queda fijada al iniciar la madurez, cuando la mente ha alcanzado conocimiento y agudeza de adulto, pero aún no se ha encallecido por los hábitos y desilusiones; cuando el cuerpo acaba de crecer del todo y siente el fuego de la vida, pero no siente todavía sus cenizas. El calendario, su espejo y las atenciones de sus menores pueden decirle a un hombre que es viejo. Y por él mismo puede ver que el mundo y todo su entorno ha envejecido, pero secretamente sabe que él es aún un joven de dieciocho o veinte años.
Y lo que digo de un hombre, lo digo porque yo soy un hombre. Probablemente sea aún más cierto en relación a una mujer, la cual debe conservar más celosamente la juventud, la belleza y la vitalidad. Estoy seguro de que no hay en ningún lugar una mujer de edad avanzada que no lleve dentro suyo a una tierna doncella. Creo que la princesa Shams, incluso cuando yo la conocí, podía ver en el espejo sus ojos brillantes, sus labios bermejos y la gracia de sauce que su pretendiente recordaba aún, más de medio siglo después de separarse de ella, como recordaba la fragancia del trébol después de la lluvia, la cosa de más dulce aroma que Dios puso nunca sobre esta tierra.