Mi padre me recibió primero con alegría, y luego compartió mi dolor cuando le dije por qué había regresado a Kanbalik sin Huisheng. Comenzó a decirme en tono pesimista que la vida era esto y aquello, pero yo interrumpí su sermón.
—Veo que ya no somos los últimos occidentales llegados a Kitai —dije, pues había un extranjero sentado con mi padre en sus aposentos.
Era un hombre blanco, un poco mayor que yo, y su vestimenta, gastada por el viaje, le identificaba como clérigo de la orden franciscana.
—Sí —respondió mi padre sonriente—. Por fin un auténtico sacerdote cristiano llega a Kitai. Y es casi un compatriota nuestro, Marco, de la Camagna. Es el pare Zuàne…
—Padre Giovanni —dijo el sacerdote, corrigiendo malhumorado la pronunciación veneciana de mi padre—. De Montecorvino, cerca de Salerno.
—Al igual que nosotros, ha estado unos tres años de viaje. Y recorriendo casi nuestra misma ruta.
—A partir de Constantinopla —dijo el sacerdote—. Bajé hasta la India, donde fundé una misión, y luego subí pasando por la Alta Tartaria.
—Estoy seguro de que seréis bien acogido aquí, pare Zuàne —dije cortésmente—. Si aún no habéis sido presentado al gran kan, a mí pronto me recibirá en audiencia, y…
—El kan Kubilai me ha recibido ya, y muy cordialmente.
—Quizá si se lo pides, Marco —dijo mi padre—, el pare Zuàne querrá decir unas palabras en memoria de nuestra querida difunta Huisheng.
Desde luego, yo no se lo habría pedido, pero el sacerdote dijo fríamente:
—Creo que la difunta no era cristiana; y que la unión no se hizo según el sacramento.
Ante esto le di la espalda y dije bruscamente:
—Padre, si estas tierras, antes remotas, desconocidas y bárbaras, están atrayendo ahora a civilizados arribistas como éste, el gran kan no se sentirá demasiado desamparado cuando los pocos pioneros emprendamos el regreso. Estoy dispuesto a marchar cuando tú digas.
—Eso era lo que esperaba —dijo, inclinando la cabeza—. He estado convirtiendo todas las posesiones de la Compagnia en bienes muebles y en moneda. Una gran parte ya va camino de Occidente en caballos de postas por la Ruta de la Seda. Y el resto está todo empaquetado. Sólo hemos de decidir la forma de viajar y la ruta que tomaremos; y por supuesto obtener el consentimiento del gran kan.
Fui, pues, a pedirlo. Primero ofrecí a Kubilai la reliquia de Buda que traía conmigo, al verla expresó placer, manifestó cierto temor reverencial y me lo agradeció mucho. Después le presenté una carta que Bayan me había entregado para él; esperé mientras la leía y luego dije:
—También traigo conmigo, excelencia, a vuestro médico personal, el hakim Gansui, y os estoy eternamente agradecido por haberle enviado a cuidar de mi difunta esposa.
—¿Vuestra difunta señora? Gansui no la debió cuidar con mucha eficacia. Siento mucho oíros decir eso. Gansui siempre ha atendido bastante bien mi continua dolencia de gota y mis más recientes achaques de la vejez y lamentaría perderlo. Pero ¿debe ser ejecutado por esta triste negligencia?
—No por orden mía, excelencia. Estoy convencido de que hizo cuanto pudo. Y ejecutándole no resucitaríamos a mi señora ni a mi hijo nonato.
—Recibe mi condolencia, Marco. Una dama encantadora, amada y amante, es desde luego irreemplazable. Pero ¿los hijos? —hizo un amplio y casual gesto con la mano, y yo pensé que se estaba refiriendo a su considerable carnada de descendientes. Pero me llevé un susto cuando dijo—: Ya tienes aquí esta media docena. Y creo que además tres o cuatro hijas.
Por primera vez comprendí quiénes eran aquellos pequeños pajes que habían sustituido a los anteriores y viejos mayordomos del gran kan. Me quedé atónito.
—Son muchachos muy guapos —continuó diciendo—. Una gran mejora en el conjunto visual de mi sala del trono. Así los visitantes pueden posar sus ojos en estos atractivos jóvenes y no en la vieja carroza sentada en el trono.
Miré a los pajes que había a mi alrededor. Uno o dos estaban al alcance del oído y probablemente habían escuchado esa sorprendente revelación, sorprendente para mí en todo caso, y me dirigieron tímidas y respetuosas sonrisas. Ahora sabían de dónde habían sacado el tono de piel, los cabellos y los ojos más claros que los de un mongol, e incluso imaginé que podía ver en ellos un cierto parecido conmigo. Sin embargo, eran extraños para mí. No fueron concebidos con amor y probablemente yo no hubiera reconocido a sus madres si me cruzaba con ellos por un pasillo de palacio.
—Mi único hijo murió al nacer, excelencia —dije—. La pérdida de él y de su madre han amargado mi alma y mi corazón. Por este motivo pido la venia de su excelencia el gran kan para entregar mi informe de esta última misión y después solicitar un favor.
Me miró detenidamente durante un rato, y los surcos y arrugas erosionados por la edad en su correoso rostro parecieron ahondarse visiblemente, pero sólo dijo:
—Informa.
Lo hice con bastante brevedad, pues realmente no tenía otra misión que la de observar. Así que le comuniqué mis impresiones de lo que había observado: que la India era un país totalmente indigno de que él lo conquistara o le prestara la menor atención; que las tierras de Champa ofrecían los mismos recursos: elefantes, especias, maderas, esclavos, piedras preciosas, y todo ello mucho más a mano.
—Por supuesto, Ava también es ya vuestro. Sin embargo he de haceros una observación, excelencia. Al igual que Ava probablemente las demás naciones de Champa sean fáciles de conquistar, pero pienso que mantenerlas será difícil. Vuestros mongoles son hombres del norte, acostumbrados a respirar libremente. En aquellos calores y humedades tropicales, ninguna guarnición mongol puede resistir mucho tiempo sin caer víctima de las fiebres, las enfermedades y la indolencia ambiental. Propongo, excelencia, que en lugar de una ocupación real os limitéis a colocar en la administración de Champa nativos sumisos y fuerzas supervisoras.
Asintió y volvió a coger la carta que yo había traído de Bayan:
—El rey Rama Khamhaeng de Muong Thai está proponiendo ya un acuerdo de este tipo, como alternativa a vuestra exigencia de su rendición incondicional. Ofrece toda la producción de las minas de estaño de su país como tributo constante. Creo que aceptaré estas condiciones, y conservaré Muong Thai como nación teóricamente independiente.
Me alegró oír aquello, pues había tomado verdadero afecto al pueblo thai. Mejor que continuaran con su Tierra de los Libres. Kubilai siguió diciendo:
—Te agradezco tu informe, Marco. Lo has hecho bien, como siempre. Y yo sería un gobernante desagradecido si me negara a concederte cualquier favor. Dime lo que quieres.
Él sabía lo que iba a pedirle. Sin embargo no quise pedírselo llana y bruscamente: «Dadme venia para abandonaros»; así que empecé a explicarme a la manera han, con circunloquios:
—Hace mucho tiempo, excelencia, yo dije en una ocasión: «Nunca podría matar a una mujer». Y cuando yo dije eso, un esclavo mío, un hombre más sabio de lo que yo pensaba, dijo: «Aún sois joven». Yo, en aquel momento, no podía creerlo, pero recientemente he sido la causa de la muerte de la mujer más querida para mí en todo el mundo. Y ya no soy joven. Soy un hombre de mediana edad, bien entrado en la cuarta década. Ésa muerte me ha hecho mucho daño y, como un elefante herido, quisiera marcharme cojeando al retiro de mi tierra natal, para recuperarme allí de mi herida o consumirme a causa de ella. Solicito vuestro permiso, excelencia, y espero que también vuestra bendición, para que mi padre y mi tío y yo salgamos de vuestra corte. Si yo ya no soy joven, ellos ya son viejos, y también ellos deberían morir en su casa.
—Y yo soy todavía más viejo —dijo Kubilai con un suspiro—, mis manos han dado más vueltas desplegando y enrollando el rollo donde está representada mi vida. Y a cada vuelta de las varas del rollo aparece un cuadro con menos amigos a mi lado. Algún día, Marco, envidiarás a la dama que has perdido. Ella murió en el verano de su vida, sin haber visto cómo todo lo que estaba verde y florecido a su alrededor se volvía marrón y caduco y se iba volando como las hojas del otoño. —Se estremeció, como si sintiera ya las ráfagas del invierno—. Lamentaré ver partir a mis amigos los Polo, pero pagaría mal la compañía y el largo servicio prestado por tu familia si pidiera con lágrimas que os quedarais. ¿Habéis hecho ya los preparativos del viaje?
—Por supuesto que no, excelencia. No sin obtener antes vuestro permiso.
—Lo tenéis, claro. Pero ahora me gustaría pediros un favor. Una última misión que podéis llevar a cabo por el camino y que os facilitará el viaje.
—Sólo tenéis que ordenar, excelencia.
—Quisiera pediros que tú, Nicolò y Mafio entregarais un cargamento valioso y delicado a mi sobrino Arghun en Persia. Cuando Arghun sucedió en el trono al anterior ilkan tomó una esposa persa como gesto político frente a sus súbditos. Él, indudablemente, tiene también otras mujeres, pero ahora desea tener como primera esposa e ilkanatun a una mujer de pura sangre y crianza mongola. Me envió mensajeros pidiéndome que le consiguiera una novia de estas características, y yo he elegido a una dama llamada Kukachin.
—¿La viuda de vuestro hijo Chingkim, excelencia?
—No, no. Se llama igual, pero no tiene relación alguna, y tú no la conoces. Es una joven doncella traída directamente de las llanuras, de una tribu llamada Bayaut. Le he proporcionado una dote considerable, el habitual y rico ajuar nupcial, y un cortejo de sirvientes y doncellas, y ya está preparada para emprender el viaje a Persia y encontrarse con su prometido esposo. Sin embargo, enviarla por tierra significaría obligarla a cruzar los territorios del ilkan Kaidu. Ése miserable primo mío está tan rebelde como siempre, y ya sabes la enemistad que ha manifestado en todo momento hacia sus primos que gobiernan el ilkanato de Persia. No voy a arriesgarme a que Kaidu capture a doña Kukachin cuando pase por sus dominios y se quede con ella; para pedir a Arghun un rescate, o bien para disfrutar con el resentimiento que su acción provocaría.
—¿Deseáis que la escoltemos a través de este peligroso territorio?
—No, preferiría que lo evitara del todo. Mi idea es que haga el trayecto por mar. Sin embargo, todos los capitanes de mis barcos son han, y vaj!, los marineros han me decepcionaron tanto durante nuestros intentos de invadir Riben Guo que no me atrevo a confiarles esta misión. Pero tú y tus tíos sois también gente de mar. Estáis familiarizados con el mar abierto y con el manejo de los navíos.
—Es cierto, excelencia, pero en realidad no hemos pilotado nunca ninguno.
—Oh, eso lo saben hacer bien los han. Sólo os pediría que tomarais el mando, y que vigilaseis de cerca a los capitanes han para que no huyan con la dama, ni la vendan a los piratas ni la pierdan por el camino. Y que vigiléis bien el rumbo para que no se lleven la flota más allá de los confines del mundo.
—Sí, podríamos ocuparnos de esto perfectamente, excelencia.
—Seguiréis llevando mi paizi y tendréis autoridad incuestionable e ilimitada, tanto en el mar como en cualquier desembarco que debáis hacer. De este modo podréis viajar cómodamente de aquí a Persia, con buenos alojamientos a bordo, buena comida y buenos criados durante todo el trayecto. El viaje resultará especialmente fácil para el inválido Mafio y las ayudantes que lo cuidan. En Persia os recibirá una comitiva enviada para recoger a doña Kukachin, y os conducirán confortablemente hasta donde Arghum tenga instalada actualmente su capital. Seguramente él se ocupará de proporcionaros un buen medio de transporte a partir de allí. Ésa es, pues, mi misión, Marco. ¿Quieres discutirlo con tus tíos para decidir si os haréis cargo de ella?
—¡Por favor, excelencia! Estoy convencido de que puedo hablar ya en nombre de todos. No sólo nos sentimos honrados de llevarlo a cabo y estamos ansiosos de hacerlo, sino que seguimos en deuda con vos por facilitarnos el viaje de este modo.
Así que mientras la flota nupcial se preparaba y aprovisionaba, mi padre resolvió los asuntos de nuestra compañía que quedaban pendientes, y yo me ocupé de resolver algunos asuntos míos. Dicté a los escribas de la corte de Kubilai una carta para que fuera incluida en el próximo envío oficial del gran kan al wang Bayan en Ava. Mandé saludos y recuerdos a mi viejo amigo y me despedí afectuosamente de él; y luego, aprovechando que la nación de Muong Thai no sería invadida y conservaría su libertad, le pedí un favor personal, le pedí que se ocupara de conceder la libertad a la pequeña sirvienta Aran de Pagan, y de enviarla a salvo al país de los suyos.
Después cogí un lote de bellos rubíes, la parte que me correspondía de las últimas ganancias en Kitai de la Compagnia Polo convertidas por mi padre en bienes muebles para llevarlas a casa, y me lo llevé, pero sólo hasta las habitaciones del ministro de Finanzas, Linan. Él era el primer cortesano de Kanbalik a quien había conocido, y fue el primero de quien me despedía ahora en persona. Le entregué el lote de gemas, y le pedí que utilizara su valor para dejar un legado a los pequeños pajes del gran kan cuando cada uno de ellos se hiciera mayor; así tendrían un apoyo para iniciar su vida adulta.
Continué luego por palacio despidiéndome de otras personas, algunas de mis visitas eran de cortesía: a los dignatarios como el hakim Gansui y la katun Janui, la anciana primera esposa de Kubilai. Otras visitas fueron menos formales, pero también breves: al astrónomo de la corte y al arquitecto de corte. Y realicé una de las visitas al ingeniero de palacio, Wei, únicamente para agradecerle que hubiese construido el pabellón del jardín donde Huisheng disfrutó de la gorgojeante música de los caños de agua. Y otra de las visitas, esta vez al ministro de la Historia, fue sólo para decirle:
—Ahora podéis escribir en vuestros archivos otra trivialidad. En el Año del Dragón, según el cómputo han el año tres mil novecientos noventa, el forastero Poluo Make dejó finalmente la ciudad del kan para regresar a su nativa Wei-ni-si.
Él sonrió al recordar la conversación que sostuvimos tanto tiempo atrás, y dijo:
—¿Debo consignar que Kanbalik mejoró gracias a su presencia aquí?
—Eso ha de decirlo Kanbalik, ministro.
—No, eso debe decirlo la historia. Pero aquí, mirad. —Cogió un pincel, humedeció su bloque de tinta y escribió sobre un papel ya atiborrado de escritos, una línea de caracteres verticales. Entre ellos reconocí el carácter que había en mi sello yin—. Aquí queda apuntada la trivialidad. Cuando volváis dentro de cien años, Polo, o de mil años, podéis comprobar si esta trivialidad aún se recuerda.
Otras de mis visitas de despedida fueron más afectuosas y prolongadas. Tres de ellas, al artificiero de la corte, Shi Ixme, al orfebre de la corte, Pierre Boucher, y especialmente mi visita al ministro de la Guerra, Zhao Mengfu, artista de corte y compañero conspirador en una ocasión, se prolongaron cada una hasta bien entrada la noche, y terminaron sólo cuando ya estábamos demasiado borrachos para seguir bebiendo.
Cuando tuvimos noticia de que los navíos estaban preparados y esperándonos en el puerto de Quanzhou, mi padre y yo condujimos a tío Mafio a las habitaciones del gran kan para que nos presentara a la dama que debíamos custodiar. Kubilai nos presentó primero a los tres enviados que habían ido a pedir su mano para el ilkan Arghum, se llamaban Uladai, Koja y Apushka, y después nos presentó a doña Kukachin que era una chica de diecisiete años, una de las más agraciadas hembras mongolas que yo había visto, vestida con bellas ropas pensadas para deslumhrar a toda Persia. Pero la joven dama no era altiva ni dominante, como podría esperarse de una noble que iba a convertirse en la ilkatun, y que encabezaba un cortejo de casi seiscientas personas, contando a todos sus sirvientes, doncellas, futuros cortesanos y soldados de escolta. Kukachin era franca y natural y de agradables modales, como correspondía a una chica ascendida tan repentinamente desde una tribu de las llanuras, donde probablemente su corte consistía sólo en una manada de caballos.
—Hermanos mayores Polo —nos dijo—, me pongo bajo la tutela de tan renombrados viajeros con la más absoluta seguridad y confianza.
Ella, los nobles principales que la acompañaban, los tres enviados de Persia, nosotros tres los Polo, y la mayor parte de la corte de Kanbalik nos sentamos junto a Kubilai para celebrar un banquete de despedida en la misma inmensa sala donde habíamos disfrutado de nuestro banquete de bienvenida hacía ya tanto tiempo. Fue una fiesta suntuosa, agradable incluso para tío Mafio, a quien dio de comer su fiel y constante sirvienta que continuaría con nosotros hasta Persia. La noche estuvo amenizada con muchas y variadas diversiones (tío Mafio en un momento dado se levantó para cantar al gran kan un verso o dos de su trillada canción sobre la virtud) y todo el mundo se emborrachó sobremanera con los licores que el árbol con la serpiente de oro y plata aún suministraba por encargo. Antes de quedar totalmente inconscientes, mi padre, Kubilai y yo nos despedimos: el proceso fue tan largo, emotivo, lleno de abrazos, brindis y discursos exagerados como una boda veneciana.
Pero Kubilai también consiguió tener un pequeño coloquio privado conmigo:
—Aunque yo haya conocido a tus tíos antes, Marco, a ti te he conocido mejor, y lamentaré tu partida. Huí!, recuerdo que las primeras palabras que me dirigiste fueron insultantes. —Se reía al recordarlo—. No fue un acto muy prudente, pero fuiste valiente e hiciste bien en hablar de aquella manera. A partir de entonces, me he fiado mucho de tus palabras, y quedarme sin ellas será una triste pérdida. Espero que puedas volver otra vez. Yo no estaré ya para recibirte. Pero me harías aún un gran servicio si ofrecieras tu amistad y tu ayuda a mi nieto Temur con la misma dedicación y lealtad que me has mostrado a mí.
Posó una pesada mano sobre mi hombro.
—Será siempre mi mayor motivo de orgullo, excelencia, y la única pretensión de haber vivido una vida útil, el haber servido en una ocasión y durante una temporada al kan de todos los kanes.
—¿Quién sabe? —dijo jovialmente—. Quizá el kan Kubilai sea recordado solamente porque tuvo por buen consejero a un hombre llamado Marco Polo. —Me dio una amistosa sacudida de hombros—. Vaj! Basta de sentimentalismos. ¡Bebamos y emborrachémonos! Y ahora —continuó diciendo mientras alzaba por mí una copa alta y enjoyada rebosante de arki—, te deseo un buen caballo y una ancha llanura, buen amigo.
—Buen amigo —me atreví a repetir, alzando mi copa— os deseo un buen caballo y una ancha llanura.
Y a la mañana siguiente, con la cabeza espesa y el corazón no demasiado alegre, emprendimos nuestra marcha. Sacar de Kanbalik aquella multitudinaria caravana constituyó un problema táctico de casi tanta magnitud como la movilización del tuk de guerreros del orlok Bayan por el valle de Batang, y esta vez el tropel estaba formado principalmente por civiles, no entrenados en la disciplina militar. Así que el primer día no llegamos más allá del siguiente pueblo en dirección al sur, en donde nos recibieron con aclamaciones, flores, incienso y ráfagas de árboles de fuego. Tampoco avanzamos mucho más en los días sucesivos, porque lógicamente hasta el más pequeño pueblo y ciudad querían manifestar su entusiasmo. La caravana era inmensa: mi padre, y yo y los tres enviados, la mayoría de los sirvientes y todas las tropas de escolta íbamos montados a caballo; doña Kukachin y sus mujeres y mi tío Mafio iban en palanquines portados por caballos; una serie de nobles de Kanbalik montaban haudas de elefantes, y además llevábamos todos los animales de carga y los arrieros necesarios para el equipaje de seiscientas personas. Aunque nuestra comitiva se había acostumbrado a formar y a comenzar la marcha cada mañana, la procesión que formábamos ocupaba a veces todo el trayecto entre el pueblo en donde habíamos pasado la noche y el siguiente.
Nuestro destino final, el puerto de Quanzhou, estaba situado mucho más al sur que los lugares que yo había visitado en Manzi, mucho más al sur que Hangzhou, mi antigua ciudad de residencia, así que el viaje duró desmesuradamente. Pero fue agradable, porque a cambio, la columna no era de soldados que iban a la guerra, y a todas partes donde llegábamos éramos bien recibidos.
Al final llegamos a Quanzhou; allí algunos de nuestros soldados de escolta, algunos nobles y la caravana de cargamento regresaron hacia Kanbalik, y el resto de nosotros subimos en fila a bordo de los grandes navíos chuan, y a la siguiente marea entramos en el mar de Kitai. La procesión que formábamos por mar era aún más imponente que nuestro desfile por tierra, pues Kubilai nos había proporcionado una flota entera: catorce sólidos navíos de cuatro mástiles, cada uno de ellos tripulado por unos doscientos marineros. Repartimos a nuestro grupo entre ellos; mi padre, mi tío, el enviado Uladai y yo íbamos a bordo del mismo barco llevando con nosotros a doña Kukachin y a la mayoría de sus mujeres. Los navíos chuan eran buenos y resistentes, construidos con triple tablaje, nuestros camarotes estaban lujosamente amueblados, y creo que cada uno de los pasajeros teníamos cuatro o cinco criados del séquito de la dama que se ocupaban de nosotros, aparte de los mayordomos, los cocineros, y los mozos de camarote que también velaban por nuestra comodidad. El gran kan había prometido buenos alojamientos, buen servicio y buena comida, y sólo daré un ejemplo para ilustrar cómo respondían los barcos a aquella promesa. En cada uno de los catorce navíos había un marino destacado para una única tarea durante todo el viaje: estaba siempre agitando y removiendo el agua de un aljibe del tamaño de un estanque de lotos que había en cubierta, donde nadaban peces de agua dulce destinados a nuestra mesa.
Mi padre y yo teníamos poco que hacer en el gobierno o supervisión de la flota. Los capitanes de los catorce navíos habían quedado bastante sorprendidos e impresionados cuando vieron que subían a bordo con aire regio hombres blancos llevando las tablas paizi colgadas sobre el pecho, o sea que cumplían todas sus obligaciones con loable diligencia y prontitud. Para asegurarme de que la flota no se desviaba de su ruta, me quedaba de vez en cuando de noche en cubierta oteando el horizonte con el kamàl que había llevado conmigo desde Suvediye. Aunque aquel pequeño marco de madera solamente me decía que seguíamos rumbo hacia el sur constantemente, siempre lograba que el capitán de nuestro barco viniese corriendo a asegurarme que nos manteníamos inflexiblemente en la ruta fijada.
Los pasajeros únicamente podíamos quejarnos por la lentitud de nuestro avance, pero esto se debía a la devoción con que nuestros capitanes cumplían sus obligaciones y aseguraban nuestra comodidad. El gran kan había elegido especialmente los pesados navíos chuan para garantizar a doña Kukachin un viaje seguro y tranquilo, y la propia estabilidad de esos grandes barcos los hacía muy lentos, y la necesidad de que los catorce navegaran juntos imponía aún mayor lentitud. Además, cada vez que el tiempo parecía mínimamente amenazador, los capitanes iban a refugiarse a alguna cala. En vez de tomar rumbo directo hacia el sur a través de mar abierto, la flota seguía hacia el oeste el arco de la línea costera, mucho más largo. Además, aunque los barcos estuviesen abundantemente aprovisionados con comida y otros suministros para dos años enteros de navegación, no podían transportar agua potable para más de un mes, y teníamos que reponerla cargando agua a intervalos, y estas paradas resultaban aún más largas que las de los refugios ocasionales. Solamente el hecho de anclar una flota tan numerosa de barcos tan enormes ocupaba casi todo un día. Luego había que transportar a remos los barriles dentro de los botes de cada barco y eso llevaba tres o cuatro días más, y levar anclas y zarpar de nuevo aún otro día más. De modo que cada parada para aprovisionarnos de agua nos costaba aproximadamente una semana de retraso. Recuerdo que después de dejar Quanzhou nos detuvimos a por agua en una gran isla de Manzi llamada Hainan, luego en un pueblo portuario de la costa de Annam, en Champa, llamado Gaidinthanh, y en una isla tan grande como un continente, llamada Kalimantan. En total, la etapa de nuestro viaje hacia el sur por la costa de Asia duró tres meses, antes de que pudiéramos girar hacia el oeste en dirección a Persia.
—He estado observando, hermano mayor Marco —dijo doña Kukachin, acercándose a mí una noche en cubierta—, que a veces subís aquí y manipuláis un pequeño aparato de madera. ¿Se trata de algún instrumento ferenghi de navegación?
Fui a buscarlo y le expliqué su función.
—Quizá sea un aparato desconocido para mi prometido esposo —dijo—, y yo podría ganar gran estima a sus ojos sí se lo descubriera. ¿Querréis enseñarme a utilizarlo?
—Con mucho gusto, señora mía. Debéis sostenerlo con el brazo extendido, así, en dirección a la estrella del Norte.
De pronto me detuve aterrorizado.
—¿Qué sucede?
—¡La estrella del Norte ha desaparecido!
Era cierto. Aquélla estrella últimamente había estado cada noche más baja, muy cerca del horizonte. Pero yo no la había buscado durante varias noches, y ahora me horroricé al ver que había desaparecido totalmente de vista. La estrella que yo había podido contemplar casi cada noche de mi vida, el faro constante que a través de la historia había guiado a todos los viajeros por tierra y mar, se había esfumado totalmente del cielo. Era espantoso ver que la única cosa fija, constante e inmutable del universo desaparecía. Realmente podíamos estar navegando más allá de los confines del mundo y caer en un abismo desconocido.
Francamente confieso que eso me hizo sentirme incómodo. Pero por la confianza que Kukachin tenía puesta en mí, traté de disimular mi inquietud mientras llamaba al capitán del barco. Calmando mi voz todo lo posible, le pregunté qué había sucedido con la estrella y cómo podríamos mantener un rumbo o conocer su posición sin ese punto fijo de referencia.
—Ahora estamos bajo la protuberancia que forma la cintura del mundo —dijo—. Y desde aquí la estrella es simplemente invisible. Debemos contar con otras referencias.
Envió a un mozo de camarotes corriendo al puente del barco para que le trajese una carta de navegación, y la desenrolló delante mío y de Kukachin. No era una representación de las costas locales y de sus accidentes, sino del cielo nocturno: no había más que puntos pintados de diferentes tamaños representando estrellas de diferente luminosidad. El capitán señaló hacia arriba indicando las cuatro estrellas más brillantes del cielo, que parecían dibujar los brazos de una cruz cristiana, y luego señaló los cuatro puntos sobre el papel. Me di cuenta de que aquel mapa era una exacta representación de aquellos cielos desconocidos, y el capitán me aseguró que con eso le bastaba para guiarse.
—Éste mapa parece tan útil como vuestro kamàl, hermano mayor —me dijo Kukachin, y luego dirigiéndose al capitán añadió—: ¿Haréis una copia para mí, quiero decir para mi regio esposo, por si alguna vez desea emprender una campaña hacia el sur de Persia?
El capitán, con gran amabilidad, ordenó copiarlo inmediatamente a un escriba, y yo ya no expresé más dudas sobre la perdida estrella del Norte. Sin embargo, me seguí sintiendo un poco incómodo en aquellos mares tropicales, porque incluso el sol se comportaba allí de manera extraña.
Lo que yo siempre había considerado una «puesta del sol» allí podía llamarse más bien una «caída», pues el sol no bajaba tranquilamente por el cielo cada tarde para posarse con suavidad bajo el mar, sino que se zambullía de modo directo y rápido. Nunca podía admirarse un flamante cielo crepuscular, ni un ocaso gradual que suavizara el paso del día a la noche. En un momento dado había una brillante luz diurna, y en un abrir y cerrar de ojos, era ya negra noche. En todas partes, desde Venecia a Kanbalik, yo me había acostumbrado a días largos y a noches cortas en verano, y a lo contrario en invierno. Pero en todos los meses que duró nuestra travesía por los mares tropicales nunca pude notar alargamientos estacionales del día o de la noche. Y el capitán ratificó esta impresión, pues me dijo que la diferencia entre los días más largos del año y los más cortos en los trópicos era de sólo tres cuartas partes de la hora de un reloj de arena.
Tres meses después de salir de Quanzhou llegamos a nuestro destino más austral, en el archipiélago de las islas de las Especias, en donde debíamos virar rumbo hacia el este. Pero antes, como necesitábamos reponer agua otra vez, atracamos en una de las islas llamada Java la Mayor. Desde el momento en que la vimos asomar en el horizonte hasta que llegamos a ella, después de medio día más, los pasajeros estuvimos comentando entre nosotros que aquél debía de ser un lugar muy acogedor. El aire era cálido y estaba tan cargado con el espeso aroma de las especias que casi nos mareó, y la isla era un tapiz de verdes brillantes y de colores de flores, y en todo su contorno el color del mar era de un reluciente, translúcido y suave verde lechoso, como el jade. Desgraciadamente, la primera impresión de que habíamos encontrado una isla paradisíaca apenas duró.
Nuestra flota fondeó en la desembocadura de un río llamado Jakarta, a poca distancia de la costa, en un puerto llamado Tanjung Priok, y mi padre y yo bajamos a tierra con los botes que transportaban barriles de agua. Descubrimos que el llamado puerto de mar era sólo un pueblecito con casas de caña de zhugan construido sobre altos pilares, porque todo el suelo era un cenagal. Los edificios mayores de la población eran unas plataformas de caña largas, con tejados de palmas trenzadas pero sin paredes, llenos de sacos de especias apilados (nueces, cortezas, vainas y polvos) que esperaban el paso del siguiente navío mercante. Por lo que pudimos ver la isla, más allá del pueblo, no era más que densa jungla creciendo sobre otros cenagales. Los almacenes de especias despedían un aroma que superaba el olor miasmático de la jungla, y el hedor común a todos los pueblos tropicales. Pero nos enteramos de que sólo por cortesía se integraba también a esta isla, Java la Mayor, en el archipiélago de las Especias, pues allí no crecía nada más valioso que la pimienta, y las mejores especias (nuez moscada, clavo, macis, sándalo y otras) crecían en islas más remotas del archipiélago, y se guardaban en aquel lugar simplemente porque era más accesible a las rutas marítimas.
También descubrimos en seguida que Java no tenía un clima paradisíaco, pues nada más llegar a la orilla un violento chubasco nos caló hasta los huesos. Un día de cada tres caían lluvias en la isla, nos dijeron, y generalmente en forma de tempestades que, esto no tuvieron que decírnoslo, eran una lograda imitación del fin del mundo. Confío que después de nuestra partida, Java disfrutara de una inhabitual temporada de buen tiempo, porque el que nos tocó a nosotros fue malísimo. La primera tormenta se prolongó día y noche durante semanas; los truenos y relámpagos se tomaban un descanso de vez en cuando, pero la lluvia caía incesantemente y la soportamos anclados en la desembocadura del río.
Nuestros capitanes tenían intención de dirigirse desde allí hacia el este a través de un estrecho paso llamado el estrecho de Sunda, que separa Java la Mayor de la siguiente isla occidental, Java la Menor, también llamada Sumatera. Dijeron que aquel estrecho facilitaba el trayecto hacia la India, pero también nos informaron de que sólo podía cruzarse con el mar en calma y con una visibilidad perfecta. Así que nuestra flota se quedó en la desembocadura del río Jakarta, en donde los chaparrones eran tan continuos y densos que ni siquiera podíamos vislumbrar Java a su través. Pero sabíamos que la isla seguía estando allí porque cada amanecer nos despertaban los alaridos y silbidos de los monos gibones desde las copas de los árboles de la jungla. No era realmente un lugar incómodo para quedar aislados: nuestros barqueros nos traían de la costa cerdo fresco, aves de corral, frutas y verduras para aumentar nuestras provisiones de ahumados y salados, y teníamos gran cantidad de especias para dar más sabor a nuestras comidas. Sin embargo, la espera resultó terriblemente pesada.
Si alguna vez me hartaba de no ver más que el agua del puerto dando saltos para encontrarse con la de la lluvia, me acercaba hasta la orilla; pero el panorama no era mucho mejor allí. Los habitantes de Java eran bastante bien parecidos: pequeños, bien proporcionados, y con la piel de color dorado, y las mujeres, al igual que los hombres, iban desnudas hasta la cintura. Pero toda la población de Java, fuera cual fuese la religión que profesara antes, había sido convertida al hinduismo hacía mucho tiempo por los indios, sus principales compradores de especias. Inevitablemente, los habitantes de Java habían adoptado todo lo que al parecer acompaña a la religión hindú, es decir, la suciedad, la apatía y las censurables costumbres personales. Así que aquel pueblo no me resultó más atractivo que cualquier otro pueblo hindú, ni Java más atractiva que la India.
Algunos miembros de nuestro grupo quisieron mitigar su aburrimiento de otras formas, y acabaron lamentándolo. A todos los tripulantes han de nuestra flota, como a los marineros de todas las razas y nacionalidades, les aterrorizaba mortalmente meterse en el agua. Pero la gente de Java se sentía en el agua como en su casa. Los pescadores de Java, aunque el mar estuviese agitado, podían surcarlo con una embarcación llamada prau, tan pequeña y poco firme que se la hubiesen tragado las olas si no la hubiera mantenido en equilibrio un tronco sujeto paralelamente a cierta distancia de la barca con largas vergas de caña. Y hasta las mujeres y niños de Java se alejaban nadando a gran distancia de la costa, en medio de temibles oleajes. En vista de lo cual, unos cuantos de nuestros pasajeros mongoles y algunas mujeres atrevidas, todos ellos nacidos tierra adentro y que por tanto no sentían respeto por las grandes extensiones de agua, decidieron imitar a las gentes de Java y retozar en aquel mar cálido.
Aunque el aire del ambiente, cargado de chaparrones de lluvia, estaba casi tan mojado como el mar, los mongoles se desvistieron hasta quedar con el mínimo de ropa, y se dejaron caer al agua para chapotear alrededor del barco. Mientras se sujetaban a las múltiples escaleras de cuerda que colgaban por las bordas, no corrían gran peligro. Pero muchos se envalentonaron y quisieron nadar libremente, y de cada diez que desaparecieron tras la cortina de lluvia, sólo regresarían unos siete. Nunca supimos lo que pasó con los desaparecidos, pero las bajas continuaron. Eso no impidió que otros se aventuraran también, y al final debimos de perder al menos veinte hombres y dos mujeres del séquito de Kukachin.
Supimos lo que les pasó a dos de nuestras víctimas. Uno de los hombres que había estado nadando, volvió al barco mascullando «vajs!», y maldiciendo y sacudiéndose gotas de sangre de una mano. Mientras el médico han del barco le curaba y le vendaba, el hombre contó que había puesto las manos sobre una piedra donde había un pez pegado, un pez moteado con algas que parecía exactamente una roca, y este pez le había picado con sus espinas dorsales. Fue todo lo que dijo, después gritó «vaj, vaj, vajvajvaj!», entró en un paroxismo demencial, se retorció debatiéndose de un lado a otro de cubierta y sacando espuma por la boca, y cuando finalmente cayó desplomado como un saco, descubrimos que estaba muerto.
Un pescador de Java, que acababa de traer su pesca para vendémosla, contempló el espectáculo sin ninguna emoción y luego dijo, traducido por un han de la tripulación:
—Ése hombre seguramente ha tocado un pez piedra. Es el animal más venenoso de todos los mares. Si alguien lo toca sufre una agonía tan terrible que antes de morir se vuelve loco. Si esto le vuelve a ocurrir a otra persona, hay que abrir un durian maduro y aplicarlo sobre la herida. Es el único remedio.
Yo sabía que el durian tenía muchas cualidades dignas de elogio, había estado comiéndolo con voracidad desde que supe que aquí crecían profusamente, pero nunca hubiera sospechado que el fruto tuviera propiedades medicinales. Sin embargo, poco después, una de las peluqueras de Kukachin fue también a nadar y volvió llorando por el dolor que le producía una picadura de espina en el brazo, y el médico probó entonces el remedio del durian. Ante la alegre sorpresa de todos, dio resultado. La muchacha no sufrió más que una hinchazón dolorosa en el brazo. El médico lo anotó cuidadosamente en su inventario de materia médica, diciendo con cierto asombro:
—Imagino que la pulpa del durian digiere de algún modo el veneno del pez piedra antes de que pueda producir efectos calamitosos.
También presenciamos lo que sucedió con la pérdida de otros dos miembros del grupo. Las lluvias habían cesado finalmente y el sol había aparecido; nuestros capitanes estaban todos en sus cubiertas, examinando el cielo y esperando ver si el buen tiempo se aguantaría hasta que pudiéramos levar anclas y zarpar, y mientras tanto murmuraban conjuros han para que así fuera. El mar de color verde jade de Java aquel día se veía tan bello que casi tuve tentaciones de meterme en él; parecía una lámina tranquila con escamas de relucientes cristalitos de luz. Pero tentó a otros dos hombres, a Koja y a Apushka, dos de los tres enviados del ilkan Arghun. Se desafiaron el uno al otro a una carrera de natación hasta un lejano arrecife, se tiraron al agua desde la borda del chuan y se alejaron levantando la espuma con cada brazada, y todos nosotros nos reunimos en la barandilla para animarlos.
En aquel momento bajaron barriendo el cielo unos cuantos albatros. Los pájaros, imaginé yo, se habían visto obligados a interrumpir su pesca por el largo período de lluvias, ahora estaban impacientes por rebuscar entre la basura de nuestro barco y encontrar algo de carne fresca. Comenzaron a echarse en picado sobre los dos nadadores, golpeando con sus largos picos ganchudos las partes de los hombres que asomaban por encima del agua, es decir, sus cabezas. Koja y Apushka dejaron de nadar, intentaron apartar a la bandada de pájaros y mantenerse por encima del agua al mismo tiempo. Pudimos oírlos gritar, luego maldecir, luego chillar y vimos la sangre que corría por sus rostros. Y cuando los albatros les arrancaron los ojos a los dos, los hombres se sumergieron desesperados bajo el agua. Trataron de salir a la superficie para respirar una o dos veces, pero los pájaros los estaban esperando. Y al final los dos hombres prefirieron simplemente morir ahogados que ser desgarrados a pedazos. Pero desde luego, en cuanto sus cuerpos flotaron inertes e hinchados sobre la superficie, los albatros se cebaron en ellos, y los pelaron e hicieron trizas durante todo el resto de aquel día.
Era triste que Apushka y Koja, habiendo superado los incontables peligros del viaje por tierra desde Persia a Kitai, y después los del largo recorrido por mar hasta allí, murieran tan bruscamente y de una manera tan poco digna de un mongol. Todos nosotros, en especial Kukachin, lamentamos mucho aquella pérdida. No se nos ocurrió considerarla una premonición de alguna pérdida futura y quizá más dolorosa; ni siquiera mi padre murmuró «los males siempre vienen de tres en tres»; sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos, podíamos muy bien haber visto en el accidente un presagio.
Después de dos días más de tiempo claro y despejado, nuestros capitanes decidieron confiar en que duraría. Las tripulaciones se situaron en los inmensos mangos de los remos, y sacaron remando lentamente nuestros pesados barcos de la desembocadura del río hacia mar abierto, se izaron las vastas velas de tiras, el viento volvió a empujarnos, y viramos hacia Occidente en dirección a casa. Pero cuando hubimos rodeado un alto promontorio y viramos de nuevo hacia el sur entrando en un canal tan estrecho que podíamos ver la otra costa lejana al otro lado, un vigía desde lo alto de un mástil del barco delantero se puso a dar voces. No gritó una de las usuales y bruscas frases marineras, como «¡Barco a la vista!» o «¡Arrecifes a proa!»; porque sin duda no había una frase aceptada y abreviada para lo que vio. Sólo gritó dirigiéndose a los de abajo con voz de sorpresa: «¡Mirad cómo hierve el mar!».
Todos los que estábamos en cubierta fuimos a mirar por la borda, y eso era exactamente lo que parecía estar haciendo el estrecho de la Sonda: hervir y burbujear, como un puchero lleno de agua puesto sobre el brasero para preparar el cha. Y luego, justamente en medio de la flota, el mar se levantó formando una giba, se abrió como la boca de un monstruo y exhaló una gran ráfaga de vapor. El penacho continuó brotando hacia arriba durante varios minutos, y el vapor se dispersó entre los barcos. Nosotros, los pasajeros, habíamos estado profiriendo exclamaciones de diversa índole, pero cuando la nube de vapor nos envolvió comenzamos a toser y a escupir, por culpa del sofocante hedor a huevos podridos. Y cuando el vapor hubo pasado por encima nuestro, sobre nuestra piel y nuestras ropas se había esparcido un fino polvillo amarillo. Restregué el polvo de mis escocidos ojos y al lamer el que se depositó sobre mis labios, sentí el distintivo sabor rancio del azufre.
Los capitanes gritaban órdenes a sus tripulantes, se produjo un gran revuelo de carreras arriba y abajo y desplazamiento de vergas, y todos nuestros barcos dieron media vuelta y huyeron por donde habían venido. Cuando el pedazo de mar hirviente y eructante quedó a salvo detrás nuestro, el capitán de nuestro navío me dijo excusándose:
—Más allá, en el mismo estrecho, acecha el anillo negro de montañas marinas llamado Pulau Krakatau. Aquéllos picos son en realidad las cimas de volcanes submarinos, y se sabe que entran en erupción con devastadoras consecuencias. Provocan olas tan altas como montañas, olas que recorren el estrecho de un extremo a otro, arrasando a todo ser viviente. No puedo saber si esta ebullición del agua presagia una erupción, pero no podemos arriesgarnos a atravesarlo.
Así que la flota tuvo que volver sobre su camino a través del mar de Java, y luego virar en dirección norte hasta el estrecho de Malaca entre Java la Menor, o Sumatera, y la tierra de los malayu. Era ésta una extensión de agua de tres mil lis de longitud y tan ancha que yo la hubiera tomado por un mar, de no haber sido porque las circunstancias nos obligaron a cruzarlo repetidamente de un lado a otro, y me enteré bien de que a ambos márgenes había extensas tierras, y llegué a conocerlas bastante mejor de lo que hubiera deseado. Sucedió que el tiempo empeoró de nuevo y continuó amenazándonos y hostigándonos constantemente desde la pantanosa orilla oriental del estrecho, la orilla de los malayu, para volver de nuevo al otro lado, obligándonos a refugiarnos en bahías o en calas de una ribera u otra, y a repostar agua y alimentos frescos en pequeños y miserables villorrios de caña demasiado insignificantes para merecer nombre, aunque todos lo tuviesen: Muntok, Singapura, Melaka y muchos otros que ya he olvidado.
Tardamos cinco meses enteros en superar todos los obstáculos del estrecho de Malaca. En el extremo norte había mar abierto y allí podíamos haber virado hacia occidente, pero nuestros capitanes continuaron en dirección noroeste, navegando en prudentes y cortas etapas de una isla a la siguiente por una larga hilera de islas llamadas archipiélago de Necuveram y Angamanam, utilizándolas como pasaderas. Finalmente llegamos a la isla que según ellos era la más extrema de las Angamanam, y allí anclamos a poca distancia de la costa y pasamos el tiempo suficiente para rellenar todos nuestros aljibes de agua y hacernos con todas las frutas y verduras que pudimos conseguir diplomáticamente de sus poco hospitalarios nativos.
Eran éstos los seres humanos más bajos que he visto nunca, y los más feos. Tanto hombres como mujeres se paseaban totalmente desnudos, pero la visión de una hembra angamanam no habría despertado la menor lujuria ni siquiera en un marinero cansado de navegar. Tanto los hombres como las mujeres eran achaparrados y fornidos, con enormes y protuberantes mandíbulas, y tenían la piel más negra y lustrosa que la de cualquier africano. Podía haber posado fácilmente mi barbilla sobre la cabeza del más alto de ellos, pero nunca hubiera hecho tal cosa, porque el cabello era su característica más repelente: no eran más que mechones dispersos de pelusa rojiza. Cabría esperar que unas personas tan grotescamente feas intentaran compensarlo cultivando un carácter agradable, pero los angamanam eran sin excepción hoscos y ceñudos. Eso se debía, según me dijo un marinero han, a que estaban decepcionados y enojados de que no hubieran encallado uno o dos de los navíos de nuestra flota en los arrecifes coralíferos de la isla, pues la única ocupación de aquel pueblo, su única religión y regocijo era saquear barcos embarrancados, degollar a sus tripulantes y comérselos ceremoniosamente.
—¿Comérselos? ¿Por qué? —pregunté—. No creo que a los habitantes de una isla tropical, con todas las provisiones que ofrece el mar y la jungla, les falte comida.
—No se comen a los marineros de los barcos naufragados para alimentarse. Ellos creen que ingerir un navegante aventurero los hace ser tan intrépidos y audaces como lo era éste.
Pero nosotros éramos demasiados e íbamos muy bien armados para que los enanos negros intentaran agredirnos. Nuestro único problema era convencerles para que nos cedieran su agua y sus verduras, ya que aquella gente no tenía interés en el oro ni en ningún otro tipo de recompensa monetaria. Sin embargo, al igual que otros pueblos desesperadamente feos, eran muy vanidosos. Así que repartiendo entre ellos pedazos de baratijas, cintas y otros perifollos con los que pudieron adornar sus indecibles personas, conseguimos lo que necesitábamos y zarpamos de nuevo.
A partir de entonces, nuestra flota atravesó sin incidentes la bahía de Bengala en dirección oeste, y es el único mar en el extranjero que he cruzado ya tres veces, y agradecería no tenerlo que hacer de nuevo. Ésta travesía nos llevó algo más hacia el sur que mis dos anteriores, pero la panorámica era la misma: una extensión infinita de agua azul celeste con escotillas blancas de espuma abriéndose y cerrándose aquí y allí, como si las sirenas estuvieran lanzando furtivas miradas al mundo de arriba, y bancos de delfines retozando alrededor de nuestros cascos. Se precipitaban a bordo tantos peces voladores que nuestros cocineros, que ya habían agotado desde hacía tiempo el pescado fresco de nuestros aljibes, los recogían de vez en cuando de cubierta y nos los cocinaban.
Doña Kukachin preguntaba con humor:
—Si los habitantes de Angamanam se vuelven más valientes al comerse a personas valientes, ¿nos permitirán estas comidas a nosotros volar como estos peces?
—Es más probable que nos contagien su olor —gruñó la doncella que atendía su sala de baño.
Estaba disgustada porque, en esta larga travesía por la bahía, los capitanes nos habían ordenado bañarnos sólo con agua de mar subida a cubos, para no desperdiciar agua fresca. El agua salada limpia bastante, pero deja una maldita sensación de aspereza e incomodidad.
Al llegar a la orilla occidental de la gran bahía recalamos en la isla de Srihalam. No se hallaba muy al sur de la costa del Cholamandal en la India, donde yo había pasado anteriormente una temporada, y los isleños eran físicamente muy parecidos a los cholas; los habitantes de sus costas, al igual que los cholas, se dedicaban principalmente al comercio y pesca de perlas. Pero las similitudes no iban más allá.
Los isleños de Srihalam se habían convertido a la religión de Buda; de ahí que fueran muy superiores a sus primos hindúes de la península en cuanto a moral, costumbres, vivacidad y atractivo personal. La isla era un lugar encantador, tranquilo, exuberante y de clima generalmente benévolo. A menudo he observado que los lugares más bellos reciben una gran diversidad de nombres: tal es el caso del Jardín del Edén, que también se llama Paraíso, Arcadia, Elíseo, y hasta los musulmanes le dan un nombre, Djennet. Del mismo modo, Srihalam ha recibido nombres diferentes de los distintos pueblos que la han admirado. Los antiguos griegos y romanos la llamaron Taprobane, que significa Estanque de Lotos, los primeros marineros moros la llamaron Tenerisim, o Isla de las Delicias, y actualmente los navegantes árabes la llaman Serendib, o sea una pronunciación defectuosa del nombre que los propios isleños dan al lugar, Srihalam. Éste nombre, Lugar de las Gemas, está a su vez traducido a otras lenguas: Ilanare en el idioma de los cholas de la península, Lanka en el de otros hindúes, Bao Difang en el de nuestros capitanes han.
Tomamos puerto en Srihalam por necesidad, para aprovisionarnos de agua y de otros suministros; sin embargo, tanto nuestros capitanes y su tripulación, como Kukachin, su séquito, mi padre y yo no tuvimos el menor inconveniente en pasar allí una temporadita. Mi padre incluso hizo de comerciante (el propio nombre, Lugar de las Gemas, es tan descriptivo como poético), y compró algunos zafiros de una calidad que no habíamos visto en ningún otro lugar, incluyendo algunas inmensas piedras de un azul intenso con rayos estelares fulgurando en sus profundidades. Yo no emprendí ningún negocio y me limité a vagar de un lado a otro para contemplar sus panoramas. Había algunas ciudades antiguas, deshabitadas y abandonadas a la jungla, pero que aún mostraban una belleza arquitectónica y ornamental que me obligaron a preguntarme si aquellas gentes de Srihalam eran los restos de la admirable raza que había habitado la India antes que los hindúes, y que había construido los templos que ahora los hindúes pretendían atribuirse.
El capitán de nuestro barco y yo, felices de poder estirar las piernas después de tanto tiempo a bordo, pasamos un par de días escalando el camino hasta un santuario situado en la cima de una montaña donde, como me había contado una vez un pongyi en Ava, Buda había dejado impresa la huella de su pie. He de decir que los budistas la consideraban la huella de Buda, los peregrinos hindúes afirmaban que era la marca de su propio dios Siva, los peregrinos musulmanes insistían en que fue obra de Adán, algunos visitantes cristianos conjeturaban que probablemente la dejó san Tommaso o padre Zuàne, y mi acompañante han dijo que en su opinión la había impreso allí Pangu, el antecesor han de toda la humanidad. Yo no soy budista, pero me inclino a pensar que aquella muesca de forma oblonga practicada allí en la roca, casi tan larga y tan ancha como yo mismo, debió de haberla hecho Buda, porque yo había visto su diente y sabía que fue un gigante. Además no había visto personalmente ningún otro vestigio de los demás pretendientes.
Para ser franco, me interesaba menos la huella del pie que una historia que nos contó el bhikku de servicio en el santuario (así se llamaban los pongyi en Srihalam). Nos dijo que la gran riqueza en gemas de la isla se debía a que Buda había pasado allí una temporada y había llorado por la maldad del mundo, y cada una de sus santas lágrimas se había solidificado formando un rubí, una esmeralda o un zafiro. Pero, dijo el bhikku, estas gemas no podían recogerse del suelo. Habían sido arrastradas por la corriente hacia los valles del interior de la isla, y aquellos abismos resultaban inaccesibles porque en ellos abundaban las serpientes venenosas. Por ello, los isleños tuvieron que idear un ingenioso sistema para recolectar las piedras preciosas.
En los riscos de las montañas situadas sobre los valles anidaban águilas que se alimentaban de las serpientes. Los isleños trepaban furtivamente de noche por entre aquellos riscos y desde allí arrojaban pedazos de carne cruda hacia los abismos, y cuando la carne golpeaba el suelo quedaban adheridas a ella algunas gemas. Al día siguiente, las águilas emprendían el vuelo para buscar comida y un hombre aprovechaba el momento en que el águila se ausentaba del nido para encaramarse hasta allí, deshacer con los dedos los excrementos del ave, y sacar los rubíes, zafiros y esmeraldas no digeridos. Pensé que aquello no sólo era un procedimiento ingenioso de minería, sino que también debía de ser el origen de todas las leyendas sobre el monstruoso pájaro ruj, que según se dice, atrapa trozos de carne aún mayores y echa a volar con ellos, incluyendo a personas y a elefantes. Cuando regresé a nuestro barco, recomendé a mi padre que apreciara los zafiros que acababa de adquirir por encima del precio que había pagado, pues se los había encontrado la fabulosa ave ruj.
Podíamos habernos quedado aún más tiempo en Srihalam, pero un día doña Kukachin comentó melancólicamente:
—Hace ya un año que estamos viajando, y dice el capitán que sólo hemos recorrido unos dos tercios de camino hacia nuestro destino.
Por entonces, yo conocía a la dama lo suficiente para saber que no estaba manifestando una mezquina avidez por ocupar su puesto como ilkatun de Persia. Simplemente estaba ansiosa por encontrarse con su prometido y casarse con él. Al fin y al cabo, ya era un año mayor y aún seguía soltera.
Así que pusimos fin a nuestra estancia y abandonamos con desgana aquella placentera isla. Navegamos hacia el norte, pasando muy cerca de la costa occidental de la India, y procuramos aprovechar el tiempo lo mejor posible, pues ninguno de nosotros tenía deseo de visitar o de explorar parte alguna de aquellas tierras. Sólo tocábamos tierra cuando nos veíamos ineludiblemente obligados a llenar nuestros barriles de agua: en un puerto bastante grande llamado Quilon, en un puerto situado en la desembocadura de un río, llamado Mangalore, en donde tuvimos que anclar a poca distancia de la llanura del delta, y más adelante en unas poblaciones repartidas sobre siete granos de tierra llamadas las isletas de Bombay, y en un sórdido pueblo de pesca llamado Kurrachi.
Kurrachi al menos tenía agua fresca y buena, y procuramos llenar hasta los topes nuestros aljibes, porque desde aquel lugar navegaríamos directamente hacia occidente de nuevo, y durante unos dos mil lis (mejor debería decir, ahora que volvía a estar en un lugar donde se utilizaban las medidas persas, unos trescientos farsajs) bordearíamos la costa desierta, reseca, pardusca, sedienta, de una tierra desamparada y vacía llamada Baluchistán. El espectáculo de aquella marchita línea costera sólo ocasionalmente cobraba vida gracias a dos peculiaridades. Durante todo el año, soplaba un viento del sur desde el mar hacia Baluchistán, de modo que si veíamos alguna vez un árbol, éste formaba siempre un arco retorcido, inclinado hacia el interior, como un brazo que nos invitara a acercarnos a la orilla. La otra peculiaridad de aquella costa eran sus volcanes de barro: colinas regordetas en forma de cono compuestas de barro seco, que con gran frecuencia escupían por la cima un chorro de barro reciente y húmedo procedente del fondo, que bajaba deslizándose, se endurecía lentamente y esperaba un nuevo chorro y una nueva capa. Era una tierra muy poco atractiva.
Pero siguiendo aquella terrible orilla, hicimos finalmente nuestra entrada en el estrecho de Hormuz, y éste nos condujo a la ciudad del mismo nombre, y me encontré de nuevo en Persia. Hormuz era una ciudad muy grande y bulliciosa, tan poblada que algunos de sus barrios residenciales se desparramaban desde el centro urbano de tierra firme a las islas próximas a la orilla. Era también el puerto más activo de Persia, un bosque de mástiles y palos, un tumulto de ruidos y una mezcolanza de olores, la mayoría de ellos poco agradables. Los barcos que estaban amarrados o salían o entraban por supuesto eran en su mayoría árabes, qurqurs, falúas y dhaos, y los más grandes de entre ellos parecían botes y praus al lado de nuestros macizos navíos. Sin duda en aquel puerto habían visto antes algún chuan mercante que otro, pero seguramente nunca una flota como la que nosotros introducíamos ahora en las radas del puerto. En cuanto el bote del práctico nos hubo dejado con gran ceremonia en el gran fondeadero, nos vimos rodeados por los esquifes, gabarras y barcazas de todo tipo de buhoneros, guías, chulos y mendigos de dársenas, todos ellos voceando sus mercancías. Y una multitud que parecía la población entera de Hormuz se fue congregando a lo largo de los muelles, apretujándose y discutiendo excitadamente. Sin embargo, entre aquella multitud no logramos ver nada parecido a lo que habíamos esperado: una resplandeciente asamblea de nobles para dar la bienvenida a su nueva y futura ilkatun.
—Es curioso —murmuró mi padre—. Sin duda nuestra llegada debió de correr a lo largo de la costa y anticipársenos. Y el ilkan Arghun seguramente en estos momentos está muy impaciente y ansioso.
Y mientras él se dedicaba a la terrible tarea de desembarcar a todo nuestro grupo y nuestros equipajes, yo llamé a un karayi, un esquife local, y apartando de en medio a todos los pedigüeños, fui el primero de nosotros en saltar a tierra. Me acerqué a un ciudadano de aspecto inteligente y le pregunté. Inmediatamente después me hice llevar remando hasta nuestro barco para comunicar lo siguiente a mi padre, al enviado Uladai y a Kukachin que miraba con ojos ansiosos:
—Quizá nos convenga aplazar el desembarco hasta que hayamos deliberado. Siento tener que ser yo quien os dé esta noticia, pero el ilkan Arghun murió de una enfermedad hace muchos meses.
Doña Kukachin se echó a llorar, tan sinceramente como si aquel hombre hubiera sido su querido marido de muchos años, en lugar de un simple nombre. Cuando sus doncellas la ayudaron a retirarse a sus aposentos en los camarotes, y mientras mi padre se mordía pensativamente una punta de su barba, Uladai dijo:
—Vaj! Apostaría cualquier cosa a que Arghun murió en el mismo momento en que mis compañeros enviados, Apushka y Koja, perecieron en Java. Debíamos haber sospechado entonces algo terrible.
—De haberlo sabido tampoco habríamos podido hacer gran cosa —dijo mi padre—. La cuestión es qué hacemos ahora con Kukachin.
—Bueno, Arghun ha dejado de esperarla —dije—. Y me dijeron en tierra que su hijo Ghazan es aún menor de edad para sucederle en el ilkanato.
—Es cierto —intervino Uladai—. Supongo que mientras tanto su tío Kaikhadu está gobernando como regente.
—Eso dicen. O bien este Kaikhadu ignora que su difunto hermano envió a buscar una nueva esposa, o bien no está interesado en ejercer ningún derecho para quedársela él. En cualquier caso, no ha mandado ninguna embajada a recibirla, ni ningún medio para conducirla.
—No importa —dijo Uladai—. Ella viene de parte de su señor el gran kan, por lo tanto está obligado a relevaros de esta obligación y a quedarse con ella. La llevaremos hasta la capital, a Maragheh. En cuanto al transporte, lleváis el paizi del gran kan. Sólo tenemos que ordenar al sha de Hormuz que nos suministre todo lo que necesitamos.
Y eso fue lo que hicimos. El sha del lugar nos recibió no sólo correctamente sino con gran hospitalidad, y nos alojó a todos en su palacio, aunque lo llenamos casi hasta reventar. Mientras tanto él se ocupó de reunir sus camellos, probablemente todos y cada uno de los que había en sus dominios, los mandó cargar con provisiones y odres de agua, y designó camelleros y también tropas suyas para aumentar las nuestras, y al cabo de pocos días ya estábamos viajando por tierra, en dirección noroeste hacia Maragheh.
Fue una travesía tan larga como la que habíamos realizado anteriormente mi padre, mi tío y yo a través de Persia desde el oeste al este; pero esta vez íbamos del sur hacia el norte, y no tuvimos que atravesar regiones tan terribles, pues nuestra ruta nos conducía bastante hacia el oeste del Gran Desierto de la Sal, y teníamos buenos camellos de montar, provisiones abundantes, multitud de sirvientes que hacían para nosotros hasta el menor trabajo, y una formidable guardia contra posibles agresores. De modo que fue un viaje bastante confortable, aunque no muy feliz. Doña Kukachin no se puso ninguna de las galas nupciales que había llevado consigo, y cada día iba vestida de marrón, el color de luto en Persia, y en su bello rostro tenía una mirada en parte recelosa de lo que su destino podía depararle ahora, y en parte resignada. Todos nosotros le habíamos tomado mucho aprecio, y estábamos también preocupados, pero hicimos todo lo posible para que el viaje le resultara fácil e interesante.
Nuestra ruta nos llevó a una serie de lugares por donde yo, o mi padre, o mi tío, o todos juntos, habíamos ya pasado; así que mi padre y yo íbamos constantemente mirando para ver qué cambios se habían producido, si es que había habido alguno, en los años transcurridos desde entonces. La mayoría de las paradas que hicimos por el camino fueron solamente para dormir de noche, pero cuando llegamos a Kashan, mi padre y yo ordenamos un día más de estancia allí, pues así podríamos pasearnos por aquella ciudad en donde habíamos descansado antes de nuestra inmersión en el lúgubre Dast-e-Kavir. Nos llevamos a tío Mafio de paseo con nosotros, con la remota esperanza de que aquellas escenas de tiempos pasados le devolvieran a un estado parecido al de entonces. Pero no hubo nada en Kashan que encendiera el más mínimo brillo en sus apagados ojos, ni siquiera los niños y muchachos prezioni que aún eran el valor más visible de la ciudad.
Fuimos a la casa y al establo donde la gentil viuda Esther nos había dado alojamiento. El lugar pertenecía ahora a un hombre, un sobrino, que lo había heredado años atrás, dijo, cuando aquella buena mujer murió. Nos mostró el lugar donde estaba enterrada (no en un cementerio judío, sino tal como ella pidió en su lecho de muerte, en el huerto de hierbas situado detrás de su propia morada). Allí era donde yo la había visto aplastar escorpiones con su babucha, mientras me exhortaba para que no desaprovechara nunca las oportunidades de «probarlo todo en este mundo».
Mi padre se santiguó respetuosamente, y luego salió a la calle, llevando a tío Mafio para ir a ver de nuevo los talleres de azulejos kaši de Kashan. Se había inspirado en ellos para fundar otros semejantes en Kitai, que tan buenos beneficios produjeron después a nuestra compañía. Pero yo me quedé un rato con el sobrino de la viuda, contemplando pensativamente su tumba, sobre la cual había crecido la hierba, y diciendo (pero no en voz alta):
«Seguí vuestro consejo, mirza Esther. No dejé escapar ninguna oportunidad. Nunca dudé en ir allí donde mi curiosidad me llamaba. De buena gana fui a donde había peligro en la belleza y belleza en el peligro. Como presagiasteis, he tenido gran cantidad de experiencias. Muchas fueron deliciosas, otras instructivas, unas cuantas ojalá me las hubiera evitado. Pero las tuve, y aún las tengo en la memoria. Si mañana mismo he de ir a mi tumba, no será ésta un agujero negro y silencioso. Puedo pintar la oscuridad de brillantes colores y llenarla con música marcial o lánguida; con el centelleo de las espadas y el susurro de los besos; con sabores, emociones y sensaciones; con la fragancia de un campo de tréboles calentado al sol y regado por una lluvia amable, la cosa de más dulce aroma que Dios puso sobre esta tierra. Sí, puedo animar la eternidad. Otros quizá tengan que soportarla; yo puedo disfrutar de ella. Por eso os doy las gracias, mirza Esther, y os desearía shalom… pero creo que vos tampoco seríais feliz en una eternidad que no fuera más que paz…».
Un escorpión negro de Kashan se acercó arrastrándose por el caminito del huerto, y yo lo aplasté como hubiera hecho ella. Luego, dirigiéndome al sobrino le dije:
—Vuestra tía tuvo en una ocasión una sirvienta llamada Sitaré…
—Ésta fue otra de sus últimas voluntades. Todas las viejas son en el fondo unas casamenteras. Mi tía encontró un marido para Sitaré, y los hizo casar en esta casa antes de morir. Neb Efendi era un zapatero remendón, un buen artesano y un buen hombre, aunque musulmán. También era emigrante turco, lo cual no le hacía muy popular en la ciudad. Pero gracias a esto no iba detrás de los chicos, y creo que fue un buen marido para Sitaré.
—¿Fue?
—Se marcharon de aquí poco después. Él era extranjero, y evidentemente la gente prefiere que sean sus compatriotas quienes les hagan y remienden los zapatos, aunque sean ineptos en su trabajo. Así que Neb Efendi cogió sus leznas, sus hormas y a su nueva esposa y partió hacia su nativa Capadocia, me parece. Espero que allí sean felices; eso pasó hace mucho tiempo.
En fin, me decepcionó un poco no ver de nuevo a Sitaré, pero sólo un poco. Por supuesto ella debía de ser una matrona de mediana edad, como yo, y verla podría ser aún más decepcionante.
Continuamos nuestro viaje, y por fin llegamos a Maragheh. El regente Kaikhadu nos recibió, no de mala gana pero tampoco con un entusiasmo desbocado. Era un típico y peludo guerrero mongol, que sin duda habría estado más cómodo a horcajadas sobre un caballo, golpeando con la espada a algún enemigo en el campo de batalla, que en el trono al cual le había empujado la muerte de su hermano.
—Yo sinceramente no sabía nada de la embajada que Arghun envió al gran kan —nos dijo—, o de lo contrario podéis estar seguros de que os hubiera hecho escoltar hasta aquí con gran pompa y ceremonia, pues yo soy un súbdito devoto del gran kan. Ignoraba incluso que Arghun hubiese pedido una nueva esposa, porque he pasado toda mi vida lejos, luchando en las campañas del kanato. En este mismo momento debería estar abatiendo a una banda de bandoleros que se están desmandando por el Kurdistán. De todos modos, yo no sé qué hacer con esta mujer que habéis traído.
—Es una bella mujer, excelencia Kaikhadu, y de buen carácter, —dijo el enviado Uladai.
—Sí, sí. Pero yo tengo ya esposas: mongoles, persas, circasianas, incluso una horrorosa armenia, repartidas en yurtus desde Hormuz a Azerbaizhan. —Hizo un gesto de confusión con las manos—. Bueno, supongo que puedo preguntar entre mis nobles…
Pero la dama se ocupó personalmente de resolverlo antes de que hubiéramos pasado muchos días en el palacio de Maragheh. Una tarde, mi padre y yo estábamos paseando a tío Mafio por un jardín de rosas cuando Kukachin se nos acercó corriendo, sonriendo por primera vez desde nuestra llegada a Hormuz. Llevaba también a alguien cogido de la mano: un chico muy bajo, feo, lleno de granos, pero vestido con un suntuoso traje de corte.
—Hermanos mayores Polo —dijo ella jadeante—, ya no es preciso que os preocupéis de mí. Afortunadamente he conocido a un hombre maravilloso, y hemos planeado anunciar en breve nuestros esponsales.
—¡Vaya! La noticia es estupenda —dijo mi padre, aunque cautelosamente—. Espero, querida, que el elegido sea de alto linaje, tenga una buena posición y un buen futuro…
—¡El más alto posible! —exclamó ella feliz—. Ghazan es el hijo del hombre con quien iba a casarme al venir aquí. Será el ilkan dentro de dos años.
—¡Mefè, no lo podíais haber hecho mejor! Lassar la strada vecchia per la nova! ¿Es éste su paje? ¿Podéis enviar a buscar a nuestro personaje para que le conozcamos?
—¡Pero si es él mismo! Éste es Ghazan, el príncipe heredero.
Mi padre tuvo que tragar saliva antes de decir:
—Saín Bina, alteza real.
Y yo hice una profunda reverencia para que me diera tiempo a recobrar la seriedad.
—Es dos años menor que yo —siguió parloteando Kukachin sin dar demasiadas oportunidades al muchacho para explicarse por sí mismo—. Pero ¿qué son dos años en una feliz vida matrimonial? Nos casaremos en cuanto suba al trono del ilkanato. Mientras tanto vosotros, queridos y leales hermanos mayores, podéis dejarme con la conciencia tranquila, sabiendo que estoy en buenas manos, y continuar con vuestros asuntos. Os echaré de menos, pero ya no estaré sola ni triste.
Los felicitamos y les deseamos toda la buena suerte del mundo; el muchacho sonreía entre dientes como un mono y mascullaba sus agradecimientos, Kukachin resplandecía como si acabara de ganar un grande e inimaginable trofeo, y los dos se marcharon cogidos de la mano.
—Bueno —dijo mi padre encogiéndose de hombros—. Vale más la cabeza de un gato que la cola de un león.
Pero Kukachin debió de haber visto en aquel muchacho algo que nosotros no pudimos ver. Dios sabe que ni su aspecto físico ni su estatura fueron nunca mejores que los de un duende (en todas las crónicas mongolas posteriores se le dio el nombre de «Ghazan el feo»), pero el hecho de que pasara a la historia es una prueba de que valía más de lo que aparentaba. Se casaron cuando él hubo sucedido a Kaikhadu en el ilkanato de Persia, y a partir de entonces fue convirtiéndose en el ilkan y en el guerrero más competente de su generación, emprendió muchas guerras y anexionó muchos territorios nuevos para el kanato. Desgraciadamente, su amorosa ilkatun Kukachin no vivió para compartir con él todos sus triunfos y su celebridad, pues murió de parto dos años después de su matrimonio.
Habiendo cumplido así nuestra última misión para el kan Kubilai, mi padre, mi tío y yo proseguimos nuestro camino. Dejamos en Maragheh la compañía multitudinaria con la que habíamos viajado desde tan lejos, pero Kaikhadu nos ofreció generosamente buenos caballos, monturas de reserva, animales de carga, abundantes provisiones y una escolta de una docena de hombres a caballo de su propia guardia de palacio, para que tuviéramos un viaje seguro a través de todos los territorios turcos. Sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos, habríamos viajado más seguros sin aquella tropa de mongoles.
Desde la capital rodeamos las orillas de un lago grande como un mar llamado Urumia, también llamado el mar del Crepúsculo. Luego escalamos y atravesamos las montañas que señalaban la frontera noroccidental de Persia. Una de las montañas de aquella cordillera, dijo mi padre, era el bíblico monte Ararat, pero estaba demasiado alejado de nuestra ruta y no pude escalarlo para comprobar si aún quedaba algún vestigio del Arca. En todo caso, después de haber subido últimamente a otra montaña, a ver la huella de un pie que muy bien podía haber sido el de Adán, me sentía inclinado a considerar a Noé como un recién llegado a la historia. Por la otra vertiente de las montañas descendimos a las tierras turcas y a otro lago también del tamaño de un mar, llamado esta vez Van, pero apodado el mar de Más Allá del Crepúsculo.
Las tierras de aquellos entornos, las naciones que las componían y las fronteras de aquellas naciones habían estado en continuo cambio desde hacía muchos años. Lo que antiguamente había formado parte del Imperio bizantino bajo el poder de los cristianos era ahora el Imperio selyúcida y estaba bajo el poder de gobernantes de raza turca y de religión musulmana. Pero sus regiones orientales también eran conocidas por otros nombres más antiguos, aplicados por pueblos que las habían habitado desde tiempos inmemoriales. Estos pueblos nunca habían aceptado dejar de ser sus legítimos propietarios, y no reconocían ninguna de las variaciones de los pretendientes modernos y de las modernas líneas fronterizas. Así, al salir de Persia, descendimos por las montañas para entrar en un país que igualmente podría llamarse turco, por la raza de sus gobernantes, o Imperio selyúcida, como lo llamaban aquellos turcos, o Capadocia, que era el nombre que aparecía en mapas más antiguos, o Kurdistán, por el pueblo kurdo que lo habitaba.
El país era verde y agradable, y sus zonas más agrestes apenas lo parecían; por el contrario su aspecto era el de una tierra cultivada casi con elegancia, con colinas ondulantes y praderas pulcramente separadas por bosquecillos, y el conjunto del paisaje resultaba tan primoroso como un parque artificial. Había agua potable en abundancia que corría por centelleantes arroyos y en inmensos lagos azules. La población de aquella zona era enteramente kurda; algunos eran campesinos y aldeanos, pero la mayoría eran familias nómadas que cuidaban rebaños de ovejas o cabras. Era la raza más bella que había visto en tierras islámicas. Tenían el cabello y los ojos muy negros, pero la piel tan clara como la mía. Los hombres eran altos, de constitución robusta, llevaban grandes bigotes negros y tenían fama de fieros luchadores. Las mujeres kurdas tampoco eran particularmente delicadas, pero estaban bien formadas y eran atractivas e independientes: rechazaban el velo y se negaban a vivir ocultas en el pardah impuesto a la mayoría de las demás mujeres del Islam.
Los kurdos nos recibieron a los viajeros con bastante cordialidad: los nómadas suelen ser hospitalarios con otros que también parecen serlo, pero lanzaron miradas poco afectuosas a nuestros escoltas mongoles. Había motivos para ello. Aparte de todas las complicaciones de nombres nacionales, dominios y líneas fronterizas, aquel Imperio selyúcida estaba también en situación de vasallaje forzoso al ilkanato de Persia. Ésta situación se remontaba a la época en que un traidor ministro turco asesinó vilmente al rey Kilij (el que fue padre de mi antigua amiga la princesa Mar-Yanah), y usurpó el trono prometiendo someterse al dominio del entonces ilkan Abagha. Es decir, que el Imperio selyúcida, aunque actualmente en teoría estaba gobernado por un tal rey Masud en la capital Erizcan, en realidad estaba subordinado al sucesor de Abagha, el regente Kaikhadu, cuya corte de Maragheh acabábamos de dejar y cuyos guardias de palacio venían acompañándonos. Nosotros, los viajeros, fuimos bien recibidos; los guerreros que venían con nosotros, no.
Cabría suponer que a los kurdos, rebeldes a todo lo largo de la historia contra cualquier gobernante no kurdo que les fuera impuesto, les importaba poco si la auténtica capital del gobierno era Erizcan o Maragheh, puesto que allí fuera, en el campo, a cien o más farsajs de cualquier ciudad, estaban tan incontrolados por unos como por otros. Pero al parecer veían en los mongoles una tiranía más, añadida a la tiranía turca que ya sufrían anteriormente, y que por tanto merecían ser odiados y rechazados con más fuerza. Supimos hasta qué punto podían odiar los kurdos cuando una tarde nos detuvimos en una choza aislada a comprar un cordero para la cena.
El hombre que sin duda era propietario de la choza estaba sentado en el quicio de la puerta, envuelto en pieles de cordero como si estuviera resfriado. Mi padre, yo y uno solo de nuestros mongoles cabalgamos hasta su puerta y bajamos educadamente del caballo, pero el pastor siguió sentado groseramente. Los kurdos tenían un lenguaje propio, pero casi todos hablaban también turco, igual que lo hablaban nuestros escoltas mongoles, y en todo caso la lengua turca se parece bastante a la mongol y yo generalmente entendía cualquier conversación que oyera. Nuestro mongol preguntó al hombre si podría vendernos un cordero. El hombre, que seguía sentado con los ojos posados lúgubremente en el suelo, nos lo negó:
—Creo que no debo comerciar con nuestros opresores.
—Aquí no hay ningún opresor —replicó el mongol—. Estos viajeros ferenghi os piden un favor y os lo pagarán, además vuestro Alá ordena ser hospitalario con los viajeros.
El pastor dijo, no en tono polémico sino melancólico:
—Pero el resto sois mongoles y también vosotros comeréis del cordero.
—¿Y qué? Cuando hayáis vendido el animal a los ferenghi ¿qué os importa lo que hagan con él?
El pastor sorbió por la nariz y dijo casi lloroso:
—Hice un favor a un turco que pasaba por aquí no hace mucho tiempo. Le ayudé a cambiar una herradura rota de su caballo. Y el chiti Ayak-kabi me ha castigado por ello. Un pequeño favor y a un simple turco. Estag farullah! ¿Qué me hará el chiti si se entera de que hice un favor a un mongol?
—¡Basta! —le interrumpió nuestro escolta—. ¿Nos vendéis un cordero o no?
—No, no puedo.
El mongol le miró despreciativamente:
—Ni siquiera te pones en pie como un hombre al desafiarnos. Muy bien, cobarde kurdo, te niegas a vender. Entonces, ¿te molestarás en levantarte para evitar que me lleve un cordero?
—No, no puedo. Pero os lo advierto. El chiti Ayak-kabi os hará lamentar el robo.
El mongol se rió sarcásticamente y escupió en el suelo frente al hombre sentado, volvió a montar en el caballo y se fue cabalgando a separar una oveja rolliza del rebaño que pastaba en la pradera, detrás de la cabaña. Yo me quedé allí, mirando con curiosidad al pastor que seguía sentado en el suelo con aire abatido. Sabía que chiti significaba bandolero, y supuse que ayakkabi significaba zapatos. Me pregunté cómo sería un bandido que se apodaba a sí mismo «el bandolero Zapatos», y que se dedicaba a castigar a sus compatriotas kurdos por prestar ayuda a los supuestos opresores.
Me las arreglé para preguntarle:
—¿Cómo os castigó ese chiti Ayak-kabi?
No respondió con palabras, pero me mostró sus pies levantando los faldones de pieles de oveja. Era evidente por qué no se había puesto en pie para recibirnos, y me dio una cierta idea de por qué el bandido kurdo tenía aquel nombre tan extraño. Los dos pies descalzos del pastor estaba cubiertos de sangre fresca y tachonados con clavos, no con cabezas de clavos sino con las puntas que sobresalían marcando el contorno de las herraduras clavadas en ambos pies.
Dos o tres noches después, cerca de un pueblo llamado Tunceli, el chiti Ayak-kabi nos hizo lamentar el robo del cordero. Tunceli era un pueblo de kurdos, y sólo tenía un caravasar muy pequeño y en muy mal estado. Como nuestro grupo de quince jinetes y de treinta y tantos caballos lo hubiera llenado hasta hacerlo inaguantable, atravesamos el pueblo y montamos el campamento en una pradera situada a las afueras, cerca de un arroyo de aguas transparentes. Habíamos comido y nos habíamos echado a dormir envueltos en nuestras mantas. Solamente había un mongol de guardia, cuando de repente la noche comenzó a vomitar bandidos.
Nuestro único centinela sólo tuvo tiempo para gritar: «Chiti!» antes de que le partieran la crisma con un hacha de guerra. El resto nos debatimos para salir de nuestras mantas, pero los bandoleros estaban ya entre nosotros con espadas y porras, y todo se convirtió en una confusa turbulencia a la tenue luz de las ascuas de la hoguera. Gracias a tío Mafio, mi padre y yo no fuimos degollados tan repentinamente como toda nuestra tropa de mongoles. Aquéllos guerreros lo primero que pensaron fue en echar mano a sus armas, así que los bandidos se abalanzaron en primer lugar sobre ellos. Pero mi padre y yo vimos a la vez a tío Mafio de pie junto al fuego, mirando a su alrededor con insensible aturdimiento, y los dos nos lanzamos en el mismo momento hacia él, le agarramos y le tumbamos al suelo para que no fuera un blanco tan visible. Al instante siguiente, algo me golpeó encima del oído y para mí la noche se oscureció del todo.
Al despertar yacía sobre el suelo con la cabeza acunada en un blando regazo, y cuando se me aclaró la vista mis ojos descubrieron un rostro femenino iluminado por el fuego ahora reavivado. No era la cara cuadrada y fuerte de una mujer kurda, y estaba enmarcada por una cascada de cabello que no era negro sino rojo oscuro.
Me esforcé en recordar y dije en farsi, con una voz que flaqueaba:
—¿Estoy muerto y tú eres ahora un peri?
—No estáis muerto, Marco Efendi. Os vi justo a tiempo para gritar a los hombres que se detuvieran.
—Tú solías llamarme mirza Marco, Sitaré.
—Marco Efendi significa lo mismo. Ahora soy más kurda que persa.
—¿Qué ha sido de mi padre? ¿Y mi tío?
—No tienen siquiera un rasguño. Siento que tú hayas recibido un golpe. ¿Puedes incorporarte?
Lo hice, aunque parecía que con cada movimiento mi cabeza fuera a salir rodando de mis hombros, y vi a mi padre sentado con un grupo de bandidos de bigotes negros. Habían preparado qahwah, y él y ellos bebían y charlaban juntos amistosamente, con tío Mafio plácidamente sentado a su lado. Habría resultado una escena civilizada a no ser porque los demás bandoleros estaban apilando a un lado del prado, como troncos, los cuerpos de nuestros mongoles muertos. El más alto y más ferozmente bigotudo de los recién llegados, al ver que me despertaba, se acercó a mí y a Sitaré.
—Éste es mi marido, Neb Efendi, conocido como el chiti Ayak-kabi —dijo ella. Hablaba farsi tan bien como ella:
—Os pido disculpas, Marco Efendi, nunca hubiera atacado adrede al hombre que hizo posible mi tesoro.
Yo estaba aún obnubilado y no sabía a qué se refería. Pero cuando mi cabeza empezó a despejarse después de tomarme un amargo y negro qahwah, él y Sitaré se explicaron. Él era el zapatero remendón de Kashan que Almauna Esther había presentado a su doncella Sitaré. La amó nada más verla, pero por supuesto su matrimonio no habría sido posible si Sitaré no hubiera sido virgen, y ella le dijo sinceramente que aún estaba intacta gracias a que un tal mirza Marco, caballerosamente, no había querido aprovecharse de ella. Yo me sentía algo más que incómodo, oyendo a un rudo y criminal bandido expresarme su agradecimiento por no haberle precedido en hacer «sikis», como lo llamaba él, con su novia. Pero por otro lado, si alguna vez me felicité por haberme contenido en otros tiempos, fue entonces.
—Qismet lo llamamos —dijo él—. Destino, hado, suerte. Tu fuiste bueno con mi Sitaré. Ahora yo estoy siendo bueno contigo.
Más adelante supimos que cuando a Neb Efendi le impidieron prosperar como zapatero remendón en Kashan (en donde la gente no sabía la diferencia entre un noble kurdo y un vil turco, aunque igualmente le hubieran despreciado) se llevó a su mujer allí, a su nativo Kurdistán. Pero también allí se sintió fuera de lugar, un vasallo del régimen turco que era a su vez vasallo del ilkanato mongol. Así que abandonó totalmente su oficio, quedándose sólo con el nombre, y se dedicó a la insurrección con el nombre de bandido Zapatos.
—He visto uno de vuestros remiendos —le dije—. Era… peculiar.
Él respondió con modestia:
—Bosh —que en turco significa: «Me halagáis mucho».
Pero Sitaré añadió orgullosamente:
—Os referís al pastor. Fue él quien nos puso sobre vuestra pista hasta aquí, hasta Tunceli. Sí, Marco Efendi, mi querido y valiente Neb esta decidido a sublevar a todos los kurdos contra los opresores y a disuadir a cualquier cobarde que se someta a ellos servilmente.
—Algo así había adivinado.
—Sabed, Marco Efendi —dijo golpeando ruidosamente un puño contra su amplio pecho—, que nosotros, los kurdos, somos la más antigua aristocracia del mundo. Nuestros nombres tribales se remontan a los días de Sumer. Y durante todo este tiempo hemos estado luchando contra una tiranía tras otra. Combatimos a los hititas, a los asirios; ayudamos a Ciro a derribar Babilonia. Luchamos junto a Salah-ed-Din el Grande contra los primeros cruzados intrusos. Aún no hace cuarenta años, que sin más ayuda, matamos a veinte mil mongoles en la batalla de Arbil. Pero todavía no somos libres e independientes. O sea que ahora ésta es mi misión: primero liberar Kurdistán del yugo mongol y luego del turco.
—Os deseo éxito, chiti Ayak-kabi.
—Bueno, mi banda y yo somos pobres y estamos mal equipados. Pero las armas de vuestros mongoles, vuestros buenos caballos y el cuantioso tesoro de sus albardas nos ayudarán muchísimo.
—¿Vais a robarnos? ¿Y a eso le llamáis ser buenos con nosotros?
—Podía no haber sido tan bueno —hizo un gesto despreocupado con la mano señalando al sangriento montón de mongoles muertos—. Podéis estar contentos de que vuestro qismet no decretó otra cosa.
—Hablando de qismet —dijo Sitaré ingeniosamente para distraer mi atención—, decidme, Marco Efendi, ¿qué fue de mi querido hermano Aziz?
Pensé que estábamos en una situación bastante mala, y no quise arriesgarme a empeorarla. Ni ella ni su feroz compañero se alegrarían mucho de oír que su hermanito había muerto, más de veinte años atrás, y que nosotros no fuimos capaces de impedir que lo asesinara una banda de bandoleros muy parecida a la suya propia. En todo caso, yo no estaba dispuesto a entristecer innecesariamente a una vieja amiga. Así que mentí, y lo hice en voz bastante alta para que mi padre pudiera oír lo que decía, y no contradijera después mi versión.
—Llevamos a Aziz hasta Mashhad, como tú deseabas, Sitaré, y protegimos su castidad durante todo el viaje. Allí tuvo la suerte de provocar la admiración de un elegante príncipe mercader, próspero y gordo. Los dejamos juntos, y parecían estar más que encariñados el uno con el otro. Supongo que aún siguen comerciando juntos a lo largo de la Ruta de la Seda, entre Mashhad y Balj. Aziz debe de ser ahora un hombre adulto, pero no dudo de que siga siendo tan bello como entonces. Como tú misma, Sitaré.
—Al-hamdo-lillah, eso espero —suspiró ella—. Mientras mis dos hijos crecían, me recordaban mucho a Aziz. Pero mi Neb, tan viril, como no es kashanita, no me dejó insertar el golulé en nuestros niños, ni enseñarles a usar cosméticos como preparación para tener algún día amantes masculinos. Así que de mayores han salido hombres muy viriles, que sólo sikismekan con mujeres. Ahí los tenéis, Nami y Orhon, esos chicos de ahí que están sacando las botas a los mongoles muertos. ¿Creeríais, Marco Efendi, que mis hijos son mayores de lo que vos erais cuando os vi por última vez? Ah, en fin, es bueno tener noticias de mi querido Aziz después de todos estos años, y saber que su vida ha tenido tan brillante éxito como la mía; y todo os lo debemos a vos, Marco Efendi.
—Bosh —dije con modestia.
Podía haberles propuesto que nos dejaran al menos quedarnos con nuestras pertenencias, pero no lo hice. Y mi padre, cuando también se dio cuenta de que iban a saquearnos, se limitó a suspirar con resignación y dijo:
—Bueno, cuando no hay banquete, al menos las velas están alegres.
Lo cierto era que nos habían dejado con vida. Y yo ya me había desprendido de una tercera parte de nuestros bienes muebles antes de salir de Kanbalik; y además representaban muy poca cosa en comparación con lo que nuestra Compagnia había enviado antes desde Kitai. Los bandoleros sólo se quedaron con las cosas que podían gastar, vender o trocar fácilmente, lo que significa que nos dejaron nuestras ropas y pertenencias personales. Y aunque no era motivo de alegría que nos robaran en esta última etapa de nuestro largo viaje, ninguno de nosotros se quejó demasiado (lo que lamentamos especialmente fue perder los magníficos zafiros de estrella que adquirimos en Srihalam).
Neb Efendi y su banda nos permitieron continuar con nuestros caballos hasta la ciudad costera de Trebizonda, e incluso nos acompañaron hasta aquel lugar para protegernos de otras agresiones kurdas, y se abstuvieron educadamente de asesinar o herrar a nadie más durante el trayecto. Cuando descabalgamos en las afueras de Trebizonda, el chiti Ayak-kabi nos devolvió un puñado de nuestras propias monedas, que bastarían para pagarnos el transporte y la subsistencia el resto del camino hasta Constantinopla. Así que nos separamos de ellos bastante amistosamente, y el bandolero Zapatos no me mató cuando Sitaré, tal como había hecho veintitantos años antes, me besó voluptuosa y prolongadamente como despedida.
En Trebizonda, en la orilla del mar Negro, Euxino o Kara, aún estábamos a más de doscientos farsajs al este de Constantinopla, pero nos alegraba hallarnos de nuevo en territorio cristiano por primera vez desde que habíamos salido de Acre, en el Levante. Mi padre y yo decidimos no comprar caballos nuevos, no porque temiéramos hacer el viaje por tierra, sino porque nos preocupaba que pudiera resultar demasiado duro para tío Mafio, pues ahora sólo podíamos cuidar de él nosotros dos. Así que, cargando con los restos de nuestro equipaje, fuimos al muelle de Trebizonda, y después de buscar un rato, encontramos una especie de barcaza de pesca, un gektirme, capitaneado por un cristiano griego. Éste capitán, al mando de una tripulación consistente en cuatro groseros hijos suyos, nos llevaría por caridad cristiana hasta Constantinopla, y también por caridad cristiana nos alimentaría durante el trayecto cobrándonos sólo todo cuanto teníamos.
Fue un viaje tediosamente lento y desdichado, pues la barcaza echaba continuamente las redes para no recoger sino anchoas; o sea que las anchoas fueron nuestro alimento durante todo el viaje, además de pilaf de arroz cocinado con aceite de anchoas; durante todo el viaje vivimos, dormimos y respiramos oliendo a anchoas. Aparte de nosotros y los griegos, también iba a bordo, sin ningún motivo aparente, un perro sarnoso, y yo en muchas ocasiones me arrepentí de haber pagado hasta la penúltima moneda que poseíamos porque me habría gustado comprar el perro, meterlo en la cazuela y cambiar por un día el menú de anchoas. Pero no hubiera servido de mucho. El perro estaba a bordo desde hacía tanto tiempo, que seguramente tendría ese mismo sabor.
Después de casi dos desgraciados meses a bordo de nuestro tonel de anchoas flotante, finalmente entramos en el estrecho llamado el Bosforo, y lo atravesamos hasta encontrar un estuario llamado el Cuerno Dorado, donde se alzaba la gran ciudad de Constantinopla. Pero aquel día la niebla era tan densa que no pude ver y apreciar la magnificencia de la ciudad. Sin embargo, la niebla me permitió saber por qué residía el perro en el gektirme. A medida que avanzábamos cautelosa y lentamente a través de la niebla, uno de los hijos le golpeaba regularmente con un bastón, y el perro ladraba, gruñía y maldecía sin parar. Pude oír a otros perros invisibles aullando también alrededor, y nuestro capitán en el timón tenía el oído atento a los ruidos; así descubrí que el garrotazo al perro (en lugar del toque de campanas, como en Venecia) era el dispositivo de aviso localmente aceptado.
Nuestro torpe gektirme avanzó a tientas, atravesó sin colisionar el Cuerno y pasó bajo las murallas de la ciudad. Nuestro capitán dijo que se dirigía al muelle Sirkeci asignado a las embarcaciones de pesca, pero mi padre le convenció para que nos llevara al barrio Phanar, el distrito veneciano de la ciudad. Y no sé cómo, en medio de aquella espesa niebla, y después de no haber estado durante treinta años en Constantinopla, consiguió guiar al capitán hasta allí. Mientras tanto, en algún lugar más allá de la niebla el sol se estaba poniendo, y mi padre con una impaciencia febril gruñía:
—Si no conseguimos llegar antes de que oscurezca, tendremos que dormir una noche más en esta maldita gabarra.
Casi simultáneamente, nosotros y el anochecer tocamos un muelle de madera. Nos despedimos apresuradamente de los griegos, ayudamos a tío Mafio a desembarcar, y mi padre nos condujo con un trotecillo de anciano a través de la niebla, a través de una puerta abierta en la alta muralla y luego a través de un laberinto de callejuelas sinuosas y angostas.
Al final llegamos frente a uno de los muchos edificios de idéntica y estrecha fachada, éste con una tienda al nivel de la calle, y mi padre soltó un grito entusiasta, «Nostra Compagnia!», al ver todavía una luz brillar en su interior. Abrió la puerta de golpe y nos hizo pasar a mí y a tío Mafio dentro. Había un hombre de barba blanca que escribía encorvado a la luz de una vela puesta junto a su codo en un libro de mayor, abierto en una mesa donde se apilaban muchos otros libros. Alzó la mirada y refunfuñó:
—Gèsu, spuzzolenti sardoni!
Eran las primeras palabras venecianas que oía en veintitrés años a otra persona diferente de mi padre y tío Mafio. Y así, con este «apestosas anchoas» fuimos recibidos por mi tío Marco Polo.
Pero luego, maravillado, reconoció a sus hermanos:
—Xestu, Nico? Mafio? Tati! —saltó ágilmente de su silla y los contables de la compañía, desde las demás mesas, miraban sorprendidos nuestro frenesí de abrazos, palmadas en la espalda, apretones de mano, risas, lágrimas y exclamaciones.
—Sangue de Bacco! —gritó él—. Che bon vento? Los dos lleváis el pelo gris, Tati!
—¡Y tú lo tienes blanco, Tato! —contestó mi padre.
—¿Y cómo habéis tardado tanto? En vuestra última remesa recibí la carta diciendo que estabais en camino. ¡Pero eso fue hace casi tres años!
—¡Ah, Marco, no nos preguntes! Hemos tenido el viento en contra nuestra todo el camino.
—E cussi? Yo esperaba que llegaríais sobre elefantes enjoyados, viniendo de Oriente en un desfile triunfal con esclavos nubios tocando el tambor. Y aquí aparecéis arrastrándoos en una noche de niebla oliendo como la horcajadura de una ramera de Sirkeci.
—De aguas someras, peces insignificantes. Venimos sin un céntimo, abandonados, desamparados. Somos náufragos arrojados a tu puerta. Pero ya hablaremos de eso después. Eh, pero no conocías a tu sobrino homónimo.
—¡Neodo Marco! Arcistupendonazzísimo! —Así que yo también recibí un cálido abrazo, un benvegnúo, y palmadas en la espalda—. Pero nuestro tonazzo Mafio Tato, normalmente tan ruidoso, ¿por qué está tan callado?
—Ha estado enfermo —dijo mi padre—. También hablaremos de eso. Pero venga. Hace dos meses que no comemos nada más que anchoas y…
—¡Y las anchoas os han dado una sed terrible! ¡No me digas más! —dirigiéndose a sus contables les gritó que se fueran a casa, y que no fueran a trabajar al día siguiente.
Todos se pusieron en pie y nos dieron una entusiasta ovación, no sé si por nuestro buen retorno o por proporcionarles un inesperado día de fiesta. Después salimos y volvimos a introducirnos en la niebla.
Tío Marco nos llevó a su villa situada junto al mar de Mármara, donde pasamos nuestra primera noche y por lo menos la semana siguiente tomando buenos vinos y ricas viandas, entre las cuales no había pescados, y bañándonos, restregándonos y frotándonos en el hammam privado de mi tío, que aquí se llamaba humoun, y durmiendo largas horas en lujosas camas, y cuidados ininterrumpidamente por sus numerosos sirvientes domésticos. Mientras tanto, tío Marco envió a Venecia un navío correo especial para avisar a Dona Fiordelisa de nuestra llegada.
Cuando hube descansado y me hube alimentado lo suficiente, y mi aspecto y mi olor no desmerecían, me presentaron al hijo y a la hija de tío Marco, Nicolò y Maroca. Ambos tenían aproximadamente mi misma edad, pero prima Maroca era aún una solterona, y me dirigía miradas entre especulativas y provocativas. Yo no tenía interés en responder; me interesaba mucho más sentarme con mi padre y tío Marco para repasar los libros de la Compañía, que por cierto nos tranquilizaron en seguida pues indicaban que no estábamos arruinados ni mucho menos. Nuestra riqueza era muy respetable.
Algunas remesas de bienes y objetos de valor que mi padre había confiado a las postas de caballos mongoles no habían logrado atravesar toda la Ruta de la Seda, pero ya contábamos con eso. Lo más notable era que tantas hubieran llegado hasta Constantinopla. Y tío Marco había abierto aquí cuentas bancarias, había invertido y comerciado con gran astucia con aquellos bienes, y Dona Fiordelisa, siguiendo sus consejos, había podido hacer lo mismo en Venecia. Nuestra Compagnia Polo podía compararse ahora con las casas comerciales de Spinola en Génova, de Carrara en Padua y de Dándolo en Venecia, una auténtica prima di tuto en el mundo del comercio. Me complació especialmente ver que entre los paquetes recibidos intactos, estuvieran los que contenían todos los mapas que mi padre, tío Mafio y yo habíamos ido confeccionando, y todas las notas que yo había estado tomando durante aquellos años. Como el bandolero Zapatos no se había quedado en Tunceli con mi diario de notas garabateadas desde que partimos de Kanbalik, ahora poseía al menos una relación fragmentaria de cada uno de mis viajes.
Nos quedamos en la villa hasta la primavera, de modo que tuve tiempo de conocer bien Constantinopla. Eso constituyó una cómoda transición entre nuestra larga estancia en Oriente y nuestro regreso a Occidente, pues la propia Constantinopla era una mezcla de estos dos extremos del mundo. Eran orientales su arquitectura, sus mercados de bazar, la mezcolanza de tipos, razas, costumbres y lenguas. Pero su guazzabuglio de nacionalidades incluía a unos veinte mil venecianos, más o menos la décima parte que en Venecia, y la ciudad se parecía en muchas otras cosas a Venecia, entre ellas que estaba plagada de gatos. La mayor parte de los venecianos residían y llevaban sus negocios en Fanar, el barrio de la ciudad que se les había asignado, y al otro lado del Cuerno Dorado, en la llamada Ciudad Nueva, aproximadamente un número igual de genoveses ocupaban el barrio de Galata.
Las exigencias del comercio requerían diariamente transacciones entre venecianos y genoveses. Nada les hubiera impedido hacer negocios. Pero sus relaciones mutuas eran muy frías y a un brazo de distancia, por así decirlo, y no se mezclaban ni social ni amistosamente, pues es muy posible que en sus repúblicas nativas estuvieran de nuevo en guerra, como tantas otras veces. Menciono esto porque más adelante yo mismo estuve algo implicado en ello. Pero no voy a describir todos los aspectos de Constantinopla ni voy a extenderme hablando de nuestra estancia allí, porque realmente sólo fue un lugar de recuperación y descanso en nuestro viaje, y nuestros corazones ya estaban en Venecia y nosotros impacientes por seguirlos hasta allí.
Así fue como una mañana de mayo azul y dorada, veinticuatro años después de haber abandonado la Cittá Serenissima, nuestra galeazza amarró en el muelle del almacén de nuestra compañía, y mi padre, tío Mafio y yo descendimos por la pasarela y volvimos a pisar el enguijarrado de la Riva Ca’de Dio, en el año de Nuestro Señor mil doscientos noventa y cinco, o según el cómputo de Kitai, el Año del Carnero, tres mil novecientos noventa y tres.
Diga lo que diga la historia del Hijo Pródigo, yo sostengo que no hay nada como llegar a casa colmado de éxito para que el recibimiento sea cálido, tumultuoso y acogedor. Por supuesto, Dona Fiordelisa nos hubiera recibido con alegría en cualquier caso. Pero si hubiéramos aparecido en Venecia arrastrándonos como habíamos hecho en Constantinopla, apuesto lo que sea a que nuestros confratelli mercaderes y la ciudadanía en general nos habrían mirado con desprecio, y no les hubiera importado en lo más mínimo el hecho, mucho más importante, de que habíamos realizado viajes y habíamos visto cosas que ninguno de ellos había hecho ni visto jamás. Sin embargo, todos nos saludaron como a campeones, vencedores y héroes.
Durante varias semanas después de nuestra llegada, vino tanta gente a visitar Ca’Polo que apenas tuvimos tiempo de volver a familiarizarnos nosotros mismos con doña Lisa y demás parientes, amigos y vecinos, o de ponernos al día sobre las noticias de la familia, o aprender los nombres de todos nuestros sirvientes, esclavos y trabajadores de la compañía. El viejo maggiordomo Attilio había muerto durante nuestra ausencia, igual que el contable mayor Isidoro Priuli, y también el anciano rector de nuestra parroquia, pare Nunziata; mientras que otros domésticos, esclavos y trabajadores habían abandonado su empleo, o habían sido despedidos, liberados o vendidos, y tuvimos que conocer a sus sustitutos.
Entre la multitud de visitantes que acudían a nuestra casa habían personas que conocíamos de años atrás, pero otras muchas eran totalmente desconocidas. Algunos sólo venían a adularnos a nosotros, nuevos ricos arrichisti, y a intentar sacar algún beneficio; los hombres traían ideas y proyectos y nos pedían que invirtiéramos en ellos, las mujeres traían a sus hijas nubiles y las presentaban para mi deleite. Otros venían con la obvia y venal esperanza de obtener de nosotros información, mapas y consejo, para poder emularnos. Unos cuantos venían a felicitarnos sinceramente por nuestro regreso, y muchos venían a hacernos preguntas inútiles como, por ejemplo: «¿Cómo se siente uno al volver a casa?».
Yo al menos me sentía bien. Era agradable pasear por la entrañable y vieja ciudad, disfrutar de la luz de Venecia, un espejo líquido que cambiaba y chapoteaba constantemente, tan distinta del fulgor infernal de los desiertos y del acerado reverbero de las cimas montañosas y de los violentos contraluces de sol y sombra de los bazares orientales. Era agradable deambular por la piazza y oír a mi alrededor el habla suave y modulada, la cantilena de Venecia, tan diferente del apresurado farfulleo de las multitudes orientales. Era agradable ver que Venecia se mantenía más o menos como yo la recordaba. Habían prolongado un poco el campanile de la piazza, habían demolido algunos viejos edificios y edificado otros nuevos en su lugar, habían adornado el interior de San Marcos con muchos mosaicos nuevos. Pero nada había cambiado de modo discordante y eso me gustaba.
Y los visitantes seguían viniendo a Ca’Polo. Algunos nos resultaban agradables, otros inoportunos, otros un verdadero incordio, y uno de ellos, un comerciante como nosotros, echó un manto de dolor sobre nuestro regreso cuando nos dijo:
—Acaban de llegar noticias de Oriente a través de mi agente en Chipre. El gran kan ha muerto.
Le pedimos más detalles y llegamos a la conclusión de que Kubilai debió de morir más o menos mientras nosotros viajábamos a través del Kurdistán. Bueno, eran noticias entristecedoras, pero no inesperadas: había cumplido ya setenta y ocho años y había sucumbido sin más a los estragos de la vejez. Algún tiempo después obtuvimos más noticias: su muerte no había desencadenado ninguna guerra de sucesión, su nieto Temur había sido elevado al trono sin oposición.
También aquí en Occidente había habido cambios de soberanía mientras nosotros estábamos fuera. El dogo Tièpolo, el que me desterró de Venecia, había muerto y ahora llevaba la scufieta un tal Piero Gradenigo. También había muerto años atrás Su Santidad el Papa Gregorio X, a quien habíamos conocido en Acre como arcediano Visconti; y desde entonces se habían sucedido ya varios papas en Roma. Además, la ciudad de Acre había caído en poder de los sarracenos, de modo que el reino de Jerusalén ya no existía, el Levante entero estaba gobernado ahora por musulmanes, y daba la impresión de que seguiría siendo suyo para siempre. Yo había estado en Acre para presenciar brevemente aquella Octava Cruzada que Eduardo de Inglaterra dirigía con intermitencias, por tanto creo poder decir que, entre todas las demás cosas que vi durante mis viajes, una de ellas fue la última cruzada.
Ahora mi padre y mi madrastra, estimulados posiblemente por la cantidad de visitantes que atestaban nuestra Ca’Polo, o pensando quizá que deberíamos comenzar a vivir de acuerdo con nuestra nueva prosperidad, o tal vez decidiendo que finalmente podíamos permitirnos vivir como correspondía a la nobleza de los Ene Acá, a la que los Polo siempre habíamos pertenecido, empezaron a hablar de construir una nueva magnífica Casa Polo. Así que al río de visitantes se añadieron ahora arquitectos y albañiles y otros artesanos, y todos venían impacientes, portando dibujos, proyectos y sugerencias que nos habrían obligado a construir un edificio que rivalizara con el palazzo del Dogo. Eso me recordó algo y yo se lo recordé a mi padre:
—Aún no hemos hecho nuestra visita de cortesía al dogo Gradenigo. Ya comprendo que cuando comuniquemos oficialmente que volvemos a establecernos en Venecia, sufriremos la inquisición de los recaudadores de impuestos de la dogana. No hay duda de que encontrarán entre todas nuestras importaciones alguna chuchería con que quedarse a cuenta de los años durante los cuales tío Marco dejó de pagar algún insignificante derecho de aduana, y que insistirán en exprimirnos hasta el último bagatino. Sin embargo, hemos de presentar nuestros respetos a nuestro dogo y no podemos aplazarlo indefinidamente.
Solicitamos una petición formal para una audiencia formal, y el día señalado nos llevamos con nosotros a tío Mafio y cuando ofrecimos los regalos al dogo, como dicta la costumbre, presentamos algunos en nombre de tío Mafio además de los nuestros. He olvidado lo que él y mi padre regalaron, pero yo entregué a Gradenigo una de las placas paizi de oro y marfil que habíamos llevado como emisarios del kan de todos los kanes, y también el cuchillo de tres hojas que me había sido tan a menudo útil en Oriente. Mostré al dogo su ingenioso funcionamiento, y él estuvo jugando un rato con el arma, me pidió luego que le contara las ocasiones en que utilicé el cuchillo, y así lo hice, brevemente.
Luego formuló a mi padre algunas preguntas de cortesía, destacando principalmente los asuntos comerciales entre Oriente y Occidente, y las perspectivas de Venecia para incrementar este tráfico. Después expresó su satisfacción de que nosotros, y a través nuestro Venecia, hubiéramos prosperado tanto en nuestra estancia en el extranjero. Luego dijo, como estaba previsto, que le gustaría que demostráramos a la dogana haber pagado debidamente a los cofres de la República la contribución correspondiente a todas nuestras venturosas empresas. Nosotros dijimos, como estaba previsto, que esperábamos la llegada de los recaudadores de impuestos para que escrutaran los intachables libros de cuentas de nuestra Compagnia. Luego nos pusimos en pie esperando su permiso para salir. Pero el dogo alzó una de sus manos cargada de anillos y dijo:
—Una única cosa más, miceres. Quizá ha escapado a vuestro recuerdo, micer Marco, ya sé que habéis tenido muchas otras cosas en que pensar, pero sigue pendiente el pequeño asunto de vuestro destierro de Venecia.
Me quedé mirándole mudo de asombro. No era posible que suscitara aquella vieja acusación contra un ciudadano actualmente muy respetable, estimado y gran contribuyente. Con un aire de ofendida altivez dije:
—Suponía, so serenitá, que el estatuto de obligatoriedad había expirado con el dogo Tièpolo.
—¡Oh!, por supuesto yo no estoy obligado a respetar los juicios pronunciados y las sentencias impuestas por mi predecesor. Pero a mí también me gustaría mantener mis libros intachables. Y ahí está esa manchita sobre las páginas de los archivos de los Signori della Notte.
Yo sonreí, creyendo que ya entendía y dije:
—Quizá una multa adecuada borraría la mancha.
—Había pensado más bien en una expiación de acuerdo con la vieja ley romana del talión.
Quedé otra vez mudo de sorpresa:
—¿Ojo por ojo? Los libros seguramente demuestran que yo no fui culpable de la muerte de ese ciudadano.
—No, no, claro que no lo fuisteis. Sin embargo, en ese triste asunto hubo un combate. Pensé que podríais expiarlo participando en otro. Quiero decir, en nuestra actual guerra contra nuestra vieja enemiga Genova.
—So serenitá, la guerra es un juego para jóvenes. Yo tengo cuarenta años, que son demasiados años para empuñar una espada…
¡Esnic! Apretó el mango del cuchillo e hizo saltar centelleante su hoja interior.
—Según habéis contado vos mismo, empuñasteis este cuchillo no hace muchos años. Micer Marco, no os estoy proponiendo que dirijáis un asalto de primera línea en Genova, sino un simbólico simulacro de servicio militar. Y no estoy siendo despótico ni rencoroso ni caprichoso. Lo hago pensando en el futuro de Venecia y de la Casa Polo. Ésa casa que ahora está situada entre las más prominentes de nuestra ciudad. Después de vuestro padre, vos seréis el cabeza de familia y luego lo serán vuestros hijos. Si la Casa de los Polo, como parece probable, sigue manteniendo su posición dominante a lo largo de las generaciones, creo que el escudo de la familia debería estar totalmente senza macchia. Borremos ahora esa mancha para que no estorbe ni entorpezca vuestra prosperidad. Es fácil de hacer. Sólo tengo que escribir en la página de enfrente: «Marco Polo, Ene Aca, sirvió lealmente a la república en su guerra contra Genova».
Mi padre expresó con un gesto su conformidad, y contribuyó diciendo:
—Lo que está bien cerrado queda bien guardado.
—Si no hay más remedio —dije con un suspiro. Yo creía que había dejado atrás mis servicios bélicos. Pero pensé, debo confesarlo, que quizá quedaría bien en la historia de la familia: aquel Marco Polo luchó a lo largo de su vida tanto con la Horda Dorada como con la Armada de Venecia—. ¿Qué queréis que haga, so serenitá?
—Serviréis sólo como caballero en armas. Es decir, al mando supernumerario de un barco de suministros. Hacéis una salida con la flota, navegáis un poco por mar, volvéis a puerto y luego os retiráis con una nueva nota de distinción y conservando el viejo honor.
Y así, cuando una escuadra de la flota veneciana zarpó varios meses después bajo el mando del almirante Dándolo, subí a bordo de la galeazza Doge Particiaco, que era realmente el único navío de la escuadra que portaba provisiones. Yo ostentaba el rango de cortesía de sopracomito, lo cual significa que cumplía más o menos la misma función que en el chuan que transportaba a doña Kukachin: dar una imagen de poder, de experiencia en la guerra y de conocimiento, y no interferirme con el comito, el auténtico jefe del barco, ni con los marineros que obedecían sus órdenes.
No puedo asegurar que de haber ido yo al mando de la galeazza o de toda la escuadra lo hubiera hecho mejor, pero difícilmente lo habría podido hacer peor. Nos dirigíamos por el Adriático hacia el sur, cuando cerca de la isla de Kurcola, próxima a la costa de Dalmacia, nos encontramos con una escuadra genovesa en la que ondeaba la enseña de su gran almirante Doria, quien nos demostró por qué le llamaban grande. Nuestra escuadra, según pudimos ver desde lejos, superaba en número a la de los genoveses, de modo que nuestro almirante Dándolo ordenó que nos lanzáramos al ataque inmediato. Doria dejó que nuestros barcos se aproximaran y destruyeran unos nueve o diez de los suyos, un sacrificio deliberado para que nuestra escuadra fuera atraída inextricablemente hacia el centro de la suya. Y después, salidos de ninguna parte o mejor dicho de detrás de la isla de Peljesac en donde habían estado escondidos, aparecieron otros diez o quince veloces buques de guerra genoveses. La batalla duró dos días y costó muchos muertos y heridos en ambos bandos; pero la victoria fue de Doria, pues al atardecer del segundo día, los genoveses se habían apoderado de toda nuestra escuadra y de unos siete mil marinos venecianos como trofeo de guerra, y yo entre ellos.
El Doge Particiaco, como todas las demás galeras venecianas, rodeó la bota de Italia y subió por los mares Tirreno y Ligur hasta Genova, conducida por su tripulación cautiva, pero bajo el mando de un comito genovés. La ciudad, desde el agua, no parecía un mal lugar de reclusión; sus palazzi, como capas de un pastel de mármoles blancos y negros combinados, se hacinaban en las laderas que partían del puerto. Pero cuando bajamos a tierra descubrimos que Genova era tristemente inferior a Venecia: todo eran calles y callejones angostos y miserables y pequeñas piazze, y además todo estaba muy sucio, pues no tenía canales para evacuar sus aguas residuales.
No sé dónde fueron recluidos los marineros ordinarios, remeros, arqueros, baliestrieri y otros, pero si la tradición se mantenía, sin duda estarían soportando la guerra en medio de miserias, privaciones y suciedad. A los oficiales y a los caballeros de armas como yo nos trataron bastante mejor, sólo nos pusieron bajo arresto domiciliario en un palazzo abandonado y decadente que había pertenecido a alguna difunta orden religiosa en la piazza de las Cinco Farolas. El edificio apenas estaba amueblado, era muy frío, húmedo y malsano (desde entonces vengo sufriendo punzadas dolorosas cada vez peores en la espalda cuando hace frío), pero nuestros carceleros eran amables, nos alimentaban más o menos bien y nos permitían dar dinero a los Amigos de los Prisioneros de la Hermandad de la Justicia que nos visitaban, para que nos compraran cualquier objeto o capricho que deseáramos. En conjunto, era un confinamiento más tolerable que el que había soportado una vez en la prisión del Vulcano, en mi nativa Venecia. Sin embargo, nuestros capturadores nos dijeron que habían roto con la tradición en un aspecto. No permitirían que los familiares de los prisioneros pagaran rescate para sacarlos de la cárcel. Según dijeron, habían descubierto que no les salía a cuenta aceptar los pagos del rescate, sólo para tener que encontrarse otra vez a los mismos oficiales al cabo de poco tiempo defendiendo otro pedazo de mar. O sea que tendríamos que permanecer encerrados hasta que terminara aquella guerra.
En fin, no había perdido la vida por ir a la guerra, pero parecía que iba a perder una parte sustancial de ella. Antes había desperdiciado meses y años de mi vida atravesando interminables y áridos desiertos o montañas cubiertas de nieves, pero al menos durante aquellos viajes había vivido saludablemente al aire libre, y quizá había aprendido algo por el camino. Allí, mientras languidecía en prisión, no había mucho que aprender. En aquella época no tenía un compañero de celda como Mordecai Cartafilo.
Por lo que pude averiguar, todos mis compañeros de prisión eran también diletantes como yo: nobles que habían estado cumpliendo esporádicamente sus obligaciones militares, o bien profesionales de la guerra. Los diletantes no tenían temas de conversación, aparte de quejarse y suspirar por volver a sus fiestas, salones y parejas de baile. Los oficiales al menos tenían algunas historias de guerra que contar, pero, después de haber oído una o dos, cada una de estas historias resultaba muy parecida a todas las demás; y el resto de sus conversaciones trataban siempre de rangos, promociones, antigüedad en el servicio, y de la poca estima de sus superiores hacia ellos. Llegué a la conclusión de que cada militar en la cristiandad ocupaba un rango inmerecido, al menos dos galones inferior al que debería corresponderle.
Pero si yo no podía aprender nada en aquella prisión, quizá podía instruir, o al menos entretener. Cuando las aburridas conversaciones amenazaban con volverse absolutamente vacuas, yo me permitía comentarios como:
—Hablando de galones, miceres, hay en las tierras de Champa una bestia llamada tigre, que tiene todo su cuerpo cubierto de rayas como galones. Es muy curioso, pero no hay dos tigres listados exactamente del mismo modo. Los nativos de Champa pueden distinguir a un tigre de otro por las rayas peculiares de su cara. Le llaman su excelencia el tigre, y dicen que quien bebe una decocción hecha con los globos oculares de un tigre muerto, puede ver siempre a su excelencia el tigre antes de que él le vea. Además, por las rayas de su cara, puede saberse si es un conocido devorador de hombres o sólo un inofensivo cazador de animales inferiores.
Cuando uno de nuestros carceleros nos traía los platos para la cena con una comida tan sosa como de costumbre, solíamos felicitarle con nuestros habituales sarcasmos, y él se quejaba de que éramos una pandilla de impertinentes y que hubiera preferido que le destinaran a otro servicio, entonces yo comentaba:
—Da gracias, genovés, que no estás de servicio en la India. Allí cuando los criados venían a traerme la cena tenían que entrar en el comedor arrastrándose sobre sus ombligos, con las bandejas de comida por delante.
Al principio, mis contribuciones no solicitadas a las conversaciones carcelarias eran a veces recibidas con miradas de extrañeza y sorpresa, como por ejemplo cuando dos caballeros petulantes discutían y comparaban en un lenguaje altisonante las virtudes y encantos de las amadas que habían dejado en Venecia, y yo me permitía intervenir:
—¿Habéis averiguado, miceres, si son vuestras damas mujeres de invierno o de verano? —Se me quedaron mirando con incomprensión, y tuve que explicar—: Los han dicen que una mujer cuya obertura íntima está situada muy cerca de la parte delantera de su alcachofa es más adecuada para las frías noches de invierno, porque vos y ella habéis de entrelazaros estrechamente para efectuar la penetración. Pero una mujer cuyo orificio está situado más bien hacia atrás, entre sus piernas, es mejor para el verano. Pues ella puede sentarse sobre vuestro regazo en un fresco y aireado pabellón exterior, mientras entráis en ella por detrás.
Los dos elegantes caballeros quizá retrocedían entonces horrorizados, pero otras personas menos peripuestas comenzaban a congregarse para oír más revelaciones de este tipo. Y al cabo de poco tiempo, cada vez que yo abría la boca tenía a mi alrededor más oyentes que cualquier tratadista de modales de salón de baile o de la guerra en el mar, que me escuchaban ensimismados. Cuando yo devanaba mis historias, no solamente se reunían en torno mío mis compañeros venecianos, sino también los guardas y carceleros genoveses, los Hermanos de la Justicia visitantes, y otros prisioneros, písanos, corsos y paduanos atrapados por los genoveses en otras guerras y combates. Y un día se me acercó uno y me dijo:
—Micer Marco, soy Luigi Rustichello, natural de Pisa…
Te presentaste como escribano, fabulista y romancista, y me pediste permiso para escribir mis aventuras en un libro. Así que nos sentamos juntos y yo te conté mis historias. Luego, por medio de la Hermandad de la Justicia, pude enviar un billete a Venecia y mi padre despachó hacia Genova mi colección de notas, papeles y diarios, que añadieron a mi recuerdo muchas cosas que yo mismo había olvidado. Así, nuestro año de confinamiento no resultó pesado, sino ocupado y productivo. Y cuando finalmente la guerra terminó, se firmó una nueva paz entre Venecia y Genova, y a nosotros los prisioneros nos soltaron para devolvernos a casa, pude decir que aquel año no había sido una pérdida de tiempo, como había temido. Quizá haya sido, por el contrario, el año más fructífero de toda mi vida, pues hice algo que ha perdurado y que al parecer promete sobrevivirme. Me refiero a nuestro libro, Luigi, la Descripción del Mundo. Lo cierto es que en los veinte años que han pasado desde que nos despedimos a la salida de aquel palazzo genovés, no he vuelto a hacer nada que me haya dado una satisfacción comparable.
Y aquí estamos, Luigi. He vuelto a relatar mi vida una vez más, desde la infancia hasta el final de mi viaje. He vuelto a contar muchas de las historias que escuchaste hace tanto tiempo, muchas de ellas con más detalle; he vuelto a narrar algunas de las que tú y yo decidimos no introducir en el primer libro, y creo que muchos otros episodios que nunca te confié anteriormente. Ahora te doy permiso para que cojas cualquiera de mis aventuras o todas ellas, las atribuyas al héroe de ficción de tu última obra en curso, y hagas con ella lo que te parezca.
No me queda mucho que contar sobre mí mismo, y probablemente no te servirá para aplicarlo a tu nueva obra, así que seré breve.
Regresé a Venecia y me encontré a mi padre y a marègna Lisa muy avanzados en la construcción de la nueva y lujosa Casa Polo, o mejor dicho en la restauración de un viejo palazzo que habían comprado. Estaba situado en la Corte Sebionera, en un confino mucho más elegante que el de nuestra anterior residencia. Estaba también más cerca del Rialto, donde se suponía que yo, siguiendo la tradición, por ser ahora el cabeza reconocido de la Compagnia Polo, me encontraría y conversaría con mis colegas comerciantes dos veces al día, cada mañana justo antes del mediodía, y cada tarde al final de la jornada laboral.
Aquélla era, y sigue siendo, una agradable costumbre, y a menudo conseguí allí la pequeña y útil información que quizá no habría llegado a mis oídos en el curso normal del negocio. No me molestaba en absoluto que allí me trataran respetuosamente de micer, y que me escucharan respetuosamente cuando daba alguna opinión acertada sobre esta o aquella cuestión de estatutos y tarifas, o sobre cualquier otra cosa. Tampoco me incomodaba mucho ser ahora el cabeza de la Compagnia Polo, aunque hubiera alcanzado esta eminente situación más bien por vacante.
Mi padre en realidad nunca renunció al negocio en favor mío. Pero a partir de entonces, comenzó a prestar cada vez menos atención a la compañía y más a otros intereses personales. Durante una temporada dedicó todas sus energías en la supervisión de las obras, del mobiliario y la decoración de la nueva Ca’Polo. Durante su construcción me hizo observar en varias ocasiones que aquel nuevo palazzo era lo bastante amplio para muchas más personas de las que íbamos a instalar allí.
—No olvides lo que dijo el dogo, Marco —me recordó mi padre—. Si después de ti va a continuar existiendo una Compagnia Polo y una Casa Polo, tienen que haber hijos.
—Padre, tú debes saber mejor que nadie lo que pienso a este respecto. No tengo nada contra la paternidad, pero la maternidad me costó más de lo que pueda nunca valorar.
—¡Tonterías! —intervino severamente mi madrastra, pero en seguida suavizó su tono—. Yo no digo que no lamentes lo que perdiste, Marco, pero debo protestar. Cuando contaste esa trágica historia, estabas hablando de una frágil mujer extranjera. Las mujeres venecianas han nacido y se han criado para engendrar. Disfrutan quedando «preñadas hasta las orejas», como vulgarmente se dice, y sienten agudamente el vacío cuando no lo están. Búscate una buena esposa veneciana de anchas caderas, y deja que ella se ocupe del resto.
—O bien —dijo mi pragmático padre— búscate una mujer a la que puedas amar suficiente para querer tener hijos con ella, pero que a la vez puedas amarla con moderación para que su pérdida no te resulte insoportable.
Cuando Ca’Polo se hubo terminado y nos hubimos trasladado a ella, mi padre dedicó su atención a un proyecto aún más original y extraordinario. Fundó lo que podría llamarse una Escuela de Aventureros Mercantes. En realidad nunca tuvo nombre y no era una academia de estudios oficiales. Mi padre simplemente ofrecía su experiencia, sus consejos y el acceso a nuestra colección de mapas a quien pudiera interesarle buscar fortuna en la Ruta de la Seda. La mayoría de los que se presentaban para que les instruyese eran jóvenes, pero algunos eran tan mayores como yo. Nicolò Polo, por un porcentaje estipulado del beneficio que obtuviera el estudiante putativo en la primera expedición comercial con éxito (a Bagdad, a Balj, a cualquier otro lugar de Oriente, hasta llegar incluso a Kanbalik) impartiría al aprendiz de aventurero toda la información útil de que disponía, permitiría al aprendiz copiar la ruta de nuestros propios mapas, enseñaría al aprendiz algunas frases imprescindibles del idioma comercial farsi, e incluso le daría los nombres que recordaba de comerciantes, camelleros, guías y arrieros nativos, a todo lo largo de la ruta. No garantizaba nada, pues, al fin y al cabo, gran parte de sus conocimientos habían quedado ya anticuados. Pero tampoco los aprendices de viajero tenían que pagarle nada por sus instrucciones hasta que no sacaran provecho de ellas. Recuerdo que muchos novicios se lanzaron en la dirección que maistro Polo había recorrido dos veces, algunos regresaron de lugares lejanos, como de Persia, y uno o dos de ellos volvieron ricos y pagaron los honorarios debidos. Pero yo creo que mi padre hubiera continuado con aquella caprichosa ocupación, aunque nunca le hubiese reportado ni un bagatino, pues en cierto modo, eso le mantenía aún viajando por lejanos países, incluso en sus últimos años.
Sin embargo, la consecuencia fue que yo, que había sido un vagabundo tan despreocupado, errante y libre como los vientos me encontraba ahora con que mis anchos horizontes de antaño quedaban restringidos a la asistencia diaria al despacho y al almacén de la compañía, con un intervalo de dos veces al día de convivencia y chismorreo en el Rialto. Era mi obligación: alguien tenía que estar al frente de la Compagnia Polo; mi padre en realidad se había retirado, y tío Mafio era ya para siempre un inválido que no salía de casa. En Constantinopla, mi tío mayor se había ido apartando también progresivamente de los negocios (y murió, creo que de aburrimiento, no mucho después). O sea que, mi primo Nicolò allí, y yo aquí nos encontramos heredando la plena responsabilidad de nuestras ramas separadas de la compañía. Cuzín Nico parecía disfrutar realmente siendo un príncipe mercader. ¿Y yo? Bueno, era un trabajo honesto, útil y nada oneroso el que estaba haciendo, aún no me había hartado de la mediocre monotonía de lo cotidiano, y me había resignado más o menos a seguir así toda mi vida. Pero entonces sucedieron dos nuevos hechos.
El primero fue que tú, Luigi, me enviaste la copia de tu recién terminada Descripción del Mundo. Yo inmediatamente dediqué cada momento libre a leer y a saborear nuestro libro, y a medida que terminaba cada página, la pasaba a un copista para que hiciera más manuscritos. La encontré admirable en todos los aspectos; sólo hallé unos cuantos errores que sin duda se debían al ritmo que daba a mi narración mientras tú apuntabas las palabras, y a mi descuido de no repasar tu borrador original con ojo crítico.
Los errores consistían sólo en pequeños errores sobre la fecha de este o aquel acontecimiento, en una ocasional aventura que quedó fuera de secuencia, y en algunos errores al oír o escribir algunos de los difíciles topónimos orientales: escribiste Saianfu, por ejemplo, donde debería haber dicho Yunnanfu, y Yangzhou en vez de Hangzhou (lo cual me hubiera llevado a mí y a mi carrera de recaudador de impuestos a una ciudad muy distinta y lejana de donde realmente estuve sirviendo). Sin embargo, antes nunca me preocupé de señalarte estos menores errores, y espero que al hacerlo ahora no te moleste. No podían significar nada para nadie más que yo ¿quién más podría saber en este mundo occidental si hay alguna diferencia entre Yangzhou y Hangzhou? Y yo ni siquiera me molesté en corregírselas al escriba mientras copiaba la obra.
Hice una presentación formal de una de las copias al dogo Gradenigo, y él debió de hacerlas circular inmediatamente entre su Consejo de nobles, y ellos a su vez entre todos sus familiares e incluso criados. Regalé otra copia al sacerdote de nuestra nueva parroquia de San Zuàne Grisostomo, y él debió de hacerlas circular entre toda su clerecía y su congregación, porque en un instante volví a ser famoso. La gente, con más avidez de la que habían demostrado cuando regresé de Kitai, comenzó a buscar mi compañía, se acercaban a mí en las funciones públicas, me señalaban por la calle, en el Rialto, desde una góndola. Y tus propias copias, Luigi, debieron de proliferar y esparcirse como semillas de diente de león, pues los mercaderes y viajeros extranjeros cuando visitaban Venecia decían que venían tanto a verme a mí como a contemplar la basílica de San Marcos y otros notables monumentos de la ciudad. Si los recibía, muchos me decían que habían leído la Descripción del Mundo en su país de origen, traducido ya a sus idiomas nativos.
Como he dicho, Luigi, no nos sirvió de mucho omitir de esa narración cosas que consideramos demasiado fantásticas para ser creídas. Algunos de los entusiastas que querían conocerme buscaban a un auténtico viajero de tierras lejanas; pero muchos otros deseaban encontrarse con un hombre a quien consideraban equivocadamente un grand romancier, autor de una ficción imaginativa y entretenida; y el único interés de otros era ver de cerca a un prodigioso embustero, igual que se habrían congregado para contemplar la frusta de algún eminente criminal en los pilares de la piazzetta. Parecía que cuanto más protestaba explicando «no dije más que la verdad», menos me creían, y me observaban con mayor guasa pero con cariño. No podía quejarme de ser el blanco de todas las miradas, pues aquella gente me admiraba con afecto, pero yo hubiera preferido que me admirasen como algo distinto a un inventor de fábulas.
He dicho anteriormente que la nueva Ca’Polo de la familia estaba situada en la Corte Sebionera. Lo estaba, sí, y por supuesto aún lo está geográficamente, y supongo que incluso en el último plano de calles de la ciudad de Venecia ése es el nombre oficial que recibe aquella pequeña plaza, el Patio del Lastre. Pero ningún habitante de la ciudad la llamó nunca más así. Todo el mundo la conoció como la Corte del Milione, en mi honor, pues ahora me llamaban Marco Milione, el hombre del millón de mentiras, ficciones y exageraciones. Me había convertido en un hombre célebre y notorio.
Con el tiempo aprendí a vivir con mi nueva y peculiar reputación, e incluso aprendí a ignorar a las bandas de golfillos que a veces me seguían en mis paseos desde la Corte a la Compagnia o al Rialto. Solían blandir espadas de palo y caracoleaban galopando mientras azuzaban sus propios traseros gritando cosas como «¡Adelante, grandes príncipes!», y «¡La horda os va a pillar!». Ésta constante atención era una molestia, y permitía que hasta los extranjeros me reconocieran y me saludaran, cuando yo hubiera preferido el anonimato. Pero gracias en parte a ser ahora tan conocido me sucedió un nuevo hecho.
He olvidado por dónde caminaba aquel día, pero en medio de la calle me encontré cara a cara con la pequeña Doris, que había sido mi compañera de juegos en la infancia, y que tanto me había adorado por aquellos entonces. Me quedé atónito. Por lógica, Doris debía de ser casi tan vieja como yo, poco más de cuarenta, y probablemente, por pertenecer a la clase inferior, debía de ser una marántega, una mujer cana, arrugada y gastada por el trabajo. Pero allí la tenía, convertida sólo en una mujer adulta, de unos veinticinco años, no más, y decentemente vestida, no con las informes ropas negras de las viejas vagabundas; con el mismo cabello dorado, la misma lozanía y tan bella como cuando la vi por última vez. Más que sorprendido, quedé estupefacto. Olvidé mis modales hasta el punto de gritar su nombre allí en medio de la calle, pero por lo menos tuve la delicadeza de dirigirme a ella respetuosamente:
—¡Damina Doris Tagiabue!
Ella podría haberse ofendido por mi atrevimiento y haber apartado sus faldas de en medio y pasar por un lado sin mirarme. Pero vio el séquito de golfillos que me seguía imitando a los mongoles, tuvo que contener una sonrisa, y dijo bastante amablemente:
—Sois micer Marco de los, quiero decir…
—Marco de los «Millones». Puedes decirlo, Doris. Todo el mundo lo hace. Y además tú solías llamarme cosas peores, como Marcolfo y otras.
—Micer, me temo que me habéis confundido. Supongo que debisteis de conocer a mi madre, cuyo nombre de soltera era Doris Tagiabue.
—¡Vuestra madre! —Por un momento olvidé que Doris debía de ser por entonces una matrona, sino una vieja. Quizá porque aquella muchacha era tan parecida al recuerdo que guardaba de ella, solamente me acordaba de la pequeña zuzzurullona poco formada y poco domada que yo había conocido—. ¡Pero si sólo era una niña!
—Los niños se hacen mayores, micer —dijo, y añadió maliciosamente—. Incluso los vuestros crecerán —y señaló a mi media docena de mongoles en miniatura.
—Éstos no son míos. ¡Emprended la retirada, soldados! —les grité; y ellos frenando y haciendo girar sus imaginarios corceles retrocedieron a una cierta distancia.
—Sólo estaba bromeando, micer —dijo la desconocida que me era tan familiar, y que al sonreír ahora abiertamente se parecía más aún al hada feliz de mi recuerdo—. Una de las cosas que se saben en Venecia es que micer Marco Polo continúa soltero. Mi madre, sin embargo, se hizo mayor y se casó. Yo soy su hija, me llamo Donata.
—Un bonito nombre para una bonita y joven dama: la donada, el don. —Hice una reverencia como si nos hubieran presentado formalmente—. Dona Donata, os agradecería que me dijerais dónde vive ahora vuestra madre. Me gustaría volver a verla. En una época fuimos… amigos íntimos.
—Almèi, micer. Entonces siento deciros que murió de una influenza di febre hace algunos años.
—Gramo mi! Lo lamento. Era una persona muy querida. Os doy el pésame, dona Donata.
—Damina, micer —me corrigió—. Mi madre era dona Doris Loredano. Yo soy, como vos, soltera.
Iba a decir algo terriblemente osado, dudé y luego dije:
—Creo que no os puedo expresar mi condolencia por vuestra soltería. —Me miró ligeramente sorprendida por mi atrevimiento, pero no escandalizada, así que continué—. Damina Donata Loredano, si envío adecuados sensàli a vuestro padre, ¿creéis que le convencería para que me permitiera visitar vuestra residencia familiar? Podríamos hablar de vuestra difunta madre… de viejos tiempos…
Ladeó la cabeza y me miró un momento. Luego dijo francamente, sin coquetería, como habría hecho su madre:
—El famoso y estimado micer Marco Polo seguramente es bien recibido en todas partes. Si vuestros sensàli se presentan al maistro Lorenzo Loredano en su taller de la Mercería…
Sensàli puede significar agentes de negocios o agentes matrimoniales, y el que yo envié fue de este último tipo en la persona de mi seria y almidonada madrastra, junto con una o dos formidables doncellas suyas. Maregna Lisa regresó de esta misión para informarme de que el maistro Loredano había accedido muy hospitalariamente a mi solicitud, y me permitía varias visitas, y añadió con una perceptible elevación de cejas:
—Es un artesano de artículos de cuero. Evidentemente un curtidor honesto, respetable y trabajador. Pero, Marco, sólo es un curtidor. Morel di mezo. Tú que podías estar visitando a las hijas de la sangue blo. La familia Dándolo, los Balbi, los Candiani…
—Dona Lisa, una vez tuve una nena Zulià que también se quejaba de mis gustos. Ya en mi juventud era terco y prefería un bocado sabroso a uno de nombre noble.
Sin embargo, no me lancé sobre la casa de los Loredano y rapté a Donata. Le hice la corte tan formal y ritualmente y durante tanto tiempo como si hubiera sido de la sangre más azul. Su padre, que daba la impresión de estar confeccionado con algunos de sus propios cueros curtidos, me recibió cordialmente y no hizo ningún comentario al hecho de que yo fuera casi tan mayor como él. Después de todo, uno de los sistemas aceptados para que una hija de la clase media en ascenso se elevara más en el mundo era mediante un ventajoso matrimonio de mayo-diciembre, generalmente con un viudo de numerosa prole. En este sentido, yo realmente no era más que noviembre, y además me presentaba sin ningún hijastro. Así que el maistro Lorenzo masculló simplemente una de aquellas frases pronunciadas tradicionalmente por un padre sin medios a un pretendiente rico, para disipar toda sospecha de que está entregando voluntariamente a su hija por el dirito de signoria.
—Debo haceros saber que yo soy reacio a ello, micer. Una hija no debería aspirar a una posición más elevada que la que la vida le ha dado. A la carga natural de su bajo nacimiento, se arriesga a añadir una servidumbre más onerosa.
—Soy yo quien aspira, micer —le aseguré—. Sólo puedo confiar en que vuestra hija apruebe mis aspiraciones, y prometo que nunca tendrá motivo para arrepentirse de ello.
Acostumbraba a llevarle flores o algún pequeño obsequio y nos sentábamos los dos siempre con una accompagnatrice (una de las encorsetadas doncellas de Fiordelisa) cerca nuestro para asegurarse de que nos comportábamos con rígida respetabilidad. Pero eso no impedía a Donata hablarme tan libre y francamente como solía hacer Doris.
—Si conocisteis a mi madre en su juventud, micer Marco, sabéis que comenzó su vida como una pobre huérfana. Literalmente del bajo popolàzo. O sea que no voy a atribuirle virtudes y gracias fuera de lugar. Cuando se casó con un próspero curtidor de pieles que poseía su propio taller, se casó con alguien de clase superior a la suya. Pero nadie lo habría adivinado si ella no hubiera decidido no mantenerlo en secreto. No hubo nada vulgar ni ordinario en ella durante el resto de su vida. Fue una buena esposa para mi padre y una buena madre para mí.
—Estoy convencido de ello.
—Yo creo que se merecía una situación más alta en la vida. Os digo esto, micer Marco, por si tenéis dudas sobre mis capacidades para ascender más aún…
—Querida Donata, no tengo la menor duda. Ya cuando tu madre y yo éramos niños, podía ver que prometía mucho. Pero no voy a decir «de tal palo, tal astilla», porque aunque no hubiera conocido a tu madre, habría conocido lo que tú prometes. ¿Debo cantar tus cualidades como un trovatore que hace la corte a la luz de la luna? Belleza, inteligencia, buen humor…
—Por favor, no olvidéis la honestidad —me interrumpió—. Pues yo os haría saber todo lo que hiciera falta saber. Mi madre nunca me dio ninguna pista de lo que voy a deciros, y a mí desde luego no se me escaparía nunca en presencia de mi buen padre; pero hay cosas que un niño llega a saber, o al menos a sospechar, sin que le digan nada. No olvide, micer Marco, que yo admiro a mi madre por haber hecho un buen matrimonio. Pero debería admirar menos el modo en que tuvo que casarse, y vos probablemente también. Tengo la inquebrantable sospecha de que su matrimonio con mi padre fue determinado por… ¿cómo lo diría?… por haber anticipado los acontecimientos en un cierto sentido. Me temo que podría resultar embarazoso comprobar la fecha escrita en su consenso di matrimonio y la que está escrita en mi propia atta di nascita.
Me hizo gracia que la joven Donata pensara que podría impresionar a alguien tan endurecido e insensible a las sorpresas como yo. Y sonreí más abiertamente ante su inocente simplicidad. Ella, seguramente ignoraba, pensé, que un gran número de matrimonios entre las clases inferiores nunca se solemnizaban por medio de ningún documento, ceremonia o sacramento. Si Doris había ascendido mediante la más vieja de las tretas femeninas, desde el popolàzo al morel di mezo, eso no la rebajaba a mis ojos; ni a ella ni al bello producto de sus tretas. Y si ése era el único impedimento que Donata podía temer como posible interferencia en nuestro matrimonio, era una insignificancia. En ese momento hice dos promesas. Una a mí mismo y en silencio: juré que nunca durante nuestra vida matrimonial revelaría ninguno de los secretos ni de las historias turbias de mi pasado. La otra promesa la formulé en voz alta, después de apagar mi sonrisa y adoptar un aire solemne:
—Te juro, mi queridísima Donata, que nunca te reprocharé haber nacido prematuramente. No hay nada malo en ello.
—Ah, vosotros los hombres maduros, sois tan tolerantes con la fragilidad humana. —Debí de estremecerme, porque ella añadió—: Sois un buen hombre, micer Marco.
—Y tu madre era una buena mujer. Yo no la juzgo mal por haber sido también una mujer resuelta. Ella supo abrirse su propio camino. —Recordé, con una cierta culpabilidad, un ejemplo de ello. El recuerdo me hizo decir—: Supongo que nunca dijo haberme conocido.
—Que yo recuerde, no. ¿Debería de haberlo dicho?
—No, no. Yo en aquellos días no era nadie digno de mención. Pero he de confesar… —me detuve, pues acababa de jurar no confesar nada de lo que hubiera sucedido en mi vida pasada.
Y era difícil confesar que Doris Tagiabue no había llegado virgen a Lorenzo Loredano como consecuencia de haber practicado antes sus ardides conmigo. Así que me limité a repetir:
—Tu madre supo abrirse camino. Si yo no hubiera tenido que dejar Venecia, podía haber ocurrido perfectamente que ella se hubiera casado conmigo cuando hubiéramos sido algo mayores.
Donata puso una cara deliciosamente enfurruñada:
—Qué cosas tan poco galantes decís, aunque sean ciertas. Me hacéis sentir como una opción de segunda clase.
—Y tú haces que me sienta ahora como quien rebusca en un mercado. Yo no te elegí voluntariamente, querida niña. No intervine en nada. Cuando te vi por primera vez me dije a mí mismo: «Sin duda está puesta en esta tierra para mí». Y cuando pronunciaste tu nombre, ya lo sabía. Sabía que me estaban ofreciendo un regalo.
Eso le gustó y las cosas volvieron a ir bien.
En otra ocasión durante nuestro noviazgo, estábamos sentados juntos y le pregunté:
—¿Qué has pensado sobre los hijos cuando estemos casados, Donata?
Ella me miró parpadeando con perplejidad, como si le preguntara si seguiría respirando después de casados. Así que continué diciendo:
—Desde luego se espera que una pareja casada tenga hijos. Es lo natural. Lo esperan las familias, la Iglesia, Nuestro Señor, la sociedad. Pero a pesar de estas expectativas, deben de haber algunas personas que no quieran conformarse.
—Yo no soy de esas personas —dijo, como si respondiera al catecismo.
—Y hay otras que simplemente no pueden.
Después de un momento de silencio, ella dijo:
—Estás tratando de decir, Marco… —Por entonces ya se había acostumbrado a dirigirse a mí informalmente. Ahora dijo, eligiendo sus palabras con delicadeza—. ¿Estás queriendo decir, Marco, que, um, durante tu viaje te sucedió algo malo?
—No, no, no. Estoy entero y sano, y capacitado para ser padre. Bueno, esto supongo. Me estaba refiriendo más bien a aquellas desafortunadas mujeres que son, por un motivo u otro, estériles.
Ella apartó de mí la mirada, se sonrojó y dijo:
—Yo no puedo protestar diciendo que no lo soy, porque no tengo manera de saberlo. Pero creo que si cuentas las mujeres estériles que conoces, encontrarás que todas son generalmente pálidas, frágiles y vaporosas damas de la nobleza. Yo provengo de una buena raza campesina, fuerte y vigorosa, y como cualquier mujer cristiana, espero ser madre de muchos hijos. Pido al buen Dios que así sea. Pero si Él en Su Sabiduría ha decidido hacerme estéril, procuraré soportar la aflicción con fortaleza. Sin embargo, tengo confianza en la bondad del Señor.
—No se trata siempre de la intervención del buen Dios —dije—. En Oriente se conocen varios sistemas para prevenir la concepción…
Donata quedó con la boca abierta y se santiguó:
—¡No digas nunca esas cosas! ¡Ni siquiera menciones un pecado tan horrible! Pero ¿qué diría el buen pare Nardo si soñara siquiera que has imaginado tales cosas? Oh, Marco, asegúrame que no has escrito en tu libro nada tan criminal, sórdido y poco cristiano. Yo no he leído el libro, pero he oído que algunas personas lo consideran escandaloso. ¿Era éste el escándalo a que se refieren?
—Realmente no me acuerdo —dije para calmarla—. Creo que era una de las cosas que omití. Sólo quería decirte que esas cosas son posibles, suponiendo que…
—¡No lo son en la cristiandad! ¡Es horrible, impensable!
—Sí, sí, querida mía. Perdóname.
—Sólo si me prometes una cosa —dijo con firmeza—. Prométeme que olvidarás esta y todas las demás costumbres detestables que hayas podido presenciar en Oriente. Prométeme que nuestro matrimonio de buenos cristianos nunca estará corrompido por ninguna de las cosas profanas que aprendiste, viste o incluso oíste en aquellas tierras paganas.
—Bueno, no todo lo pagano es detestable…
—¡Prométemelo!
—Pero Donata, imagina que se presenta cualquier oportunidad u ocasión de ir a Oriente, y que deseo llevarte conmigo. Tú serías la primera mujer occidental, por lo que yo sé, que alguna vez…
—No. No iré nunca, Marco —dijo tajantemente, y su rubor se esfumó. Ahora tenía la cara lívida y los labios crispados—. Tampoco quiero que tú vayas. Ya lo he dicho. Eres un hombre rico, Marco, y no necesitas aumentar tus riquezas. Eres famoso gracias a tus viajes y no es preciso que aumentes esa fama o que vuelvas a viajar. Tienes responsabilidades, y pronto yo seré otra responsabilidad más, y espero que los dos juntos tengamos otras. Tú ya no eres un muchacho como cuando te marchaste. Yo no desearía casarme con un muchacho, Marco, ni entonces ni ahora. Yo quiero un hombre maduro, serio y formal, y le quiero en casa. Te tomé por ese hombre. Si no lo eres, si aún llevas escondido dentro de ti a un inquieto e imprudente muchacho, creo que deberías confesarlo ahora. Pondremos buena cara a nuestros familiares y amigos y a todos los chismosos de Venecia cuando anunciemos la disolución de nuestro compromiso.
—Realmente eres muy parecida a tu madre —suspiré—. Pero eres joven, y con el tiempo puede que incluso desees viajar…
—Pero no fuera de la cristiandad —dijo aún con voz severa—. Prométemelo.
—Muy bien. Nunca te sacaré de tierras cristianas…
—Ni tampoco irás tú.
—Pero, Donata, eso no puedo prometerlo de buena fe. Mi propio negocio puede exigirme en alguna ocasión al menos una última visita a Constantinopla, y todos los alrededores de aquella ciudad son territorios no cristianos; mi pie podría resbalar y…
—Entonces prométeme sólo esto, que no te marcharás hasta que nuestros hijos, si Dios nos los da, hayan crecido y tengan una edad responsable. Tú mismo me has contado que tu padre abandonó a su hijo y que él se crió sin disciplina, entre la gente de la calle.
Yo me reí:
—Donata, tampoco todas estas personas eran detestables. Una de ellas era tu madre.
—Mi madre me educó para que fuera mejor que ella. No quiero que mis propios hijos queden abandonados. Prométemelo.
—Te lo prometo —dije. No me detuve a calcular que si nuestro matrimonio nos daba un hijo en el intervalo normal, yo tendría unos sesenta y cinco años antes de que el niño alcanzara su mayoría. Confiaba sólo en que Donata, aún tan joven, podría cambiar de parecer durante nuestra vida en común—. Te lo prometo, Donata. Mientras haya niños en casa, y a menos que tú decretes lo contrario, yo me quedaré en casa.
Y en el primer año del nuevo siglo, en el año mil trescientos uno, nos casamos.
Todo se hizo siguiendo puntillosamente los cánones sociales. Cuando nuestro período de noviazgo se consideró lo bastante largo, el padre de Donata, el mío y un notario se reunieron en la iglesia de San Zuàne Grisostomo para la ceremonia de impalmatura, leyeron varias veces el contrato de matrimonio, y lo firmaron y afirmaron, como si yo fuera un novio tímido, torpe y adolescente, cuando de hecho era yo quien había supervisado la escritura del contrato, con el consejo de los abogados de mi Compagnia. Al terminar la impalmatura, puse el anillo de pedida en el dedo de Donata. Los domingos siguientes el pare Nardo proclamó desde el pulpito los bandos y los fijó en la puerta de la iglesia, pero nadie vino a poner impedimentos al matrimonio anunciado. Luego dona Lisa encargó a un fraile con una excelente caligrafía que escribiera las participaciones de nozze y las hizo enviar por un mensajero con librea a todos los invitados, cada una con el tradicional paquete de almendras confeti. La recibieron todas las personas de alguna importancia en Venecia, pues, aunque había leyes suntuarias para limitar los despilfarros de las ceremonias públicas en la mayoría de las familias, el dogo Gradenigo nos concedió graciosamente una exención. Y cuando llegó el día hicimos una celebración al nivel de una auténtica fiesta ciudadana: después de la misa, siguieron el banquete y el festejo, la música, las canciones y los bailes, las bebidas y los brindis, los invitados medio borrachos que iban a parar al Canal Corte, y el lanzamiento de confeti y coriándoli. Cuando la presencia de Donata y mía ya no era imprescindible, sus damas de honor le entregaron la donora: pusieron en sus brazos durante un momento un bebé prestado, y metieron en el zapato de ella un sequin de oro, símbolos de que sería bendecida para siempre con la fecundidad y la riqueza. Luego dejamos la aún tumultuosa fiesta y nos dirigimos al interior de Ca’Polo, habitada únicamente por los sirvientes, pues los familiares se quedaron en casas de amigos durante nuestra luna de miel.
Y en nuestro dormitorio, en la intimidad, descubrí en Donata una vez más a Doris, pues su cuerpo era del mismo color blanco lechoso, ornado con los mismos dos puntitos de un rosa nacarado. Salvando la diferencia de que Donata era una mujer crecida y totalmente desarrollada con una pelusa dorada para demostrarlo, era la propia imagen de su madre, incluso con el idéntico apéndice que yo había comparado una vez con el dulce llamado labios de dama. La mayor parte de la noche fue una repetición de una tarde robada muchos años atrás. Igual que entonces enseñé, enseñaba ahora, comenzando por convertir los puntitos rosa nacarado de Donata en un ruboroso e impaciente rosa coralino. Pero aquí correré otra vez la cortina de la intimidad conyugal, aunque con un cierto retraso, porque ya lo he dicho todo: los sucesos de aquella noche fueron casi los mismos que los de aquella lejana tarde. Y esta vez también, los dos disfrutamos. Arriesgándome a parecer infiel a los viejos tiempos, puedo incluso decir que esta ocasión fue más deliciosa que las anteriores, porque ahora no estábamos pecando.
Cuando Donata estuvo de parto, yo estaba allí, en casa, en el hogar, a mano, junto a ella; en parte por la promesa que le había hecho a ella y a nuestra familia aún no nacida, y en parte por mi recuerdo de aquella otra ocasión en la que había estado imperdonablemente ausente. No me iban a dejar entrar en la habitación de Donata durante el parto, por supuesto, ni yo lo deseaba. Pero había hecho todo lo posible para preparar el momento, incluso había pagado generosamente al sabio médico Piero Abano, para que delegara todos sus demás pacientes a otro médico y no hiciera otra cosa más que asistir a Donata durante su embarazo. El doctor primero le inculcó lo que llamaba su régimen de los seis elementos: dieta adecuada de comidas y bebidas, períodos adecuadamente alternados de movimiento y descanso, sueño y vigilia, evacuación y retención, aire fresco durante el día, ambientes cerrados de noche, y «control de las pasiones de la mente». El parto no presentó dificultades, quizá porque este régimen era el más apropiado o por la «buena raza campesina» de Donata. El doctor Abano, sus dos comadronas y mi madrastra vinieron, todos juntos, a decirme que el parto de Donata había sido fácil y que el crío salió disparado como una pepita de naranja. Tuvieron que despertarme a sacudidas para contármelo pues yo había estado reviviendo mi propia experiencia pasada de aquellos dolores de parto, y para aliviarlos, me había bebido tres o cuatro botellas de Barolo y había sucumbido al bendito olvido.
—Siento que no sea un niño —murmuró Donata cuando me dejaron entrar en la habitación para contemplar a nuestra hija por primera vez—. Debería haberlo imaginado. El embarazo y el parto fueron demasiado fáciles. La próxima vez haré caso a las viejas que dicen: «Te esfuerzas un poco más y pares un varón».
—Calla, calla —dije—. Ahora soy el feliz destinatario de dos regalos.
La llamamos Fantina.
Aunque, desde que nos conocimos, Donata se oponía bastante a que yo introdujera «ideas no cristianas» en nuestra casa, pude convencerla de la validez de algunas costumbres extranjeras. No me refiero a las cosas que le enseñé en la cama. Donata era virgen cuando nos casamos, o sea que no podía distinguir las prácticas venecianas de las exóticas, y las universales de las particulares. Pero también le enseñé, por ejemplo, lo que yo sabía sobre el sistema que utilizan las mujeres han para estar limpias por dentro y por fuera. Le impartí, con mucha delicadeza, esos conocimientos en los inicios de nuestro matrimonio; ella vio las ventajas del hábito poco cristiano de bañarse, y lo adoptó. Después del nacimiento de Fantina insistí en que la bañaran también con frecuencia, de momento por fuera, y cuando fuera algo mayor también por dentro. Donata se resistió de entrada diciendo:
—Bañarla sí. Pero ¿también la irrigación interna? Eso está muy bien para una mujer casada; pero borraría la virginidad de Fantina y nunca tendría pruebas de su virginidad.
Yo dije:
—En mi opinión, la pureza se descubre mejor en el vino que en el sello lacrado de la botella. Enséñale a Fantina a conservar su cuerpo limpio y dulce, y ten la seguridad de que probablemente también se conservará así su moral. Un futuro marido apreciará esa cualidad, y no necesitará más pruebas físicas.
Así que Donata obedeció, y dio instrucciones a la niñera de Fantina para que la bañara frecuentemente y a conciencia, y lo mismo hizo con todas las demás niñeras que tuvimos en la casa. Algunas al principio se sorprendían y criticaban, pero poco a poco fueron aprobándolo, y creo que entre sus círculos de sirvientes hicieron correr la voz de que la limpieza no cristiana del cuerpo no era, como se creía comúnmente, debilitante, porque con el tiempo los venecianos de ambos sexos y de todas las edades comenzaron a ir bastante más aseados que en épocas pasadas. Yo, introduciendo esa única costumbre han, había contribuido notablemente a mejorar la ciudad de Venecia, de piel hacia fuera, por así decirlo.
Nuestra segunda hija nació casi exactamente un año después, y también sin dificultades, pero no en el mismo lugar. El dogo Gradenigo me convocó un día y me preguntó si aceptaría un puesto consular en el extranjero, en Brujas. El ofrecimiento de ese cargo oficial era un honor, yo por entonces había formado un buen equipo de colaboradores que podían ocuparse de la Compagnia Polo en mi ausencia, y en Brujas podía conseguir muchas cosas que redundarían en beneficio de la compañía. Pero no dije que sí de entrada. Aunque el empleo era en buenas tierras cristianas de Flandes, pensé que antes debería consultarlo con Donata.
Ella estuvo de acuerdo conmigo en que, por lo menos una vez en la vida, debía ver algo fuera de su nativa Venecia, así que acepté el puesto. El embarazo de Donata estaba ya avanzado cuando zarpamos, pero nos llevamos con nosotros a nuestro sabio médico veneciano, y el viaje, a bordo de una coca flamenca pesada y sólida como una roca, no fue doloroso ni para ella ni para nuestra pequeña Fantina. Sin embargo, el doctor Abano estuvo mareado durante todo el trayecto. Afortunadamente, se había recuperado ya cuando Donata salió de cuentas; y el parto volvió a ser fácil esta vez, y de nuevo Donata se quejó sólo de que había sido demasiado fácil, pues había dado a luz a otra niña.
—Calla, calla —dije—. En las tierras de Champa un hombre y una mujer no se casan hasta después de haber tenido dos hijos. Así que ahora es como si acabáramos de empezar.
A ésta la pusimos Bellela.
Venecia mantenía en Brujas un consulado permanente, y favorecía a sus más distinguidos ciudadanos Ene Acá con la oportunidad de servir allí por rotación, pues dos veces al año una numerosa flota de galeras venecianas zarpaban de Sluys, puerto suburbial de Brujas, cargadas con productos procedentes de toda la Europa del Norte. Así, Donata, Fantina y yo y poco después la pequeña Bellela, pasamos un delicioso año en la elegante residencia consular de la place de la Bourse, una casa lujosamente amueblada con todo lo necesario, incluyendo una plantilla permanente de sirvientes. Yo no estaba demasiado cargado de trabajo, pues no tenía nada más que hacer aparte de supervisar los manifiestos de embarque de la flota dos veces al año, y decidir si esta vez navegarían directamente hacia Venecia o si tenía que dejar sitio para otras mercancías, en cuyo caso podía dirigir uno o todos los barcos vía Londres o Southampton, pasando por el canal, o vía Mallorca o Ibiza en el Mediterráneo, para recoger algún producto de aquellos lugares.
Donata y yo pasamos la mayor parte del año consular regiamente agasajados por otras delegaciones consulares y por familias de comerciantes flamencos con bailes, banquetes y fiestas locales, como la Procesión de la Preciosísima Sangre. Muchos de nuestros anfitriones habían leído la Descripción del Mundo, en una u otra lengua, todos habían oído algo sobre ella, y todos hablaban la lengua comercial, el sabir, así que me preguntaban muchas cosas sobre un tema u otro del libro, y me estimulaban a ampliar diversos aspectos. Una reunión de tarde a menudo se prolongaba hasta bien entrada la noche, porque los presentes continuaban dándome conversación y Donata se quedaba allí sentada, sonriendo con aire posesivo. Mientras había damas delante, me limitaba a hablar de temas inocuos:
—Nuestra flota ha sido cargada hoy con vuestros buenos arenques del mar del Norte, señores mercaderes. Es un pescado excelente, pero yo personalmente prefiero tomarlo fresco, como anoche, no salado ni ahumado ni escabechado. Os propongo que consideréis la posibilidad de comerciarlo fresco. Sí, sí, ya lo sé: el pescado fresco no viaja. Pero yo he visto hacerlo en el norte de Kitai, y vuestro clima es muy parecido. Podríais adoptar el sistema utilizado allí o alguna variante. En el norte de Kitai, el verano es sólo de tres meses, así que los pescadores saquean los lagos y los ríos con todas sus energías, y recogen más pesca de la que pueden vender en esa misma temporada; echan el pescado sobrante en un estanque y lo mantienen vivo allí hasta el invierno. Luego rompen el hielo del estanque y sacan uno a uno los peces que, al quedar expuestos al aire invernal, se congelan y quedan de una pieza. Los atan como leños, los cargan en haces sobre asnos y los envían así a las ciudades, donde la gente rica paga por estos manjares precios exorbitantes. Y una vez derretido y cocinado, sabe tan fresco como cualquier pez cogido en el verano.
Estos comentarios solían inspirar a dos o tres de los más ambiciosos comerciantes allí presentes, quienes llamaban a un criado para que transmitiera un mensaje urgente a su central comercial, diciendo algo así, supongo: «Probemos la absurda idea de este hombre». Pero no por ello los comerciantes abandonaban la reunión, porque cuando las señoras se retiraban a otro lugar para charlar de sus asuntos femeninos, yo divertía a los hombres con historias más picantes.
—Mi médico personal que me ha acompañado hasta aquí, el dòtor Abano, tiene sus dudas sobre este tema, miceres, pero yo traje de Kitai una receta para la longevidad y quiero compartirla con ustedes. Los han que profesan la religión llamada Tao mantienen la firme creencia de que la exhalación de todas las cosas contiene partículas tan diminutas que son invisibles, pero que producen en nosotros un poderoso efecto. Por ejemplo, las partículas de la rosa, o lo que llamamos fragancia de rosa, nos hacen sentirnos benévolos cuando las inhalamos. Las partículas de carne que despide en forma de olor un buen asado de carne nos hacen la boca agua. Del mismo modo, los taoístas afirman que el aliento que pasa a través de los pulmones de una chica joven se carga con las partículas de su joven y fresco cuerpo y que entonces, cuando ella exhala, impregna el aire del ambiente con calidades vigorosas y vigorizantes. De modo que la receta es: si queréis vivir una larga vida, rodeaos de vivaces y jóvenes doncellas. Estad lo más cerca posible de ellas. Inhalad sus dulces exhalaciones. Eso estimulará vuestra sangre, vuestros humores y otros jugos. Fortalecerá vuestra salud y alargará vuestra vida. Ni que decir tiene que si mientras tanto encontraseis otro empleo para las deliciosas y jóvenes vírgenes…
Entre risas roncas, ruidosas y prolongadas, uno de los viejos flamencos golpeó con una mano huesuda su rodilla puntiaguda gritando:
—¡Que se vaya a la porra vuestro médico personal, Mainheer Polo! Creo que es una receta extraordinaria. Yo recurriría a las jóvenes muchachas ahora mismo, ¡vaya si lo haría!, si no fuera porque sin duda mi vieja esposa tendría algo que objetar.
Entre risas aún más ruidosas, levanté la voz y le dije:
—No, si actuáis con astucia, micer. El remedio para las mujeres mayores son, por supuesto, los muchachos jóvenes.
Las risas siguieron aumentando de volumen, y entre bromas socarronas circuló una nueva ronda de jarras de fuerte cerveza flamenca, y muchas veces, cuando Donata y yo dejábamos la reunión, agradecía tener a mi disposición un palanquín consular para volver a casa.
Durante el día aún tenía menos que hacer, y generalmente Donata estaba ocupada con nuestras hijas, así que me dediqué a realizar un proyecto que consideraba ventajoso para el comercio en general y para Venecia en particular. Decidí instituir allí, en Occidente, algo que me había parecido eminentemente útil en Oriente. Establecí una posta de caballos en imitación de aquella que había inventado hacía tanto tiempo el ministro de Caminos y Ríos del kan Kubilai. Me llevó tiempo, trabajo y discusiones conseguirlo, puesto que en aquellas tierras no disponía de autoridad absoluta, como la hubiera tenido en cualquier parte del kanato. Tuve que enfrentarme a una generalizada apatía, timidez y oposición de los gobiernos. Y estas dificultades se veían multiplicadas por la cantidad de gobiernos implicados: Flandes, Lorena, Suabia y otros, cada uno de los ducados y principados recelosos y de estrechas miras situados entre Brujas y Venecia. Pero yo estaba decidido y empeñado en ello y lo logré. Cuando estuvo instalada aquella cadena de postas de jinetes y estaciones de relevo, pude enviar a Venecia los manifiestos de la carga de la flota en cuanto ésta zarpaba de Sluys. La posta tardaba siete días en transportar los papeles a lo largo de setecientas millas, una cuarta parte del tiempo que podía tardar como mínimo la flota, y a menudo los mercaderes destinatarios de Venecia habían vendido ventajosamente todos los artículos del cargamento antes incluso de recibirlos.
Cuando nos llegó el momento a mi familia y a mí de dejar Brujas, tuve la tentación de trasladarnos hasta casa por el mismo y rápido sistema de postas. Pero dos de los miembros de la familia eran pequeños y Donata estaba embarazada de nuevo, o sea que la idea era impracticable. Llegamos a casa, como habíamos salido, en barco, y lo hicimos en el buen momento para que nuestra tercera hija, Morata, naciera en Venecia.
La Ca’Polo seguía siendo un lugar de peregrinaje para los visitantes que deseaban conocer y conversar con micer Marco Milione. Durante mi estancia en Flandes, mi padre los había ido recibiendo; pero él y Dona Lisa se estaban cansando de esta obligación, pues los dos eran muy ancianos y de precaria salud, y se alegraron de que yo volviera a ocupar mi sitio.
Vinieron a verme, durante aquellos años, además de bobalicones y papanatas, algunas personas distinguidas e inteligentes. Recuerdo a un poeta, Francesco da Barberino, que (como tú, Luigi) deseaba saber algunas cosas sobre Kitai para una chanson de geste que estaba escribiendo. Recuerdo al cartógrafo Merino Sañudo, que vino a pedirme permiso para incorporar algunos de nuestros mapas a un gran mapa del mundo que estaba compilando. Y se presentaron varios frailes historiadores, Jacopo D’Acqui y Francesco Pipino, y uno de Francia, Jean D’Ypres, que estaban escribiendo diversas crónicas del mundo. Vino también el pintor Giotto di Bondone, famoso por su O y por sus frescos de capilla, que deseaba saber algo sobre las artes ilustradas que practicaban los han. Pareció impresionarle lo que yo pude contarle y mostrarle, y se marchó diciendo que iba a intentar aplicar alguno de aquellos exóticos efectos en sus propias pinturas.
También llegaron, a través de los muchos agentes que tenía en países orientales y occidentales, noticias de personas y lugares que había conocido. Me enteré de la muerte de Eduardo, rey de Inglaterra, a quien había conocido como príncipe cruzado en Acre. Supe que el padre Zuàne de Montecorvino, a quien había conocido justo el tiempo suficiente para detestarlo, había sido nombrado por la Iglesia primer arzobispo de Kanbalik, y había recibido varios sacerdotes para atender las misiones que estaba fundando en Kitai y en Manzi. Me enteré de las muchas guerras que había emprendido con éxito el entonces insignificante y joven Ghazan. Entre sus diversas victorias anexionó totalmente el Imperio selyúcida a su ilkanato de Persia, y yo me pregunté qué habría sido del bandido kurdo Zapatos y de mi vieja amiga Sitaré, pero no lo supe nunca. Tuve noticias de otras expansiones del kanato mongol: en el sur se apropió de Java, la Mayor y la Menor, y en el oeste entró hasta el Tazhikistán; pero, tal como yo había aconsejado a Kubilai, ninguno de sus sucesores se molestó nunca en invadir la India.
También pasaron cosas más cerca de casa, y no todas fueron alegres. En rápida sucesión murieron mi padre, tío Mafio y luego marègna Fiordelisa. Sus funerales fueron tan espléndidos y suntuosos, tuvieron una asistencia tan nutrida y la ciudad entera lo lamentó tanto, que casi eclipsaron las exequias del dogo Gradenigo, que murió poco después. Aproximadamente en la misma época, aquí en Venecia quedamos horrorizados cuando el francés que había sido nombrado papa Clemente y trasladó sumariamente la Sede Apostólica de Roma a Aviñón, en su Francia natal, para que Su Santidad pudiera estar cerca de su querida, que por ser la esposa del conde de Périgord, no podía visitarle cómodamente en la Ciudad Eterna. Quizá hubiéramos contemplado aquello con tolerancia, como una aberración pasajera, típica de un francés, si no hubiera sido porque tres años después, Clemente fue sucedido por otro francés, Juan XXII, quien al parecer estaba de acuerdo con que el palacio papal permaneciera en Aviñón. Mis agentes no me tuvieron bien informado de lo que pensaba el resto de la cristiandad sobre este sacrilegio, pero, a juzgar por la tormenta que levantó aquí en Venecia, incluyendo algunas sugerencias nada frívolas para que los cristianos venecianos nos sometiéramos a la Iglesia griega, debo suponer que el pobre san Pedro estaba rabiando en su catacumba romana.
El dogo que sucedió a Gradenigo ocupó el cargo brevemente antes de morir él también. El actual dogo Zuàne Soranzo es un hombre más joven, y probablemente estará con nosotros una temporada. También ha sido un hombre innovador. Ha instituido una carrera anual de góndola y batèli en el Gran Canal, llamada la Regata, porque los ganadores reciben premios. La Regata ha ido adquiriendo en cada uno de los cuatro años transcurridos más vida, colorido y popularidad. Actualmente, es una fiesta de un día entero de duración, con carreras para embarcaciones de un remo, de dos remos, e incluso embarcaciones remadas por mujeres; y los premios cada año son más valiosos y más ansiados, hasta el punto de que la Regata se ha convertido en un espectáculo anual comparable a las Bodas del Mar.
Otra cosa que hizo el dogo Soranzo fue pedirme que asumiera de nuevo un cargo público, como uno de los Proveditori del Arsenal, y aún sigo en él. Es una obligación puramente ceremonial, como ser supracomito de un buque de guerra; pero de vez en cuando me acerco hasta ese extremo de la isla para fingir que realmente estoy supervisando los astilleros. Me gusta estar allí en medio del sempiterno olor a brea hirviente, viendo cobrar vida a una galera en un extremo de la atarazana a partir del simple tronco de la quilla, luego tomar forma a medida que avanza de un equipo de obreros al siguiente, que le proporcionan las costillas y el tablaje; y moviéndose siempre lentamente, pasa a través de los cobertizos donde los obreros completan su casco por ambos lados y añaden todo lo necesario, desde el cordaje y las velas de repuesto hasta el armamento y las principales provisiones, mientras otros arsenaloti están acabando la cubierta y las piezas superiores, hasta que finalmente flota en el muelle del Arsenal, convertido en un navío nuevo y completo, listo para subastarlo a algún comprador y preparado para zambullir los remos o izar las velas y emprender viaje. Es un patético espectáculo para alguien que no va a viajar nunca más.
Yo no volveré a marcharme, a ninguna parte, y en cierto modo, podría no haber estado casi nunca fuera. Aún soy estimado en Venecia, pero ahora como algo permanente, no como una novedad, y los niños ya no van tras de mí dando cabriolas por las calles. Algún visitante ocasional de algún país extranjero, donde acaba de aparecer por primera vez la Descripción del Mundo, aún viene para conocerme, pero mis colegas venecianos se han cansado de oír mis recuerdos y no me agradecen que contribuya con ideas recogidas de lugares lejanos.
Hace poco tiempo, en el Arsenal, el maestro naviero se sonrojó cuando yo le conté, con bastante detenimiento, que los marineros han timoneaban sus macizos navíos chuan, con sólo un único remo de dirección centrado, mucho más hábilmente que los timoneles de nuestras galeazze, que eran más pequeñas y llevaban remos dobles, uno a cada lado. El maestro naviero escuchó pacientemente mientras yo discurseaba, pero luego se alejó gruñendo algo en voz alta sobre los «diletantes que no respetan la tradición». Sin embargo, sólo al cabo de un mes vi una nueva galera acabada de montar que no llevaba la habitual vela latina sino el aparejo cuadrado al estilo de las cocas flamencas, y un único remo de dirección, centrado y montado en la proa. No me invitaron al viaje de prueba de aquel barco, pero probablemente funcionó bien, pues a partir de entonces el Arsenal se ha dedicado a crear cada vez más modelos parecidos.
También últimamente me honraron invitándome a cenar en el palazzo del dogo Soranzo. La cena estaba acompañada por la música apagada de un conjunto de músicos desde una galería alta que daba a la sala. En una pausa de la conversación comenté ante todos los comensales:
—En una ocasión, en el palacio de Pagan, en la nación de Ava, en las tierras de Champa, nos amenizaba la cena un conjunto de músicos que eran todos ciegos. Yo pregunté al mayordomo si los ciegos en aquel país encontraban trabajo como músicos con mayor facilidad. El mayordomo me dijo: «No, U, Polo. Si un niño demuestra tener talento musical, sus padres le ciegan deliberadamente para que así su oído se afine y concentre exclusivamente su atención en perfeccionar su música, de este modo algún día puede aspirar a una plaza como músico de palacio».
Se hizo un silencio general. Luego la dogaresa dijo nerviosamente:
—No me parece una anécdota adecuada para contar en la mesa.
Y desde entonces no me han invitado más.
Cuando un joven llamado Bragadino, que había estado últimamente haciendo el cascamorto a mi hija mayor Fantina, colmándola de lánguidas miradas y de enternecidos suspiros, finalmente se armó de valor y vino a pedirme si podría iniciar visitas formales de cortejo, yo para que se sintiera cómodo le dije jovialmente:
—Esto me recuerda, joven Bragadino, algo que ocurrió una vez en Kanbalik." El Cheng, el tribunal de justicia, había detenido a un hombre acusado de pegar a su mujer. La Lengua del Cheng preguntó al hombre si tenía buenos motivos para haberse comportado así, y el desgraciado dijo que sí, que había pegado a su mujer porque ella había ahogado a su hija inmediatamente después de nacer. Preguntaron a la mujer si tenía algo que decir y ella gritó: «Era sólo una hija, excelencia. No es un crimen deshacerse de las hijas que sobran. Además eso ocurrió hace quince años». La Lengua preguntó entonces al hombre: «¿Cómo es posible, hombre, que te hayas decidido ahora a pegar a tu mujer?». Y el hombre contestó: «Excelencia, quince años atrás eso no importaba. Pero últimamente una epidemia de alguna enfermedad femenina ha matado a casi todas las demás doncellas jóvenes de nuestro distrito. Las novias están ahora muy buscadas, y las pocas disponibles se están cotizando a precios de princesa».
Al cabo de un rato, el joven Bragadino carraspeó y preguntó:
—Er, ¿esto es todo, micer?
—Es todo —dije—. No recuerdo la sentencia que dio el Cheng en este caso.
Cuando el joven Bragadino se hubo marchado, con aire confundido y moviendo la cabeza, mi esposa y Fantina entraron enfurecidas en la habitación y empezaron a regañarme. Sin duda las dos habían estado escuchando detrás de la puerta.
—Papá, ¿qué has hecho? ¡Gramo mi, has rechazado la mejor oportunidad de casarme de mi vida! ¡Seré para siempre una solitaria y despreciada zitella! ¡Moriré con la joya! ¿Qué has hecho, papá?
—Marcolfo vecchio! —dijo Donata en el memorable estilo de su madre—. ¡No hay escasez de hijas en esta casa! ¡Mal puedes permitirte despedir a ninguno de sus pretendientes! —También la emprendió con Fantina—. Pues desde luego no son bellezas sensacionales ni muy buscadas. —Fantina soltó un gemido desesperado y salió indignada de la habitación—. ¿No podrías dejar por una vez tus viejos y eternos recuerdos y tus viejas gracias de viajero?
—Tienes razón, querida —dije arrepentido—. Me doy perfecta cuenta. Uno de estos días lo haré mejor.
Y tenía razón. Lo reconozco. En la cuestión de los hijos, Donata había puesto su confianza en la bondad de Dios, pero el Buen Dios, después de darnos tres hijas, sin duda desesperó de proporcionar alguna vez un hijo y heredero a la casa veneciana de los Polo. El hecho de no tener descendencia masculina, no me decepcionó abrumadoramente ni arruinó mi vida. No es muy cristiano por mi parte hablar así, ya lo sé, pero no creo que cuando mi vida se acabe tenga ya mucho interés en los asuntos de este mundo ni que las pálidas manos de mi alma se atormenten por no haber dejado un Marcolino Polo al frente de todas las mercancías del almacén y de las plantaciones de azafrán que no podré llevarme conmigo. No confesé este pensamiento al viejo pare Nardo antes de que muriera (y ese hombre clemente probablemente me hubiera impuesto una penitencia leve), ni lo confesaré al joven e inflexible pare Gasparo (quien sería debidamente severo conmigo); pero me inclino a pensar que si existe el cielo yo no tengo muchas esperanzas de alcanzarlo, y si existe el infierno, creo que tendré otras cosas en que pensar y no podré preocuparme mucho de los éxitos de mi progenie en Rialto.
Puede que yo no sea un cristiano modélico, pero tampoco soy como esos padres orientales a los que he oído decir cosas como: «No, no tengo descendencia; sólo tres hijas». Yo nunca he tenido prejuicios contra las hijas. Desde luego, podía haber esperado hijas más guapas y de inteligencia más brillante. Quizá soy demasiado exigente en este aspecto, después de haber tenido la suerte de conocer a tantas mujeres extraordinariamente bellas e inteligentes en mis días de juventud. Pero Donata fue una de ellas, en sus días de juventud. Si no pudo perpetuarse en sus hijas, el fallo debió de ser mío.
El pequeño rajá de los hindúes me explicó en una ocasión que un hombre nunca sabe con seguridad quién es el padre de cualquiera de sus hijos; pero yo no tuve nunca el menor motivo de inquietud. No tenía más que mirar a cualquiera de ellas, Fantina, Bellela o Morata, pues todas se parecían tanto a mí que no cabía la menor duda. Ahora bien, me apresuro a asegurar que Marco Polo ha sido toda su vida un hombre apuesto. Pero a mí no me gustaría ser una núbil y joven doncella y parecerme a Marco Polo. Si yo lo fuera, y me pareciera a él, al menos esperaría tener una inteligencia brillante para compensar. Desgraciadamente, mis hijas tampoco fueron agraciadas en este sentido. No quiero decir que sean imbéciles de remate; sólo son insensibles, sosas y poco atractivas.
Pero las he hecho yo: ¿debería el alfarero rechazar las únicas vasijas que haya fabricado nunca? Y son buenas chicas, tienen buen corazón, o eso repiten para consolarme las personas de mi círculo que tienen hijas guapas. Todo lo que puedo decir, por propio conocimiento, es que son limpias y huelen bien. No, también puedo decir que son afortunadas por tener un padre que puede dotarlas con el atractivo de la riqueza.
Al joven Bragadino no le afectaron demasiado mis divagaciones de aquel día, y siguió volviendo; pero en su próxima visita limité mis disquisiciones a temas como legados, perspectivas y herencias. Él y Fantina están ya formalmente comprometidos, y Bragadino el viejo y yo pronto nos reuniremos con un notario para la impalmatura. A mi segunda hija, Bellela, la corteja también asiduamente un joven llamado Zanino Grioni. A Morata pronto le sucederá lo mismo, en su debido momento. No me cabe la menor duda de que las tres chicas agradecerán que ya no las llamen más las Damine Milione; y yo no lamento terriblemente que la Compagnia, la fortuna y la Casa de los Polo a partir de ahora se vayan filtrando de generación en generación a través de las Compagnias y Casas Bragadino, Grioni, etc. Si los preceptos han son ciertos, esto podría causar consternación entre mis antepasados, desde Nicolò pasando por todos los demás hasta llegar al dálmata Pavlo, pero a mí no me preocupaba mucho.
Si realmente tenía que quejarme por nuestra falta de hijos varones, sería por sus efectos sobre Donata. Ella tenía sólo treinta y dos años cuando Morata nació, pero el nacimiento de una tercera hija sin duda la convenció de que era incapaz de tener descendencia masculina. Y a partir de entonces Donata, para evitar cualquier riesgo de engendrar otra hija más, comenzó a desaprobar la continuación de nuestras relaciones conyugales. Nunca rechazó, mediante una palabra o un gesto, mis proposiciones amorosas, pero empezó a vestirse y a comportarse de una manera calculada para que mi atracción hacia ella disminuyera y mi ardor por ella se enfriara.
A los treinta y dos años fue dejando que su cara perdiera tersura, su cabello lustre, y sus ojos su vivo centelleo; y empezó a vestirse con los bombazine y los mantones negros propios de una anciana. ¡A los treinta y dos años! Yo tenía entonces cincuenta, pero aún iba erguido, estaba delgado y fuerte y vestía ricos trajes apropiados a mi condición y con los colores que más me gustaban. Mi pelo y mi barba continuaban llenos de vida, con pocas canas; mi sangre corría todavía con fuerza; conservaba todos mis apetitos sensuales por la vida y los placeres; y mis ojos aún brillaban cuando veía a una deliciosa dama. Pero he de decir que cuando miraba a Donata se me enturbiaban.
Su actitud de vieja la convirtió realmente en una vieja. Aún hoy es más joven de lo que era yo cuando nació Morata. Pero a lo largo de estos quince años transcurridos, se han formado en ella todas las feas líneas y contornos propios de una mujer mucho mayor: los rasgos faciales flojos, la garganta tensa y encordelada, esa joroba de anciana en la parte posterior del cuello. Los tendones que mueven los dedos aparecen visibles a través de la piel moteada de sus manos, sus codos se han convertido en una especie de monedas viejas, la carne de sus antebrazos cuelga fláccida y temblorosa, y cuando levanta sus faldas para bajar cojeando y tambaleándose por los escalones del embarcadero de la Corte hasta una de nuestras barcas, puedo ver sus tobillos pendiendo sobre los zapatos. ¿Qué se ha hecho del blanco y lechoso cuerpo, rosa nacarado y terciopelo dorado?, no lo sé; no lo he visto desde hace mucho tiempo.
Repito que durante estos años Donata nunca me negó ninguno de mis derechos conyugales, pero después siempre estaba deprimida hasta que la luna volvía a cerrar su ciclo y la liberaba del temor de haber quedado embarazada de nuevo. Al cabo de un tiempo, claro, ya no había nada que temer; en todo caso por entonces yo ya no le daba motivos para temer nada. También por entonces yo pasaba de vez en cuando una tarde o toda la noche fuera de casa, pero ella nunca me exigió ni siquiera una excusa mendaz, y menos aún me castigaba por mis pecatazzi. Bien, no podía quejarme de su tolerancia; a muchos maridos les gustaría tener una esposa tan poco reprensora y tan indulgente. Y si hoy, a la edad de cuarenta y siete años, Donata es lamentable y prematuramente anciana, yo ya la he alcanzado. Ahora tengo sesenta y cinco años, así que no es nada prematuro ni extraordinario que yo parezca tan viejo como ella, y ya no sigo pasando noches fuera de casa. Y aunque quisiera deambular, ya no tengo muchas invitaciones seductoras para hacerlo, y si las tuviera tendría que rechazarlas lamentándolo mucho.
Una compañía alemana ha abierto recientemente una sucursal de su fábrica aquí en Venecia que produce un tipo de espejo totalmente nuevo. Venden todos los que hacen, pues no hay casa elegante en Venecia, incluyendo la nuestra, que pueda pasar sin uno o dos de estos espejos. Yo admiro los relucientes espejos y la imagen nítida que ofrecen, pero también considero que tienen algunas desventajas. Preferiría creer que lo que veo cuando miro en un espejo es culpa de la imperfección y de la distorsión, en vez de tener que aceptar que me estoy viendo tal como realmente soy. La barba ahora totalmente gris, el escaso cabello gris, las arrugas y las manchas hepáticas en la piel, las bolsas hundidas bajo los ojos ahora mortecinos y apagados.
—No es preciso tener los ojos apagados, amigo Marco —dijo el dòtor Abano, que ha seguido siendo nuestro médico de familia durante todos estos años, y que es tan viejo como yo—. Estos ingeniosos alemanes han creado otra maravilla de cristal. Ellos llaman al invento Brille, occhiale, si lo preferís. Los dos pedazos de cristal hacen prodigios para la vista. Sólo tenéis que sostener el objeto delante de vuestra cara y mirar esta página escrita. ¿No es mucho más clara su lectura? Ahora miraos vos mismo en el espejo.
Así lo hice y murmuré:
—Una vez, en un crudo invierno, en un lugar llamado Urumqi, vi salir del congelado Gobi a algunos hombres de aspecto salvaje y me aterrorizaron, pues todos tenían grandes ojos de cobre relucientes. Cuando se nos acercaron más vi que cada uno de ellos llevaba un aparato bastante parecido a éste. Una especie de máscara de dòmino hecha de cobre fino y taladrada por una multitud de diminutos agujeros. La visibilidad a través del objeto no era demasiado buena, pero dijeron que les protegía del cegador reverbero de la nieve.
—Sí, sí —dijo Abano impacientemente—. Ya me habéis contado más de una vez la historia de los hombres con ojos de cobre, pero ¿qué opináis de los occhiale? ¿No es cierto que podéis ver con mayor viveza?
—Sí —dije aunque no con gran entusiasmo, porque lo que estaba viendo en el espejo era mi propia imagen—. Estoy observando algo que nunca había notado antes. Vois sois mèdego, Abano. ¿Hay alguna razón médica para explicar que me caiga el cabello en lo alto de la cabeza pero que simultáneamente me crezcan cerdas en la punta de la nariz?
Todavía impaciente dijo:
—El término médico recóndito que lo define es «vejez». Bien, ¿qué decís de los occhiale? Puedo encargar un aparato hecho especialmente para vos. Simple o con adornos, para sujetar con la mano o para atar alrededor de la cabeza, de madera con incrustación de gemas o de cuero repujado…
—Gracias, amigo, pero creo que no —dije, dejando el espejo y devolviéndole el aparato—. He visto ya mucho en mi vida. Agradecería no tener que ver ahora todos los síntomas de la decadencia.
He recordado que justamente hoy es el día veinteavo del mes de septiembre, mi cumpleaños. Ya no tengo sesenta y cinco años. En este día he atravesado tambaleándome la línea invisible, pero a la vez demasiado clara de mis sesenta y seis. Éste recuerdo me ha abatido por un momento, pero en seguida me he erguido del todo, ignorando las punzadas del lumbago, y he sacado pecho. Decidido a no revolearme en una sensiblera autocompasión, y a darme ánimos yo mismo, me he dirigido lentamente a la cocina e inclinándome sobre el tajo he dicho a nuestra cocinera en tono familiar mientras ella trajinaba de un lado a otro:
—Nastásia, te voy a contar una instructiva y edificante historia. En las tierras de Kitai y de Manzi, más o menos en esta época del año, los han celebran la Fiesta del Pastel de Luna. Es una celebración acogedora y deliciosamente familiar, no es nada grandioso. Las familias simplemente se reúnen cariñosamente y disfrutan comiendo los pasteles de luna. Son pastas pequeñas, redondas, de gran exquisitez y muy sabrosas. Te diré cómo se hacen, y quizá me complazca preparando algunas, para que la dona, las dàmine y yo podamos imaginarnos que estamos celebrando el festejo a la manera han. Coges nueces, dátiles y canela y…
Y casi inmediatamente me vi fuera de la cocina y corriendo por toda la casa en busca de Donata. La encontré en su vestidor haciendo labores y grité:
—¡Acabo de ser expulsado de mi propia cocina por mi propia cocinera!
Donata se quejó levemente, sin levantar la mirada:
—¿Has estado molestando a Nata otra vez?
—¿Molestándola? ¡Sí! ¡Eso mismo! ¿Está empleada aquí para servirnos, sí o no? La mujer tuvo la desfachatez de quejarse diciendo que está cansada de oírme hablar de los suntuosos manjares que me servían en el extranjero. No quiere oír ni una sola palabra más sobre el tema. Che braga! ¿Es ésa manera de hablar un criado a su propio amo?
Donata sonrió para consolarme. Yo comencé a pasearme de un lado a otro de la habitación, dando patadas malhumorado a todo lo que se interponía en mi camino. Y luego continué diciendo en tono trágico:
—Parece que a nadie, ni a nuestros criados, ni a la dogaresa, ni siquiera a mis compañeros del Rialto, les interesa hoy en día aprender cosas. Sólo desean seguir estancados y que nadie les mueva ni les saque de su estancamiento. Compréndelo, Donata, no me preocupan demasiado los de fuera, ¡pero mis propias hijas! Mis propias hijas dan suspiros, tamborilean con los dedos sobre la mesa y miran por la ventana, disimulando, cada vez que intento contarles alguna historia instructiva y edificante de la cual podrían sacar un gran provecho. ¿Estás tú, por casualidad, estimulando esta falta de respeto hacia el patriarca de la familia? Me parece muy mal. Comienzo a sentirme como aquel profeta de quien habló Jesús, cubierto de honores en todas partes, excepto en su propia tierra y en su propia casa.
Mientras duró mi diatriba, Donata permaneció sentada, sonriendo y moviendo imperturbable la aguja; y cuando me quedé sin aliento dijo:
—Las niñas son jóvenes. La gente joven a menudo nos encuentran aburridos a los viejos.
Seguí dando zancadas por la habitación un rato más hasta que el silbido de mi respiración se apagó. Luego dije:
—¡Viejos! ¡Sí! ¡Míranos, pobres viejos! Al menos yo puedo decir que me hice viejo de la manera normal, a través de la acumulación de años. Pero tú no tenías que haber envejecido, Donata.
—Todo el mundo se hace viejo —dijo ella sosegadamente.
—Tú tienes exactamente la misma edad ahora, Donata, que tenía yo el día de nuestra boda. ¿Era yo viejo entonces?
—No, estabas en la flor de la vida. Eras robusto y guapo. Pero las mujeres envejecen de manera distinta a los hombres.
—Si no lo buscan, no. Tú sólo deseabas que pasaran apresuradamente los años de fecundidad. Y eso no era necesario. Te dije hace tiempo que conocía sistemas sencillos para prevenir…
—Sistemas poco apropiados para que los mencione una lengua cristiana, o los oigan oídos cristianos. Ahora no deseo oírlos, como tampoco lo deseé entonces.
—Si me hubieras escuchado entonces —dije en tono acusador— ahora no serías un abanico de otoño.
—¿Un qué? —preguntó, levantando la vista para mirarme por primera vez.
—Es un término muy descriptivo que tienen los han. Un abanico de otoño significa una mujer que ha dejado atrás sus años de encanto y de atractivo. Como sabes, en otoño el aire es fresco y no se necesitan abanicos. El abanico se convierte en un objeto sin utilidad ni razón de existir. Lo mismo que tú, una mujer que ha dejado de ser femenina, como tú hiciste deliberadamente sólo para evitar tener más hijos…
—En todos estos años —me interrumpió en voz baja—. ¿En todos estos años has pensado alguna vez por qué lo hice?
Yo me detuve con la boca abierta todavía. Dejó su costura sobre el regazo negro de su bombazine, dobló sobre él sus amarillentas manos, me miró fijamente con los ojos marchitos que una vez fueron de color azul claro, y dijo:
—Dejé de ser una mujer cuando ya no pude seguir engañándome. Cuando me cansé de fingir ante mí misma que me amabas.
Parpadeé con perplejidad e incredulidad, y dije con un hilo de voz:
—Donata, ¿dejé alguna vez de ser cariñoso y tierno contigo? ¿Te he fallado en algo? ¿No he sido acaso un buen marido?
—¿Ves? Incluso ahora evitas pronunciar esa palabra.
—Pensé que estaba implícita. Lo siento. Muy bien, lo diré. Yo te amaba.
—Había algo, o alguien, que amabas más, y siempre lo ha habido. A pesar de nuestra proximidad, Marco, nunca estuvimos próximos. Podía mirarte a la cara y no ver sino distancia, lejanísima distancia. ¿Era una lejanía de millas o de años? ¿Era otra mujer? Dios me perdone por creer esto… pero… ¿no era quizá mi propia madre?
—Donata, ella y yo éramos niños.
—Los que se separan de niños se olvidan de mayores. Pero tú me confundiste con ella cuando nos encontramos por primera vez En nuestra noche de bodas, yo seguía preguntándome si no era tan sólo una sustituta. Yo era virgen, sí, e inocente. Sabía lo que me esperaba sólo porque me lo habían contado confidentes de más edad; y tú lo hiciste mucho mejor de lo que había esperado. Sin embargo, yo no soy inconsciente ni estúpida, como podría serlo una de nuestras casquivanas hijas. En nuestra unión, Marco, parecía haber… algo… que no iba del todo bien. Aquélla primera vez y todas las demás.
Ofendido, como es lógico, dije con acritud:
—Tú nunca te quejaste.
—No —dijo ella, con aire pensativo—. Y eso formaba parte de la situación equívoca: yo disfrutaba siempre, pero en cierto modo sentía que no debía. No puedo explicártelo a ti más de lo que puedo explicármelo a mí misma. Lo único que podía pensar era: «Quizá estoy disfrutando de algo que, por derecho, debía corresponder a mi madre».
—¡Qué ridículo! Todo lo que me gustaba en tu madre lo he encontrado también en ti. Y más. Tú has sido mucho más para mí, Donata, y te he querido mucho más de lo que quise nunca a tu madre.
Donata pasó la mano por delante de su cara como si apartara una telaraña que hubiera caído allí:
—Si no era ella, si no era otra mujer, entonces debió de ser la absoluta distancia que siempre sentí entre nosotros.
—¡Vamos, querida mía! Si apenas me he alejado de tu vista desde el día de nuestra boda, y nunca he estado fuera de tu alcance.
—No, en tu presencia física, no. Pero sí en las partes de ti que yo no podía ver ni alcanzar. Tú has estado siempre enamorado a distancia. En realidad nunca volviste a casa del todo. Era injusto por tu parte pedir a una mujer que disputara tu amor a una rival a la que nunca podría vencer. La distancia. Los lejanos horizontes.
—Tú me impusiste una promesa sobre estos lejanos horizontes. Yo la acepté y la he cumplido.
—Sí, en tu presencia física la has cumplido. Nunca volviste a marchar. Pero ¿hablaste o pensaste alguna vez en otra cosa que no fueran los viajes?
—Gèsu! ¿Quién está siendo ahora injusto, Donata? Durante casi veinte años he sido tan pasivo y complaciente como aquel zerbino de la puerta. Te he dado poder sobre mí para decir dónde debía estar y qué debía hacer. ¿Te estás quejando ahora de que no te di autoridad sobre mis recuerdos, mis pensamientos, mis sueños despierto o dormido?
—No, no me estoy quejando.
—Eso no responde exactamente a la pregunta que te he hecho.
—Tú mismo has dejado unas cuantas preguntas sin responder, Marco, pero no te acosaré. —Finalmente apartó de mí sus ojos enlutados, y volvió a coger su labor—. Después de todo, ¿qué estamos discutiendo ahora? Nada de eso importa ya.
De nuevo me detuve con la boca abierta y las palabras a medio pronunciar, palabras no dichas por parte de ambos, me imagino. Di una o dos vueltas más alrededor de la habitación, rumiando:
—Tienes razón —dije al final con un suspiro—. Somos viejos. Hemos dejado atrás las pasiones. Hemos dejado atrás luchas y esfuerzos, la belleza del peligro y el peligro de la belleza. Lo que hicimos bien o lo que hicimos mal, nada de eso importa ya.
Ella también suspiró y se encorvó de nuevo sobre su labor. Me quedé un rato de pie pensativo, mirándola desde el otro extremo de la habitación. Un haz de luz del sol de aquella tarde de septiembre lo envolvía e iluminaba su labor. El sol no avivaba demasiado su sobrio atuendo y tenía el rostro abatido, pero la luz jugueteaba en su cabello. En otra época, el brillo del sol habría hecho destellar su cabellera, dorada como el trigo en verano. Ahora, su inclinada cabeza tenía más bien el melancólico y dulce tono del trigo en la gavilla, un suave y somnoliento color pardo, ribeteado con las primeras escarchas del otoño.
—Septiembre —pensé en voz alta sin darme cuenta.
—¿Qué dices?
—Nada, querida mía. —Atravesé la habitación hasta donde ella estaba, me incliné y besé su querida cabeza, no amorosamente sino con una especie de cariño paternal—. ¿Qué estás haciendo?
—Parechio. Pequeños adornos del vestido para la boda y la luna de miel. Es mejor prepararlo con antelación.
—Fantina es una muchacha afortunada por tener una madre tan previsora.
Donata alzó la mirada y me dirigió una apagada y triste sonrisa.
—Sabes, Marco… he estado pensando que aquella promesa que hiciste, y que has cumplido, está ya a punto de expirar. Quiero decir que como Fantina se casará pronto y se marchará, Bellela está comprometida y Morata es casi una mujer, si tú tienes anhelos de marcharte a algún sitio…
—Sí, tienes razón de nuevo. No lo había calculado, pero estoy a punto de volver a conseguir la libertad, ¿no es así?
—Y yo te dejo marchar libremente. Pero te echaré de menos. A pesar de lo que te dije antes, te añoraré terriblemente. Sin embargo, yo también mantengo mis promesas.
—Sí, las mantienes, sí. Y ahora que lo dices, quizá me lo piense. Después de la boda de Fantina podría marcharme, pero sólo un viaje corto, claro, para estar de vuelta cuando se celebre la boda de Bellela. Puede que sólo vaya hasta Constantinopla, a ver al viejo Cuzín Nico. Sí, podría hacer eso. Pero cuando mejore mi espalda, claro.
—¿Te vuelve a doler? ¡Oh, Dios mío!
—Niente, niente. Una punzada de vez en cuando y nada más. No hay por qué preocuparse. Pero, querida niña, una vez en Persia y otra en el Kurdistán tuve que montar a caballo (no, la primera vez fue en camello) y echarme a cabalgar a pesar de que los garrotes de los bandidos me habían medio abierto la cabeza. Quizá te haya contado ya estos incidentes y…
—Sí.
—¿Sí? Bueno. Te agradezco la sugerencia, Donata. ¡Viajar de nuevo! Lo pensaré, sí.
Me fui a la habitación de al lado, que era mi gabinete de trabajo para cuando me llevaba a casa algo que hacer, y Donata debió de oír que revolvía papeles porque me dijo a través de la puerta:
—Si estás buscando alguno de tus mapas, Marco, creo que los tienes todos guardados en el fondaco de la Compagnia.
—No, no. Sólo busco papel y pluma. Creo que terminaré esta última carta a Rustichello.
—¿Por qué no te instalas en el jardín? Hace una tarde tranquila y agradable. Podrías estar fuera disfrutando del día. No tendremos muchos días como éste antes de que llegue el invierno.
Cuando comenzaba a bajar las escaleras, Donata me dijo:
—Los chicos vienen a cenar esta noche, Zanino y Marco. Por eso Nata estaba tan ocupada en la cocina, y probablemente por eso fue tan grosera contigo. Como tendremos invitados podríamos establecer un pequeño pacto, ¿te parece?: no sacar a relucir en la mesa ninguna de nuestras discusiones.
—Se han acabado las discusiones, Donata, ni esta noche ni nunca más. Siento realmente haber dado pie alguna vez a estos conflictos. Como bien dijiste, disfrutemos tranquilamente de los días que nos quedan. De todo lo que pasó antes, nada importa ya.
Así que saqué recado de escribir aquí fuera, al pequeño patio situado junto al canal y que llamamos nuestro jardín. Ahora tiene crisantemos, la flor de Manzi, crecidos de semillas que me traje de allí, y los colores de oro, fuego y bronce ofrecen un gallardo panorama en el tibio sol de septiembre. Las ocasionales góndolas que pasan por el canal se acercan hasta aquí para que sus ocupantes puedan admirar mis exóticas flores, pues la mayoría de los demás jardines y jardineras de ventana de Venecia tienen flores en verano que ya se han puesto marrones, lánguidas y tristes en esta época del año. Me senté en este banco, lenta y cuidadosamente, para no avivar las punzadas de mi espalda, y escribí la conversación que acababa de terminar; y ahora hace un rato que simplemente estoy aquí, sentado, pensando.
Hay una palabra, asolare, que fue acuñada aquí en Venecia, pero ahora me parece que se la han apropiado todas las lenguas de la península italiana. Es una palabra acertada y útil: asolare significa sentarse al sol y no hacer absolutamente nada, todo eso en una sola palabra. En toda mi vida nunca hubiera pensado que alguna vez pudiera aplicármela a mí mismo; y Dios sabe que no me la pude aplicar durante la mayor parte de mi vida. Pero ahora, cuando miro hacia atrás, hacia todos esos años repletos, los viajes incesantes, las millas, lis y farsajs llenos de incidentes, los amigos, los enemigos y las personas amadas que viajaron junto a mí durante un tiempo y que luego perdí por el camino, recuerdo una regla de oro que mi padre me enseñó hace mucho tiempo, cuando yo me estrenaba como viajero. Me dijo: Si alguna vez te pierdes en un desierto, Marco, dirígete siempre montaña abajo. Siempre hacia abajo, y en algún momento llegarás al agua, y donde hay agua habrá siempre comida, refugio y compañía. Puede que sea un largo camino, pero ve siempre hacia abajo y al final llegarás a algún lugar recogido, cálido y seguro.
Yo he recorrido un largo, un largo camino, y aquí está por fin el pie de la montaña, y aquí estoy yo: un hombre viejo tomando el sol en los últimos rayos de una tarde mortecina, en un mes menguante, en la estación de la caída de la hoja.
En una ocasión, cabalgando con el ejército mongol, me di cuenta de que un caballo de batalla galopaba en una de las columnas, marcando limpiamente el paso dentro del escuadrón, bellamente enjaezado con armadura de cuero de cuerpo entero, con espada y lanza en la vaina; pero la silla de montar estaba vacía. El orlok Bayan me dijo: «Era el corcel de un buen guerrero llamado Jangar. Le llevó a muchas batallas, donde luchó valientemente, y a esta última batalla, donde ha muerto. El caballo de Jangar continuará armado cabalgando con nosotros mientras su corazón le llame al combate».
Los mongoles sabían bien que incluso un caballo prefería caer en el combate, o correr hasta que su corazón fallara, a que lo retiraran a una verde pradera y allí, inútil y ocioso, esperar, esperar, esperar.
Miro hacia atrás y pienso en todo lo que he anotado aquí, y en todo lo que está escrito en el primer libro, y me pregunto si no podría haberlo dicho todo con sólo cinco palabras: «Me marché y he regresado». Pero no, eso no habría sido totalmente cierto. El hombre que vuelve a casa no es nunca el mismo, tanto si regresa de un monótono día de trabajo en su despacho como si vuelve al cabo de muchos años pasados en lejanos países, en largos caminos, en melancólicas distancias, en tierras donde la magia no es misterio sino un hecho cotidiano, en ciudades que merecen poemas como:
Tenemos el cielo lejos, yo y tú.
Pero en la tierra tenemos Hang y Su.
Antes de que me relegaran a la categoría de tópico y me ignoraran, hubo, una temporada en que se burlaban de mí tachándome de mentiroso, fanfarrón y fabulador. Pero aquellos que se burlaban de mí estaban equivocados. Volví con muchas menos mentiras de las que había llevado conmigo cuando marché. Salí de Venecia con los ojos brillantes por la expectativa de encontrar aquellas tierras de ensueño, el país de Cucaña, descritas por los primeros cruzados y por los biógrafos de Alejandro y por todos los demás creadores de mitos; esperando ver unicornios y dragones, al legendario rey santo, el prêtre Zuàne, a hechiceros fantásticos, y religiones místicas de envidiable sabiduría. También encontré estas cosas, y si volvía para decir que no todo lo que vi respondía a las leyendas que nos habían contado, ¿la verdad que contenían no era igualmente maravillosa?
Las personas sentimentales hablan del corazón desgarrado, pero también ellas están equivocadas. El corazón no se desgarra nunca. Yo lo sé bien. Cuando mi corazón se inclina hacia Oriente, como hace tan a menudo, se dobla muy dolorosamente, pero nunca se desgarra.
Arriba, en la habitación de Donata, le hice creer que me había sorprendido agradablemente con las noticias de que el largo cautiverio en casa se había terminado finalmente. Fingí que durante años no había estado pensando: «¿Es ahora el momento de marchar?», y decidiendo cada vez: «No, no, aún no», por respeto a mis responsabilidades, a mi promesa de quedarme, a mi envejecida esposa, y a mis tres poco excepcionales hijas; diciéndome a mí mismo cada vez: «Esperaré una ocasión más propicia para emprender la marcha». Arriba, en la habitación de Donata, ungí también que recibía con alegría la noticia de que ya podía marcharme. Y sólo para aparentar agradecimiento por su propuesta, fingí también que si, que ahora podría volver a viajar. Sé que no lo haré. La estaba engañando cuando se lo di a entender, pero era sólo un pequeño engaño, y lo hice amablemente, y ella no se enfadará cuando se dé cuenta de que la estaba engañando. Pero a mí mismo no puedo engañarme. He esperado demasiado tiempo, y ahora soy demasiado viejo; la ocasión ha llegado demasiado tarde.
El viejo Bayan era aún un guerrero cuando tenía aproximadamente mi edad. Y más o menos a esta misma edad, mi padre e incluso mi sonámbulo tío emprendieron el largo y duro viaje de regreso a Venecia desde Kanbalik. Viejo como soy, no estoy más gastado que ellos entonces. Quizá incluso mi dolor de riñones mejoraría con las sacudidas de un largo viaje a caballo. No creo que sea la debilidad física lo que me disuade ahora de volver a viajar. Más bien, tengo la melancólica sospecha de que he visto todo lo mejor, lo peor y lo más interesante que había que ver, y en caso de que ahora pudiera marcharme, la comparación resultaría decepcionante.
Desde luego, no tengo la menor esperanza de que en alguna calle, en alguna ciudad de Kitai o Manzi, pudiera inesperadamente volver a encontrarme con una bella mujer, como aquí en Venecia encontré a Donata, que me recordaba irresistiblemente a otra bella mujer de tiempos atrás… ¡Ah!, por esa posibilidad viajaría, a cuatro patas si fuera preciso, hasta los confines de la tierra. Pero eso es imposible. Y además, por mucho que una mujer recién conocida pudiera parecerse a la mujer recordada, no sería ella.
Así que no me marcho. Io me asolo. Me siento a los últimos rayos de luz, aquí en la última pendiente de la larga montaña de mi vida, y no hago absolutamente nada… aparte de recordar, pues tengo mucho que recordar. Como comenté hace tiempo ante la sepultura de otra persona, poseo un tesoro de recuerdos que pueden animar la eternidad. Puedo disfrutar de estas reminiscencias en todos los moribundos atardeceres como éste y luego en todas las infinitas noches muertas bajo tierra.
Pero también dije una vez, quizá más de una vez, que me gustaría vivir para siempre. Y una encantadora dama me dijo en una ocasión que yo nunca envejecería. Bueno, gracias a ti, Luigi, estas dos cosas maravillosas pueden llegar a pasar. No puedo predecir si el Marco Polo disfrazado y ficticio de tu nueva obra será bien recibido; pero el libro anterior que tú y yo compilamos juntos parece haber conquistado un lugar seguro en las bibliotecas de muchos países, y parece que perdurará. En aquellas páginas yo no era viejo, y en ellas continuaré viviendo a medida que las lean. Te estoy muy agradecido por esto, Luigi.
El sol se está poniendo ya, la luz dorada se desvanece, las flores de Manzi comienzan a cerrar sus pétalos, y la niebla azul sube desde el canal tan melancólica y azul como los recuerdos. Y ahora me entregare a la somnolencia de un viejo, a los sueños de un joven. Me despido de ti, Rustichello de Pisa, y suscribo esta carta:
MARCO POLO DE VENECIA
Y DEL MUNDO,
SU YIN
fechado este veinteavo día
de septiembre en el año
de Nuestro Señor 1319;
según el cómputo han 4017,
el año del Carnero.