8

Después de aquella entrevista tan poco informativa en la que el ministro de Razas Menores se había mostrado tan reservado e inquieto, la siguiente que mantuve, con el ministro de la Guerra, fue abierta y sincera en grado extremo. Yo hubiese imaginado que una persona con un cargo tan importante sería muy diferente, pero el Ministerio de la Guerra presentaba bastantes anomalías. Como ya he dicho el ministro era indudablemente han y no mongol. Además Zhao Mengfu me pareció muy joven para un cargo de tanta categoría.

—Esto es debido a que los mongoles no necesitan un ministro de la Guerra —explicó alegremente, mientras hacía saltar con una mano una bola de marfil—. Ellos hacen la guerra con toda naturalidad como vos o yo haríamos jiaogou con una mujer, y probablemente ellos hacen mejor la guerra que el jiaogou.

—Probablemente —comenté—. Ministro Zhao le agradecería que me dijera…

—Por favor, hermano mayor —dijo levantando la mano que sostenía la bola de marfil—. No me preguntéis nada de guerras. No puedo deciros absolutamente nada sobre la guerra. Sin embargo, si queréis consejo sobre cómo hacer jiaogou… —Le miré a los ojos. Había repetido tres veces aquel término ligeramente indelicado. Él me devolvió plácidamente la mirada, apretando y haciendo girar la bola de marfil en su mano derecha.

—Perdonad mi insistencia —dije—, ministro Zhao, pero el gran kan me ha ordenado que investigue todos…

—Oh, no me importa contaros lo que sea. Sólo quería aclarar que en todo lo referente a la guerra soy un completo ignorante. Estoy mucho mejor informado sobre el jiaogou. —Aquélla era la cuarta mención.

—Quizá estoy equivocado —dije yo—. ¿No sois vos el ministro de la Guerra?

Él contestó con la misma alegría:

—Los han llamamos a esto dar un ojo de pez por una perla. Mi título carece de contenido, es un honor con que premian otras funciones que ejerzo. Como dije, los mongoles no necesitan a ningún ministro de la Guerra. ¿Habéis visitado al armero de la guardia palaciega?

—No.

—Hacedlo. Os gustará. El armero es una bella mujer. De hecho es mi esposa: la dama Zhao Guan. La razón de ello es que los mongoles además de no necesitar consejos para hacer la guerra tampoco necesitan consejos sobre armamentos.

—Ministro Zhao, me dejáis muy confundido. Cuando entré estabais dibujando sobre una mesa, en un rollo, y yo supuse que estabais confeccionando un mapa con planos de batalla, o algo por el estilo.

Se echó a reír y dijo:

—Algo por el estilo, si para vos el jiaogou es una especie de batalla. ¿No veis cómo palpo esta bola de marfil, hermano mayor Marco? Lo hago para conservar ágiles mi mano derecha y mis dedos. ¿Sabéis por qué?

Yo contesté débilmente:

—¿Para conservaros diestro en las caricias del jiaogou?

Esto le produjo una auténtica convulsión de risa. Me senté sintiéndome muy estúpido. Cuando se hubo recuperado, se limpió las lágrimas y dijo:

—Yo soy un artista. Cuando conozcáis a otros artistas comprobaréis que también juegan con estas pelotitas. Soy un artista, hermano mayor, un maestro de los colores sin hueso, poseedor del cinturón dorado, la máxima condecoración concedida a un artista: más deseable que un título mongol vacío de contenido.

—Sigo sin entender. Hay también un maestro de corte de los colores sin hueso. —Él sonrió:

—Sí, el viejo maestro Jian. Realiza bonitas pinturas. Florecillas. Y mi querida esposa es famosa como la señora de la caña Zhugan. Es capaz de pintar únicamente las sombras de esta graciosa caña y lograr que la veáis entera. Pero yo… —se irguió y golpeándose el pecho con su bola de marfil dijo orgullosamente— yo soy el maestro del fengshui, que significa «el viento, el agua», es decir que yo pinto lo que no puede aprehenderse. Por eso precisamente gané el cinturón dorado concedido por mis colegas artistas, de edad igual o superior a la mía.

—Me gustaría ver algunas de vuestras obras —le dije cortesmente.

—Por desgracia actualmente tengo que pintar fengshui en mis horas libres, si las tengo. El kan Kubilai me dio mi belicoso título para que pudiera instalarme en el palacio y pintar otro tipo de cosas. Ha sido culpa mía. Tuve la imprudencia de revelarle mi otro talento.

Yo intenté volver al tema que me había llevado allí:

—¿No tenéis ninguna relación con la guerra, maestro Zhao? ¿Ni la más mínima?

—Bueno, la mínima posible, sí. Éste maldito árabe Achmad probablemente retendría mis sueldos si no fingiera ocuparme de mi cargo. Por lo tanto utilizo por así decirlo mi poco ágil mano izquierda y tomo notas de las batallas de los mongoles, sus bajas y sus conquistas. Los orloks y sardars me dicen lo que debo escribir, y yo lo pongo por escrito. Nadie mira mis notas. Podría dedicarme perfectamente a escribir poesía. Además pongo banderitas y colas simuladas de yak sobre un gran mapa para llevar cuenta visible de lo que ya han conquistado los mongoles, y de lo que les falta conquistar.

Zhao me contó todo eso con un aburrido tono de voz, muy distinto del de la enfervorizada pasión que había utilizado para hablar de sus pinturas fengshui. Pero luego levantó la cabeza y dijo:

—¿Habéis hablado de mapas? ¿Os interesan los mapas?

—Sí, ministro. He colaborado en la confección de algunos.

—Ninguno como éste, seguro.

Me llevó a otra habitación. Había en ella una gran mesa, casi tan grande como la habitación, cubierta por un lienzo con protuberancias y picos causados por lo que había debajo de él. El ministro dijo:

—¡Mirad! —y estiró el lienzo.

Cazza beta! —exclamé. Aquello no era un simple mapa, era una obra de arte—. ¿Lo hicisteis vos, ministro Zhao?

—Me gustaría responder afirmativamente, pero no puedo. El artista es desconocido y falleció hace tiempo. Se dice que este modelo esculpido de la tierra celeste se remonta al reino del primer emperador Qin, sea quien fuere. Fue él quien ordenó que se construyera la muralla llamada la Boca, que podéis ver aquí en miniatura.

Desde luego podía verla. Podía ver todo Kitai, y también las tierras adyacentes. El mapa era, como dijo Zhao, un modelo, no un dibujo sobre una lámina de papel. Parecía moldeado con gesso o terracotta, y era plano en los lugares donde la tierra era plana, y se elevaba formando circunvoluciones y sierras donde la tierra se levantaba para formar colinas y montañas, y luego todo el conjunto estaba recubierto de metales preciosos y piedras preciosas, y esmaltes de colores. A un lado estaba el mar de Kitai, de turquesa, con sus costas, sus curvas, sus bahías y sus ensenadas cuidadosamente delineadas, y los ríos del país, de plata, desembocaban en ese mar. Todas las montañas estaban doradas, las más altas tenían diamantes en sus cimas representando la nieve, y los lagos eran pequeños charcos de zafiros azules. Los bosques estaban hechos con árboles casi individuales de jade verde, las tierras de labor eran de esmalte verde más brillante, y las ciudades mayores estaban hechas con casas casi individuales de alabastro blanco. Por aquel paisaje corría la línea ondulada de la Gran Muralla, o murallas en según qué lugares, hecha de rubíes. Los desiertos eran resplandecientes llanuras de perlas trituradas. Por encima de todo aquel panorama grande como toda la mesa corrían líneas incrustadas de oro, que parecían serpenteantes cuando ondulaban sobre montañas y mesetas, pero al mirar desde encima mismo de cada una de ellas pude comprobar que las líneas eran rectas y que iban de arriba abajo y de un lado a otro del modelo formando un conjunto superpuesto de cuadrados. Las líneas de oriente a occidente eran evidentemente los paralelos climáticos, y las líneas de norte a sur eran las longitudes, pero no pude descubrir desde qué meridiano medían sus distancias.

—Desde la capital —dijo Zhao, al darse cuenta de mi escrutinio— en aquella época era Xi’an. —Señaló una diminuta ciudad de alabastro, muy al suroeste de Kanbalik—. Fue allí donde se encontró este mapa hace unos años.

También observé las adiciones que Zhao había hecho al mapa: banderitas de papel que representaban los estandartes de batalla de los orloks y plumas que representaban las colas de yak de los sardar, delineando así las partes de las tierras representadas que estaban en poder del kan Kubilai y de sus ilkanes y wangs.

—No todo el mapa está dentro del imperio —observé.

—Bueno, lo estará —dijo Zhao con la misma voz aburrida que había utilizado antes. Empezó a señalar—: Todo esto, al sur del río Yangzi, es todavía el Imperio Song, cuya capital está allí, en la bella ciudad costera de Hangzhou. Pero podéis ver la fuerte presión que ejercen nuestros ejércitos mongoles sobre las fronteras del Imperio Song. Todo lo que está al norte del Yangzi era antes el Imperio Jin y ahora es Kitai. Hacia allí, todo occidente está en manos del ilkan Kaidu. Y las tierras altas de To-Bhot, al sur de allí, están gobernadas por el wang Ukuruji, uno de los numerosos hijos de Kubilai. Las únicas batallas que tienen lugar de momento las está librando el orlok Bayan aquí, en el suroeste, en la provincia de Yunnan.

—He oído hablar de ese lugar.

—Un país rico y fértil, pero habitado por el turbulento pueblo yi —dijo Zhao con indiferencia—. Cuando los yi tengan la sensatez de sucumbir ante Bayan y Yunnan caiga en nuestras manos, tendremos las restantes provincias Song tan estrechamente cercadas que también ellas deberán rendirse a nuestras armas. El gran kan ha escogido ya un nuevo nombre para estas tierras. Se llamarán Manzi. El kan Kubilai reinará entonces sobre todo lo que veis en este mapa, y más. Desde Sibir en el helado norte hasta las fronteras de las tierras cálidas y selváticas de Champa en el sur. Desde el mar de Kitai al este hasta mucho más allá de donde alcanza este mapa por occidente.

—Al parecer pensáis que todo esto no bastará para satisfacerlo —dije yo.

—Sé que no bastará. Hace un año ordenó emprender la primera incursión mongol hacia oriente. Sí, su primera expedición mar adentro. Envió una flota de chuan a través del mar de Kitai, hasta las islas llamadas Riben Guo, el Imperio de los enanos. Éste primer intento fue rechazado por los enanos, pero es seguro que Kubilai lo intentará de nuevo y con mayor energía. —El ministro permaneció un momento mirando el inmenso y bello modelo cartográfico y luego dijo—: ¿Qué importa lo que conquiste? Cuando caiga Song tendrá en su poder toda la Tierra Celeste que antes era de los han.

Parecía tan poco preocupado por la perspectiva que le dije:

—Podéis decirlo con mayor emoción, si os place, ministro. Lo atendería muy bien. Al fin y al cabo vos sois han.

—¿Emoción? ¿Por qué? —Se encogió de hombros—. Un ciempiés no cae nunca, incluso cuando muere. Los han disponen también de muchos pies y han resistido y resistirán siempre. —Se puso a tapar el modelo con el lienzo—. O si preferís una imagen más viva, hermano mayor: nosotros, como una mujer en jiaogou, nos limitados a envolver y a absorber la lanza que nos penetra.

Yo contesté, y sin ánimo de criticarlo, porque en aquel breve intervalo de tiempo había sacado muy buena impresión del joven artista:

—Ministro Zhao, parece que el tema del jiaogou colorea todos vuestros pensamientos.

—¿Por qué no? Yo soy una puta. —Parecía haber recuperado el buen humor y me condujo de nuevo a la habitación principal—. Por otra parte se dice que una puta es la mujer que menos tolera una violación. Mirad lo que estaba pintando cuando vos llegasteis.

Desplegó el rollo de seda que tenía sobre la tabla de dibujo y yo exclamé de nuevo:

—Porco Dio!

No había visto nunca una pintura semejante. Y lo digo en más de un sentido. Ni en Venecia, donde pueden verse muchas obras de arte, ni en ninguno de los países que había visitado y en algunos de los cuales se encontraban también muchas obras de arte: no había visto nunca una pintura trazada de modo tan exquisito y coloreada como si fuera la vida auténtica captada en toda su amplitud; con tantas luces y sombras que parecía como si mis dedos pudiesen acariciar sus rotundidades e introducirse en sus esquinas; tan sinuosa en sus formas que parecía moverse delante de mis ojos; sin embargo continuaba siendo una pintura, bueno por lo menos estaba allí ejecutada como cualquier otra pintura sobre una superficie plana.

—Observad el parecido —me indicó el maestro Zhao, ronroneando como un docente de San Marcos cuando enseña los santos de mosaico de la basílica—. Sólo un artista capaz de pintar el impalpable fengshui podría reproducir también de modo tan perfecto carnes tan sustanciales.

De hecho las seis personas representadas en la pintura del maestro Zhao eran reconocibles de modo instantáneo e inconfundible. Había visto a cada una de ellas en aquel mismo palacio, vivas, respirando y moviéndose. Sin embargo ahí estaban todas sobre seda, desde los cabellos de sus cabezas y los tonos de su piel a los intrincados dibujos de brocado de sus ropas y las diminutas chispas de luz que prestaban animación a sus ojos: las seis vivas todavía pero congeladas en sus movimientos, cada persona reducida mágicamente al tamaño de mi mano.

—Observad la composición —dijo el maestro Zhao conservando su buen humor, pero en tono severo—. Todas las curvas, las direcciones del movimiento seducen y guían la mirada hacia el tema principal y lo que está haciendo.

Y allí la pintura se diferenciaba egregiamente de todo lo que había visto hasta entonces. El tema principal a que se refería el maestro Zhao era su señor y el mío. El kan de todos los kanes, Kubilai, sin ningún genero de dudas, aunque la única alusión de la pintura a su reinado era el morrión de oro que llevaba, y no llevaba nada más. Y lo que estaba haciendo en la pintura se lo estaba haciendo a una joven dama echada en una cama con su ropa de brocado desvergonzadamente subida por encima de la cintura. Reconocí a la dama (por su cara, pues era lo único que había visto hasta entonces de ella): era una de las concubinas del Kubilai. Dos concubinas más, también considerablemente desmelenadas en sus atavíos y con sus personas expuestas, estaban representadas asistiendo el coito, mientras que la katun Jamui y otra de las esposas de Kubilai se encontraban de pie a un lado, vestidas completamente y con modestia, pero sin que sus miradas fueran en absoluto de desaprobación.

El maestro Zhao, interpretando todavía el papel de aburrido docente, dijo:

—Ésta pintura se titula: «El poderoso ciervo monta a la tercera de sus ansiosas gamas». Observad que él ya ha poseído a dos, pues las nacaradas gotitas de jingye están resbalando todavía por el interior de sus muslos, y todavía quedan dos por disfrutar. El título correcto de esta pintura en han sería Huangse Gongchu

—¿De esta pintura? —pregunté sorprendido—. ¿Habéis hecho otras pinturas de este tipo?

—Bueno, no son idénticas. La última se titulaba Kubilai es el mongol más poderoso porque toma «yin» para aumentar su «yang». Le presentaba de rodillas delante de una chica desnuda, muy joven, lamiendo con su lengua las gotitas de yin nacarado de su loto, mientras ella…

Porco Dio! —exclamé de nuevo—. ¿Y todavía no os han llevado a rastras al acariciador?

El ministro imitó mi exclamación y dijo de buen humor:

Porco Dio, confío que no. ¿Por qué suponéis que continúo dedicándome a este puteo artístico? Como decimos los han, es mi bota y mi saco de arroz. El gran kan me honró con un ministerio teórico únicamente para tener estas pinturas.

—¿Él quiere que se las hagáis?

—A estas alturas debe de tener ya galerías enteras con mis rollos colgados. También hago abanicos. Mi esposa pinta en un abanico un dibujo magnífico de caña zhugan o de flores de peonía y si el abanico se despliega en la dirección normal lo único que aparece es esto. Pero si el abanico se abre coquetamente por el otro lado, puede verse representado en él algún juego erótico.

—Es decir que esto… que éste es el trabajo que ejecutáis principalmente para Kubilai.

—No sólo para Kubilai, maldita sea. Por orden suya estoy a la disposición de los demás como el juglar de un banquete. Mi talento puede ser solicitado por todos mis colegas ministros y cortesanos. No me sorprendería que incluso vos pudieseis hacerlo. Tendré que preguntarlo.

—Es extraordinario… —dije con admiración—. El ministro de la Guerra del kanato… se pasa el rato pintando viles pinturas…

—¿Viles? —Fingió que mi adjetivo le horrorizaba—. Realmente me insultáis. Si dejamos aparte el tema, son obras que han salido en definitiva de la ágil mano de Zhao Mengfu, el maestro de fengshui con el cinturón dorado.

—Oh, no voy a denigrar la habilidad de la ejecución. Éste cuadro es de un valor artístico impecable. Pero…

—Si éste os disgusta —dijo— deberíais ver lo que tuve que pintar para ese degenerado árabe, Achmad. Pero continuad, hermano mayor. ¿Decíais?

—Pero nadie, ni el gran kan, ha poseído nunca una joya roja masculina como la de la pintura. Ciertamente le habéis dado un color rojo muy vivido, pero con un tamaño y unas venas… Parece como si estuviera metiendo a la dama un tronco apenas desbastado.

—Ah sí, el tamaño. Bueno. Desde luego él no posa para estos retratos, pero hay que dejar contento al patrón. El único modelo masculino que utilizo soy yo mismo, con un espejo, para que las articulaciones anatómicas sean correctas. Sin embargo debo confesar que el miembro viril de cualquier han, incluyendo desgraciadamente el mío, apenas se merece un vistazo. Suponiendo que pudiese distinguirse en una pintura de estas dimensiones.

Yo empecé a mostrar mi simpatía, pero él levantó la mano.

—¡Por favor! No digáis nada. Id y mostrad el vuestro, si es preciso, a la armera de la guardia de palacio. Sin duda apreciará el contraste con el de su marido. Pero ya me enseñaron en una ocasión un enorme órgano occidental, y esto me basta. Me asqueó observar que la maldita joya roja del árabe es calva incluso en reposo.

—Los musulmanes están circuncidados, yo no —dije con orgullo—. No tenía intención de enseñar nada. Pero quizá algún día os gustaría pintar a mis doncellas mellizas, que ejecutan algunos maravillosos… —Me detuve, fruncí el cejo y pregunté—: Maestro Zhao, ¿decíais con eso que el ministro Achmad posa para las pinturas de él que vos creáis?

—Sí —dijo con una mueca de disgusto—. Pero no os las enseñaría nunca, ni a vos ni a nadie, y estoy seguro de que Achmad tampoco lo hará. Una vez terminada la pintura se saca de encima a los demás modelos empleados, los envía a las cuatro esquinas del imperio, para que no puedan murmurar ni quejarse de nada. Pero apuesto que por lejos que vayan nunca podrán olvidarse de él ni de mí, por haber presenciado yo lo que sucedió y por haber dejado constancia permanente de su vergüenza.

El anterior buen humor de Zhao se había esfumado completamente, y parecía haber perdido las ganas de hablar, por lo que decidí despedirme. Me retiré a mis aposentos meditando profundamente, y no sobre pinturas eróticas, a pesar de la impresión que habían causado en mí, ni sobre las diversiones secretas del primer ministro Achmad, a pesar del interés que despertaban en mí. No, estuve pensando en dos cosas más que Zhao había mencionado mientras hablaba como ministro de la Guerra:

La provincia de Yunnan.

El pueblo yi.

El evasivo ministro de Razas Menores, Bao Neihe, había abordado también brevemente estos temas. Yo quería saber más sobre ellos y sobre él. Pero aquel día no me enteré de nada más. Narices me estaba esperando para contarme su última correría entre la plantilla de sirvientes, pero no pudo decirme nada referente al ministro Bao. Nos sentamos y encargué a Biliktu que trajera a cada uno una copa de buen vino blanco de putao. Luego nos abanicó con un abanico perfumado mientras conversábamos. Narices, demostrando con orgullo lo mucho que había mejorado en los últimos tiempos su dominio del mongol dijo en aquella lengua:

—Os contaré una historia jugosa, amo Marco. Cuando me contaron por primera vez que el armero de la guardia del palacio era una persona voluptuosa y muy promiscua, la cosa no me intrigó mucho. Al fin y al cabo, ¿hay algún soldado que no fornique? Pero resulta que este oficial es una joven mujer, una dama han de cierta categoría. Su puteo es evidentemente notorio, pero nadie la castiga porque su señor marido es tan cobarde que le perdona su comportamiento indecente.

—Quizá tenga cosas más graves de que preocuparse —le dije yo—. Lo mejor será que ni tú ni yo, por compasión, añadamos nuestras voces al coro general por lo menos no ataquemos a este pobre individuo.

—Como ordenéis, mi amo. Pero no tengo nada que deciros sobre nadie más… aparte de los criados y esclavos, que sin duda no os interesan.

Ciertamente no me interesaban. Pero tuve la sensación de que Narices quería decirme algo más. Le miré especulativamente y luego dije:

—Narices, hace tiempo que te estás comportando de modo extraordinariamente digno. Por lo menos comparado con otras ocasiones. Sólo recuerdo una falta reciente, cuando te sorprendí una noche espiándome con las chicas, y no recuerdo nada semejante desde que nos conocemos. También he observado otras diferencias en ti. Te vistes con la misma elegancia que los demás criados y esclavos del palacio. Y te estás dejando barba. Siempre me había extrañado que consiguieras mantener tu barba como una sucia pelusa de dos semanas. Pero ahora parece una barba respetable, aunque mucho más gris que antes, y tu huidiza barbilla ya no se nota tanto. ¿Por qué te atusas los bigotes? ¿Te estás ocultando de alguien?

—No exactamente, señor. Como decís en este palacio resplandeciente se procura que los esclavos no lo parezcan. Y como decís, sólo intento parecer más respetable. Más parecido al bello personaje que era antes. —Yo suspiré. Pero él no continuó con su habitual estilo fanfarrón; se limitó a decir—: He espiado recientemente a una persona en el sector de los esclavos. Alguien a quien creo que conocí hace mucho tiempo. Pero no me he decidido a hablar con ella porque antes quiero estar bien seguro.

Yo me eché a reír de todo corazón:

—¿No te decides? ¿Tú? ¿Temes que te tomen por un descarado? ¿Y con un esclavo?

Narices se estremeció ligeramente, pero luego se irguió lo más que pudo.

—Los cerdos no son también esclavos, amo Marco. Y los esclavos no lo fuimos siempre. Solía haber algunas distinciones sociales entre algunos de nosotros cuando éramos libres. La única dignidad que podemos ejercer ahora es observar esas pasadas distinciones. Si esta esclava es quien yo me imagino, fue en otra época una dama de alcurnia. Entonces yo era un hombre libre, pero sólo un pastor. Os agradecería, mi amo, que me hicierais el favor de comprobar su identidad antes de que yo me dé a conocer a ella, para que pueda hacerlo con las formalidades y el respeto necesario.

Por un instante me sentí casi avergonzado de mí mismo. Había pedido compasión para el cornudo maestro Zhao, y en cambio me había reído cruelmente de aquel pobre diablo. ¿Estaba yo como él dispuesto a hacer koutou a las distinciones de clase? Pero al instante siguiente recordé que Narices era realmente un desgraciado, un ser de naturaleza repelente que desde que yo lo había conocido sólo había llevado a cabo acciones repugnantes.

—No hagas conmigo el papel de esclavo noble, Narices —le dije secamente—. Tienes una vida mucho mejor de la que mereces. Sin embargo si solo me pides que corrobore la identidad de alguien, lo haré. ¿Qué me pides, y de quién se trata entonces?

—¿Podríais preguntar, mi amo, si los mongoles han hecho alguna vez prisioneros de un reino llamado Capadocia, en Anatolia? Con eso tendré suficiente para saber lo que deseo.

—Anatolia. Eso se encuentra al norte de la ruta que nos llevó desde Levante a Persia. Pero mi padre y mi tío sin duda atravesaron esa región en sus anteriores viajes. Lo preguntaré a ellos y quizá no tenga que preguntar a nadie más.

—Que Alá sonría siempre sobre vos, buen amo.

Le dejé allí para que acabara su vino, aunque Biliktu hizo un ruido de desaprobación al ver que el esclavo continuaba en su presencia. Fui por los corredores del palacio hasta las habitaciones de mi padre. Allí encontré también a mi tío y les dije que tenía algo que preguntar. Pero primero mi padre me informó de que ellos estaban intentando resolver algunos problemas propios.

—Obstáculos interpuestos a nuestras iniciativas comerciales —explicó—. Los musulmanes no parecen muy entusiasmados con nuestra entrada en su ortaq. Están retrasando la concesión de permisos incluso para vender el azafrán que tenemos almacenado. Es evidente que eso refleja algunos celos o alguna malevolencia por parte del ministro de Finanzas, Achmad.

—Tenemos dos opciones —murmuró mi tío—. Sobornar al maldito árabe o presionarle. ¿Pero cómo podemos sobornar a un hombre que tiene ya de todo o que puede conseguirlo todo fácilmente? ¿Cómo podemos influir a un hombre que es el segundo personaje más poderoso del reino?

Pensé que si les contaba las alusiones que había captado sobre la vida privada de Achmad, dispondrían de una buena amenaza para denunciarlo. Pero lo pensé mejor y no mencioné nada. Mi padre se negaría a rebajarse y a explotar esa táctica, y prohibiría a mi tío hacerlo. Además, yo sospechaba que las noticias indirectas que me habían llegado eran peligrosas incluso para mí, y no quería traspasarles aquel peligro. Sólo hice una ligera sugerencia:

—Quizá podríais emplear, como se suele decir, al demonio que tentó a Lucifer.

—¿A una mujer? —gruñó tío Mafio—. Lo dudo. Parece que los gustos de Achmad están envueltos en mucho misterio, no se sabe si prefiere a mujeres, a hombres, a niños, a ovejas o a otra cosa. En todo caso tiene todo el Imperio a su disposición, aparte de lo que el gran kan se reserva para sí.

—Bueno —dijo mi padre—, si realmente dispone de todo lo que desea, puede aplicarse al caso un viejo proverbio: pedid favores a quien tiene el estómago lleno. Dejemos de pelearnos con los pequeños subordinados del ortaq. Acudamos directamente a Achmad y planteémosle directamente nuestra situación. ¿Qué puede hacernos?

—Por lo poco que sé —gruñó tío Mafio—, ese hombre se reiría de un leproso.

Mi padre se encogió de hombros:

—Puede darnos largas, pero al final hará concesiones. Sabe que tenemos buenas relaciones con Kubilai.

—Me gustaría hablar del tema con el gran kan cuando le vea en la próxima ocasión —les dije.

—No, Marco, no te preocupes por eso. No quiero que comprometas tu situación por culpa nuestra. Quizá más tarde, cuando te hayas ganado toda la confianza del Kubilai, y tengamos tal vez necesidad real de tu intercesión. Pero Mafio y yo podemos resolver solos esta situación. ¿Qué querías preguntarnos cuando llegaste?

Yo contesté:

—Cuando vinisteis por primera vez a Kitai, volvisteis a casa pasando por Constantinopla, es decir, que debisteis pasar por las tierras de Anatolia. ¿Estuvisteis en un lugar llamado Capadocia?

—Sí, claro —me respondió mi padre—. Capadocia es un reino de los turcos selyúcidas. Nos detuvimos brevemente en su capital, Erzincan, cuando regresábamos a Venecia. Erzincan está situada exactamente al norte de Suvediye, que ya conoces, Marco, pero a bastante distancia de ella.

—¿Estuvieron alguna vez esos turcos en guerra con los mongoles?

—No en aquel momento —dijo tío Mafio—. Todavía no, por lo que creo. Pero hubo algunos problemas por culpa de los mongoles, porque Capadocia limita con el reino persa del ilkan Abagha. De hecho los problemas empezaron cuando nosotros pasamos por allí. Eso fue hace… ¿cuántos años Nico?: ocho, nueve años…

—¿Y qué sucedió? —pregunté.

—El rey selyúcida Kilil tenía un primer ministro muy ambicioso… —dijo mi padre.

—Igual que Kubilai tiene su valí Achmad —gruñó tío Mafio.

—Y ese ministro se confabuló secretamente con el ilkan Abagha, proponiéndole convertir a los capadocios en vasallos de los mongoles si Abagha le ayudaba a deponer al rey. Y eso fue lo que sucedió.

—¿Cómo fue? —pregunté.

—El rey fue asesinado con toda la familia real, en el mismo palacio de Erzincan —dijo mi tío—. El pueblo sabía que el culpable era el primer ministro, pero ninguno se atrevió a denunciarlo, por miedo a que Abagha se aprovechara de cualquier disputa interior y lanzara a los mongoles a saquear el país.

—De modo —concluyó mi padre—, que el ministro puso en el trono como rey a su propio hijo, nombrándose como es lógico a sí mismo regente, y entregó a Abagha los pocos supervivientes de la familia real para que hiciera con ellos lo que quisiera.

—Ya entiendo —dije—. Y probablemente ahora están dispersados por todo el kanato mongol. ¿Sabéis, padre, si había alguna mujer entre esos supervivientes?

—Sí. Es posible que todos los supervivientes fuesen mujeres. El Primer ministro era un hombre práctico. Es probable que matara a todos los descendientes varones del rey para que no quedara ningún pretendiente legítimo al trono que había conseguido para su hijo. Las mujeres no contaban.

—Casi todas las supervivientes eran primas y parientes de segundo grado —dijo tío Mafio—. Pero por lo menos una de ellas era hija del rey. Se dice que era tan bella que Abagha la hubiese tomado por concubina, pero que le descubrió un defecto. He olvidado cuál. En todo caso la entregó a los mercaderes de esclavos, junto con las demás.

—Tienes razón, Mafio —dijo mi padre—. Había al menos una hija del rey. Su nombre era Mar-Yanah.

Les di las gracias y regresé a mi estancia. Narices, con su astucia habitual se había aprovechado de mi generosidad y Biliktu, de mal humor, continuaba sirviéndole vino y abanicándolo. Yo le increpé exasperado.

—Aquí estás tú, especie de marmota, repachingado como un cortesano, mientras yo corro para cumplir tus encargos. ¿Te parece bien?

Me sonrió medio borracho y preguntó con voz pastosa:

—¿Os habéis informado, mi amo?

—Ésa esclava que dices haber reconocido: ¿podía ser una turca selyúcida?

Su sonrisa se evaporó. Se puso en pie de un salto echándose el vino encima y arrancando a Biliktu un grito de protesta. Se quedó casi temblando delante mío y esperó mis siguientes palabras.

—¿Podría tratarse quizá de una cierta princesa Mar-Yanah?

Narices había bebido mucho, pero de repente recuperó la serenidad, quedando mudo de asombro o de algo parecido, por primera vez en su vida. Permaneció de pie delante mío vibrando y mirándome con los ojos tan abiertos como la ventana de su nariz.

—Mi padre y mi tío me hablaron de esa posibilidad —le dije. Él continuó mirándome pasmado sin abrir la boca hasta que añadí secamente—: Supongo que ésa es la identidad que querías confirmar.

Él murmuró tan bajo que apenas pude oírle:

—Realmente no sabía… si prefería que lo fuera… o si temía esa posibilidad…

Luego sin hacer koutou ni salaam ni murmurar unas palabras de agradecimiento por mis esfuerzos dio media vuelta y se dirigió muy lentamente, arrastrando los pies como un anciano, hacia su cubículo.

Dejé de preocuparme por el tema y me fui también a la cama, acompañado únicamente por Buyantu, porque desde hacía unas noches Biliktu estaba indispuesta para aquel servicio.

9

Mi estancia en el palacio ya era bastante larga cuando tuve la oportunidad de entrevistarme con el cortesano cuyas obras me fascinaban más: el artificiero de la corte, responsable de los llamados árboles de fuego y flores chispeantes. Me dijeron que casi continuamente se encontraba viajando por el país, organizando esos espectáculos cuando alguna ciudad u otra celebraba alguna fiesta. Pero un día de invierno, el príncipe Chingkim vino a decirme que el artificiero Shi había regresado a su puesto en el palacio para iniciar los preparativos de la fiesta anual más importante de Kanbalik: la celebración del Año Nuevo, que era inminente, y Chingkim me condujo a su presencia. El maestro Shi disponía de una casita entera para vivir y trabajar, y ese taller estaba situado bastante lejos de los demás edificios del palacio, para la seguridad de todos, según me dijo Chingkim. De hecho el taller estaba situado al otro lado de la ya construida colina de carbón.

El artificiero estaba inclinado sobre una mesa de trabajo repleta de objetos, y de entrada su ropaje me hizo suponer que era árabe. Pero cuando se volvió para saludarnos comprendí que tenía que ser judío, porque yo había visto ya en otra ocasión aquellos rasgos. Sus ojos de zarzamora me miraron altiva pero cordialmente desde lo alto de una larga y ganchuda nariz como una Simsir, y su cabello y barbas parecían un hongo rizado, gris, pero conservando todavía rastros de rojo.

Chingkim le dijo en mongol:

—Maestro Shi Ixme, desearía presentaros a un invitado de palacio.

—Marco Polo —dijo el artificiero.

—Ah, estabais enterado de su visita.

—Me contaron algo.

—Marco está interesado por vuestro trabajo, y mi real padre quisiera que le contarais algo de él.

—Lo intentaré, príncipe.

Cuando Chingkim se hubo ido, se produjo un breve silencio durante el cual el artificiero y yo nos miramos fijamente. Al final él dijo:

—¿Por qué estáis tan interesado en los árboles de fuego, Marco Polo?

—Son bellos —respondí simplemente.

—La belleza del peligro. ¿Os atrae?

—Sabéis que siempre me ha atraído —respondí. Y esperé.

—Pero también hay peligro en la belleza. ¿No os repele esta perspectiva?

—¡Ajá! —cacareé—. Supongo que ahora me diréis que vuestro nombre en realidad no es Mordecai.

—No os iba a contar nada. Excepto mi trabajo con fuegos bellos pero peligrosos. ¿Qué os gustaría saber, Marco Polo?

—¿De dónde sacasteis un nombre así, Shi Ixme?

—Esto no tiene nada que ver con mi trabajo. Sin embargo… —Se encogió de hombros—. Cuando los judíos llegaron aquí por primera vez les dieron siete apellidos han para que se los repartieran. Shi es uno de esos siete apellidos, y originalmente era Yitzhak. En ivrit mi nombre completo es Shemuel ibn-Yitzhak.

—¿Cuándo llegasteis a Kitai? —le pregunté esperando que dijera que había llegado un poco antes que yo.

—Nací aquí, en la ciudad de Kaifeng, donde se instalaron mis antepasados unos siglos antes.

—No lo creo.

Emitió un ronquido como había hecho Mordecai tan frecuentemente al oír mis comentarios:

—Leed el Viejo Testamento de vuestra Biblia. Capítulo cuarenta y nueve de Isaías, donde el profeta prevé la reunión final de todos los judíos: «He aquí que vienen ellos de lejos, éstos del septentrión y del mar, aquéllos de la Tierra de Sinim». Ésta tierra de Kitai se llama todavía en ivrit Sina. Es decir, que en la época de Isaías, hace más de mil ochocientos años ya había judíos aquí.

—¿Por qué tuvieron que venir aquí los judíos?

—Probablemente porque en los demás lugares no los querían —respondió secamente—. O quizá porque pensaron que los han era una de las tribus perdidas que habían salido de Israel.

—Vamos, maestro Shi. Los han comen cerdo y siempre lo han comido.

Él se encogió nuevamente de hombros:

—Sin embargo tienen cosas en común con los judíos. Sacrifican a sus animales de modo ceremonial, casi kaser, excepto que no quitan los tendones terephah. Y son más estrictos todavía que los judíos en su forma de vestir, porque nunca llevan ropa con mezcla de fibras animales y vegetales.

Yo me mantuve en mis trece:

—Los han no podían haber sido nunca una tribu perdida. No hay la menor semejanza física entre ellos y los judíos.

El maestro Shi rió y dijo:

—Sin embargo ahora los judíos y los han se parecen. No os dejéis engañar por mi aspecto: se debe únicamente a que la familia Shi no contrajo aquí muchos matrimonios cruzados. La mayoría de los siete apellidos sí los contrajeron. De modo que Kitai está lleno de judíos de piel marfileña y ojos sesgados. Sólo se los reconoce a veces por sus narices o si es un hombre por su gid. —Se rió de nuevo y luego agregó más seriamente—: También podéis reconocer a un judío porque donde quiera que vaya continúa observando la religión de sus padres. Todavía se pone de cara a Jerusalén para rezar. También donde quiera que vaya conserva la memoria de las viejas leyendas judías…

—Como los Lamed-var —le interrumpí—. Y los tzaddikim.

—… y donde quiera que vaya continúa compartiendo con los demás judíos todo lo que recuerda del pasado y las cosas nuevas de valor que aprendió por el camino.

—Por eso estabais enterado de mi existencia. Desde que Mordecai escapó del Vulcano la voz se ha ido corriendo…

No dio a entender que hubiera oído nada de lo que dije, sino que continuó hablando:

—Afortunadamente, los mongoles no discriminan entre las razas inferiores. De modo que yo a pesar de ser un judío, soy artificiero de la Corte del kan Kubilai, quien respeta mi arte y a quien no preocupa que mi apellido sea uno de los siete.

—Debéis de estar muy orgulloso, maestro Shi —le dije—. Me gustaría saber cómo llegasteis a escoger esta extraordinaria profesión, y cómo conseguisteis tanto éxito en ella. Siempre había pensado que los judíos eran prestamistas y prenderos, no artistas, ni gente interesada por el éxito.

Soltó de nuevo un bufido:

—¿Quién os ha dicho que el prestamismo sea poco artístico o que una casa de prendas tenga poco éxito?

No pude responder nada, y él al parecer no esperaba ninguna respuesta, o sea que le pregunté:

—¿Cómo inventasteis el árbol de fuego?

—No lo inventé. El secreto de su fabricación lo descubrió un han, y de eso hace mucho tiempo. Mi contribución ha consistido en hacer más fácil la aplicación del secreto.

—¿Y cuál es el secreto, maestro Shi?

—Se llama huoyao, el polvo de fuego. —Nos acercamos a una mesa de trabajo y de una de las muchas jarras y frascos que contenía sacó un pellizco de un polvo gris oscuro—. Observad lo que sucede si dejo esta pizca de huoyao en este plato de porcelana y lo toco con fuego… así.

Cogió una varita encendida de incienso y aplicó la punta al polvo. Tuve un sobresalto cuando el huoyao se inflamó con un ruido rápido, colérico y silbante y produjo una llamarada breve e intensa que dejó una nubecilla de humo azul cuyo olor acre yo ya conocía.

—Esencialmente —dijo el artificiero—, este polvo lo único que hace es quemarse con una rapidez superior a la de cualquier otra sustancia. Pero si se mete muy apretado en un recipiente, la combustión rompe éste produciendo un fuerte ruido y gran cantidad de luz. Si se añaden al huoyao básico otros polvos, sales metálicas de uno u otro tipo, la combustión presenta colores diferentes.

—Pero ¿por qué vuela? —le pregunté—. Además, a veces explota dando una serie de colores distintos.

—Para conseguir este efecto se empaqueta el huoyao dentro de un tubo de papel como éste, con una pequeña abertura en su extremo. —Me enseñó uno de aquellos tubos de papel rígido. Era como una vela grande y hueca, con un agujero en lugar de mecha—. Si entra una chispa en este agujero el polvo se enciende y la llamarada intensa que brota de esta abertura, en el extremo inferior, impulsa todo el tubo hacia adelante o hacia arriba si el tubo apunta en esa dirección.

—Ya lo vi —dije—. Pero ¿por qué lo hace?

—Vamos, Polo —me reprendió—. Tenemos aquí uno de los primeros principios de la filosofía natural. Todo huye del fuego.

—Claro —dije—. Claro.

—Éste es el fuego más intenso que existe y por lo tanto el recipiente huye de él con la mayor energía posible. Y la violencia del retroceso lleva el tubo a una gran distancia o a una gran altura.

Yo agregué para demostrarle que entendía su explicación:

—Pero el tubo tiene el fuego en sus mismas entrañas, y por fuerza ha de llevarse el fuego consigo.

—Exactamente. Y se lleva consigo algo más que el fuego, porque antes he atado otros tubos alrededor del que huye. Cuando el primero se ha consumido, y yo puedo decidir el tiempo que tardará, enciende los otros tubos. Según de qué tipo sean, los demás tubos explotan en aquel instante esparciendo fuego de un color u otro, o bien huyen siguiendo el mismo curso para explotar al cabo de un rato. Puedo combinar en un aparato varios tubos voladores y explosivos y fabricar un árbol de fuego que brote hacia arriba a cualquier altura y que luego estalle produciendo un dibujo de flores chispeantes con muchos colores distintos. Flores de melocotón, de amapola, lirios de tigre, cualquier flor que desee hacer florecer en el cielo.

—Es ingenioso —dije—. Fantástico. Pero el ingrediente principal, el huoyao, ¿de qué elementos mágicos se compone?

—Fue un hombre realmente ingenioso quien lo compuso por primera vez —explicó el artificiero—. Pero los elementos constituyentes son los más simples imaginables. —Cogió pizcas de polvo de tres jarras distintas y las depositó sobre la mesa: un polvo era negro otro amarillo, el tercero blanco—. Tanhua, liu y tongbian. Probadlos y deberéis reconocerlos.

Lamí la punta de un dedo, cogí con él unos cuantos granos del fino polvo negro y toqué mi lengua; entonces dije sorprendido:

—No es más que carbón vegetal. —Después de probar el polvo amarillo dije—: Sólo azufre común. —Y en relación al polvo blanco comenté pensativamente—: Hum. Salado, amargo, casi avinagrado. Pero ¿qué…?

El maestro Shi sonrió y dijo:

—La orina cristalizada de un chico virgen.

Vaj! —gruñí y me restregué la manga sobre la boca.

Tongbian, la piedra de otoño, como lo llaman los han —dijo el artificiero disfrutando maliciosamente con mi confusión—. Los brujos, hechiceros y practicantes de la al-kimia lo consideran un elemento precioso. Lo emplean en medicinas, filtros amorosos y cosas semejantes. Toman la orina de un chico no mayor de doce años, la filtran a través de ceniza de madera y dejan que se solidifique en forma de cristales. Como veis, es bastante difícil de conseguir, y sólo llega en pequeñas cantidades. Pero la receta original del polvo de fuego lo especificaba así: carbón, azufre y la piedra de otoño, y esta receta se transmitió sin cambiar a lo largo de las generaciones. El carbón y el azufre han sido siempre abundantes, pero no el tercer ingrediente. O sea que antes de mi época se fabricaban muy pocas cantidades de polvo de fuego.

—¿Inventasteis algún sistema para disponer en abundancia de chicos vírgenes?

Hizo un ronquido al estilo de Mordecai:

—A veces resulta beneficioso proceder de una familia humilde. Cuando probé por primera vez el elemento, como acabáis de hacer vos, descubrí que era una sustancia diferente y mucho menos exquisita. Mi padre era vendedor ambulante de pescado, y para que los filetes de pescado barato tuvieran un color rosado más delicioso los impregnaba en una salmuera de una sal vil llamada salitre. La piedra de otoño no es más que eso: salitre. Ignoro por qué motivo tiene que estar presente en la orina de los chicos, ni me importa, porque no necesito chicos para fabricarla. Kitai está bien provisto de lagos salados y en sus bordes hay abundancia de costras que contienen salitre. O sea que muchos siglos después de que algún genio han de la al-kimia compusiera por primera vez el polvo de fuego, yo, el simple hijo, muy inquisitivo, de un judío vendedor ambulante de pescado, un han Shi, fui el primero en fabricarlo en grandes cantidades consiguiendo así que los hombres de todas partes puedan disfrutar del glorioso espectáculo de sus árboles de fuego y sus chispeantes flores.

—Maestro Shi —dije con cierta vacilación—, cuando admiré por primera vez la belleza de estas obras, al mismo tiempo se me ocurrió la idea de dedicarlas a usos de mayor rendimiento. Tuve esta idea cuando mi caballo se encabritó y retrocedió ante el despliegue de los árboles de fuego. ¿No podrían utilizarse como armas de guerra estos aparatos vuestros? ¿Para romper una carga de caballería, por ejemplo?

El maestro volvió a lanzar un ronquido:

—Buena idea, sí, pero lleva un retraso de unos sesenta años. En el año de mi nacimiento, vamos a ver, esto sería según vuestro cómputo cristiano el mil doscientos catorce, mi ciudad natal de Kaifeng fue asediada por los mongoles del kan Chinghiz. Su caballería se asustó y se dispersó ante unas bolas de fuego que llegaron volando en medio de ella con estelas de chispas, silbidos y estallidos. No hay que decir que eso no detuvo mucho tiempo a los mongoles, y que al final conquistaron la ciudad, pero esta valiente defensa inventada por el artificiero de Kaifeng se hizo legendaria. Y como ya os dije nosotros los judíos recordamos muy bien las leyendas. Yo crecí fascinado por el tema, y al final me convertí en artificiero. Ésa fue la primera utilización guerrera que se recuerda del polvo de fuego y tuvo lugar en Kaifeng.

—¿La primera? —repetí—. ¿O sea que luego se ha utilizado más veces?

—Nuestro kan Kubilai no es un guerrero que pueda ignorar ningún aparato bélico prometedor —dijo el maestro Shi—. También yo estoy interesado en ensayar nuevas aplicaciones de mi arte, pero además el kan me ha encargado que investigue personalmente todo posible uso del huoyao en los proyectiles de guerra. Y he conseguido algunos éxitos parciales.

—Me gustaría conocerlos —le dije.

El artificiero no parecía muy dispuesto a contarme más. Me miró por debajo de sus cejas fungoides y dijo:

—Los han tienen una historia. Trata sobre el maestro arquero Yi que venció durante toda su vida a todos los enemigos, hasta que enseñó sus habilidades a un discípulo ansioso de aprender, y éste acabó matándolo.

—No deseo apropiarme de ninguna de vuestras ideas —dije—. Y os comunicaré libremente todas las que se me ocurran. Os podrían ser de alguna utilidad.

—El peligro de la belleza —murmuró—. Bien, ¿conocéis la nuez grande y peluda llamada nuez índica?

Me pregunté qué relación podía tener y le respondí:

—He comido su carne en algunos platos confeccionados aquí.

—Yo he cogido nueces índicas vaciadas, he metido en su interior huoyao bien prensado y he insertado mechas que comuniquen al polvo una chispa transcurrido un intervalo adecuado de tiempo. He hecho lo mismo con los entrenudos de la robusta caña zhugan. Un nombre o una simple catapulta puede proyectar estos objetos dentro de las defensas enemigas y si funcionan correctamente liberan su energía con una fuerza explosiva tan grande que una sola nuez o caña podría hundir esta casa entera.

—Maravilloso —dije.

—Cuando funciona. También he utilizado con otro fin cañas mayores de zhugan. Si inserto uno de mis aparatos volantes en una caña larga y vacía antes de encender la mecha, un guerrero puede apuntar literalmente el proyectil como una flecha y enviarlo volando a su objetivo, en línea más o menos recta.

—Ingenioso —dije.

—Cuando funciona. He fabricado también proyectiles mezclando el huoyao con aceite mineral, con polvo de kara, incluso con estiércol de campo. Cuando se disparan sobre las defensas de un enemigo esparcen un fuego casi inextinguible, o un humo denso maloliente y asfixiante.

—Fantástico —dije.

—Cuando funcionan. Por desgracia el huoyao tiene un defecto que lo hace totalmente inútil para el uso militar. Como habéis visto, sus tres elementos componentes son polvos finamente molidos. Pero cada uno de estos polvos tiene una densidad o peso inherente distintos. Y por apretados que estén estos tres componentes en un recipiente, se van separando gradualmente uno de otro. El menor movimiento o vibración del recipiente provoca la descombinación del salitre, más pesado, que se desliza hacia el fondo y el huoyao acaba inerte e impotente. Por lo tanto resulta imposible fabricar, almacenar y suministrar cualquiera de mis inventos. Bastan los movimientos dentro del almacén, y más los de fuera de él, para dejarlo absolutamente inútil.

—Entiendo —dije, compartiendo su tono de profundo desengaño—. ¿Por eso estáis continuamente de viaje, maestro Shi?

—Sí. Para organizar una exhibición de árboles de fuego en cualquier ciudad, debo desplazarme hasta allí y hacerlo todo sobre el terreno. Me llevo un cargamento de tubos de papel, mechas y barriles de cada uno de los polvos constituyentes, y no cuesta mucho luego mezclar el huoyao y cargar los distintos aparatos. Eso es, claro, lo que hizo el artificiero de Kaifeng cuando se puso cerco a mi ciudad. Pero ¿podéis imaginaros todo eso en época de guerra, en el campo de batalla en pleno combate? Cada compañía de guerreros debería disponer de su propio artificiero, y éste debería tener a mano todos sus suministros y equipo y ser inhumanamente rápido y hábil. No, Marco Polo, temo que el huoyao será para siempre un bonito juguete. Al parecer no hay esperanza de aplicarlo militarmente, excepto quizá en la situación ocasional de una ciudad asediada.

—¡Qué lástima! —murmuré—. ¿Pero el único problema es la tendencia de los polvos a separarse?

—Éste es el único problema —dijo con recalcada ironía—, del mismo modo que la falta de alas es lo único que impide volar a un hombre.

—Sólo la separación… —dije para mí, varias veces, hasta que di un chasquido con los dedos y exclamé—: ¡Ya lo tengo!

—¿Lo tenéis ya?

—El polvo se dispersa, pero el fango no, y la arcilla endurecida tampoco. ¿Supongamos que humedecierais el huoyao para formar un fango? ¿O que lo cocierais para convertirlo en un sólido?

—Imbécil —dijo, pero en tono divertido—. Si se humedece el polvo ya no se inflama. Y si lo ponéis al fuego para que se cueza puede estallaros en la cara.

—Oh —exclamé, desinflándome.

—Os lo dije, en esta bella materia hay peligro.

—Yo no temo mucho el peligro, maestro Shi —repliqué, mientras continuaba rumiando el problema—. Sé que estáis muy ocupado preparando las celebraciones de Año Nuevo, o sea que no deseo molestaros con mi compañía. Pero mientras vos hacéis otras cosas me gustaría que me dejarais algunas jarras de huoyao para poder especular sobre maneras y sistemas…

Bevakashà! Con esto no se puede jugar.

—Tendré mucho cuidado, maestro Shi. Quemaré como máximo una pizca de polvo. Estudiaré sus propiedades e intentare encontrar una solución al problema de la separación de los componentes.

Jakma! Como si yo y todos los demás artificieros no hubiésemos dedicado nuestras vidas a ello, desde que se compuso por primera vez el polvo de fuego. Y vos, que no habíais visto nunca tal sustancia, me proponéis ahora que juegue como hizo el maestro arquero Yi.

Entonces le dije persuasivamente:

—Lo mismo podría haber dicho el artificiero de Kaifeng. —Hubo un breve silencio y añadí—: Tampoco el inquisitivo hijo de un vendedor ambulante de pescado merecía la confianza necesaria que le permitiera aportar una nueva idea al arte.

Hubo un silencio más largo. Luego el maestro Shi suspiró y dijo, evidentemente a su deidad:

—Señor, estoy comprometido, confío que lo entendáis. Éste Marco Polo sin duda hizo en alguna ocasión una buena obra, y el proverbio nos dice que un mitzva se merece otro mitzva.

Sacó de debajo de la mesa de trabajo dos cestos de caña de trenzado muy espeso y me los tiró a los brazos:

—Ahí los tenéis, estimable loco. En cada cesto hay cincuenta liang de huoyao. Haced lo que os plazca y l’chaim a vos. Confío que la siguiente noticia que me llegue de Marco Polo sea su resonante salida de este mundo.

Llevé mis cestos a mi apartamento con la intención de empezar inmediatamente mis ensayos de al-kimia. Pero Narices me estaba esperando y le pregunté si me traía alguna información.

—Muy poco, mi amo. Sólo un pequeño cotilleo salaz sobre el astrólogo de la corte, si os interesa. Parece que es un eunuco, y que desde hace cincuenta años conserva sus partes en salmuera en una jarra al lado de la cama. Quiere que las entierren con él, para llegar entero al otro mundo.

—¿Es esto todo? —le dije, con ganas de ponerme a trabajar.

—En todas partes se están preparando para el Año Nuevo. Han echado paja seca en todos los patios por si se acerca algún espíritu maligno gui, para que se asuste con el ruido de sus propias pisadas. Las mujeres están preparando el pudín de Ocho Ingredientes, que es una golosina de fiesta, y los hombres están fabricando muchas linternas para engalanar las festividades y los niños están haciendo molinillos de papel. Se dice que algunas familias gastan en esta ocasión sus ahorros de todo el año. Pero no todo el mundo está contento, muchos han se suicidan.

—¿Por qué motivo?

—Existe la costumbre de saldar todas las deudas importantes en esta estación. Los acreedores pasan de puerta en puerta y muchos deudores desesperados se ahorcan para salvar la cara, como dicen los han, por la vergüenza que les da no poder pagar. Mientras tanto los mongoles que no se preocupan mucho por la cara, embadurnan con melaza las de sus dioses de la cocina.

—¿Qué?

—Tienen la extraña creencia de que el ídolo que guardan sobre el fogón de la cocina, el dios doméstico Nagatai, asciende al cielo en esta época para informar al gran dios Tengri sobre su comportamiento del año. Dan melaza a Nagatai con la extraña idea de que sus labios quedan así sellados y no puede contar nada perjudicial.

—Extraño, sí —dije yo. Biliktu entró entonces en la habitación y cogió mis cestos. Le indiqué que los dejara sobre la mesa—. ¿Algo más, Narices?

El esclavo se retorció las manos:

—Sólo que me he enamorado.

—¿Oh? —dije sumido en mis propios sentimientos—. ¿De qué?

—Amo, no os riáis de mí. De una mujer, ¿de qué más podría ser?

—¿De qué más? Que yo sepa copulaste anteriormente con un poney de Bagdad, un joven de Kashan, un bebé Sindi de sexo indeterminado…

Se retorció las manos un rato más.

—Por favor, mi amo, no se lo digáis.

—¿Decírselo a quién?

—A la princesa Mar-Yanah.

—Ah, sí. Aquélla. O sea que ahora has fijado tu mirada en una princesa, ¿no? Bueno, admiro la amplia variedad de tus deseos. Y no le contaré nada. ¿Qué interés podría tener yo en decirle nada?

—Porque voy a pediros un favor, amo Marco. Os pido que le habléis en nombre mío. Que le habléis de mis virtudes y de mi rectitud.

—¿Tú, recto? ¿Virtuoso? Por Dios, ni siquiera estaba seguro de que fueras humano.

—Por favor, mi amo. Sabed que hay ciertas reglas de palacio en relación al matrimonio entre esclavos…

—¡Matrimonio! —exclamé—. ¿Estás pensando en casarte?

—Es cierto, como dice el profeta, que todas las mujeres son piedras —dijo meditativamente—. Pero algunas son piedras de molino que cuelgan de mi cuello y otras son piedras preciosas que aureolan mi corazón.

—Narices —le dije lo más suavemente que pude—. Ésta mujer puede haberse hundido en el mundo, pero sin llegar… —me detuve pues no podía decir «tan bajo como tú». Empecé de nuevo—: Quizá ahora sea una esclava, pero antes era una princesa, y dijiste que en aquella época tú sólo eras un pastor. Además tengo entendido que es una mujer bella, o que lo era.

—Lo es —dijo, y añadió débilmente—. También yo lo era… antes.

Exasperado al ver que persistía en ese viejo cuento, le dije:

—¿La has visto últimamente? Mírate a ti mismo. Estás aquí con tan poca gracia como un ave camello, con la panza colgando, los ojos de cerdo, metiéndote el dedo en el único agujero de tu nariz. Dime la verdad: ¿desde que la espiaste y la reconociste te has dado a conocer a esa princesa Mar-Yanah? ¿Te reconoció ella? ¿Huyó asqueada o sólo se echó a reír?

—No —dijo inclinando la cabeza—. No me he presentado. Sólo la he venerado desde lejos. Confiaba en que primero le diríais algo, para prepararla… para despertar en ella el deseo de conocerme…

Al oír esto fui yo quien se echó a reír:

—¡Sólo nos faltaba eso! No he oído nunca mayor descaro. Me pides que haga de alcahuete entre un esclavo y otro. ¿Qué debo decirle, Narices? —Puse una voz meliflua, como si hablara a una princesa—: Tengo entendido, alteza, que vuestro galante adorador no sufre en este momento ninguna enfermedad vergonzosa en sus partes amatorias. —Luego añadí severamente—: ¿Qué podría decirle sin mentir gravemente, sin poner en peligro mi alma inmortal? ¿Qué podría decir yo para mover en tu favor no ya una antigua princesa, sino a una hembra cualquiera, y lograr que mirara favorablemente a una criatura de tu ralea?

Narices con una dignidad absurda en un ser como él dijo:

—Si el amo tuviera la bondad de escucharme un poco le contaría algunos detalles de esta historia.

—Cuenta, pues. Pero ligero, porque tengo que hacer.

—Empezó hace veinte años en la capital de Capadocia, Erzincan. Ella era ciertamente una princesa turca, la hija del rey Kiliy, y yo no era más que un pastor de caballos del rey. Ni él ni ella lo sabían, probablemente, porque yo era solamente uno de los muchos mozos de establo que veían cuando pedían una montura o un vehículo. Pero yo la veía, y entonces como ahora la veneré mudamente desde lejos. Como es lógico nada hubiese sucedido. Excepto que Alá hizo que ella y yo cayéramos en poder de unos bandidos árabes…

—Por favor, Narices, ¡no! —le supliqué—. No me vengas con otra historia de tu heroísmo. Por hoy ya he reído bastante.

—No me detendré en el episodio del secuestro. Baste decir que la princesa tuvo motivos para verme, y que me miró con ojos apasionados. Pero cuando conseguimos escapar de los árabes y volver a Erzincan, su padre me premió con un cargo más alto a su servicio y me envió al campo a considerable distancia del palacio.

—Esto —murmuré—, me lo creo.

—Y por desgracia caí de nuevo en manos de merodeadores. Mercaderes turcos de esclavos en esta ocasión. Se me llevaron y no volví a ver Capadocia ni a la princesa. Intenté recoger todos los rumores relativos a aquella parte del mundo, y nunca oí que se casara, por lo que guardaba todavía un pequeño motivo de esperanza. Pero luego me enteré de la matanza masiva de esta familia real selyúcida y supuse que había muerto con los demás. Si yo hubiese estado todavía en el palacio cuando esto sucedió, quizás hubiese podido…

—Por favor, Narices.

—Sí, mi amo. Bueno, si Mar-Yanah había muerto, ya no me importaba mi destino. Yo era un esclavo, la forma de vida más baja, y por lo tanto sería la forma de vida más baja. Soporté todo tipo de humillaciones, sin importarme. Provoqué las humillaciones. Empecé incluso a humillarme yo mismo. Me revolqué en la humillación. Quería ser lo peor del mundo, porque había perdido lo mejor. Me convertí en un desgraciado, en un ser degradado y despreciable. No me importó perder mi belleza, mi respeto personal y el respeto de los demás. No me hubiese importado incluso perder mis partes vitales, pero por motivos que ignoro, ninguno de mis numerosos amos pensó nunca en convertirme en un eunuco. Continuaba siendo un hombre, pero ya no tenía esperanzas de amor, y me abandoné a la lujuria. Tomé cualquier persona o cualquier cosa accesible a un esclavo, y la mayoría son cosas viles. Así era cuando vos me encontrasteis, amo Marco, y así continué siendo.

—Hasta ahora —dije—. Permíteme que acabe yo, Narices. Ahora aquel amor tanto tiempo perdido ha vuelto a entrar en tu vida. ¿Vas a cambiar ahora?

Él me sorprendió diciendo:

—No. No mi amo, demasiados hombres han dicho esto con demasiada frecuencia. Sólo un imbécil puede creer tal cosa. Voy a decir únicamente que sólo deseo cambiar para volver atrás. Para volver a lo que era antes de ser… este Narices.

Me quedé mucho rato mirándole, y me lo pensé mucho antes de hablar.

—Sólo un amo malvado negaría a un hombre la posibilidad de conseguir esto, y yo no soy malvado. De hecho debería estar interesado en ver cómo eras antes. —También tenía un cierto interés en ver a la persona sucia y gastada a la que había entregado su corazón. Después de ocho o nueve años de esclavitud entre los mongoles tenía que ser por fuerza una piltrafa aunque antes hubiese sido otra cosa—. Muy bien. Deseas que avise a esa Mar-Yanah de que su héroe de otros tiempos todavía existe. Puedo hacerlo. ¿Cómo debo proceder?

—Comunicaré únicamente a la residencia de los esclavos que el amo Marco desea hablar con ella. Y entonces si vuestra compasiva generosidad pudiese inspirarnos…

—No voy a contarle mentiras sobre ti, Narices. Te prometo únicamente pasar por alto las verdades más asquerosas, si puedo.

—Es todo lo que podía pediros. Que Alá os bendiga siempre…

—Ahora tengo otras cosas en que pensar. No la hagas venir hasta que hayan finalizado las celebraciones de Año Nuevo.

Cuando hubo salido, me senté para contemplar el huoyao. De vez en cuando metía los dedos en el polvo, y luego sacudía uno de los cestos para ver con qué facilidad los granos blancos de salitre se separaban de los negros de carbón y del amarillo azufre y desaparecían. Aquél día, y muchos días después porque tuve que dar preferencia a otras cosas, no me ocupé más del polvo de fuego.

Aquélla noche, cuando fui a la cama y sólo vino Buyantu, gruñí:

—¿Qué le pasa a Biliktu?, ¿qué indisposición tiene hoy? La vi hace sólo unas horas en estas habitaciones, y parecía en perfecto estado. Hace quizá más de un mes desde que durmió en esta cama conmigo o con nosotros. ¿Me está evitando? ¿La he enojado en algo?

Buyantu se limitó a contestarme provocándome:

—¿La echas de menos? ¿No te basto yo? Al fin y al cabo mi hermana y yo somos idénticas. Abrázame y mira. —Se acurrucó en mis brazos—. Eso. No puedes quejarte ahora de que te falta lo que tienes a tu lado. Pero si lo deseas puedes fingir que yo soy Biliktu y te desafío a que me digas en qué punto no lo soy.

Tenía razón. Cuando en la oscuridad imaginé que ella era su hermana podía haberlo sido perfectamente, y no podía quejarme de que me privaban de ella.

10

En Venecia no hacemos mucho caso de la llegada de un nuevo año. Es simplemente el primer día de marzo, en el cual iniciamos el calendario del año siguiente, y no hay motivo para celebrarlo a no ser que coincida con el día de Carnevale. Pero en Kitai cada Año Nuevo se consideraba algo portentoso que debía recibirse apropiadamente. De este modo la excusa de las fiestas consumía un mes entero, saltando del año viejo al año nuevo. Todo el calendario de Kitai dependía de la luna, como nuestras fiestas móviles cristianas, y el Primer Día de la Primera Luna puede caer en cualquier fecha entre mediados de enero y mediados de febrero. Las festividades comenzaban la séptima noche de la Doceava Luna del año viejo, cuando las familias se reunían para comer el tradicional pastel de Ocho Ingredientes y luego intercambiaban regalos entre ellos y sus vecinos, amigos y parientes.

A partir de aquel momento parecía como si cada día y cada noche tuviesen que celebrar algo. Por ejemplo el día veintitrés de la Doceava Luna todo el mundo gritaba «bon viazo» al dios de la cocina, Nagatai, quien ascendía ostensiblemente al cielo para presentar su informe sobre la casa que controlaba. Se supone que ese dios no regresaba a su puesto en el hogar hasta la víspera de Año Nuevo, y todos aprovechaban su ausencia para entregarse al libertinaje de comida, bebida, juego y otras cosas que no se atreverían a hacer o que les daría vergüenza hacer bajo la mirada de Nagatai.

El día final del año viejo era el más frenético de toda esta temporada, porque era el último día hábil para cobrar las deudas y saldar las cuentas. Las calles vecinas a las casas de empeños estaban atestadas de gente que por unos miserables qian dejaban en depósito sus joyas, sus muebles e incluso la ropa que llevaban puesta. Todas las demás calles estaban atestadas igualmente y en pleno torbellino por el paso de los acreedores que iban en busca de sus deudores y por las carreras de los deudores que buscaban desesperadamente algún medio para pagar a los primeros o escapar de ellos. Se oían muchos gritos y los insultos y los golpes volaban por doquier, e incluso, como me había dicho Narices, algún deudor se autoinmolaba al sentirse incapaz de continuar viviendo con la cabeza alta, o con la cara, como dicen los han.

Cuando llegó la noche de este último día del viejo año y empezó la víspera del Primer Día de la Primera Luna, empezaron también las exhibiciones nocturnas de los árboles de fuego y de las flores chispeantes del maestro Shi, de maravillosa variedad, acompañadas por desfiles, bailes en la calle, ruidos tumultuosos y música de campanas, gongs y trompetas. Cuando llegó el alba del día de Año Nuevo, las interminables festividades quedaron atemperadas por una única demostración formal de abstinencia cuaresmal, pues era el único día del año en que todo el mundo tenía prohibido comer carne. Y durante los cinco días siguientes nadie podía tirar nada. Si un pinche se atrevía a tirar el agua sucia de la cocina se arriesgaba a tirar la buena fortuna de la familia durante todo el año siguiente. Después de estas dos demostraciones de austeridad, las fiestas continuaron incesantemente hasta alcanzar el quinceavo día de la Luna Nueva.

El pueblo bajo colgaba nuevas imágenes de sus viejos dioses, pegándolas ceremoniosamente sobre las viejas y gastadas imágenes que estuvieron colgadas durante el año anterior en las puertas y paredes de sus casas. Las familias que podían permitírselo pagaban a un escriba para que les compusiera un «dístico de primavera» que también se pegaba en algún lugar. Las calles estaban llenas perpetuamente de acróbatas, máscaras, gente con zancos, cuentistas, luchadores, juglares, manipuladores de aros, comedores de fuego, astrólogos, adivinos, vendedores ambulantes de toda clase de comida y bebida, incluso «leones danzantes», consistentes en dos hombres extraordinariamente ágiles metidos en un traje de yeso dorado y de tela roja que ejecutaban contorsiones casi increíbles, y muy poco leoninas.

Los sacerdotes han de todas las religiones presidían en sus respectivos templos de modo bastante irreligioso juegos públicos de azar. Participaban multitud de jugadores, y supongo que los acreedores derrochaban allí sus recientes ganancias, mientras que los deudores intentaban recuperar sus pérdidas; la mayoría estaban borrachos, las apuestas eran altas y grande la poca pericia de los jugadores, es decir, que los beneficios del juego mantenían todos los templos y a sus sacerdotes durante todo el año. Uno de los juegos consistía simplemente en la familiar tirada de dados. Otro, llamado majiang, se jugaba con pequeñas fichas de hueso. Otro, con tarjetas de papel rígido llamadas zhipai.

(Yo mismo me dejé seducir por las complicaciones del zhipai y aprendí a jugar todos los juegos, porque hay un número incontable de pasatiempos que se pueden jugar con una baraja de setenta y ocho cartas divididas en órdenes de corazones, campanas, hojas y bellotas, y subdivididas en cartas de puntas, cotas y emblemas. Pero cuando volví a Venecia llevé una baraja y desde entonces las cartas se han admirado y copiado mucho y han recibido el nombre de tarocchi, por lo que todo el mundo las conoce y no es preciso que hable más sobre el zhipai).

La temporada de fiestas concluyó con la Fiesta de las Linternas, el día quince de la Primera Luna. Los festejos continuaban todavía en las calles de Kanbalik pero aquella noche cada familia rivalizaba presentando linternas de ejecución maravillosa. Todas exhibían sus creaciones de papel, seda, cuerno transparente o cristal de Moscovia, en forma de bolas, cubos, abanicos, pequeños templos, iluminados siempre con bujías o candelas en su interior.

Hacia medianoche se paseaba por las calles un maravilloso dragón. Tenía más de cuarenta pasos de longitud y estaba fabricado de seda sostenida por costillas de caña perfiladas por candelas pegadas, y lo llevaban unos cincuenta hombres, de los cuales sólo se veían los pies bailando, revestidos con zapatos que imitaban grandes garras. La cabeza del dragón era de yeso y madera dorada y esmaltada, con ojos llameantes dorados y azules, cuernos de plata, una barba de seda verde bajo su barbilla, una lengua roja y aterciopelada que pendía de su terrible boca. La cabeza sola era tan grande y pesada que se necesitaban cuatro hombres para llevarla y atacar con ella entre saltos a la gente de la calle chasqueando las mandíbulas. El dragón enfilaba una calle tras otra, haciendo cabriolas, ondulando y encorvándose de modo muy realista. Y finalmente, cuando el último juerguista se iba ya a la cama o caía al suelo inconsciente en plena calle, el dragón se metía cansado en su madriguera y el Nuevo Año quedaba oficialmente inaugurado.

Los ciudadanos de Kanbalik habían disfrutado de un mes entero liberados de sus ocupaciones más corrientes. Pero el trabajo de los funcionarios, como el de los campesinos, no se interrumpe porque el calendario declare una fiesta. Los cortesanos de palacio y los ministros del gobierno continuaron trabajando durante toda la estación festiva, aparte de algunas salidas ocasionales para contemplar las diversiones del pueblo. Yo continué visitándolos a uno tras otro, y cada semana tenía audiencia con el kan Kubilai, para que pudiera juzgar los progresos de mi educación. En cada visita trataba de impresionarle o de asombrarle con las noticias que le traía. A veces, como es lógico, no tenía nada que decirle aparte de tonterías como:

—¿Sabíais, excelencia, que el astrólogo de la corte, un eunuco, guarda su aparato cercenado en una jarra?

A lo que él replicó con cierta aspereza:

—Sí, se rumorea que al hacer sus predicciones el viejo chalado consulta esos pepinos con más frecuencia que las estrellas.

Pero normalmente hablábamos sobre temas de más importancia. En una de las reuniones celebradas después de las fiestas de Año Nuevo, y después de haberme dedicado durante una semana a entrevistar a los ocho jueces del Cheng, tuve la osadía de discutir con el gran kan las leyes y estatutos que rigen sus dominios. El marco de esa conversación fue tan interesante como su contenido, porque la celebramos al aire libre y en circunstancias singulares.

El arquitecto de la corte, sus esclavos y sus elefantes habían acabado ya de construir la colina de carbón, y la habían cubierto de turba blanda, y el maestro jardinero y sus hombres habían plantado en ella prados, flores, árboles y arbustos. No había florecido nada todavía, y la colina estaba muy pelada. Pero se habían construido ya muchos complementos arquitectónicos de estilo han, que daban bastante color a la colina. El gran kan y el príncipe Chingkim estaban inspeccionando aquel día las últimas obras y me invitaron a acompañarlos. El último adorno de la colina era un pabellón redondo de unos diez pasos de diámetro, un edificio lleno de curvas: tejado colgante, retorcidos pilares, balaustradas de filigranas y ni una sola línea recta. Estaba cercado por una terraza pavimentada de anchura igual al diámetro del pabellón, y la terraza a su vez estaba cercada por un sólido muro alto como dos personas, cuya superficie entera interior y exterior era un mosaico de gemas, esmaltes, dorados y tesserae de jade y de porcelana.

El pabellón era ya muy notable a la vista, pero tenía un rasgo que sólo captaba el oído. No sé si el arquitecto de la corte lo había planeado así, o si el resultado era meramente fortuito. Dos o más personas podían situarse en cualquier lugar dentro de este muro circundante, separados por cualquier distancia, y aunque hablaran en un murmullo podían oírse perfectamente. El lugar se conoció más tarde como el Pabellón del Eco, pero creo que el gran kan, el príncipe y yo fuimos los primeros en divertirnos con esta propiedad peculiar. Conversamos situándonos en tres puntos equidistantes dentro del muro, a unos ochenta pies de distancia el uno del otro, sin que ninguno pudiera ver a nadie porque la curva del pabellón interceptaba la vista directa, pero los tres hablamos en tono normal y conversamos con tanta facilidad como si nos hubiésemos sentado en una mesa al aire libre.

—Los jueces del Cheng me leyeron el actual código legal de Kitai excelencia —dije—. Creo que algunas leyes son severas. Recuerdo una según la cual si se comete un crimen, el magistrado de la prefectura ha de descubrir y castigar al culpable, de lo contrario él mismo sufrirá el castigo que la ley reserva para este crimen.

—¿Qué tiene esto de severo? —preguntó la voz de Kubilai—. Sólo garantiza que ningún magistrado eludirá sus responsabilidades.

—¿Pero no existe la posibilidad, excelencia, de que se castigue a menudo a una persona inocente, sólo porque alguien ha de ser castigado?

—¿Y qué? —dijo la voz de Chingkim—. El crimen ha quedado reparado y todo el pueblo sabe que pasará igual con cualquier otro crimen. Así la ley tiende a que todo el mundo evite cometer crímenes.

—Pero he observado —dije— que el pueblo han, si se le deja tranquilo, confía con razón que su tradicional cortesía guiará su comportamiento en todo momento, desde los asuntos cotidianos hasta los de mayor gravedad. Hablemos por ejemplo de la cortesía en el trato. Si un cartero tuviera la poca delicadeza de pedir una dirección a un peatón sin descender antes cortésmente de su carruaje, seguro que éste le indicaría una dirección equivocada, suponiendo que no le echara en cara su mal comportamiento.

—Ah, ¿pero le reformaría esto tan bien como unos buenos latigazos? —preguntó la voz de Kubilai.

—No necesita que le reformen, excelencia, porque, de entrada, él ya no haría una cosa tan poco educada. Tomemos otro ejemplo: la simple honestidad. Si una persona que anda por la calle descubre un objeto perdido por alguien, no se lo apropiará, sino que montará guardia a su lado. Pasará su turno de vigilancia a quien llegue después y éste al siguiente. Todos vigilarán diligentemente este objeto hasta que su propietario vuelva para buscarlo.

—Estás hablando ahora de casualidades —dijo la voz del gran kan—. Empezaste con crímenes y leyes.

—Muy bien, excelencia, consideremos un agravio concreto. Si una persona es agraviada por alguien no se va corriendo al magistrado y le pide que imponga al otro una reparación. Los han tienen un proverbio: advertir al muerto para que evite condenarse y advertir al viviente para que evite el tribunal. Si un han provoca su propia desgracia se quitará la vida para expiarlo, como he visto con frecuencia durante el pasado Año Nuevo. Si otro hombre le ofende gravemente y su conciencia no resuelve pronto la cuestión, la víctima se ahorcará delante de la puerta del culpable. Los han piensan que la desgracia traspasada al transgresor es mucho peor que cualquier venganza que la víctima pudiera infligirle.

Kubilai preguntó secamente:

—¿Crees que este hecho proporciona mucha satisfacción al muerto? ¿Llamas a esto una reparación?

—Me han dicho, excelencia, que el malhechor sólo puede quitar la mancha de esta vergüenza ofreciendo una restitución a la familia superviviente del ahorcado.

—Así es según el código legal del kanato, Marco. Pero si a alguien hay que ahorcar es a él. Puedes considerarlo severo, pero no veo que sea injusto.

—Excelencia, en una ocasión dije que cualquier otro monarca del mundo podía admiraros y envidiaros por la calidad de vuestros súbditos en general. Pero me pregunto: ¿qué opinión tiene de vos vuestro mismo pueblo? No podríais ganaros mejor su afecto y fidelidad si vuestras normas no fueran tan estrictas.

—Define esto —dijo secamente—: No tan estrictas.

—Excelencia, considerad mi patria, la República de Venecia. Sigue el modelo de las repúblicas clásicas de Roma y de Grecia. En una república, el ciudadano tiene la libertad de ser un individuo, de dar forma a su propio destino. Cierto que en Venecia hay esclavos y niveles de clase. Pero en teoría un hombre fuerte puede elevarse por encima de su clase. Puede escapar por sí solo de la pobreza y la miseria y alcanzar la prosperidad y el bienestar.

La tranquila voz de Chingkim dijo:

—¿Sucede esto con frecuencia en Venecia?

—Bueno —dije—. Recuerdo a una o dos personas que se aprovecharon de su belleza y se casaron por encima de su clase.

—¿Llamas a esto fortaleza? Aquí lo llamaríamos concubinato.

—Es que ahora de repente no puedo recordar otros casos. Pero…

—¿Hubo casos de este tipo en Roma o Grecia? —dijo Kubilai. Vuestras historias occidentales dejan constancia de estos casos.

—Sinceramente, excelencia, no puedo decirlo, porque no soy entendido en historia.

Chingkim habló de nuevo:

—¿Crees que esto podría suceder, Marco? ¿Que todos los hombres podrían y querrían hacerse iguales, libres y ricos si dispusieran de libertad para ello?

—¿Por qué no, príncipe? Algunos de nuestros mejores filósofos así lo han creído.

—Una persona creerá lo que sea mientras no tenga que pagar nada —dijo la voz de Kubilai—. Éste es otro proverbio han, Marco, yo sé qué pasa cuando se deja libre a la gente, y no me he enterado leyendo libros de historia. Lo sé porque los dejé libres yo mismo.

Pasaron algunos momentos. Luego Chingkim dijo con tono divertido:

—Marco ha quedado mudo de estupor. Pero así es, Marco. Vi a mi real padre emplear esta táctica en una ocasión para conquistar una provincia en la tierra de To-Bhot. La provincia resistió nuestros ataques frontales, por lo que el gran kan anunció simplemente al pueblo Bho: «Quedáis libres de vuestros antiguos gobernantes, tiranos y opresores. Yo, que soy un monarca liberal, os doy licencia para que asumáis en el mundo el lugar correcto que merecéis». ¿Y sabes qué sucedió?

—Confío, mi príncipe, que esto los hiciera felices.

Kubilai soltó una carcajada que resonó a lo largo de la pared como una caldera de hierro golpeada con un mazo. Dijo:

—Lo que sucede, Marco Polo, es lo siguiente. Di a un pobre que tiene permiso para robar al rico que ha envidiado desde hace tanto tiempo. ¿Saldrá de su casa para saquear la casa dorada de algún señor? No, se apoderará del cerdo de su vecino campesino. Di a un esclavo que por fin es libre e igual a los demás hombres. Quizá su primera demostración de igualdad consista en asesinar a su antiguo amo, pero lo segundo que hace es… comprarse un esclavo. Di a una tropa de soldados reclutados a la fuerza para cumplir su servicio militar que pueden desertar libremente y volver a casa. ¿Se dedicarán mientras desertan a asesinar a los grandes generales que los reclutaron? No, degollarán a su compañero que fue ascendido a sargento de la tropa. Di a todos los oprimidos que tienen permiso para rebelarse contra sus más brutales opresores. ¿Marcharán en formación contra su tirano el wang o el ilkan? No, formarán una turba y despedazarán al prestamista del pueblo.

Hubo otro silencio. No se me ocurrió ningún comentario más y al final Chingkim habló de nuevo:

—El truco dio resultado en To-Bhot, Marco. Toda la provincia se hundió en el caos, nos apoderamos de ella fácilmente, y mi hermano Ukuruji es ahora el wang de To-Bhot. Como es lógico, nada ha cambiado para el pueblo de To-Bhot en relación a las clases, los privilegios, la prosperidad y la libertad. La vida continúa como antes.

Todavía no se me ocurría ningún comentario, porque era evidente que el gran kan y el príncipe no estaban hablando de unos rústicos ignorantes del atrasado país de To-Bhot. La opinión que tenían del vulgo se aplicaba al de todas partes y no era muy favorable, pero yo carecía de argumentos para refutar sus palabras. Es decir, que los tres dejamos nuestras posiciones alrededor del Pabellón del Eco, entramos de nuevo en el palacio, bebimos juntos maotai y charlamos sobre otros temas. Ya no volví a sugerir más moderaciones en el código legal de los mongoles, y hasta hoy los decretos publicados en todo el kanato concluyen como antes con las palabras: «¡El gran kan ha hablado: temblad, todos, y obedeced!».

Kubilai no hizo nunca ningún comentario sobre el orden de mis visitas a los varios ministros, aunque podía haber imaginado que yo empezaría con el más alto de todos: el primer ministro Achmad-az-Fenaket de quien he hablado ya tan a menudo. Pero yo hubiera preferido prescindir totalmente del árabe, especialmente después de haber recibido noticias desagradables sobre él. De hecho no le pedí nunca audiencia y fue Achmad quien al final forzó la entrevista. Me envió un criado con un malhumorado mensaje, pidiéndome que apareciera ante él y recogiera mi salario de sus propias manos, en su calidad de ministro de Finanzas. Supongo que se molestó al ver que el dinero se iba acumulando y que yo no aprovechaba las fiestas de Año Nuevo para saldar esta cuenta. Desde que el gran kan me había tomado a su servicio no me había preocupado de preguntar quién debía pagarme, ni incluso qué cantidad se me pagaría, porque hasta el momento no había necesitado ni un simple bagatino, o qian, como se llamaba la unidad monetaria más pequeña de Kitai. Tenía una casa elegante, comía bien y me daban todo lo que necesitaba; además no podía imaginarme en qué gastaría dinero si dispusiese de él.

Antes de obedecer la orden de Achmad fui a preguntar a mi padre si las empresas de la Compagnia Polo continuaban con problemas burocráticos y en caso afirmativo si deseaba que abordara el tema con el obstructivo árabe. No encontré a mi padre en su estancia y fui a la de mi tío. Estaba reclinado en un sofá y una de sus sirvientes le afeitaba.

—¿Qué significa esto, tío Mafio? —exclamé—. ¡Te estás quitando tu barba de viajero! ¿Por qué?

Él me respondió a través de la espuma:

—Nosotros tendremos que tratar principalmente con mercaderes han, y los han desprecian los pelos y los consideran signo propio de los bárbaros. Todos los árabes del ortaq llevan barba, he pensado que Nico y yo podríamos disfrutar de algunas ventajas si uno de los dos se presenta bien afeitado. Además, y para ser franco, hería mi vanidad que la barba de mi hermano mayor conservara su color natural y que la mía fuera tan gris como la de Narices.

Supuse que mi tío conservaba su horcajadura libre de pelos y le dije con cierta mordacidad:

—Muchos han se afeitan también la cabeza. ¿Vas a hacer tú lo mismo?

—Y muchos se dejan crecer el pelo y lo llevan tan largo como una mujer —dijo afablemente—. Yo podría hacer lo mismo. ¿Viniste aquí únicamente para criticar mi tocado?

—No, pero creo que ya tengo la respuesta a lo que iba a preguntarte. Si dices que tendrás que tratar con mercaderes, entiendo que tú y papá habéis resuelto ya vuestras diferencias con el árabe malo, Achmad.

—Sí, y de modo muy agradable. Nos ha concedido todos los permisos necesarios. No hables en este tono del primer ministro, Marco. Al final no ha resultado ser tan… tan malo.

—Me alegra enterarme —dije, pero sin convencerme mucho—. Tengo que ir a verle ahora mismo.

Tío Mafio dejó su postura yacente y se incorporó:

—¿Te pidió que fueras a verle… por algún motivo?

—No. Debo ir a recoger una cierta cantidad de dinero que no sé cómo gastar.

—Ah —dijo mi tío recostándose de nuevo—. Dáselo a Nico para que lo invierta en la Compagnia. No podrías hacer inversión mejor.

Después de dudar un momento le dije:

—Creo, tío, que estás de mucho mejor humor que cuando hablamos por última vez, en privado.

E cussi? Vuelvo a los negocios.

—Me refería a… bueno, a cosas materiales.

—Ah, mi famoso estado —dijo secamente—. Preferirías verme hundido y envuelto en la melancolía.

—En absoluto, tío. Me encanta comprobar que en cierto modo has hecho las paces contigo mismo.

—Esto es bueno, sobrino —dijo con una voz más amable—. Y ciertamente así ha sido. He descubierto que una persona a quien ya no pueden dar placer puede obtener un placer considerable dando el placer.

—Aunque no os entiendo bien, esto me alegra.

—Quizá no lo creas —dijo casi tímidamente—. Pero se me antojó hacer experimentos y descubrí que podía incluso dar placer a esta persona que me está afeitando. Sí, no te sobresaltes, a una mujer. Y ella a su vez me enseñó algunas artes femeninas de dar placer. —De repente pareció que su mismo aire de embarazo le embarazase, y soltó una gran carcajada para quitárselo de encima—. Quizá me espera una nueva carrera. Gracias por preguntar, Marco, pero ahórrame estos sonrojos. Si Achmad te espera, lo mejor es que vayas a verlo.

Cuando entré en el sanctum lujosamente amueblado del primer ministro, vicerregente, ministro de Finanzas, éste no se levantó ni me saludó. Al contrario del kan de todos los kanes, el árabe esperaba que le hiciera koutou, esperó hasta que lo hice, y cuando me levanté de nuevo no me ofreció asiento. El valí Achmad tenía el aspecto de cualquier árabe: nariz de halcón, negra y espesa barba, complexión oscura y granulosa, pero iba más limpio que la mayoría de los árabes que yo había visto en las tierras árabes, pues había adoptado la costumbre de Kitai de bañarse frecuentemente. Además tenía los ojos más fríos que yo haya visto nunca en un árabe o en cualquier oriental. Los ojos marrones son normalmente tan calientes como el qahwah, pero los suyos se parecían más a astillas de la piedra de ágata de Muja. Llevaba un aba y una kaffiyah árabes, pero no de algodón ligero, sino de sedas coloreadas como un arco iris.

—Vuestro sueldo, Folo —dijo descortésmente, y empujó hacia mí sobre la mesa no una bolsa de dinero, sino un montón desordenado de billetes de papel.

Los recogí y los examiné. Los billetes eran todos iguales: fabricados con papel de morera oscuro y resistente, decorados a ambos lados con complejos dibujos y con una multitud de palabras, tanto en caracteres han como en el alfabeto mongol, todo ello escrito con tinta negra, pero con una gran e intrincada marca de sello en tinta roja impresa encima. No le di las gracias. Aquél hombre me había desagradado de modo instantáneo e instintivo y podía sospechar cualquier superchería por parte suya. Entonces le dije:

—Excusadme, valí Achmad, ¿se me paga en pagheri?

—Lo ignoro —dijo lánguidamente—. ¿Qué significa esa palabra?

Pagheri son papeles que prometen devolver un préstamo, o pagar en el futuro algún compromiso. Son una comodidad comercial en Venecia.

—Supongo entonces que también podéis llamar pagheri a esto, porque también son una comodidad: son la moneda legal de este reino. Tomamos el sistema de los han, que lo llaman «moneda volante». Cada uno de los papeles que tenéis en la mano vale un liang de plata.

Empujé el montoncito hacia él por encima de la mesa.

—Entonces, si el valí no se opone, preferiría llevarme la plata.

—Esto es el equivalente —contestó secamente—. Con tal cantidad de plata vuestra bolsa se arrastraría por el suelo. Lo bueno de la moneda volante es que puede cambiarse o transportarse sin peso ni bulto grandes sumas, incluso inmensas sumas. O pueden esconderse en el colchón, si sois avaro. Además cuando se paga una compra el mercader no tiene que pesar cada vez la moneda ni verificar la pureza del metal.

—¿Queréis decir —continué yo sin convencerme—, que podría ir al mercado, comprar un cuenco de mían para comer y el vendedor aceptaría en pago uno de estos papeles?

Bismillah! Os daría la parada entera por un papel. Y probablemente os daría también su esposa y sus hijos. Os he dicho ya que cada papel vale un liang. Un liang es mil qian, y con un qian podríais comprar veinte o treinta cuencos de mían. Si necesitáis cambio pequeño: tomad —sacó de un cajón varios paquetes de papeles de menor tamaño—. ¿Cómo lo queréis? ¿Billetes de medio liang? ¿De cien qian? ¿Qué queréis?

—¿Se fabrica moneda volante de todos los valores? —le pregunté asombrado—. ¿Y la gente la acepta como dinero real?

—¡Es dinero real, infiel! ¿No sabéis leer? Éstas palabras en el papel atestiguan su realidad. Proclaman su valor nominal, y contienen las firmas de los numerosos funcionarios, tesoreros y secretarios del tesoro imperial. Mi propio nombre figura también entre los demás. Y encima de todo se ha estampado en tinta roja un yin mucho mayor: el gran sello del propio Kubilai. Esto garantiza que en cualquier momento el papel puede cambiarse por su valor nominal en plata auténtica de los almacenes del tesoro. O sea que este papel es tan real como la plata que representa.

—Pero ¿qué pasaría —insistí— si un día alguien quisiera redimir uno de esos papeles y no lo aceptaran…?

Achmad dijo secamente:

—Si llega un momento en que el yin del gran kan no merece ningún respeto, tendréis que preocuparos de cosas más urgentes que de vuestro sueldo. A todos nos pasará lo mismo.

Mientras examinaba la moneda volante pensé en voz alta:

—Sin embargo creo que el tesoro tendría menos problemas si se limitara a entregar trozos de plata. Porque si circulan por todo el reino estos papelitos y si cada funcionario ha de escribir su nombre en cada uno de ellos…

—No escribimos nuestros nombres una y otra vez —dijo Achinad, con un tono que empezaba a notarse muy molesto—. Lo escribimos sólo una vez y a partir de esta firma el maestro fabricante de yins de palacio, hace un yin, que es una palabra escrita al revés como un sello grabado, que puede entintarse y estamparse sobre papel innumerables veces. Supongo que incluso vuestra poco civilizada Venecia conoce los sellos.

—Sí, valí Achmad.

—Muy bien. Para fabricar una pieza de moneda se disponen todos los yin separados correspondientes a palabras, caracteres y letras y se juntan formando una pieza del tamaño adecuado. Ésta pieza se entinta repetidamente y los papeles se aprietan contra ella uno por uno. Es un proceso que los han llaman zishuju, más o menos «escritura reunida».

Yo asentí, y dije:

—Nuestros monjes occidentales a menudo cortan un bloque de madera y cincelan en ella la letra mayúscula inicial de un manuscrito, y con él imprimen varias páginas, que luego los frailes iluminadores colorean y tratan en sus estilos individuales, antes de pasar a escribir el resto de la página a mano.

Achmad movió negativamente la cabeza:

—En la escritura reunida la impresión no se limita a la letra inicial, y no hay que hacer nada a mano. Se moldean en terracota muchos yin idénticos con cada carácter del lenguaje han, y ahora también hay yins de cada letra del alfabeto mongol, con lo que este zishuju puede combinar un número cualquiera de yins para formar un número cualquiera de palabras. De este modo pueden componerse páginas enteras de escritura, y estas páginas pueden combinarse para formar libros enteros. Con la zishuju se pueden producir libros en grandes cantidades, siendo todas las copias iguales y el resultado mucho más rápido y perfecto que si un escriba los escribiera a mano. Si se hicieran yins del alfabeto arábigo y del alfabeto romano, podrían producir libros en cualquier lenguaje conocido, de modo igualmente fácil, abundante y barato.

—¿Estáis seguro? —murmuré—. Creo, valí, que este invento es más admirable incluso que el de la moneda volante.

—Tenéis razón, Folo. Me di cuenta de ello cuando vi por primera vez uno de los libros de escritura reunida. Tuve la intención de enviar algunos especialistas han hacia occidente para que enseñaran la fabricación de la zishuju a mis compatriotas de Arabia. Pero afortunadamente me enteré a tiempo de que las piezas del zishuju se entintan con cepillos hechos con cerdas de cerdo. Por lo tanto sería impensable proponer el proceso a las naciones del santo Islam.

—Sí, lo entiendo. Bueno, os agradezco, Achmad, tanto la instrucción como el sueldo —y me puse a meter los papeles en mi bolsa del cinto.

—Permitid —dijo tranquilamente— que os ofrezca dos pequeñas instrucciones más. Hay algunos lugares donde no se puede gastar la moneda volante. Por ejemplo el acariciador sólo acepta sobornos de oro macizo. Pero creo que ya estáis enterado de esto.

Procuré que mi rostro no cambiara de expresión y elevé mis ojos de la bolsa a su gélida mirada de ágata. Me pregunté cuántas cosas más sabía de mi vida, y él me informó amablemente:

—No soñaría siquiera en proponeros desobedecer al gran kan. Él os pidió que investigarais. Pero os sugiero que limitéis vuestras investigaciones a los pisos de arriba del palacio. No abajo, en las mazmorras del maestro Ping. Ni en los aposentos de los criados.

Sabía por lo tanto que yo había puesto una oreja debajo de las escaleras. ¿Pero sabía el porqué? Sabía que yo estaba interesado en el Ministerio de Razas Menores, y suponiendo que lo supiera, ¿por qué le importaba? ¿O quizá temía que me enterara de algo perjudicial para el primer ministro? Mantuve el rostro inexpresivo y esperé.

—Las mazmorras subterráneas son lugares poco sanos —continuó él, con tanta indiferencia como si me diera consejos sobre la humedad y el reuma—. Pero las torturas pueden llevarse a cabo también sobre la tierra, y son torturas mucho peores que las del acariciador.

En esto yo no estaba de acuerdo:

—Estoy seguro de que nada puede ser peor que la Muerte de un Millar. Quizá, valí Achmad, no sabéis que…

—Lo sé. Pero incluso el acariciador sabe infligir una muerte peor que ésa. Y yo conozco varias más. —Sonrió, o lo hicieron sus labios porque sus ojos continuaron siendo como piedra—. Vosotros los cristianos pensáis que el infierno es la tortura más terrible que puede existir, y vuestra Biblia dice que el infierno consiste en dolor. «Serán arrojados a un infierno de fuego, donde sus gusanos no morirán y el fuego no se extinguirá». Esto dijo el dulce Jesús, en Cafarnaúm, a sus discípulos. Yo os aconsejo, como Jesús, que no tonteéis con el infierno, Marco Polo y que no os dejéis seducir por las tentaciones que podrían conduciros a él. Pero voy a deciros algo sobre el infierno que vuestra Biblia cristiana no dice. El infierno no es necesariamente un fuego inextinguible ni un gusano que roe, ni un dolor físico de tipo concreto. El infierno tampoco tiene que ser necesariamente un lugar. El infierno es simplemente lo que hace más daño, sea lo que sea.

11

Salí de las habitaciones del primer ministro y me fui directamente a las mías con la intención de ordenar a Narices que suspendiera sus actividades de espionaje, por lo menos hasta que pudiera meditar más seriamente sobre las advertencias y amenazas del valí. Pero Narices no estaba allí; había otro esclavo. Biliktu y Buyantu me esperaban en el vestíbulo con sus cejas altaneramente arqueadas para informarme de que una esclava, una extranjera, se había presentado y había pedido permiso para esperar a que yo llegara. Las mellizas, que no eran propiedad mía ni de nadie, se mostraban siempre desdeñosas con sus inferiores, pero parecía que esa visita las molestara más que de costumbre. Sentí curiosidad por conocer lo que había provocado esta reacción y pasé a la sala principal. Había una mujer sentada en un banco. Cuando entré, se echó al suelo y ejecutó un grácil koutou, quedándose arrodillada hasta que le mandé levantarse. Se puso en pie, yo la miré y mis ojos se quedaron clavados en ella llenos de admiración.

Los esclavos del palacio, cuando sus recados los obligaban a salir de sus bodegas, cocinas o establos y a pasearse entre sus superiores, iban siempre bien vestidos, para honrar así a sus amos, o sea que no fue el bello traje de la mujer lo que me sorprendió. Lo que me asombró es que lo llevaba como si ella se mereciera lo mejor, como si estuviera acostumbrada a lo mejor, y supiera que ningún atavío por rico que fuera podía eclipsar su propio resplandor.

No era una muchacha: seguramente tenía la misma edad que Narices o que mi tío Mafio. Pero en su rostro no había arrugas, y los años sólo habían añadido dignidad a su belleza. Si de sus ojos había desaparecido el centelleo cambiante de un riachuelo, había ocupado su lugar una profundidad y una placidez dignas de un lago de montaña. En su cabello había algunas hebras de plata, pero el color era en general de un cálido negro rojizo, y no lo tenía lacio como el cabello de Kitai, sino que era un montón de rizos. Tenía la figura erguida, y por lo que podía distinguirse a través de la ropa de brocado se conservaba firme y con bellas formas.

Ella, al ver que sólo la saludaba con la boca abierta, dijo, con una voz aterciopelada:

—Sois, me imagino, el amo del esclavo Ali-Babar.

—¿Quién? —pregunté atontado—. Ah, sí, claro, Ali-Babar me pertenece.

Para disimular mi momentánea confusión, murmuré una excusa y fui a echar una ojeada a la jarra donde tenía guardado mi polvo inflamante. ¡Aquélla era, pues, la princesa turca Mar-Yanah!

Uno o dos días antes había vertido el huoyao de uno de los dos cestos dentro de una jarra más sólida. No era de extrañar que Narices se hubiera enamorado antes y que hubiera vuelto a enamorarse ahora.

Luego había vertido un poco de agua sobre aquella porción de polvo. No era de extrañar que Narices estuviera dispuesto a prometer cambios extravagantes en su persona para ganarse a aquella mujer. A pesar del escepticismo del artificiero yo había intentado dar más estabilidad al polvo convirtiéndolo en un barro espeso. Cualquier persona haría una promesa extravagante de este tipo, y probablemente cambiaría, o moriría en la empresa. Pero al parecer el artificiero tenía razón cuando se burló de mi idea. ¿Cómo podía explicarse que un bufón como Narices llegara siquiera a acercarse a una mujer de su categoría? El polvo húmedo no era más que un lodo indefinido, de color gris oscuro, y no daba señales de convertirse en nada más. Una mujer como ella debería echarse a reír ante una cosa como Narices, o insultarlo. El polvo quizá quedaría estable en forma de porquería pero no se encendería más. O vomitar violentamente. Vaj!

—Decidme, maestro Marco, ¿he acertado? —continuó Mar-Yanah. Parecía divertida, pero era evidente que quería ayudarme a recuperar la compostura—. Habéis solicitado mi presencia para llenar de alabanzas a vuestro esclavo Ali-Babar.

Carraspeé un poco e intenté explicarme:

—Nari… —Tosí de nuevo, y persistí en el intento—. Ali puede enorgullecerse de muchas virtudes, talentos y éxitos.

Esto era lo que más yo podía decir sin ruborizarme, y sin mentir, porque si algo podía decirse de Narices era, desde luego, que sabía enorgullecerse.

Mar-Yanah sonrió ligeramente y dijo:

—Según me han contado nuestros compañeros de esclavitud, nadie sabe qué es mayor si la monumental admiración que Ali-Babar siente por si mismo, o la retorcida manera de expresarla. Pero todos están de acuerdo en que estos rasgos son de alabar en una persona que ha fracasado tan abyectamente en todo lo demás.

Me quedé mirándola sorprendido y creo que con la boca abierta. Luego dije:

—Un momento. Es evidente que sabéis muchas cosas sobre Nari… sobre Ali. Sin embargo se supone que ni siquiera estáis enterada de su presencia aquí.

—Estoy enterada de mucho más. Sé que los demás esclavos están equivocados al burlarse de él. Cuando conocí por primera vez a Ali-Babar, era todo lo que ahora dice ser.

—No lo creo —dije terminantemente. Luego, con más cortesía, le hice una pregunta—: ¿Queréis tomar cha conmigo?

Di una palmada y Buyantu apareció tan prontamente que supuse que estaba llena de celos espiando y escuchándonos detrás de las cortinas de la entrada. Encargué cha para la visitante y putao para mí, y Buyantu salió de nuevo.

Me dirigí de nuevo a Mar-Yanah.

—Me gustaría saber más cosas… sobre vos y sobre Ali-Babar.

—Éramos jóvenes entonces —dijo recordando—. Los bandidos árabes salieron galopando de las colinas, se acercaron a mi carruaje, mataron al cochero, pero Ali iba de postillón y lo cogieron vivo. Nos llevaron prisioneros a sus cuevas de las colinas. Ali tenía que ser el mensajero y traer el rescate que los bandidos pedirían a mi padre. Pero yo le ordené que se negara, y así lo hizo. Esto provocó su hilaridad; le golpearon cruelmente y le encerraron en una gran jarra de aceite de sésamo. Esto ablandaría su obstinación, dijeron.

Yo asentí.

—Los árabes lo hacen con frecuencia. Ablanda algo más que la obstinación.

—Pero Ali-Babar no se reblandeció. Yo sí, o por lo menos lo fingí. Simulé que me encaprichaba con el jefe de los bandidos, aunque me sentía fiel y leal a Ali, de quien me había enamorado. Mi fingimiento me dio algo de libertad, y una noche, conseguí sacar a Ali de la gran jarra y proporcionarle una espada.

Buyantu volvió, acompañada de Biliktu, cada una llevando una bebida. Entregaron a Mar-Yanah su taza y a mí mi copa, y antes de marcharse repasaron bien a la bella visitante, como temiendo que yo estuviera reclutando a un cuarto y no deseado componente de nuestra casa. Hice señas de que se fueran, y pedí a Mar-Yanah que continuara:

—¿Y bien?

—Todo fue de maravilla. Siguiendo las instrucciones de Ali, continué fingiendo. Simulé que aquella noche me sometía a los deseos del jefe y cuando él estaba en la situación más vulnerable, Ali Babar saltó como estaba previsto por entre las cortinas de la cama y lo mató. Luego Ali se abrió camino valientemente conmigo entre los demás bandidos que se despertaban y convergían sobre nosotros, y llegamos hasta los caballos. Gracias a Dios, conseguimos escapar sanos y salvos.

—Todo esto resulta muy difícil de creer.

—La única desventaja de nuestro plan fue que tuve que huir totalmente desnuda. —Apartó modestamente la cara de mí—. Pero cuando nos echamos en un acogedor claro del bosque para descansar el resto de la noche, aquel detalle facilitó de modo sublime que concediera a Ali el premio que se había merecido.

—Tengo entendido que ese premio fue mejor que el que le concedió vuestro padre, el rey.

Ella suspiró:

—Ascendió a Ali a jefe de conductores, y le envió lejos del palacio. Un padre real prefiere tener un yerno real. Pero no consiguió ninguno. A pesar de su irritación, rechacé todos mis pretendientes, incluso después de saber que habían hecho esclavo a Ali-Babar. Mi soltería probablemente me salvó la vida cuando unos años después derrocaron nuestra casa real.

—Sí, estoy enterado.

—Me quedó la vida, pero no mucho más. Los caminos de Alá son a veces inescrutables. Cuando me entregaron al ilkan Abagha pensó que conseguía una concubina real. Se sintió ultrajado cuando descubrió que yo no era virgen y me entregó a sus soldados mongoles. A ellos no les importaba la virginidad, y les divirtió mucho disponer de un juguete de sangre real. Cuando se cansaron, mis restos se pusieron en venta en el mercado de esclavos. He pasado por muchas manos desde entonces.

—Lo siento. ¿Qué puede decirse en un caso así? Sin duda fue terrible.

—No tanto. —Sacudió como una yegua briosa los rizos de su negra crin—. Yo había aprendido a fingir. Fingí que cada hombre era mi bello, valiente Ali-Babar. Y ahora confío que Alá me entregará por fin mi propia recompensa. Si vos, amo Marco, no me hubieseis convocado, yo misma os habría pedido audiencia para que ayudarais a reunir nuestras vidas. ¿Diréis a Ali que deseo ser suya de nuevo, y que espero que se nos permita casarnos?

Tosí de nuevo, sin saber qué responder:

—Ejem… princesa Mar-Yanah…

—Esclava Mar-Yanah —me corrigió—. Para los esclavos hay reglas de matrimonio más estrictas incluso que para los reyes.

—Mar-Yanah, os aseguro que el hombre que recordáis con tanto cariño os recuerda igual. Pero cree que todavía no le habéis reconocido. Realmente me asombra que pudierais hacerlo.

Ella sonrió de nuevo.

—Es decir, que le veis como le ven mis compañeros esclavos. Por lo que dicen, ha cambiado mucho.

—¿Por lo que dicen…? ¿O sea que no le habéis visto todavía?

—Desde luego, le he visto. Pero ignoro qué aspecto tiene. Todavía veo en él al campeón que hace veinte años luchó para salvarme de mis secuestradores árabes, y que aquella noche hizo tiernamente el amor conmigo. Es joven, y tan recto y esbelto como la letra alif, y virilmente bello. Más o menos como vos, amo Marco.

—Gracias —contesté, pero débilmente, porque continuaba confundido. ¿No había notado ella todavía el feo rasgo que le había merecido el nombre de Narices? Luego añadí—: No tengo ningún deseo de que una encantadora dama pierda sus encantadoras imaginaciones, pero…

—Amo Marco, ninguna mujer puede desilusionarse mucho en relación al hombre que ama realmente. —Dejó la taza, se me acercó y alargó la mano tímidamente para tocarme la cara—. Tengo casi los años suficientes para ser vuestra madre. ¿Puedo deciros un pensamiento de madre?

—Hacedlo, por favor.

—También vos sois bello, y joven, y pronto un día una mujer os amará de verdad. Tanto si Alá os concede que podáis vivir juntos toda vuestra vida, como si os exige, como nos exigió a Ali-Babar y a mí, que no podáis reuniros hasta transcurrido mucho tiempo desde vuestro primer encuentro, vos envejeceréis y ella también. No puedo predecir si os transformaréis en una persona débil y encorvada, o gruesa o calva o fea, pero nada importará. Puedo deciros esto con certeza: ella os verá siempre como os vio cuando os conocisteis. Hasta el fin de vuestros días, o de sus días.

—Alteza —le dije, y con convicción, porque si alguna mujer merecía un título así, era ella—. Quiera Dios que encuentre a una mujer de corazón y ojos tan amorosos como los vuestros. Pero debo señalar en conciencia que un hombre puede cambiar en aspectos que no pueden percibirse.

—¿Quizá os creéis en la obligación de informarme de que Ali-Babar no se ha mantenido irreprochable durante todos estos años? ¿Que no ha sido una persona firme, ni fiel, ni admirable, ni incluso masculina? Sé que ha sido un esclavo y sé que de los esclavos se espera un comportamiento inferior al de las personas.

—Sí, claro —murmuré—. Él dijo más o menos lo mismo. Dijo que intentó convertirse en lo peor del mundo, porque había perdido a lo mejor.

Ella meditó mis palabras y dijo pensativamente:

—Aparte de lo que él y yo hayamos sido, le será más fácil a él ver las marcas dejadas en mí, que a mí ver las suyas.

Fui yo quien la corregí entonces:

—Esto es totalmente falso. Lo menos que puede decirse de vos es que habéis sobrevivido bellamente. Cuando oí hablar por primera vez de Mar-Yanah me imaginé a una triste ruina de persona, pero ahora veo todavía a una princesa.

Ella movió negativamente la cabeza:

—Yo era doncella cuando Ali-Babar me conoció, y estaba entera. Es decir, que aunque había nacido musulmana mi sangre era real y en la infancia no me habían quitado mi bizir. Podía enorgullecerme entonces de mi cuerpo, y Ali pudo gozar con él. Pero desde entonces me he convertido en el juguete de medio ejército mongol, y luego de un número igual de hombres, y algunos hombres maltratan sus juguetes. —Apartó otra vez sus ojos de mí, pero continuó diciendo—: Vos y yo hemos hablado francamente; y así lo haré ahora. Mi meme está rodeado de cicatrices de dentelladas. Mi bizir está estirado y fláccido. Mi góbek está flojo y sus labios sueltos. He abortado tres veces y ahora ya no puedo concebir.

Tuve que conjeturar el significado de las palabras turcas que había utilizado, pero era imposible confundirse sobre la sinceridad de sus palabras finales.

—Si Ali-Babar puede amar lo que queda de mí, amo Marco, ¿creéis que no puedo amar yo lo que queda de él?

—Alteza —dije de nuevo y otra vez sinceramente, aunque con la voz algo ahogada—, me siento confuso y avergonzado, pero he aprendido algo. Si Ali-Babar puede merecer una mujer como vos, es más hombre de lo que yo había imaginado. Y yo sería menos hombre si no me esforzara en facilitar vuestra boda. Quisiera iniciar inmediatamente los trámites. Decidme: ¿cuáles son las normas de palacio en relación a los matrimonios entre esclavos?

—Los propietarios de ambas partes han de conceder su permiso, y han de ponerse de acuerdo respecto al lugar de residencia de la pareja. Eso es todo, pero no todos los amos son tan indulgentes como vos.

—¿Quién es vuestro amo? Mandaré un mensaje solicitando audiencia.

Su voz vaciló un poco:

—Mi amo, siento decirlo, tiene poco control sobre su familia. Tendréis que hablar con su esposa.

—Extraña familia —observé—. Pero esto no tiene que complicar nada. ¿Quién es ella?

—La dama Zhao Guan. Es una de las artistas de la corte, pero su título es armero de la guardia de palacio.

—Ah, sí. He oído hablar de ella.

—Es… —Mar-Yanah se detuvo un momento para escoger cuidadosamente sus palabras—. Es una mujer de fuerte voluntad. La dama Zhao quiere que sus esclavos sean totalmente suyos y que estén disponibles a todas horas.

—Yo no soy exactamente una persona débil —dije—. Y he prometido que vuestros veinticuatro años de separación acabarán ahora y aquí. Cuando estén resueltos los trámites, haré que vos y vuestro héroe volváis a reuniros. Hasta entonces…

—Que Alá os bendiga, buen amo y amigo Marco —dijo con una sonrisa tan brillante como las lágrimas de sus ojos.

Llamé a Buyantu y a Biliktu para que acompañaran a la visita a la puerta. Lo hicieron de mala gana, con frentes arrugadas y labios contraídos, por lo que cuando volvieron me dirigí a ellas en tono severo.

—Vuestra actitud de superioridad no es muy cortés y no os favorece mucho, queridas. Sé que vuestro valor es únicamente de veintidós quilates. La dama que habéis acompañado de tan mala gana vale según mi propia estimación veinticuatro quilates enteros. Ahora, Buyantu, ve a presentar mis respetos a la dama Zhao Guan y dile que Marco Polo solicita hora para visitarla.

Cuando Buyantu se hubo ido y Biliktu se hubo marchado enfadada a otra habitación para esconder su mal humor fui a echar un vistazo más tranquilo a mi jarra llena de huoyao pastoso. Era evidente que los cincuenta liang de polvo de fuego se habían echado totalmente a perder. Dejé a un lado aquella jarra, cogí el cesto restante y contemplé su contenido. Al cabo de un rato empecé a recoger muy cuidadosamente algunos granos de salitre de la mezcla. Cuando tuve más o menos una docena de puntitos blancos, humedecí ligeramente la punta del mango de marfil de un abanico. Recogí el salitre con la punta del mango y sin intención fija lo acerqué a la llama de una vela cercana. Los granos se fundieron instantáneamente formando un vidriado sobre el marfil. Aquello me dio que pensar. El artificiero tenía razón cuando me habló del huoyao humedecido, y me había aconsejado que no intentara cocerlo. Pero supongamos que pusiera un pote de huoyao sobre un fuego bajo, no muy caliente, para que el salitre de su interior se fundiera y aglomerara el conjunto… Mis meditaciones se interrumpieron con el regreso de Buyantu, quien me informó de que la dama Zhao podía recibirme en aquel mismo momento.

Allí fui y me presenté:

—Marco Polo, señora mía —haciendo luego un adecuado koutou.

—Mi señor marido me ha hablado de vos —dijo, mientras me daba venia para levantarme con un juguetón golpecito de su desnudo pie.

Tenía las manos ocupadas jugando con una bola de marfil, igual que su marido, para conservar flexibles los dedos. Cuando me levanté, agregó:

—Me preguntaba cuándo os dignaríais visitar a este íntimo miembro de la corte. —Su voz era tan musical como campanillas al viento, pero parecía como si en la producción de esta música no interviniese mucho el factor humano—. ¿Queréis discutir mi cargo, o mi trabajo auténtico? ¿O los pasatiempos que intercalo?

Dijo esto último con una impúdica sonrisa. Era evidente que doña Zhao me consideraba enterado, como todo el mundo, de su glotonería por los hombres. Debo confesar que sentí brevemente la tentación de incorporarme a su alacena de bocados. Tenía más o menos mi edad, y su belleza me hubiese atraído si no hubiese llevado las cejas totalmente depiladas y sus delicados rasgos recubiertos con un polvo blanco como la muerte. Yo tenía curiosidad como siempre por descubrir lo que se ocultaba debajo de las ricas ropas de seda, sobre todo en este caso porque aún no me había acostado con una mujer de raza han. Pero reprimí mi curiosidad y dije:

—De momento, ninguno de estos temas señora, si bien os parece. Tengo otra…

—Ah, uno de los tímidos —dijo, cambiando su sonrisa impúdica por una sonrisa afectada—. Empecemos, pues, hablando de vuestros pasatiempos favoritos.

—Quizá en otra ocasión, doña Zhao. Quisiera hablar hoy de una esclava vuestra llamada Mar-Yanah.

Aiya! —exclamó, que es el equivalente han de «vaj!». Se irguió repentinamente sobre su sofá frunciendo el cejo, y no es muy agradable mirar un cejo fruncido cuando no hay cejas en medio. Preguntó secamente—: ¿Pensáis que esa turca es mucho más atractiva que yo?

—En absoluto, señora —dije mintiendo—. Soy de noble cuna en mi tierra nativa, y ni aquí ni en ningún lugar estaría dispuesto a admirar a una mujer que no fuera de tan perfecta ascendencia como vos.

Preferí no citar el hecho de que ella era sólo noble mientras que Mar-Yanah tenía sangre real.

Pero mi frase pareció ablandarla:

—Bien dicho. —Se recostó de nuevo voluptuosamente—. Pero yo he descubierto que a veces un soldado mugriento y sudoroso puede resultar atractivo…

Alargó la palabra como invitando un comentario mío, pero yo no quería dejarme arrastrar a un concurso de experiencias perversas. Por lo tanto intenté continuar:

—En relación a la esclava…

—La esclava, la esclava… —suspiró ella. Hizo pucheros, tiró al aire su bola de marfil y la recogió petulantemente—. Hace un instante estabais hablando con propiedad, como corresponde a un galante que visita a una dama. Pero preferís hablar de esclavas.

Recordé que con los han cualquier negocio se ha de abordar dando rodeos, después de un largo intercambio de trivialidades. O sea que dije con galantería:

—Preferiría con mucho hablar de mi señora Zhao y de su incomparable belleza.

—Así es mejor.

—Me sorprende un poco que el maestro Zhao teniendo al alcance de su mano un modelo tan excelente no haya pintado cuadros de vos.

—Lo hizo —dijo con una sonrisa de satisfacción.

—Siento que no me enseñara ninguno.

—Si pudiera hacerlo no querría, y no puede. Están en posesión de los diversos señores que aparecen retratados en las mismas pinturas. Y tampoco es probable que estos señores las enseñen.

No necesité dar muchas vueltas a esta observación para entender su significado. De momento me reservé mi juicio sobre el maestro Zhao, tanto si sentía simpatía por su situación como si me molestaba su hábil complicidad con ella, pero estaba claro que aquella joven dama no me gustaba mucho y que ya tenía ganas de abandonar su compañía. Dejé, pues, de andarme con rodeos.

—Ruego a mi dama que perdone mi insistencia sobre el tema de la esclava, pero intento enderezar un entuerto de larga duración. Pido a la dama Zhao que dé su permiso para el matrimonio de su esclava Mar-Yanah.

Aiya! —exclamó de nuevo y en voz alta—. ¡La vieja marrana está embarazada!

—No, no.

Ella continuó, sin oír mis palabras, mientras sus cejas inexistentes se retorcían.

—¡Pero esto no os obliga a nada! Ningún hombre se casa con una esclava sólo por haberla fecundado.

—¡Yo no lo hice!

—La molestia es ligera y se elimina con facilidad. La llamaré y le patearé el vientre. No os preocupéis más.

—No estoy preocupado por…

—Sin embargo todo esto son especulaciones. —Su lengüecita roja asomó por la boca y lamió sus pequeños y rojos labios—. Todos los médicos declararon estéril a esta mujer. Sin duda sois excepcionalmente potente.

—Señora Zhao, ¡la mujer no está encinta y no soy yo quien quiere casarse con ella!

—¿Qué?

Por primera vez su rostro quedó sin expresión.

—Es un esclavo mío que desde hace mucho tiempo ha estado enamorado de vuestra Mar-Yanah. Sólo os pido que os pongáis de acuerdo conmigo y les permitáis casarse y vivir juntos.

Se me quedó mirando. Desde que yo había entrado la joven dama había ido asumiendo una expresión tras otra: de invitación, de timidez, de petulancia, y ahora comprendí por qué mantenía sus rasgos continuamente en movimiento. Sin ninguna contorsión consciente aquel rostro blanco era tan vacuo como una hoja de papel en blanco. Me pregunté si el resto de su cuerpo era tan poco excitante como el rostro. ¿Eran todas las mujeres han hojas en blanco que sólo asumían apariencia humana esporádicamente? Casi le agradecí que pusiera una expresión de disgusto y dijera:

—Ésta mujer turca es mi peinadora y la encargada de ponerme cosméticos. Ni mi señor marido puede modificar su horario. No veo por qué motivo debo compartirla con un marido suyo.

—¿En este caso quizá podríais venderla? Yo podría pagaros una suma que os permitiría comprar una sustituía excelente.

—¿Queréis insultarme? ¿Suponéis que no puedo permitirme regalar una esclava si me apetece?

Se levantó de un salto del diván, movió rápidamente sus pies desnudos y agitando como una estela tras suyo sus ropas, cintas, borlas y polvos perfumados abandonó la habitación. Me quedé allí preguntándome si me había despedido sumariamente o si iba a buscar un guardia para arrestarme. La chica era tan mutable y exasperante como su rostro inconstante. En el transcurso de una breve conversación había conseguido llamarme en rápida sucesión descarado, presuntuoso, salaz, entrometido, apocado y finalmente ofensivo. No me extrañaba que una mujer así precisara de un suministro continuo de amantes; probablemente los iba olvidando uno por uno a medida que salían de su cama.

Pero volvió a entrar con paso vivo en la habitación, sin acompañantes, y me tiró un trozo de papel. Lo cogí al vuelo antes de que cayera al suelo. No pude leer las palabras mongoles escritas sobre el papel, pero ella me explicó su contenido diciendo desdeñosamente:

—El título de propiedad de la esclava Mar-Yanah. Os la doy. La turca es vuestra para que hagáis con ella lo que os plazca. —Su rostro, de acuerdo con su carácter inconstante, pasó del desprecio a una sonrisa seductora—. Y yo también. Haced lo que os plazca, para agradecerme adecuadamente este gesto.

Quizá me hubiera visto obligado a ello, y probablemente hubiese tenido el valor de hacerlo si me lo hubiera ordenado antes. Pero ella me había entregado el papel incautamente, sin ponerle antes precio. Lo doblé, lo metí en mi bolsa, me incliné y le dije con todas las fiorituras que pude:

—Desde luego vuestro humilde suplicante da las gracias fervorosamente a la señora Zhao Guan. Y estoy seguro que los viles esclavos igualmente honrarán y bendecirán vuestro nombre cuando los informe de vuestra generosa bondad, lo cual voy a hacer inmediatamente. Por lo tanto, noble dama, hasta que volvamos a vernos…

—¿Qué? —chilló como un carrillón de viento roto en mil pedazos—. ¿Seréis capaz de dar la vuelta y marcharos?

Tenía ganas de decirle que no, que me iría corriendo si la acción no fuera poco digna. Sin embargo le había hablado de mi noble cuna y mantuve mi actitud cortés: me incliné repetidamente y fui retrocediendo de cara a ella hasta la puerta murmurando cosas como «muy benévola» y «eterna gratitud».

Su rostro de papel era ahora un palimpsesto con la incredulidad, el escándalo y la irritación grabados en él, todo a la vez. Tenía en la mano la bola de marfil como si fuera a tirármela.

—Muchos hombres han lamentado que los rechazara —dijo amenazadoramente, con los dientes apretados—. Vos seréis el primero en lamentar haberos ido sin mi permiso.

Mis reverencias me habían llevado ya al pasillo, pero la oí gritar unas cuantas palabras cuando di la vuelta para huir a mis habitaciones.

—¡Os lo prometo! ¡Lo lamentaréis! ¡Os arrepentiréis de esto!

Debo decir que al huir de los propuestos abrazos de doña Zhao no lo hice por un repentino ataque de rectitud ni preocupado por la sensibilidad de su marido, o por el temor a posibles consecuencias comprometedoras. Las consecuencias más probables vendrían por no haber utilizado adecuadamente a la dama. No, no se debió a nada de esto, ni fue tampoco la repugnancia general que me inspiraba. Para ser sincero, lo que más me repelió fueron sus pies. Debo aclarar este punto, porque muchas otras mujeres tenían el mismo tipo de pie.

Se llamaba a estos pies «puntos de loto», y los zapatos increíblemente pequeños con que se calzaban se llamaban «copas de loto». Sólo más tarde me enteré de que doña Zhao, aparte de las demás inmodestias que pude reconocer fácilmente, había superado en su lascivia los límites de cualquier ramera solamente por dejarme ver desnudos sus pies, sin sus copas de loto. Los han consideran que los puntos de loto de una mujer son sus partes más íntimas, y que éstas deben guardarse cubiertas más cuidadosamente que las partes rosadas que la mujer tiene entre las piernas.

Al parecer hace muchos años hubo en la corte han una bailarina que podía bailar de puntillas, y esta postura, el hecho de poder mantenerse en equilibrio casi sobre unos puntos, excitaba a todos los hombres que la veían bailar. A partir de entonces las demás mujeres intentaron envidiosamente emular aquella seductora de fábula. Seguramente las bailarinas contemporáneas suyas intentaron varios sistemas para disminuir el tamaño ya femenino de sus pies, y sin mucho éxito, porque las mujeres de épocas posteriores dieron un paso más. Cuando yo llegué a Kanbalik había ya muchas mujeres han cuyas madres les habían comprimido los pies desde la infancia. Ellas que habían crecido lisiadas, transmitían luego a los pies de sus hijas esta cruel tradición.

La madre procedía del modo siguiente: cogía el pie de su hija niña, lo doblaba hacia abajo para que los dedos quedaran lo más cerca posible del talón y lo ataba en esta postura hasta que quedara fijo y pudiera luego doblarlo más fuerte y volver a atarlo. Cuando la chica alcanzaba la pubertad podía llevar unas copas de loto que literalmente tenían un tamaño igual al de copas de beber. Estos pies desnudos parecían las garras de un pajarito que acabara de soltarse de una rama delgada. Una mujer con puntos de loto tenía que caminar con pasos menudos y precarios, y raramente andaba, porque los han y otros pueblos consideraban este modo de andar como un gesto lo más provocador posible. Bastaba con pronunciar ciertas palabras como pies o dedos de pie o puntos de loto o caminar, referidas a una mujer o en presencia de una mujer decente, para causar tanta sorpresa y tantos gritos de indignación como si alguien gritara «pota!» en un salón veneciano.

Estoy de acuerdo en que la mutilación del loto infligida a una mujer han era menos cruel que la práctica musulmana de extirpar la mariposa de pétalos del loto situado a más altura del cuerpo. Sin embargo la visión de estos pies me producía asco, aunque estuviesen modestamente cubiertos, porque los zapatos de copa de loto se parecían a las vainas de cuero con que algunos mendigos cubren los muñones de sus amputaciones. La repugnancia que me inspiraban los puntos de loto me convirtió en una especie de bicho raro entre los han. Todos los hombres han a quienes conocí pensaban que yo era algo raro, quizá un impotente, o un depravado, cuando veían que apartaba mis ojos de una mujer con puntos de loto. Ellos me confesaban francamente que la visión fugaz de las extremidades inferiores de una mujer los excitaba como podía excitarme a mí ver un instante sus senos. Confesaban orgullosamente que sus pequeños órganos viriles se ponían literalmente tiesos cuando oían una palabra inmencionable como «pies», o cuando dejaban que sus mentes imaginaran estas partes no revelables de una persona de sexo femenino.

En todo caso aquella tarde doña Zhao había enfriado tanto mis ardores naturales que cuando Buyantu me desnudó a la hora de ir a la cama y se insinuó con algunas caricias sugestivas le pedí que me excusara. O sea que ella y Biliktu se quedaron echadas en la cama mientras yo bebía arki y miraba a las dos chicas desnudas jugar la una con la otra y con un suyang. El suyang era una especie de seta originaria de Kitai, con la forma exacta de un órgano masculino, incluso con una retícula de venas a su alrededor, pero algo más pequeño en longitud y grosor. Buyantu la metió y la sacó suavemente de su hermana varias veces, provocando la emisión de los jugos yin de Biliktu; el suyang absorbió de algún modo estos jugos, aumentó de tamaño y se endureció. Cuando hubo alcanzado un tamaño realmente prodigioso, las mellizas se lo pasaron en grande utilizando entre sí este falocripto de modo variado e ingenioso. El espectáculo debería haberme excitado a mí tanto como los pies excitaban a un han, pero me limité a sonreírles con aire condescendiente y cuando hubieron agotado sus fuerzas me eché a dormir entre sus cuerpos cálidos y húmedos.

12

Fatigadas, las mellizas dormían todavía la mañana siguiente cuando me levanté de entre ellas y salí de la cama. Narices no se había presentado la noche anterior, y no estaba en su jergón cuando fui a verlo. Me había quedado de momento sin ningún criado, o sea que aticé las brasas del brasero en la sala principal y me preparé una taza de cha para desayunar. Mientras lo bebía pensé que podía intentar el experimento que había iniciado el día anterior. Puse suficiente carbón en el brasero para que quedara encendido, pero con una llama muy baja. Luego busqué por mis habitaciones hasta encontrar una vasija de gres con tapa, vertí en ella el resto de mis cincuenta liang de polvo inflamante, tapé bien la vasija y la puse en el brasero. En aquel momento entró Narices, con aspecto bastante ojeroso y arrugado, pero contento.

—Amo Marco —dijo—, he estado en vela toda la noche. Algunos criados y mozos de establo organizaron anoche en las cuadras un juego de cartas zhipai con apuestas, que todavía sigue. Durante varias horas observé el juego hasta entender sus reglas. Luego aposté algo de plata, y también gané. Pero cuando recogí mis ganancias quedé consternado al ver que sólo había ganado este fajo de papeles sucios, y me fui de allí disgustado, porque aquellas personas sólo jugaban con vales sin valor.

—Eres un burro —le dije—. ¿No has visto todavía dinero volante? Por lo que veo aquí tienes el equivalente a un mes de sueldo mío. Tenías que haber continuado, si la suerte te favorecía tanto. —Él me miró sin entender y yo agregué—: Te lo explicaré después. Mientras tanto me alegra ver que uno de nosotros puede malgastar su tiempo con frivolidades. El esclavo hace el papel de pródigo mientras el amo trabaja yendo de un lado a otro para cumplir los encargos de su esclavo. Ayer me visitó tu princesa Mar-Yanah y…

—¡Oh, mi amo! —exclamó cambiando de color como si fuera un adolescente y yo me estuviera riendo de su primer amor.

—Más tarde hablaremos de esto. Sólo te digo que tus ganancias con el juego deberían servir para que tú y ella pudieseis instalaros juntos.

—¡Oh, mi amo! Al-hamdo-lillah az ihifat-i-shoma!

—¡Luego, luego! De momento debo ordenarte que dejes tus actividades de espionaje. Me han llegado manifestaciones de desagrado por parte de un señor a quien creo que no debemos contrariar.

—Como mandéis, mi amo. Pero quizá haya conseguido ya una pequeña información que podría interesaros. Esto fue lo que me obligó a pasar toda la noche en vela lejos de los aposentos de mi amo, no la frivolidad sino la entrega a la voluntad de mi amo. —Puso cara de sacrificio y rectitud—. Los hombres charlan como mujeres cuando se ponen a jugar a cartas. Y estos hombres, para que todos entendiéramos, hablaron en mongol. Cuando uno de ellos se refirió casualmente al ministro Bao Neihe pensé que debía quedarme. Mi amo me había ordenado que no hiciera preguntas directas, o sea que sólo podía escuchar. Y mi devota paciencia me tuvo allí toda la noche, sin cerrar los ojos ni un instante, sin emborracharme nunca, sin ni siquiera salir un momento para hacer pis, sin…

—No es preciso que insistas sobre el tema, Narices. Acepto que mientras jugabas estabas trabajando. Ve al grano.

—No sé si es importante, mi amo, pero el ministro de Razas Menores es también de una raza menor.

Yo parpadeé:

—¿Qué dices?

—Es evidente que aquí se le toma por han, pero en realidad pertenece al pueblo yi de la provincia de Yunnan.

—¿Quién te dijo esto? ¿En qué se basa esta información?

—Como decía, el juego tuvo lugar en los establos. Ayer trajeron del sur una caballeriza y sus mozos están sin ocupación hasta que los despachen en otra caravana. Varios de ellos son nativos de Yunnan y uno dijo en un aparte que había visto de lejos al ministro Bao, aquí, en palacio. Más tarde otro dijo que sí, que también él le había reconocido, pues el ministro había sido en otros tiempos un pequeño magistrado de alguna pequeña prefectura de Yunnan. Y más tarde otro dijo: «Sí, pero no le traicionemos. Si Bao ha escapado del terruño y prospera ahora en la gran capital pasando por han, dejemos que disfrute de su fortuna». Así hablaron, amo Marco, y no con falsedad sino sinceramente, por lo que a mí me pareció.

—Sí —murmuré.

Estaba recordando: el ministro Bao se había referido realmente a «nosotros los han» como si él formara parte de aquel pueblo, y había hablado de «los turbulentos yi» como si también él considerara desagradable aquel pueblo. «Bueno —pensé—, quizá el primer ministro Achmad me ha ordenado demasiado tarde que abandone mis investigaciones encubiertas». Pero si él tenía que enfadarse por haber descubierto yo ese único secreto, debía arriesgarme a que se enfadara todavía más.

Las mellizas se habían despertado, quizá al oír nuestras voces, y Buyantu entró en la sala principal, con un desaliño bastante apetecible. Le dije:

—Ve directamente a las habitaciones del kan Kubilai, presenta a sus ayudantes los cumplidos de Marco Polo y pregunta si pueden arreglarme una audiencia con el gran kan por una cuestión de cierta urgencia.

Ella hizo el movimiento de volver al dormitorio para arreglarse mejor el traje y el pelo, pero yo le dije:

—Lo urgente, Buyantu, es urgente. Ve tal como estás y apresure. —Luego dije a Narices—: Tú ve a tu armario y recupera las horas de sueño perdidas. Discutiremos los otros asuntos cuando vuelva.

«Suponiendo que vuelva», pensé, mientras estaba en mi dormitorio para ponerme mi traje de corte más formal. Era perfectamente posible que al gran kan, como al valí Achmad, no le gustara que yo me dedicara a husmear secretos, y podía expresar su desaprobación de algún modo violento que no fuera precisamente de mí agrado.

Biliktu estaba haciendo en aquel momento la cama, una cama en el colmo del desorden, y me sonrió maliciosamente cuando encontró entre las sábanas el falocripto suyang, ahora tan pequeño y encogido como lo hubiera estado cualquier órgano real después de tanto ejercicio. Al verlo decidí aprovechar la oportunidad para llevar a cabo algunos ejercicios personales semejantes, pues ignoraba si aquélla iba a ser mi última oportunidad durante algún tiempo. Yo estaba ya desnudo, y agarré suavemente a Biliktu para desnudarla.

Ella tuvo un pequeño sobresalto. Al fin y al cabo había pasado mucho tiempo desde que ella y yo nos habíamos dado aquella satisfacción. Se resistió un poco y murmuró:

—No creo que deba, amo Marco.

—Ven —le dije cordialmente—. Es imposible que estés indispuesta. Si utilizaste esto… —dije señalando con un gesto de la cabeza el abandonado suyang—, también puedes utilizar uno auténtico.

Y lo utilizó, sin más protestas que algún gimoteo ocasional, y una tendencia a separarse de mis caricias y ataques como para impedir que penetrara demasiado profundamente en ella. Supuse que estaba todavía cansada, o quizá algo dolida de la noche anterior, y su demostración femenina de reluctancia no impidió que yo disfrutara. De hecho mi placer quizá fue más intenso que el de los últimos tiempos porque me veía dentro de Biliktu y no de su hermana melliza.

Había acabado, del modo más delicioso, pero conservaba todavía mi joya roja dentro de Biliktu, disfrutando con las últimas contracciones cada vez más débiles de los músculos de sus pétalos de loto, cuando una voz dijo secamente:

—El gran kan os recibirá cuando lleguéis.

Era Buyantu, de pie ante la cama, mirándonos a mí y a su hermana con ojos furiosos. Biliktu lanzó otro gemido que era casi un aullido de terror, se soltó de mis brazos y saltó de la cama. Buyantu dio media vuelta y salió bruscamente de la habitación. Yo también me levanté y me vestí, cuidando mucho de mi aspecto. Biliktu se vistió al mismo tiempo, pero más lentamente, como para asegurarse de que yo sería el primero en enfrentarse con Buyantu.

La hermana estaba de pie en la sala principal, con los brazos cruzados y apretados dentro de las mangas y una expresión borrascosa en su rostro, como una maestra a punto de castigar a un alumno malo. Abrió la boca, pero yo levanté una mano magistral para detenerla.

—No me había dado cuenta hasta ahora —le dije—. Estás demostrando celos, Buyantu, y creo que esta actitud es muy egoísta Es evidente que desde hace meses me has ido alejando gradualmente de Biliktu. Supongo que debería sentirme halagado de que quieras tenerme sólo para ti. Pero en realidad debo quejarme. Estos celos tan poco fraternos podrían perturbar la paz que ha reinado hasta ahora en nuestro pequeño domicilio, y tú debes simplemente resignarte a compartir con tu hermana mi afecto y atenciones.

—¿Celosa? —gritó—. ¡Sí, estoy celosa! Y te arrepentirás de haberte aprovechado tan sórdidamente de mi ausencia. Te arrepentirás de este holgorio rápido y furtivo. Pero ¿crees que estoy celosa de ti? ¡Desde luego te pavoneas como un ciego estúpido!

Me estremecí de asombro, porque nunca en mi vida se me había dirigido un criado en aquel tono. Pensé que Buyantu había perdido la cabeza. Pero al instante siguiente mi sorpresa fue mayor, porque ella continuó con idéntica furia:

—¿Celosa de ti, ferenghi cabrón y engreído? ¡Lo que deseo es su amor, y lo quiero sólo para mí!

Biliktu entró apresuradamente en la habitación y poniendo la mano sobre el brazo de su hermana gritó:

—¡Lo tienes, Buyantu, sabes muy bien que lo tienes!

Buyantu quitó bruscamente la mano:

—No es esto lo que he visto.

—Siento que lo hayas visto. Y siento más haberlo hecho —dijo Biliktu dirigiéndome una mirada de odio que me dejó atónito—. Me cogió desprevenida. No pude resistir.

—Has de aprender a decir no.

—Lo haré. Diré no. Te lo prometo.

—Somos mellizas. No debería interponerse nada entre nosotras.

—Nada se interpondrá, amor mío, no volverá a pasar.

—Recuerda que tú eres mi pequeña.

—¡Oh, sí! ¡Lo soy! ¡Lo soy! Y tú eres mía.

Se echaron una en brazos de la otra con lágrimas de amante corriendo por sus mejillas. Yo me había quedado delante suyo, atontado, moviéndome como un péndulo, finalmente carraspeé y dije:

—Bueno…

Biliktu me dirigió entre lágrimas una mirada de pena y reproche.

—Bueno… pues… ahora el gran kan me está esperando, chicas.

Buyantu me dirigió una mirada asesina.

—Cuando vuelva podremos… bueno, me gustaría oír alguna sugerencia… o sea algún arreglo para… —renuncié a continuar por este camino y dije—: Por favor, queridas, esperad que vuelva; y si podéis dejar de meteros mano, tengo un trabajito para vosotras. ¿Veis esta vasija sobre el brasero?

Las dos volvieron la cabeza y miraron con indiferencia el objeto. La vasija estaba ya muy caliente y levanté la tapa cogiéndola con una punta de mi ropa. Su contenido emitía una delgada y malhumorada columna de humo, pero todavía no daba señal de querer fundirse. Volví a tapar cuidadosamente la vasija y les dije:

—Mantened el fuego encendido, pero un fuego muy bajo.

Deshicieron su abrazo, se acercaron obedientes al brasero, y Biliktu puso unos pedacitos de carbón sobre las brasas.

—Gracias —dije—. No necesita más cuidados. No os alejéis del brasero y conservad el fuego a este nivel. Y cuando yo vuelva…

Pero ya no me hacían caso y se estaban de nuevo mirando apasionadamente a los ojos, o sea que me fui.

Kubilai me recibió en su sala del aparato de terremotos, sin nadie presente, y me saludó cordial pero no efusivamente. Sabía que tenía algo que decirle y estaba dispuesto a oírme inmediatamente. Sin embargo yo no quería soltar de golpe la información que había traído, y empecé con circunspección.

—Excelencia, no quiero por ignorancia dar un peso o una impetuosidad indebidos a mis pequeños servicios. Creo que os traigo noticias de cierto valor, pero no puedo valorarlas adecuadamente sin aumentar algo mis pequeños conocimientos actuales sobre la disposición que el gran kan da a sus ejércitos y la naturaleza de sus objetivos.

Kubilai no se ofendió con mi presunción ni me dijo que fuera a informarme con sus subordinados.

—Como cualquier conquistador, mi deber ahora es conservar lo que he ganado. Hace quince años, cuando fui elegido kan de todos los kanes de los mongoles, mi propio hermano Arikbugha puso en entredicho mi ascenso, y tuve que destituirle. Más recientemente en varias ocasiones he tenido que ahogar ambiciones semejantes de mi primo Kaidu. —Hizo con la mano el gesto de apartar tales nimiedades—. Las plantas efímeras conspiran continuamente para derribar el cedro. Son pequeñas molestias pero me obligan a mantener parte de mis tropas apostadas en todas las fronteras de Kitai.

—¿Puedo preguntar, excelencia, sobre las tropas que están en campaña, no en sus guarniciones?

Él me ofreció otro resumen, igualmente sucinto:

—Si quiero conservar seguro este país de Kitai que gané a los Jin, debo poseer también las tierras meridionales de los Song. El mejor sistema para conquistarlas es rodeándolas, y apoderándome primero de la provincia de Yunnan. Éste es el único lugar donde mis ejércitos están actualmente en campaña activa, bajo la dirección de mi buen orlok Bayan.

Para no impugnar la capacidad de su orlok Bayan escogí con cuidado las siguientes palabras.

—Tengo entendido que se dedica a esto desde hace algún tiempo. ¿Es posible, excelencia, que la conquista de Yunnan le resulte más difícil de lo esperado?

Kubilai me miró con ojos prietos:

—No está a punto de ser derrotado, si te refieres a esto. Pero tampoco le resulta fácil la victoria. Tuvo que avanzar hasta allí desde la tierra de To-Bhot, es decir, que tuvo que bajar a Yunnan a través de los contrafuertes de las montañas Hangduan. Nuestros ejércitos de caballería están más adaptados y acostumbrados a luchar sobre llanuras planas. El pueblo yi de Yunnan conoce todos los recovecos de estas montañas y lucha de modo móvil y astuto; no se enfrenta nunca directamente con nosotros, sino que dispara desde ocas y árboles para luego huir y esconderse en otro lugar. Es como aplastar mosquitos con un capazo de ladrillos. Sí, puedes decir sin equivocarte que a Bayan no le resulta fácil la conquista.

—He oído calificar a los yi de turbulentos —dije yo.

—También este adjetivo es acertado. Desde sus seguros refugios nos desafían a gritos. Es evidente que creen que pueden resistir hasta que nosotros nos vayamos. Pero están equivocados.

—Pero cuanto más tiempo resistan, más muertos habrá por ambos bandos y la misma tierra se empobrecerá y su conquista tendrá menos interés.

—Por desgracia también esto es cierto.

—Si se les pudiera quitar esta ilusión de invencibilidad, excelencia, ¿no sería la conquista más fácil? ¿Con menos muertos y menos destrucción de la provincia?

—Sí. ¿Conoces algún sistema para disolver esta fantasía?

—No estoy seguro, excelencia. Permitid que lo exprese así. ¿Suponéis que los yi se ven alentados en su resistencia porque saben que tienen a un amigo en la corte?

La mirada del gran kan se transformó en la de un leopardo cazador al acecho. Pero no rugió como un leopardo, sino que habló con la suavidad de una paloma:

—Marco Polo, dejemos de dar vueltas alrededor del tema, como si fuéramos dos han regateando en el mercado. Dime quién es.

—Tengo información, excelencia, al parecer segura, de que el ministro de Razas Menores, Bao Neihe, aunque aparenta ser han en realidad es un yi de Yunnan.

Kubilai se quedó sentado pensativamente, aunque las llamas de sus ojos no se apagaron, y al cabo de un rato gruñó para sí:

Vaj! ¿Quién puede distinguir a estas alimañas de ojos oblicuos? Todos son igual de pérfidos.

Pensé que lo mejor era añadir:

—Ésta es la única información de que dispongo, excelencia, y no acuso de nada al ministro Bao. No tengo pruebas de que haya espiado en favor de los yi, ni de que se haya comunicado con ellos de ningún modo.

—Basta con que aparente ser lo que no es. Has hecho bien, Marco Polo. Voy a llamar a Bao para interrogarle, y quizá más tarde tenga motivos para hablar de nuevo contigo.

Cuando salí de la estancia del gran kan un mayordomo de palacio me esperaba en el pasillo para comunicarme que el primer ministro Achmad quería que le visitara inmediatamente. Me dirigí a sus aposentos, sin ningún entusiasmo, pensando: «¿Cómo puede haberse enterado tan deprisa?».

El árabe me recibió en una habitación decorada con una única y enorme pieza que supongo podía considerarse como una escultura realizada por la naturaleza. Era una gran roca, tan alta como dos hombres y de circunferencia cuatro veces mayor. Aquélla pieza tremenda, que era de lava solidificada, parecía hecha de llamas petrificadas, y estaba llena de giros y convoluciones grises, de agujeros y pequeños túneles. En algún punto de su base había un cuenco de incienso y un humo azul y perfumado subía y se enroscaba por las sinuosidades de la escultura, salía por unos agujeros y entraba en otros, como si todo el conjunto se estuviera retorciendo sometido a un tormento lento e incesante.

—Me habéis desobedecido y desafiado —dijo Achmad inmediatamente, sin saludos ni preparaciones—. Continuasteis escuchando hasta que oísteis algo que perjudicaba a un alto ministro de esta corte.

Yo le contesté:

—La información me llegó antes de poder retirar la oreja. —No ofrecí más excusas ni atenuantes, sino que añadí valientemente—: Pensé que me había llegado sólo a mí.

—Lo que se habla en el camino se oye en la hierba —dijo con indiferencia—. Un viejo proverbio han.

Con idéntico atrevimiento, repliqué:

—Ha de haber alguien que escuche en la hierba. Durante todo este tiempo había supuesto que mis doncellas informaban sobre mí al kan Kubilai o al príncipe Chingkim, y la cosa me parecía razonable. Pero en realidad siempre han sido vuestras espías, ¿no es cierto?

No sé si se habría preocupado de mentir o de desmentirlo, o si se hubiese preocupado incluso de confirmar el hecho, porque en aquel momento hubo una ligera interrupción. Una mujer procedente de una habitación vecina empezó a pasar por las cortinas de las puertas, pero al darse cuenta de que Achmad tenía visita, volvió a salir bruscamente. Lo único que percibí de ella fue que era una mujer de estatura exageradamente alta y que iba elegantemente vestida. Su conducta demostraba que no quería que yo la viera, por lo que supuse que era la esposa o concubina de alguien ocupada en alguna aventura ilícita. Pero yo no recordaba haber visto ninguna mujer tan alta y robusta en el palacio. Pensé que el pintor maestro Zhao cuando habló de los gustos depravados del árabe no había concretado los objetos de sus deseos. ¿Tenía el valí Achmad un interés especial por mujeres más altas que la mayoría de hombres? No lo pregunté y él no dio ninguna importancia a la interrupción, sino que dijo:

—El mayordomo os encontró en las habitaciones del gran kan, supongo por lo tanto que ya le habéis comunicado vuestra información.

—Sí, valí, así lo he hecho. Kubilai está llamando al ministro Bao para interrogarle.

—Un interrogatorio infructuoso —dijo el árabe—. Parece ser que el ministro ha partido apresuradamente con destino desconocido. Si vuestro descaro llega al punto de acusarme de haberle facilitado la fuga, puedo sugeriros que Bao probablemente reconoció a los mismos visitantes del sur que le reconocieron a él, y cuya indiscreta conversación captó vuestra oreja.

Yo dije con toda sinceridad.

—Mi descaro no llega al suicidio, valí Achmad. No os acusaría de nada. Sólo diré que el gran kan pareció agradecer la información que le di. O sea que si consideráis el hecho una desobediencia contra vos, y la castigáis, supongo que el gran kan se extrañaría de ello.

—¡Impertinente lechón de una madre puerca! ¿Me desafiáis a que os castigue amenazándome con el enojo del gran kan?

No contesté nada. Sus negros ojos de ágata se volvieron todavía más pétreos y continuó diciendo:

—Meteos esto en la cabeza, Folo. Mi destino depende del kanato, del cual soy primer ministro y vicerregente. Si hiciera algo para minar el kanato no sólo sería traidor, sino imbécil. Tengo tanto interés como Kubilai en tomar Yunnan y luego el Imperio Song y luego todo el resto del mundo, si somos capaces de hacerlo y si Ala lo permite. No os censuro por haber descubierto antes que yo que los intereses del kanato podían haber peligrado por culpa de ese impostor yi. Pero meteos también esto en la cabeza. Yo soy el primer ministro. No toleraré desobediencia ni deslealtad ni desafíos por parte de mis inferiores. Especialmente por parte de un hombre más joven que ha llegado de fuera sin experiencia sobre este país, que es un despreciable cristiano y un advenedizo en el rango de la corte, y por si esto fuera poco un insolente escalador, presuntuoso y ambicioso.

Yo empecé a replicar coléricamente:

—Aquí no soy más advenedizo que… —pero él levantó imperiosamente la mano.

—No voy a destruiros completamente por esta demostración de desobediencia, porque no me ha perjudicado. Pero os prometo, Folo, que la lamentaréis tanto que no tendréis ganas de repetirla. Antes me limité a explicaros cómo era el infierno. Creo que necesitáis una demostración. —Luego, pensando quizá que su visitante femenino podía oírle, bajó la voz—: Os haré esta demostración cuando lo crea conveniente. Y manteneos bien alejado de mí.

Me fui, pero sin alejarme mucho, por si el gran kan me necesitaba de nuevo. Salí fuera, atravesé los jardines del palacio y subí por la Colina de Kara hasta el Pabellón de los Ecos, para que las claras brisas soplaran por mi atiborrada mente. Recorrí el paseo por dentro de la pared de mosaico, ordenando mentalmente las numerosas preocupaciones que me habían dado recientemente los demás o que yo había asumido personalmente: Yunnan y el yi, Narices y su dama perdida y encontrada de nuevo, las mellizas Buyantu y Biliktu, que ahora habían demostrado ser más que hermanas entre sí y menos fieles conmigo…

Luego, como si no tuviera bastantes cosas de qué preocuparme, una nueva se añadió a las anteriores. Una voz murmuró en mi oído, en idioma mongol:

—No os giréis. No os mováis. No miréis.

Quedé inmóvil donde estaba, esperando en el instante siguiente sentir una puñalada o el filo de una espada. Pero sólo me llegó otra vez la voz:

—Tiembla, ferenghi. Teme la llegada de lo que mereciste. Pero no ahora, porque esperar y temer y no saber forman parte del castigo.

Comprendí en aquel momento que la voz no estaba al lado de mi oído. Di la vuelta, miré a mi alrededor y no vi a nadie. Entonces pregunte secamente:

—¿Qué he merecido? ¿Qué queréis de mí?

—Sólo que me esperes —murmuro la voz.

—¿Quién? Y ¿cuándo?

La voz murmuró sólo cinco palabras más, cinco palabras cortas y simples, pero cargadas de un peso más terrible que la amenaza más declarada, y luego no volvió a hablar. Dijo sólo de modo claro y terminante:

—Espérame cuando menos me esperes.

13

Esperé algo más y cuando nada oí, hice una pregunta o dos, pero sin obtener respuesta. Eché a correr alrededor de la terraza hacia mi derecha hasta volver a la Puerta de la Luna, sin ver tampoco a nadie. El muro sólo tenía aquella entrada, y por lo tanto me detuve allí y miré hacia abajo por la Colina de Kara. Aquél día varios señores y damas estaban también tomando el aire paseando solos o en parejas por los niveles inferiores de la colina. Cualquiera de ellos podía ser la persona que me había hablado sin que pudiera verla: podía haber corrido hasta allí y luego moderar el paso. O el propietario del murmullo podía haber tomado otro camino. El camino enlosado que partía de la Puerta de la Luna descendía un corto trecho antes de bifurcarse en dos, y uno de los caminos daba la vuelta al pabellón por detrás, descendiendo por la ladera trasera de la colina. O la persona podía estar aún dentro del muro conmigo y podía fácilmente dejar el pabellón interpuesto entre los dos, por rápido que corriera yo o por cautelosamente que avanzara por el paseo. Era inútil buscar más; me quedé en la entrada y medité.

La voz podía ser tanto de un hombre como de una mujer, y pertenecer a varias personas que podían desear mi mal. Entre la misma hora del día anterior y la de aquel día tres personas me habían anunciado que «lamentaría» una u otra de mis acciones: el gélido Achmad, la enfurecida Buyantu y la ofendida señora Zhao. También podía suponer que el fugitivo ministro Bao había dejado de ser amigo mío, y que estaba aún en los confines del palacio. Y si tenía que contar a todas las personas de palacio a quienes había ofendido desde mi llegada tendría que incluir también al maestro Ping, el acariciador. Todos estos personajes hablaban mongol, como la voz que había murmurado en mis oídos.

Había incluso otras posibilidades. La dama gigantesca escondida en los aposentos de Achmad podía imaginarse que yo la había reconocido, y tenerlo en cuenta. O la dama Zhao podía haber contado a su marido algún embuste sobre mi visita, y él podía en este momento estar tan enfadado conmigo como ella. Yo había repetido chismes ofensivos sobre el eunuco astrólogo de la corte, y los eunucos como es sabido son muy resentidos. Además había comentado en una ocasión con Kubilai que en mi opinión la mayoría de sus ministros estaban mal empleados y este comentario podía haber llegado a oídos suyos, y cada uno de ellos podía estar mortalmente ofendido por mi presunción.

Mi mirada recorría una y otra vez los tejados curvados de los distintos edificios del palacio, como si quisiera atravesar sus tejas amarillas e identificar a mi atacante, cuando de repente vi una gran nube de humo subir como una erupción del edificio principal. El humo era tan abundante que no podía proceder de un brasero o de un horno de cocina, y había aparecido de modo demasiado repentino para ser un incendio de una habitación o cosa parecida. Aquél humo negro mientras se iba expandiendo parecía hervir y llevar mezclados en su interior fragmentos del edificio y del tejado. Una tracción de instante después me llegó el sonido correspondiente: un trueno tan fuerte y violento que agitó literalmente mi cabello y los pliegues sueltos de mi ropa. Vi que las demás personas que estaban en la colina también se tambaleaban por efecto del sonido, daban la vuelta para mirar y echaban a correr ladera abajo hacia la escena.

No tuve que acercarme mucho para comprender que la erupción había salido de mis propios aposentos. De hecho la sala principal de mi estancia tenía los muros y el techo reventados, había quedado abierta al cielo y los pocos elementos de su interior que no se habían desintegrado directamente estaban ardiendo. El humo negro de la explosión inicial, todavía muy denso y revolviéndose e hirviendo lentamente, se estaba desplazando ahora sobre la ciudad, el humo menor del incendio de la habitación era tan espeso que la mayoría de espectadores se mantenían a una respetuosa distancia. Sólo unos cuantos criados del palacio entraban y salían corriendo entre el humo llevando baldes de agua y echándola sobre los ardientes restos. Uno de ellos soltó su balde cuando me vio y vino corriendo hacia mí, o más bien tambaleándose. Estaba tan negro de humo y con la ropa tan chamuscada que tardé un instante en reconocer a Narices.

—¡Oh, mi amo! ¡No os acerquéis más! ¡Es una destrucción terrible!

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté, aunque ya suponía la respuesta.

—Lo ignoro, mi amo. Yo estaba durmiendo en mi armario cuando de repente, bismillah!, y me encontré despierto y debatiéndome aquí, sobre la hierba de este patio del jardín, con la ropa encendida y fragmentos de mobiliario lloviendo a mi alrededor.

—¡Las chicas! —exclamé—. ¿Qué les ha sucedido?

Mašallah, mi amo, están muertas, y del modo más horrible. Si no fue obra de un yinni vengativo, sufrimos el ataque de un dragón con aliento de fuego.

—No lo creo así —dije tristemente.

—Entonces sin duda fue un ruj que desgarra locamente a sus víctimas con el pico y las garras, porque las chicas no están solamente muertas, sino que ya no existen, por lo menos como chicas separadas. No son más que una salpicadura sobre las paredes que quedan en pie. Trozos de carne y manchas de sangre. Mellizas fueron en vida y emparejadas han entrado en la muerte. Serán inseparables para siempre, porque ningún maestro funerario podrá separar los fragmentos y decir quién es quién.

—Bruto barabào —murmuré horrorizado—. Pero no fue ningún ruj ni yinni ni dragón. ¡Ay de mí!, fui yo quien lo hice.

—Y pensar, mi amo, que en una ocasión me dijisteis que no podríais matar nunca a una mujer.

—¡Esclavo insensible! —grité—. ¡No lo hice deliberadamente!

—Ah, bueno, todavía sois joven. Mientras tanto agradezcamos que las que murieron no guardaran consigo en casa un perro, un gato o un mono, porque estarían entremezclados con ellas en la otra vida.

Tragué saliva, mareado. Tanto si era culpa mía como obra de Dios, había sufrido la pérdida terrible de dos mujeres jóvenes y encantadoras. Pero debía pensar que ya las había perdido antes, y de modo muy real. Una de ellas o las dos me habían estado traicionando con el hostil Achmad, y yo había sospechado que Buyantu podía ser también la voz murmuradora del Pabellón del Eco. Ahora era evidente que ella no pudo haber sido. Pero en aquel momento di un nuevo salto cuando otra voz murmuró a mi oído:

—Lamentable mamzar, ¿qué habéis hecho?

Me giré. Era el artificiero de la corte, quien sin duda había llegado corriendo al reconocer el ruido distintivo de su propio producto.

—Estaba intentando un experimento en al-kimia, maestro Shi —contesté compungido—. Dije a las chicas que mantuvieran el fuego muy bajo, pero sin duda debieron…

—Os advertí que el polvo de fuego no es para jugar —gruñó él entre dientes.

—Nadie puede contarle nada a Marco Polo —dijo el príncipe Chingkim quien en su calidad de wang de Kanbalik había acudido al parecer para comprobar qué tipo de desgracia se había abatido sobre su ciudad. Añadió secamente—: Marco Polo ha de verlo todo personalmente.

—Preferiría no haber visto esto —murmuré.

—Entonces no miréis, mi amo —dijo Narices—. Porque aquí llega el maestro funerario de la corte y sus ayudantes, para recoger los restos mortales.

El fuego se había amortiguado y sólo se veían pequeñas columnas de humo y se oían silbidos ocasionales de vapor. Los espectadores y los criados con sus baldes abandonaron el lugar, porque, como es natural, la gente prefería alejarse de los funcionarios encargados de preparar los funerales. Yo me quedé, por respeto hacia las difuntas, y lo propio hizo Narices, para acompañarme, y también Chingkim, en su calidad de wang, para que todo se hiciera correctamente, y lo mismo hizo el maestro Shi, impulsado por el deseo profesional de examinar los destrozos y tomar notas que le sirvieran para sus futuros trabajos.

El maestro de funerales y sus ayudantes, todos vestidos de color púrpura, demostraban a las claras el desagrado que les causaba aquel trabajo, aunque sin duda estaban acostumbrados a ver la muerte en muchas formas. Echaron un vistazo por el lugar, luego se fueron y volvieron con unos recipientes de cuero negro, unas espátulas de madera y unos lampazos de tela. Con estos objetos y con expresiones de repulsión recorrieron mi habitación y la zona exterior del jardín, rascando, fregando y depositando los resultados en los recipientes. Cuando hubieron cumplido su misión nosotros cuatro entramos y examinamos las ruinas, pero sólo superficialmente porque el olor era terrible. Era un hedor compuesto de humo, carbonilla, carne asada y, aunque no sea galante decirlo de las jóvenes bellezas fallecidas, el hedor de excrementos, porque aquella mañana yo no había dado tiempo a las chicas para hacer su aseo.

—Para que el huoyao produjera toda esta destrucción —dijo el artificiero mientras rebuscábamos lóbregamente por la sala principal— tuvo que estar muy apretado y confinado cuando entró en ignición.

—Estaba dentro de una vasija de gres bien tapada, maestro Shi —dije yo—. Creo que no podía entrar en ella ninguna chispa.

—Bastaba con que la vasija se calentara mucho —dijo mirándome con irritación—. ¿Y una vasija de gres? De mayor potencial explosivo que una nuez india o que una caña pesada de zhugan y si las mujeres estaban en aquel momento cerca de la vasija…

Yo me alejé porque no quería oír más comentarios sobre las pobres muchachas. En un rincón descubrí con gran sorpresa un objeto intacto en aquella habitación destruida. Era sólo un jarro de porcelana, pero estaba entero, intacto, excepto el borde algo desportillado. Cuando miré su interior entendí por qué había sobrevivido. Era la vasija en la que había vertido la primera medida de huoyao, que luego había mezclado con agua. El polvo se había secado formando una masa sólida que llenaba casi todo el jarro y le permitía resistir golpes.

—Mirad esto, maestro Shi —dije enseñándole el jarro—. El huoyao puede conservar además de destruir.

—O sea que primero intentasteis humedecerlo —comentó mirando la vasija—. Podía haberos advertido que se secaría y solidificaría formando una masa inútil. En realidad creo que os lo dije. Ayn davar, pero el príncipe tiene razón: nadie puede deciros nada…

Yo había dejado de escuchar, y me aparté nuevamente de él, porque un nebuloso recuerdo estaba tomando forma en mi mente. Me llevé la vasija al jardín, cogí una de las piedras encaladas que bordeaban un parterre y la utilicé como martillo para romper la porcelana. Cuando hubieron caído todos los fragmentos tuve una masa pesada y gris, en forma de vaso, del polvo solidificado. Lo que había recordado en aquel momento era la fabricación de un alimento que los mongoles llamaban grut. Recordaba que las mujeres mongoles de las llanuras extendían la cuajada de leche al sol y dejaban que se endureciera hasta tener una masa dura, luego la deshacían en forma de bolas de grut que se conservaban indefinidamente sin echarse a perder, de modo que quien quisiera podía preparar con ellas una comida de emergencia. Cogí de nuevo mi piedra y golpeé la masa de huoyao hasta que saltaron unas cuantas bolitas, parecidas en tamaño y aspecto a excrementos de ratón. Las miré, luego volví al artificiero y le dije sin muchas esperanzas.

—Maestro Shi, mirad esto y decidme si me he equivocado…

—Probablemente —dijo con un ronquido de desprecio—. Son cagarrutas de ratón.

—Son bolitas sacadas de aquella masa de huoyao. Creo que estas bolitas conservan en firme suspensión las proporciones correctas de los tres polvos separados. Y puesto que están secas se inflamarán como si…

Yom mejayeh! —exclamó con voz ronca, creo que en idioma ivrit.

Recogió de mi mano aquellas bolitas con mucha lentitud y delicadeza, se inclinó para estudiarlas atentamente y exclamó de nuevo, ahora, según entendí, en idioma han, varias palabras más como «haojiahuo», que es una expresión de asombro, y «jiaohao», que es una expresión de satisfacción, y «chanruan», que es un término utilizado habitualmente para alabar a una mujer hermosa.

De repente se puso a correr por la habitación en ruinas hasta que encontró una astilla de madera todavía en ascuas. Sopló sobre ella para que diera fuego y salió corriendo al jardín. Chingkim y yo le seguimos mientras el príncipe decía:

—¿Qué pasa ahora? —y—: ¡Otra vez, no! —cuando el artificiero tocó las bolitas con el ascua y éstas se encendieron con una llama brillante y un silbido, como si conservaran su forma original de polvo fino.

Yom mejayeh! —exclamó de nuevo el maestro Shi y luego se volvió hacia mí y con los ojos muy abiertos murmuró—: Bar mazel! —luego se dirigió al príncipe Chingkim y dijo en han—:Mu bu jian jie.

—Un viejo proverbio —me dijo Chingkim—. El ojo no puede ver sus propias pestañas. Creo que habéis descubierto algo nuevo en relación al polvo de fuego, nuevo incluso para el experimentado artificiero.

—Es sólo una idea que se me acaba de ocurrir —dije modestamente.

El maestro Shi se me quedó mirando con los ojos abiertos como platos, sacudiendo la cabeza y murmurando palabras como «jajem» y «jalutz». Luego se dirigió de nuevo a Chingkim:

—Príncipe, no se si teníais intención de procesar a este imprudente ferenghi por los daños y las muertes que ha causado. Pero la Mishna nos cuenta que un mal nacido que piensa se merece más consideración que un gran sacerdote que predica rutinariamente. Os confieso que este joven aquí presente ha conseguido algo de más valor que acabar con unas cuantas criadas o con unos fragmentos de palacio.

—Ignoro qué es la mishna, maestro Shi —gruño el príncipe—, pero transmitiré vuestro juicio a mi real padre. —Luego se volvió hacia mí—. Voy a llevaros a su presencia. Me había enviado a buscaros cuando oí el trueno que acompaño vuestro… éxito. Me alegro de no tener que llevaros en una cuchara. Seguidme.

—Marco —dijo el gran kan sin preámbulos—. Debo enviar un mensajero al orlok Bayan de Yunnan para informarle de los últimos acontecimientos de palacio, y creo que te has ganado el honor de ser este mensajero. Están escribiendo ya la carta con el mensaje. En ella le informo sobre el ministro Bao y le sugiero algunas de las medidas que Bayan puede tomar ahora, una vez que los yi han quedado privados de su secreto aliado entre nosotros. Entrega la carta a Bayan, luego ponte a su servicio hasta que la guerra haya finalizado y así tendrás el honor de informarme de que Yunnan ha caído por fin en nuestras manos.

—¿Me estáis enviando a la guerra, excelencia? —pregunté no sabiendo si tenía muchas ganas de ir—. No he tenido ninguna experiencia militar.

—En ese caso debes tenerla. Cada hombre necesita haber vivido por lo menos una guerra durante su vida, de lo contrario ¿cómo puede decir que ha saboreado todas las experiencias que la vida ofrece?

—No estaba pensando en la vida, excelencia, sino más bien en la muerte. —Y me eché a reír pero sin mucha convicción.

—Todo hombre muere —dijo Kubilai, algo fríamente—. Y por lo menos algunas muertes son menos ignominiosas que otras. ¿Preferirías morir como un escribano, encogiéndote y marchitándote dentro del osario de una vejez tranquila?

—No tengo miedo, excelencia. Pero ¿y si la guerra dura mucho tiempo? ¿O si no se gana nunca?

Él contestó con mayor frialdad todavía:

—Es mejor combatir por una causa perdida que confesar luego a tus nietos que no has combatido nunca. Vaj!

El príncipe Chingkim tomó la palabra:

—Debo aseguraros, mi real padre, que este Marco Polo no esquivará nunca ningún enfrentamiento imaginable. Sin embargo en este momento está algo afectado por una calamidad reciente.

Luego contó a Kubilai la devastación accidental, subrayando la palabra accidental, de mi servidumbre.

—Ah, o sea que te has quedado sin criadas y sin los servicios de las mujeres —dijo el gran kan con simpatía—. Bueno, el viaje hacia Yunnan será tan rápido que no necesitarás criadas, y por las noches estarás tan cansado que sólo tendrás ganas de dormir. Cuando llegues allí participarás como es lógico en el pillaje y las violaciones. Toma esclavas que te sirvan, toma mujeres a tu servicio. Compórtate como un hombre de sangre mongol.

—Sí, excelencia —dije sumisamente.

Se recostó hacia atrás y suspiró como echando a faltar los buenos tiempos pasados, y murmuró recordando:

—Se cuenta que mi estimado abuelo Chinghiz nació sujetando en su diminuto puño un coágulo de sangre, y que el chamán le predijo entonces una carrera sanguinaria. Luego cumplió esa profecía. Y todavía recuerdo que a nosotros, sus nietos, nos contaba: «Chicos, no puede haber mayor placer para un hombre que matar a sus enemigos, y luego cubierto de sangre y oliendo a ella violar a sus castas esposas y a sus hijas vírgenes. No hay sensación más deliciosa que largar tu jingye dentro de una mujer o de una niña que llora, se debate, te odia y te maldice». Así habló Chinghiz Kan, el inmortal de los mongoles.

—Lo tendré presente, excelencia.

Se inclinó de nuevo hacia adelante y dijo:

—Como es lógico tendrás que resolver algunas cosas antes de partir. Pero hazlo lo más rápidamente posible. Ya he enviado jinetes de avanzadilla para preparar el camino. Si durante el trayecto puedes prepararme en borrador mapas de esta ruta, como tú y tus tíos hicisteis en la Ruta de la Seda, te lo agradeceré y la recompensa que recibirás será valiosa. Si además en tus viajes atrapas al fugitivo ministro Bao, te doy permiso para que lo mates y el premio será también de consideración. Ahora vete y prepárate para el viaje. Cuando estés a punto tendrás a tu disposición caballos rápidos y una escolta de confianza.

«Bueno —pensé mientras iba a mis habitaciones—, esto por lo menos me pondrá fuera del alcance de mis adversarios de la corte: el valí Achmad, doña Zhao, el acariciador Ping, y el susurrador, quienquiera que sea. Mejor morir al aire libre en el campo de batalla que en manos de alguien acechando en una habitación».

El arquitecto de la corte estaba en mi estancia, tomando medidas, mascullando palabras y dando bruscas órdenes a un equipo de obreros que empezaban a sustituir las paredes y el techo pulverizados. Por suerte yo guardaba la mayoría de mis posesiones personales y objetos de valor en mi dormitorio, que no había sido afectado. Narices estaba allí, quemando incienso para limpiar el aire. Le ordené que me preparara ropa de viaje e hiciera un equipaje ligero con los demás objetos necesarios. Luego recogí todas las notas diarias que había escrito y acumulado desde mi partida de Venecia y las llevé a las habitaciones de mi padre.

Me miró algo sorprendido cuando deposité el montón sobre una mesa que había a un lado, porque era un conjunto poco impresionante de papeles garabateados, arrugados y enmohecidos de todos los tamaños.

—Te agradeceré, padre, que los envíes a tío Marco cuando mandes algún cargamento de bienes por las postas de caballos de la Ruta de la Seda y que le digas que los envíe a Venecia para que los guarde marègna Fiordelisa. Las notas pueden interesar a algún futuro cosmógrafo si puede descifrarlas y ordenarlas. Tenía la intención de hacerlo yo mismo, algún día, pero me envían a una misión de la que quizá no vuelva.

—¿Sí? ¿Qué misión?

Se lo conté con dramático pesimismo, pero quedé asombrado cuando él dijo:

—Te envidio, porque haces algo que yo no hice nunca. Deberías agradecer la oportunidad que Kubilai te ofrece. Da novèlo tuto xe belo. No hay muchos blancos que hayan visto a los mongoles haciendo la guerra y que vivan para recordarlo.

—Sólo deseo que así sea —dije—. Pero la supervivencia no es mi única consideración. Hay otras cosas que preferiría hacer. Y estoy seguro de que podría estar haciendo cosas más provechosas.

—Vamos, Marco. Cuando el hambre aprieta no hay pan malo.

—¿Estás sugiriendo, padre, que debería gustarme perder el tiempo en una guerra?

Él me respondió reprobadoramente:

—Es cierto que te educaste para el comercio, y que procedes de una familia de mercaderes. Pero no tienes que mirarlo todo con ojos de mercader y preguntarte siempre: «¿Para qué sirve esto? ¿Qué vale aquello?». Deja esta mugrienta filosofía para los comerciantes que no han salido nunca de sus tiendas. Tú te has aventurado hasta el extremo más lejano del mundo. Sería una lástima que volvieras a casa cargado sólo de beneficios, sin por lo menos un poco de poesía.

—Esto me recuerda que ayer hice un negocio. ¿Puedes dejarme una criada para un recado?

La envié para que recogiera de los aposentos de los esclavos a la mujer turca llamada Mar-Yanah, antes propiedad de la dama Zhao Guan.

—¿Mar-Yanah? —repitió mi padre, mientras la criada se iba—. ¿Y turca…?

—Sí, el nombre te suena —dije—. Hemos hablado de ella anteriormente.

Y le conté toda la historia, de la cual él sólo había oído, hacía mucho tiempo, un episodio inicial.

—¡Qué red maravillosamente intrincada! —exclamó—. ¡Y al final se ha desenredado! Dios no paga siempre sus deudas únicamente los domingos.

Luego, como me había sucedido a mí, sus ojos se dilataron cuando la encantadora mujer entró sonriendo en mi habitación, y yo la presenté.

—La ama Zhao no parecía muy contenta —me dijo tímidamente—, pero me ha comunicado que ahora soy propiedad vuestra amo Marco.

—Sólo por unos momentos —repliqué, sacándome de la bolsa el papel con el título de propiedad y entregándoselo—. Ahora sois de nuevo señora vuestra, tal como debía ser, y no os oiré llamar amo a nadie más.

Con una temblorosa mano recogió el papel y con la otra apartó unas lágrimas de sus largas pestañas, en silencio, como si no encontrara palabras adecuadas.

—Ahora —continué diciendo— estoy seguro de que la princesa Mar-Yanah de Capadocia podría escoger al hombre que quisiera de esta corte o de cualquier otra. Pero si vuestra alteza tiene todavía puesto el corazón en Nari… en Ali-Babar, os espera en mis habitaciones al fondo de la sala.

Ella empezó a arrodillarse para hacerme koutou, pero la cogí de las manos, la levanté, la dirigí hacia la puerta y le dije:

—Id a él —y ella se fue.

Mi padre la siguió aprobadoramente con la mirada y luego me preguntó:

—¿No quieres llevarte a Narices contigo a Yunnan?

—No. Él ha esperado veinte años o más a esta mujer. Lo mejor es que se casen lo antes posible. ¿Te ocuparás de eso, padre?

—Sí. Y como regalo de bodas entregaré a Narices su propio certificado de propiedad. Quiero decir a Ali-Babar. Supongo que debemos acostumbrarnos a tratarlo con mayor respeto, porque va a ser un hombre libre y consorte de una princesa.

—Antes de que sea totalmente libre, quiero ir a mi habitación y comprobar si mi equipaje está a punto. O sea que me despido ahora, padre, por si no puedo veros ni a ti ni a tío Mafio antes de irme.

—Hasta la vista Marco, y permite que rectifique lo que he dicho antes. Estaba equivocado. Quizá no seas nunca un buen comerciante. Acabas de regalar una esclava valiosa sin recibir nada a cambio.

—Pero padre, ¡la conseguí gratis!

—¿Qué mejor sistema para sacar un beneficio neto? Sin embargo no lo has querido así. Ni siquiera le diste la libertad con fanfarria, discursos y nobles gesticulaciones, dejando que besara y babeara tus manos, mientras un público numeroso aplaudía tu liberalidad y un escriba del palacio tomaba notas para la posteridad.

Yo no entendí el sentido de sus palabras y le contesté algo exasperado:

—Voy a citar uno de tus adagios, padre: en un momento enciendes antorchas y al momento siguiente estás contando cabos de velas.

—Es muy poco comercial regalar cosas y es pésimo negocio hacerlo sin que nadie te alabe. Es evidente que desconoces el valor de las cosas, excepto quizá el valor de uno o dos seres humanos. Desespero de que llegues a ser mercader. Pero tengo esperanzas de que seas poeta. Buen viaje, Marco, hijo mío, y vuelve sano y salvo.

Volví a ver otra vez a Mar-Yanah. En la mañana siguiente ella y Narices —ahora Ali— acudieron a desearme «salaam aleikum» antes de mi partida y a darme de nuevo las gracias por haber ayudado a reunirlos. Se levantaron temprano, para verme antes de mi partida, y era evidente que habían dejado un lecho compartido porque estaban despeinados y con ojos soñolientos. Pero también sonreían con alegría y cuando intentaron describir para mí su extática reunión, se vieron absurdamente incapaces de articular nada.

—Era casi como si… —empezó a decir él.

—No, era como si… —dijo ella.

—Sí; en realidad era como si… —dijo él—, todos los veinte años desde que nos conocimos por última vez… era como si estos años, bueno…

—Vamos, vamos —dije riendo ante aquellas inconexas frases—. No solíais ser ninguno de los dos cuentistas tan ineptos en el pasado.

Mar-Yanah también se echó a reír y finalmente dijo lo que pensaba decir:

—Los veinte años de separación podían no haber existido.

—¡Todavía me cree guapo! —exclamó Narices—. Y ella es más bella que nunca.

—Estamos tan alocados como dos adolescentes en su primer amor —dijo ella.

—Esto me hace feliz —les dije. Los dos tenían quizá cuarenta y cinco años y yo no podía apartar de mi cabeza la idea de que el enamoramiento entre personas de edad tal que podrían ser mis padres era un asunto raro y ridículo, sin embargo añadí—: Os deseo la felicidad eterna, jóvenes amantes.

Fui entonces a presentarme al gran kan para recoger la carta del orlok Bayan. Vi que ya tenía visitantes: el artificiero de la corte, a quien yo había visto el mismo día anterior, el astrónomo de la corte y el orfebre de la corte, a quienes no había visto desde hacía bastante tiempo. Los tres parecían tener los ojos curiosamente inyectados en sangre, pero estos mismos ojos rojos brillaban con algo que podía ser entusiasmo.

—Estos caballeros de la corte quieren que lleves también a Yunnan algo suyo —dijo Kubilai.

—He pasado en vela toda la noche, Marco —dijo el artificiero Shi—. Después de que vos inventasteis un sistema para hacer transportable el polvo de fuego todos estamos ansiosos porque se utilice en el combate. He pasado la noche humedeciendo grandes cantidades de polvo, secándolo en tortas y pulverizándolas para sacar bolitas.

Et voilà, yo he fabricado nuevos recipientes para contenerlas —dijo el orfebre Boucher, mostrándome una brillante bola de latón, del tamaño de su cabeza—. El maestro Shi nos contó que destruisteis medio palacio con una sola vasija de gres.

—No fue medio palacio —protesté—. Sólo fue…

—¿Qu’importe? —dijo con impaciencia—. Si una vasija provista de una simple tapa pudo hacer esto, hemos calculado que confinando el polvo a mayor presión la potencia debería triplicarse. Decidimos utilizar el latón.

—Y yo mediante comparaciones con los orbes planetarios —dijo el astrónomo Yamal-ud-Din—, calculé que lo mejor sería un recipiente globular. Puede lanzarse a mano o con una catapulta del modo más preciso y a la mayor distancia, e incluso puede echarse rodando en medio del enemigo, y su forma, insallah!, dispersará del modo más efectivo sus fuerzas destructoras en todas las direcciones.

—O sea que yo fabriqué bolas de este tipo, seccionadas en dos hemisferios —dijo el maestro Boucher—. El maestro Shi las llenó con bolitas de huoyao y luego yo las soldé. Sólo su fuerza interna puede ahora romperlas y abrirlas. Pero cuando lo haga, les diables sont déchatnés!

—Vos y el orlok Bayan —dijo el maestro Shi— seréis los primeros en utilizar de modo práctico el huoyao en el campo de batalla. Hemos fabricado una docena de bolas. Lleváoslas y que Bayan las utilice como crea conveniente, pues deberían de funcionar sin ningún fallo.

—Eso parece —dije—. Pero ¿cómo han de encenderlas los guerreros?

—¿Veis esta cuerda que asoma como una mecha? La introdujimos antes de soldar entre sí las mitades. En realidad es un algodón enrollado alrededor de un núcleo del mismo huoyao. Basta una chispa, por ejemplo una varita encendida de incienso, para que después de contar hasta diez la chispa alcance la carga del interior.

—¿O sea que no pueden estallar accidentalmente? No me gustaría devastar algún inocente caravasar antes de llegar allí.

—No hay que temer nada —dijo el maestro Shi—. Procurad sólo que ninguna mujer juegue con ellas. —Luego añadió secamente—: No es en balde que la oración matutina de acción de gracias de mi pueblo contiene las palabras: «Bendito seas Señor Dios nuestro, que no me has hecho mujer».

—¿En serio? —preguntó el maestro Yamal interesado—. Nuestro Corán dice de modo semejante en la cuarta sura: «Los hombres son superiores a las mujeres por las cualidades que Alá ha impartido a los hombres por encima de ellas».

Pensé que aquellos ancianos estaban algo mareados por falta de sueño pues no se explicaba que iniciasen en aquel momento una discusión sobre los deméritos de las mujeres. Decidí, pues, interrumpirla y dije:

—Me llevaré gustosamente todas estas cosas, si el kan Kubilai así lo ordena.

El gran kan hizo un gesto de asentimiento y los tres cortesanos se apresuraron a cargar la docena de bolas en los caballos de mi caravana. Cuando hubieron partido, Kubilai me dijo:

—Aquí está la carta a Bayan, sellada y encadenada para que la lleves de modo seguro colgada del cuello, debajo de la ropa. Aquí están también tus credenciales en papel amarillo, como los que llevan tus tíos. Pero no creo que necesites mostrarlas a menudo, porque te entrego también este paizi, más visible. Basta con que lo lleves en el pecho o colgando de la silla del caballo para que al verlo cualquier habitante de este reino te haga koutou y te ofrezca todo tipo de hospitalidad y de servicios.

El paizi era una tablilla o placa de la anchura de mi mano y casi tan larga como mi antebrazo, fabricada en marfil, con un anillo de plata en su interior para colgarla y con una inscripción incrustada en oro en el alfabeto mongol ordenando a toda persona que me recibiera y me obedeciera, so pena de incurrir en la ira del gran kan.

—Además —continuó diciendo Kubilai— quizá debas firmar recibos de gastos, o mensajes u otros documentos, por lo tanto ordené al maestro de yins de la corte que grabara este yin personal para ti.

Era un pequeño bloque de piedra lisa de color gris suave recorrido por venas de color rojo sangre, de una pulgada cuadrada y una longitud de un dedo, redondeado en los extremos para poder cogerlo cómodamente con la mano. El extremo cuadrado tenía complicadas incisiones, y Kubilai me enseñó a estampar ese extremo sobre un paño entintado y luego sobre el papel donde debía dejar mi firma. Yo no habría podido reconocer nunca la impresión que dejaba, reconocerla como mía, claro, pero me impresionó agradablemente, y comenté con admiración la finura del trabajo.

—Es un buen yin, y durará siempre —dijo el gran kan—. Le ordené al maestro de yins, Liu Shendao, que lo fabricara con el mármol que los han llaman piedra de sangre de pollo. En cuanto a la finura del grabado, este maestro Liu es tan experto que puede inscribir una oración entera sobre un cabello.

Dejé, pues, Kanbalik y partí hacia Yunnan, llevando además de mi equipaje compuesto por mi ropa y otros objetos de necesidad, las doce bolas de latón con el polvo de fuego, la carta sellada para el orlok Bayan, mis propias credenciales, y la placa paizi de confirmación, junto con mi personalísimo yin, que me permitía, si así lo deseaba, dejar mi nombre estampado por todo Kitai. Éste es el aspecto que presenta mi nombre en caracteres han, porque todavía hoy conservo la pequeña piedra yin:

Cuando partí para la guerra ignoraba cuánto tiempo duraría ésta. Pero, como había dicho el kan Kubilai, mi yin podía durar eternamente, y lo mismo podía suceder con mi nombre.