Pero no todo era amor violento el de Margarita, ni siquiera sexo. Hubo muchas veces (ahora nos veíamos casi todas las noches, mi secretaría nocturna abandonada con el pretexto del cine, a mayor gloria de Carteles) que salíamos a recorrer su barrio, que evidentemente le gustaba. La complacía esta domesticidad urbana de clase media baja con aspiraciones que ascendían según San Lázaro remontaba la cuesta de la universidad y se internaba en la terra incógnita de El Vedado, donde devenía súbitamente calle L, la españolidad colonial (o postcolonial, pues San Lázaro había prosperado y hecha habitable con la República, y nacía en la estatua al poeta pacifista Zenea, para morir ante el busto bello de Mella, líder estudiantil comunista, monumentos a mártires, y si existía un enclave exclusivo en su primera cuadra, el Unión Club, había en su última cuadra la meca del mal gusto de la clase media habanera, Lámparas Quesada, la pesadilla de Aladino, con cientos de candelabros, el cielorraso tejido de arañas de cristal, falsas lágrimas) americanizada de repente en el bautizo de una calle no con un nombre propio, una efemérides, un santo, un gobernador del tiempo de la colonia, un patriota mambí, un prohombre republicano o una nación más o menos amiga, sino con una letra justamente allí donde también las calles se llaman por números, La Habana imitando a Nueva York en los barrios menos neoyorquinos por residenciales y definitivamente marcados en su tropicalidad por la abundancia de jardines que no existían ni en La Habana Vieja de la colonia, ni en La Habana Nueva de principios de siglo, ni en esa medianía temporal y espacial que era la zona en que ella vivía, sin jardines ni mansiones ni grandes hoteles. Pero en ocasiones bajábamos en sentido contrario por Jovellar hasta el parque Maceo y el Malecón y a veces la noche era insular y había allí jardines invisibles. Ya que el parque Maceo ni siquiera tenía árboles —y el parquecito de Colón (seguramente creado por Bobadilla para escarnio del Descubridor) enfrente era ese minúsculo parque de diversiones que fue mi primer zoológico y mucho más tarde el refugio de las parejas a veces dobles de mi mujer, entonces mi novia, y su hermana acompañada por Rine, que devendría su marido. Hablando del rey de Roma: una noche traje a Rine a conocer a Margarita en su doble aspecto de cronista oral de mis conquistas de Don Juanito (como decía Rine, Cazanova: invariablemente le contaba cuanta ocasión amorosa me encontraba, situaciones que él disfrutaba vicariamente, impedido de imitarme por sus sucesivos fracasos, fiascos sexuales que superó gracias al empleo liberal de la Yoinbina y su contraveneno, el Nupercainal: farmacopea que de haber conocido Fausto no habría tenido que vender su alma al diablo) y de crítico de teatro. «Ella es actriz», le aseguré. «Actuaba en el Teatro Universitario y ahora trabaja en la televisión en Caracas». Margarita, caminando conmigo rumbo al parque Maceo, lugar de la cita culta, iba nerviosa sin saber por qué. Le aseguré que era un amigo, viejo amigo, amigo leal. Pero cuando nos encontramos con Rine frente al Torreón de San Lázaro y se lo presenté se sonrió con una sonrisa que yo no había visto antes en ella: era apocada, tímida, como si estuviera ante una prueba decisiva. Rine estuvo muy ingenioso esa noche, no sólo haciendo chistes con la creación de Dumas hijo y la virginidad de Violeta («Una margarita capaz de marchitar todas las camelias», le dijo a ella, y dirigiéndose a mí: «Has logrado desflorar la Margarita») que eran previsibles sino contando un cuento que me pareció en principio inapropiado pero que finalmente fue de regocijo mutuo porque le hizo gracia a Margarita. Ya yo lo conocía pero ella no. Se trata del maricón (y lo que propició la versión, de Rine fue inevitablemente estar en el Malecón) que va al médico porque tiene una molestia en el ano. («Anal, no mensual», aclaró Rine). El especialista decide investigar y se calza un guante y luego introduce su mano envaselinada (Bine: «No hacía falta la vaselina, claro. Los muchachos de antes no usaban gomina») en el recto del paciente. Médico: «¿Le molesta?». Maricón: «En lo más mínimo». Siga, siga, doctor. El médico continúa tanteando (Bine: «Auscultando», pronunciándolo «ausculando») y no encuentra nada entre los pliegues del ano. Médico: «¿Alguna molestia?». Maricón: «Ninguna». El médico va a darse por vencido, cuando tropieza con un cuerpo extraño, lo toca, lo tantea, lo agarra, lo afirma y lo saca. Médico, asombrado: «¡Es una flor!». Maricón: «Para usted, doctor». Rine lo remató diciendo que claro que la flor no era una tímida violeta, sino una rosa encarnada. Rine siguió con una suite amarga que era el cuento verdoso que nos hizo Virgilio Piñera del adolescente que se perdió en el paraíso de un cine, Virgilio de guía por aquella historia de relajaciones de indias, el orificio de contar lo opuesto al culo florecido; el extravío de los sentidos una temporada en el interno. Este cuento encantó a Margarita, que luego me confesó que había encontrado a Rine sumamente simpático, diciéndolo con la implicación de que creía imposible que ninguno de mis amigos lo fuera. Debí traerle a Branly, que hacía chistes absolutamente inesperados, sus claves del alba bien templadas, como las cuerdas de su guitarra, acordes de movimiento verbales, disonancias contra la altisonancia y no cuentos conocidos, como el del enema de la rosa.

Ah las bromas del bravo Branly y sus paronomasias pour le piano —¡sin piano! Este Satie latino, ladino, en respuesta a todas esas tonadas tontas como Damisela encantadora (de Lecuona, el hombre que compuso Estás en mi corazón y luego le dio un infarto) compuso un bolero lento titulado Acuerdo y desacuerdo, para ser cantado al unísono por un trío de voces femeninas. También tarareó una rumba lenta que nombró Zapatos de dos tonos: mayor y menor. Luego escribió un son lento al que llamó Silbando. Creo que debo revelar aquí que Branly no escribió una sola nota de uno solo de sus sones. Todavía me parece oírlo explicando la anomalía (porque música él sabía), ya que pretendía que la notación musical moderna fue inventada por un músico renacentista llamado Cyprien de Rore. Branly, hombre de ingenio azucarero, siempre llamó a este escribano Chypre d’Erore, un perfume de error.

¿Por qué, se preguntarán ustedes los que no saben leer música, este homenaje mío tan tarde en el libro y en la vida? Precisamente por la vida: Branly está muerto. Murió de cáncer del pulmón hace dos años. (¿O hace diez ya?) El cáncer puede explicar su voz y su vida breves pero no su personalidad ni su talento. Consideren todo esto, por favor, una explicación a priori para cualquier Margarita de la tarde (o tardía) que pregunte: «¿Quién, quién?». En cuanto a mi Margarita, nunca preguntó nada porque nunca conoció a Branly. Ni siquiera pude presentarlos, ya que Branly, de cuerpo presente, sería para ella todo menos un presente. Pero yo, cuando hagan el pase de lista en este libro, podré responder al nombre de Branly, Roberto con este «¡Presente!».

Mi molestia no iba dirigida a Margarita sino contra el veredicto de Rine al día siguiente, que era como una resaca. Había encontrado hermosa a Margarita (me asombró que empleara precisamente ese adjetivo porque eso es realmente lo que ella era: una hembra hermosa) pero agregó que estaba convencido de que no era una actriz. «Si lo es debe ser muy mala», agregó Rine. No especificó su sentencia y yo, molesto, no le pregunté su delito. Pero insistió: «Si ella es actriz mi nombre es Lear», haciendo una demasiado evidente alusión a su apellido Leal, que el tiempo demostró que era el que mejor le convenía —aunque en ese momento yo pensé que hacía mejor el tonto. Es que el amor me convertía en desleal.

Otra de las pasiones de Margarita era el cine, pero tenía una especial debilidad por las películas mexicanas, y más de una vez en lugar de ir a un teatro de estreno a cumplir con mi deber de critico me encontré camino del convenientemente cercano cine Florencia, donde el repertorio recurrente estaba compuesto por películas mexicanas, complaciendo a la clientela del barrio. Pero hasta allí me perseguían las obras maestras. Un día, cuando Margarita ya había desaparecido, vi Más allá del olvido en que Hugo del Carril ama apasionadamente a una mujer, ésta se muere y desconsolado se marcha a Europa, donde encuentra un perfecto facsímil de la mujer muerta, de la que se enamora apasionadamente y su amor la mata finalmente. Aquí el amor, el tema del doble y la necrofilia estaban ligados en un sueño pasional. Allí (aunque me había hecho habitué de las salas de estreno) tuve que ver más de un bodrio borroso, algún Cantinflas las más veces y por lo menos una obra maestra surrealista que unía a su intensidad emotiva una impensada comicidad. Ya la había visto antes pero verla junto a Margarita fue una experiencia extraña. La película se llama Abismos de pasión y está basada en Cumbres borrascosas, y ya desde el título se puede ver venir la perversidad de Luis Buñuel contra Emily Bronté, a la que no sólo viola sino tortura y confunde. Nada más alejado de Wuthering Heights que esta versión, perversión mexicana. Ya sea porque Buñuel es sordo o por imposiciones de la productora, el reparto no puede sonar más cómico con sólo abrir la boca. Heathcliff se convierte en Alejandro (¡maldito nombre!) y lo interpreta Jorge Mistral con fuerte acento español que quiere parecer mexicano y consigue ser andaluz. Catherine es Catalina pero habla por ella Irasema Dilian, con el más pesado acento polaco. Mistral era moreno, mientras que Irasema es rubia y así racialmente no forman tan pésima pareja —con los oídos tapados. Edgar es encarnado o descarnado por Ernesto Alonso, un actor epiceno mexicano que sesea su interpretación de un inglés débil como en la novela. Pero Isabella, esposa de Heathcliff, al convertirse en mujer de Alejandro se revela como la imposible versión refinada de una cabaretera de café del puerto: Lilia Prado, que más que mexicana parece una mulata cubana. (O tal vez sea una mulata mexicana). Para colmo, el malvado Hindley es impersonado (en la única buena actuación de la película) por López Tarso, que siempre fue un eficaz villano mexicano y que aquí podía muy bien estar entre las tropas de Villa y no en la troupe de Buñuel, tal es su feroz individualidad. Particularizada en el momento en que, completamente borracho, le dice a la increíblemente pudorosa, temerosa Lilia Prado, que lo ve venir hacia su cama y se aterra: «No seas zonza. No tengas miedo. No te voy a violar» y con su negación acentúa en el espectador la certeza de una violación inminente. Allí me reía yo en lo oscuro como un avieso mientras al lado mío Margarita sollozaba, lloraba por los amores imposibles de Jorge Mistral y de Irasema Dilian. En un momento sin embargo casi nos reunimos los dos, ella riendo, yo llorando: cuando, al final, Catalina muerta y enterrada y Luis Buñuel más alejado que nunca del libro, hace bajar a Alejandro los escalones hasta la tumba de Catalina, que es un sótano, a violarla, a violentar su fosa en la cripta. Alejandro, perturbado por el dolor, alucinado, su sueño completado por la aparición de Catalina en su traje de novia en lo alto de la escalera, la reclama: «¡Catalina!». Como respuesta a su llamado recibe una descarga de escopeta, empuñada por López Tarso, la visión de Catalina desvanecida un momento antes, revelando al asesino alevoso. Queda en la cripta el cadáver de Alejandro (su nombre merecido) junto al de Catalina. López Tarso, triunfal, cierra la tumba y con la losa que cae termina la película con un acorde romántico: en todo este sorprendente final ha estado sonando «La muerte de amor» de Tristán e Isolda. Cuando encendieron las luces, entre lágrimas, yo tendiéndole un pañuelo que esperaba que no se manchara de escarlata delator, secándose los ojos siempre verdes, Margarita me dijo: «¿No es verdad que es muy linda película?» —y tuve que estar de acuerdo con ella sin decirle: es mal Brontë pero es buen Breton.

Aquella noche, en los, bajos de su casa, tal vez influida por las imágenes, no cesó de besarme, creando una atmósfera húmeda de besos sin abrazos, los besos en el aire, entre mi boca y sus labios, los dos iluminados por el farol de la entrada, siendo un espectáculo privado en un sitio público —que nadie veía aunque era gratis porque era tarde para otros ojos que no fueran los míos, a los que los lentes despegaban del momento. Antes de irme, de soltarme de sus besos, me cogió una mano y de pronto, sin denunciar la menor intención (sin duda influida por la pasión del abismo), me clavó las uñas de su mano derecha sobre el dorso de mi mano izquierda, no con violencia pero si con intensidad. Margarita tenía unas uñas largas, curvas, y esa noche comprobé su dureza y su filo. Quité la mano brusco, y reaccionando al dolor levanté mi mano (tal vez para pegarle, tal vez para salvarla de sus garras), cuando me dijo: «Eso es para que no me olvides. Mientras dure la cicatriz durará el recuerdo». Las heridas eran profundas, sobre todo una hecha por uno de sus dedos armados, tal vez el índice, que corría sobre el dorso, de la masa opuesta al monte de Venus hasta la base del pulgar. Traté de restañarla con mi pañuelo pero seguía sangrando y ahora al retirarme de su lado sin decir nada, sin deseo de venganza ni el solo deseo, solamente con la intención de ponerme a salvo, reculando de esa guarida que ella guardaba, de pie allí todavía, vigilante, al empezar a caminar hacia Jovellar, antes de doblar por esta calle y subirla, oí que ella me llamaba: «¿Te veo mañana, mi amor?». No dije nada y volvió ella a repetir la pregunta, la repitió tres veces y sin volverme supe que me había seguido hasta la esquina. Pero yo no tenía intención de responderle, preocupado como estaba con la sangre de las estrías (¿qué otras marcas me haría esta mujer, posesiva como un ganadero entre cuatreros?) y con este peligroso arañazo de amor. Cuando llegué a casa, sin novedad, fui al baño y me lavé bien la sangre coagulada y vi que los arañazos no tenían importancia excepto uno: sólo el de la base del pulgar era una cortada. Estaba asombrado de que las uñas de Margarita pudieran ser un arma ofensiva —¿o eran en realidad una defensa? Me puse un esparadrapo en la estría que había vuelto a sangrar y me acosté tratando de imaginar qué explicación dar a mi mujer dormida cuando despertara. Pensé que podía decir que me había herido con mi máquina de escribir de Carteles, pero por muy obsoleta que fuera una máquina de escribir (y las de la revista podían pertenecer a un museo del escriba) ninguna llegaría a ser tan agresiva: las máquinas de escribir son más bien masoquistas: reciben aporreos y golpes directos y ninguna ataca al hombre, mansa. Tal vez dependiera de la marca. «Es una Underwood vieja, muy complicada». Bonita excusa. (Es más, no podía ser ni una explicación ni una excusa: era una coartada para un criminal ajeno, pero la pasión nos unía como un delito). Además, mi mujer era mecanógrafa y sabía de Underwoods, de Remingtons, de Smith-Coronas, y estando en estado debía de saber hasta de Hermes Babys! ¿Qué alibí aliviaría mi cortada? A la mañana siguiente, antes de levantarme, dormido todavía, decidí que le diría que había habido una pelea confusa en Carteles (lo dejaría todo ambiguo: yo podía ser un contrincante o el mediador) y esa mano marcada era el resultado inmediato. El resultado mediato fue que decidí no ver más a Margarita. Tal vez lo había estado pensando desde antes, tal vez lo formulé solamente ahora, como formando parte de la mañana después. Lo cierto es que su violencia se vino a añadir a lo oneroso que resultaba aquel amor entre las sombras, la misma ilegalidad, pues si bien yo no dudaba antes en engañar a mi mujer con la primera viajera que se cruzara en mi ómnibus, eran amores pasajeros. Pero ésta era una relación más seria, complicada, un amor que se quería eterno. A menudo sacaba mis lecciones de la literatura, las más de las veces del cine, y ahora un libro y una película se reunían para advertirme que los amores violentos terminan violentamente —y no tenía ya duda de la violencia de Margarita. Dejé de verla.

Hasta su próxima llamada a Carteles: no podía resistirme a su voz, a su tono que no era exactamente suplicante pero que me pedía vernos, al timbre mismo de su voz. Tal vez Rine se equivocara y ella fuera una excelente actriz, pero en su voz había siempre un dejo sincero que me conmovía —además, ¿quién puede resistirse a una cara costumbre? Y volví a su casa, a casa de su hermana, a ese pozo de compañía al que se subía en vez de bajar. Fue un sábado por la tarde, que era el día en que más tiempo podíamos estar juntos. Su hermana, remota, misteriosa como siempre, viuda eterna, no estaba en su casa y al abrir la puerta ella cayó en mis brazos o más exactamente comenzó a besarme —ella que podía besar sin manos. Luego habló. Habló de lo que me necesitaba, habló de lo que me quería, pero ni una sola vez aludió a los arañazos que marcaban con un hierro: aunque ya no llevaba el esparadrapo, la herida mayor tenía una costra visible. Dando media vuelta, sin soltar mi cuello, me dijo:

—Vámonos por ahí.

Pensé que una tarde de verano en La Habana no era el mejor tiempo para enfrentar, casi afrontar, el doble insulto del sol vertical y el cemento horizontal del parque Maceo o la extendida cinta de asfalto del Malecón, y se lo dije —claro que no con tales y tantas palabras.

—Yo quería decir a otra parte dijo ella sonriéndose con la boca y con sus ojos verdes, y aunque no había vestigio alguno de una niña en ella recordé a mi prima en sus días de niña, con su inocencia depravada, prodigio amoroso, invitándome a la privacidad del excusado, cerrando la puerta alta de madera, quitándose la bata casi de muñeca, deshaciéndose de su pantaloncito minúsculo para mostrarme su cuerpecito sin senos y sin vellos que fue para mí la revelación de mi vida —y comprendí bien lo que quiso decirme Margarita con los mismos ojos verdes veinte años después. En la esquina de San Lázaro y Hospital, esquina doblemente odiada, encontramos un taxi envuelto en el doble vértigo de la velocidad y la luz.

Cuando una vez dentro le dije al chofer que nos llevara a 2 y 31 (éste asintió con un movimiento de cabeza ladeada que era casi un guiño cómplice), ya que yo quería cambiar de escenario sexual, recorrer con Margarita las posadas que conocía y tal vez luego, si duraba nuestro encuentro (y ésta era la justa palabra porque toda la relación estuvo siempre presidida por la precariedad y la duración de un momento que se quiere continuar), nos aventuraríamos a la calle 80 en Miramar, a un hotelito en la frontera erótica, a donde no había ido nunca. Pero casi encima de mi orden ella me dijo:

—No, ahí no. Hay demasiada luz de día.

Y antes de pedirle al chofer cambiar de dirección (nuevo asentimiento que seria un consentimiento) sufrí un ataque agudo de celos porque su corrección significaba claramente que ella había estado ahí antes y aunque por supuesto yo no podía reclamar su vida pasada, pensé que tal vez ese conocimiento exacto de la posada de día quería decir que ella había estado hace poco allí. Estuve tentado de decírselo pero me callé diciéndome que una aclaración sólo conduciría a una declaración y luego a una discusión y, por otra parte, ella no debía importarme como una totalidad, sino como el momento y lo que había pasado antes debía serme tan ajeno como el futuro. Además estaba la presencia del chofer, tan atento como si fuéramos sentados en el asiento delantero —Margarita del lado de la ventanilla. Una vez dentro de la posada se repitió la ceremonia del cierre de todas las cortinas contra el sol cegador de afuera y no encender la luz, otro sol para marchitar a Margarita. Pero camino del baño ella me dijo, en tono de confidencia, más bien un susurro:

—Tengo algo para ti.

Pero no dijo más. Como siempre me desnudé y me metí en la cama en el cuarto a oscuras, con la raya de luz del baño solamente visible por debajo de la puerta. Al cabo la oí llamarme y decirme desde detrás de la puerta cerrada:

—¿Tienes los espejuelos puestos?

Entonces yo solía llevar de día espejuelos oscuros que parecían gafas solares. Había vuelto a ellos desde los primeros espejuelos que me vi forzado a usar a los dieciocho años y escogí lentes negros para disimular que era miope, dejado llevar por el prejuicio que había en el Instituto contra los alumnos (sobre todo masculinos) que llevaban espejuelos, que era un signo de lo peor que podía ser un estudiante, es decir estudioso, y al mismo tiempo denunciaban la debilidad del usuario. Además las gafas ahumadas eran unas antiparras contra la timidez, haciendo inmune al usuario de esa enfermedad del espíritu. Ahora volví a usarlos de día. Pero una noche, en que fui con ella al cine y llevaba los otros espejuelos de lentes transparentes, Margarita me preguntó si los necesitaba en realidad (era casi como inquirir por la necesidad de unos zapatos ortopédicos), si no podía ver nada sin ellos y al afirmar mi dependencia de los lentes se rió y me dijo que nunca había pensado enamorarse de alguien que usara espejuelos. «Casada con un cuatrojos», dijo y se corrigió: «Bueno, casi casada» —pero no retiró el apelativo de cuatrojos.

—Sí —le dije desde el cuarto, casi le grité: no hay barrera contra el sonido como una puerta cerrada.

—Bueno —dijo ella—, quítatelos y cuando yo te diga cuándo te los vuelves a poner.

Hice lo que me pedía, casi me ordenaba, y por un momento vi la luz no cuadrada sino desbordada por la miopía de la puerta del baño que se abría. Pero ese chorro de claridad desapareció de nuevo y ella me dijo, ya en el cuarto:

—Póntelos ahora.

Hice lo que me ordenaba y presencié un espectáculo —porque era un espectáculo— inolvidable: ocurrió hace más de un cuarto de siglo y no he olvidado un mínimo momento, un solo sector de lo que vi. Ella estaba parada junto a la puerta semicerrada del baño y un rayo de luz que penetraba por la rendija, que antes habría sido intruso para ella, era ahora cómplice: la luz iluminaba su cuerpo: no todo su cuerpo sino la mitad, la parte izquierda, mientras la derecha permanecía en penumbras aunque no podía distinguir nada de esa zona de carne eclipsada: era la carne iluminada lo que veía. La mitad izquierda de su cuerpo mostraba un muslo (no podía ver la pierna por el borde de la cama pero no me importaba porque me sabía de memoria sus piernas) redondeado y largo con una forma en curva que llegaba hasta el comienzo de las caderas, de la cadera. Su cadera era alta y redonda: era la cadera de nada menos que toda una mujer y aunque no era gorda tenía la suficiente carne para mostrarse más ideal de Rubens que de Velázquez y al mismo tiempo era muy moderna: nada de siglo XVII para este ofidio del siglo XX que me tentaba con su sabiduría sexual. La doble curva del muslo y la cadera llegaban muy altas hasta su talle, que era corto (ya había podido adivinar que lo era a pesar de su ropa pero ahora lo confirmaba) y a la vez hacía juego con la parte inferior de su cuerpo, en una armonía de olas y de ondas. La parte superior estaba dominada por una teta grande, redonda y perfecta a la que el rayo de luz destacaba su pezón, el mismo botón de carne que había sentido en mi boca y entre mis dedos como un timbre mudo. Me extasié contemplando su teta única sin llegar a lamentar que no tuviera pareja, haciendo visible la música de las semiesferas, explorando ese hemisferio que había recorrido a ciegas. Ahora veía su cuello libre que no era largo pero tampoco corto y sobre el que estaba muy bien puesta su cabeza. El cuello desnudo y la cara iluminada completaban ese cuadro carnal que ella había diseñado para mí: pintado con luz como Alton. Había una sonrisa en sus labios gordos y una cierta mirada desafiante en sus ojos, como declarando que me atreviera a comparar en su perfección ese medio cuerpo que me mostraba con cualquiera otro cuerpo completo que yo hubiera visto antes, en la vida o en sueños. Pensé solamente que era una amazona antigua y casi lo dije en voz alta.

Vino hacia la cama sin apagar la luz del baño, con perfecto control de la fuente luminosa, alumna adelantada de Juan Mallet en luminotecnia, y pude ver su silueta toda cuando subió hasta mí y no me interesé por tratar de ver dónde faltaba un seno porque la llenura de su cuerpo colmaba cualquier ausencia: no era gorda, no se podía decir que tuviera grasa sobrante, sino que la carne era dominante en su estructura.

—¿Te gustó? —me preguntó mientras se inclinaba para darme un beso y por entre sus labios llenos pude decirle:

—Mucho.

—¿Te gusto entonces?

—Demasiado.

—No digas nunca demasiado en el amor.

Ella bordeaba el abismo de pasión cursi sin caer nunca en él. Mi temor con las habaneras —las otras eran todas exóticas— era que la cursilería las hiciera imposibles para vos y para nos, como le gustaba decir a Silvio Rigor, quien, contradicciones de la capital, en ese tiempo, solía rondar (cortejar seria mucho decir, aunque él le hiciera la corte en su casona de El Vedado: sata sede en la que era recibido como bufón) a Patricia Firth, a la que su madre cubana, maquinando desde su mansión de la avenida de los Presidentes, preparaba para casarla no con un hombre pobre ni con un hombre rico sino con un Creso criollo, un magnate que era su magneto, esencial al motor que movía las acciones de la familia. Esta Patricia que coqueteaba con Silvio de manera mustia, bajando sus párpados de pestañas largas y negras sobre sus ojos azules que revelaban más que reflejaban a su abuelo escocés (ella se decía descendiente directa de Patricio Firth, el médico cubano nacido en Escocia que investigó los orígenes oscuros del lupo eritematoso exantemático, lo declaró con porfía próximo a la porfiria y descubrió la cura para esa mariposa mancillante —que consistía en protegerse del sol: remedio que en Cuba era una especie de ungüento invisible: ¿cómo huir del sol en el trópico?— para desdecirse luego y declarar al lupo incurable y fatal, fracaso de la práctica que no clausuró el éxito inicial de su teoría), herencia que era demasiada posesión: bella, rica y además con antepasados ilustres. La delgada, alta, linda Patricia Firth —a quien Silvio Rigor llamaba the Firth Lady— se dejó encandilar una noche como una mariposa malva por los faros de la máquina de Fausto, ya aprendiz de bufo, en la que éramos viajeros Rigor y yo, y moviendo ella en un giro coreografiado su ancha falda de tafetán o tul (nunca sé de las telas más que el nombre: es su sonido no su visión lo que las relaciona) declaró ufana: «¿No es verdad que luzco radiante?» —y este acto Silvio Rigor, en su amor ciego y sordo, se negaba a reconocerlo como cursilería. Fue sólo cuando ella anunció su compromiso contraído con un hacendado —prácticamente dueño de la Hacienda y no de una hacienda— que Silvio a la rigueur admitió: «Patricia es lo más cursi que he visto y oído. Ofende a la pupila y al tímpano. Además», me confesó, «padece del mal griego». «¿Cuál es el mal griego?», le pregunté pensando en el lupus familiar, en la manía lupina de su abuelo nacido en las Highlands y muerto en La Habana. Y me dijo él: «Halitosis», ofendido del hedor.

Pero Margarita tenía un aliento dulce, ahora perfumado por el ron del Cubalibre que bebió de un golpe, olvidando que no era un Margarita, besándome todavía con los labios húmedos del trago, ya mojados por mi saliva, por nuestras lenguas y su visión, ese cine (la televisión es demasiado plana con su iluminación cruda, el teatro tiene siempre una luz que permita ver las palabras: solamente el cine ofrece esos claroscuros, esa luminotecnia dramática, esa fusión de las luces con las sombras como forma narrativa, y lo que había concebido ella con la bombilla del baño, la rendija de la puerta y su cuerpo era casi un shot en blanco y negro, una escena sacada, sin ella saberlo, del repertorio visual de Von Stemberg) que me había regalado me excitaron tanto (nada es tan erótico como el sexo entrevisto: ella me había enseñado su medio cuerpo y dejó que mi imaginación se excitara con la imagen prohibida de su otra cara de la luna) que la volteé enseguida y la penetré velozmente, casi violentamente, deseando perforarla y mientras la besaba en la boca, después en el cuello, luego en su seno sano y ahora en su otro seno o en su cráter, sintiendo la piel estirada plana en diversas direcciones rugosas, haciendo cicatrices, la carne casi macerada pero seca, en contraste con la suavidad de su solo seno, llegué a amar esa parte en sombras de su cuerpo, sintiendo mi amor por Margarita transformarse en pasión supe que ella se estaba viniendo y apresuré mis movimientos, me hice el émbolo de su cuerpo y nos vinimos juntos —y casi enseguida volvimos a empezar. Solamente interrumpimos nuestra función, la fusión para beber, ya que a Margarita le gustaba la bebida y ordenar los tragos, recibirlos y tomarlos fueron nuestros únicos entreactos. Cuando terminamos todo lo que ella dijo fue «Amor» y repitió «Amor, amor», que casi era la letra de una canción que continuaba cómicamente: «nació de ti». Era evidente que Margarita concedía poca importancia a conseguir más de un orgasmo repetido. Era como si fuera mi misión, mejor: mi micción.

Ahora, acostada bocarriba, mirando casi ciega al cielorraso invisible, no había duda de que pensaba en otra cosa y como lo que más me interesa de una mujer, aparte de su cuerpo, es su mente, quise poseerla por completo y ya que había domado su cuerpo, controlar su mente. Pero ella hizo innecesaria mi pregunta de siempre: «¿Qué piensas?», porque antes de hacerla me dijo:

—Tengo que confesarte una cosa. ¿No te vas a poner bravo?

—Depende de lo que sea —le dije, con cierta tensión.

—Te he sido infiel.

Me sentí invadido por celos más súbitos que la tensión, por la sensación de que las mujeres en mi vida tendían a repetirse: Margarita había usado la misma frase culta y por tanto falsa que habría usado Julieta. ¿Por qué no dijo te engañé, que era más fácil y natural, si es que existen frases naturales? Pero por lo menos las mujeres son naturales en París. En La Habana están en estado salvaje —excepto dos o tres que yo me sé.

—Bueno, infiel no totalmente, pero sí un poquito.

—¿Con quién?

—Ahí está el problema. Es por eso que te digo que te he sido infiel a medias.

Visualicé enseguida el enorme Buick verde que la devolvió a su casa, al dueño de semejante carrocería, ya entrado en años y un coito interrupto. ¿Era esa forma de singar interrumpida lo que ella llamaba «infiel a medias»? ¿O quería decir una introducción hasta la mitad, medio bálano?

—¿Es el tipo de la emisora?

—No, no es ese tipo. No es con ningún tipo.

No entendía. ¿Era con un niño entonces, corrupción de menores, un pene minúsculo? ¿O un viejo acaso? ¿Gerontnfilia?

—Es una amiga mía.

Salté por dentro pero también debí saltar en la cama. Los muelles de los colchones eran muy sensibles en las posadas.

—¿Una amiga?

—Sí, una vieja amiga.

¡Mierda! Tortilla con una vieja. Pero ella debía de estar leyendo mi pensamiento en la oscuridad: Braille mental. Era notable el número de cosas que ella podía hacer a oscuras. Después de todo había pasado gran parte de su vida entre las sombras.

—Ella es de mi edad pero hace tiempo que somos amigas. Siempre se me había estado insinuando, dejándome caer las cosas, haciéndome avances, hasta que las otras noches se me declaró en firme.

Nunca se me había ocurrido que las mujeres se podían declarar a otras mujeres como los hombres. ¿Cómo sería? ¿Formal o informal? ¿Qué se dirían? «¿Me aceptas por esposa, querida?» Era ridículo, pero más ridícula fue mi pregunta:

—¿Y la aceptaste?

—No, no la acepté pero sucedieron cosas.

Era la primera vez que me encontraba con una mujer con la que había tenido que ver que sintiera «sensaciones sáficas», como decía Silvio Rigor, que opinaba que «el tribadismo está más propagado que el tribalismo en esta aldea», que él llamaba a veces por su nombre indio de Abanatán. «Peor está México», le contradecía yo. «Allí en cada esquina hay una tortillera». Como no encontraba un equivalente apropiado, le ayudaba yo diciendo: «Pero el Malecón es una gran dike» —y retamos los dos de haber salvado a La Habana para las lesbianas. Como ven, podía hacer humor antes como puedo despegarme ahora de la situación y reconocer no sólo el drama que hay en el lesbianismo sino la comedia del frufrú de los frotes sin brote, pero durante, es decir entonces, cuando Margarita me confesó su acto contra el hombre, yo estaba primero sorprendido (pocas mujeres había conocido tan femeninas aunque debía haber recordado la revelación de una aristócrata habanera, que declaró que cuando una mujer es muy femenina y muy dada al amor diferencia poco si sus amantes son del sexo contrario o de su sexo: lo que había oído ya hacía unos años en una reunión literaria en casa de Pino Zitto, y al ver que la concurrencia distinguida reía ante lo que se consideraba una ocurrencia distinta, yo también reí antes de oír a la descendiente de la legendaria condesa de Merlin decir que hablaba perfectamente en serio y que ella que era baronesa a veces se consideraba varón) al saber que Margarita podía interesarse en las mujeres y después me sentí escandalizado y después me puse furioso.

—¿Quieres saber lo que pasó?

—No, no tengo el menor interés.

Margarita, era evidente, como la baronesa que se transformaba en barón con la luna del trópico, hablaba perfectamente en serio. No era una broma de mal gusto como el Margarita envenenado, era una Margarita venenosa, una mapanare de ojos verdes.

—Yo quiero contártelo. Quiero que sepas todo de mi vida.

—No quiero saberlo.

Pero ella siguió hablando y ¿qué podía hacer yo? No iba a taparme los oídos con la almohada o ahogarla a ella, Desdémona graduada de Yago, yo Otelo que sabe que Emilia recogió el pañuelo.

—Esta muchacha —Margarita comenzaba, como toda mujer, por quitarse los años antes que la ropa: me hablaba de su contemporánea y la llamaba muchacha— es una vieja amiga de la familia. Ella es de Bayamo y vino a pasarse unos días con mi hermana. No hay más que dos cuartos en la casa y aunque el marido de mi hermana nunca duerme en casa —era evidente, desde que lo vi, que había una relación entre este hombre indistinguible y la hermana de Margarita que era idéntica a la nuestra: el marido de la hermana de Margarita era su amante a secas— ella tuvo que dormir conmigo en mi misma cama que no es muy ancha que digamos. Una noche, las otras noches, estábamos hablando a oscuras, con mi hermana ya durmiendo, y ella comenzó a recordarme los días de niña que yo había pasado en Bayamo. Hablaba de la casa, de las gallinas que tenían en el patio y cuánto me gustaban a mí los pollitos. Me recordaba también cómo jugábamos a las casitas debajo de la casa por un, por un, ¿cómo se dice?

—Desnivel —siempre me pierden las palabras: no debía haber respondido pero también había comenzado a interesarme su historia: nunca se sabe dónde un cuento se puede transformar en literatura.

—Sí, eso. Por un desnivel estaba montada sobre troncos y había como un sótano en el que nos metíamos a jugar. Me habló del tiempo en que jugábamos allí a los casados y de cómo ella, que es mayor que yo, siempre era el marido. Es verdad que jugábamos a los matrimonios y que ella era siempre mi marido. Al contarme todo esto, casi al acabar, me puso la mano sobre el seno y lo hizo tan de pronto, en la oscuridad, que di un salto. Me preguntó que si me había asustado y yo le dije que no realmente, y realmente no me había asustado. De veras que no había de qué asustarse, pero el salto fue un salto por el recuerdo. Todo el tiempo dejó su mano sobre mi seno, sin tocarlo pero tocándolo.

Deduje que sería su seno sano y que su amiga estaba acostada a su derecha. Esta deducción no me tomó mucho tiempo y ella tampoco me dejó detenerme en ella porque siguió contando.

—Luego retiró la mano y la oí moverse en la cama. Lo próximo que supe es que ella estaba desnuda a mi lado. Se había quitado el refajo y se había quedado completamente desnuda. Lo supe porque me cogió una mano y me la llevó sobre sus senos al aire. Ella me obligó con su mano al principio, pero cuando quitó su mano yo no retiré la mía: la dejé sobre sus senos, sobre los dos, tocando uno con los dedos y el otro con el brazo. Y no pasó nada más, te lo juro. Ella insistió en continuar, insistiendo en que me quitara toda la ropa de dormir pero no me convenció y como se dio cuenta de que mi hermana nos podía oír si seguía insistiendo, volvió a ponerse su refajo y vino a pegarse a mí. Pero yo me dormí.

Dejó de hablar pero yo no dije nada.

—¿Te molesta?

No dije nada. Debí decirle que no era más que un episodio, que no daba para un cuento. Además le faltaba el final.

—Dime si te molesta, por favor.

Ése por favor me movió a pagarle su cortesía con una respuesta:

—Claro que me molesta.

—¿Te molesta que haya pasado o que te lo contara?

—Las dos cosas.

—Pero si yo no te lo hubiera dicho nunca te hubieras enterado.

Era obvio que yo no iba a conceder la razón, que era suya.

—Siempre me habría enterado. Uno siempre se entera de todo.

—Esto ocurrió entre dos personas solas y la otra persona no la conoces.

—Me habría enterado. Siempre hay terceros intermediarios.

—Pero te juro que no pasó nada. No fueron más que recuerdos de juegos de niñas. Nada más.

—Fue bastante.

Ella se quedó callada por un rato y luego dijo:

—Te admito que ella ha seguido insistiendo, que está todavía en La Habana y cada vez que tiene oportunidad me hace avances. Pero yo no le he dado mucho pie. Le he hablado de ti, de mi amor por ti, de lo que me gustas.

Volvió a callarse.

—Dime una cosa —dijo de pronto—. ¿Te gustaría que ella se acostara con nosotros?

Silvio Rigor siempre decía que dentro de mí dormía un puritano con un puro y tenía razón. Dos veces, aunque fumaba cigarrillos. Esta vez con Margarita se despertó el cuáquero cubano. Le hablé en tono duro, casi violento. ¿O era solamente temeroso?

—¡No me interesa! Para nada.

—Yo se lo insinué a ella y pareció gustarle la idea. Pero si a ti no te gusta.

—¡No me gusta nada!

—Bueno, bueno, está bien. No te pongas bravo. Era solamente para probar. Así únicamente accedo a acostarme con ella: Los tres. Tú y yo y ella.

—No me interesan esas combinaciones. ¿Cuántas veces te lo voy a decir?

—No me lo tendrás que decir más. Tú eres mi amor. Mi único amor. Mi amor para mí.

—¿A cuánta gente le habrás dicho lo mismo?

—Si supieras que a muy poca. Además, ahora te lo estoy diciendo a ti solamente. No existe para mí nadie más que tú.

En ese momento tocaron a la puerta. No era alguien que venía a compartir mi amor sino a impedir el sexo en exceso. El toque indicaba que el tiempo se había terminado. Proustianos procaces. Huxleys en La Habana. Hay que encontrar el tiempo para perder. El tiempo de templar debe detenerse. Se nos había acabado, a ella y a mí, el rato para pasar —y me alegré. No tenía absolutamente nada más que hacer allí. Antes de separarnos le dije que no la vería al día siguiente, domingo, porque iba a ir a Guanabacoa a un toque de santos. A ella no le interesaban los toques, ni siquiera le gustaba la música cubana, las canciones, los boleros, ¿cómo le iba a interesar ese ruido ritual? Pero antes de separarnos me hizo prometerle que la vería después, al caer la tarde. Al principio me resistí a acceder pero pensando que tal vez entonces pasaría el tiempo con su amiga en leves lesbianismos —al no estar yo, ella sería su placebo. Le dije que sí, que vendría a verla.

Yo había oído música verdaderamente negra sólo de pasada, sobre todo en Nochebuena, por la inolvidable Radio Cadena Suaritos, ese dueño y único locutor con su fuerte acento español (algunos decían que falso) contrastaba en su presentación de la batería conga y el Coro Iyesá en su juego de estrofa y antistrofa, tan africano, con Merceditas Valdés entonando en alto falsete las frases yorubas repetidas ad infinitum pero nunca ad nauseam y siempre incomprensibles desde la invocación: «Kabio sile», que podía ser otro Kyrie eleison. Pero estas manifestaciones eran para mí tan ajenas, tan poco comunes, tan extrañas, en fin, como lo fuera una muñeira bailada en la Artística Gallega, o los sonidos del gaitero que siempre zumbaba sus chirimías y su roncón desde los portales del Hotel Luz a la Alameda de Paula, entre columnas coloniales. Todas ésas eran músicas exóticas ante las que el pasodoble, por ejemplo, resultaba baile de familia. Verdad que no había toques de tambor en mi pueblo, que la música que había oído en mi infancia eran los repetidos puntos guajiros, acompañados por una guitarra o un laúd o las orquestas de los balnearios, o de los bailes de las sociedades que siempre tocaban danzones o habaneras o guarachas: nunca descendían a la indecencia de una rumba —primero tocaban una marcha fúnebre. La música más oída, la retreta de la banda municipal, que tocaba los domingos por la noche en el parque Calixto García, junto a la estatua de la libertad rompiendo las cadenas, eran arias de ópera —aunque a veces condescendían a aires antillanos y algunas melodías en boga, irreconocibles entre el trío de tuba, clarinete y figle. Por la radio vecina sonaban infinitos los boleros de moda, que todavía me sé: suenan eternos en la moda de la memoria. Así la verdadera música negra (el son, la guaracha y la conga eran música cubana, sono populi) la conocí en La Habana, ya tarde, con Silvano Suárez sirviéndome de maestro de iniciación en las ceremonias sonoras: «Ése es un toque a Babalu-ayé, que es San Lázaro» —así, rubio y ojiazul, Silvano pasaba revista a los mitos africanos.

Pero cuando regresó Titón de Italia, convertido en un cineasta diplomado, hablando de Roma y de ruinas (afortunadamente no mencionó una sola de las siete colinas) pude decirle, conocedor: «Est rerum facta pulcherrima Habana» y enseñarle a él, un nativo, mi Habana viva. Recorrimos el barrio de Cayo Hueso, tan mulato, en medio de las calles blancas de San Rafael y San Lázaro, y en San Miguel (en La Habana abundan las iglesias y las calles santas), no lejos del parque de Trillo, con su estatua del general decapitado, negro insurrecto de nombre legendario, Quintín Banderas, cuya crueldad corría parejas con su patriotismo, le enseñé a Titón un cartel de una adivina que se anunciaba con un ojo verde enorme —mal de ojo, el ojo ubicuo, el ojo del mundo: mauvais oeil, the evil eye, malocchio, frases que no se acercan remotamente a la latina fascinatio: la fascinación del mal— sobre su puerta pintada de color vino, indicando con el ojo que ella lo veía todo: el pasado, el presente, el porvenir, y al mismo tiempo exorcizaba al enemigo malo que vigila siempre, vil vigilia, el ojo que no duerme. Era un pitonisa poderosa, Delfos en el centro de La Habana, en el meollo, el ombligo de mi mundo, que se anunciaba en lemas elementales como «Desconócete a ti mismo», «Nadie se pierde dos veces en la misma ciudad» y, muy a propósito, «Todo en exceso». No franqueamos la puerta cerrada porque temiéramos al conocimiento que encerraba, sino porque un letrerito escrito a mano con letra casi analfabeta decía que la vidente había ido al médico. Evidentemente ella era capaz de ver el mal —pero no los males. Dedujimos a dúo que tal vez estuviera en el oculista: padecía de vista corta. De allí transporté a Tetón en la alfombra mecánica de una guagua al barrio de San Isidro, a la misma calle San Isidro (que debía serme familiar por razones que olvido), a mostrarle una casa de dos pisos donde había un letrero grande que anunciaba: «Academia de Rumba». Tetón admitió ignorar hasta ese momento que la rumba se podía enseñar como una asignatura. Pero, le dije, ¿no se enseña el ballet, esa rumba con pas en vez de pasillos, tiesa, que sustituye la gracia por la gravedad? Además, agregué, hay varias asignaturas en el currículum: Rumba Columbia, de ritual para iniciados, Rumba Abierta (para toda la compañía) y Rumba de Salón. Pero no pude por menos imaginar qué diría Platón de esta akademia de rhumba, helenizado el nombre para que lo comprendiera mejor la sombra del filósofo de anchas espaldas que tenía en común con muchos músicos negros habaneros el ser conocido por su apodo: Chori, Chano Pozo.

Seguimos a Jesús María, verdadero barrio negro, corazón africano de La Habana Vieja, donde anotamos el intrigante aviso: «Se tiemplan cueros», que parecía oscuramente obsceno y simplemente anunciaba que se afinaban tambores —posiblemente tumbadoras y bongós—, labor tan difícil como temperar el clave de Miari de Torre, ese piano al que el tiempo, revertido, había hecho regresar de la época romántica al período barroco, por desafinación. Esta muestra de La Habana invisible para Titán, exiliado en su casa con su piano y sus patentes, tocando viejas danzas habaneras y operando el troquel de su padre, luego desterrado en Roma, entre pinos y fuentes, esta tour de trouvailles la extendí a ir a conocer al reparto Diezmero al legendario compositor de sones Ignacio Piñeiro, de quien yo atesoraba sus viejos discos Columbia, descubiertos empolvados de los años veinte y treinta pero todavía sonoros como en su época de apogeo (la que culminó, como nos contó, con gracia irreproducible, el viejo Ignacio entre tantas memorias como música, de sus tiempos de abakuá secreto y habanero famoso, tuvo su cumbre cuando George Gershwin le había pedido prestado uno de sus sones como tema de la Cuban Overture: sólo que Gershwin se olvidó de pedir permiso a Piñeiro, creyendo que era un aire popular, el viejo Ignacio, entonces joven, elevado a la condición de folklore) y Titón lo creía muerto y estaba a los setenta años vivo como azogue oscuro. Por Ignacio Piñeiro, viejo santero, supimos de los toques de santo en Regla y Guanabacoa en las grandes fechas del santoral cubano: fiesta de la Virgen de la Caridad, festejos de la Virgen de Regla y la más importante celebración, fiesta movida más que movible, de santa Bárbara. Los santos, como las calles, no eran todos vírgenes y mártires. El culto a santa Bárbara era la adoración de Changó, el más hombre de los dioses africanos, quien, como un héroe griego en un momento de su vida aventurera, entre peleas contra otras deidades no menos poderosas, se había tenido que disfrazar de mujer pero fue descubierto por su espléndida espada (aquí los freudianos toman nota). Santa Bárbara era protectora de las tempestades, Changó dios del trueno y como santa Bárbara, vestida de mujer, portaba en los cromos una espada masculina, vino a encarnar la imagen de Changó en su avatar católico y pagano, dios de la santería, macho magnifico. A la celebración de Changó había que ir el 4 de diciembre (Ignacio Piñeiro nos señaló las direcciones precisas de las casas de culto), pero ahora íbamos Branly, mi hermano y yo con Fausto, que aprendía mientras se deleitaba, al toque de santos de la Caridad del Cobre. Titón se vio impedido de viajar en la máquina al templo por esos compromisos comerciales de su padre, él siempre obediente, acatamiento del orden paterno que yo le reprochaba, diciéndole: «Titán, sé un titán y asalta al cielo protector», conminándolo a que se rebelara contra las tareas impropias de su seso. Así ahora íbamos los cuatro en el faetón de Fausto por la avenida del Puerto, pasado el muelle de Caballería y el hotel Luz de altas columnas de Hércules habanero, frente a la Lonja y los muelles de la Machina, más allá del convento de San Francisco, tomando la Alameda de Paula para enfilar entre este paseo reconstruido y los bares, siguiendo hasta la iglesia de Paula, en la esquina donde Rine Leal le gritará una obscenidad minuciosa a Julieta Estévez una noche, una madrugada bebida, pasaremos al costado de la muralla (donde se puede gritar: «Habaneros, desde esas piedras cuatro siglos os contemplan»), siguiendo por la avenida, de nuevo llamada del Puerto, hasta las faldas del Castillo de Atarés, para montar sobre el paso elevado, tan feo y superior como se veía, enfilando por la Vía Blanca, por donde debíamos haber continuado, pero cogimos la vieja carretera rumbo a Guanabacoa y el rito de verano tardío en que la muy cubana, respetable, respetada Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba afectuosamente llamada Cachita, se transforma, en una metamorfosis que daría envidia a Ovidio, en la muy puta Ochún, carnal cubana.

Ya había estado en Guanabacoa antes, en varias ocasiones, y la más memorable fue una boda que se celebraba en una especie de galpón al que la luz del alumbrado público prestaba una iluminación irreal, dramática, como si el escenario perteneciera a alguna película que pasara en el Sur de los Estados Unidos y a la vez descrita antes por Faulkner (autor de quien era ávido lector por esa época, que no es la actual, que no es la actual), esperando ver surgir a Joe Christmas, mulato que pasaba por blanco, entre la luz y las sombras. Pero esa boda, de un pariente de Juan Blanco, ocurría en la parte blanca de Guanabacoa, aunque la ciudad misma, apéndice de La Habana, es predominantemente negra. Ahora, subiendo una cuesta que llevaba a la casa en que se celebraba el toque, a plena luz del día, Guanabacoa se revelaba muy cubana pero al mismo tiempo mantenía la sensación de irrealidad: era evidente que no estábamos en La Habana propia pero tampoco había regresado al pueblo: era una Cuba revelada por espejos. Colón descubrió a Cuba y nunca lo supo. Yo, más afortunado, sabía que estaba descubriendo La Habana. Desde unos años atrás hacía estos descubrimientos, que no por buscados resultaban menos sorprendentes, Indias inusitadas, y me deleitaba en su hallazgo. No tienen lugar (espacio) las revelaciones que hice antes ni las que haría en el futuro (tiempo), buscando siempre el sortilegio oculto entre lo cotidiano (sortilegios para mí, a quien se revelaban como extraordinarios, cotidianos para los que integraban esas partes que eran para ellos un todo, la unidad, habitantes familiares de un mundo desconocido detrás de la puerta) y encontrándolo, pájaro azul, en mi propio patio. Excepto por un pasajero deseo sin equipaje de ir a París (los fanáticos fundadores de la Cinemateca van a vivir a París: lo había hecho Ricardo Vigón y luego Germán Puig: después de todo en la Ville Lumière los hermanos Lumière inventaron le Cinématographe, pero yo no quería ver París antes de morir, ni siquiera visitar París realmente: el París con que yo soñaba era aquel en que Gene Kelly enamoraba bailando a la deliciosa Leslie Caron —era el París de Un americano en París, un París hecho en Hollywood, el París del cine, no del Sena), éstos fueron mis únicos viajes de entonces y de alguna manera eran la contraparte de la búsqueda minuciosa de mujeres y el encuentro con muchas muchachas que fueron inolvidables. Ese día del toque de santos, la intensidad del sentimiento divino y profano a la vez de los que bailaban hasta conseguir caer en trance, esa especie de epilepsia rítmica que se conoce como dar el santo, ser poseído por una divinidad, lo enclaustrado de la casa humilde y pequeña en que se celebraba la fiesta religiosa, honor y veneración y regocijo, pagano y católico a la vez: los santos están entre nosotros: la música compuesta solamente de tambores diversos y de cantos en idioma congo o bantú o yoruba (nunca he podido identificarlos ni desentrañar su misterio, a pesar de que tienen el atractivo del griego antiguo y su densa dificultad: son para mí esotéricos), la profusión de imágenes sagradas, cromos cristianos a los que se ofrecía, herejía, comida y bebida, fueron otra revelación y ya desde entonces dejaron de serme ajenos todos, todo, porque era indudable que a pesar de su sonido exótico, de su sentido arcano formaban parte de la vida de la isla. Es más, integraban la Gran Habana. Así cuando unos pocos años más tarde volví a encontrarme con estos misterios tropicales (originados en el África tropical, reconstruidos en Cuba) me eran tan familiares y tan exóticos y hablaría de ellos con el mismo conocimiento que hablaría de la muchacha que me acompañaba a un rito de ritos —aunque los unos y la otra me resultaban igualmente indescifrables y la escritura fue sólo un intento de hacer conocer la contusión en que me sumían unos y otra. ¿O debo decir otras? Después de todo las mujeres han sido para mí siempre un enigma.

De regreso de Guanabacoa dejé a Branly y a mi hermano veloces en el auto de Fausto, facto y factótum, y me bajé en Infanta y San Lázaro, para despistar a Fausto, siempre curioso, queriendo ser sabelotodo y bajé San Lázaro (a menudo recorro en sueños esa calle en una ruta 28 fantasmal y eterna como una versión con ruedas del Holandés Errante, viajo por esa calle detestada, siempre por la zona cercana a Infanta, la vía más que smarrita, aberrada, desfigurada, como una versión especular y es que regreso a los predios de Margarita), caminando lentamente hacia Soledad y por la calle, sorpresa, venía ella hacia mí. En la memoria la calle tampoco se parece a San Lázaro y siempre pensé que el encuentro había ocurrido en otra calle paralela. Pero la lógica topográfica indica que sí nos encontramos en San Lázaro, porque yo caminaba de oeste a este mientras ella venía desde el este, como el globo terráqueo que encuentra el sol (aunque debiera decir la luna: no había luz propia en Margarita: toda su luz era reflejada, mientras otras muchachas que conocí eran radiantes, como Julieta, aunque cuando más gloriosamente rubia lució fue una noche, años después de haber sido amantes, que entró en el cine-club universitario del brazo sorprendido de Fausto, su amante ahora, y vino a sentarse justamente, dolorosamente, delante de mi mujer y de mí, ella, Julieta, con el pelo cortado y hecho esplendorosamente rubio por el mismo sol que la hacía dorada toda: una visión de felicidad además, porque se veía que estaba enamorada, aspecto que nunca tuvo con Vicente ni, debo confesarlo, conmigo: como ciertos estuches ineptos no sé sacar el color a las perlas), Margarita ahora. Mucha Margarita. Mucha mujer. Muchas mujeres. Miro hacia atrás con ir a cuando yo era y ella se me convierte en una estatua de sol. El demasiado polvo formando otras parejas con la luz. Pero ella era única en la tarde, una sola sombra sonora en mi contar de los contares. Habanidad de habanidades, todo es habanidad. La Habana es una fijación en mí mientras ella nunca fue mi movimiento perpetuo. Dos desmadres tengo yo, la ciudad y la noche. Recordar es abrir esa caja de Pundora de la que salen todos los dolores, todos los olores y esa música nocturna. Dos hembras tengo yo, ella y mi mano. ¿O es una soladós? Puntilloso debo atravesar con mi lengua bífida ese puns asinorum que va del ass de bastos al cunt-diamor, el haz de corazones. Punnilingus. The pun of no return. Ya se acerca. Todo escritor con más de una lengua deberá hablar con señales de humo verde. Ya me cerca. Viene a solas. Se viene sola. ¿O es una sola las dos? Dos despatrias tengo yo, the City of Words y das Kleine Nachtmusik. La petite morte et la musique. Aquí está, allá estaba. Demasiada mujer. Too much woman. Two-muck woman. To mock woman. Ah Silvano, si vano, he probado que ni siquiera una amazona queda grande al glande. Pero Margarita ha crecido en el recuerdo, megalómama, abuelita actual. Abre ella la boca enorme. ¿Para mamarme mejor? Volviendo a ella, Margarita mirándome con agrado, aproximándose sonriente, tendiéndome sus manos para tomar las mías, sin importarle que estábamos en la vía pública, haciendo de La Habana un París de deux, sin tener en cuenta los peatones, los otros, invisibles porque habían desaparecido de la hasta entonces concurrida calle y es esto lo que siempre me hizo pensar que el encuentro no tuvo lugar en San Lázaro sino en una calle lateral pero que, curiosamente, no era Jovellar: lo que no puede ser topográficamente pero a pesar de los esfuerzos nemotécnicos que he hecho para probar lo contrario, es evidente que, como en los sueños, hay otra lógica en el recuerdo. Margarita se apegó demasiado a mí para decirme:

—Me gustas mucho así.

—¿Así cómo?

—Como estás vestido hoy.

Para ir al bembé (palabra mágica que no había pronunciado antes para no enseñarla a Fausto: es una misa negra) había desechado la chaqueta que siempre usaba, aun en ese septiembre ardiente (las lluvias de la temporada de ciclones se habían retrasado y hacía más calor que en agosto), no por razones climáticas sino porque en un toque de santos mi vestuario formal habría desentonado, pero conservé la camisa de cuello duro, que llevaba abierta, y mostraba mi deformidad natural, que me acerca a un zángano o me asemeja a una mantis macho, que siempre trato de ocultar con trajes o chaquetas: las piernas demasiado largas para el torso corto, los hombros estrechos enmarcando un pecho ancho y los brazos flacos que cuelgan separados del cuerpo. La camisa de vestir disimulaba esta última debilidad anatómica y aunque tenía los puños recogidos a medio brazo y enseñaba las muñecas finas, no se destacaban tanto como si llevara una camisa deportiva de mangas cortas. No sé por qué le gustó tanto a Margarita mi aspecto. Años más tarde ni siquiera me habría asombrado, acostumbrado a que las mujeres me encontraran atractivo por mis partes más ocultas: mi voz, mi boca, mis manos o, Dios mío, ¡mis orejas! Pero a Margarita ese día, esa tarde, ese domingo en septiembre le gustaba mi atuendo.

—¿Qué tiene que tanto te gusta?

—No sé. Te ves tan hombre.

¡Varón Dandy! Verdad que yo siempre me veía muy joven para mis años, muy muchacho, pero eran precisamente los trajes, el cuello y la corbata, las chaquetas con las que yo creía disimular no sólo mis defectos físicos sino mi carácter juvenil, llegando hasta agregar años a los que ya tenía cuando me preguntaban mi edad. Pero ahora a Margarita le gustaba la ausencia de un saco encubridor de mi aspecto adolescente.

—¿Y te gusta eso?

—Tanto que te comería aquí en plena calle.

Me di cuenta de que no debiéramos estar allí, de pie, en la calle, vestidos. Pero no podríamos variar el plano vertical, no ese domingo pues ya había agotado mi excusa, con mi hermano llevado por Fausto, la salvación por la velocidad, de seguro de regreso en casa y mi mujer esperando por mí como por el marido perdido. Así nos limitamos a conversar un rato y al cabo me fui sin siquiera un beso. No recuerdo qué sucedió esa semana, pero no podré olvidar lo que pasó el sábado siguiente. Fui a buscar a Margarita más temprano que nunca, después de un breve almuerzo en mi casa en familia y un pretexto postrero para mi mujer: «Tengo que dar unas clases de alquimia a Fausto», o cosa parecida. Debía de haber llegado a casa de Margarita poco después de la una porque a las dos ya estábamos en la posada, desnudos, en la cama. No me habló de su amiga (de hecho no volvió a mencionarla hasta mucho tiempo después) y se limitó a beber su Cubalibre ávidamente. Yo tenía otra avidez. Era un ansia de estar dentro de ella que se transformó en una furia por penetrarla enseguida, aún con la bebida en la mano, que yo oía por el tintinear del hielo y el vaso, que sentía porque me mojaba el pecho, esa impetuosidad hizo que mi pene, en el acto, llegara a donde no había llegado nunca antes en su interior, mi escroto convertido en otro instrumento de penetración, golpeando su vulva con frenesí, el mismo encogimiento de su piel haciéndolo un objeto romo pero contundente, que pegaba contra sus labios, la vagina baja formando una campana, la bolsa hecha badajo, carajo. Ella me recibió con su acostumbrada blandura, suave la piel, acolchados sus miembros por su carne amable, tibia por dentro, muelle en que atracar. El primer coito —lo que ella en su manera habanera llamaba palo primero— fue muy rápido y sin aflojarme seguí singándola con la misma ansiedad, que no era una premura sino un intento de posesión completa de mi primera mujer, ya que eso era lo que se había revelado Margarita para mí.

Pero pese a ser una mujer mullida había por debajo una firmeza que permitiría decir al proverbial habanero: «Está dura. Durísima» —que fue lo que oí decir al pasar una noche rumbo al Florencia y sus murales móviles mexicanos. Pero tal vez no se refirieran a ella porque Margarita me cogió del brazo firme y se apresuró a cruzar la calle, temerosa de que fuera un piropo, de mi reacción a ese atrevimiento procaz, provocador y pensando en mi reacción seria ofendida, imaginando una discusión, seguida de una riña y al final brillaría en la noche una daga desnuda buscando como yo ahora una herida inmortal. Margarita me recibía sin renuencia, con una bienvenida húmeda, pero al mismo tiempo correspondía con sus movimientos, con una torsión hábil de la pelvis que ni siquiera las caderas expertas por naturaleza de Julieta lograban la comparación con el recuerdo de los días riesgosos de la calle Lamparilla o de los interregnos más seguros de la posada de 2 y 31. No creo que hubiera habido nada semejante a Margarita en mi vida amatoria —no sólo en el sexo sino también en el amor. Cuando descansé después del tercer orgasmo seguido, cuando vine a probar mi Cubalibre, cuando por primera vez la contemplé, vi que ella me estaba mirando, observando, escrutando mientras en su cara se podía ver una sonrisa satisfecha. El sol fuerte de la tarde había logrado colarse por alguna rendija o hacer de puertas y ventanas un velo tenue porque había claridad en el cuarto, aunque no se me ocurrió entonces tratar de ver su seno ausente o por lo menos las marcas que había dejado su ausencia. Pero ella ya estaba acariciándome, instándome a que subiera encima de ella de nuevo, a que volviera a mi tarea de profundizar nuestro contacto, de hacer del amor un verdadero conocimiento (dejando a un lado todas las connotaciones bíblicas del verbo conocer sino de comunicación real), de convertir el amor en algo que dure no más allá de la muerte (como en Tristán e Isolda) sino mientras la memoria viva.

Supe que habían llegado a cinco los coitos de nuevo cuando tuve que descansar y pedir por teléfono otra vez más Cubalibres, siguiendo su sugerencia, esta Margarita bebedora venezolana. Los tragos llegaron prontamente y me fui a abrir la puerta, arrastrando los pantalones para buscar dinero y pagar y volví a la cama con pantalones y cócteles a rastras, en ristre. Por inadvertencia, descuido o fatiga (o tal vez por las tres cosas juntas) la puerta no cerró bien y se abrió cuando ya regresaba a la cama y entró en el cuarto un chorro de luz, orientada la habitación hacia el oeste como fue construida. La cama reflejó la luz y vi a Margarita toda desnuda, con su cuerpo de varias curvas o de una curva que se repetía aumentando desde los tobillos en la curva de las piernas que se hundía en la rodilla para volver a dibujarse en los muslos largos que entraba al comienzo de las caderas que eran otras curvas indentadas más aún en la cintura y la última curva llegaba a los hombros que bajaban en una suave curva hacia los brazos tan bien formados como las piernas. Fue entonces que noté que ella no hacía nada para ocultar su seno (ya el otro, que había visto iluminado y dramático, se ladeaba un poco pero todavía conservaba su forma espléndida) y lo pude ver distintamente. Lo único que quedaba de su seno izquierdo era el pezón y el resto se aplastaba sobre su pecho no como un globo vacío sino como si estuviera hecho todo de músculo, como el pecho de un hombre musculoso que hubiera dejado de hacer ejercicios. Hacia los lados la piel (y presumo que la carne debajo) se estiraba en estrías, en costurones y canelones hasta la axila, donde había más cicatrices que bajaban por el brazo. Recordaba carne magra, tasajo. Antes de darme vuelta (ésta visión duraría segundos) y apresurarme a cerrar la puerta, pude ver que ella se sonreía con sus labios llenos, como complacida de que yo la hubiera visto —o mejor, de que ella se hubiera dejado ver por mí, en una suerte de striptease total. Ahora yo la conocía del todo.

Volví a la cama en penumbras y sin entregarle su vaso, con una erección que no había advertido antes, monté sobre ella, iniciando de nuevo mi movimiento de penetración que se resolvía en una retirada inmediata porque ahora ya no era necesario hundirse del todo en ella. Ardor con ardor se pega. En el monte de Venus, sexo y bardo, tiene el leopardo su abrigo. Margarita, como para que yo profundizara más en ella, subió sus piernas sobre mis hombros, mientras se mantenía en su sitio y, a veces, apoyados sus talones en mi espalda, me traía más hacia adelante, más hacia ella, más dentro de ella. Seguí moviéndome, dándome cuenta de que me demoraba más, me tomaba más tiempo eyacular, y sentí el sudor correrme por la frente, por la cara, por el vientre y al acariciar su seno lo toqué resbaloso: tal vez el sudor era de mi mano, tal vez de su piel. En ese momento ella tomó mi otra mano y la puso sobre su otro seno y sentí su chatura primero y luego la rugosidad de las cicatrices, de la piel replegada sobre sí misma —y me vine enseguida con grandes contracciones. Al sentir sus espasmos supe que ella también se venía en silencio. Me tiré a su lado y busqué enseguida mi vaso, mientras ella también bebía del suyo, a grandes tragos, sorbos masculinos. La imité y me sentí mareado y pensé que debía de ser por el esfuerzo sofocante. Pero no bien había acabado ella de beber me susurró: «Ven», y me atrajo hacia ella, todavía me movió más, cuerpo inerte, hasta colocarme encima como un cadáver querido —y volvimos a empezar: cada coito es una iniciación. Me moví todo lo que me permitió el cansancio pero estaba seguro de que no me volvería a venir. Fue entonces que sentí su mano recorrer mi escroto encogido y uno de sus dedos comenzó a frotarme el epidídimo, primero suavemente, luego con fuerza creciente. «Déjate hacer», me dijo, «déjame hacer». Siguió con su frote fornicante. «¿Nunca te habían hecho una caperuza?» «No», tuve que admitir. La única caperuza que conocía era roja y la llevaba en la cabeza una niña, no un hombre tan cerca del ano. Pero ¿quién le tiene miedo al lobo líbido? «Es muy buena», me aseguró ella, «ayuda a venirse al hombre». Parecía una comadrona que auxiliaba al parto masculino. Pero sentí mi pene crecer, la erección endurecer, hacerse mayor el grosor. También aumentó el tamaño del placer, imagino que mutuo. Me incliné sobre ella y alcancé su cara pálida para meter mi lengua como una flecha en su boca. Ella me estaba esperando, herida abierta, con labios ávidos (todos sus labios, grandes y pequeños, horizontales y verticales, acogían ahora mis órganos) pero su lengua también se abrió paso por entre la mía que era suya para entrar en mi boca, en un juego de penetraciones. Mientras tanto, hordas de Semen del Sur van buscando el oasis verde de su Arabia en el Cuerpo. Cuatro jinetes de la poca lid cabalgan paredes arriba. Un caballero cubierto pierde prenda al exclamar: «¡Chapeau!». Suenan los besos en la tarde última. La daga dura se hace un íntimo cuchillo. Se había librado la batalla del junípero. Ocurrió un hecho histérico: pasmos, espasmos. Vastas deferencias en mis vas deferens y fue la venida final pero se probó la más rica en ruidos, hechos eco en mis gritos de dependencia que nunca había dado antes, dentro de su boca, respondiéndome Margarita con su orgasmo, silencioso como siempre, reservado, un acto privado hecho para el público de uno pero frenético en sus contracciones: movimientos tetánicos, doblándose ella como una cuchilla blanda, en exquisita estricnina, sus talones sobre mis riñones produciendo un dulce lumbago. Siguió en su tetanía hasta que resbalaron sus piernas lentamente espalda abajo, cesaron sus actos motores y se quedó rígida. Ahora sí de veras me derrumbé de cansancio, sobre ella, que me recibió con sus brazos abiertos para cerrarlos enseguida a mi alrededor, buena boa, y besarme con una energía que no sé de dónde sacaba, al tiempo que me decía declamatoria: «¿Te das cuenta de lo que hemos hecho?». Pensé en alguna culpa condenatoria más atroz que el adulterio. No me dejó preguntarle cuál era ese pecado nuevo al decirme exclamatoria: «¡La cantidad de palos que hemos echado!». Le iba a decir que no tenía mucho que alardear si me comparaba con el legendario señor de la guerra chino apodado el General 56, descubierto por Silvio Rigor en una de sus lecturas lúdicas. El General 56 fue famoso en la paz por su hazaña de haber conseguido cincuenta y seis orgasmos consecutivos al norte de Nanking. No quise hablarle de este chino semental, sentimental que soy, para no extenderme en un elogio de esa raza que lo ha hecho todo primero y a la que un día debí pertenecer. Además, ¿para qué disminuir en ella, mi presa, mi proeza?

Me bajé de ella como de un Everest que sin embargo sigue estando ahí y me acosté a su lado. Ella se cubrió con la sábana hasta la barbilla: no era frío de montaña sino recato. Viéndola en su sudario non sancto comencé a quedarme dormido mientras ella me miraba y se sonreía con sus labios desplegados, sus ojos plegados. Todo verdor pernoctará. Nos estábamos durmiendo los dos a la vez como en un orgasmo de sueño. Pronto soñaríamos al mismo tiempo. El onirismo en los dos sexos. La cópula llena de somnífero. Dormirse en el pueblo significaba singar. Entonces ya habíamos dormido al unísono. Pero estábamos en La Habana donde dormir es una imagen de la muerte, como en la frase parece que está dormido. Margarita en su mortaja parecía que estaba muerta. Caída en la batalla. Decidí reunirme con ella, amor que dura más allá de la pequeña muerte. Ahora, a las cinco en punto de la tarde, nos dormíamos los dos a dúo. En ese duermevela, en ese velorio con un solo cirio estaba cuando oí su voz de vela decir:

—Mi amor.

—¿Qué?

—Mi amo.

—¿Cómo?

—Mía.

Me desperté del todo para maravillarme de que fuera su voz y no la del cancarcelero de turno tocando a la puerta para decirnos «Se acabó el tiempo», como si ese cuerpo aquí a mi lado fuera un reloj de arena de carne de deseo vacío. Miré mi estilo, gnomón o minutero.

—Tenemos que irnos —le dije a Margarita, sacudiéndola por un hombro velado, carne del Corán.

—¿Cómo?

—Time’s up.

—¿Qué cosa? —la moza árabe solo dominaba lenguas orientales.

—Es hora de irse, no de venirse.

No entendió: como toda mujer no cogía las alusiones, sólo las ilusiones.

Tenemos que irnos —me repetí.

—¿Ya? —preguntó remota, desde una Arabia feliz.

—Sí, ya es hora. Al partir. Para arrancarme del nativo suelo.

Pero si no entendía de alusiones mucho menos iba a saber de citas y parodias. Sonámbula caminó hasta el baño, prendiendo la lámpara con la puerta abierta, dejando que la implacable luz bañara su cuerpo como una ducha seca, revelando su anatomía que me sabía ahora de memoria de los sentidos, como un vesálico, conocedor de las partes no pudendas pero sí prohibidas. Cerró la puerta y oí el ruido de rocío rudo de la ducha verdadera no metafórica. Empecé a vestirme, ya que había decidido no bañarme ese día y conservar los olores de su cuerpo sobre mi piel como otra marca. Pero tuve cuidado de ponerme primero la camiseta que ocultaba los muchos morados visibles sobre mi torso. Cuando me puse en pie para introducirme torpe en los pantalones, caí sobre la cama, no por la vieja torpeza sino por un cansando nuevo: estaba realmente agotado, las piernas me temblaban, hasta los brazos los sentía convulsos de reflejos musculares. Finalmente conseguí vestirme cuando ella ya salía del baño, desnuda, dejando la puerta abierta, su cuerpo de carnes coritas (hasta aparecer Margarita en mi vida no entendí exactamente lo que querían decir las innumerables novelas eróticas con una palabra repetida: mórbido: ella era una mujer mórbida) visibles a contraluz, ahora sin temor a que yo la viese desnuda, que la conociese tan íntimamente como podía conocer un hombre a una mujer. Más intimo conocimiento todavía, ya que sabía de su seno y su seno. Se vistió pero no se maquilló y se veía muy pálida, sus labios exangües del mismo color de su cara, ahora casi color de marfil, su cuello una versión de la turris ebúrnea. Antes de irnos, de apagar la luz, de recorrer con la vista toda el área de amor para ver si habíamos olvidado algo (el ectoplasma del sexo: esperma y esmegma), volví a mirar mi reloj y vi que eran las nueve de la noche —habíamos estado en la posada casi siete horas. No era un récord pero para mí sería como la marca de la marea: esa altura del amor era producida sólo por la sexualidad de Margarita y era un esplendor que no se volvería a repetir. Para completar esa noche, añadir el riesgo al goce, nos fuimos a un bar americano que era más bien un restaurant en la barra, que estaba en la calle 25 y calle K, a sólo tres cuadras de casa, a medio camino entre la Escuela de Medicina y el Palace, donde devoré un baby filete, carne rodeada de bacon, que era uno de mis platos favoritos entonces. Margarita no tocó el suyo, conforme con mirarme minuciosamente, mi voracidad su saciedad. Al regresar a casa, tercera provocación, decidí que era hora de dormir sin la calurosa pero encubridora camiseta T —nunca supe si mi mujer llegó a ver las marcas de Margarita que me hacían un leopardo, un animal con manchas naturales, un felino feliz. Desde entonces dejó de importarme que me viera desnudo.

Al día siguiente, domingo do ut des, en un arranque bucólico Margarita insistió en salir de La Habana. Yo que odiaba el campo tanto como amaba la ciudad, lo más lejano que pude encontrar monte adentro resultó un compromiso: nos fuimos hasta al laguito del Country Club, dejando detrás la playa de Marianao y sus cabarets a oscuras por el sol, pero sin internarnos en lo que era para mí la tierra de nadie del reparto Biltmore o el mismo interior residencial del Country Club, con todas sus mansiones millonarias. El laguito, como la lejana laguna del campo de mi pueblo, era un falso paisaje, una naturaleza muerta, y por eso me atraía y lo visitaba a menudo, pero también había un interés mórbido. Aquí habían aparecido una mañana, «acribillados a balazos», decía la prensa, Gustavo Massó y Juancito Regueira. Massó era mayor que yo, pero Juancito era menor, casi un muchachito, los dos versiones distintas de Billy the Kid. Massó era rubio, delgado y frágil y conducido a la violencia por la política. Juancito era trabado, fuerte y un asesino nato. Ninguno de los dos era amigo mío, pero los dos eran compañeros del bachillerato. Aunque habían matado a sangre fría, fueron muertos con una calculada frialdad, y su muerte me impresionó entonces. Ahora pensaba que casi diez años después no quedaba nada de ellos, excepto en el recuerdo de unos pocos —y yo mismo venía al lugar de la matanza no a recordarlos ni a pensar en la muerte sino a vivir mi vida, a continuar mi educación erótica, a aprender a amar sobre la misma tierra violenta, bajo el mismo cielo implacable. Pero cultivando a Margarita propiciaba su fantasía silvestre: las inmediaciones del laguito tenían la suficiente vegetación, con sus árboles gigantes, ficus frondosos, y hasta brotes de bambú ilusoriamente salvajes. Nos sentamos en la yerba (una concesión más: detesto sentarme sobre la yerba) y de pronto noté que ella estaba callada, que no era usual, y vi que no estaba vuelta hacia mí sino mirando un punto invisible entre el laguito y el horizonte que los árboles ocultaban tenaces.

—¿Qué miras? —le pregunté, aunque bien podía estar mirando los ficus frutecidos.

No se sobresaltó pero regresó de su punto de vista a mi compañía.

—Estaba tratando de recobrar el pasado.

—Eso es hacer literatura.

—¿Cómo dices?

—No, nada.

No me sorprendió que ella usara una frase tan literaria sino la intensidad con que lo dijo. Mi reacción automática fue la facecia inmediata, que manejo como Wild Bill Hickok las pistolas. He matado más de una ocasión memorable con mis balas facéticas, proyectiles certeros. Aunque siempre mi conciencia culpable ante el crimen provocaba el castigo.

—¿En qué pensabas? —le pregunté, tratando de reformarme.

—Más bien estaba comparando el pasado y el presente. Es decir, pensaba en Alejandro.

Hacía tiempo que no mencionaba este nombre que ahora sólo me recordó la parodia de Buñuel de Cumbres borrascosas. Pero al seguir ella reapareció el otro Alejandro, fantasma de La Habana Vieja entre columnas cuadradas.

—También pensaba en ti. En realidad te estaba comparando con él.

Me sentí molesto compartiendo medidas con aquella semivisión bien parecida, alta, fuerte —todo lo que yo no era. Ella continuó la comparación:

—Casada con él, de luna de miel, pensé que era imposible que alguien fuera mejor amante. Ahora, contigo, no sólo has demostrado ser tan bueno sino que has sido mejor.

Con una sola oración había cambiado no sólo mi estado de ánimo sino el paisaje: todos esos árboles eran al óleo, el cielo un telón pintado y nosotros dos sobre el césped cortado éramos Le Déjeuner sur Pherbe. Para completar la fantasía sexual no faltaba más que me igualara al Superman habanero con su pene poderoso, presente pornográfico en las proezas procaces pese a su pederastia. Pero ella me sorprendió cuando habló de nuevo. No lo que dijo sino cómo lo dijo:

—¿Tú te das cuenta las veces seguidas que hicimos el amor?

Podía haber sido Julieta Estévez la que hablaba, evitando minas obscenas en el terreno del amor, donde siempre se libran batallas vulgares. Pero no acentué el parecido diciéndole por qué no llamaba a la tarde de ayer con todos sus palos y singuetas, sino que insistí en mi modestia:

—Siempre podemos mejorar ese récord —le dije, sonriendo. Me miró.

—No, no te rías. Estoy hablando en serio.

—Yo también.

Era verdad que hablaba en serio: ese día me sentía capaz de emular al General 56. Pero ella no siguió navegando por el río romántico de la conversación. No habló por largo rato, mirando la superficie quieta del laguito —esa piscina enorme, lago artificial formado aprovechando el terreno y el hecho natural de que alguna agua se acumulaba allí en épocas de lluvia, las que el Observatorio Nacional, para evitar que nos confundieran con hindúes, llamaba temporada ciclónica, evitando la palabra monzón como la peste punjabi. Ahora Margarita miraba la vegetación ordenada pero aparentemente salvaje de los alrededores con sus ojos verdes: verde sobre verde: todo verdor padecerá. Yo no hablé sino que observé su perfil, que no era su mejor aspecto. Por primera vez pude compararla con mi mujer, para ventaja de ésta pues ella tenía bastante buen perfil. Empecé a reflexionar cómo una cara de perfil es siempre diferente a una cara de frente, cómo la cara contradice al perfil que ella es, cómo el Dr. Jekyll puede llevar a Mr. Hyde oculto en su perfil —y teorizando estaba de que tal vez de estas diferencias se podía sacar una conclusión fisiognómica, cuando ella hizo desaparecer su perfil al volverse hacia mí para hablar:

—Tengo algo que decirte.

Estaba seria, demasiado seria, mucho más seria que antes.

—¿Sí?

—Ya tengo que ir pensando en regresar a Venezuela.

—¿Por qué tan pronto?

—Tengo allá un contrato esperándome.

—Pero ¿tienes que cumplirlo enseguida?

—No, no enseguida. Pero tengo que empezar a regresar.

Nunca supe si dijo empezar o pensar. No quise hablarle de su propósito al regresar a La Habana —que no era yo, naturalmente, sino la cirugía plástica, la reconstrucción de su seno mutilado. Parecía haberlo olvidado por completo.

—¿Por qué no te quedas en La Habana?

—La verdad es que he tratado de conseguir trabajo en televisión aquí. Hasta en el canal 2. Pero no conseguí nada. Solamente en Caracas tengo trabajo seguro y se me ha ocurrido una cosa.

Hizo una pausa. No tenía idea de qué se le había ocurrido.

—¿Por qué no vienes conmigo a Venezuela?

Me cogió totalmente de sorpresa, que ocultaron mis espejuelos oscuros. Pero no pude velar la voz.

—¿Cómo?

—Que vengas conmigo a Caracas. No tienes que trabajar si no quieres. Yo te mantengo. Con el sueldo que gano allá podemos vivir los dos.

Bueno, era casi la situación ideal para un escritor según William Faulkner. El caballero sureño dijo que el hábitat perfecto para un escritor era el prostíbulo, mantenido por las pupilas, con un techo seguro encima, con todo el sexo que quisiera o pudiera, y pasando el día escribiendo y las noches charlando con mujeres hermosas. La fascinación fatal faulkneriana, casi. Ella no me invitaba a un prostíbulo caraqueño, sino a su casa de Caracas. Pero era una certeza que me proponía ser un chulo: un mantenido. Tendría un techo encubridor, escribiría por el día y conversaría con una mujer bella por las noches. Ella además me ofrecía todo el sexo que quisiera o pudiera y algo más —el amor. Era una oferta tan tentadora como ella.

—Yo nunca me iría de aquí.

—¿Por qué no?

—Porque mi vida esta aquí en La Habana.

—Pero en Venezuela vivirías muy bien. Además de que tendríamos un apartamento en Caracas, podríamos irnos de temporada —nunca olvidaré que usó ese término oriental y no las vacaciones habaneras— al interior. O mejor, a la isla Margarita, que es maravillosa. Me gusta mucho.

¿Le gustaría la isla porque llevaba su nombre? Margarita era la perla alrededor de la que crecía una ostra de palabras. ¿O estaría la isla Margarita cerca de Trinidad? Entonces lo que me proponía era el apocalipso. Pero su regalo eran Margaritas a los sordos.

—No, no puedo. Además, no quiero.

—Si te gusta podríamos vivir en la isla, quedarnos allí todo el tiempo que quisieras. Yo tengo dinero ahorrado en Caracas. Puedo hacer mucho más ahora, cuando regrese, en poco tiempo.

¿Habría leído ella, como yo años atrás, a D. H. Lawrence? Me sentí prisionero de esa isla, ile du Diable, y comprendí a Julieta en su negativa rotunda a seguirme a mi isla mítica y literaria, isla imposible.

—Detesto las islas —le dije para disuadirla de una vez.

—Pero Cuba es una isla —protestó ella.

Yo no vivo en Cuba, yo vivo en La Habana.

—Entonces podrías vivir también en Caracas. Es una ciudad moderna, con largas avenidas y edificios altos y además—

La interrumpí en su catálogo de Caracas.

—No, mira, Margarita, déjame decírtelo de una vez. Yo no voy a dejar La Habana. No voy a ir contigo a Venezuela, sea a una isla o a tierra firme. No pienso dejar La Habana nunca.

Pareció profundamente decepcionada.

—Otra cosa sería si tú te quedaras a vivir aquí.

—¿Y ser siempre plato de segunda mesa? No, gracias.

—Tú nunca serías segunda de nadie. Tú eres primera en todo. Es más, eres lo más extraordinario que me ha pasado en mi vida —lo cual era verdad, hasta entonces—. Te estuve buscando durante años, cuando tu ni siquiera sabías que yo existía ya yo te buscaba. Ahora que te he encontrado, no quiero perderte.

Iba a decirle que La Habana no sólo era mi fin y mi principio sino mi medio, pero temí que no supiera de María Estuardo ni entendiera de lemas ni de juegos mortales de amor y restauración. De Civitate Dea.

—Pero tampoco quiero perderme yo. Quiero conservarte, conservarnos.

—¿Ah sí? ¿Así? ¿Y seguir como estamos, viéndonos los fines de semana, tú de prestado?

—Podemos vernos más a menudo, siempre que cumpla con mi trabajo.

—Y con tu familia.

Ella tenía razón. La razón tiene sus razones que el corazón desconoce. Pero no había otra cosa que decir —y no la dije. Ahí terminó nuestra tarde en el campo —un campo urbanizado, entre jardines privados, césped cortado y un falso lago público, abierto a todas las ejecuciones. Fue no sólo la última tarde en el campo que tuvimos sino la única.

Creía que todo había terminado cuando ella me llamó el viernes para que la viera el sábado por la tarde temprano. Llegué a su casa a eso de las dos y tanto ella como su hermana —a quien me asombró encontrar en la casa: ella era la mujer invisible: nunca la veía— se estaban preparando para salir.

—Tú vienes con nosotras —dijo Margarita y era más una orden que una invitación.

—¿Adónde?

—Vamos al médico —y al decirlo miró hacia dentro, a los cuartos, y en un susurro que era un aparte teatral, rezago del teatro clásico universitario, añadió—: Mi hermana va a hacerse un aborto.

No sé si las acompañé por curiosidad o por inercia, la costumbre de pasar el sábado con Margarita. Así me vi caminando con las dos hermanas, no entre ellas, sino yo al lado de Margarita, Tania, como se llame, cogiendo la parte interior de la acera, mirando al suelo, sin hablar, sombría. Margarita me miraba de vez en cuando pero sin decir nada, sin siquiera sonreír, marchando los tres Jovellar arriba hasta llegar a la calle L y bajar a 25, a dos cuadras de la Escuela de Medicina, donde estaba el establecimiento del abortólogo, esculapio sin escrúpulos, una serpiente con pellejo blanco. Nunca había visto un miembro de su oficio de sigilo en activo, para mí entonces una especie de asesina de blanco, negando el juramento hipocrático, hipócrita, quitando la vida en vez de darla, la peor clase de depredador. Para mi moral recibida yo estaba entrando en un recinto malvado, y efectivamente la consulta del médico mercenario quedaba en un sótano, tan raros en La Habana, hasta el que se hundían unas escaleras empinadas, negras, peligrosas de descender, fúnebres, fetales. Pero una vez dentro me sorprendió la blancura del local, las paredes pintadas higiénicas, con una recepcionista decorosa y la decoración animal de innúmeras peceras, llenas de agua verde y de pececitos de colores nadando incesantes. ¿Serían adultos? Broma de Branly para ajustarme a la presencia de las pacientes esperando, todas mujeres. Era evidente que el cirujano criminal (éstos epítetos escandalizados de veras cruzaban entonces mi mente turbia con la recurrencia de los peces en su estanque) trabajaba al por mayor y hacía abortos en serie. En medio de estas mujeres, entre Margarita y su hermana, me senté yo, conspicuo, cómplice, el único hombre visible, porque el médico, en su tarea torva, era invisible. Era también inaudible y nadie hablaba, las esperantes mudas como la hermana de Margarita, como Margarita. Había un silencio tal que se podía oír caer la caspa. De pronto oí un silbido y por un momento pensé que era la serpiente de Esculapio, sibilina. Era Margarita que me susurraba al oído, pero no era un aparte teatral sino su voz en off, copiada del cine por la televisión.

—¿Por qué no das una vuelta y vuelves dentro de una hora?

Le iba a decir que para qué me había invitado a venir entonces: yo quería ver todo el proceso: ya que no había ido a la guerra, Mambrú mancado, sustituía esta carnicería fetal por la otra histórica. Después de todo la masacre de los inocentes bien pudo terminar así: Herodes histérico. También le iba a decir que qué iba a hacer yo durante esa hora: ¿pasearme por el Malecón hasta derretirme, feto de Febo? ¿Mirar las muchachas de El Vedado, vedadas ahora que no era mero mirón sino miembro activo? ¿Ir de visita a casa? No era ésta tan mala idea y aunque parezca una acción paralela, en el sentido moral, a la que ejecutaría el médico contra la concepción, me fui a casa, a tomar la merienda con mi mujer y mi madre, ahora ambas esperantes. No recuerdo qué excusa di por haber llegado a destiempo: versión inesperada de Ulises, me encontré a mi Penélope tejiendo unas boticas de bebé y mi madre, Euriclea amnésica, no me reconocía: ¿tú aquí y a esta hora? No sé qué palabras se me escaparon del cerco de los dientes divinos, pero tuve que inventar otra excusa para salir de nuevo en una hora: «Fausto quiere oír a Wagner escuchando el disco de su vida». No era muy buena excusa pero sí gran música.

Cuando volví a la consulta o necrocomio la operación había terminado: un aborto feliz. Como la hermana de Margarita se empeñaba en regresar a pie a su casa, tuve que insistir para que volviéramos los tres en taxi. No había sido un parto, de manera que su comportamiento no podía compararse con esas madres campesinas, heroínas puerperales, que yo había oído elogiar en mi niñez, que daban a luz de pie en el campo, recogían la criatura de la tierra, de entre la cosecha, la llevaban para la casa y regresaban enseguida al sembrado a trabajar, contra la ciencia sin duda pero tal vez no contrarias a la Madre Natura. Pero ese día, en plena ciudad, en La Habana, la obstinación de Tania revelaba una naturaleza elemental, y efectivamente había en su cara y en su cuerpo cierta aura primitiva que después de todo bien podría llamarse una cualidad. Cuando las dejé en su casa, subiendo las escaleras acompañada de Margarita, ésta me dijo, casi en un susurro:

—Te veo mañana.

Era evidente que ella daba por sentado que yo estaría el otro día, como todos los domingos, a su disposición —que era también la mía. Después de todo ambos compartíamos la misma cama camera de fin de semana y sus placeres, aunque era raro que nos viéramos los domingos para otra cosa que no fuera conversar mientras paseábamos por el barrio que ella parecía apreciar tanto y que yo detestaba —solamente la coincidencia topográfica de que la barriada se extendiera hasta el Torreón de San Lázaro y el Malecón milagroso, maravilla del mar y el muro, lo hacían soportable bajo el cielo ubicuo. Pero ese domingo desmintió el aire suave de septiembre que aspira a ser octubre y llegar a los días de fira, cuando no hay huracanes, en que el cielo se hace combo, alto y de un azul intenso, sin nubes, y apenas hay calor, La Habana ardiente de septiembre suavizada por la corriente del Golfo y con un aura distinta, ya no más la zona tórrida del verano, ciudad de octubre que aprendí a conocer el primer otoño habanero en que exploraba el Malecón por ambos lados, recorriendo su verso urbano, examinando su anverso marino. Ese domingo dulce lo que salió de los labios de Margarita fueron recriminaciones, después que insistió una vez más (siempre castigado a los cepos del idioma: ¿es posible insistir una vez menos?) en que debía acompañarla en su viaje de regreso a Caracas, yo Humboldt. Humboldt heterosexual, con los mismos cebos y las mismas recompensas. Pero ahora llegó a la amenaza: argumento de autoridad: o yo accedía a abandonar a mi familia, a mi país, a mi ciudad —lo que era más serio: La Habana o la vida— por ella o todo terminaría. No había mucha lógica en sus razonamientos, ya que si ella se iba de veras a Venezuela era evidente que nuestra relación se acababa. No se lo señalé, por supuesto, para no contribuir a su desespero, que era angustioso. En una ocasión me dio la medida de su desesperación diciendo: «¡Debía haberte echado veneno de verdad en la bebida aquella noche!», y por un momento tuve que hacer un esfuerzo nemotécnico para recordar su noche de Valpurgis venezolana: venenos verdes: filtro de amor ayer, ahora antídoto de odio. También era doloroso para mí: después de todo yo amaba a Margarita. Ella no sólo era el sexo, era el amor. Pero no lo entendió así y al completar nuestro paseo, que era como un ciclo, una órbita, otro anillo, en la puerta de su casa me anunció que todo había terminado. «De veras», dijo, y se llevó el pulgar y el índice cruzados y los besó. «Por la Virgen santísima». Subió las escaleras rápida pero pude advertir que usaba sandalias esa tarde: sus pies eran perfectos.

Una noche estaba escribiendo mi crónica de cine, después de haber fusilado la película con la escopeta de Marey para darle ahora el tiro de grada, cuando sonó el teléfono. Me extrañó que alguien llamara a esa hora: nadie sabía que había empezado a escribir de noche en Carteles. Tomé el negro y pesado auricular, lo levanté hasta mi oreja y en el oído una voz baja musitó musical y memorable: «Hola, qué tal». Era Margarita por supuesto: no había otra, no hubo otra igual, pero me sorprendió tanto que me hubiera encontrado en la revista a esa hora inusitada que tuve que cerciorarme.

—¿Quién es?

—Soy Margarita pero en realidad soy una maga.

—Entonces eres la maga Rita, mamargarita, mi gargarita.

Hubiera seguido festejando su contacto, auditivo pero táctil: el sonido de su voz era alegre y su tono festivo: sonaba propicia, dispuesta al palo, asequible a la singancia esencial, como diría Silvio Rigor, discípulo de Ortega, Ortega y Munilla, pródigo habanero.

—¿Cómo sabías que estaría aquí a esta hora?

—Barruntos, querido. Estaba sola, tuve ganas de hablar contigo y supe enseguida dónde encontrarte. Simple, ¿no?

Sentimientos más que presentimientos.

—¿Cuándo nos vemos? —quise saber. Tal vez esta noche. El aire está como para venirse esta noche. Pero hizo un silencio y luego habló con voz graciosamente grave.

—Bueno, querido, en realidad no nos veremos más. Eso es lo que quería decirte. Me voy mañana para Bayamo. Me voy con mi amiga. Tú sabes cuál. Aquella del cuento—

—Sí, ya sé cuál es.

—Bueno, pues nos vamos las dos, querido. Voy a pasar unos días en su casa y después me vuelvo a Caracas. Puedes llamarlo un viaje de despedida. Un adiós a la provincia.

—O una luna de miel —dije mortificado pero queriendo mortificar.

—O una luna de miel —dijo ella sin repetir mis palabras—. ¿Por qué no? Después de todo si le pidiera a ella que se fuera conmigo para Venezuela no lo dudaría un instante. Y no sería del todo una mala idea pedírselo, sabes.

No dije nada.

—¿No vas a decirme algo? Después de todo ésta es posiblemente la última vez que vamos a hablar.

Volví a quedarme callado. Falta de aliento más que de palabras.

—Querido, dime algo. Dime que me vaya bien, que me arrolle un tren.

Esa vulgaridad fue como una caperuza verbal:

—Que te vaya bien, dondequiera que vayas, con quienquiera que estés, santificado sea tu nombre, cualquiera que éste sea.

Sabía la importancia que ella le daba a sus nombres.

—Gracias —dijo, y colgó. Nuestro amor era un cordón umbilical y ella acababa de cortarlo con un clic. No pude seguir trabajando esa noche y la crónica crítica se convirtió en una colección de fotos de starlets, más o menos vestidas, cortesía de la Fox (El Zorro entre los Pollos, era el título), con pies de grabados más o menos desnudos, todo bien crudo. Lo que había empezado como literatura había terminado como publicidad. Una vez más el amor, con su vulgaridad, había venido a perturbar la posibilidad de un párrafo perfecto —¡pero cuánta literatura habría dado por asumir esa expresión vulgar!

Volví a saber de Margarita de una manera inesperada. Como a la semana llegó a Carteles un telegrama. Me asombró su llegada porque, aunque recibía cartas de los lectores (la mayor parte airados), no los creía tan presurosos de comunicarse conmigo como para hacerlo por telégrafo. Además, venía a mi nombre propio, no dirigido a mi seudónimo del cine. Lo abrí y su mensaje por poco me derriba. Decía:

EL TIEMPO Y LA DISTANCIA ME

HACEN COMPRENDER QUE TE HE

PERDIDO

VIOLETA DEL VALLE

Las palabras debían ser sentidas pero su efecto era de una risibilidad irresistible. Escribir ese poema abierto y firmarlo con ese nombre y dárselo al telegrafista de la estación de correos de Bayamo era de veras un acto de coraje y un paso de comedia. Durante años conservé aquel tierno telegrama con su texto sentido. En otra parte he hecho bromas sobre su texto pero en el contexto resultó conmovedor. Evidentemente era el final de Margarita, ahora perdida en el seudonombre risible. Yo sabía que nuestras relaciones iban a terminar un día u otro, pero no quería que acabaran de manera tan literaria, tan poética, tan relativista. ¿Estaría ella leyendo a Eliot en el excusado? Sin embargo me resigné a esa pérdida, sabiendo además que tal vez no encontraría otra mujer como ella, que la cumbre sexual que había alcanzado a su lado, arriba, era una suerte de clímax y después todo seria decadencia, cambio de parejas, posiciones. Nada une tanto como una separación. Así me dediqué no a cultivar mi jardín pero sí a cuidar a mi mujer. Esos cuidados por poco me conducen a la viudez. Una noche la llevé de visita a casa de los Almendros, pues Néstor se iba a Nueva York a estudiar cine. Caminamos todo El Vedado porque había leído que era bueno que las mujeres encinta caminaran y mi mujer había estado condenada todo este tiempo que pasé con Margarita a quedarse en la casa, sentada o acostada, con su barriga de barril creciendo cada día y también cada noche, la muchacha extremadamente delgada con que me había casado convertida en una mujer obesa, su cuello esbelto perdido entre la grasa, su espalda antes curvada graciosamente ahora gibosa —solamente sus manos conservaban su antigua esbeltez, modesta ella aunque sus manos eran más perfectas que la de la fatua Morgana, memorable solamente por el anuncio de Marie Brizard que había perdurado más en la radio que ella en mi memoria. Conversamos con los padres de Néstor, tan ejemplarmente monógamos, la única pareja que conocía unidos por la fidelidad (mi padre, sigiloso, seguía en sus aventuras ocultas), hablando ellos de la maternidad, implicando de paso la paternidad, y hasta Néstor que era soltero pero no solitario, participaba solidario de la conversación que me hacía sentir un Don Juan canalla y mi mujer mansa sonreía ante el ejemplo de amor de los Almendros, que yo parecía decidido a emular ahora, mirándome reflejado en ese espejo doméstico, radiante en mi imagen de libertino sin progreso. Regresamos caminando hasta la casa, cogiendo la calle Línea, pero ella apenas era capaz de subir la cuesta de la avenida, para llegar a la cima casi boqueando y al cuarto piso sin aire, ahogada. Pero al poco rato, con la solicitud de mi madre que con sus cuatro partos sabía de embarazos y parturientas, cogió aire.

Dormido, me vi despertado violentamente a medianoche (o tal vez fuera ya de mañana: siempre es medianoche para el despertar del dormilón), con mi mujer sentada en la cama y quejándose, moviendo el cuerpo como si hiciera arcadas: eran dolores de parto: ya los había visto en el cine. Además mi madre lo confirmó con un diagnóstico inmediato. A esa hora tuve que levantarme, vestirme y salir a buscar un taxi mientras mi madre preparaba la pequeña maleta de maternidad. Afortunadamente el dios que vela por los buscadores de taxis en la madrugada, Mercurio dulce, me fue propicio y encontré uno. Llegamos a la clínica de nombre impresionante a tiempo —o tal vez demasiado a tiempo. Había un médico de turno que me explicó que eran los primeros espasmos y mientras no tuvieran una regularidad de no recuerdo cuántos dolores por minuto (científica manera de medir) no había chance de expulsión (así dijo: científica manera de hablar) y si yo quería me podía regresar a la casa ya que allí, una vez ingresada mi mujer, no tenía nada que hacer sino estorbar (científicas malas maneras) y volví a casa. Después me fui a Carteles, no a trabajar pues al explicar a Ortega la contingencia me aconsejó que me cogiera el día o el tiempo que fuera necesario. Liberado de las galeras diarias (al dúo: «¡Ah, cuánto odio estudiar periodismo!», que entonábamos Rine Leal y yo de alumnos, sucedió el aria: «¡Oh, cuánto detesto corregir esas pruebas!», canto llano del que no saldría hasta dejar la corrección para siempre, casi tres años después y volverme, como Errol Flynn, un corsario del cine) y regresé a casa a tiempo para almorzar: la fiesta movible hecha ahora efemérides. Luego enfilé con calma avenida abajo hasta la calle 23, para llegarme caminando hasta la costosa Maternidad Privada de El Vedado, clínica científica.

Por el camino encontré el cielo nublado, siempre estoy en las nubes, con grandes nubarrones oscuros (los que Silvio Rigor no fallaba nunca en llamar «negros bugarrones») concentrados sobre el mar, que había perdido su azul perenne mechado con el costurón morado de la corriente del Golfo. Pero no presté más atención a estas señales de humo que a una noche de luna. Paisajes para Debussy, sonidos en el balcón de Julieta, visiones en el muro de agua Dulce, a la que ya no llamaba Rosa, hastiado de las mujeres como flores. Llegué a la clínica y oí un grito prolongado que no tardé en reconocer como propio de mi mujer —aunque nunca la había oído gritar antes. Era como una versión desesperada de Julieta haciendo el amor a la francesa. Busqué la recepción (que no estaba a la entrada sino a un costado) y me informaron que el doctor Fumagalli, director, se estaba encargando él mismo del parto. Deferente. Al poco rato apareció el doctor Fumagalli. Había algo raro en él, pero no sabía bien en qué consistía hasta que me di cuenta de que era su cabeza. Tenía una cabeza no deforme sino malformada, elongada, con cráneo de zepelín, que él trataba de compensar con unos espejuelos de aro de carey negros y un bigote poblado, también negro, lo que le daba un aspecto científico por un lado (los espejuelos) y cierto aire siniestro (el bigote) por otro, mientras el resto de la cabeza dirigible estaba impedida de tomar vuelo por la doble ancla del bigote y los aros de carey. Diferente. El doctor director me dijo que no me preocupara en absoluto, que era un parto fácil, que tomara asiento. Donaferentis. El sitio más adecuado y alejado de los gritos era el amplio portal con columnas de orden desordenado (la clínica estaba instalada no en un edificio moderno sino, contrariando la pretensión de su nombre, en una vieja casona de El Vedado —aunque de ahí debía venir su adjetivo de privada) donde me instalé en un enorme sillón de cañas y nylon —a ver llover, porque llovía (y en La Habana este adjetivo tiene sentido) torrencialmente. Era el fin del verano. Al decirme esta frase yo estaba repitiendo el disfraz elaborado por la prensa y aprobado por la ciencia (desde el Observatorio Nacional, domo laico al otro lado de la bahía, avalado por el capitán de corbeta Carlos Millas, director) y santificado por la iglesia (desde el observatorio del Colegio de Belén, plantel plutócrata, bendecido por el padre Governa, de la Compañía de Jesús) de que en esta isla tropical, en la zona tórrida, había estaciones, cuando en realidad no había más que dos temporadas climáticas, la de lluvia y la de seca. Ahora llegaron las lluvias. Viendo llover en La Habana (que es un gran espectáculo: García Lorca detuvo un banquete en su honor en el hotel Inglaterra para ver llover desde sus columnas y dicen que dijo: «¡La lluvia, qué teatro!»), por poco me quedo dormido, a la somnolencia de la madrugada añadido el ruido rítmico en redondo —pero me despertaron los gritos disonantes de mi mujer, cada vez más frecuentes, cada vez más alto, cada vez más cerca. Una enfermera me vino a decir que ya se habían roto las fuentes y por un momento pensé que se refería a la lluvia, una imagen meteorológica de su creación. Pero era una metáfora médica: mi mujer daba a luz y me preguntaban, modernos que eran, si quería presenciar el alumbramiento, un espectáculo novedoso. («¡El parto, qué vida!») La seguí hasta un salón que en otro tiempo sería la sala de estar de la casa y era ahora quirófano. Allí, sobre una mesa quirúrgica central, mi mujer se debatía entre gritos, su único medio de comunicación: gritaba y le ponían una máscara de goma sobre la cara y dejaba de gritar. Debía de ser una forma de anestesia pero me pareció más bien que no gritaba, en sus silencios, porque la máscara ahogaba sus gritos, mera mordaza. El doctor Fumagalli ni siquiera miró en mi dirección, ocupado en el parto como en una obra de arte difícil —pero me debía una explicación a su mala parte, mal arte, mal parto. Después de todo yo había pagado para que mi mujer diera a luz sin dolor y he aquí que no sólo tenía dolor sino mucho dolor y lo expresaba gritando. Incapaz de soportar aquella atmósfera de acto improvisado (había una confusión en el recinto que era todo menos científica y ordenada: más bien parecía esa metáfora a que recurriría en el futuro: el caos que debió de reinar en el Titanic cuando anunciaron que no alcanzaban los botes), regresé al portal donde con la misma inevitabilidad del orden natural, había dejado de llover. Ahora ocurría un crepúsculo por ausencia, sin los grandes fuegos rojos que siempre tienden a ser copias de la imagen del infierno, sino con un predominio verdoso, la tarde filtrándose por entre nubes secas, una atmósfera apacible, húmeda, toda bañada en luz verde, como si estuviéramos dentro de una pecera.

No era de noche todavía cuando me vinieron a avisar que era el feliz padre de una niña: justa justicia: rodeado siempre de mujeres me continuaba en una hembra. Entré al cuarto (ahora era una habitación callada y no el desordenado quirófano que algún día fue salón de recibo y de fiestas) y vi primero a mi mujer todavía gorda pero evidentemente desinflada —y lo primero que se me ocurrió fue que la hinchazón se le había ido en gritos. De tras bastidores introdujeron un bebé, de utilería naturalmente —pero era mi hija. La enfermera estaba asombrada de que tuviera dientes pero a mí me espantaba más la mueca con que se reía. El mayor asombro lo produjo sin embargo comprobar que tenía los ojos abiertos y eran verdes. Ni mi mujer ni mucho menos yo teníamos ojos verdes y definitivamente había que descartar la posibilidad de que ella me fuera infiel con un lechero de ojos verdes. Esos ojos verdes eran efecto de otra forma de adulterio: eran los ojos de Margarita, de Violeta del Valle, de como se llamara esa mujer que había estado tan cerca —ella había estado dentro de mí, no yo dentro de ella— y ahora estaba tan lejos. Después que devolvieron a la niña al lugar designado para ella (clínica moderna que era aquélla, contenida en una casa caduca, los bebés nunca compartían la habitación de la madre después de nacer), y dando una excusa coja más a mi mujer, abandoné su cuarto, dejé la casona y caminé calle 23 abajo buscando, cosa curiosa, un lugar donde emborracharme —y no precisamente para celebrar por mi hija ni por mi mujer sino por el recuerdo. Ya finalizando la calle, bajando esa rampa llamada con exceso de imaginación La Rampa, encontré el lugar que en otra parte de La Habana, en otro libro tiene un sitio destacado: el Johnny’s Dream, cuyo nombre podía significar el sueño de Don Juanito, con sus pretensiones de night-club de moda y su barra olvidada, convertida después en el lobby de un hotel o tal vez en la cafetería que está al lado. Allí, precariamente sentado en una banqueta que era demasiado alta, acodado al mostrador lustroso ordené el único cocktail que podía pedir:

—Una Margarita, por favor —le dije al barman, quien me miró con aire confundido. Pensé que tal vez fuera por el por favor, pero me dijo:

—¿Qué cosa?

—Un margarita.

Ahora sabía el origen de su confusión.

—Lo siento, hermano —me aclaró—, pero ¿con qué se come eso?

Debía de ser hermano no mío sino del camarero del Ciro’s. Decidí democratizarme y tutear al dependiente:

—Déjalo. Dame un Cubalibre, viejo.

No era ocasión de tomar un daiquirí, que es un trago tan festivo, empezando por su aspecto contrario al trópico (el borde de la copa nevado de azúcar, la superficie glacial de la bebida, el mismo recipiente propicio al champán, recordado por el brindis de La Traviata en Días sin huella, ya que en La Habana se bebía sidra en las ocasiones que debían ser achampanadas) y la alegría que da verlo, aun a mí que no era bebedor —y por no ser dado al trago era curioso que estuviera haciendo lo que sólo hacen los borrachos: bebiendo a solas: no había nadie en la barra, pero las parejas tempranas que ocupaban las mesas hacían mayor mi soledad: rara avis bebe. Debía de estar celebrando el hecho de ser padre, ya que entonces consideraba la paternidad un privilegio, no una condena, y había pregonado el embarazo de mi mujer, para festejo de mis amigos, contento máximo de mi madre y una sola voz que desentonaba en ese coro cálido, la de Antonio Ortega, director, que había repetido con sarcasmo mi declaración de que iba a ser padre: «Así que va a tener usted un hijo». Ortega, que nunca se dignó a tutearme, dijo su frase como si acabara de contraer yo una enfermedad incurable, no sólo larga sino dolorosa. Pero no celebraba el nacimiento de mi hija sino que lloraba o más bien lamentaba la ausencia de Margarita, todavía más dolorosa ya que era una fuga a dos: ella se había ido con su amiga y tal vez ya estaban en la cama (en Bayamo se acuestan temprano) en su trabajo de amor, o mejor, en su trajín sexual, Margarita debajo (siempre la imaginaba en su postura pasiva tan activa) mientras sobre ella hacía movimientos natatorios su amiga anónima, frotándose obscenamente a la vez que trataba de buscar en el frote el pene que le había negado la naturaleza, intentando inútilmente crear el instrumento que yo poseía de nacimiento, remedando en aquel coito de caderas la penetración que yo logré tantas veces sin esfuerzo —y Margarita no sólo se dejaba hacer, sino que respondía con urgencia, turgencia: correspondía. Es una noción común en todas partes (pero sobre todo en La Habana por ese tiempo) que no hay peor tarrudo, cornudo, hombre engañado, que el que lo es no por una mujer sino por dos: tal vez sea esta doble mujer lo que lo hace un escarnio desmedido. Así, como un personaje literario traicionado con el que me había encontrado traduciendo apenas años atrás, yo repetía el papel del amante burlado por una mujer y una mujer. El nombre del bar, Johnny’s Dream, que nunca había visitado, se convirtió para mí en imagen aborrecida: fuente de fantasmas.

Todo volvió a la normalidad. Estaba claro por la mañana, se nublaba al mediodía y llovía por la tarde. Las noches eran húmedas y de estrenos. Mi mujer regresó de la clínica a la casa con los consejos de cuidado del doctor Fumagalli, todo bigotes y espejuelos y cabeza azepelinada, quien ante mis preguntas dijo que mi mujer había tenido un parto difícil pero natural, nada anormal para una primeriza y una vástaga (así dijo) sana. Nada de qué preocuparse. Son ciento cincuenta pesos. Una estafa, sin duda, pero legal y lo que es más científica. Mi madre se encantó con tener por fin una niña a su cuidado. Mi padre hizo unos cuantos comentarios de que él nunca se enteraba de nada, que no supe qué significaban, pero como siempre los hacía sobre no importaba qué tema, no les di importancia. Después de todo ahora tendría más tiempo para su hobby de otear, con mi madre más atareada que nunca. Yo seguí mi rutina de corrector de pruebas por el día y algunas noches escribía mi crónica en la revista, no lejos del mundanal ruido pero sí cerca de los linotipistas, cada vez más ávidos. Ahora había comenzado además a diseñar mis páginas, aprovechando la desidia del director artístico, que consideraba a Carteles como la Siberia de Bohemia, a la que había sido deportado, aunque en realidad, como ciertos generales zaristas, había sido ascendido de su puesto subalterno de ilustrador. En esas actividades propias de mi exceso estaba cuando sonó el teléfono y la llamada era para mí, lo que no era extraño. «Es una mujer», dijo Rine intermediario. Ni por un momento sospeché que pudiera ser mi mujer porque usó mi seudónimo. ¿Qué admiradora sería? Era, claro, Margarita, que había desaparecido de mi vida pero no de mi recuerdo. Su voz acariciaba con la misma eficacia de antes y yo respondí con idéntica reacción. Débil es el alma. Me quería beber (y el error ahora es apropiado, no sólo por lo que había bebido por ella y con ella sino porque ciertamente en el pasado ella había tratado siempre de beberme, me había bebido en ocasiones), ver, cuándo me podría ver, dónde podríamos vernos —y así pasó de la petición a la acción directa. Teníamos que vernos. No en su casa (ya me explicaría) sino en la esquina, ese mismo día, esa tarde —y la vi. Débil es la carne pero poderosa su visión.

Estaba más linda que nunca y supongo que desmintiendo a las viejas lesbianas conocidas, figuras de la vida cultural habanera, verdaderas matronas invertidas, a ella el viaje con su amiga, la cama que habían compartido, las caricias que se ofrecieron mutuas, mudas la habían realmente embellecido —tal vez fuera la postura pasiva. Se lo dije. Quiero decir, no desprecié su vida sexual sino que aprecié su belleza. Se sonrió tristemente y dijo:

—Supongo que el conocimiento y el dolor, si sobrevives, son una forma de belleza.

Debía de ser un diálogo de uno de sus libretos, su literatura cursi activa la había informado, como la radio había formado más que deformado el carácter de la criadita que inventó el amor radial.

—¿Recibiste mi telegrama?

—Sí, lo recibí.

—¿Qué te pareció?

¿Qué quería? ¿Una crítica literaria? ¿O una evaluación sentimental?

—Muy tuyo —fue lo que le dije, esquivando con esa frase cualquier opinión.

—Quería verte —me dijo, y aquí hizo una gran pausa, como si se hubiera olvidado para qué quería verme. Pero no se había olvidado—. Por última vez. Me voy mañana.

—Ah sí —le dije, que es una expresión que repito a menudo, falta de ruido y de furor que significa todo.

—Sí, salgo rumbo a Caracas. Pero antes quería decirte una cosa. ¿Recuerdas aquel día que nos acompañaste al médico?

—¿Al abortólogo?

—Bueno, sí, si tú lo llamas así. Es en realidad un médico muy bueno, muy dedicado a su profesión, muy comprensivo.

No dije nada. Ante ese elogio de un experto en curetajes como si fuera el Dr. Schweitzer entre sus nativos no tenía nada que decir. Pero no pude evitar imaginar al abortólogo tocando el órgano por las noches. Pequeñas aborturas.

—Lo que yo quería decirte es difícil de decir y yo no quería decírtelo, pero creo que en definitiva debes saberlo.

Hizo otra pausa.

—No fue mi hermana quien se hizo un aborto ese día sino yo.

Hizo otra pausa que debiera llamar preñada pero no quiero ser brutal. Ella estaba sin duda esperando mi reacción —que fue por supuesto de última sorpresa.

—¿Tú?

—Sí, era un hijo tuyo. Era también la primera vez en mi vida que me hacía un aborto. Es la primera vez que he quedado en estado de alguien. Ese coágulo de sangre pudo haber sido tu hijo mío.

No pude evitar recordar una canción que dice: «Pensar que ese hijo tuyo / pudo haber sido mío», a pesar de la seriedad de la situación. Ella había hecho otra pausa, esta vez no dramática como las anteriores sino trágica, visible el sentimiento bajo su maquillaje. ¿Qué podía decirle? En realidad me parecía terrible pero también me resistía a creerlo.

—Creí mi deber decírtelo —me dijo. Estaba a punto de llorar. Afortunadamente sólo agregó:

—Eso es todo. Adiós y que te vaya bien.

Nada separa tanto como un pasado común. Dio media vuelta y caminó rumbo a su casa, mientras yo me quedaba parado en la esquina, viéndola irse. Esta vez no pude separar ninguna de las partes de su cuerpo para componer un recuerdo: ella era un todo que se iba —aparentemente. Ésa fue la última vez que la vi pero no la última vez que la oí, porque ella, como en una versión radiofónica de si misma, se despidió con su voz. Volví a casa más triste pero más libre, pensando en el camino que la revelación de Margarita hacía mi vida demasiado simétrica —ausencia de amor que produce una hija con ojos verdes, amor de ojos verdes que culmina en un aborto— y que tenía que haber una nota asimétrica, la disonancia que resolviera tan cabal armonía y llegué a la conclusión de que Margarita mentía. No seria la primera vez que me mintió y hasta su relato sáfico acabó por parecer pura invención. Pero no estaba seguro del todo. Quería tener una segunda opinión. Consulté a mis amigos como si fueran oráculos —pero resultaron esfinges. Pero ¿para qué son los amigos sino para traducir nuestras vidas para leerlas traicionándolas? Margarita para los cuerdos. Le conté a Rine la historia de su supuesto aborto y lo encontró una falsa preñez. «Es una actriz», fue su dictamen. «Ahora no me cabe duda de que hace teatro». Lo iba a corregir diciéndole que más bien ella hacía televisión, pero preferí su veredicto de dos. Sin embargo le conté a Silvio Rigor su cuento de su encuentro con su amiga, la cama compartida, el viaje de ambas a Bayamo. «No es una invención. Es la versión de una inversión», me dijo Silvio, y luego con Rigor mortis: «Ritmo de habaneras: las que no son livianas son lesbianas». Margarita para los cerdos.

Una noche —no recuerdo si una semana o dos días después— estaba en mi casa, sentado en la sala con mi madre y mi mujer. Ya habíamos comido y mi hermano se había ido al cine y mi padre había desaparecido en el balcón oscuro. Como no teníamos televisión todavía, habíamos perdido el hábito de oír radio, y el tocadiscos, como todos los objetos eléctricos de la casa, estaba descompuesto, nos refugiamos en la conversación, que más que arte era entre nosotros artesanía primitiva. A mi madre le gustaba conversar, mi mujer, residuo conventual, recitaba a veces letanías y yo (que conversaba mucho con mis amigos, practicando una suerte de jaialai verbal, más bien un juego de tenis oral, y solía hablar con las muchachas charlatanas, con las mujeres conversadoras, con ancianas anotadoras) perdida la costumbre de la reunión familiar desde que empecé a tener reuniones intelectuales, oí cómo mi madre y mi mujer entablaban un largo diálogo sobre las virtudes de cierta clase de pañales y el roce con la piel tierna de un bebé y la virtud del talco Mennen para las quemazones —cuando sonó el teléfono. Me levanté a contestarlo bruscamente y antes de oír la voz del otro lado supe que era ella. Hubo un breve silencio y en ese momento me pregunté cómo había sabido ella mi número de teléfono, que era privado, que no estaba en ninguna guía, que yo nunca le había dado: de eso estaba seguro: tal vez ella supiera mi dirección pero no mi teléfono y la compañía que había sido tan reservada que se negó inclusive a dar mi dirección a la policía dos años antes no iba a darle a ella mi número ahora. Pero era ella, no me cabía duda: el mismo silencio que siguió a mi «Hola» habitual la delataba. Por fin habló:

—Quiero verte —hizo una pausa y por un momento pensé que estaba borracha: en realidad había estado llorando, lloraba todavía—. Tengo que verte. Déjame verte. Necesito hablarte.

Ella bordeaba una vez más las letras de distintos boleros pero no caía exactamente en ninguna y había cierta dignidad no sólo en su tono sino en su repetición: —Tenemos que vernos, que hablar, esta misma noche.

Después de mi respuesta-saludo no había dicho nada más y observé, bajo la luz intensa, tensa de la sala, a mi madre sentada en el sofá verde oscuro y a mi mujer en un sillón, justo al lado del que yo había abandonado para contestar el teléfono. Se veían absurdamente irreales, como de cera vieja. El Museo de Madame Twosome. Pero ambas me miraban con curiosidad ante la antinatural forma de comportarme al teléfono: yo no había dicho más que «Hola» y después respondía a mi interlocutor con el silencio. Ella siguió:

—Quiero, necesito verte esta noche.

Era evidente que acumulando verbos no lograría más que con su enunciación individual al principio. Por fin le dije:

—No puedo.

—Por favor. Te lo suplico.

—Me es absolutamente imposible.

—Quiero decirte que mi amiga está conmigo y si no fuera por ella habría cometido una barbaridad.

No me explicó en qué consistiría su acto bárbaro pero pensé en el suicidio vagamente y luego con horror preciso —lo recuerdo claramente—, en aparecerse en casa.

—Lo siento pero no puedo esta noche.

—Me voy mañana. No nos veremos más, tú lo sabes, pero quiero verte por última vez. Nunca le he rogado a un hombre.

Se me ocurrió que la respuesta apropiada para ella era: «¿Y a una mujer?». Cantar estrofas sáficas. Estofa de Safo. Pero volví a insistir.

—No puedo. Hasta luego.

Ella, ya sin rastro de llanto, dijo una última palabra:

—Adiós.

Creo que colgamos los dos al mismo tiempo. Ésa fue la última vez que la oí, pero lo que mejor recuerdo de esa noche es que mi mujer no me preguntó nunca quién llamó.

Semanas después, tal vez un mes más tarde, solo, sentado a la barra de un bar olvidado, sin nombre memorable, me emborraché pensando en Margarita, en su esplendor sexual, en sus ojos verdes ardientes y también en la falla en su belleza, en la mácula mamaria, en el seno que le faltaba y que hacía del otro seno una rara perfección única: el cuerno precioso del unicornio. Recordé la primera visión deslumbrante en el sótano teatral y la larga persecución por los años y por las calles de La Habana, y el encuentro, el desencuentro y mi torpe ardid que fue sin embargo eficaz. Pensé cómo la había ganado y perdido y cómo su posesión había sido una suerte de educación, un aprendizaje —aunque no supe exactamente para qué. Todo esto lo pensaba en el bar o en la calle, caminando ya de noche, y me encontré en la odiada San Lázaro, que nunca aprendí a apreciar, y luego estaba en la amada y ahora sombría Soledad, enfilando hacia el callejón sin salida, ciego por la tapia del cementerio de metáforas muertas, y llegué a su puerta, a la puerta de entrada sin puerta, y subí los escalones que había subido antes, que ella había subido conmigo, los que le vi subir sola, yo espectador de su cuerpo de espaldas, hasta las piernas, las pantorrillas, los pies que nunca le alabé, hablándole solamente de sus otras perfecciones: los ojos verdes, la boca escarlata, deteniéndome antes de seguir, temeroso de insultarla con el elogio del seno que no podía más que ser singular. Toqué a la puerta. Enseguida, antes de tener tiempo de darme cuenta de lo que hacía ebrio y de arrepentirme sobrio, se abrió la hoja y ahí estaba Margarita. No se había ido como había sospechado. Me lo había imaginado. Margarita, más alta ahora pero más ancha, con los pómulos bien arriba y los ojos más rasgados. Me reconoció y me dijo:

—Hola, qué tal. Pasa.

Pero ésa no era su voz educada, baja, acariciante: era la voz de su hermana: era su hermana —Tatiana, Sebastiana, como rayos se llamara con tantos nombres falsos. No era Margarita pero entré al ser invitado. Me hizo sentar en uno de los sillones forrados en nylon verde chartreuse, entre panteras y flamencos, y antes de saber qué hacía yo en ese zoológico fantástico me encontré llorando. Ella, como se llame, me cogió por una mano, ya sentada en el otro sillón forrado en nylon verde chartreuse y yo me dejé arrastrar hasta el piso, donde me tumbé llorando, con mi cabeza a la altura de sus rodillas. Ella me acarició el pelo y me dijo:

—Estás llorando por ella. Ya sé.

Dejé de llorar en cuanto ella mencionó el llanto por Margarita, pero no quité la cabeza de entre aquellas piernas pulcras. Lo que hice después fue de una audacia absurda: le acaricié una pierna, suave al tacto, pero ella no retiró mi mano ni su pierna. Su piel era pálida.

—Sabes —me dijo—, tienes un pelo muy fino. Como de bebé.

No respondí, no dije nada, sólo seguí acariciando su pierna, a lo largo, del tobillo a la rodilla. Estaba más borracho de lo que creía porque ahora subía mi mano por entre sus rodillas y acariciaba sus muslos. Ella me cogió una mano pero no la que la acariciaba, la otra, creo que era la izquierda, y pasó sus dedos por ella, como yo la otra mano por sus piernas.

—¿Y esa cicatriz? —me preguntó. Por un momento no supe de qué hablaba. Yo no tenía cicatrices, nunca había sido herido. Pero la vi señalando mi mano y miré y en ella, visible blanco en mi piel oscura, más arriba del pulgar, entre este dedo y el índice, estaba el arañazo profundo de Margarita convertido en una marca indeleble. Curioso: lo había olvidado. Ahora recordé el momento en que lo hizo, por qué me marcó, pero no pude recordar sus palabras. Las cicatrices duran más que las palabras.

—No es nada —le dije—. Un accidente de manicura.

Mentiría si dijera que no recordaba a Margarita. La recordaba, sí, pero ella estaba ausente, ida, era el pasado. El presente era su hermana, con su extraña belleza, que recordaba a Margarita y al mismo tiempo la hacía olvidar. Ella era como una versión morena de Gene Tierney, mi más cara máscara, más irreal que la Gene Tierney de sombras del cine, versión de la vida. Laura, que el cielo me juzgue con el filo de la navaja barbera. Me levanté y levanté a la hermana para acostarnos. Todo el tiempo no pensé en Margarita, en esta traición trapera, sino que estaba en la cama con una de las versiones de la aversión sexual para mí: una viuda y me veía acuchillado como su marido muerto por Pepe por poseer aquella mujer no más preciosa que su hermana desaparecida pero sí más peligrosa. Cuando terminamos (esta vez no hubo maratón sexual ni conteo amoroso, ni siquiera recuerdo cómo era ella desnuda: nunca supe cuál era su defecto que era su mayor virtud) y me fui de su cuarto y de la sala zoológica y de la casa verde chartreuse y dando tumbos, todavía borracho, llegué a la esquina de Espada (éstas calles de La Habana, todas símbolos en sus nombres) y me miré la mano en un movimiento reflejo: a la luz del farol inequívoco pude ver, pálida, la cicatriz entre mi piel y pensé que yo había sido acuchillado retroactivo en aras de su hermana: fue la propia Margarita, bella y alevosa, armada amada, mi amazona, quien me clavó el puñal.