Hay algo vulgar de siempre en el viejo amor, sin siquiera llamarlo sexo. Vulvar es vulgar: las dos palabras de seis letras. Verbalizado el amor (palabra de cuatro letras) se convierte en una narración de vulgaridades variopintas. Pero, por favor, hay que encarar sin enmascarar este amor, que es tremendamente popular en nuestros días (y también en nuestras noches, si señor, ¡cómo no!) y una cantante, que no cantaba boleros sino canciones de amor pop, clamaba, «Love is in control», no hace mucho. Parecía que ella hacía la descubierta desde la cubierta de la Santa María. Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, en una palabra —o en una frase. Me temo, señorita (y si la llamo señorita es porque no la conozco en persona), que siempre ha sido así. Oiga, señora, ahora ya sí, lo que tiene que decir nuestro VD, Veneris Doctor, Ovidio Precursor, acerca del Arte de amar, sobre la teoría y práctica, del oficio del amor como se practicaba en la Antigua Roma— en el año primero antes de Cristo.
Joven, he aquí lo que hay que hacer
cada noche después del atardecer,
vaya de paseo por la Columnata del amor,
donde todas las muchachas en flor
se pasean mostrando bien las piernas
al pasar por los lares de las Romas eternas,
propicias al amor con tanta dedicación
que nadie sospecha tanta fornicación.
(La rima es moderna y mía: el autor.)
Pero ¡voto a San!, es lo que he estado haciendo toda mi vida: hacer el amor y después hacer el cuento, como he hecho en este libro que lees, amiga, amigo, con una sola mano. Aunque el viejo Ovidio vivo, puede atreverse a más cuando dice: «Hasta las Cortes son cortes (perdón, cotos) de caza son predios del amor en vela, nunca en veda». ¡Vaya cortes corteses! Se puede argüir que Ovidio es más latino que ladino. Pero, pero, qué decir de un poeta venerado, venerando como Homero, ¡oh mero! Ese poeta arcaico, ciego para la leyenda y sordo a la lujuria, compuso o recitó dos poemas: uno parece celebrar la guerra, el otro la persistencia de la memoria del hogar y del amor. El primer poema en realidad expresa emoción ante la ira, la voluntad de venganza y la piedad, y su tono es elevado, heroico. El otro poema exalta a un héroe extraviado que no puede volver a casa y a su esposa porque en el camino otras mujeres le ofrecen diversas formas de amor y hasta le cantan canciones eróticas. Este poema es por supuesto inferior al primero en su intención épica y más que una epopeya parece pertenecer a un género que se inventará mil años más tarde, la novela. El amor ha debilitado el tono épico del segundo poema. Si en vez de amor hablamos de sexo nos encontramos que la vulgaridad es rampante aun en la nomenclatura actual o popular. La palabra más a mano, pene, que parece pertenecer a la jerga médica, significa en latín rabo, y el uso de la palabra vagina para el sexo femenino viene de una vulgar comedia romana y quiere decir, sin asombro ni imaginación, vaina —que según el Diccionario de la Real Academia describe también, en sentido figurado y familiar, a una persona despreciable. (Es curioso que en francés un con sirva para designar un estúpido, y cunt en inglés se aplica también a un tonto miserable: ambas palabras significan en español coño). A su vez en toda el área del Caribe un vaina es un idiota, aunque de niño me estaba permitido decir idiota pero no vaina, por vulgar! Por otra parte la literatura erótica (con excepciones brillantes en el mundo romano, algunos ejemplos renacentistas y las conocidas aves raras del siglo siempre ha estado condenada a la vulgaridad, aun editorial. Esa condena me parece implícita en la expresión del amor, en el amor mismo. En otro gran poeta griego (todos los poetas griegos son grandes) veinticinco, veintiocho, treinta siglos después, que cantó a su vez al amor y a la historia, no asombra que sus poemas históricos sean superiores en su expresión, mientras sus poemas de amor resultan fatalmente vulgares.
No es que yo tenga nada contra la vulgaridad. Al contrario, nada me complace más que los sentimientos vulgares, que las expresiones vulgares, que lo vulgar. Nada vulgar puede ser divino, es cierto, pero todo lo vulgar es humano. Dijo Schopenhauer que uno debe escoger entre la soledad y la vulgaridad. Schopenhauer odiaba a las mujeres, yo odio la soledad. En cuanto a la expresión de la vulgaridad en la literatura y en el arte, creo que si soy un adicto al cine es por su vulgaridad viva y cada día encuentro más insoportables las películas que quieren ser elevadas, significativas, escogidas en su expresión o, lo que es peor aún, en sus intenciones. En el teatro, que es un antecedente del cine, prefiero la menor comedia de Shakespeare a la más empinada (ese adjetivo me lo sugieren los coturnos) tragedia griega. Si algo hace al Quijote (aparte de la inteligencia de su autor y la creación de dos arquetipos) imperecedero es su vulgaridad. Sterne es para mí el escritor del siglo XVIII inglés, no Swift, tan moralizante o, montada en el fin de siglo, Jane Austen, so proper. Me encanta la vulgaridad de Dickens y no soporto las pretensiones de George Eliot. Dado a escoger, prefiero Bel-Ami a Madame Bovary, como ejemplo de ese artefacto vulgar que es la novela. Afortunadamente Joyce es tan vulgar como innovador, mejor que Bel-Ami casado con Madame Bovary. Fue Maupassant, al hablar de la caza, quien dijo: «La mujer es la única presa que vale la pena. Encontrarla es lo que da sentido a la vida». Estoy de acuerdo.
En la segunda mitad del siglo XX la elevación de la producción pop a la categoría de arte (y lo que es más, de cultura) es no sólo una reivindicación de la vulgaridad sino un acuerdo con mis gustos. Después de todo no estoy escribiendo historia de la cultura sino poniendo la vulgaridad en su sitio —que está muy cerca de mi corazón. En otra parte he exaltado el carácter precioso del lenguaje habanero, tan vulgar, tan vivo, tan sentida su desaparición. Es de ese lenguaje ido con el viento de la historia, una lengua muerta, que he exhumado una frase que parece ser cosa de cazador, cuando se refería a la conquista de una mujer —¿pero quién me obliga a no creer que la frase de andar por caza sea apropiada hasta el extremo de aparejar el ganar el amor de una mujer a una cacería? Ya los griegos usaban esta metáfora del amor como cacería y los romanos proveyeron a Cupido con un arco y una flecha. Esa frase, venatoria y venérea, es «El que la sigue la mata».
No recuerdo cuándo la oí por primera vez, pero sí sé cuándo me la dijeron a mí, como consejo de montería de amor. Fue expresada por el hermano mayor de un compañero del bachillerato, a cuya casa yo iba a estudiar muchas tardes. Ese estudiante graduado me la dijo al oírme hablar de una muchacha lejana que era conocida por mí solamente como la Prieta del Caballo. He hablado de ella y de su cercanía distante. Esa muchacha miraje permaneció tan inalcanzable después como antes del consejo amatorio —que tal vez fue dado con un gran grano de sal. Pero la frase se probó sabia, aunque entonces yo la creía meramente apropiada para alentarme en mi persecución del amor, en esa época depositado en una muchacha prieta con un prendedor en forma de caballo. Fue muchos años más tarde que la puse en práctica sin saberlo y sucedió que solamente cuando se probó un axioma de amor que la recordé.
Solía anotar en mi memoria las características vitales de muchas muchachas (mi materia gris era mi libro negro), teniendo en mente el momento en que me sería útil ese conocimiento —que en muchos casos se limitaba a una mera visión persistente. Sabía o sospechaba que en los medios artísticos había muchachas que eran más o menos fáciles. Muchas no habían leído a Isadora nunca y mucho menos estudiado el Ananga Ranga, pero estaba mi relación literaria-erótica con Julieta Estévez, que amaba tanto el teatro, que cuando su matrimonio fracasó en el sexo decidió tomar en serio la actuación —ella, tan accesible aunque todavía no había pasado de la mutilación común de Eliot, ya frecuentaba los medios teatrales. Estaba además mi propio contacto con el Grupo Prometeo, del que estuve tan cerca que solamente mi timidez (o una incapacidad innata para expresar emociones) me impidió convertirme en actor, aun en actor aficionado. Pero allí no encontré ninguna muchacha asequible, aunque muchas lo parecieran (videlicet: la espectacularmente bella María Suárez, tan campechana, vulgar y notoria por sus expresiones carentes de inhibiciones, como aquella declaración cuando recibió de su novio, en el hospital, convaleciente de una operación de apéndice, un ramo de flores con una tarjeta que decía Señorita María Suárez, y ella exclamó: «¡Señorita! Esas flores no vienen de mi novio. Él sabe más que eso para venir a llamarme señorita a estas alturas») y lo más cerca que estuve de llegar a enamorarme de una actriz fue de la menuda, melenuda Elizabeth Monsanto (en mi pasión onomástica su nombre parecía lo más enamorable de ella), pero estaba siempre escoltada por su madre, vieja majadera empeñada en que me hiciera actor, insistiendo que yo tenía la voz y la presencia escénica (¿cómo lo sabía? Nunca había subido a un escenario) de un galán, aseveración que repetía tan a menudo, acompañada ahora por la hermosa Elizabeth Monsanto, que llegué a la conclusión de que había una veta de locura en la familia, tara teatral.
Podía haber tenido en mi caza acceso a los ensayos de otro grupo, el Teatro ADAD, porque era una empresa casi familiar, llevada a cabo cada mes, mimos menstruales, por unos vecinos de este compañero de estudios cuyo hermano me dio una frase para que la hiciera mi divisa. Pero allí, en la familia ADAD (nadie usaba su nombre modesto), había demasiadas mujeres mayores, casi contemporáneas de mi madre: aunque el que hace incesto hace un ciento. La tercera posibilidad, antes de descubrir la cantera inagotable de la Academia de Arte Dramático, fue el Teatro Universitario, que tenía sus oficinas (en realidad reducidas a un cuarto o dos) frente al anfiteatro Varona, que conocía bien por las funciones de cine (apodadas de arte) y por las clases a que concurrí en el curso de verano sobre cine cuando me gané la beca con que me adelanté a Carmina por una cabeza toda la locura. Con esa mezcla de timidez, astucia y audacia que caracterizan el comportamiento del zorro, me acerqué al gallinero del Teatro Universitario —donde pronto fui recibido como un intruso. No era que lo intuyera, lo sentía, lo sabía, me lo decía cada mirada de actores y actrices en cierne, de estudiantes con dotes dramáticas, de profesores de historia del teatro que detestaban mi desdén por la tragedia griega, mero Homero con diálogos, de directores dictatoriales (no he conocido un solo director, desde una banda hasta un banco, que no sea un dictador: Sick semper tyrannis!) y solamente me permitió merodear por aquel predio promisorio mi relación con Juan Mallet, que bien se podía llamar Johann Malletus, con su delgadez tensa, su pelo rubio cortado en cepillo prusiano y su porte militar. Mallet estaba por fortuna completamente loco, a pesar (o por ello mismo) de que estudiaba psiquiatría, y era esencial al Teatro Universitario porque era su único luminotécnico. La noche de la función, alambrudo, aparecía más activo que el más principal de los actores, yendo de un reflector a otro y cuidando la luz de cada escena, protagonista, en la oscuridad. Manejaba con mano tan experta como desnuda cables, interruptores y pizarras eléctricas y con tal descuido que yo temía a cada instante su electrocución inminente, sin haber cometido otro crimen que hacer posible la ilusión escénica. No sé si fue mi admiración de siempre por los electricistas (su luminotecnia estaba más cerca del mero electricista que del artista de la iluminación) o el magnetismo negativo de su locura lo que nos relacionó. Tal vez fuera el ajedrez, polo positivo de mi juego errático, Capablanca del peón de albañil. Mallet, un maníaco del jaque mate, que yo debía propiciarle no sin resistencia, admiraba mi capacidad de juego para perder.
Pero con Mallet por Virgilio pude descender al domicilio dantesco del Teatro Universitario y, si no fui aceptado por los que ocupaban aquellos habitáculos ardientes debajo de una facultad (prácticamente un sótano), al menos no fui mirado más como un intruso y pude ojear el catálogo de bellezas que ofrecía el elenco escénico. Una entre todas aquellas beldades (había también, por supuesto, fealdades, pero supongo que es el despliegue de su belleza, el exhibicionismo, lo que hace que alguien quiera ser actor o actriz, sobre todo las mujeres, y así había más sirenas que gárgolas en aquel recinto mitológico: ésa es la palabra: allí se tuteaban con el complejo Edipo, habitaban la casa de los Atridas, merodeaban entre Medea y Jasón y conversaban con la Esfinge), vestal de Talía, atrajo mi vista, primero, y luego toda mi atención. (Todavía no conocía a Juan Blanco para preguntarle qué habría pensado él de la relación entre las actrices clásicas, siempre de pie, si esa verticalidad propiciaba la horizontalidad —o cuando menos un plano medio inclinado). Ella era de mediana estatura (tal vez fuera más pequeña que yo, pero no me lo pareció entonces) y no muy proporcionada. Sus facciones más destacadas eran unos grandes ojos verdes. (Ya he hablado de la mitología de los ojos verdes en Cuba, donde una canción, Aquellos ojos verdes, ha hecho por ellos lo que otra canción, Ojos negros, hizo, supongo, por los ojos negros en Rusia. Además está mi prima ópera, ahora tan lejos en el espacio como antes en el tiempo: un amor que sufrí de niño). Aparte de los ojos estaba su boca, pintada, pero que se mostraba llena por debajo de la pintura, con labios bien formados, con ese arco doble en el labio superior y la larga onda ininterrumpida del labio inferior, que es tan común en las heroínas de los muñequitos y, muchas veces, del cine. De su cuerpo lo más extraordinario eran sus senos soberbios que sin embargo guardaban una proporción exacta con su figura. Tanto llenó mi vista su visión que no puedo recordar a ninguna otra muchacha vista aquel día y así, cuando pasó por mi lado, vistiendo un traje que se cerraba hasta el cuello, inusitado por el calor de la estación ardiente pero que hacía resaltar sus senos como si fuera un sweater, la miré tan intensamente que ella, sintiendo la mirada, me la devolvió pero no me vio. Quiero decir que miró en mi dirección pero su mirada atravesó mi cuerpo, me hizo aire, invisible, y ni siquiera notó mi presencia intrusa: el foco de mi mirada (mis ojos detrás de mis espejuelos oscuros) no existía para ella. Esa reducción al absurdo de la nada con una mirada aniquiladora porque no me veía la convirtió en inolvidable: no la vi en mucho tiempo pero no la olvidé: es imposible olvidar los ojos de la gorgona que se ignora.
No sé si estuvo en alguna de las producciones universitarias (invariablemente dramas en verso: Lope, Calderón o el trío de griegos implacables: a cual más insoportables) pero sí se ganó un puesto menor en la televisión. Un día (todavía vivía yo en Zulueta 408) la vi caminando calle Obispo abajo, despacio, casi paseando, y me acerqué y la saludé. Ella me miró y no me devolvió el saludo: pero esta vez me vio bien. Le pregunté que si no se acordaba de mí (¿cómo iba a acordarse del éter, no de l’être?), que nos habían presentado en el Teatro Universitario (cité el nombre luminoso de Mallet, que arrojó luz sobre mis credenciales) y ella entonces exclamó:
Ah sí, perdona y me gustó que me tuteara y también que me mintiera: —No te reconocí —¿cómo me iba a reconocer si nunca me había conocido? Su voz (que no había oído antes) iba bien con su cuerpo: era baja, cultivada a la manera que es educada la voz de los actores: no aprendida en la niñez, por buena cuna, sino de adulto, por buena dicción. Llevaba un libreto en la mano y era obvio que era un guión de televisión, pero le pregunté que si iba a trabajar en el teatro, perverso que puedo ser.
—No, en el teatro no. En la televisión —me dijo, y nombró al autor mediocre que había escrito el libreto.
—Lo conozco —lo conocía solamente de nombre, entonces para mí meramente despreciable desde un punto de vista literario, no político ni personal, como ocurrió después.
—¿Ah sí? —dijo ella—. Yo no lo conozco.
El paseo —caminar se hizo de veras pasear a su lado— Obispo abajo, tan agradable, sólo los dos entre tantos peatones desconocidos, se hacía desagradable por la conversación y su sujeto, ese tercer hombre del tema. Pero de pronto ella tenía que irse; me dijo, y no le pregunté ni su dirección ni su teléfono —falla catastrófica en mi carácter que provocó un terremoto emocional y me maldije mil veces cuando ella desapareció, no porque desapareciera sino porque no dejara detrás otra estela que el recuerdo. Es decir, desapareció literalmente porque pasó mucho tiempo y no la volví a ver ni en persona ni por la televisión, intruso intermediario. Pero una noche, poco antes de mudarnos para El Vedado, la capté caminando por los portales de la Manzana de Gómez. (Digo que la capté, no la cogí, porque hubiera implicado sorpresa pero también su atención a mi acción. La capté porque no soy una cámara sino una cámara de cine: de haber sido una cámara de foto-fijas la habría capturado, fijado para siempre. Ahora la había captado, la tenía móvil pero en foco entre columna y columna de la arcada: se veía, vista de noche, con el alumbrado de las bombillas frente al Centro Asturiano, iluminada parcialmente, mostrada de noche por primera vez, más bella que nunca, ahora visible, ahora no visible, de nuevo visible). Pero desgraciadamente no estaba sola: iba del brazo de un hombre alto, bien parecido, con un vago aire extranjero, no europeo ni americano, pero si definitivamente nada cubano. Era obvio que ella estaba muy enamorada de ese hombre porque caminaba casi cosida a él y al mismo tiempo miraba su cara, sonreía de contento, aparentemente dependiente más que pendiente de la menor palabra de su conversación, que era un monólogo masculino y minucioso que parecía extender la columnata hasta el infinito —y yo los acompañaba, alegre y triste por la misma visión. Los seguí de cerca, para verla bien a ella y ella por supuesto ni siquiera sospechó que yo estaba casi a su lado, que la miraba con intensidad discreta, ya que esta discreción me aseguraba no ser detectado por ella pero también me protegía de la estatura y la fortaleza de su compañero: es bueno poder ser a veces el hombre invisible.
Pasaron años y pasaron muchas mujeres por mi vida, hasta pasó mi matrimonio. De algunas de esas mujeres, de esas muchachas más bien, he hablado ya, pero en todo este tiempo no olvidé a esa Venus desvelada en las honduras del Teatro Universitario, vista otras veces, pero aparentemente desaparecida, devuelta al mar Caribe. Solamente me quedaba su nombre, que averigüé con mi pericia para estas investigaciones, después que ha desaparecido el cuerpo, que me hacían una especie de minúsculo Marlowe del amor. Ella se llamaba (y el nombre tenía que ser, como se dice, de todas todas un seudónimo) Violeta del Valle. No olvidé su cara —su boca besable, sobre todo sus ojos—, ni mucho menos su cuerpo —sus senos sinuosos: ellos eran mi mamoria— y tampoco, ¿cómo podía hacerlo?, olvidé su nombre nemotécnico. Así, cuatro, cinco, tal vez más años después la volví a encontrar, de entre todos los lugares del mundo —es decir, de La Habana—, en ese sitio de reunión que parecía ser para mí el vórtice del conocimiento, del reconocimiento esta vez —en un ómnibus, vulgo guagua. Yo iba, como todas las noches o como casi todas, a mi notaría nocturna, convertida en otro hábito, como el coito casero, una malquerida costumbre. Había cogido como siempre la ruta 28, domada, doméstica, incapaz de sorpresas, pero a unas pocas paradas subió ella (la reconocí enseguida: uno siempre recuerda sus sueños) y la vi caminar por el angosto pasillo y, entre bandazos de esta barca que tiene que partir, tomar asiento como quien accede a un trono —sin verme, como siempre. Se sentó sola y, no bien hubo pagado y eliminado así la interferencia del conductor, me levanté y me senté junto a ella, saludándola con mi acostumbrado hola que por alguna razón resulta exótico en La Habana. Ella me miró y no dijo nada, ni siquiera respondió a mi saludo ni retuvo mucho tiempo la mirada: el hombre invisible apenas visible por entre la lluvia del tiempo —Cloaked Rains.
—¿No se acuerda de mí?
—Por favor —empezó ella como dispuesta a quejarse a la primera autoridad posible (el conductor, probablemente) de mi frescura. ¿Cómo iba un vasallo a sentarse en el trono junto a la reina? Fue tal la distancia que puso entre ella y yo en ese mismo asiento que me pregunté si no me habría equivocado. Pero no tenía duda: era ella: esa combinación de grandes ojos verdes, boca bella y en medio una nariz con ventanas dilatables no para dejar pasar el aire sino para dar más expresividad a su cara, no podían pertenecer más que a la belleza aliterante, tantas veces vista, descubierta con deseo, tantas veces deseada.
—¿Violeta del Valle?
Me volvió a mirar, esta vez sin hostilidad pero con atención.
—¿Yo lo conozco a usted?
Aunque el pronombre era distanciador su tono era amable.
—Claro que sí. Del Teatro Universitario. Hemos hablado muchas veces, conversamos una tarde que nos encontramos por Obispo de televisión y del teatro y de los libretos.
No arriesgué un tuteo inmediato que pudiera parecer demasiado avanzado, pero ella dio el primer paso:
—Ah sí, claro que sí me acuerdo. Perdona que no te reconociera, pero ha pasado tanto tiempo.
Sí, había pasado tiempo, no mucho tiempo porque yo la había visto en su arrobado paseo por los portales columnados de la Manzana de Gómez y pensé en ella muchas veces, deseando volverla a encontrar un día, deseándola. Por supuesto que no se lo dije.
—Sí, bastante —dije—. Como tres años de esa conferencia que pronuncié Obispo abajo sobre la televisión y el teatro y la actuación.
Ella se rió. Más bien se sonrió, pero sus labios eran generosos y su sonrisa pareció una risa. Todavía sonriendo me dijo que había dejado el teatro pero no la televisión. Ahora era actriz en Caracas. También me contó que se había casado con un venezolano —sin duda el hombre alto, bien parecido, de aspecto no del todo extranjero, no exactamente habanero, con quien la vi del brazo— y sin yo preguntarle añadió que se había divorciado y estaba aquí por el verano. Le dije que siendo Caracas una ciudad de meseta era más fresca que La Habana en verano y lo lógico sería pasar el invierno en Cuba y el verano en Venezuela. Estuvo de acuerdo conmigo, pero de una manera evasiva y sin decírmelo me dio a entender que era su divorcio y no el verano que la había hecho volver. Lamentablemente su parada estaba demasiado cercana, ahí mismo, y yo no podía esa noche bajarme con ella porque debía aunque fuera hacer acto de presencia en un trabajo que mi actividad como crítico de cine y mi labor diaria de corrector de pruebas iban haciendo cada vez más obsoleto —por no decir redundante, ya que veía a Ortega todos los días en su despacho de Carteles. De todas maneras, aunque no pude abandonar el vehículo ella antes de bajarse me dio su número de teléfono y yo le repetí mi nombre. Para que no lo olvidara le di en realidad mi seudónimo. Siempre he sentido que mi verdadero nombre, largo y farragoso, es además olvidable. También le di mi número, pero, cauteloso que avanza, le di el de Carteles, tierra de todos en la guerra del amor, donde quedaba mi trinchera ideal.
La llamé, por supuesto, al día siguiente según amaneció: mi patrulla de la aurora. Hablamos un rato y su voz sonó aún más cautivadora por teléfono (esa malvada invención para hablar que convierte las características en caricaturas: el teléfono es a la voz lo que la fotografía a las facciones) que en persona, tal vez porque ella quería sonar cautivante. Le pregunté dónde vivía y me lo dijo, y aunque en su calle había buenos edificios, me explicó con detalles que vivía del costado cercano al cementerio de Espada. Me asombró que siendo actriz de televisión venezolana viviera en una zona más bien modesta, del lado pobre de la calle San Lázaro, que no es una calle que se pueda llamar elegante. (Estoy siendo irónico, por supuesto, con San Lázaro, calle cariada). Pero añadió enseguida que vivía ahora con su hermana, ya que pensaba regresar pronto a Caracas. Volví a llamarla otra vez otro día (el teléfono convertido en un melófono, campanas de Bell) y quedamos en que saldríamos. No me alentó a ir a buscarla a su casa, aludiendo más que aduciendo el carácter de su hermana —¿cómo seria, una megera mayor?— y quedamos en que nos veríamos en el lobby del Rex Cinema, ese sábado a las cuatro. Ella me dijo antes de colgar que estaría encantada de verme otra vez —y me pareció una adenda adecuada. Ese sábado dejé Carteles sin perder el tiempo con ninguno de mis amigos, antiguos o actuales, y me fui a casa a bañarme, a afeitarme, a acicalarme, preparándome para una cita que había hecho hacía años. A mi mujer le dije que había una preview de una película japonesa y, como de costumbre cuando se trataba de ejercer mi oficio del siglo, no la llevaba al cine: el critico como cura, célibe celebra la comunión. Estuve en el lobby del Rex Cinema (mi antigua querencia, en un tiempo el colmo de la elegancia y del glamour, donde encontré un amor fugaz, de un solo lado, pero ahora, cosa curiosa, sabía que no iba a llevarme un desengaño, ni siquiera un chasco: tetas a la vista) exactamente a las tres de la tarde, cuando mataron a Lola por infiel, para que no hubiera lugar a la menor confusión de presentimientos. Me senté en un sillón que dominaba las puertas de cristal y me dispuse a esperar. Antes miré el reloj y vi que eran las tres y media y no las tres como había creído antes, evidentemente confundiendo el segundero con el minutero. Todavía tenía problemas con la lectura del tiempo. Me dispuse a disponerme a esperar. Entre las tres y media y las cuatro hubo un espacio que duró más de media hora. A las cuatro ella no llegó y yo no esperaba tampoco que fuera muy puntual, a pesar de trabajar en televisión. Después de todo, me dije, antes que actriz es habanera, y ella tenía cara de mujer que se hace esperar. Pero entre las cuatro y las cuatro y cuarto el espacio se hizo una separación. A las cuatro y media comencé a temer que no vendría, pero me dije que eran temores infundados, pura paranoia. ¿Por qué no iba a venir? Después de todo ella no podía haber sido más amable por teléfono, más asequible en persona, más propicia en el tono de su voz y aun en la amplia sonrisa acogedora cuando nos encontramos de nuevo, después que presenté mis cartas credenciales. (Esta metáfora se iba a mostrar irónica dentro de un rato). Pero eran las cinco de la tarde y ella no había venido. Cada vez el tiempo se hacía más largo y al mismo tiempo más corto: ambigüedades del tiempo, hijo de la eternidad y del momento. Esas horas sentado en el lobby del Rex (aunque me puse de pie una o dos veces y fui hasta la puerta de cristales, no confiando siquiera en su translucidez pero sin llegar a salir a la calle) me hicieron sentirme defraudado, más bien como alguien que recibe un billete falso: burlado y furioso por la burla —aunque estos sentimientos se atenuaban por la esperanza de que todavía viniera ella. Pero a pesar de la lentitud del paso del tiempo en mi espera, en la esfera dieron las seis de la tarde —y entonces fue obvio que ella no vendría. No sufrí una decepción, como me había ocurrido en situaciones semejantes unos años atrás (como la padecí en este mismo cine cuando Esther Manzano se redujo a un nombre) sino que fue un desengaño o, mejor, un engaño. ¿Por qué haber hablado en ese tono íntimo por teléfono y prometido venir al cine conmigo y dejarme plantado? ¿No habría sido más directo y más simple decirme que no podía venir, darme una excusa, ponerme una exclusa? ¿Es que esta fácil reidora era una mujer difícil? ¿Acostumbraba ella a este tipo de timo? Era muy frecuente en La Habana y curiosamente solían practicarlo las actrices. Recuerdo una actriz, Esperanza Isis, particularmente notoria por su versión de La ramera respetuosa, actuaba en teatro arena, donde prácticamente se quedaba desnuda en escena, rodeada de ojos ávidos, puta irrespetuosa, de fama nacional. Ella había sido una vedette célebre y se convirtió en actriz entre las manos sucias de Sartre. Había un crítico teatral, especialmente adicto a las actrices, casado con una antigua belleza de sociedad, que se enamoró de esta encarnación escénica de La putain después de Petain y ella le daba citas respetuosas en sitios concurridos, como Prado y Neptuno a las doce de la noche, en la esquina no del restaurant Miami sino del bar Partagás, justo debajo de la bañista en maillot de lumières. Como ella era amiga de Rine Leal (por la crónica celebratoria que Rine había escrito en su estreno), lo invitaba a dar una vuelta en su automóvil con chofer (era doblemente rica como vedette) y señalándole a una figura solitaria parada en la esquina antes luminosa y ahora hasta la bañista tenía su traje de luces apagado. «Mira, mira, ahí está», le decía a Rine, mencionando el nombre del crítico por su apodo íntimo. «Lleva esperando en esa esquina desde las doce. ¿No es verdad que es cómico?» Rine me contaba que a veces daban estos paseos a las dos y las tres de la mañana y allí estaba el crítico teatral esperando a su actriz actual. Lo más singular es que esta vedette devenida actriz por un golpe de teatro arena solía cambiar a menudo el lugar de la cita y allá iba el crítico a encontrarla —siempre en vano. Frivolidad, tu nombre es Esperanza. Sin embargo tanto esperó su cita que llegó su oportunidad y la actriz-cum-vedette se acostó finalmente con ese crítico constante, como premio a su tenacidad —que era para Esperanza Isis como una forma de fidelidad.
Pero yo no conocía entonces la fábula nocturna de la actriz voluble y el crítico tenaz (ésta ocurriría en el futuro próximo) y estaba realmente furioso. No sé de dónde saqué papel de escribir (tal vez regresara a Carteles, no recuerdo: el frenesí tiene mala memoria) y le escribí una nota que comenzaba por decir simplemente Violeta del Valle, que era lo menos que podía llamarla, y seguía diciendo que lamentaba haberla hecho perder su tiempo en su afán de dejarme plantado y hacerse esperar, tiempo que debía ser precioso para ella y por tanto me consideraba en el deber de pagar por él. Ponía punto final y la firmaba con mi maldito nombre. La carta era un sinsentido pero lo que hice después fue un desatino. Incluí todo el dinero que llevaba (había cobrado ese sábado como siempre) y se lo incluía (le decía yo) como forma de pago por mi espera. Es evidente que Stan Laurel no habría escrito una carta mejor. Conseguí un sobre y metí en él la carta, incluyendo el dinero. Acto seguido me dirigí a su casa, la que me costó trabajo encontrar (para colmo, metáforas metropolitanas, ella vivía en la calle Soledad) ya que quedaba al final de la calle, como ella me había dicho, y yo había olvidado, o confundido o traspapelado, entre mi papel y la tediosa (ya nada más que ella podía ser odiosa) calle San Lázaro, donde me bajé. Di con el número. Pertenecía a un edificio relativamente nuevo (tal vez hasta hubiera sido construido al principio de los años cincuenta), bastante limpio, bien alumbrado (ya para entonces, entre mi carta y mi búsqueda, había oscurecido) y bien cuidado, con una puerta no muy ancha abierta y una escalera angosta que arrancaba a un costado de la entrada, mientras al otro se abría un pasillo largo. ¿Cómo encontrar su apartamento? No había pensado en una casa cuando ella me dio su dirección pero tampoco en un edificio de apartamentos. ¿En qué habría pensado? ¿Una suerte de palacio en ruinas? ¿Una casa solariega degradada? No sé, y en ese momento no me preocupaban mis pensamientos —o mejor dicho, sólo pensaba en su puerta. Traté de hallar su nombre en el casillero de las cartas, visible a un costado del pasillo, pero no había más que números sin un solo nombre. Era evidente que nadie esperaba cartas nunca: allí el cartero no llamaba jamás. Finalmente decidí buscar la ayuda de esa institución habanera, la encargada, que es una invención infernal sin la que no se pueden pasar ni los edificios más humildes: el lema parecía ser: «Que no haya Hades sin cerbero». Encontré su habitáculo sin necesidad de letrero: era el único apartamento de los bajos que tenía la puerta abierta. Por alguna razón misteriosa, según se avanzaba en la escala social, más se cerraban las puertas y en algunos edificios la encargada también vivía encerrada, a pesar del calor y de que el aire acondicionado nunca llegaba al hábitat ardiente de ese equivalente habanero del can con tres cabezas. La encargada era una mujer de mediana edad, trabada, evidentemente acostumbrada al trabajo y atenta a lo que pasaba a su alrededor: su oficio no era sólo vigilar el orden higiénico y social de su barco sino, verdadero Caronte, vigilar las almas a bordo. No tenía en mente entonces estas alusiones como alucinaciones, sino extraer de ella la información necesaria a mi misión. Le pregunté por el apartamento de Violeta del Valle. Casi me respondió: «En la vida», que es una forma habanera de declarar que nunca se ha oído y mucho menos conocido a semejante persona. Le dije que ella era actriz de televisión. Menos la conocía, es más: no tenía televisión. La describí con ojos verdes y boca botada en un último esfuerzo por dar con su apartamento, convencido de que ella no me había mentido, de que efectivamente vivía en esta casa. La encargada se tomó su eternidad para responder esta vez. «Ay», dijo finalmente, como si le doliera el recuerdo, «la que vive en Venezuela». ¡Ésa misma! Pero agregó: «Ella no vive aquí», y hubo una pausa antes de añadir: «Aquí la que vive es su hermana». ¿Cómo preguntarle dónde vivía ella entonces? Momento en que añadió: «Claro que ella vive con su hermana ahora». Estaba acertado: se trataba de ella, de Violeta del Valle, que vivía en Caracas y ahora estaba pasando el verano con su hermana. Es evidente que me estaba contagiando con la encargada en su proceso mental. La interrumpí en otra de sus aclaraciones («Claro que ella no se llama así. Al menos así no se llama su hermana») para pedirle el número de su apartamento. «Será del apartamento de su hermana», me dijo la encargada, enmendadora. Ése mismo, y casi iba a añadir un por favor cuando recordé lo peligroso que puede ser ese extraño extra en La Habana. Me dio el número del apartamento y me dijo dónde quedaba: el primero en el descanso. Se refería a la escalera, no a mí. Antes de irme añadió conocedora de idas y venidas y vecinos: «Pero a lo mejor no hay nadie ahora». Le di las gracias por la información, también di media vuelta, recorrí el pasillo de la calle, llegué a la puerta abierta, pero en vez de salir subí los escalones y en la puerta del rellano de la escalera me detuve ante una puerta cerrada, me agaché y sin trabajo introduje el sobre (que ahora me daba cuenta de que había tenido en la mano siempre) que contenía mi Marxista misiva, toda non sequiturs, y todo mi dinero. Afortunadamente no tendría que explicar a mi mujer, que llevaba las cuentas de la casa, qué había pasado con mi sueldo de esa semana: el lunes, con la ayuda del garrotero, verdugo habanero, viejo prestamista, íntimo enemigo, tendría dinero y tal vez una explicación creíble de por qué no me habían pagado el fin de semana sino al principio.
Ese lunes, antes de entrevistarme con el gárrulo garrotero, corrigiendo una novela de amores posibles por imposibles de Corín Tellado (Carteles había cambiado de dirección y también Vanidades, y ambas revistas de dueño, pero Corín Tellado, novelista rosa pálido, permanecía, como la tierra, al salir el sol y al ponerse: siempre estaba allí, eterna, sobre ella el mar de galeras en que naufragaba mi Titanic literario: la nave a prueba de hundimientos, hundida en su viaje inaugural), en esa labor de odio que es amor estaba cuando me llamaron por teléfono. Ya no había las restricciones arbitrarias de la antigua empresa y pude recibir la llamada. Oí una voz clara, tal vez un poco burlona, que decía, evidentemente contaminada por mi lectura enferma (la corrección es una forma de traducción) de Corín Tellado:
—Hola. Te habla la Venus de los ojos verdes.
Era ella. Había evidentemente ironía en llamarse a sí misma la Venus de los ojos verdes, pues en la guagua, al preguntarme cómo me acordaba de ella años después de esa caminada Obispo abajo, le dije yo (sin admitir nunca que la había visto otra vez) que cómo iba a olvidar aquellos ojos verdes, un poco a la defensiva, citando la canción de Gonzalo Roig pero diciéndole de veras Venus. Si no lo conté antes es porque la frase era en realidad tan literaria (una cita de amor de un poema maldito) que sólo me hacía perdonar el preciosismo para permitirme aproximarme sin ser visto a esta criatura, a mi pieza a cobrar, yendo tras sus huellas intermitentes, tanto tiempo de cacería en coto Vedado y en La Habana. Además, el ruido del motor apagó un poco mi voz venatoria.
—Ah, que tal —dije yo, con un tono apagado a propósito aunque por debajo hubiera una ansiedad que trataba de disimular malamente. Debía de ser obvio para ella.
—Nada, te llamaba para decirte que recibí una carta y la abrí. Era tuya pero no era para mí, aunque la leí por curiosidad. Tú sabes, la mujer de Barbazul, el cuarto cerrado y todo eso. Me pareció muy interesante carta aunque no era para mí, ya te digo. Pero te quiero decir algo que es mejor que te lo diga en persona. Además tengo una cosa que devolverte, ya que es tuya.
—No tienes que devolverme nada.
—Sí, yo insisto —dijo ella con un tono teatral. Me sentía embarazado.
—Yo quiero que me excuses por la carta —le dije.
—Ya te dije que no era para mí —me dijo—. Pero quiero verte. ¿Cuándo tú crees que podemos vernos?
Era mi momento de hacerme difícil, además de postergar el embarazo de enfrentar su cara y mi carta.
—No podré hasta el sábado. Trabajo todo el tiempo.
—Ya sé que es usted un hombre muy ocupado —volvió a usar su tono levemente irónico—. Pero supongo que podemos por lo menos vernos, ¿no?
—Si, claro, por supuesto.
—¿Podemos vernos el sábado?
—Sí, por la tarde podemos. O por la noche. O el domingo.
—No, el sábado está bien. ¿En el mismo lugar?
Me quedé callado un instante. Superstición de los lugares. Pero no fue más que un instante porque ella agregó:
—Prometo que estaré allí puntual. Como para la televisión. El sábado, a las cuatro, en el vestíbulo del Duplex entonces.
—Sí, está bien. El sábado a las cuatro —acordé con cierto temblor en la voz que aumentaba con las palabras. Pero ella no sonó triunfal al despedirse con ese vale odioso:
—Chao.
Colgué y me quedé mirando al teléfono, que es un acto no sólo inútil sino estúpido. No lo quería creer. No quería creer ni su llamada ni su tono ni su voz ni sus palabras. No quería creer lo que me dijo, mucho menos la cita concertada con certeza. No quise creerlo en toda la semana ni tampoco el sábado y mucho menos lo creí cuando entraba al lobby (que ella llamaba vestíbulo: no por su cultura que por alguna razón me pareció menor que la de Julieta Estévez —impulsiva lectora de Eliot con voz ajena— o aun de la de Dulce Espina —sus lecturas comparadas de toda la literatura a su alcance con las escasas obras de tres o cuatro autores americanos y pensé que se debería a su estancia en Venezuela, Sudamérica más lejos de los Estados Unidos que La Habana) a las tres y media exactas para impedir que un fallo cronométrico hiciera que se me escapara de la trampa tenue. Además eludía la hora fatal para Lola. Me senté no en mi asiento de la vez anterior (no por superstición sino porque estaba ocupado por una vieja gorda) y me dispuse a esperar —soy el hijo Esperante— la vista fija en la entrada, observando las dos hojas de cristal desgraciadamente decoradas sobre el mismo vidrio con hojas de una vegetación opaca, impidiendo la visión penetrante, pues el Rex era como el América y, un poco más modestamente, como el Fausto, típicamente años cuarenta, un cine hecho a la manera Art Deco tardía —sólo que nadie lo sabía, ni siquiera yo que creo que la arquitectura siempre aspira a la condición de historia.
El tiempo pasó con su extraña combinación de lentitud indiferente que no podía menos que ser intencionada. Muchas personas y no pocas parejas entraron y salieron por las dobles puertas grabadas tautológicamente: hojas sobre las hojas. Ya eran casi las cuatro y me disponía a idear un nuevo golpe de teatro (más bien literario) que aboliera el azareo y me acercara a aquella muchacha tan elusiva, cuando justamente a la hora señalada (no puedo evitar sonreír al escribir la frase que era el titulo habanero para High Noon: como si la confrontación de Gary Cooper y los cuatro villanos fuera una ocasión amorosa o como si mi cita cuasi amorosa fuera un duelo del Oeste) ella hizo su entrada. Empujó una de las puertas vaivén y por un momento se extravió, casi como si no supiera a quién buscar entre el público del lobby (debía de acabarse una tanda), hasta que sin moverse de la entrada, dejando que los futuros espectadores y los pasados parroquianos la envolvieran en su ajetreo, me vio porque yo me ponía de pie después de haberla mirado bien: más que linda estaba (o tal vez era) bella, con su pelo castaño en ondas que bajaban desde lo alto, como una corona suave, por los lados de su cabeza y de su cara. No podía ver por supuesto (debido a la distancia y a mi miopía) sus ojos violentamente verdes, pero sí contemplé por un momento su figura, fijándome por primera vez creo en sus piernas, que eran tan perfectas como las de Julieta, tal vez más llenas, pero siempre bien hechas, con tobillos largos (no tan largos como los de una muchacha que todavía no ha cruzado mi camino, no ha entrado en mi campo de visión, que encontraré más tarde en mi vida cuando sabía apreciar la belleza de un tobillo per se no porque formara parte de las piernas) y la falda a la moda no dejaba ver sus rodillas, y me alegré porque siempre encuentro las rodillas feas, al menos grotescas, excepto cuando las mujeres están sentadas. Venía vestida con un vestido, no con blusa y falda, sino con un traje de salir cuya parte superior le llegaba hasta el cuello y al tiempo que dejaba ver sus senos bien colocados, sin la desmesura de Dulce y sin la perfección de Julieta, que había que verla desnuda para apreciar sus tetas tiernas, le descubría los brazos que estaban tan bien modelados como sus piernas, asombrosamente curvos para no ser delgados. Tal vez su talle fuera demasiado corto —pero ésta era una apreciación de concurso de belleza y yo no era un juez, ni siquiera un jurado, sino un testigo tímido. Su color claro (y lo que yo más podía apreciar desde mi punto de mira miope eran colores), su piel trigueña pero sin la palidez de Dulce, aunque carecía del dorado delicioso de Julieta, era de una belleza habanera y el tono del traje verde claro, con algo de gris, estaba evidentemente escogido para realzar sus ojos —lo que comprobé momentos más tarde cuando me acerqué a ella a saludarla— tanto como su boca escarlata. Me sonrió y sus labios fueron tan acogedores y vulgares como las palabras que salieron por entre ellos:
—Hola, ¿qué tal?
—Bien, antes —le dije—. Ahora muy bien.
Ella cogió la alusión sin tener que hacerle la historia de Esperanza y el crítico esperando —que además yo no conocía.
—Lamento en el alma lo del sábado pasado. Créeme, no fue culpa mía.
—No tiene importancia ahora. Lo importante es que estás aquí, que existes.
Iba a decirle que el sábado pasado no ocurrió nunca: ella lo canceló con su presencia ahora. Pero me temí que era algo para decirle a Julieta (que me obligaría a leer: «Aldous I do note Hope to turn a game») o tal vez a Dulce (que sin duda encontraría que ya había sido dicho antes por Jorge Isaacs en María), pero ella era alguien demasiado práctica, me parecía, intensamente terrenal y tal vez muy popular para hacer ninguna declaración literaria.
—Bueno, aquí estoy —dijo—. ¿Cómo hacemos?
—¿Adónde quieres ir?
—Donde tú digas. Decidí dedicarte todo el sábado. La mañana me la pasé embelleciéndome, la tarde esperando para llegar a tiempo. Di tú.
Por supuesto que de ser yo más joven (y ni tanto: ya había concertado esa clase de cita no hace mucho, meses apenas) la habría invitado al cine, pero no la veía a ella mirando noticieros y cortos en el Rex Cinema o contemplando la película de arte del Rex Duplex —¿estarían todavía pasando pedazos de Fantasía? Afortunadamente yo me sabía la topografía de la zona al dedillo, como la palma de mi mano y todas esas otras metáforas manuales: no por gusto había crecido a pocas cuadras de allí.
—¿Qué te parece el Ciro’s?
—¿El Ciro? —ella, que no sabía inglés, se comía la ese posesiva, ese confuso equivalente del chez francés y dejaba al night-club desnudo como un bar—. No lo conozco.
—Yo tampoco. Supongo que es nuevo. Está aquí cerca. Podemos ir y si no te gusta nos vamos con la musa a otra parte.
—Perfecto —no cogió la alusión pero yo sí oí su dicción. Ella tenía la pronunciación de esas ces que raras veces se oyen como kas en Cuba entre una vocal y otra consonante que delataba su educación teatral para la televisión. Julieta las pronunciaba pero suavemente, excepto cuando estaba disgustada —lo que no era raro en Julieta, furia frecuente. Pero era el culteranismo de Julieta lo que la llevaba inclusive a hacer sonar las eses como raramente las suena un habanero —o siquiera una habanera. Dulce estaba marcada por su habitación: había vivido demasiado tiempo en un solar. Mi mujer, a pesar de su educación de convento, las pronunciaba con desgano —tal vez porque el Dios de los católicos no es abstracto. Solamente quedaba esa criadita curiosa, que era un monumento vivo al radioescucha total, cuando la asaltaba su otro yo radial, su falso Hyde radiofónico para convertir su verdadero Jekyll vulgar. Ahora oyendo a Violeta del Valle pude reflexionar sobre estos matices de pronunciación femenina. La había tomado del brazo y desplazado hacia un lado del lobby y mirado atentamente, casi intensamente, esa cara bella y en su nariz que se dilataba al hablar (equidistante de las dilataciones de Dulce y de Julieta), en su boca llena, aun en los ojos verdes pude ver por primera vez qué tenía de negro: muy leve acento racial, un antepasado remoto pero, parafraseando un poeta popular, había si no un abuelo por lo menos un tatarabuelo que había dejado su marca africana en esos rasgos deliciosamente imperfectos, una genuina trigueña que sin embargo recordaba a la falsa rubia de mi niñez, Jane Powell, toda tetas y ojos verdes. Tal vez alguien, en otra parte, no lo notara, pero sé de otro escritor que lo hubiera detectado en su Sur, poblado de mulatos mutilados. Al mismo tiempo era tan sutil mezcla que resultaba un espejismo: ahí estaba debajo de su cara otra cara y al mismo tiempo no estaba la cara oculta si se la escrutaba: ella era como la sexta esencia de la mulata y al mismo tiempo era completamente blanca. Me interrumpí en estas reflexiones —que duraron menos tiempo que el que se tomó ella para completar la palabra perfecto con perfección— para volver a coger aquel brazo acogible (no sin antes pasarme la mano levemente por el pantalón para hacer desaparecer de la palma el sudor posible), empujé con la otra mano la segunda puerta giratoria, la de salida, y dejamos el lobby que me había hecho desgraciado una semana antes y feliz ahora, para abandonar los recintos del doble cine, torcer a la derecha, caminar unos pasos sobre la acera tatuada de exóticos (efectivamente, copiados de las calles de Río de Janeiro) dibujos, girar una vez más hacia la derecha en la esquina de la joyería Poética de Cuervo y Sobrinos, dando la espalda al hotel Royal Palm y su elegancia año treinta, marchar casi al mismo paso frente al bar abierto (que ella miró como con desconfianza), caminando un poco más abajo por Industria opuestos a Glamour, la boutique decididamente afrancesada (la primera en declararse francesa en La Habana, una ciudad llena de tiendas cubanas, de almacenes españoles, de stores americanizados) y antes de quedar atrapados en los predios enfrentados del Teatro Campoamor y del cine Lira (tal vez ya se llamara Capri), la hice descender la escalera abrupta que llevaba al sótano que se anunciaba como el Cabaret Ciro’s y era un mero night-club, ahora de día un club regalándonos con su perfume que me era desconocido (no había estado en otro night-club en mi vida que el Mocambo y fui de noche) y seria tan recordable como el olor (los extraños lo llamarían hedor) del Esmeralda: esencia de cine barato, con su mezcla intoxicante de licores embotellados pero destapados, aire acondicionado rancio y humo de tabaco estancado. Recuerdo casi más ese olor que el perfume que llevaba Violeta del Valle porque era Colibrí, tan en boga a fines de los años cuarenta y ahora un poco fuera de moda al llevarlo ella que estaba vestida como dictaba Dior a mediados de los años cincuenta.
Ciro’s estaba, por supuesto, desierto a esa hora, excepto por el barman y uno que otro camarero —o tal vez el barman se desdoblara en camarero espiritista. Pero esta soledad me colmaba: yo todo lo que quería en el mundo era estar a solas con Violeta del Valle, oírla hablar, mirar su cara de una belleza que se hacía cada vez más penetrable, oler su perfume aunque fuera Colibrí —es más, le agradecí que me regalara de nuevo ese aroma que me recordaba la primera vez que fui al ballet, que me senté en la platea y en la luneta del frente, justamente delante de mí, estuvo sentada toda la tarde (era una matinée, la función que más me gusta en el teatro, en el cine y ahora en un club) una mujer despidiendo gases sutiles que mi madre, no recuerdo cuándo, me dijo que se llamaba Colibrí.
—¿Qué quieres tomar? —le pregunté a Violeta del Valle, cuando el camarero demasiado veloz y evidentemente solicito como respuesta a su soledad se acercó a nuestra mesa.
—Un margarita, por favor —dijo ella, y me gustó tanto su boca al pronunciar sus palabras, como ese por favor tan exótico en La Habana. No sé por qué razón, qué altanería urbana, qué decadencia de las costumbres, qué falta de educación hacía que en La Habana nadie pidiera nada por favor, cuando en mi pueblo era obligatorio —a mí por lo menos me obligaban a hacerlo tanto como a decir «Sí, señor», «No, señora». Recuerdo todavía el día que fui a una cafetera de esquina y dije: «Un café, por favor», y la vendedora me miró fijo y me dijo: «Ay niño, qué bobera es ésa de por favor». Tal vez querría indicarme que ella estaba allí para servirme y yo no le debía ningún favor. Pero no lo he podido olvidar, como una marca de la Habana de indeleble costumbre.
—¿Cómo? —preguntó el camarero extrañado tal vez por el favor.
—Un margarita —repitió ella.
—¿Qué es eso? —preguntó el camarero.
—Un coctel.
—¿Un cotel? ¿Cómo se come?
—Se hace con tequila y…
—Ah, pues no tenemos tequila.
Aproveché para mediar: no quería que la ocasión comenzara con un fiasco. Si empiezan así, suelen terminar igual: fruto del fracaso.
—¿Por qué no pedimos, por ejemplo, dos daiquirís?
De los tragos creados en La Habana ése es el que mejor hacen en night-clubs y bares americanos. Además, si mis ojos pudieran trepar escaleras, cruzar calles, atravesar la manzana del teatro Campoamor, traspasar el edificio del Centro Asturiano, vadear el Parque Central y bordear el Centro Asturiano, podría ver junto al parque Alvear (constructor del acueducto recordado por una plaza exigua y una estatua seca) el Floridita, bar que se supone que es el centro universal del daiquirí, donde mana como agua coloidal. Si no lo inventaron en la fuente de juventud del Florida se comportan como si hubieran perfeccionado la fórmula: poción del Dr. Jekyll habanero que después de ingerirla varias veces se convierte en ubicuas versiones criollas de Mr. Hyde, también llamado el Señor High. (Hay diversas alusiones a Jekyll y Hyde en mi libro y es seguramente porque la fábula del intelectual y la bestia es una metáfora sexual disfrazada de dilema moral). Me había dirigido al camarero tanto como a Violeta y ella con sus ojos verdes todavía, riendo con ellos antes de sonreír con la boca ávida de margaritas, dijo, me dijo:
—Está bien.
—Dos daiquirís —dije yo al camarero que se fue, supongo que contento de no tener que experimentar con cocktails que no conocía con bebidas que no tenía. Cuando se refugió él tras la barra de seguridad, ella abrió su cartera, sacó un sobre que reconocí al instante y me lo entregó:
Aquí tienes tu mensaje.
Si hubiera dicho Mensaje a García habría resultado la mujer perfecta. Me alegré de que no lo dijera: detesto las perfecciones.
—Quiero advertirte —me dijo— que mi hermana estaba furiosa. Ni siquiera quería que viniera a verte hoy. Es más, no sabe que estoy contigo. Me dijo que me tratabas como una prostituta, aunque usó otra palabra.
Fue entonces que realmente me di cuenta de lo que había hecho: había sido un ardid que dio resultado, otra trampa para mi presa, trick and tits, y eso disminuía su enormidad a mis ojos, pero verdaderamente no me había portado bien —objetivamente considerada la carta era un insulto. Aunque en realidad la trataba con su contenido como lo opuesto a una puta: por servicios no rendidos. Sin embargo era una regla del juego ofrecer mis disculpas:
—Perdona —le dije—, pero estaba furioso. Te esperé tanto tiempo. Además de que me habías asegurado que vendrías.
No le dije que pensé que se había burlado de mí de la manera que la actriz futura se burlaría del crítico actual. No podía hacerlo aunque hubiera querido: ninguno de los dos, Esperanza y Esperando, existían entonces.
—Ya sé —dijo ella—. Pero créeme, no pude venir. Hice todo lo posible pero fue imposible.
—Bueno, eso no tiene importancia ahora —le dije, cogiendo el sobre y echándolo en un bolsillo íntimo.
—Está todo ahí —dijo ella, y supuse que se refería sólo al dinero—. No quería conservar la carta tampoco.
—Lo comprendo y no te culpo. Fue atroz de mi parte.
—Eso indica que eres muy apasionado, como Alejandro —por un momento tuve que localizar al Alejandro apasionado. ¿El que tan pronto se llamaba Alejandro como Paris, al que Helena hizo mortal con un beso? ¿El conquistador griego? ¿Alejandro Dumas, padre o hijo? Finalmente recordé a su marido venezolano y sentí celos: así soy yo: padezco celos retrospectivos, introspectivos, prospectivos. Para salvarme de mi caída de celos llegó el camarero con los daiquirís en que ahogarlos. ¿Las penas de amor se ahogan como las penas? No había quien se bañara en esos elixires, mucho menos ahogarse: estaban innecesariamente helados, el hielo batido convertido en una tundra, en círculos árticos, añadiendo frío al aire acondicionado que era excesivo para dos.
Ella tomó su copa y acercándola a la mía dijo: «Chinchín», saludo de costumbre que rechinaba tanto los dientes como el hielo coloidal de los daiquirís. Era otra forma del despedidor «ciao». Debía de ser escandalosa la cantidad de italianos que emigran a Venezuela, tanto que Bolívar pudo haber dicho: «He arado en el Tíber». Me sonreí y toqué suavemente su copa. Al menos creí que lo hacía con suavidad, pero al ver temblar su copa entre sus dedos y desbordarse un poco del iceberg desmenuzado me di cuenta de que no había calculado bien la distancia entre ambas copas con los fragmentos del glaciar que caían en la mesa. Me disculpé y ella dijo: «No importa. Significa buena suerte». No recuerdo cuántos daiquirís más tomamos en aquella penumbra helada: sólo recuerdo el frío creciente en mis labios y el mareo que me asaltaba, como si fuera un navegante sin norte en la bahía de Hudson. Debíamos de haber pedido whisky. Pero lo habrían servido con hielo. Scotch of the Antartic. Para olvidarme del Ártico en el trópico hablamos. ¿De qué hablamos? Hablamos por supuesto de ella, de sus intentos como actriz de teatro en La Habana, condenados a la inercia —no de movimiento sino de estancamiento—, del Teatro Universitario. Después habló de la televisión, de los pocos papeles que consiguió en el Canal 2 habanero y de cómo decidió emigrar a Venezuela, donde le iba muy bien, y de su matrimonio, en el que le había ido mal. Momento que aproveché para iniciar una finta que con el tiempo se convertiría en toda una estocada y de ahí en maniobra, en técnica del duelo del amor —y si sueno como ese autor favorito de mi madre, M. Delly, es porque en el amor no queda más que repetir las palabras, como hacen Romeo y Julieta, o repetir frases hechas, ¿y quién mejor dictándolas que los autores de novelas baratas, denominación en la que no incluyo juicio literario sino mera mención de su precio? En una palabra: le dije que yo también estaba casado. En el futuro acostumbrarla a pronunciar esa oración como una declaración de principios, que quiere decir que hay que tomarme como soy, en el estado civil en que estoy y que no pienso cambiarlo en el futuro inmediato —a menos que.
—Me lo temía —dijo ella.
—¿Es que se me nota?
—No sé. Algo me lo decía. Desde que te conocí.
Es evidente que hablábamos de distintas versiones de mi vida: cuando ella me había conocido, hacía rato que yo la conocía, y cuando yo la conocí a ella no estaba casado todavía.
—¿Te importa mucho? —le pregunté.
—No realmente. Nada impide que dos personas casadas entablen una amistad.
¿Estaba ella casada aún? La última vez me dijo que estaba divorciada. Extraño y, además, intrigante. Pero no quise comenzar una indagación. Por otra parte me temía que volviera a surgir el nombre de Alejandro, tan detestable para mí, no por pertenecer a este Alejandro fantasmal una noche en el recuerdo, sino por presente, materializado, porque había sido o era marido de esta belleza aterida aquí a mi lado. Traté de hablar de otra cosa, del teatro por ejemplo, pero era evidente que su conexión con el teatro era tan remota ahora como la mía. Desde los días en que iba de safari sexual por el Teatro Universitario habían pasado muchas cosas, entre ellas tan importantes como la verdadera pérdida de mi virginidad, la relación íntima con una o dos mujeres, la cárcel por las palabras, la cárcel de palabras y hasta mi matrimonio como consecuencia de la condena. El teatro era tan antiguo como la edad histórica de las obras que montaban en el Teatro Universitario. ¿Hablaríamos de cine? Pero eso era casi sacar a lucir mi profesión: bien podría hablarle de corrección de pruebas. Sin duda el símbolo del dele tanto como el último estreno eran igualmente parte de mi trabajo: el único cronista de cine que corregía sus pruebas. Ya sé: hablaríamos de televisión. Yo no era como los escritores de mi generación que se vanagloriaban de despreciar la televisión, sin darse cuenta de que era el mismo desprecio que había sufrido antes el cine. A mí me gustaba la televisión como espectador, incluso me interesaba como escritor y hasta una vez traté de escribir libretos para la televisión, hacer alguna adaptación para un programa de misterio que se llamaba Tensión en el Canal 6 y que a pesar de su cómico nombre permitía ejecutar algunos ejercicios de suspenso. Hablé de televisión.
Ah, la televisión —dijo ella, en un tono que no era declamatorio porque por debajo de sus expresiones siempre había un dejo popular, producto sin duda de San Lázaro y sus mulatas—. Es una lata, créeme. Lo único que se gana buen dinero. Al menos en Venezuela. Pero todas esas marcas en el piso —casi miré al suelo por la intensidad de su voz—, ese muchachito agachado frente a ti, como en posición de mirarte por debajo de la falda, si no fuera porque lleva esos auriculares —ella dijo, claramente, audiculares, lo que tiene una lógica impecable pero no es exacto: he escrito auriculares porque no quiero ser implacable con su recuerdo: además sonaba tan bien en su voz irreproducible— un libreto en la mano, siempre pastoreándote.
Se refería sin duda al coordinador, oficiante que a pesar de su nombre tan técnico no es más que alguien que ejerce el oficio odiado de apuntador ambulante. Temía que ella se fuera a internar por ese camino de toda actriz de teatro quejosa de la intrusión de la tecnología en las tablas. Traté de inventar un obstáculo que la hiciera desistir de entrar, en esa selva suave de las lamentaciones.
—Pero seguramente que te harán muchos close ups. Ojos como esos no se ven todos los días y mucho menos en Caracas.
Puedo ser cursi pero también eficaz. Ella se sonrió y, de haber sabido inglés y conocido el refrán, me habría dicho: Flattery will get you knowhere, pero era evidente que lo sentía y como muchas de las mujeres (nunca se lo he oído decir a un hombre) que expresan dicho dicho, aun correctamente, al mismo tiempo disfrutaba la celebración. La adulación lleva al adulterio. Pero no hay que acuñar nuevas frases sino coñar frases hechas.
—Ah, los closops! Es lo más aterrador porque una se siente desnuda.
—¿Y qué tienes contra sentirte desnuda?
—Nada frente a un espectador —dijo con cierta sonrisa—. Tal vez muy poco frente a muchos espectadores, pero es terrible cuando estás desnuda frente a nada, solamente mirada por ese bicho mecánico con un ojo vacío al medio y un guiño rojo al lado.
Era una buena descripción de una cámara de televisión.
—Polifemo polimorfo.
—¿Cómo?
—Nada, nada. Sigue.
Pero no había que animarla: ella era una actriz en activo.
—Cuando me hacen un closop es cuando más desamparada me siento. Me da miedo de que se me vea todo.
—Pero todo lo que se te va a ver es bien visible.
Era doble verdad: además de su boca, sus labios bordeaban simétricos una dentadura inmaculada, de dientes parejos, blancos, entre encías perfectas. Ya he descrito además el resto de su cara, y si bien es verdad que algún día ella padecería una doble barba, ahora su barbilla completaba no un óvalo pero sí un dibujo sin mácula. Ella volvió a sonreírse antes de continuar:
—Quiero decir que las emociones se vean demasiado o no se vean o resulten falsas. Es una agonía. Por eso disfruto tanto este tiempo en La Habana.
—Entre los nativos.
—Entre mi gente.
Me alegré de que no dijera que había disfrutado el tiempo de su matrimonio, que sospeché pasado fuera de la televisión, a juzgar por la posesión tan total que demostraba su marido aquella noche habanera llena de columnas hace tanto tiempo —y tan poco en verdad. Todo el rato que hablamos habíamos estado tomando, tiritando entre esquimales esquivos, y me sentía además de congelado bastante animado, tal vez porque el ejercicio mental es un antídoto contra el frío glacial y ahora amenazaba con ser brillante pero también borracho, capaz de ser chambón. Además el tiempo pasaba y no pasaba nada. Decidí que era hora de atreverme a una salida en la noche boreal, calculando por la brújula que era toda norte, sopesando a Violeta del Valle, flor de invierno y no de invernadero, no tomándole el peso a ella sino teniendo en cuenta que era divorciada, que era además actriz, que se veía líbidamente liberada. ¿Pero cómo empezar? Debía ensayar una movida original, una apertura Ruy López dirigida directamente a la dama:
—¿Qué tal si estamos solos un tiempo? —quien ha enamorado a más de una mujer se ve condenado a repetirse: la primera vez como drama, la segunda como farsa.
Ella me miró, miró en derredor al bar tan solitario como Laponia en invierno, al que los dos camareros que eran de veras pingüinos hacían parecer más desolado.
—¿No te parece que estamos lo suficientemente solos?
Había que concederle un tanto pero yo no estaba ahí para llevar la cuenta, aun en el ajedrez amoroso.
—Quiero decir solos los dos.
Ella se sonrió.
—¿Tú quieres decir sólo tú conmigo sola?
Era hora de poner las cartas sobre la mesa: el ajedrez devenía mero póker: decadencia del juego del amor.
—Eso es.
—¿En un cuarto?
Me detuve un momento antes de responder. ¿Tendría ella un as oculto?
—Sí.
Me temí que ella reaccionara si no violentamente en contra al menos negativamente.
—Está bien.
No lo quería creer. ¿Estaría ella blofeando?
—¿Sí?
—Sí.
—¿De veras?
—De veras.
Casi parecería que yo quería convencerla de lo contrario o de que se tratara de una virgen riesgosa. Era evidente que las cosas del amor habían cambiado mucho en La Habana (de Cuba no sé: yo vivía en una isla que era la ciudad) en sólo cinco años. En 1949 Julieta era una pionera que arriesgaba el calificativo de puta (sin admitir la vox populi que puta era sólo la que cobraba) por acostarse con el hombre que ella amaba —o que solamente le gustaba, para no alardear de que me amara alguna vez. El resto, todas las muchachas que conocía, eran vírgenes profesionales y algunas como Catia Bencomo consideraban el sexo si no el mero amor («el mero amor» —si me oyera Ovidio!) como una provincia peligrosa, una suerte de contaminación contra la que había que vacunarse y si su adolescencia les prestaba unos encantos que eran su mayor atractivo no era culpa de ellas y había que eliminarlos. De aquí la resolución de Catia de usar espejuelos cuando su miopía no era aguda. Así Julieta quedaba como una vestal del amor, una virgen contraria a la que había que rendir tributo por su entrega al sexo, santa Julieta —y muchos de mis amigos, aún hoy día, tienen un recuerdo grato para ella, considerándola una verdadera iniciadora: no sólo la que nos inició a casi todos en el sexo sino ella misma la iniciada en una liberación que culminaba ahora en la naturalidad, más que en la facilidad, con que Violeta del Valle accedía a mi proposición más torpe que irresistible, mi póker contra su canasta. Pedí la cuenta y pagué —con mi dinero, no con el de Violeta, el que ella me había devuelto, los billets doux. Emergimos a la calle y nos recibió el verano, el horno del estío, la atmósfera de tintorería que ahora agradecía después de mi estancia entre los lapones. Me sentía contento de estar vivo en La Habana, yendo detrás de ella, caminando lentamente, no sólo para admirar sus caderas francas, harrisianas, pero también porque había bebido demasiado y ya se sabe lo que dice el otro franco, rabelaisiano, de la divina botella, aunque no dice que sus formas son las de una mujer, esta mujer tiene la forma de su contenido. La luz violenta del verano se había vuelto un crepúsculo suave, más rosa que malva, mientras caminábamos rumbo a la posada urbana, yo llevándola del brazo, como cosa mía, haciéndola volverse a la derecha, bajando por la calle Industria apenas dos cuadras hasta Barcelona. Curando la cogí del brazo al salir del bar ella me dijo:
—Si me dicen algo no hagas nada, por favor.
No entendí.
—¿Cómo?
—Que si alguien se mete conmigo no reacciones. No quiero escenas.
—Nadie se va a meter contigo —le dije, para asegurarla aunque yo no estaba muy seguro a mi vez. Violeta tenía unas tetas provocativas, que llamaban mucho la atención, y su cuerpo era muy de hembra y llevaba además su cara bella. Estaba lo que se decía en La Habana buenísima con intención unívoca. Por otra parte yo conservaba mi maldita figura adolescente, a pesar de sacos y de hombreras, y juntos por la calle era evidente que ella era demasiada mujer para mí, como Silvano Suárez dictaminó de Beba Far para mi furia. Pero ella no tenía nada que temer. Yo no era violento, al menos no físicamente: podía ser un crítico cítrico, con humor ácido, pero era un ciudadano pacífico, obediente tanto de las leyes de la física como cívicas. Es más, desde mis días del bachillerato, cuando hubo pasado el primer año inexperto en la escuela primaria en La Habana, salvado de milagro de los abusadores del colegio, entré al bachillerato y al poner el primer pie en el Instituto (donde la violencia demostró su fuerza fatal ya antes de ingresar, viendo volar a un alumno audaz al estallarle la bomba que iba a poner tal vez en el Diario de la Marina, que estaba a una cuadra del Instituto y de mi casa, tal vez en el mismo plantel) evité estar entre las víctimas de los violentos a fuerza de ingenio, con una broma aquí, con un chiste allá, tina parodia grotesca acullá, haciéndome el gracioso aunque formaba parte en un principio de los que eran considerados los débiles, los estudiosos, esos filomáticos odiados por los duros, los violentos, y así cuando se produjo mi gran cambio y en vez de estudiar libros de texto leía literatura, en vez de jugar pelota auxiliaba a organizar funciones teatrales, en vez de ir al cine en un grupo ruidoso ayudaba a crear un cine-club, dejé esa violencia detrás sin siquiera sentirme tocado por ella, como el pato que no sabe que es impermeable y le quedan unas cuantas gotas olvidadas que resbalan húmedas por su cuerpo seco. Asimismo evité la violencia de la calle y me tocó en suerte no tener que enfrentarla al pasear por ella con una mujer, si bien es verdad, los paseos siempre tuvieron lugar por avenidas oscuras, poco transitadas, a oscuras —y pocas de mis compañeras podían considerarse una belleza popular. Otra cosa sin embargo era ir ahora con esta mujer excesivamente hermosa, espectacular, por esta Habana céntrica de día. Afortunadamente no nos quedaba más que una cuadra que salvar a la media luz del crepúsculo.
Cuando entramos al cuarto, que ella inspeccionó casi con una expresión de yo no he estado aquí nunca, dejando la cartera sobre la coqueta, me dijo:
—¿Quieres correr las cortinas? Detesto la luz.
Era una manía que unía a las mujeres. Afortunadamente al usar un verbo tan culto como detestar ella no empleó la inflexión que le habría dado Julieta Estévez, por ejemplo, que resultaba si no falsa al menos insincera, un eliotismo, o el tono libresco viejo —inevitablemente selvosudamericano— que habría usado Dulce Espina, sino que lo dijo con un dulce desdoro, y al decirlo entró al baño. Siempre me preguntaba qué hacían las mujeres en el baño antes de meterse en la cama. (De haber ido al cine Niza y visto Cómo se bañan las damas habría sabido). Después de correr las cortinas (las posadas, como casas continentales, hacían un uso generoso del cortinaje, con el propósito de promover la oscuridad más propicia al comercio entre ambos sexos, pero siempre daban una nota exótica —que enseguida desmentía el mobiliario, tan habanero que se llamaba mueblaje, ese que fue para mí a la llegada a La Habana un neologismo incomprensible: juego de cuarto) fui hasta la puerta del baño para verla no desvestirse sino reflejarse pálida en el espejo, la luz fría dando a su carne cálida una calidad distante al proceder ella a quitarse la pintura, antes escarlata, ahora morada, de los labios con papel higiénico. Como únicos clientes del club gélido, vigilados por los camareros obligados por su atención y tal vez por el frío, pendientes de la posible hipotermia, congelamiento y finalmente la muerte helados, no nos habíamos dado ni un beso y he aquí que sin siquiera besarnos (creo que le cogí una mano entumida con mis dedos ateridos una vez o dos) estábamos en el cuarto de baño de una posada, dispuestos a dejarlo para acostarnos en la cama favorable y hacer el amor —ese galicismo que aprendí de Julieta como la única forma decente de decir singar. Ah, que las palabras, no los actos, sean sentenciados por la moral.
Me hice a un lado cuando ella salió del baño y la seguí —y la perdí: al apagar la luz quedamos expuestos (mejor sería decir, sin revelar: devueltos a la calidad de negativos que tenemos antes de nacer) a la oscuridad total del cuarto, que era tan enemiga como el frío del club. Me quedé de pie junto a la puerta esperando a que ella se desnudara, oyendo cómo se quitaba la ropa con frufrús de raso o seda (¿o sería el enemigo nylon?) sin disfrutar de ese puro placer que es ver desvestirse a una dama. Ahora ella era una sombra que se desprendía de su cubierta de sombras, silueta que apenas podía discernir de los cuadrados, —grandes y pequeños pero todos negros de los muebles. La oí (es notable la cantidad de cosas que se oyen en la oscuridad) entrar entre las sábanas crujientes y luego su voz en dirección sur-suroeste (después de la noche nórdica del night-club todo era el sur para mí) decir:
—¿Vienes?
¡Cómo no iba a ir! Pero primero tenía que desvestirme. Por alguna razón oculta —¿o sería mejor decir oscura en las tinieblas del cuarto?— no me había quitado siquiera el sempiterno saco, esperando a que ella me ofreciera el espectáculo eterno y siempre nuevo por que había esperado tanto tiempo. Fue fácil despojarme de la chaqueta y de la camisa, que no había tenido tiempo de sudarse después de haber estado congelada inviernos en el Ciro’s. Lo difícil fueron los pantalones: siempre mi dificultad está en quitarme los pantalones, que es errática: viene y va. Hoy venía. Mi equilibrio es tan precario (de hecho camino con una pierna en la posición correcta, pero la otra, al nivel del pie, hace un extraño, un giro de centrífuga que la lanza hacia afuera mientras la fuerza centrípeta de la otra pierna la trae a su centro: nunca me hubiera fijado en esta anomalía si mi mentor, temiendo por su gata, no me lo hubiera dicho una vez que avanzaba por el estrecho pasillo de su apartamento hacia la cocina, y hasta ha habido más de un amigo que me ha preguntado por qué camino tan extraño, con ese pasillo que no llega nunca al baile) y una de las piernas del pantalón se me traba siempre en el zapato, incluso en el pie desnudo, y casi me hace caer, por lo que tengo que llevar a cabo la operación de quitarme los pantalones o bien sentado o cerca de algún mueble propicio. Esta vez no había una silla cercana y no quise sentarme en la cama, lo que me parecía marital, que le quitaba el carácter clandestino a aquella reunión —y así di un tumbo tan estruendoso que ella preguntó desde la oscuridad de las almohadas:
—¿Qué pasó? ¿Te caíste?
—No, no —me apresuré a asegurarla—, solamente di un traspiés en la oscuridad.
—Perdona —dijo ella— que insista en que esté todo tan oscuro pero nunca he podido quedarme desnuda con luz.
Suerte la mía. ¿Querría decir que nunca vería ese cuerpo codiciado, contemplar esa carne que esperaba espléndida, que sabía suculenta por los retazos que ella mostraba: brazos, piernas, cuello? Sin responderme me acerqué a la cama a tientas y me acosté a su lado en silencio, imaginando su imagen.
—¿Estás bien? —me preguntó ella con su voz que perdía para mí su falsedad eufónica y solamente sonaba bien cuidada. Ella debía de referirse todavía a mi caída.
—Sí, sí, muy bien. No me pasó nada.
—No, quiero decir si estás bien conmigo aquí.
¿Cómo podía preguntar eso? No me quedó más remedio que hacer que esa voz interior se exteriorizase.
—¿Cómo puedes preguntar eso?
—No sé. Es la primera vez. Supongo que debes sentirte extraño la primera vez. Yo me siento muy rara.
—¿Rara, cómo?
—No sé, aquí los dos, tan rápidamente, sin siquiera saber nuestros nombres propios. Tú me has dado tu seudónimo —por razones de seguridad sexual le había dado el nombre con que firmaba mis escritos, pero había además el problema de mi nombre, tan largo, con el que nunca había estado de acuerdo mi cuerpo, pero ¿y ella?— y yo te he dado mi nombre de actriz. ¿Tú sabes por qué pedí un margarita en el club?
—Supongo que porque te gusta.
—No, es que mi verdadero nombre es Margarita del Campo.
Bueno, llamarse Margarita del Campo es casi tan floral como llamarse Violeta del Valle. Peor sería que se llamara Lirio Laguna o Amapola del Camino o Rosa Jardines. Se lo dije.
—Pero es que mi apellido tampoco es del Campo. Es simplemente Pérez. Margarita Pérez.
Margarita Pérez: por alguna oscura razón me había dado ahora por repetir mentalmente lo oído y decir en alta voz lo que pensaba. Decidí que ya habíamos hablado bastante, tal vez demasiado, y cansado de Violetas y Margaritas y Lirios me viré para besarla —lo que no hice exactamente en su boca porque ella estaba todavía acostada bocarriba o decúbito supino, como diría un forense si ella friera un cadáver —y para todos los efectos eróticos lo era y yo no soy necrofílico. Pero no duró mucho su condición supina y se volvió para devolverme el beso. Esta vez se besaron las dos bocas, los cuatro labios y las tres lenguas finalmente. Digo tres lenguas porque por un momento me pareció que ella tenía una lengua bífida —pero era una ilusión de su arte amatoria. Besar sabía, tanto como Julieta y mucho más por supuesto que Dulce, infinitamente más que mi mujer: un trío de comparaciones que a pesar de su dificultad (siempre es más fácil comparar dos cosas que tres: el triolismo es embarazoso para uno de los componentes) hice instantáneamente. Nos besamos, oliendo yo su verdadero olor por encima del aroma del alcohol, que aunque no es un hedor para mí (más bien al contrario: no me gusta realmente el sabor del alcohol, pero hay algo sumamente atractivo en su olor: supongo que si pudiera emborracharme aspirando y no bebiendo a estas alturas sería un dipsómano) interrumpe catar ese hálito íntimo de una mujer que es su aliento. Pegué mi cuerpo al suyo y sentí todo su esplendor táctil (el único posible en la oscuridad) de su cutis, de su piel extendiéndose a lo largo de mi cuerpo y llegué a la conclusión de que, si bien no había leído todos los libros, ay, sabía que la carne no es triste: al contrario, es alegre, grata, exhilarante, y una vez más me dije que el teólogo que la castigó por oposición a la virtud continente sabía lo que estaba haciendo: la carne condena, nos lleva a su contemplación, a su adoración, y es nuestra versión del paraíso: Paradise lust. Di gracias por tener entre mis manos, entre mis brazos, entre mis piernas toda aquella carne codiciada con la que había soñado cinco años, así que pasen, a la que había anhelado un lustro, a la que perseguí (despierto y en sueños, viéndola de lejos o teniéndola cerca pero remota, que me ignoraba mientras yo la exploraba poro a poro visible, como un Stanley de esta ignota afrocubana) por tanto tiempo y ahora estaba en mi espacio, verdadera pero increíble porque la poseía y pronto estaríamos en el momento sin tiempo, en esa eternidad a la medida humana que es el coito, la cogida, singar. Todavía sin entrar en ella, solamente penetrando su boca con la mía, convirtiendo un hueco en un instrumento de penetración al tiempo que el segmento penetrado ejecutaba su propia entrada en mi boca, dejé de besarla con estos besos certeros míos, implacables, un momento para buscar sus senos, encontrar con mi boca aquellas tetas que siempre fueron su busto por la ropa encubridora, y bajé la cabeza hasta dar con uno de sus pezones, que besé, mamé, casi perforé con mi lengua haciéndole el orificio que tendrían alguna vez por la maternidad, creando artificialmente lo que la naturaleza hacía con un propósito, con otra intención pero los dos a ciegas, yo por culpa de la oscuridad que ella originó: fiat tenebrae. Traté de buscar con la otra mano su otra teta.
—¡No!
Lo dijo ella con tal firmeza, tan fuera de tono, que me sacó de situación, y antes de preguntarle qué pasaba, qué había hecho yo mal con lengua o mano, me dijo:
—No, por favor, no me toques ahí. Puedes seguir como estabas pero deja en paz mi otra parte.
Se refería a la teta derecha, la que traté de encontrar, la que nunca encontraría. Era para preocuparse pero estaba tan feliz de tenerla en cama, desnuda, entre mis miembros, abriendo ella ahora sus piernas, que me olvidé de su interdicción, mero capricho, y me subí sobre. Toda penetración es un conocimiento y llegaría el tiempo en que para tratar íntimamente a una mujer sería imprescindible acostarme con ella. Hasta ahora mi práctica del conocimiento era limitada porque para un cazador las únicas piezas que cuentan son las disecadas. Julieta era ya una mujer casada y había en ella una manía didáctica que la hacía indicarme por dónde entrar, cómo proceder, cuándo salir. Dulce solamente se preocupó la primera vez de disfrazar su desfloración —¿real, ficticia?— con adornos danzarios: todo era culpa del ballet, y así mi primera penetración estuvo enmascarada por su hipocresía, por la danza que jamás empezó, Isadora Nunca. Con mi mujer fue el encuentro no con una virgen sino casi con la Virgen de la Caridad. Su educación religiosa, su verdadera religiosidad, más una cierta predisposición a la histeria, convirtieron nuestra primera vez en la única vez por muchos días, una perforación más que una penetración, provocando hemorragias que me recordaban las hemoptisis de mi hermano y hasta la visión de la niñez, en el pueblo, de un muchacho que sangraba por la nariz sin causa conocida. (Ésta primera desastrosa experiencia con una virgo intacta no impidió que pocos años después persiguiera la virginidad como una versión doméstica de Don Juan —Silvio Rigor, siempre aficionado a las metáforas musicales, habría dicho que era mi interpretación de la Sinfonía doméstica de Don Juan Strauss— y me convenció de que la única manera de lograr una cierta inmortalidad en la memoria de una mujer era acostándose con ella primero que nadie, que la desfloración creaba un lazo, en algunos casos de amor, otras de odio, pero nunca indicaba indiferencia, y sí la rotura de una mera membrana traía consecuencias inolvidables para la poseedora, que pasaba a ser la poseída y el primer penetrante resultaba un poseído —no en el sentido de excesivo orgullo, que no me interesaba, sino del alma que parecía residir detrás del himen y así liberada iba a alojarse en el amante. Curiosamente, con el acto viril de la desfloración, el hombre se hace un poco mujer).
Pero ahora que Violeta se abría con la suavidad de sus carnes, que entraba yo en ese umbral del útero, me recibió como si llegara a mi casa, entré en sus casillas, el peón que se hace reina. En ese instante comenzó a moverse con una naturalidad que no pretendía enseñarme nada, que no me ocultaba nada, que lo ofrecía todo sin artificio y al mismo tiempo con un arte aprendido con la simpleza que demuestran, por ejemplo, ciertos pintores japoneses que parecerían haber nacido pintando y sin embargo su edad, el cúmulo de experiencia, la misma calidad intemporal de su obra indica un aprendizaje porque efectivamente un arte siempre se aprende. No sentí celos en aquel momento por los múltiples amantes o el solo amante repetido que la enseñó a moverse —y no sólo a moverse porque era más que un movimiento, más que la succión hábil de la vagina, más que el golpe aparentemente de émbolo pero creado para recibir un pistón: su cuerpo como en fuga, estirándose hacia un horizonte el cuerpo mientras dejaba detrás la vigorosa vulva, entregándome su pelvis cuando me hurtaba el torso, ella dividida en dos igual que si el coito la serruchara en un acto de vodevil vicioso: era como si huyera para entregarse, mitad y mitad, medio escape y medio enlace: era toda una actitud, indicando con la palabra no sólo la actividad sino la posición, eso que las ballerinas y los pilotos llaman attitude, mostrando que el sexo es un ejercicio mental que se ejecuta con el cuerpo —y ni siquiera me importó si fue ese alejado Alejandro ahora porque ella era efectivamente mía tanto como yo era de ella. Cuando alcanzó el orgasmo, cuando llegamos los dos juntos al clímax, no gritó con el estruendo vocal de Julieta, que parecía considerar el bello arte del coito como un asesinato y que revelaba como su verdadero yo esa expresión que ella odiaba tanto: la vulgaridad. ¿O seria mejor llamarla vulvaridad? Violeta (aunque para mí había empezado ya a ser Margarita) se quejó apagadamente pero con una intensidad que no estaba destinada para la galería (es un decir) sino para mí solo y fue un largo quejido que dio no sólo la medida de su orgasmo sino de un indudable, genuino sentimiento de gozo: ella gozaba conmigo pero, principalmente, gozaba para mí. No bien terminamos volvimos a empezar. Pero solamente lo hicimos dos veces, y tuve la impresión de que no había quedado yo bien. Esa sensación me asaltó la primera vez que estuve con Julieta, pero ella estaba enseguida dándome instrucciones (Cómo Conseguir un Coito en Cuatro Cuartetos) por lo que no me permitió hacerme consciente de mi ineficacia. También me pasó con Dulce, pero su premura en explicarme por qué no era virgen aunque lo era, la ridícula explicación y la comicidad de la situación, tampoco me hicieron advertir como es debido la falla en mi ejecución. Ahora era un hecho que yo por una inhibición que no podía explicarme (o que hubiera llevado mucho tiempo investigar y encontrar su causa) resultaba un pobre amante la primera vez. Esa primera vez con Margarita (o Violeta del Valle, como debe de llamarse todavía para la televisión, ahora, ay, haciendo papeles de madre o tal vez de abuela: nunca le pregunté su edad pero siempre me pareció que era mayor que yo —¿o era una imagen proyectada por su experiencia, su cantidad de vida vivida?) no quedé satisfecho con mi performance ni mi hambre sexual. Esta última insatisfacción no se la declaré pero sí la primera, con una explicación que era la verdad pero también un cliché para salvar la cara:
—No suelo ser muy bueno la primera vez.
—No te preocupes —me dijo ella—. Has estado muy bien.
¿Hubo en su tono algo de la madre que no premia al hijo pero tampoco lo castiga? ¿O era no un maternalismo amable sino el aliento de un director de escena con el actor que no ha quedado conforme con su propia actuación? En todo caso mostró una de sus cualidades en la cama: participaba del acto sexual pero sabía separarse de su participación lo bastante como para juzgarlo. Una actriz amante del Verfremdungseffekt o V-Effekt, en el que V significara vagina, veterana, Venezuela. En el futuro vería algunas mujeres capaces de este desdoblamiento de actriz y espectadora, pero ninguna lo realizó tan cabalmente como ella. Al mismo tiempo me mostró más de una vez que podía ser una mujer muy apasionada —tal vez demasiado.
—¿Te importa si me visto? —dijo desdoblada.
—No, en absoluto.
Se bajó por su lado de la cama en la oscuridad que había aumentado con la noche afuera, y en esa tiniebla su figura invisible se movió descalza para recoger su ropa y entrar al baño a arreglarse per speculum in enigmata, donde cerró la puerta, ruido de cerradura, antes de encender la luz. Entonces yo fumaba cigarrillos —exóticos LM americanos—, habiendo abandonado la pipa de la guerra adolescente y sin haber adoptado todavía el tabaco, el habano, ese puro de marca. Hay en todo hábito una repetición y una síntesis, y un hombre que fuma es todos los hombres que fuman, y fumar después del coito es un hábito que no inventó Rodrigo de Xeres, descubridor del tabaco —es decir, del fumar esa yerba— a los europeos ni Sir Walter Raleigh que lo introdujo en Inglaterra, sino posiblemente su contemporáneo, el irreverente poeta Christopher Marlowe, que dijo que los que desdeñan al tabaco y el amor de los muchachos son idiotas, y me lo imagino inventando el hábito of smoking after fucking. Fumando la espero sentado en la cama, todavía dentro de las sábanas, desnudo bajo ellas, apoyado en las almohadas contra la cabecera, fumando la vi salir del baño: vestida tan elegante como cuando surgió por entre los cristales de la puerta —espejos con imágenes que multiplicaban su tránsito de la realidad exterior a la irrealidad del encuentro— en el Rex Duplex, convenientemente maquillada —la boca de labios gruesos ahora desbordados por el rojo pastoso—, peinada en ondas largas y lista para abandonarme. Pero no: vino a sentarse en la cama, se sentó y se acercó tanto a mí que pensé por un momento, a pesar de su boca, que quería un beso —o una fumada.
—¿No notaste nada?
¿Cuándo? ¿Al salir del baño? ¿Al sentarse a mi lado?
—¿Notar qué?
—Cuando lo estábamos haciendo.
No pertenecía a la escuela de Julieta, que hubiera dicho haciendo el amor, ni a la de Dulce, que hubiera evitado referirse al acto sexual como no fuera para relacionarlo con algún oscuro escritor peruano que tal vez ni siquiera lo soñó. Alegría de Ciro. Ella usó un verbo, pronombres y un gerundio. Gramaticalmente era una oración.
—No. ¿Qué pasó?
Supuse que se iba a referir ella a su evidente ausencia de himen, estrechez o dificultad en el istmo. Por un momento pensé que tenía que ver conmigo, que era algo especial —un don, una cualidad, una característica anatómica específica y oculta: no la vagina dentada voraz sino esa vulva versa que succiona con contracciones que son prácticamente un parto invertido y el pene se hace un feto en viaje de regreso— que mi concentración me había hecho pasar inadvertido.
—No pasó nada. Era algo que debía haber y que no existe.
No entendía nada. Me miró a los ojos.
—Eres muy inocente, ¿sabes? O muy dulce.
—Decídete por los dos —le dije en broma.
—No, en serio.
Estaba muy seria.
—Tengo que contarte algo. ¿Recuerdas cuando te dije, no: cuando te prohibí que me tocaras el seno derecho?
Sí, lo recordaba.
—Bueno, sucede que cuando yo era niña nosotros éramos muy pobres en Santiago. Mis padres están muertos y lo único que queda de mi familia es mi hermana. Yo era muy niña entonces y en casa no había electricidad, pero al lado de mi cama mi madre siempre ponía un quinqué. Una noche con mi movimiento o porque estaba muy al borde el quinqué cayó sobre mi cama y prendió mis ropas. Tuve una quemada muy grave en toda la parte derecha del cuerpo, pero no en la cara ni en el cuello ni en las piernas. Solamente en el pecho. Me llevaron al hospital y me vendaron y tardé mucho tiempo en sanar. Cuando por fin me quitaron los vendajes las heridas se habían cicatrizado pero el brazo se me había adherido al pecho. Eso no tenía entonces más importancia que la inmovilidad del brazo. Estuve un tiempo, no recuerdo cuánto, con el brazo inmóvil y finalmente me hicieron una operación, hecha, como te imaginarás, en un hospital de emergencia, chabacanamente por un carnicero, y perdí parte del seno derecho, que todavía no era un seno porque yo era una niña, pero que debió crecer como el otro seno, que para colmo es grande y redondo, mientras al otro lado están todas las viejas cicatrices y el seno que me falta. Me hice actriz para ganar dinero y hacerme una cirugía plástica, pero vine a ganar dinero donde no hay muy buenos cirujanos. Ésa es una de las razones por la que he regresado a La Habana ahora, para operarme, pero el cirujano plástico de aquí, el doctor Molnar, dice que he perdido mucho músculo y las glándulas no se formaron, por lo que la operación es más difícil de lo que creía. Si no inútil.
Había hablado sin parar, como si recitara o se tratara de otra persona: es evidente que no se tenía ninguna lástima. No había dejado de mirarme a los ojos, la luz del baño entrando por la puerta abierta a caer directamente en la cama.
—Bueno, ahora lo sabes todo de mí. ¿No tienes nada que decir?
Iba a decirle que no tenía importancia (que es mi reacción verbal usual cuando algo tiene mucha importancia) pero antes recordé cómo fueron sus senos más que sus ojos lo que me atrajo esa tarde en el sótano universitario y cómo los había visto resplandecer parejos por encima de sus ropas tantas veces —uno de esos senos era de utilería, postizo, mero relleno. Era como si me revelara que uno de sus grandes ojos verdes era de vidrio.
—No tiene importancia —le dije finalmente—. Me gustas igual.
—Pero eso significa que no me verás nunca desnuda, que hay una parte de mi cuerpo que no podrás tocar jamás, que estoy, como se dice, medio vedada para ti.
—Queda todo el resto —le dije—. Que es mucho.
Tal vez demasiado para mí —su cuerpo quiero decir, con esa cualidad que los cronistas carnales llamaban escultural y que en inglés se designa por una palabra no menos cómica y al mismo tiempo imponente: statuesque. Ella era una suerte de versión de Venus a la que faltaba un pedazo de mármol, copia de Cirene, África antigua, que siempre me produjo erecciones su monumento.
—Bueno —dijo—, ¿podemos irnos ahora?
Parecía como si le disgustara estar un momento más en aquel cuarto que era para desnudarse, para el esplendor de la carne, para el amor, total.
—Nos vamos entonces —le dije, y al levantarse ella salí de la cama. Me vestí rápidamente. Siempre me visto con más maña que me desnudo —pero todavía los pantalones se me traban en los talones nudos.
Cogimos un taxi que se negó —es decir, no el vehículo sino su chofer— a entrar por su calle sin salida y nos bajamos en San Lázaro, que ya se sabe que no es mi calle habanera favorita. Pero después de todo tendría que acostumbrarme a ella: no siempre nos íbamos a encontrar en el lobby del Rex Cinema. Caminando las dos cuadras que nos separaban de su casa recordé de pronto por qué este trozo de calle me era familiar. No era por el cementerio de Espada, ya que debía de hacer cien años que no enterraban a nadie ahí, el cementerio clausurado, hasta olvidado. El recuerdo era de haber venido a visitar a dos hermanas con Roberto Branly. Una de las hermanas tenía cabeza de clavo y era gorda: una cretina sin cura que crecía hacia los lados mientras la cabeza se le iba achicando cada vez más, como si hubiera sido raptada por los indios jívaros y le hubieran reducido el cráneo estando viva: una tsantsa que camina —o al menos que se sienta, porque siempre estaba sentada en su mecedora y se movía atrás y alante todo el tiempo. La otra hermana, espejo lúcido, era una verdadera belleza: alta, con un cuerpo que era demasiado adulto para sus dieciséis años y el pelo rojo —pero también era medio zonza. En todo caso yo era el tonto completo porque acompañaba a Branly a estas excursiones amorosas (que eran por otra parte ejercicios a cuatro manos: las de Branly ocupadas, las mías inútiles) y no tenía papel que jugar, ya que Branly venía con su guitarra amarilla, barnizada, bruna por el tiempo, y cantaba sus boleros, mejor dicho sus canciones cáusticas, pues Branly era un adelantado y ya a finales de los años cuarenta componía canciones con armonías intrincadas, alejado de la obligada cadencia tónica— dominante que de veras dominaba al bolero cubano, y esta muchacha, que era todo el público que podía tener Branly (aparte de la chica cabeza de clavo que se mecía sonriendo como un metrónomo, moviendo su microcabeza como el péndulo de Maelzel —permiso para una digresión, ¿no hay una cierta siniestra simetría en que Maelzel, inmortalizado por Poe, luego de apropiarse el metrónomo, se apoderó y perfeccionó un autómata que es conocido todavía hoy como el jugador de ajedrez de Maelzel?, el alemán un genio de la apropiación de lo ajeno), la belleza pelirroja, llamada para colmo Bárbara, sonriente como su hermana —de hecho las dos sonrisas, una en la cabecita y la otra en la hermosa cara rodeada de pelo rojo, parecían ser la misma, confiriendo a la microcéfala una como belleza, mientras que su hermana perfecta participaba del carácter grotesco de la sonrisa deforme, señalando que venían de la misma familia, que eran sin duda hermanas y en ciertos momentos, ciertas noches, parecían gemelas idénticas. Bárbara oía la música de Branly, que cantaba con voz apagada después de largas introducciones y rondas caprichosas con su escaso aire sus canciones avanzadas como centinelas perdidas, y decía ella de cuando en cuando: «Ay Robertico, pero qué linda melodía!», cuando los sonidos que producía Branly en su pobre guitarra —acordes sin solución, invertidos, disonantes eran todo menos melodía. A veces llegué a pensar que Bárbara era realmente la cretina de la casa y que la silenciosa muchacha (era tan joven como Bárbara, aun su minúscula cabeza la hacía parecer a veces una niña injertada en una mujer gorda) que se movía metronómicamente en su mecedora, como marcándole el tiempo a los contracantos de Branly, era una crítica musical de una enorme sabiduría, que se reservaba su comentario —sin duda adverso— de las composiciones de Branly, esos solos de cuerda, esos conciertos de Branlyburgo, esas serenatas para enamorar a Bárbara, que su hermana censuraba silenciosa, posteridad presente.
Estos recuerdos me tomaron unos pocos metros, el espacio de abandonar el taxi renuente y el momento en que Margarita —ya no sería más Violeta del Valle para mí— me tomaba del brazo, me hacía su Armando, ella, la, amante condenada, cambiada la tuberculosis finisecular por una mutilación, la imperfección invisible convertida en una enfermedad que era capaz de hacerse más visible que sus cicatrices: estaba convencido de que nunca la vería desnuda, ella que vestida era una belleza, eso que se llamaba en La Habana una real hembra y fue en ese instante que regresé del recuerdo, que sentí su brazo suave sobre mi brazo (la suavidad no estaba en su piel, que no sentía por sobre mi camisa y mi chaqueta, sino en la levedad con que lo colocó) que supe que me había enamorado, tal vez por primera vez. Sé que tenía que revisar mi pasado y llegar a la conclusión de que en los amores anteriores solamente me creí enamorado, que nunca estuve enamorado de Julieta y mucho menos de Dulce, y que el amor breve, falla de mi carácter, que sentí por mi mujer lo había anulado enseguida al conocerla íntimamente. Con Margarita, sin embargo, era el amor y lo sentiría, gozaría, sufriría a pesar de su personalidad —o por ella misma.
Caminamos despacio. Margarita caminaba despacio. Con una suerte de firmeza demorada. Sus carnes se mantenían en su sitio más de un momento. Sin nada de flaccidez. Como mostrándose en un esplendor. Pensándolo bien, ninguna de las mujeres que habían significado algo en mi vida, desde la lejana Beba, discurriendo por los pasillos de Zulueta 408 como un bolero lento, hasta Margarita, ni una sola de ellas caminaba rápido. La única excepción era mi mujer, que se movía con una celeridad inestable. Pero Julieta, por ejemplo, era un espectáculo a cámara lenta verla bajando por la calle Inquisidor, moviendo sus caderas a un lado y otro, con un movimiento que invitaba los piropos invariables, mostrando su reducido gran cuerpo y a propósito demorando su paso por las calles estrechas de La Habana Vieja entre una pasarela de miradas masculinas, de voces y hasta de gestos amorosos que a veces se convertían en toqueteos —para conseguir de Julieta la sempiterna exclamación: «¡Qué vulgaridad!». Tal vez tuviera que ver con el desplazarse sin premura de estas habaneras (aun la habanera adoptada que era Margarita, ahora visitante de la noche, como la llamaría Germán Puig) el ámbito tropical, el calor, el dejarse acariciar por la brisa marina —pero ¿por qué rayos no se apresuraban de día, bajo el sol tórrido, en la calígene, con aire de horno?
Llegamos finalmente a la puerta de su edificio y nos detuvimos allí para despedirnos, yo deseoso de concertar una nueva cita amorosa, ella morosa: ya desde la salida de la posada la sentía eludir mis alusiones a un nuevo encuentro. ¿Seria Margarita flor de un día? Decidí preguntarle directamente:
—¿Cuándo nos vemos de nuevo?
Todavía se demoró en responder.
—No sé —dijo por fin.
—Mañana por la noche.
—No, mañana, no. Tengo que salir.
—¿Con quién?
Me miró como reprochándome que me mostrara tan inquisitivo, tal vez posesivo.
—Con una persona —dijo.
—Con una persona, por supuesto. No ibas a salir con un fantasma —dije aludiendo al cementerio al eludirme ella.
Se sonrió.
—¿Para qué lo quieres saber?
Teoría del conocimiento, le iba a decir. Es el problema de nuestro tiempo. This age of Kant. Pero le dije:
—Para saberlo.
—Es una persona que no significa nada para mí, mucho menos para ti. Un ajeno insignificante.
—Bueno, quiero saber quién es ese enano extraño.
No se rió, ni siquiera se sonrió, sino que volvió a demorarse, a tomarse su tiempo que era mi contratiempo.
—Es el dueño de una emisora. Es esa que está en el último piso del edificio Palace.
¡Mierda de Palace! Siempre surge en mi vida como un intruso de piedra.
—¿Qué tienes que ver con él?
—Tengo un compromiso ineludible.
—¿Tuviste que ver con él?
—¿Para qué lo quieres saber?
—Para saberlo.
Singaron seguro. This age of cunt!
—Si lo tuve fue en el pasado. Estamos en el presente.
—Mañana es el futuro. Será el presente para ustedes dos.
—No, no tuve nada que ver con él. Es una persona mayor. Es como si fuera mi padre.
—Pero no es tu padre. Además, hay relaciones incestuosas.
Se sonrió, aunque yo no tenía intención de hacer un chiste. El incesto es cosa grave.
—Eres cómico.
—Lo digo muy en serio.
—Pero resultas cómico.
Iba a agregar algo más agrio cuando vi en su cara, su cabeza recostada contra el marco de la puerta sin puerta, yo dándole la espalda a la calle, que ocurría algo detrás de mí.
—Ahí viene mi hermana.
Me di vuelta a tiempo para ver la mujer que llegaba. Si Margarita era linda esta aparición era bella, más bien hermosa. Aunque tenía la cara más delgada que Margarita, toda huesos de hecho, su boca no era tan generosa como la de Margarita, con los labios parejos, el de arriba una imagen en el espejo del de abajo, los pómulos más altos que Margarita, pero mejor construidos, con las mejillas hundidas y unos grandes ojos que parecían desplazar toda otra facción de su cara. No eran verdes como los de Margarita sino amarillos, de un amarillo claro y a la vez brillante, lo que hacía intensa su misma mirada. No llevaba ningún maquillaje y vestía sin mucha elegancia, más bien con simpleza. No tenía el cuerpo de Margarita —es decir el que Margarita mostraba por encima de sus ropas— ya que la poca cintura hacía aparecer anchas sus caderas y bastante basta su figura. Era más alta que Margarita.
—Mi hermana —dijo Margarita, abandonando su posición en la puerta.
Su hermana se sonrió por toda respuesta. Había como una profunda tristeza en toda ella: en sus ropas, en su cuerpo, en su cara y hasta en su sonrisa y en sus ojos, que me miraron por un momento.
—Mira —le dijo Margarita—, éste es el muchacho de que te hablé, el que me escribió la carta esa el otro día. Ésta es mi hermana Tania —me dijo a mí.
—Mucho gusto —le dije y estuve a punto de tomar su mano, gesto que ella vio como si fuera tan arcaico como un besamanos. Ni siquiera respondió a mi saludo sino que dijo:
—Oiga, usted hace cosas extrañas. —Creí que se refería a mi mano—. Esa carta.
Hubo un silencio intolerablemente embarazoso —del que me salvó Margarita:
—No tiene importancia, mi hermana. Ya él se disculpó.
Pero tuve que insistir:
—Le pido que me disculpe. Fue una cosa repentina.
—Pues tiene usted unos prontos —dijo ella sin siquiera quejarse: era una mera declaración.
—Tiene usted razón. Fue una estupidez mía.
Pero ella se adelantó hasta la puerta sin hacerme casi caso.
—Yo subo enseguida —dijo Margarita, que se había convertido en una versión popular de Catia Bencomo. Irécomo.
—Está bien, no te apures —dijo su hermana—. Por ahí viene Pepe.
Me dio la espalda en el momento en que yo tendía la mano para (no sé aún realmente) dársela, para despedirme con un movimiento amistoso o tal vez para ambas cosas. O era mi viejo reflejo social, todavía activo. Unía la mano extendida cuando ella ya había desaparecido escaleras arriba. Pude ver que tenía tan buenas piernas como Margarita —al menos eso había podido ver en Margarita: sus piernas y sus brazos estaban bien modelados.
—Lo siento le dije a ella.
—¿Qué cosa?
—Lo ocurrido, el efecto en tu hermana.
—No te preocupes. Siempre pasa así. Ni los años la han hecho olvidarse.
Me pareció una exageración. Era evidentemente hiperbólico hablar de años: no habían transcurrido más que días, una semana escasa.
—¿Los años?
—Sí —dijo Margarita—. Ya hace cinco años. Más.
¿Cinco años? ¿Más? ¿De qué hablaba?
—¿Como cinco años? —le pregunté y ya iba a agregar: «Serán siete días», cuando ella explicó:
—Mi hermana Atanasia —se detuvo—. Su verdadero nombre es Atanasia pero es un nombre tan de campo que yo se lo cambié desde chiquita, pero ella es todavía Atanasia en el Registro Civil y hasta insiste en darlo como su nombre cuando hace falta.
—Apostaría que tú tampoco te llamas Margarita.
Ella me miró, entre sorprendida y divertida, y ganó la diversión:
—¿Cómo lo sabes?
Le iba a decir que era intuición onomástica pero le dije:
—Adivino que soy.
—Pues bien. No me llamo Margarita pero no te voy a decir mi verdadero nombre. Es tan horrible que lo llevo oculto. Mis padres no tenían idea de lo que marca un nombre.
Hasta ahora era yo el que había hecho los cambios de nombres, y así Julia devino Julieta y Dulce se vino a llamar a veces Rosa, pero éste era mi primer encuentro con el enmascaramiento por los nombres: cubrir un estigma. Aunque yo mismo usaba a menudo un seudónimo (había llegado a usar en realidad cinco) pasarían unos años antes de encontrarme con gente que se cambiaba de nombre como de traje —sobre todo mujeres. Pero he hablado de estas metamorfosis en otra parte. Quiero ahora simplemente anotar mi primer encuentro con una persona que descartaba nombres como una serpiente la piel. Tal vez el próximo encuentro con ella significara un nuevo nombre. Call me Ismaela. (Aunque Julieta Estévez regaló por lo menos sendos nombres franceses a su marido y a su amante, eran meras traducciones, no bautizos).
Pero más que su nombre tras su nombre me intrigaba saber el secreto detrás de la sonrisa triste de la hermana de Margarita.
—¿Qué le pasó a tu hermana?
—Ah, pues ella estaba casada con un hombre al que quería mucho. Con locura. Quiero decirte que nosotras somos muy apasionadas. Que te sirva de advertencia. Era un muchacho muy lindo que la quería mucho. Esto ocurrió en Santiago. Un día ellos salieron a dar una vuelta y alguien nuevo en el barrio o un buscapleitos, no sé, cuando ellos pasaron le dijo un piropo a mi hermana, una verdadera grosería, sin respetar a su marido. Éste salió a defender su honor y el otro tipo le clavó un puñal en el corazón.
Aquí no hizo Margarita una pausa sino la hago yo ahora para reflexionar sobre su uso de la palabra puñal. Un poco más y dice una daga y hace de la narración una tragedia renacentista. ¿Por qué no había usado una palabra más usual como cuchillo, que fue posiblemente el arma que usó el agresor?
—Mi cuñado cayó muerto delante de mi hermana. Al otro hombre, al asesino, nunca lo cogieron. Pero eso no importa. Lo terrible es que la vida de mi hermana, que era tan feliz, se convirtió en una tragedia. Se volvió como loca, sin querer admitir que su marido estaba muerto y enterrado. Con pesadillas de noche y alucinaciones de día. Hablando con el difunto todo el tiempo. Fui yo finalmente quien la convencí de que viniera para La Habana, porque para colmo la familia de su marido la acusaba de ser causante de su muerte por ser una mujer tan provocativa. Pero dime tú, ¿qué culpa tenía mi hermana de ser bella?
Entonces me pareció una tragedia truculenta a veces, otras un drama didáctico —era un destino que se podía repetir. ¿Qué pasaría si alguien usara un piropo brutal con Margarita mientras iba conmigo? ¿Cómo debía reaccionar yo? ¿Estaría el bestial con el cuchillo todavía en acecho? Tal vez una premonición o el mero recuerdo la había hecho actuar con tantas precauciones en la calle cuando iba conmigo esa tarde. Quizás ella temía que había una daga destinada al corazón de su compañero, venida desde el fondo de la memoria para hacerse realidad en la herida. Pude conjeturar sobre ese destino más tarde, otras veces. Ahora me apenaba la suerte de su hermana, condenada por su belleza. Pero a veces, luego y sobre todo ahora, tiendo a pensar que todo fue una dramatización de Margarita y que nunca ocurrió ese drama simétrico de la belleza, la posesión de la belleza, la lujuria por la belleza, la muerte por la belleza, la condena por la belleza. En todo caso guardé un silencio que era prudente pero debió de parecer respetuoso —que duró hasta que llegó Pepe, evidentemente el marido actual de Tania (decidí aceptar su nombre ruso junto con su tragedia española), que saludó a Margarita y a quien vi pasar y subir las escaleras como el prototipo del cubano (mejor dicho del habanero: en mi pueblo, tal vez por la pobreza, la gente tendía a ser magra, casi Quijotes y poco Panzas) con sus caderas tan anchas como los hombros, el pelo raleando desde la frente sin darle visos de inteligencia a la cara, caminando escalera arriba con su paso regular. Evidentemente, por su voz, por su aspecto, por su ropa una persona decente, tal vez el dueño de una bodega o de un café de esquina —en todo caso alguien que no se merecía aquella belleza triste con su sonrisa que no llegaba a ser sonrisa, que era como una mueca bella impresa sobre su cara perfecta. Al poco rato Margarita me dijo:
Voy a subir. Me quiero acostar. No sé por qué estoy tan cansada.
No se lo iba a revelar yo, pero el sexo fatiga, sobre todo su clase de sexo. El conocimiento carnal cansa.
—¿Cuándo nos vemos? —era yo, implacable que soy.
—No sé. Yo te llamo.
—Está bien.
Como consolación por la fisiología me premió con un beso suave sobre los labios, sin llegar a mancharlos de pintura escarlata. Estábamos bajo la luz de la entrada del edificio y entonces no se veía mucha gente besándose en la calle en La Habana, donde era un delito contra la moral, violación del orden público y atentado contra las buenas costumbres. Otra cosa sería apenas tres años más tarde: muchas cosas cambiarían para entonces pero no las iba a cambiar Margarita ahora con un solo beso: ahí estaba todavía la luz, ahí estaba la moral al uso. Pero para Margarita un beso era una despedida apropiada.
—Vaya —me dijo. Pero no me moví del sitio—. ¿No te vas?
—No —le dije. Here I stand. As I cannot do udderwise—, quiero verte subiendo las escaleras.
Se sonrió maliciosa.
—¿Crees que voy a salir de nuevo por casualidad?
Nada estaba más lejos de mi mente.
—Ni me pasó por la cabeza.
Ella nunca adivinaría mis motivos privados que tuve que hacer públicos.
—Solamente te quiero ver subiendo los escalones, uno a uno.
Se sorprendió un momento pero al ver mi cara, la expresión de absoluta seriedad del Charles Voyeur, mis ojos de Salvador Díaz Mirón, mis manos todas peeping thumbs, me dijo:
—Está bien y entró y procedió a subir los peldaños, acto en que su cuerpo se hacía elástico, al empujarse hacia arriba perdiendo un momento el equilibrio, y volvía a estabilizarse al alcanzar el próximo estadio de ascenso, sus caderas cubiertas de calicó formando diseños de carne inestables y hermosas, desapareciendo los muslos largos por debajo de la falda: era una ascensión carnal —mujer vestida subiendo una escalera.
El domingo fue doméstico más que domesticado porque tenía siempre su fiera enjaulada dentro de mí. El lunes siguiente lo pasé soñando con ella: la tarde en el Ciro’s que fue una educación, mi Ciropedia, el sexo a oscuras (¿qué color tiene el pubis en la oscuridad?), el temblor táctil de su carne en tinieblas, el Braille de su piel y su cuerpo con suavidad de esponja abisal, me hundieron en ella a veinte mil leguas de viaje subcutáneo. Pero estaban también mis torturas actuales esperando inútilmente su llamada, maldiciendo que no me llamaba, sabiendo que no me llamaría: las mujeres tienen una razón que el corazón no comprende y deseando todo el tiempo, entre sueños y alucinaciones producidas por su falopio, verla, volver a verla siempre. Cuando terminé mi trabajo forzado, Ben Hur de las galeradas, liberado por el cine, yendo al cine ya que era mi noche de estreno pero apenas viendo la película (era una historia de amores imposibles, Senso o Huracán de verano, en que me curaba de mi obsesión por Alida Valli para caer en el mar de Margarita, sin tocar fondo) el deseo de verla a ella en cuatro dimensiones, las tres dimensiones de la vida y la cuarta dimensión del recuerdo, convertido ahora en necesidad como de droga dura, en una imperiosa gana que era absolutamente irracional porque bien podía esperar un día o dos a que ella me llamara. Fue impulsado por esta ansia totalmente insana que me encontré caminando del cine hacia su casa (después de todo no era tanta la distancia real: todos los cines de estreno ahora, con excepción del Payret, del Acapulco y del Rodi —lo mismo vale para el Trianón de enfrente— quedaban a poca distancia de su casa), bajando la irredimible San Lázaro, llena de llagas, doblando por Soledad y llegando hasta el final de su calle, la noche cálida habanera calentando mi cuerpo caminante después del excesivo aire acondicionado del cine que hacía mi chaqueta necesaria, innecesaria ahora, llevada en la mano, cogida por la punta de los dedos y colgando sobre un hombro como una capa quevediana, dejando que el tibio terral me secara la camisa sudada en la espalda por la caminata, que tocaba ahora a su fin, como la calle. Espada, caballeros.
Miré la hora. No era tan tarde para La Habana, que solía ser una ciudad nocturna, que dejaba detrás los hábitos de aldea andaluza cada día más y se acercaba ahora a esa calidad noctámbula de la vida en la noche de una capital. Mi ideal era vivir de noche, atender a mis asuntos y a mis amores, dormir de día y suicidarme ante un edicto adverso, abriéndome las venas bajo una ducha tibia. Petronio, servidor de mi César. De regreso de Roma no creía que Margarita se hubiera acostado todavía. Con esa certeza subí los escalones que me serían tan familiares en unas horas y toqué a la puerta. No abrió nadie. Pensé que después de todo tal vez ella ya estaría durmiendo. Estaba decidiendo si irme o volver a tocar, tirando al aire una moneda mental, cuando se entreabrió la puerta. Surgió un segmento de cara que no reconocí hasta que la puerta se abrió más y la cara era la de Margarita sin maquillaje y alterada por el sueño —pero no: era su hermana.
—Ah es usted —fue lo que dijo.
—Sí, perdóneme que venga a molestar a esta hora. ¿Margarita no está?
Fue bueno que ella me dijera que se llamaba más o menos Margarita porque habría sido ridículo preguntar por Violeta del Valle a esa hora. Pero enseguida me asaltó una duda: ¿y si en realidad su hermana nada más que la conocía por su verdadero nombre, oculto como un estigma, que yo ignoraba?
—No, no, todavía no ha vuelto.
Ella debió de notar la consternación en mi cara porque abrió más la puerta y pude ver que estaba en refajo: fiel a la imagen de las mujeres de su tiempo, dormía en refajo. No tenía mal cuerpo, visible hasta los medio senos que salían por entre el satín: tenían una cierta perfección en su pareja piel oliva. Se parecían mucho Margarita y su hermana, aun en su leve, tenue, casi imperceptible mestizaje. Las hermanas —¿cómo rayos se llamarían?— como buenas santiagueras tenían entre sus componentes raciales ese elemento esencial etíope —por supuesto mi Etiopía era tan literaria como la del abuelo de Pushkin: aquí había que hablar de Dahomey, del Calaban, de los campos del Níger. ¿No era después de todo la heroína de ficción favorita de la isla desde el siglo XIX una mestiza llamada Cecilia Valdés, la mulata nacional? Ni Margarita ni su hermana eran mulatas pero se acercaban al arquetipo. Ella, por supuesto, ignoraba mis reflexiones, reflejando sólo soledad en mi cara, como contaminado por el nombre de la calle.
—Pero debe de estar al volver —me dijo, refiriéndose a la elusiva de su hermana—. ¿No quiere esperarla adentro?
La pobre, despertada violentamente por alguien que era casi un desconocido, un intruso, no reaccionaba con enfado sino que era hospitalaria y me invitaba a pasar a su casa.
—No, gracias. La veo otro día.
—¿Quiere dejarle algún recado?
¿Me provocaba a escribir otra carta, otros insultos inconexos?
—No, nada más que estuve aquí.
—Está bien —me dijo, y cerró la puerta gentilmente.
Bajé las escaleras como un derrotado porque pensaba no en Cecilia Valdés ni en la mulata ideal sino en dónde andaría Margarita y qué estaría haciendo con quién. Salí a la calle Soledad y eché a andar en busca de San Lázaro, pero al llegar a la esquina di media vuelta y regresé al edificio donde vivía Margarita. Decidí esperar a su regreso, ver con quién volvía y confrontarla con el hecho de estar hasta tan tarde en la calle —porque de pronto se había hecho medianoche. No habían pasado más que unos minutos desde que comprobé que no era tan tarde para visitar a Margarita, pero el tiempo es evidentemente relativo y mi estado de ánimo lo comprobaba con más precisión que los ejemplos más simples propuestos por Einstein. Envuelto en la física de los sentimientos me recosté al marco de la puerta dispuesto a esperar: después de todo ella no debía de tardar mucho en regresar. Miré la escalera de cemento que ella había llenado con tanta carne vestida —pensé en su carne desnuda, en unas manos masculinas recorriendo ese temblor tibio que sentí en la oscuridad del túnel del amor. Para no desesperar por la espera y por mis recuerdos que eran imaginaciones eróticas decidí recorrer la historia de la calle como otra forma de pasar el tiempo mientras lo medía. Ahí detrás estaban los restos del cementerio de Espada, como quien dice el cadáver de un cementerio. El camposanto (eso es lo que era) se llamaba de Espada porque fue construido de acuerdo con los consejos del obispo Espada en el siglo XIX, después de las muchas protestas de las llamadas fuerzas vivas (supongo que hay aquí una ironía en el hecho de que las fuerzas vivas se pronuncien sobre las que se pueden llamar fuerzas muertas) de la ciudad, cada vez más creciente, contra la costumbre de enterrar cadáveres en las iglesias. Es evidente que ya entonces abundaban más los cadáveres que las iglesias, aun en una ciudad tan pía como La Habana del siglo XVIII. Así vino a construirse el cementerio de Espada en una zona de extramuros que ya se llamaba San Lázaro (y que entonces debía de ser una calle tan fea como ahora) y fue fundado el flamante cementerio de Espada, donde se enterraba a los muertos en nichos, práctica que no tardó en hacerlo obsoleto —o al menos superpoblado. Hoy (es decir ayer) no quedaba nada del cementerio, o al menos no podía ver lo que quedara sentado en el escalón superior de los dos que accedían a la entrada del edificio. Pero detrás de esa zona oscura fue donde jugaron unos muchachos con una calavera y dos tibias sin darse cuenta de que era el símbolo de la muerte. Eran estudiantes de medicina, de ahí su familiaridad con esqueletos, pero también tuvieron la desgracia de ser entusiastas bajo una tiranía. Se pasearon en una carretilla que antes servía a funciones más fúnebres, mientras esperaban la lección de anatomía. Dejaron de jugar cuando apareció el barbudo profesor, pero su juego resultó mortal. Alguien advirtió poco después que el cristal del nicho de un prohombre español había sido rayado —es decir, execrado. Enseguida surgió la especie de la profanación de la tumba de un héroe hispano y la acusación contra los estudiantes cubanos fue automática. Pronto se inició un proceso que culminó cuando varios estudiantes de medicina fueron condenados a muerte —entre ellos algunos que no habían asistido a clases en el cementerio y otros que ni siquiera estaban en La Habana cuando se cometió el supuesto delito de lesa mortandad. Todos los condenados fueron elegidos por sorteo, la justicia convertida en arte aleatoria. Ocho fueron fusilados y en su asesinato —no puede tener otro nombre la ejecución—, al tiempo que mostraron, políticamente, que el gobierno colonial se convertía en poder totalitario, se hicieron inmortales y tienen una gran plaza como monumento en el sitio que fueron fusilados, el parque de los Mártires. Nadie recuerda el cementerio y la tumba supuestamente ultrajada (y el muerto profanado) cayó en el olvido, pero todos los estudiantes cubanos recuerdan a los estudiantes de medicina fusilados y su inocencia ha vencido no sólo su condena sino a la muerte —¿será que la memoria es imperecedera, que no lo es la vida, que el recuerdo puede salvar de la muerte?
En parejas preguntas estaba cuando regresé de la memoria histórica a la calle desierta, a la ciudad actual y a la noche. Dos matrias tengo yo: La Habana y la noche, pero parecía tarde. Decidí saber una segunda opinión y consulté mi reloj: eran las doce y media. Debí demorarme demasiado entre mártires y tumbas para que el tiempo pasara tan abrupto. No se veían señales de Margarita, ahora margarita de la medianoche. Me levanté y recorrí la acera hasta la esquina. No había nadie, ni siquiera una pupila insomne. Una cuadra más allá, por San Lázaro noctámbulo, pasaban algunos ómnibus y autos. Comencé un largo proceso habitual que empezaba en la inquietud, se continuaba en el desespero y terminaba en la furia. Pero aún estaba en sus inicios. Todavía podía regresar a la puerta de su edificio, pero el propósito era oscuro porque era evidente que ella no iba a volver por ese extremo, ciego, heroína entre tumbas. No era una sombra del cementerio lo que yo esperaba sino su carne viva. Tal vez sentía que era más natural quedarme en la entrada de su casa que en la esquina. Pero ¿qué hay de natural en la espera? Esperar es un arte o una filosofía. Lo natural es la impaciencia. Además me temía que no regresara sola. Volví a sentarme en el duro escalón de la entrada, frío como una losa, sin crónica que contarme, sin espejo de martirio en que verme, sin reflexión que hacer, solamente mirando la escalera por la que subió vestida ella y acuciado por ese lúcido frenesí, que dan los celos, que proyecta imágenes oscuras, volví a ver a Margarita, esta reina Margot en una cama y desnuda (lo que era un prodigio de imaginación: mi linterna mágica), acostada con otra persona (lo que era más que una posibilidad) y la mera idea de que ella pudiera ya no dar sino sentir placer con alguien que no fuera yo resultaba intolerable: era yo Yago de mi Otelo. Ocelo. El tiempo pasó lentamente pero como los minutos eran idénticos, sin nada que los marcara excepto la comprobación que yo hacía al mirar la esfera del reloj (aunque si alguien me hubiera pedido en ese momento la hora habría tenido que fijar mi atención en las manillas para poder darla con exactitud), como los mismos cuartos de hora y las medias horas eran indiscernibles, el tiempo pasó rápido —excepto por mi humor que marcaba cambios que iban del desaliento a la ira para volver a una calma inútil porque inmediatamente pensaba en ella, Margarita marchita, la imaginaba en las posiciones sexuales (no podía decir que fueran amorosas) que resultaban de una lascivia y una obscenidad insoportables, aunque de haber estado ella conmigo habrían sido de una belleza inmortal y una fuente erótica inagotable. Pero como no la había visto desnuda, como no sabía de su anatomía más que lo que dejaba adivinar la ropa (más revelada cuando más lejos del sexo, como cuando subía la escalera toda vestida, Marguerite Duchamp), eran posiciones de su cuerpo durante el acto sexual totalmente imaginarias y aunque yo no lo sabía entonces esas imaginaciones me ayudaban a sofocar los celos: esa mujer en un sesenta y nueve grotesco no era ella, era una visión, un doble, tal vez hasta sacada de las novelitas leídas hace tanto tiempo o inventadas por mí no para placer sino para tormento: la rueda sexual, el potro de Margarita, las tenazas para pezones. Nunca había sentido celos semejantes. Sí, había una ocasión remota en que mi prima hermana, hermana casi de crianza —de nuevo los ojos verdes como amor y odio: el principio del dolor—, se entretenía en inocentes juegos sexuales con Langue, el niño rubio de la casa del fondo en el pueblo, después de haberme besado ella el día anterior. Pero esa visión pertenecía a la más remota niñez, al tiempo que descubrí el amor y los celos producidos por la misma persona, un agente de doble inoculación, la vacuna actuando antes que el virus y los dos entremezclados en el tubo de ensayo de ese recuerdo infantil. Cuerpos y anticuerpos.
Miré el reloj y vi que era la hora española: eran las tres. Las tres de la mañana: yo que había hecho feliz muchos chistes con esa hora considerada como un título, el nombre del vals que tanto gustaba a mi madre, la hora cumbre de la madrugada, estaba de pronto presa de esa medida exacta. Había mirado el reloj y eran exactamente las tres de la mañana: no las tres menos cuarto o las tres y cuarto sino las tres precisas, antes preciosas, ahora precipitadas. Debí mirar el reloj otras veces pero no registré la ocasión y de pronto era el momento decisivo, lo que se llama la hora de la verdad: era yo, como el patético Vicente Vega, como mi misma mujer, engañado. La diferencia dolorosa estaba en que yo lo sabía. Había resultado cornudo por adelantado, coronado antes de haberme sentado al trono, sentenciado antes del vero edicto. Además, ¡eran las tres de la mañana! No sólo estaba la escandalosa fuga de Margarita sabe Dios con quién sabe el diablo dónde, sino el hecho de que nunca había estado hasta tan tarde fuera de mi casa después de casado. ¿Qué excusa iba a dar? ¿Qué iba a decir? ¿Cómo explicar que del estreno de una película, de un deber, pasara a la ausencia inexcusable? Me puse en pie para regresar a casa, al mismo tiempo que como un barrenillo trataba de idear, gusano que no muere, una invención de Morella, de poeta con delirio, tremenda (un accidente aparatoso a un amigo ausente: a Fausto le estalló una probeta —pero no, Fausto está ineludiblemente unido a Margarita: se descubrirá todo: habrá que inventar otro incidente improbable: mientras más grande la mentira, mejor: gracias, Goebbels), cuando en ese momento entró una máquina por la calle y siguió hasta la esquina de Jovellar, donde se detuvo, iluminando mi figura sombría alegremente. Pensé que alguien se había equivocado y tornado la calle ciega por una abierta, pero cuando los faros me dieron de lleno en la cara supe, sin música de cítara, que me concernía. Me oculté tras el marco de la puerta pero seguí atento al carro. Se bajaba de él una mujer, quien después de descender se entretuvo en hablar con alguien, evidentemente el chofer. Como en La Habana era imposible distinguir una máquina particular de un taxi, pensé que ella estaría pagando el viaje, la mujer escrupulosa en liquidar sus gastos o en contar su vuelto. Pero la mujer equis se tomó demasiado tiempo junto al automóvil y aunque llegué hasta pensar que el chofer tenía problemas con el cambio, conversión en vez de conversación, pronto supe —o mejor, adiviné— que no era una mujer anónima aquella sino que se llamaba Margarita o como se llamara ella realmente. Peor, no se trataba de un taxi sino de un carro particular que la devolvía a su casa, impedido el vehículo de llegar hasta donde yo estaba, su casa, porque era una maniobra difícil salir de aquel callejón sin salida y además era evidente que el chofer —no un autista sino su amante— iba a subir por Jovellar. Un golpe de faros nunca abolirá el pesar. La mujer —es decir, Margarita: ya no tenía dudas de su identidad— abandonó la máquina y caminó despacio (ni siquiera la noche hecha madrugada ni la calle desolada la hacían abandonar su paso de habanera adoptada) por la acera esta y, cuando estuvo casi en la puerta, la máquina dio media vuelta al fondo y se perdió tras la esquina alumbrada. Fue entonces que salí de mi escondite, envuelto en sombras, y avancé hacia ella. Ella se llevó el susto de su vida, tomándome por un asaltante, Jack the Rapist cuando era en realidad Jack the Wretch, y por un instante no me reconoció, pero cuando lo hizo, cuando vio que era sólo yo solo, el miedo se convirtió en cólera:
—Pero ¿qué cosas haces aquí a estas horas?
Las palabras, ahora, muertas, horizontales por el recuerdo, no pueden trasmitir el silbido de su voz que había perdido el tono acariciante por completo, Eva hecha una serpiente. Fue, su voz venenosa lo que me detuvo de decirle que era yo quien debía hacer esa pregunta.
—Yo —fue todo lo que dije como afirmando quién era.
—¿Quién te crees que tú eres?
—Yo estaba.
—¿Pero tú te crees mi marido o qué para vigilarme así?
—Yo no te vigilaba, te esperaba.
—Es lo mismo.
—Quise esperarte.
—No tenías por qué esperarme.
—Pero son las tres de la mañana.
—Ya sé la hora que es.
Es evidente que debía haber sido más fuerte, imprimirle una mayor convicción a mis argumentos. Pero mi convicción era mi condena. ¿En realidad quién era yo para vigilar sus salidas y sus entradas? Estaba convicto aunque no confeso.
—No me gusta que me controlen. Yo soy mayor de edad y una mujer libre, ¿me oíste?
—Sí, te oí. Tienes razón. Eres mayor de edad y una mujer libre. Pero yo quería verte esta noche y vine después del cine, pero no habías regresado. Me puse a esperarte creyendo que regresarías en media hora y entre el obispo Espada y los estudiantes de medicina.
—¿Quiénes?
—Nadie, nada. Perdí la noción del tiempo simplemente.
—Pues bien podrías haber estado hasta las mil y quinientas esperándome porque por poco no regreso.
Eso quería decir que había pasado la noche con el hombre que manejaba la máquina. Quiero decir, encamados. Los celos fueron mi fuerza.
—¿Quién era ese tipo?
—¿Y a ti qué te importa? Déjame pasar, anda.
Yo estaba todavía en la puerta, ella en la acera, y le bloqueaba el paso, además de llevarle una buena ventaja en estatura. Aún hoy me pregunto cómo tuvieron tanta fuerza sus movimientos contra mi posición ganadora, una reina en jaque que daba jaque mate. Pero yo había perdido el juego desde el principio. Bajé los escalones, abandoné mi casilla y la dejé pasar. Ella subió la escalera sin siquiera mirar hacia atrás. Yo tampoco dije nada, ni siquiera adiós. No la miré en su ascenso. A esa hora comencé el regreso a casa, derrotado, a pie, una retirada subiendo como si bajara por Jovellar hasta llegar a la universidad, hundiéndome en la calle L y la calle 25 y de allí, por la acera de la Escuela de Medicina, entre rejas, finalmente gané —es un decir— la avenida de los Presidentes y la calle 27. Cuando abrí la puerta del apartamento me encontré un comité de bienvenida —me habría sentido decepcionado de no haberlo—, compuesto no sólo por nu mujer y por mi madre, sino por mi padre y hasta mi abuela. Mi mujer, con su vientre que delataba su estado (nunca dejaba de asombrarme que con todas las mujeres con que me había acostado, ninguna hubiera quedado preñada, y mi mujer, a los tres meses de casados, ya estaba encinta: pero me felicitaba por su condición que me permitía una libertad, sexual y de toda índole, que no había tenido antes en mi matrimonio: era para tocar una fanfarria por las trompas de Falopio), no dijo una sola palabra y entró hacia los cuartos, hacia nuestro cuarto, con cara compungida. Fue mi madre, como siempre, quien me preguntó:
—¿Dónde has estado hasta ahora?
Es evidente que era mi mujer quien debiera haber hecho esa pregunta, pero mi madre se ponía de su parte, como había hecho desde nuestro noviazgo: pobrecita huérfana de convento. Anita la huerfanita encuentra su Mamá Diamantina.
—Por ahí.
Había tal desgano en mi tono que lo hizo definitivo, y era que efectivamente no tenía nada que decir: estaba absolutamente vacío. Mi madre no preguntó nada más esa noche. Fui hasta el baño, oriné, entre a mi cuarto, me quité la ropa y me acosté al lado de mi mujer que evidentemente estaba despierta y lloraba. Me sentí varias veces culpable pero ninguna condenado.
Al otro día recibí una llamada en Carteles y pensé que era mi mujer, que no me había hablado en toda la mañana —pero enseguida reconocí la voz.
—¿Ya sabes quién te habla?
—No.
—¿No sabes?
—No tengo la menor idea.
—¿Tienes tantas admiradoras?
—Unas cuantas.
—Es Margarita.
—Ah, qué tal.
—Te llamaba para disculparme por lo de anoche.
—No tienes por qué disculparte. Yo no tenía ningún derecho.
—No se trata de derechos. Se trata de que me diste el susto de mi vida. Lo menos que yo esperaba era encontrarte allí escondido.
—No estaba escondido.
—Bueno, en las sombras —se reía—. Admite al menos que no eras muy visible.
—Nadie lo es en la oscuridad.
—¿Ves como estabas en lo oscuro?
No dije nada.
—Bueno —dijo ella finalmente, ante mi silencio culpable—, te llamaba no para hablar de anoche sino de esta noche. Quiero invitarte a casa.
¿Qué iba a sacar yo yendo a su casa? ¿Otra humillación? ¿Encontrarme con las huellas de su amante, cuya memoria ella quería borrar de mi mente? No me quedaba duda de que el hombre invisible en la máquina de celos era su amante y no había que ser muy ducho para saber qué habían estado haciendo juntos hasta tan tarde.
—No sé si pueda —le dije.
—Vamos a estar los dos solos —dijo insinuándose—. Mi hermana va a salir. Ven.
No dije nada de momento, pero hasta mi silencio indicaba que la idea de verla en su casa, sola, me tentaba.
—Por favor —insistió ella—. No te hagas de rogar.
—No me hago de rogar —dije y no dije más.
—Ven, anda, que tengo una sorpresa para ti.
Todavía me ilusionaban las sorpresas, sobre todo anunciadas por una voz de mujer, acariciante como era la de Margarita ahora, tan diferente a la de la sibilante sierpe de la noche anterior (y me acordé de nuevo de anoche y la ilusión casi se hizo trizas), invitándome a revelar su sorpresa en su compañía. El recuerdo presente era de desilusión, pero ella repitió tanto lo de la existencia de una sorpresa y yo era débil, soy débil, débil es la carne y la mía temblaba gelatinosa ante la memoria del contacto con la carne invisible de Margarita. Claro que fui. Puedo resistirlo todo menos lo irresistible. Llegué después de comida: mi comida, de la de ella no sabía nada, nunca lo supe. Era tan espeso misterio como lo que había hecho con el hombre invisible pero demasiado presente. No había llegado entonces a invitar a cenar a las mujeres que pretendía, como haría más tarde. Me limitaba a llevarlas a un paseo colonial o a un night-club de moda y al cine de estreno, lo que había hecho con otras menos marcadas en mi vida. Con Margarita había sido ir al club de día (o convertido en diurno por la hora) y sin mediar otro obstáculo hipócrita, con una franqueza que le agradecí, fuimos directamente a la cama. Ahora estaba en su casa, presumiendo que ella ya habría comido, sentado en la modesta sala del apartamento de su hermana, decorada con los inevitables muebles forrados en nylon verde chartreuse (al uso en las aspiraciones de una elegancia de clase media en La Habana mediados los cincuenta), con una lámpara de pie de pantalla amarillo limón y la reproducción de rigor de un cuadro con una escena zoológica (bien una pantera negra increíblemente estilizada sobre ramas rosa o un flamenco en una laguna florida de lirios) realizada en colores y líneas que eran irreales pero no tan improbables que se pudiera considerar vagamente surrealista, escuela que sería un grupo de asalto a la sensibilidad doméstica y tomado como un insulto privado. Era una suerte de irrealismo cursi que parecía complacer el ansia de fantasía exótica del ama de clase media habanera y sin duda copiado de un concepto de la decoración originado en Miami —si es que algo podía tener su origen en esa ciudad calcada. Ahora la atmósfera de la sala de la casa de la hermana de Margarita (hay demasiados des en esa oración pero así eran de sucesivas las posesiones) prefiguraba ese edificio miamense donde de seguro habría sillones como esos, cuadros como aquellos, sofá como este al que vino Margarita a sentarse a mi lado graciosamente con dos vasos llenos en la mano. Me pregunté cuál sería la frase de rigueur de Rigor ante este ambiente. Rigor mortal.
Vaya —dijo ella entregándome uno de los vasos—, aquí tienes mi sorpresa.
Mi sorpresa fue grande pero no tan grande como cuando Julieta delegó el delgado, delicado volumen de poesía con poemas de Eliot, Ash Wednesday que yo convertí en Hatched Wednesday, en mis manos y pronunció su toma léeme en Inquisidor. Margarita ahora me ordenaba un toma bebe en Soledad.
—¿A que no adivinas qué es?
No tenía la menor idea. Se lo dije.
—Pruébalo —me conminó.
Lo probé. Sabía a alcohol, fuerte, un poco amargo.
—¿No sabes todavía?
—Un trago.
—Sí, ¿pero qué trago?
—No tengo la menor idea.
—Sabía que no ibas a adivinar. ¡Tonto! Es un Margarita. Me tomé el trabajo de conseguir la tequila y los otros ingredientes. Todo para ti. Bebe un poco más.
Le hice caso. Sabía a bacilos búlgaros.
—¿Te gusta?
¿Qué le iba a decir? Le dije que sí. Un bacilón.
—Sabía que te iba a gustar. Es mi trago preferido y se llama como yo. ¿No te parece perfecto?
Era evidente que le gustaban las simetrías. Yo odiaría tomar una bebida que tuviera mi nombre, aunque por otra parte yo no escogí mi nombre, me fue impuesto y lo detesto.
—Bebe, que hay más.
Le hice caso. Me parecía ominoso que hubiera más porque era una bebida bastante cargada. Además tenía el poder de aumentar el calor de la salita a temperatura de fornalla. Por otra parte pude observar que ella no bebía tanto como debía —es decir, no tanto como me compelía a mí hacerlo. ¿Querría emborracharme? No le sería difícil porque realmente no era un bebedor aunque cumplía con las obligaciones sociales propias de mi sexo al ir con compañeros de Carteles a beber los sábados después del pago al bar de la esquina, La Cuevita, que era una covacha, otras veces más lejos, a los bares de los muelles en la Alameda de Paula, casi siempre al bar Trucutú (en recuerdo del héroe cavernícola) y una que otra vez fuimos a parar a la calle Virtudes, al bar La Gruta, en la frontera del barrio de Colón, del bar al bayú. Hubo otras ocasiones, casi todas después de conocer a Margarita —lo que me devuelve al extraño brebaje que tenía en la mano y me llevaba de vez en cuando a la boca, mientras ella me miraba, su vista del vaso a mi visaje, tratando de escrutar lo inescrutable: mi cara de chino, media luna pacífica, Charlie Changai. Nunca me gustó el sabor de la bebida pura, ron o whisky, y siempre escogía cocktails como el Cubalibre o el daiquirí, donde la coca-cola o el gusto de limonada disfrazaban el alcohol. Pero no me gustaba nada el sabor del —¿o debo decir de la?— Margarita, que tenía un sobregusto amargo. Mas Margarita me conminaba a beber más Margarita.
—Bebe, bebe —me decía, y se recostaba a verme beber. En una ocasión se levantó del sofá y se sentó en uno de los sillones frente a mí, mirándome directamente, no con el medio perfil que era todo lo que permitía el sofá, cara a cara, observándome. Era una mirona y sacaba placer en verme beber hasta la borrachera. Escoptofílica de dipsómanos —los griegos tienen palabras para todos. Esta maga Rita en su antro, rodeada de panteras pintadas, observaba cómo yo me iba poniendo puerco por la poción. Sabía cada vez más a acíbar. Amargarita se sonrió con una extraña sonrisa (estoy seguro que su sonrisa era sana y mi mirada malsana) y al final me dijo:
—Tengo algo que declararte.
Creí que era una confesión sobre su salida y traté de impedirlo con convicción, pero sólo me salió una suerte de adiós manco. Lengua de manos. Un indio de otra tribu o un sordomudo. A excusas exclusas. Pero ella parecía estar preparando una declaración de dependencia. A pesar de mis gestos de un hombre que se ahoga en alcohol, me dijo:
—¿Qué dirías tú si te dijera que te he echado veneno en la bebida?
—Que eres una Margarita venenosa. Hay rosas ponzoñosas porque no había de haber una margarita.
—No, no es broma. Lo digo en serio. Te puse veneno en el trago.
Vi que lo decía con toda seriedad. Mortalmente seria. Dejé de sonreírme (es decir, fue en el momento que me di cuenta que me sonreía frente a su seriedad que también me puse serio) y la miré fijo en los ojos. Estaban tan serios como su cara. Todos estábamos serios en ese momento: yo, ella y sus ojos que se veían luminosamente verdes. Pensé en el color verde y el mar, en el verde y el mal, ¿me vería ella verde con sus ojos? ¿No estoy demasiado verde para morir?
—Te acabo de envenenar —sentenció ella—. No tienes más que minutos de vida.
No había pensado nunca en la duración del acto de envenenar, entre su comienzo, su ejecución y su final. ¿Se dura horas o segundos? ¿Cuándo empieza el envenenamiento? ¿Cuándo se administra el veneno o cuando actúa? No era el momento de tales indagaciones porque me sentí de veras envenenado. ¿Qué efectos produce un veneno? ¿Dolor de estómago? ¿Convulsiones? ¿Asfixia, estertores y finalmente la muerte? ¿O un colapso violento?
—Cuando te caigas muerto —siguió ella—, te saco de la casa, te bajo por las escaleras, te arrastro hasta la calle y te dejo junto al muro —es decir, mis restos mortales en los restos del cementerio de Espada: un muerto moderno entre los muertos antiguos pero igualmente muerto. Estaría menos vivo que los estudiantes, que tenían un monumento en el cementerio de Colón, un parque con su nombre colectivo y un día en el calendario histórico: 27 de Noviembre —Fusilamiento de los Estudiantes de Medicina. Efemérides luctuosa. Todos los recordaban en Cuba, nadie podía olvidarlos: no estaba permitido: no se debe olvidar a los mártires. Mientras que yo les costaría trabajo aun identificarme a las autoridades policíacas, como decían los periódicos, y tendría que esperar tumbado allí en el extremo ciego de la calle hasta que me levantara el forense —frase que siempre me había intrigado: ¿levantaba el forense personalmente los cadáveres dejados en la calle? Entonces más que forense sería forzudo. Fuerza forense. Aforado desaforado. En este delirio estaba (producto sin duda del veneno: alguna poción venezolana, con componentes de curare: verde que te odio verde, verde de muerte, todo verdor perecedor) cuando oí una carcajada enorme, una catarata, no una cascada, la caída del Ángel muy cerca de mis ojos cerrados, de mi agonía extrañamente apacible, de mi ven dulce muerte mientras yo agonizo, y con un esfuerzo extraordinario abrí los ojos. Vi a Margarita riéndose, acercándose a mí, quitándome el vaso de la mano y bebiendo el resto del veneno lento rápido —un pacto suicida sin duda. Pero para un pacto hace falta el acuerdo de por lo menos dos y yo no había dado consentimiento para que me mataran. Entonces habló ella, con una voz muy alegre, nada parecida a la del que va a morir, como sin duda le ocurriría después de haberse bebido la mitad de la pócima ponzoñosa. Estricta estricnina. Rictus, risa. Se reía. De mí. Era la escena de las burlas.
—¡Te lo creíste, te lo creíste! —dijo—. No digas que no, que te vi bien. Te lo vi en la cara. ¡Te lo creíste!
¿Qué me había creído?
—Júrame por tu madre que no te creíste envenenado. Hasta te estabas muriendo y todo.
Volvió a reírse, esta vez menos estruendosamente —o tal vez no tan cerca de mi oído. De mis tímpanos ahora témpanos.
—¿Soy o no soy una buena actriz?
Salí de mi sopor, de mi estupor, de mi estupro —sin duda ella me había violentado emocional y casi físicamente— de un golpe. ¡De manera que era todo teatro! No me había echado cicuta en el trago, Sócrates sin simposio. No tengo vergüenza en contarlo ahora pero la tuve entonces al enfrentarla a ella: tal era mi ingenuidad en ese tiempo que me creí que ella me había envenenado de veras, solamente por la sugestión de su voz, de sus ojos verdes y la pésima pócima que había confeccionado como cocktail. Se acercó a mí y me dio un beso en la boca, húmedo de la bebida pero también de su saliva, savia, sabia: intenso y muelle con todos sus labios gruesos, ventosas, no bembas.
—Mi pobre envenenado.
Se echó hacia atrás de nuevo, como para mirarme mejor, verme bien. Marga mirando a Lázaro cerca de San Lázaro: creed y resucitaros.
—Si te creíste eso eres capaz de creértelo todo, querido.
Por fin reaccioné, ante su última palabra, a la Julieta.
—No me creí nada. Estaba haciendo cine como tú teatro. ¿Por qué me ibas a envenenar? ¿Para qué? ¿Por quién? El motivo crea el crimen.
—Ah —dijo ella triunfal—, yo tengo respuesta para todas tus preguntas. Me vengo —y aquí hizo una pausa para que yo cogiera su doble sentido— de los hombres todos. Lo hago para cobrarme una deuda con la sociedad que me ha hecho una amargada. Enveneno a mis amantes por mi placer de verlos en su agonía, observarlos cómo mueren y mirarlos muertos. ¿No te parecen pocos motivos?
—Tú eres todo menos una amargada.
—¿Qué sabes tú? Nunca me has visto como soy —y sin ninguna transición añadió—: Ahora vámonos, que mi hermana está al regresar con su marido. Ya hemos jugado bastante.
Todavía tenía yo la ingenuidad de preguntarme adónde íbamos a ir: era evidente que ella quería decir a un solo sitio, ese sitio donde se está solo en compañía, donde dos hacen uno. Aunque podía haber varios sitios para un mismo principio y diversos fines. Calculé las posibilidades a mi alcance y decidí que el mejor lugar era la posada de 11 y 24. En el taxi su belleza era acentuada, como en el cine las estrellas, por las luces y sombras de la calle San Lázaro, antes de ascender a la oscuridad de la Colina Universitaria (era una manía habanera latinizante llamarla así, pero una de las colinas —ni siquiera sé si llegaban a siete— insistía en llamarse, vulgarmente, la Loma del Burro en vez del Ascenso del Asno), sus ojos se hicieron más intensamente verdes en el rincón oscuro del auto, desde el cual se insinuó hacia mí diciendo:
—No era un veneno.
—¿Cómo?
No sabía de qué hablaba.
—Que no era un veneno lo que te di pero sí algo más terrible —hizo una pausa dramática, radial casi, ya que en ese tramo la calle estaba a oscuras y sólo oí su voz, sin poder ver su cara—. ¿Sabes lo que fue?
—Ni idea —decidí oír su cuento verde.
—Debías tenerla pero te lo voy a revelar de todas maneras. Era un filtro de amor.
No podía negar que su oficio era dramatizar, falseando: debía ser en Venezuela también una actriz de radio: la estofa de que estaban hechos los sueños sonoros de María Valero.
—¡«Un filtro de amor»! —me reproché—. ¿De dónde sacas un nombre tan rebuscado? ¿Por qué no dices, como en Santiago, un bilongo? ¿O como en todas partes en Cuba, una brujería?
Me miró, su cara ahora de nuevo visible, al bajar el taxi por la calle L, casi llegando a Radiocentro, y sonrió:
—Bueno, si tú lo quieres voy a ser chusma: te hice un amarre.
Había usado la palabra apropiada para los negros brujeros de La Habana. La ventanilla estaba baja y, a pesar de la velocidad del taxi y el aire que entraba a raudales desde el mar cercano, no pude evitar cierta náusea. Yo sabía lo que quería decir exactamente un amarre, de qué estaba invariablemente compuesta aquella versión habanera del filtro de amor: nada de mixturas malvadas homéricas ni de Pociones medievales ni del «medicamento magistral» romántico. Un amarre de mujer siempre contiene gotas de sangre menstrual. La miré a ella y estuve a punto de preguntarle si era verdad lo del brebaje, pero su belleza, su boca entreabierta (no por celo sino porque estaba a punto de decirme algo) y sus ojos que me miraban fijamente en su transparencia verde no me dejaron hablar para saber la verdad: la beldad me enmudecía.
—¿Sabes por qué lo hice?
—Supongo que para amarrarme. ¿No es ése el objeto de un amarre?
—Quiero que me ames para siempre.
Ella era capaz, como Julieta, de decir estas cosas sin ruborizarse. ¿Qué responder a semejante declaración?
—Siempre es un tiempo algo largo.
—Para siempre jamás y eternamente. Aun cuando yo no esté ya. Yo sé que no voy a estar un día pero quiero que me sigas amando aun cuando me haya ido.
—Suena muy definitivo. ¿Para qué te vas a ir?
—No sé —dijo ella, y de pronto le dio un vuelco veraz a su voz—, supongo que tendré que regresar a Venezuela un día de éstos y tú no vas a venir conmigo.
No me explicaba su cambio. Había pasado de ser agresiva y distante anoche para ser hoy, esta noche, una amante devota, una esclava amorosa.
—¿Qué te ha hecho cambiar?
—¿Cambiar? ¿Cómo?
—Sí, de anoche acá.
—No he cambiado nada. Siempre he sido la misma, pero anoche, después que te fuiste.
—Después que me hiciste ir.
—Bueno, como quieras. Después, cuando me quedé sola, me puse a pensar por qué habías esperado por mí todo ese tiempo y me di cuenta de que yo significaba más para ti de lo que ni siquiera había soñado. Me lo hicieron saber tu extraña carta, la otra tarde, y tu espera de anoche. Pensé que tú significabas algo para mí. No tanto como Alejandro un día. Pero tú tienes además una pureza y una inocencia.
—No creas, que puedo ser muy maldito —la interrumpí usando ese habanerismo.
—Como quieras. Pero Alejandro no tuvo ni podrá tener tu virginidad.
—¿Virginidad?
—Bueno, inexperiencia, una cosa angelical.
Pensé en el ángel caído, en la mefistofelicidad del mal, pero no dije nada: de lo que no se puede hablar lo mejor es callar.
—Alejandro carecía. Aunque él significó mucho para mí, tengo que admitirlo.
Se calló y me alegré porque no soportaba que me hablara de ese Alejandro antiguo, casi mítico pero que yo sabía que existía no sólo porque ella hablaba de él sino porque lo había visto y es más, estaba con ella y recordaba el bienestar que ella exudaba, como un vaho en la noche habanera, vaporosa y visible bajo las luces del portal de la Manzana de Gómez, esa fruta prohibida del bien y el mal de la ciudad, presente siempre en el recuerdo ella: su cara, su andar, la manera alegre de agarrarse entre columnas al brazo de este hombre que viene a interrumpir con su presencia la felicidad del momento —o del recuerdo.
Cuando abrí la puerta del cuarto ella me advirtió rápida como un reflejo. Dos veces no vi el alma, dos.
—Recuerda no encender la luz.
—¿Y cómo vamos a entrar al cuarto, a tientas?
—No quiero decir ahora sino después.
Claro que lo sabía pero le quería tomar el pelo tanto como cogerle el cuerpo. Encendí la luz, entramos y cerré la puerta.
—Yo me cambio en el baño —me dijo—, pero por favor no te olvides de apagar la luz.
—Descuida que cuando salgas habrá un reflector alumbrándote.
Le iba a añadir: Seins et lumières, pero era cruel, crudo. Ella me miró, se sonrió, se rió y entró al cuarto de baño. Me desvestí con la luz prendida —no iba a añadir a mis dificultades naturales sacarme los pantalones al tacto de nuevo, acto artificial, contra natura— y apagué la luz y enseguida me metí en la cama y me acosté esperando. Vi cómo la luz del baño se apagaba en las rendijas y oí abrirse la puerta pero no oí nada más (su paso era felino: una pantera negra en la oscuridad, sus ojos verdes ardiendo con fulgor en el bosque de la noche) hasta que sentí cómo se metía en la cama, penetraba debajo de la sábana y venía hacia mí, sobre mí, sintiendo su seno solo sobre mi pecho, blando y duro a la vez, su cuerpo hecho carne táctil sobre mi cuerpo, su blandura convertida en una suavidad que había que celebrar porque era única: una mujer, toda mujer, mi primera mujer en mi vida. Era la primera mujer que había tenido arriba y me sentía extraño, invertido los papeles, pacientemente pasivo porque ella no estaba allí para dejarse penetrar sino para otra actividad que resultó más memorable.
—¿Sabes lo que voy a hacer contigo esta noche? —me dijo invisible, ahora toda radio. No tenía la menor idea.
—No tengo la menor idea.
—Te voy a marcar para que todo el mundo vea que me perteneces.
Todavía no tenía idea de lo que quería decir con marcar cuando comenzó a morderme el cuello, el pecho, los brazos, pero no a morder exactamente sino a chupar, succionando la carne como si quisiera sacarme el jugo nérveo. Estas succiones eran más placenteras que dolorosas, como una ventosa suave, y comprendí la reacción de placer que sufren, pasivas, las innúmeras víctimas del vampiro en los diferentes avatares del conde inmortal, del Divino. ¿Seria ella una de las versiones de Drácula? ¿Margarita del Transilvalle? ¿Violeta vúlgara? Pero pude jugar mi papel activo entre sus posesiones marcadoras, ella arriba, abajo, de lado, siempre sintiendo su seno como un unicornio blando. Cuando regresé a casa, ya tarde en la noche pero no tan tarde como para encontrarme a todo el mundo levantado (una de las paradojas paternas: regresas tarde y todos duermen, regresas más tarde y todos están en vela esperándote), me sentí satisfecho porque lo que después vino a llamarse actuación (de la cama considerada como escena: aunque el nuestro era un teatro táctil), la mía, había sido mucho más eficaz que la primera subida escénica, pero al mismo tiempo preocupado por las marcas de Margarita, sus devoraciones a flor de piel. Casi en puntillas me metí en el baño, cerré la puerta con llave y encendí la luz para abrirme la camisa. Allí, sobre el pecho, a un costado de los hombros y casi en el cuello estaban las improntas delatoras, las huellas del delirio. Traté de frotarlas con el índice, con otros dedos, con toda la mano, pero eran las manchas de Macbeth, indelebles: estarían ahí hasta el día del juicio: huellas de un pecado mortal. Apagué la luz a tientas y salí del baño, no sin antes abrir la puerta. Entré al cuarto silencioso dirigiéndome al gavetero que quedaba a un costado de la cama, operación riesgosa que realicé en la oscuridad con pericia de comando —o mejor de fotógrafo en cuarto oscuro. Abrí una gaveta inferior y saqué una prenda de vestir. Regresé al baño, cerré la puerta y encendí la luz de nuevo: precauciones de Margarita, por Margarita. Esta vez me quité la camisa y viéndome todo el cuerpo, no sin regocijo —tatuado erótico, Queequeeg de las Indias Occidentales, polígamo polinesio— me puse la camiseta T que había sacado del gavetero, ropa interior absurda en La Habana, que no usaba ni en pleno invierno y que ahora deberla llevar todo el verano, porque Margarita me marcaría regularmente, una hechicera que vigilaba la propiedad de su único ganado. Justifiqué el uso de la camiseta encubridora ante las preguntas de mi mujer al día siguiente como una cura para un repunte de bronquitis, yo que, ni siquiera tosía, los mejores pulmones de la familia. Solamente su inocencia —o su ignorancia conventual— me permitió salir del atolladero con tan pobre excusa. En una ocasión las marcas de amor de Margarita se extendieron muy alto por el cuello y así me vi buscando una bufanda por media Habana en verano y llevarla en alarde de elegancia, que provocaba no pocas burlas en Carteles y en el barrio, donde al principio me gritaban apodos. Rine me llamó el bufón de la bufanda y Silvio Rigor le fou du foulard. Sin embargo lo más incómodo era usar estos aditamentos, ya que el verano hosco convirtieron la camiseta y la bufanda en un sudario. Afortunadamente no tenía que quedarme desnudo ante mi mujer porque ella era modosa y yo me hice casi casto. En cuanto a hacerle el amor, por ese tiempo la barriga enorme que cargaba ella (¿a qué bípedo grotesco comparar una mujer embarazada?) nos había vedado el sexo hacía rato y, como animales fuera de la época de celo, nuestros contactos eran meros reconocimientos táctiles, formas de asegurarle a ella que pertenecía todavía a la tribu.