Le dije a Rine Leal: «Ésa camina», señalando casi con un dedo (solía ser sutil) a una muchacha que viajaba en nuestra guagua. Rine miró y vio la media docena de mujeres entre los pasajeros y me preguntó: «¿Cuál?». «La rubia», le dije, «la que tiene el niño al lado». Era una muchacha levemente rubia (tal vez en otra isla que no fuera ésta, con tanta gente oscura, sin contar indios ni negros, ni siquiera fuera catalogada como rubia en ese libro censual, pero aquí en La Habana era rubia y las rubias eran piezas de caza entonces), delgada, pequeña, muy joven, de facciones regulares —un si es no es bonita. «¡Es una niña!», casi protestó Rine. «Pero camina», insistí yo imitando a ese José Atila todavía en el futuro potencial que entonaría una cantilena alegando que una amiga mutua, admirada de todos, innamorata mía (y si uso el italianismo es porque su pelo, largo y sedoso y del color de la miel, la señalaba como una rubia de Ticiano) y futura fruta prohibida, era fácil, gritando por las calles de La Habana: «¡Ésa se acuesta! ¡Se acuesta, coño! ¡Se acuesta!», cuando éramos tan inocentes, ingenuos o inferiores para creer que las niñas de sociedad sólo se acostaban para dormir.
Ahora Rine me decía: «Tu técnica es hit or miss», y sin dejar de apreciar su paronomasia lo rectifiqué: «No, es heat and myth», y supo que era una declaración ex cathedra. En realidad el matrimonio me había hecho experto en mujeres —en otras mujeres, quiero decir, no en la mía. Tal vez el respaldo de una crica (crica: esa dulce palabra a la que un día el Diccionario de la Real Academia Española sabiamente cambió de sentido pero no de sonido y de parte parcial, de clítoris, la extendió a un todo esencial y la definió como partes pudendas de la mujer) segura en casa me volvió audaz cuando no lo era antes y así me hice perito en levantar mujeres dondequiera: en el cine, claro, en la calle (caminando, parado, inclinado en plano oblicuo a la vida), en guaguas y autobuses en ruta hacia mi casa. Ahora el levante ya no era parcial sino total, totalizador, totalitario. Hubo una solamente que fue «The one who got away». (Para decir verdad fueron cuatro más que una sola las que se me escaparon). El primer levante fue de una muchacha (también una viajera pero no exótica: era una campesina, una guajirita evidente) de bella cara perfecta a la que daba un toque tentador una larga cicatriz que le llegaba de la nariz a la oreja derecha. Yo viajaba de pie junto a ella y la miraba, fascinado por aquella mácula en su mejilla. Ella me devolvía la mirada y cuando el pasajero sentado a su lado se levantó y yo me senté en su lugar, dijo, sin que mediara otra palabra: «Sabe, me tumbó un caballo», aludiendo a su cicatriz como una marca medieval, sin saber que era precisamente su costurón rosado lo que me atraía en ella, me fascinaba. Supe que allí mismo me la hubiera llevado a donde hubiera querido —tal vez no a una posada pero sí a un parque, a una avenida oscura (ya anochecía), al Malecón. Pero me dio pena la humildad que había en la voz de esa bella viajera y aunque Rine con su cinismo imitativo (él no era realmente un cínico sino que lo había aprendido tal vez del cine, aunque prefiriera el teatro a las películas: tal vez viniera de Wilde, que para él significaba siempre Oscar pero para mí quería decir Cornel) me habría inducido a que prosiguiera, que la levantara, le metiera mano, pero decidí en su contra (que era en realidad la mía) y la dejé escapar.
La otra que se me fue de entre las manos fue la mujer que conocí cuando todavía era una muchacha, la figura famosa encontrada cuando era una anónima ambulante, el futuro ídolo venéreo cuando era —¡quién lo diría!— nada más que una criadita. A ésta la encontré de regreso a mi casa a pie desde Radiocentro donde había estado tomando una merienda nocturna que no era memorable por repetida. No creo que estuviera casado todavía porque entonces levantaban las líneas del tranvía en la calle 23 y el barrio estaba a oscuras. Sentí pasos a mi espalda y con instinto más que con sabiduría supe enseguida que eran tacones de mujer, ingrávida sobre la grava, y me volví. En la oscuridad pude ver una figura alta, trigueña, vestida de blanco, y me detuve para esperarla. No era una mujer, era la belleza: tanta perfección surgiendo de entre su ropa ectoplasmática la hacía una visión. Era además accesible. Entablamos una conversación trivial (después descubrirla que no era posible tener otra conversación con ella) y caminamos casualmente hasta las que eran nuestras casas respectivas: ¡éramos vecinos! ¿En qué ostra obstruida había estado escondida esta perla hasta esta noche? Claro que no se lo dije así: la metáfora desaforada la habría asustado como un vehículo sin control. Oh por ahí. ¿Cuál sería el nombre memorable de esta muchacha? Se llamaba Magaly (nombre vulgarmente habanero) y su apellido era Fe. Ella no me lo dijo entonces pero era manejadora de los niños en los mismos bajos de al lado. Lo que me dijo esa noche es que estaba en la TV (así dijo). Muchas veces nos vimos en el futuro, mientras ella ascendía de mera extra de televisión (ya había dejado de ser niñera) a modelo de publicidad, donde, con conocimiento cubano, le cambiaron su Magaly por Roda de la Fe. También le perfeccionaron los dientes postizos, su única imperfección. Una noche, tiempo después, la vi de nuevo por la avenida de los Presidentes (por una extraña querencia casi animal ella vivía ahora en una casa de huéspedes en la calle 29, en el mismo barrio, casi en la misma manzana) y yo conversaba con Fausto en su auto en la calle 27. Fausto era un amigo nuevo. Dicen que los amigos que se hacen antes de los veinte años son siempre condiscípulos y los que se hacen después de los veinte son maestros o discípulos. Fausto tenía más que aprender que qué enseñar y tal vez yo fuera su Mefisto feliz en esa ocasión. Dejé mi asiento para salir a acercarme a Magaly y saludarla —más que decirle hola la invité al auto como si fuera mío, casi como si máquina y mujer me pertenecieran. Enseguida, con la autoridad que me confería mi edad (le llevaba cinco años a Fausto, más mi experiencia con las mujeres) le dije que si no iba por fin a la botica a buscar mi medicina. Infausto por supuesto no supo de qué hablaba. ¿Qué medicina, si ni siquiera estaba enfermo? Podría haberle hablado de mi hipocondría pero lo que hice fue repetirle la petición hasta hacerla casi una orden y el alumno entendió al maestro: yo quería que nos dejara a dúo en su carro deportivo, tan incómodo antes pero tan íntimo ahora y siempre peligroso, aun detenido: estaba parqueado casi debajo de mi casa, a una mirada tan sólo de mi mujer. Me quedé solo con Magaly, una estatua de bronce vivo, que me había confiado que regresaba de la playa. Sin mediar palabras ni gestos nos besamos y al extender mis besos por su cuello, vampiro benigno, supe que ella no mentía: venía del mar: sabía salada. Entre besos sabios (suyos) me dijo que estaba a punto de dejar la barriada (triste) por una casa (contenta) que le ponía un magnate cervecero, viejo connoisseur, conocido gourmet y ahora goloso de Roda (ése era su nombre para la fama y la cama), la antigua Magaly popular casi irreconocible en su vestido a la última moda, también blanco, que le dejaba los hombros desnudos para los hombres y, como siempre, sin sostén, sus senos salientes (lo supo mi mano en ese mismo momento) y ahora ella devolvía mis besos con más técnica que pasión, lo que no me impidió gozar sus labios latinos, bien besados, y admirar de vez en cuando su perfecto perfil: toda la belleza que la hacía una copia cubana de Hedy Lamarr, cargamento amoroso en el auto apropiado aunque ajeno. Ella, con su pelo partido al medio, para ser la más exacta versión de la Venus vienesa, hasta se había agenciado un millonario que la compraría en cuerpo y cara —porque alma nunca tuvo. No me asombró que tuviera tanto éxito ni que llegara a ser una actriz de nombre, de renombre, sino que se hiciera tan difícil cuando era tan fácil. Nunca fuimos más lejos que aquellos besos bruscos —con Fausto al fondo, atisbando desde la esquina como si Magaly fuera Margarita (hay aquí una ironía futura, no para Fausto sino para su Mefisto sin ese infierno que me tienen prometido: ¡ah, arder de amor eternamente!). En realidad la mala Magaly no fue la que se me escapó sino la que nunca tuve. Más tarde, ya toda Roda, cuando yo estuve en televisión también, coincidimos en la cafetería de Radiocentro, ya no la gloria sino comedor de trabajo (sospecho que el Paraíso fue un lugar muy aburrido para Adán, hasta que lo perdió), y ella mostró una amistad amable pero nunca me permitió pasar más allá del saludo —que yo no quise, Silvano Suárez súbito, que fuera el consabido beso en la mejilla o al aire al lado que ella ofrecía a todos ahora, en vez de la falsa facilidad de antes, tan postizo como su sonrisa.
La tercera escapada (un poema del siglo pasado, escrito por un poeta romántico y retórico, dice: «¿Qué fuga es ésa?, / Cimarronzuela de rojos pies», aludiendo el bardo barato a una tórtola, ave asustadiza, pero esta muchacha de ahora de veras tenía los pies rojos cuando la conocí: no que padeciera de flebitis o elefantiasis sino que llevaba zapatos rojos: no puedo recordar el resto de su vestuario ese día pero no olvido los zapatos carmesí, encendidos, peligrosos como las zapatillas rojas de la ballerina del cine —¿seria ese calzado colorado lo que me atrajo?) no la encontré de pasajera en una guagua o deambulando por las calles oscuras sino muy bien instalada en el lujoso apartamento de su tía en El Vedado. La muchacha de pies punzós, más que rica era miembro de la arisca aristocracia habanera, su abuelo famoso en el siglo pasado y aun en este siglo por una hazaña de ingeniería (construir el acueducto de La Habana) que fue una labor de Hércules hidráulico en esta isla tan poco dada a cultivar científicos, si se exceptúan los médicos. Ella usaba su apellido con la sans façon que utilizaba su pelo como tramoya de belleza: era un tipo de habanera que se regodeaba en declarar que ella era una típica criolla y tal vez lo fuera. Era muy morena pero no había nada de negro en los componentes de su belleza. Llevaba el pelo partido al medio también, pero le caía en ondas cortas, melena marcelizada por la madre Natura, hasta mediado su cuello largo. Delgada, de mediana estatura, tal vez tuviera debajo de sus vestidos (usualmente negros) un cuerpo de la perfección de sus manos, que eran largas y huesudas pero extremadamente bien hechas. Un día, cuando me atreví a pasar de la relación de mero conocido, le alabé las manos y me respondió: «Y eso que no has visto mis pies». No soy un fetichista de pies, más bien las manos son mis extremidades preferidas —después de las piernas, pero las piernas no terminan en el tobillo. Otro día, un día que estábamos ambos de visita en casa de su tía, los dos solos en la sala decorada con cuadros cubanos, ella mirándome con sus ojos sonrientes (y esos ojos negros de largas pestañas y sus miradas en que sonreía sin que los gruesos labios se movieran eran su característica), sonriendo sorpresivamente con los labios al hablar, me dijo: «¿Quieres ver mis pies ahora?», como si me ofreciera el tesoro más oculto de su cuerpo. Le dije que sí, por supuesto que sí, sí, claro, pero antes de decirlo ya se estaba descalzando y mostrando unos pies perfectos, los mejor hechos que he visto en mi vida: delgados, largos, de dedos que ascendían del meñique o como se llame el dedo menor del pie, por los otros dedos hasta llegar al dedo gordo, que no era gordo en absoluto sino flaco, no huesudo pero con la escasa grasa capaz de mostrar su forma de espátula, y todo el pie era estirado, elongado, no en el sentido médico sino en un alargamiento natural. Era un pie de El Greco si El Greco en vez de ascético fuera un pintor pornográfico, porque era un pie excitante en un sentido sexual. Claro que el efecto estaba ayudado por la curvatura que ella le había dado al arco del pie, que no era ni pronunciado ni plano (había una fijación con los pies en su familia porque su tío político aseguraba que su descendencia dálmata era visible en el arco pronunciado de su pie, que era en extremo pequeño para un hombre, pero la obsesión de su tío no eran los pies sino la Dalmacia: llegó a tener un perro dálmata, un hermoso animal exótico al que el clima de La Habana convirtió de can calmado en una fiera frenética feroz) y al mismo tiempo ella había arqueado las piernas, tan bien hechas, y dejado ver el nacimiento de sus muslos, que debían de ser tan largos, lisos y lascivos como sus piernas y, por supuesto, sus pies. Todas sus extremidades —principio de los muslos, piernas y pies perfectos— tenían el mismo color de su cara y, a no ser que se diera baños de sol regularmente o fuera todos los días a la playa, su tez tostada debía estar dada por algún andaluz oculto entre su familia «criolla pura», como ella decía, queriendo decir, en contradicción con el diccionario, no que fuera hija de españoles sino que su sangre era toda cubana, y remachaba el aserto al añadir: «Criolla reyoya», queriendo decir rellolla.
La relación de mirón y exhibicionista de pies morenos se convirtió en una suerte de amistad privada, en la que sin saberlo su tía ni su prima, y mucho menos el ala aristocrática de su familia, de tan alto vuelo, tan estirados según ella misma, a los que afortunadamente nunca conocí, así casi en el incógnito me iba ella a buscar todos los días a las clases de francés, en la sede provisional de la Alianza Francesa, que era un laberinto todavía sin terminar, y me traía a casa, a la calle 27. Fue en este vehículo tan privado, totalmente lo contrario a una guagua, que la conocí y supe que ella quería tener conmigo una relación más íntima que la ya estrecha amistad que compartíamos, ella al timón de su Henry J. (un automóvil tan escaso entonces como extinguido ahora, que no quedan facsímiles más que en el recuerdo o en ese archivo de ayer, el cine, y en algún museo Ford), rojo, pequeño y que por un momento me pareció el colmo de lo chic: aún siento su olor a auto nuevo, tan poderoso como el aroma de la aralia. Fue en este carrito que la encontré y la perdí. Subíamos la avenida de los Presidentes, que es casi toda cuesta arriba, hasta llegar a la cima donde yo vivía y ella llevaba el radio encendido pero no debía estarlo oyendo porque dieron un anuncio de Marie Brizard que remataba un slogan en francés y, al terminar el locutor, yo, por mero mimetismo, tal vez influenciado por las lecciones de francés (como se ve todavía me influyen: la prueba es ese influenciado en vez de influido), repetí: «Marie Brizard», tratando de que sonara lo más cercano posible a Charles Boyer, el amante perdido por Hedy Lamarr, y ella se volvió hacia mí (estábamos detenidos por el semáforo de la calle 23 o tal vez fuera el de la calle 17) y me dijo, mirándome con sus ojos siempre tiernos, sempiternos: «Ay, ¿pero cómo tú sabías que ése era mi segundo nombre?». Hasta el día de hoy no he sabido cuál era su segundo nombre y es obvio que no se iba a llamar María Brizard. No lo supe nunca porque no me detuve a averiguarlo: había un canto cursi en su voz que resultaba una revelación: era verdaderamente el graznido de un pavorreal. Olvidé sus pies (de dedos dátiles), sus piernas, sus manos, todos perfectos, sus ojos hermosos y expresivos, su pelo cortado en melena dulcemente anacrónica, todo lo que me había parecido encantador el día que me enseñó sus pies como otras mujeres me habían enseñado otras partes del cuerpo, tal vez mostrando una más recóndita intimidad, un mayor exhibicionismo al hacerlo —para tener presente para siempre ese momento revelador de su profundo picuismo, esa mácula que se extendía por sobre toda la pasada perfección— pero esas ridículas me eran de veras preciosas. Ella fue también la que se me escapó, pero en realidad yo la dejé ir, la solté, la liberé a su destino deplorable. Tengo entendido que, con los años, se hizo fea (había algo en su cara, alrededor de la barbilla, que era fugitiva, y que ella tendía a unirla con el cuello cuando hablaba, que le ganó todo el rostro, el pavorreal hecho pelícano) y que exilada ex ternpore desapareció de La Habana y apareció en Nueva York y la ganó definitivamente la cursilería y hasta perdió su orgullo de criolla, vistiendo en Manhattan improbables batas que eran más de chacona que de rumbera (otro tanto improbables: ese presente no era su pasado) y llevando mantillas y coronándose con peinetas sevillanas. Nunca supe qué hizo con sus pies, calzados o descalzos.
La cuarta cimarrona fue una hija o nieta de Confucio y la perdí en la confusión, casi en el casorio más que en la cacería. Ya yo estaba casado y esta novia china era un extra. Solamente el recuerdo dulce de Delia me hizo caer en esta trampa tierna. Pero mentiría si no dijera que el primer impulso me lo dio su belleza, que me llevó del conocimiento fugaz a una relación fugaz y a una confusa conclusión que, como todo lo chino, se hizo eterna. Para poder entender lo poco de entendible que hay en este juego de identidades tengo que hacer aunque sea un esbozo de mi cara. Era entonces delgada y más bien larga (los años y la gula, ese vicio oral, se han encargado de convertirla en corta y redonda), con labios prominentes, el superior más saliente que el inferior de forma que podría llamarse asiática, aunque la fisiognomancia se empeña en tildarlos de sensuales. Por una mutación misteriosa mis ojos son bastante achinados (no hay chinos en mi familia, aunque es probable que haya indios y hasta negros entre mis antepasados: mi árbol genealógico es una manigua espesa), rasgados desde niño, y luego los lentes de miope aumentaron su inclinación al oriente. Mi pelo es lacio y era muy negro y al cortarlo se paraba en punta. Así en el bachillerato, centro universal de los apodos adolescentes, vine a ser conocido como el Chino por muchos de mis condiscípulos que no eran mis amigos. Con mi apariencia oriental (sobre la que yo solía bromear diciendo que venía del Oriente, refiriéndome a la provincia cubana de ese nombre y no al Lejano Oriente) me acerqué a una muchacha china que esperaba como yo la guagua en la esquina de Carteles. Ella era un verdadero cromo chino, no como los que yo había visto en el pueblo en la fonda La Marina, sino en el sentido habanero en que cromo quiere decir una mujer bonita. Era pequeña y aunque también tenía sangre cubana, era muy china, con cutis de camafeo, pelo muy negro muy lacio y labios exquisitamente dibujados. Su cuerpo estaba perfectamente proporcionado, no como ciertas chinas que son de grotescas piernas cortas: sus piernas, por el contrario, pedían la importación inmediata de la costumbre hongkonguesa de dar un corte erótico a la falda y mostrar un muslo terso —que hacía soñar con el otro muslo cubierto. Pero, contraria a muchas muchachas chinas, ésta tenía senos grandes, heredados evidentemente de su madre cubana. Era por supuesto una versión joven de la Delia indeleble. La abordé con una técnica pirata que había perfeccionado durante años, usando mi timidez como motor y como charm. Ella se veía seria, casi inescrutable, pero respondió a mi saludo. Así establecimos un contacto social que era la primera cláusula de un contrato sexual. Cuando hizo la señal para parar la guagua (que no era la mía), la cogí yo también. También me las arreglé para sentarme con ella. Fui sentado junto a la bella china (yo conversando trivial, ella inmutable) hasta mis antiguos predios: la calle Virtudes. Ella trabajaba allí en una cafetera, que se diferenciaba de una cafetería en que sólo se servía café. Para ser entonces una vendedora de café, en Virtudes (que era todo menos una calle virtuosa) sería sorprendentemente seria. Nos despedimos, no sin antes sacarle yo casi con tortura oriental una cita próxima —y ella cumplió con su compromiso. La llevé al cine, a ver —incongruencias mías pero también gaje del oficio: tenía que hacer la crónica para Carteles— La fiebre del oro, y como buena china no se rió una sola vez con Chaplin, y hoy tiendo a considerarla como una crítica de cine secreta. Tampoco me dejó tocarla. Lo más que logré entonces fue que me permitiera pasarle el brazo por sobre la espalda, nada desnuda. Salimos otras veces, a pasear por parques que estaban cerca de su casa (y lejos de la mía) o por el Prado, el tramo próximo a su trabajo. Todo lo que conseguí de ella fue un beso apresurado y casto o supongo que chino: sus labios botados casi borrados por apretar la boca. Finalmente un día me dijo súbita que ella quería que yo conociera a su padre chino —por afán de simetría había acertado al pensar que su madre era cubana. ¿O era un rezago de la certeza infantil de que no existían las chinas? Su padre tenía una tienda en El Cotorro, cómica comunidad, pero iba a venir a La Habana a conocerme. Ella me dio a entender que de este conocimiento dependía que llegáramos a algo. En un principio creí que ella sugería something sexual, pero luego, según se aproximaba la fecha del encuentro con su padre, me di cuenta de que quería decir un compromiso, hacernos novios formales. Me atacó entonces algo parecido al pánico: ¿cómo iba yo a decirle a ella que era casado? (Una de las técnicas que adopté al poco tiempo de estar casado fue decirle a la muchacha o a la mujer con que salía por primera vez que estaba casado y esperar la reacción, positiva o negativa, para proseguir mi avance: la batalla de los sexos se convertía así en guerra avisada). Pero con el carácter tan grave de esta casi cantonesa era evidente que con sólo iniciar mi declaración la habría perdido. ¿Qué hacer? En la cavilación de esta gran pregunta pragmática llegó el día de la cita con su padre y fui a su casa, que no estaba lejos de Carteles, pero demasiado cerca de un lugar que detesto: el hospital de enfermedades infecciosas Las Ánimas, temible ya desde el nombre. Subí a su apartamento (el chino se ocupaba de su familia con devoción confuciana), lleno con sus hermanos, todos menores que ella, y su madre hermética: no habló una palabra: era obvio que sus relaciones con el chino eran fronterizas. El padre de esta Delia delicada resultó un chino nada inescrutable, conversador, venciendo su fuerte acento cantonés con cubanismos. (No sé nada de las lenguas chinas pero todos los chinos de Cuba venían de Cantón). La temida visita terminó con un efusivo apretón de manos del chino, y su hija bajó en silencio conmigo hasta la calle. Me habló abajo pero no me habló de su padre ni de su madre (no creo que su madre contara mucho para ella) ni de nosotros dos —sino de mi padre, mejor dicho de mi ascendencia. «Quiero conocer a tu padre», me dijo, lo que hasta ahí era irracional desde mi punto de vista pero razonable para ella: intercambiábamos conocimientos familiares. Pero agregó: «chino». Creí que no había oído bien. «¿Chino?» «Sí», dijo ella claramente, específicamente: «tu padre chino». Tuve que decirle la verdad: yo no tenía un padre chino. Ni una madre china. «Entonces a tu abuelo chino», me dijo, más seria que antes, y antes ella había estado siempre seria. Era evidente que no se trataba de una broma: ella no bromeaba, ni siquiera se reía, ni se sonreía. Pude haberle dicho que mi abuelo, todos mis abuelos estaban muertos, de haber sabido lo que vendría después —¿pero quién puede prever el futuro: todavía más difícil, el futuro chino? Le dije de nuevo la verdad: «Yo no tengo un abuelo chino». «¿Cómo?», exclamó más que preguntó ella: «¿No hay nadie chino en tu familia?». «Nadie.» Se quedó callada un momento y luego dijo: «No podemos seguir». Por un momento pensé que se refería al camino, a la acera, aunque estábamos parados a la puerta de su edificio. «¿Cómo?», pregunté. «Yo no puedo tener que ver con alguien que niega a sus antepasados», dijo definitiva. Se me hizo evidente que me había dejado abordarla el primer día y salir con ella después porque creía que yo tenía de chino: padre, abuelo, bisabuelo: alguien de un cantón de Cantón. También era evidente que ella consideraba tener sangre china una herencia superior —en lo que no estaba equivocada. Era asimismo evidente que ella quería decir exactamente lo que decía. No hubo manera de convencerla de que me aceptara como un chino aparente (lo dije, por supuesto, no sin cierto humor, pero ella no sabía lo que quería decir aparente y no tenía ningún humor). Traté de adoptar unos padres chinos, padre y madre (papá Chang, mamá Fong) imaginarios —pero ella tenía que conocerlos personalmente, por lo que esta treta estaba condenada al fracaso antes de ensayarla siquiera. Tal vez aceptara como noticia el canard laqué de que toda mi familia china había perecido en una catástrofe natural —por ejemplo un ciclón. (Por supuesto que tenía que haber sido un tifón). Yo, único sobreviviente, había sido adoptado por un marino cubano que navegaba atento por el mar de China. Pero tampoco era una buena historia, ni siquiera era una buena excusa. Finalmente, hosca, se despidió de mí y entró en su casa. Lo último que vi de ella fueron sus pies pequeños escaleras arriba, triunfalmente chinos, aunque no deformados. No la volví a ver. No sé cómo se las arregló para ir desde entonces a su trabajo sin tener que coincidir conmigo —a lo mejor cambió de parada de ómnibus o de trabajo o tal vez (es lo más probable) se fue para China a vivir orgullosa rodeada de chinos por todas partes menos por el cielo oriental, ochocientos millones de maoístas a su alrededor —¿o eran solamente quinientos entonces?
Todavía le estaba señalando a Rine con la cabeza la rubita seguro de que él no tendría la menor duda de que mi declaración de dependencia debía ser tomada por una constitución: esta verdad era evidente en sí misma: todos los hombres somos criados iguales, estamos bien dotados por nuestro criador con cierto derecho que cabe: también propiedades inalienables: esposa, libertinaje y la persecución de Felicidad: confiaba en que esta rubita se llamara Felicidad o la procurara por lo menos. Me había vuelto un experto en levantar mujeres en toda clase de vehículos —aun en autobuses, acelerados enemigos del amor— que siempre significaba sacarlas de su asiento directamente (más tarde o más temprano) para la cama. La rubita marcada viajaba con un niño, lo que presentaba una dificultad adicional, aparte de su modestia visible. Así no fue extraño que cuando ella se levantó y al mismo tiempo anunció: «En la esquina», yo formara parte de su acción, de su indicación, y comenzara a bajar aunque esa esquina de Infanta estaba lejos de ser la mía. Al pasar ella junto a nosotros Rine susurró un innecesario: «Buena caza», al que no tuve que dar gracias sino tomarlo como un cumplido a mi eficacia de Casanova casado: el cazado caza quiere. Era realmente para reflexionar: parecería que el matrimonio me hubiera conferido una especial cualidad en mi habilidad de levantar mujeres en la calle, que antes se mostraba una actividad azarosa por no decir difícil. Verdad que eran casi mediados los años cincuenta ahora y que la habanera tú había cambiado mucho desde los días en que le cantó Sánchez de Fuentes. En apenas cinco años había pasado la habanera de la pasividad y la sumisión a la moral machista a una actividad sexual marcada por el número de ellas que viajaban solas, iban al cine solas: salían solas y aceptaban invitaciones instantáneas de un extraño que ya no era el enemigo, para pasear, para comer (borrando el habitual aviso: «Sólo para familias», convirtiéndolo en un letrero apagado), para ir a beber y a bailar en los más recónditos night-clubs, movimientos que conducían a lo peor (o a lo mejor, según se mire) y una posada ya no era la antesala del averno. Pero mi aproche se había vuelto atrevimiento, y esa audacia extra me la había prestado la seguridad de tener una mujer dispuesta en la casa que no corría el riesgo de dejarme de un momento a otro, como Carmina y Virginia y la misma Julieta o tener que hacer la vista gorda a las muecas malcriadas de Dulce (por siempre Rosa) Espina. Eso que Silvio Rigor llamaba tan bien una «crica propia», producía la base de la seguridad de un cuarto de uno. Ésa fue la explicación que yo también le di entonces a mis tropismos tropicales, aunque no dejaba de maravillarme que apenas ocho años antes fuera tan ardua no la comunión con una mujer sino la mera comunicación.
Ahora la rubita con el niño se paró a esperar su otra guagua con la transferencia en la mano (yo ni siquiera tomé la precaución de pedir una transferencia creyendo que ella viviría por los alrededores, pero al verla detenerse en la parada mucho más tiempo del que le tomaría cruzar la calle, comprobé que estaba esperando una nueva guagua aun antes de ver el papelito perforado entre sus dedos minúsculos) y como no había más nadie debajo de la P procedí a abordarla allí mismo. No empleé en mi aproche el usted que era el rezago social de la provincia, del pueblo, donde todo el mundo era tan formal con los mayores y los extraños (donde mi bisabuela llamaba a su marido de usted y usaba no su nombre sino su apellido!) y le dije de entrada: «¿Qué tal?», y al responderme ella: «Bien», proseguí: «¿Para dónde vas?». (En otra época habría sido un principio demasiado confianzudo, una introducción íntima, sobre todo por su aspecto de muchachita decente, pero me respondió automáticamente:) «Voy a la calle Cienfuegos», y añadió lo que era casi una invitación impresa: «A dejarlo allí», refiriéndose al niño, que evidentemente no era su hijo, casi como una carga. (No sé por qué conservaba aún la noción de que era más complicada la relación con una mujer casada, todavía más si tenía niños, cuando el futuro —y aun el pasado, el de Zulueta 408 por ejemplo— me demostraría lo contrario). No dije más porque ella no hablaba con soltura, lo que podía indicar que era del campo, tal vez de uno de los pueblos cercanos a La Habana o tal vez fuera tímida —pero su facilidad para el abordaje no indicaba precisamente apocamiento. Estuve junto a ella hasta que vino la guagua, sin que se nos uniera otro futuro viajero, por suerte. Digo por suerte porque un tercero habría complicado la relación, convirtiendo en embarazo gestos como ese que hacía ahora de ayudarla a subir (a pesar de que su agilidad adolescente no precisaba de mi ayuda) al vehículo cogiéndola por un brazo, que comprobé suave al tacto, blando a la presión, fácil a la aprehensión. Nos sentamos juntos y nada delataba que no fuéramos una pareja (o mejor un trío, contando con el niño que de silente se me hacía invisible a veces) si no hubiera sido que ella entregó su transferencia y yo tuve que pagar. Nos bajamos bastante lejos de la calle Cienfuegos y recuerdo haberme preguntado por qué ella no había cogido otra guagua que bajara por la calle Reina, por ejemplo, que quedaba más cerca de su destino. De todas maneras la lejanía de la calle San Rafael de la calle Cienfuegos me permitió no tanto hablar con ella (en realidad nunca hablé menos con una mujer o con una muchacha acabada de conocer: me habría visto impulsado a actos de desequilibrio verbal de haber sido ella una de esas habaneras todas si no elocuencia al menos oralidad, simpática garrulería, que por mera simpatía inducía a la propia verborrea) como acariciarle más que tomarle el brazo, comprobar su estatura escasa (era la muchacha más menuda que había conocido) y hasta calcular su facilidad —que confieso que era para mí una intriga no sólo en ese viaje de entrega del niño adoptado, sino aun cuando regresábamos los dos solos. La esperé en la esquina de Cienfuegos y Apodaca, calle con que me había encontrado desde el principio de mi llegada a La Habana y que siempre me sonó a algo indefinido entre una fruta desconocida y una mala palabra. Me dispuse a esperarla pero sin darle mucho tiempo porque no tenía gran esperanza de que reapareciera (mi vieja duda) y ya me iba a ir, al rato de desaparecer en una de las puertas de esa cuadra de Cienfuegos, cuando reapareció, rubia y rápida, caminando hacia mí ligera, y al llegar me sonrió: menos que eso: el esbozo de una sonrisa bajo el bozo, una tentativa de sonreír que tal vez su timidez le impedía completar: ni siquiera Leonardo habría llamado a aquella mueca una sonrisa. Echamos a andar, desandando el camino que habíamos hecho antes, recorriendo a la inversa la plaza de la Fraternidad, ese enorme espacio abierto que es algo más que una plaza, un descampado que apropiadamente se llamó en la colonia y primeros tiempos de la República Campo de Marte, marcialidad copiada pero más apta que el pomposo nombre nuevo, sitio notable únicamente porque contiene en su centro esa admirable ceiba, fatalmente acorralada en su cerco de metal, el parque propio refugio de mendigos y desahuciados, esos vae victis que en los años cuarenta se llamaban, casi irónicamente, habitantes. Habíamos dejado los dos a un lado lo que era una de las esquinas pecadoras de La Habana, donde estaba la vieja academia de baile de Marte y Belona, y por ese tiempo, por el tiempo en que esa muchacha silenciosa y yo atravesábamos la complicada madeja de calles y tráfico encontrados, era una ruina vacía, un hueco que condenaba las deliciosas veladas bailables pasadas (conocidas de oídas, pero no, ay, de vista) por tantos habaneros correntones, corridos al olvido o al recuerdo —que es lo mismo: sólo se recuerda lo que está olvidado. Seguimos por la acera de los jardines del Capitolio, recibiendo las emanaciones edílicas de su parte trasera, pedos políticos, que era la entrada de senadores y representantes en tiempos republicanos y reducidos ahora a meros consejeros consultivos batistianos. Pero yo no pienso en posiciones políticas sino en la estrategia erótica de cómo coger por la calle Barcelona y hacer entrar a esta muchacha en la posada que queda, conocida caca de citas, frente al periódico Mañana, pero yendo ahora por Industria, no por Amistad, caminando con ella bien cogida de mi mano por su brazo inerte: porque ella no intenta irse y se deja llevar. Cruzamos la calle y cogemos la acera indicada de Barcelona: no faltan más que unos pasos para encontrar la entrada discreta. Afortunadamente no viene nadie por nuestro lado ahora y, cuando ya estoy a un paso exacto de la puerta, la fuerzo a doblar como si fuera la esquina para entrar por la puerta, desviándome lateralmente, dando un paso hacia el lado y ella entra en la posada, en pleno día, como si lo hubiera hecho toda la vida. Pero ¿quién me dice que no lo había hecho? Es verdad que es muy joven, una niña, como protestó Rine: es lo que pensé y casi simultáneamente, inmediatamente me acordé de que no le había preguntado su edad. Por otra parte, ¿cómo iba a hacerlo? Tratar de saber cuántos años tenía hubiera sido delatarme, aunque yo les había preguntado a otras mujeres jóvenes la edad antes sin crear conflicto. De todas maneras era muy tarde ahora: si era menor o mayor de edad era mero debate, pero las consecuencias negativas serían un juicio, un veredicto y una sentencia: un año, ocho meses y veintiún días. Silencioso (yo) y dócil (ella) subimos los pocos escalones empinados, yo calculando cómo reaccionaría ante la taquilla y el cuarto, ella pensando sabe Dios qué —¿qué piensa la mujer cuando va a acostarse por primera vez con un hombre, sobre todo cuando ese futuro compañero de cama no es un camarada ni siquiera un conocido sino un completo desconocido? En otra época se me ocurriría que habría podido matarla y nadie hubiera encontrado al asesino, Jack the R.I.P., los únicos posibles testigos un niño sin mucho juicio, casi un morón, no un mirón, y un empleado de una posada cuyo oficio consiste en no ver nunca la cara de los clientes. Pero no hay crimen perfecto: Rine, a pesar de ser Leal, será mi delator. «Sí, señor juez, vi al acusado levantar a una mera niña a alturas de vértigo virginal». Exclamaciones y miradas culpables del juez. En ese día, en esa tarde, en ese momento lo que se me ocurrió fue buscar ese habitáculo cuyo nombre nunca aprendí de la lengua libidinosa habanera y que se podría llamar taquilla (como en los cines: a cambio de dinero propician un espectáculo) o carpeta (como en los hoteles mayores) o tal vez portería (en un edificio de lujo), y al encontrar el cubículo casi obsceno pedir una habitación y añadir automático: «Por un rato». Me dijeron el número de la habitación disponible después de decir el Caronte en tierra: «Dos pesos» (la carne es cara, ay, aun para el que lee libros), yo tratando de mantener a mi compañera en el anonimato, añadiendo a su sempiterno silencio (debe ser de familia) la ocultación por mi persona interpuesta. Caminamos hacia la habitación, que estaba abierta, esperándonos, la hice entrar a ella primero y luego entré yo, como depredador por su casa, cerrando la puerta. No me había molestado en pedir tragos no sólo porque era tarde (no porque mi mujer pudiera sentirme aliento a alcohol: después de todo siempre podía culpar a unos rones con Rine), sino porque ella, esta muchachita, en su apariencia de extrema juventud, de niñez ñoña, no parecía ser capaz de disfrutar mucho la bebida.
Cuando cerré la puerta detrás mío nos quedamos enfrentados por la cama que ocupaba casi todo el cuarto: se veía enorme, un leviatán blanco, pero no era porque la cama fuera en realidad grande sino porque el cuarto era minúsculo: nos habían dado la habitación más exigua del hotel, casi un closet para el coito. Además de que contenía el usual mobiliario de coqueta, banqueta, dos sillas y esa mesa baja extra que siempre me pregunté para qué servía en los cuartos de posada. No tuve que decirle nada a ella: al volverme de mi inspección la encontré enfrentándome: ni siquiera había mirado el cuarto. Ahora me pareció más pequeña que antes —era porque se había quitado los zapatos y, descalza a mi lado, se pegaba a mí, buscándome, cariciosa. Nos besamos: ella besaba bien, sin demasiada avidez pero con sabiduría aprendida sabe Dios dónde o tal vez en ninguna parte: nacida con ella en ese pedazo de campo de Eros de donde era. Bajo la mano experta tenía una tetas duras y pequeñas, no como limones sino como bolas de cristal, abalorios de deseo, y yo ansiaba que la experiencia de la mano se convirtiera en testimonio del ojo. Como si le hubiera dado una orden en silencio ella se desprendió de mi abrazo, se hizo a un lado y comenzó a desvestirse. Bien porque estuviéramos en lo más fogoso del verano (era raro que una posada de la Habana Vieja tuviera aire acondicionado: ése era privilegio de El Vedado y Miramar) o porque ella fuera pobre, lo cierto es que no tuvo mucha ropa que quitarse: desnuda era aún más baja y más bella: tenía un cuerpo de una perfección reducida, no con las proporciones clásicas de una Julieta (Estévez, para diferenciarla de la Julieta isabelina) sino más cerca del fin de la Edad Media, sin ninguna de la amplitud del Renacimiento, en que el ideal se confunde con la realidad: era de veras una virgen, fugitiva ahora, de rodillas en el borde de la cama, ahora, luego en el centro de aquella ballena blanda, tendida a todo lo largo, mostrando algo que ya era evidente antes de desnudarse: no era rubia natural y tenía un triángulo negro, bien colocado, solamente que demasiado profuso: aquella extraordinaria cantidad de pelo oscuro contrastaba con su cuerpo diminuto, con su blancura, con su misma melena corta, que la hacía una muñeca, tanto que pensé que podía jugar con ella en mis manos. La estuve mirando callado, mi silencio del momento haciendo parejas a su silencio de siempre, eterno. Empecé a desvestirme, contrariamente a lo que haría en el futuro, que me quitaría la ropa y esperaría la aparición de mi compañera de turno, desvestida en el baño o en un rincón oscuro, apareciendo ella entonces en todo su esplendor, iluminada por mi linterna. Pero antes de quitarme la ropa, aún sin haberme librado de los pantalones, todavía con los calzoncillos puestos, me imagino que desde el momento en que se separó de mí, tal vez antes: desde la entrada en la posada o durante la caminata por las calles de La Habana capitolina o quizás ya en la guagua, cuando la distinguía entre las otras pasajeras, señalándola a Rine y declarando: Esa camina —sabe Dios desde cuándo supe lo que iba a pasar, lo que me pasaría, lo que me pasó. No lo remedió que terminara de quitarme la ropa exterior, que me quitara los calzoncillos, que me quedara completamente desnudo (se me olvidaron los calcetines: me los quité) y me colocara, más que me tirara, encima de aquel cuerpo menudo que era tibio en la calle pero a pesar del calor del cuarto estaba frío ahora: nada logré con restregarme contra su bajo vientre: no ocurría nada y nada ocurriría: no se me paraba: como con la primera puta profesional, como a medias con la trotacalles negra, estaba atravesando una inhibición total: a todos los efectos era un impotente. No lo pensé entonces si no ahora: he aquí que como King Kong sabía levantar a la muchacha, llevarla a un lugar conveniente y escondido y oscuro y no poder hacer nada con ella. Ésta era una falsa rubia, pero ¿quién me dice que Fay Wray en la cueva del simio sexual y, en lo alto del Empire State, no fuera igualmente rubia púbica? Fue un momento de embarazo, pero esta vez ante mí mismo solamente: no había compañeros esperándome a la salida del cuarto ni iniciador a quien tener que referir mi actuación. Solamente yo y mi ego del tamaño de un gorila gigante: ni siquiera mi conquista diminuta contaba, porque ella se había quedado yerta bajo mi cuerpo, sin moverse, sin hacer nada, sin buscar nada, sin esperar nada. Salí de encima de ella y le dije que nos vistiéramos. Lo hizo con la misma pasividad (o la misma obediencia) con que se convirtió en mi compañera, con que me acompañó a la posada, con que se desnudó y se metió en la cama enorme, inerme. Era casi de noche cuando cogimos una guagua que subía por Reina por un día. Estaba llena y ella se sentó en el único asiento atrás, viajando yo de pie a su lado. Ya llegando a Carlos III me dijo: «No me has dicho tu nombre», casi como una queja social. Se lo dije pero solamente mi nombre de pila. Volvió a hablar, esta vez para hacer una pregunta: «¿Dónde te puedo llamar?». Le dije que al trabajo y al pedirme el teléfono le di no el número de Carteles sino del periódico Mañana —donde hacía casi cinco años que no trabajaba.
Domésticas, manejadoras, sirvientas, cocineras y hasta institutrices quedaban englobadas en La Habana en una sola palabra casi mágica en el glosario amoroso: criaditas. Para mí eran el Sato Grial y las buscaba por todo el mundo conocido hasta encontrarlas. (Ya conté cómo hallé el pájaro azul, esa ave feliz, en el patio de mi casa: una belleza extraordinaria, Hedy Lamarr habanera, niñera que luego sería una modelo notoria, mantenida de un magnate, actriz de fama, finalmente la esposa siempre presente en todas las recepciones diplomáticas de un militar de alta graduación y, como colofón, amante del máximo macho —más lejos no podía llegar en posición horizontal—, en lo que sería por el tiempo de mi hallazgo un futuro tan infinito como el más remoto pasado ahora). Ese orbe oscuro eran los parques cercanos a casa, a veces ahí mismo en la avenida apagada o por la Quinta Avenida —criaditas de postín como quien dice. El matrimonio no me hizo perder la costumbre, esa querida querencia de derivar por las noches a los posibles sitios de reunión de lo que Silvio Rigor, con argentinismo de lecturas bioycasariegas pero también con intención drolática, llamaba mucamas, a veces, otras mucameras y, todavía otras, mucamables. El oro potable de los alquimistas que yo buscaba era encontrar una criadita, que trabajara y viviera de preferencia en Miramar, que tuviera un cuarto propio sobre el garaje y que me invitara a pasar la noche en su cama, mucama encamable, y por la mañana, como una imagen de una película de la que no recordaba más que esa escena o, mejor dicho, ese shot selecto, al vestirme, mirar con disimulo por entre las celosías y ver debajo de la ventana el auto flamante, con el chofer ya engorrado (preferiblemente entrado en años, de preferencia español para evitar a los habaneros rijosos aun en la edad provecta), esperando uniformado a la señora (ese apelativo unía a todas las variedades de criados, el chofer y el mayordomo incluidos, juntos en el hábito social servil de llamar a la mujer de la casa, por puta que fuera, la «Señora», y el hombre que pagaba esos servicios, cornudo cubano, el «Caballero», manera de señalar que incomodaba en extremo a Eloy Santos, que fue el primero en avisarme de esta costumbre para él corrompida, al contar cómo fue a ver a su hermano, que vivía muy bien, y al ser recibido por la criada con la frase: «El Caballero no está. ¿Desea ver a la Señora? ¿A quién anuncio?», respondió el Iconoclasta: «Dígale a esa plebeya que, ya que no está su eunuco, este ciudadano regresa a su morada»), con la puerta abierta sostenida por una mano, la otra quitándose la gorra y esperando el paso entaconado de la mujer bien servida, bien vestida, bien calzada, adelantando una pierna torneada lustrosamente por el nylon lejano, sentarse a medias en el asiento trasero y al alzar la otra pierna para entrar completa al auto, dejar ver tal vez el nacimiento del muslo, la terminación de esa media y, si esa visión era afortunada del todo, el pedazo de carne, tibia al tacto, entre el final de la falda y el comienzo (ahora visto desde arriba) de la liga negra. Esa ocurrencia pudo tener lugar a fuerza de ser buscada, pero en verdad nunca se hizo posible, las criaditas viviendo en su casa en zonas pobres de la ciudad, como Lawton Batista, Arroyo Arenas, Mendoza o habitando el interior de las mansiones donde servían. Pero no pocas pasaron del parque solitario, del mismo paseo central en la Quinta Avenida o en la avenida de los Presidentes o en Paseo, que esas tres avenidas tienen como característica estos jardines centrales que son paseos floridos, entre la vegetación tropical controlada por jardineros, arboleda abundante en la Quinta Avenida, escasa en Paseo y de término medio con palmeras en la avenida de los Presidentes: lo único que las diferencia en la topografía del recuerdo es que las dos avenidas de El Vedado corren de norte a sur, desde el mar o hacia el océano, y la que queda en Miramar va de este a oeste, empezando en el río Almendares y terminando en la zona modesta y musical de Marianao, llamada extrañamente Las Playitas, porque las playas no son visibles desde la avenida.
Pero no puedo recordar en cuál de las tres avenidas, todas convenientemente a oscuras, hice el levante que me enfrentó con el epítome de las criaditas, su arquetipo: la Criadita. Tiendo a pensar que fue en Paseo, o tal vez hicimos la cita para encontrarnos allí. Sí sé que ya llevaba algunos meses de casado pero no estaba cansado de mi búsqueda constante. Era rubia (teñida) y llevaba el pelo corto no porque siguiera la moda sino porque su pelo crespo, tal vez endurecido por demasiados tintes baratos, no favorecía la melena. Se lo peinaba hacia arriba y hacia atrás, por detrás de las orejas que eran, como las de muchas mujeres en La Habana, pequeñas y pegadas al cráneo. A pesar del pelo corto no tenía mucho cuello. Es más, no era esbelta: como tantas criaditas era más bien gorda, lo que ayudaba al parangón. Tenía grandes tetas que ella dejaba descubrir en descotes (o al menos descubrió la única noche que salimos) y no era nada fea. Tampoco era linda, si mi canon de criadita era Magaly Fe, pero para la criadita por antonomasia era atractiva. Tenía una nariz respingada y su boca era de labios demasiado finos para mi gusto. Sus ojos eran castaños claro, más bien pequeños y, sobre ellos, sus cejas afeitadas y pintadas de nuevo descubrían unos arcos superciliares redondos, bien cubiertos. Con todo era muy llamativa, y todavía falta una característica a su favor: sus piernas, que casi descubrí demasiado tarde.
Lo bueno que ocurría con las criaditas era que no había que perder mucho tiempo en preámbulos: nada de masacres de Eliot en un inglés que es un cuchillo romo, ni de letras latinoamericanas que oír alabar como si fueran cultura clásica. No había night-clubs a que llevarlas ni cine a que invitarlas ni conversación culta que iniciar: ellas sabían para qué era la salida, adónde se iba y cuál era su motivo único —y aceptaban de entrada. Así cargué con esta criadita —que se llamaba con un nombre que todavía no tenía ninguna connotación ulterior: Lolita: además ella no era una niña y yo no era Humble Humble —para la posada más a mano. Es decir, debía haber ido a la de 2 y 31 que estaba ahí apenas a unas cuadras, pero como nuestra reunión tuvo lugar en la parte baja de Paseo, llegando a Línea, decidí no subir la cuesta sino caminar con ella por toda Línea, hasta que la calle se encontrara con el río, y muy tranquilamente recorrer la escasa media cuadra que nos separaría entonces de la posada de 11 y 24. En realidad ésta era más cara y, de haber tenido que escoger, habría ido a La Habana, a visitar de nuevo los predios del Capitolio, adversos pero diversos.
Debí notarlo antes pero ni siquiera lo advertí cuando cerré la puerta a mis espaldas y ella se volvió hacia mí, rápida, y me preguntó:
—¿Has cerrado la puerta debidamente?
Todo lo que hice, de estúpido, fue responderle:
—Claro que sí.
Avancé hacia ella para hacer lo que no había hecho antes, cosa curiosa: darle un beso: excepto en Dulce y en mi mujer no me había encontrado con esos labios asombrosamente finos en un país como Cuba donde abundan, doble herencia andaluza y africana, los labios gordos, donde hasta tienen un nombre particular, únicos en español, cuando son de veras gruesos, de llamarse bemba la boca, palabra que el Diccionario de la Real Academia ha cogido por su sonoridad, no su sentido, y la limita a los labios de los negros solamente: mucha mulata, mucha blanca (Magaly es un ejemplo inmediato: su gloriosa boca era una bemba blanca), hasta rubias he visto desplegando sus bembas rojas al ojo avizor, mucho antes de que Marilyn Monroe pusiera el pout de moda en todo el mundo. Pero esta compañera de Paseo mía hasta hace poco, compañera de cuarto ahora y compañera de cama en un momento (espero), tiene los labios finos que deben venir de antepasados gallegos, de celtas en que el bezo no se hizo para el beso, los labios recogidos hasta convertirlos en dos horizontes paralelos. Es en este paisaje imposible que la cojo entre mis brazos y la beso, pegando mis labios gruesos a los suyos finos, frotando mi boca contra la suya, abriendo más esas dos rayas que son toda su boca, metiendo mi lengua hasta tropezar con su lengua que viene a buscar la mía y en el beso largo, que desparrama más sobre su cara la pintura que no llevaba en los labios que no tenía sino en la zona nada erógena que rodea la abertura antes alimenticia, formando un falso borde que no por rojo vivo llega a ser labios, y se retira un momento para murmurar dentro de mi boca:
—¡Ay, chino!
He sentido su olor pero no es esencia sino perfume de talco, el mismo talco boratado que compraba mi madre en Monte 822 para atenuar el olor extraño que se adhirió a nuestra ropa, a nuestro pelo y, sobre todo, a nuestro cuerpo en el cuarto prestado de Zulueta 408: ese talco barato es el perfume de La Habana pobre. Pero ha sido un viaje momentáneo porque estoy en transporte amoroso y con una mano le he cogido a esta Lolita descomunal la mayor cantidad de teta posible (que basta con cogerle una sola) mientras con la otra mano, bajando el brazo, le agarro las nalgas gordas (éstos son sus labios traseros: una bemba vertical), mientras la empujo hacia mí por debajo, pegándola contra mi elevación frontal, frotándola contra su bajo vientre (que queda realmente debajo de su vientre, abultado, haciendo pareja con su nalgatoria prominente), moviendo mis caderas contra las suyas también en movimiento casi circular y de pronto ella consigue zafarse de este doble abrazo, separar mi mano de sus tetas, quitar la otra mano de su culo y, echándose hacia atrás, me mira y me dice:
—Júrame que me amas con todas las fuerzas de tu corazón.
Me quedé completamente pasmado: no sólo por la declaración, hecha con una pasión falsa, sino por la enunciación clara, distinta, ella que hasta hace muy poco, por Paseo, en el camino, hablaba con la ausencia de ese habanera y además de un dejo popular que no sólo convenía a su tipo sino a su oficio. Casi iba a decir: «¿Cómo?», cuando ella volvió a hablar:
—Tienes que jurarme amor eterno o no conseguirás seducirme, Rodolfo.
¡Era el colmo! Dejé de mirarla, de tocarla (imposible hacerlo ahora con la doble separación semántica y física), de desearla casi para admirar su metamorfosis. Entonces fue que dio dos pasos hacia atrás, con la misma manera de caminar contoneándose que recordaba una versión vulgar de Julieta Estévez, para volver a hablar:
—¡Ah! Tal como lo sospechaba. No puedes pronunciar palabra. Eres un falso y un vil. Sí, un vil.
Y caminó un paso más, se volvió y se echó sobre la cama, bocabajo y rompió a llorar. No, a sollozar sin mover apenas el cuerpo pero haciendo un ruido extraño con la boca y tal vez con la garganta, tan profundo era. En ese momento, entre mi asombro absoluto —¿qué le había hecho yo para causar tal desconsuelo?— pude ver sus piernas, el vestido recogido mucho más arriba de la rodilla, las sayuelas o la sayuela doble revelando el nacimiento de sus muslos y haciendo más largas sus piernas, que se mostraban gordas, lo que no me sorprendió, pero delicadamente torneadas, insospechadamente construidas con esmero, en una mujer, más bien una muchacha, que no tenía nada delicado en su cuerpo. Sentiría la misma sorpresa muchos años más tarde al ver una foto de Mae West mostrando sus piernas perfectas. Me acerqué a ella, a la dueña de aquellos miembros bien formados, absolutamente fuera de contexto, inclinándome sobre la cama, tratando de saber cuál era el origen de que se sintiera tan miserable.
—¿Qué es lo que pasa?
No dijo nada pero dejó de llorar.
—¿Qué he hecho?
Se volvió hacia mí y pude ver su cara: no había el menor asomo de llanto. Pero fue más asombroso lo que dijo:
—Dice mami que cuando un hombre nada más que desea a una mujer no puede haber amor entre ellos.
Las palabras seguían a medias el discurso anterior, pero la enunciación había cambiado, el tono no era el mismo.
—Pero si yo te quiero —le dije, mintiendo obviamente: la acababa de conocer, había hablado nada más que otra vez con ella antes de concertar esta cita que era obviamente (tan obvio para mi como para ella) sólo para meternos en la cama.
—Mi marido, quiero decir mi ex esposo, no me amaba lo suficiente, por eso tuvimos que romper definitivamente.
—Sí, me doy cuenta —no me daba mucha cuenta. La vez anterior ella había hablado de que se había fugado con alguien y ahora estaba sola. En este momento ese amante se convertía no sólo en su marido sino en su esposo.
—¿De veras que comprendes?
—Sí, amor, te lo juro —algo de su tono se había contagiado al mío porque se sentó en la cama y me echó los brazos al cuello y me besó, no sin decir después, en otro tono, en el suyo: —¡Ay, mi chino! —y agregar enseguida—: ¡Te quiero más que el carajo!
Cuando me besó yo salí de mi asombro pasando mi mano por una de sus piernas y subiendo enseguida más arriba hasta los muslos, llegando a los pantaloncitos. Ahora ella dijo:
—¿Mi chino me quiere ver encuerá? —que era el colmo de la expresión popular habanera, pero no perdí tiempo en decirle que sí. Mi asentimiento mudo —bajar la cabeza— fue para ella como apretar un botón y comenzó a quitarse la ropa con tal velocidad que yo no pude seguirla con la mía, a pesar de que no llevaba mucha ropa esa noche calurosa. Enseguida estuvo desnuda. Aparte de las piernas largas y bien torneadas y los muslos que repetían el dibujo de sus piernas —que hacía su torso aún más breve— todo lo demás era grasa, las grandes tetas contribuyendo al aspecto de gordura, y aunque su vientre era demasiado amplio para mi gusto, había en ella una belleza cruda que de inmediato acerté de qué naturaleza era, a qué recordaba. No, de quién era calco: de Bola de Sebo: el original había desaparecido en la literatura pero ésta era una copia fiel: era mi bola de sebo. Ya desnudo, dejando caer pantalones, calzoncillos y camisa (no se lleva chaqueta a la caza de criaditas) en cualquier parte sin tener, como el Duque de Windsor, alguien que los recogiera por mí, los ordenara y los planchara después de quitarle el polvo del piso de la posada, me metí en la cama. Ni siquiera había apagado la luz (ella no había sido innecesariamente púdica) y ahora veía toda esa carne pálida (no era tan lívida como Dulce (nada Rosa) Espina, o dorada como Julieta Estévez, pero sí era más clara que mi mujer) que aumentaba en espesor desde los muslos, con un monte de Venus que era un promontorio que se continuaba sin solución en la montaña de su barriga (aun en posición horizontal era prominente y nada fláccida), y el estómago abultado daba paso a las dos tetas que ni siquiera el escote anterior hacía prever su enormidad, su descomunal tamaño, una rivalizando con la otra por ganar la eminencia de masa en su pecho, las dos dirigidas al frente todavía, sin dejarse caer por la fuerza de la gravedad a los lados. ¡Dios mío, nunca había visto tanta cantidad de carne viva! Hundí mi cabeza (no podía decir que fuera mi boca solamente la que se engolfara en tanta obesidad obsesiva) entre los senos, dirigiéndome del uno al otro, para tratar de mamar lo más posible, mientras la penetré con extrema facilidad, mi miembro avanzando apenas por entre desfiladeros blandos hasta su cueva anegada. Ella había comenzado a moverse con fuerza rotatoria, cada vez mayor ahora, en giros amplios, en convulsiones cóncavas, haciendo que se me saliera casi en cada rotación, al tiempo que decía las obscenidades más minuciosas. No gritaba como Julieta, mujer en celo, ni exclamaba como Dulce, pseudopoéticamente (tal vez buscando todavía equivalencias literarias entre la selva y singar) pero sí se refería ella a mi pene, a su vagina, a la unión de los dos, a la cópula con una variedad de nombres suficientes para componer un diccionario de malas palabras —si no fuera que luego, al tratar de enumerar lo que había dicho exactamente, me encontré que eran solamente una o dos palabras repetidas (pinga, bollo, métemela más: sobre todo esta última frase dicha como una sola palabra) y que la variedad era una mera ilusión producida por su pronunciación, por el tono de su voz, por los quejidos con que acompañaba cada eyaculación (y no le doy el sentido genital, por supuesto, sino gramatical) y que era otro triunfo de su enunciación: la carne hecha verbo.
Cuando terminamos, aun sin terminar casi, comenzamos de nuevo y lo hicimos tres veces. No puedo decir cuántos orgasmos tuvo ella pero por sus nombres los conoceréis y sus apelativos fueron constantes, mientras se movía sin cesar en rotación recurrente. Fue al final que ella me concedió:
—Unca gosé así con mi marío!
Estaba descifrando su mensaje cuando me dijo, me preguntó:
—¿Qué hora es?
En esa época —exigencias del oficio— ya usaba reloj y le pude decir:
—Las diez y cuarto.
—¡Mierda! —exclamó ella—. Se me hizo tarde, coño —y yo creí que tenía alguna otra cita y ya iba a dejarme ganar por unos celos que no por absurdos eran menos verdes, cuando añadió—: ¡Se me pasó la Novela del Aire!
La Novela del Aire comenzaba su radiación con un lema meloso declamado por el locutor que era a la vez el narrador, que decía: «Ábrense las páginas sonoras de la Novela del Aire para brindar a ustedes la emoción y el romance en cada capítulo», y al venirme automáticamente a la mente este introito ad altare Dea descifré enseguida el enigma de mi interlocutora, ésta que me había enviado el incomprensible mensaje en clave de sol:
—Serás en mi vida un amante único porque has logrado tocar las fibras más intimas de mi corazón!
¡Era de ahí de donde ella sacaba su vocabulario extraordinario y más aún su enunciación perfecta, inusitadamente culta! Todo su diálogo (es decir, su parte alícuota) estaba tomado de la Novela del Aire, de la Novela de la Una y hasta tal vez de la memorable Pantalla Sonora: el cine del ciego radial. No me quedó duda: mi amante actual, ese montón de carne y extrañas declaraciones de ahí al lado, pedía prestado a la radio no sólo su lenguaje sino sus sentimientos —o mejor, subordinaba sus sentimientos aparentes a un lenguaje que era para ella ideal. Solamente me extrañó que lo obtuviera, casi clandestinamente, de la radio y no de la televisión ubicua. Pero no duró mucho mi asombro al comprender que eran las palabras las que ella tomaba prestadas para acomodarlas a las situaciones de su vida y la televisión, al ser un medio visual, interfería con su necesidad verbal. Me volví a ella para mirarla con otros ojos, para admirarla, y fue entonces que pronunció su declaración más contundente:
—Tú singas bien, chino —me dijo, como el colmo de un cumplido—, ¿pero tú sabes cuál es tu dilema? —y antes de permitirme preguntarle cuál era mi dilema sexual, siguió con su último veredicto—: La tienes muy chiquita.
No es por barajar arbitrariamente las cartas del recuerdo (la memoria es una traductora simultánea que interpreta los recuerdos al azar o siguiendo un orden arbitrario: nadie puede manipular el recuerdo y quien crea que puede es aquel que está más a merced del arbitrio de la memoria) sino porque la he recordado última que relato ahora la que fue mi primera escapada —llamarla aventura sería insultar a Julio Verne— después de casado. Debió de ocurrir dentro del mismo mes de mi boda, apenas unos días después de haber regresado de la luna de miel (un viaje a Trinidad, ruinas recurrentes, rodeando un centro de sangre, desfloramiento y ataques de histeria), mejor llamarla la sangrienta luna. Al volver a trabajar, esa ocurrencia temprana, cuando no había la exigencia tiránica del sexo periódico, del hambre de hembra (frase que si fuera homosexual hubiera quedado mejor en hambre de hombre) que había padecido antes, lo que demuestra que detrás de mi timidez paralizante (o a veces impelente), de mi búsqueda incesante de una mujer, preferiblemente una muchacha, había un donjuanismo latente. Yo estaba, por supuesto, mal equipado para el papel de Don Juan: no era bien parecido, nada bizarro, y solía sentir pena por las mujeres. Aunque mis lecturas, mi contacto con la cultura, el mismo hecho de que escribiera me confería cierto carácter aristocrático adquirido con respecto a las mujeres que frecuentaba —al menos en esta época. Era mi relación con las muchachas de Vanidades, revista femenina que tenía que corregir, lo que me daba acceso no sólo al sanctasanctórum de las mujeres sino atisbos de su mentalidad. Había en este harén hacendoso varias muchachas atractivas, y tal vez la más atractiva era la secretaria de la directora: he aquí alguien con quien podía hacer pareja, si no intelectualmente, al menos afectivamente. Pero mi matrimonio a destiempo vino a interrumpir mi desarrollo.
Pero esta mujer que conocí (porque era decididamente una mujer, mucho más madura —aunque no tuviera treinta años— que las otras mujeres con que había andado, meras muchachas, y su carácter estaba sólidamente formado: al menos sus carnes eran sólidas y, ya se sabe, la carne es como el carácter) la encontré en una guagua. (Al revés de lo que auguraba Silvio Rigor sobre lo que iba a encontrar un día en una guagua, en realidad llegué a hallar a la diosa blanca en una guagua un día, pero ese encuentro pertenece al futuro). Venía de regreso de Carteles y, como muchas veces, viajaba de pie. La vi enseguida y respondí al llamado de la savia. Logré avanzar por el pasillo colmado hasta estar cerca de ella, no sólo porque era atractiva (después descubriría que era muy atractiva) sino porque era la única mujer visible en el vehículo y además, al mirarla, ella me devolvió la mirada, interesada. Iba sentada fatalmente en el asiento de la ventanilla, por lo que no pude acercarme más, tal vez rozar su cuerpo con mi pierna y mucho menos hablarle de gladiadores y de fieras, como recomienda Ovidio. Pero nos miramos. Era rubia, teñida pensé primero, pero pude luego rectificar esa idea errónea. No llevaba los hombros fuera sino que iba vestida con dulce decoro y se sentaba casi modosa. De no haber sido por su mirada de ojos claros que se fijaban en los míos habría pensado que era demasiado seria, una institutriz inglesa en el trópico. Viajamos todo el tiempo sin cambiar de posición y la habría dado por perdida, es decir por olvidada, si al llegar a mi destino y disponerme a abandonar aquella comunicación de miradas telegráficas, ella se levantó y anunció al conductor con voz clara: «En la esquina». Así bajaríamos en la misma parada.
Yo salí primero pero esperé a que ella se bajara y, cuando las luces del semáforo permitieron cruzar la calle, ella lo hizo, prácticamente en la misma dirección que yo debía tomar. Fue ya en la acera contraria que la abordé. La saludé y ella me respondió el saludo con una voz más agradable que aquella con que se dirigió al conductor: su voz era baja y bastante cultivada. Ya adivinaba su profesión: aya madrina. Inmediatamente empecé a tutearla (aprovechando el avance no social sino sexual que significaba comenzar por tutear a una mujer desconocida) y le pregunté: «¿Vives por aquí?». Enseguida me respondió, sin la menor molestia: «No, vivo en La Víbora». Venenoso barrio, pensé antes de que ella agregara: «Pero trabajo por aquí». Le iba a preguntar que en dónde cuando ella voluntariamente me ofreció toda la información: como espía del sexo no tenía precio. «En el Hospital Infantil», dijo. «Soy telefonista. Ahora hago el turno de la noche. De seis a doce». Me vi obligado a interrumpirla: eran más datos de los que podía controlar.
Ah —le dije—, por eso es que me parecías conocida. Yo vivo por aquí —gesto vago de la mano, parte prudente que no quería decir exactamente dónde.
—Tal vez te recuerdo a mi hermana.
—¿Tu hermana? —¿serían telefonistas gemelas? Las hermanas Bell: ella sería Gloria Graham Bell.
—Sí —continuó ella seria—, yo soy hermana de Gladys Ronay.
No añadió la pregunta de si la conocía porque Gladys Ronay era muy conocida. Se trataba de una modelo que había sido una vez rumbera y ahora anunciaba una marca de cigarrillos y estaba en todas las revistas y en la televisión y en vallas ubicuas, y tenía una cara tal vez bella pero un cuerpo decididamente espectacular. Su hermana —que se llamaba Deborah Delia, me dijo— no tenía la belleza de Gladys Ronay, pero me gustaba más: en su versión menos llamativa, ella era mucho más atractiva. Además, yo no podía aspirar a obtener de Gladys Ronay algo más que un autógrafo. Se decía que ella era de origen húngaro y tal vez esto explicara los ojos rasgados en medio de una belleza rubia, genéticamente genuina, pero Deborah (me deshice del Delia) tenía unos ojos redondos, algo grandes y nada exóticos. No era muy alta, aunque ahora, caminando a mi lado por la calle F, pasando frente a los Pino Zitto, dálmatas (pensé que no faltaba más que encontrarme con Sandú Darié, pintor rumano, para tener mi balcón a los Balcanes), tampoco era demasiado baja. La acompañé hasta la puerta del Hospital Infantil, no sin cierta cautela de casado pues estábamos no sólo en la misma calle 27 (aunque la entrada del hospital quedaba un poco más arriba) sino a una cuadra casi de mi casa. Le dije mi nombre y quedé en que la llamaría —pues a mi nombre respondió ella con su número de teléfono para infantes enfermos.
La llamé desde Carteles, quedándome tarde a propósito más de una vez. Su voz más clara y distinta por teléfono y no habiéndola visto de nuevo, me la imaginaba no sólo alejada de su hermana, reproducida rubia, sino más húngara de lo que nunca podría ser ella. En una de las llamadas quedamos que nos veríamos, que iríamos al cine juntos, y acordamos que el sábado siguiente, por la tarde, me esperaría a la entrada del cine Radiocentro. Ella no trabajaba los domingos pero, por su puesto, el domingo era un día complicado para mí, mientras que en Carteles no se trabajaba más que medio día el sábado: así el sábado por la tarde era una ocasión perfecta para una cita judía. ¿Era ella judía? No, ella era católica húngara: la cruz la defendería del vampiro.
Acudí temprano a la cita pero ya estaba esperándome ella bajo la marquesina, protegiéndose del sol de la tarde que era más bien de mediodía (¿será por ese sol vertical que los cubanos tienden a llamar mediodía a la tarde?), puntual como buena telefonista acudiendo a la llamada, yo convertido de la impuntualidad misma que era a la exactitud en persona por obra y gracia del amor, frase que se convertía de dicho en hecho: la obra de amor ganada, la gracia del amor buscado. Cuando llegué a ella (o tal vez mucho antes: al cruzar la calle no en diagonal como dictaba mi anhelo sino en forma de L, obedeciendo al semáforo o más bien al policía celoso que guardaba el tránsito como si los autos fueran su amor) vi que aunque era sábado llevaba su vestido dominguero: tan espectacular era: dejaba fuera los hombros redondos, macizos, bajando en escote hasta mostrar el inicio de sus senos que el otro día adivinaba bajo el bulto de la blusa, descubriendo su espalda tersa. Al saludarla no eché una mano sobre toda esa carne desnuda sino que la cogí del brazo torneado, aunque no había calle que cruzar y solamente nos separaban del cine unos pocos pasos hasta llegar a la taquilla —donde el letrero que decía «Las puertas se abren a las tres» seguía imponiendo su advertencia de apertura como el día de 1948 que lo descubrí y me impresionó su extraña calidad literaria. No tuvimos que esperar mucho para poder entrar al cine, pero en ese poco tiempo a la intemperie de una mirada interesada (tenía que contar no sólo con los posibles parientes de mi mujer sino también con sus amigas, a las que tuve que conocer mucho antes de la acostumbrada y odiosa despedida de soltera, que mi mujer me resumió con una frase que revelaba su escándalo de alumna de convento: «¡Las cosas que he tenido que oír!»), colocándola de espaldas a la —entrada, yo mismo dando el frente al cine, conversamos de inanidades que su voz, tan bien cuidada como cuando estaba al teléfono, hacía interesantes porque había siempre en ella un dejo promisorio: lo que suena bien, empieza bien. Había escogido el cine y no un club porque el Radiocentro tenía fama de que en su parte superior (no había tertulia allí: todas las entradas valían el mismo precio, pero esa zona elevada equivalía al paraíso), en la última fila, ocurrían las transfiguraciones que Silvio Rigor prometía como posibles en varias partes del mundo pero, principalmente, en la literatura.
En cuanto entramos, a las tres en punto, nos dirigimos escaleras arriba, subiendo las terrazas artificiales que forman la platea extendida del cine y nos sentamos exactamente en la última fila, al medio, justo debajo de la caseta del proyeccionista, allí por donde salía el chorro de luz indistinto que mágicamente se convertía a lo lejos, sobre la sábana blanca distendida (y vertical, contrariamente a la función horizontal de todas las sábanas que en el mundo fueron hasta que la inventiva de los hermanos Lumière decretó su verticalidad milagrosa), en sombras que habían sido siempre para mí más verdaderas que la realidad con todos sus colores, su tercera dimensión, sus diversos planos sucesivos. No bien empezaron los avances, aun antes, cuando el Noticiero Nacional ofrecía noticias sabidas de sobra por los periódicos o por la televisión o más frecuentemente por radio, y cuyo único encuentro con el interés y la novedad eran los sainetes al final, en los que Garrido y Piñero eran los sempiternos Chicharito y Sopeira, el primero con la cara pintada de negro, con una peluca lanuda, con la boca blanca para imitar la bemba, y el segundo con su imposible, increíble acento gallego —pero no creo que siquiera fui espectador de ese eterno pero invariable intercambio semanal, de chistes y chascarrillos, porque estaba más interesado en pasar el brazo más posesivo que protector, la mano acariciante sobre aquella carne desnuda que prometía extenderse a todo el cuerpo tal vez aquella misma tarde. Pronto pasé la otra mano hacia los senos que aun en la oscuridad del cine se veían prominentes, Cárpatos de carne, y enseguida metí la mano por entre el elástico que conservaba la blusa en su lugar, precaria, llegando a tocarle casi toda la teta, sin poder llegar a los pezones que tendría túrgidos como en toda literatura (o imaginación) erótica que sabe lo que hace. Ella se volvió a mí, y de estar de perfil pasó a ofrecerme su cara llena y de ella la parte de mayor ofrecimiento, los labios. Comenzamos a besarnos sin ningún preámbulo, con una avidez que se reveló desde el principio. Sus besos no se parecían a ningún otro: la manera en que brindaba su boca, cómo tomaba mis labios, su búsqueda de mi lengua eran de distinta madurez: no había en ella nada de muchacha. Entonces decidí extender mis besos a su cuello, a sus hombros desnudos, a su espalda descubierta porque había hecho bajar más el borde del vestido. Ése fue mi error, aquí sufrí mi derrota. En vez de besarla, llevado por la inercia de los besos (lo que comienza como caricia termina siempre como herida), pero tal vez para mostrar una pasión posible, mordí su espalda. Ella se retorció en el asiento y la volví a morder, esta vez más fuerte y se produjo un sonido inesperado, un crac que me resultó agorero porque enseguida supe lo que había pasado: no le rompí la nuca sino algo más terrible: se me habían partido los dientes. Claro que su espalda no era de hierro y mi mordida mecánica: los que se partieron fueron mis dientes postizos. Me retiré de su cuello y de su cuerpo con mis dos dientes en la boca, tratando de evitar que los viera, que supiera lo que había pasado, pero no pude reprimir una maldición.
—¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —preguntó ella, asustada.
—Nada, nada —le dije yo, imitando su repetición nada húngara, habanera.
—¿Te pasa algo?
—No —le dije—, vámonos. Me tengo que ir.
Ella, la pobre Gladys Ronay del pobre, no tenía idea de lo que había ocurrido y así, cuando me vio levantarme, me siguió. Salí, salimos del cine, yo guardando en mi bolsillo los dientes falsos, ella detrás de mí preguntando todavía qué había ocurrido. Insistí en que me tenía que ir y la dejé allí bajo la marquesina, esperando una explicación como había esperado mi llegada, sólo que en su cara debía de haber duda, extrañeza. Digo que debía de haber porque no miré hacia atrás a verla una vez más: la vez que la había visto esperándome fue la última: más nunca volví a saber de ella y, por supuesto, aunque mis dientes fueron reparados y pudieron mostrar una vez más su eficacia a la hora de la comida y en la sonrisa prácticamente perfecta, nunca intenté utilizarlos en menesteres para los que no habían sido hechos: es evidente que no eran dientes eróticos: no servían para morder la carne cruda.