FALSOS AMORES CON UNA BALLERINA

¿Alguno de ustedes, señoras y señores, ha intentado hacerle el amor (a la francesa) a una ballerina fuera de la escena? Quien haya iniciado esa aproximación habrá descubierto que es un acto virtualmente imposible de consumar, que las ballerinas (no me refiero a las bailarinas: esas resultan, por contraste, fáciles) son en realidad vestales de Terpsícore, casadas con el ballet como las monjas con Cristo, devotas de la danza. «La barra de práctica es su pene», me aseguró Juan Blanco, compositor de música para ballet, de ballets blancs. A mí me parecía que ahogaban sus penas de amor en la barra horizontal. He conocido a más de una ballerina (algunas tienen fama internacional ahora, por lo que no puedo nombrarlas: caballerosidad, además de miedo a las leyes contra libelo), jóvenes, simpáticas, aparentemente accesibles —y subrayo aparentemente. No hay nada más elusivo, siquiera a una invitación al baile, que una ballerina. Las he tratado con nombre corriente y nombre extraño, y la de nombre común insistía en hacer un pas de deux con el espejo, mientras la de nombre exótico afectaba un romanticismo lánguido que hacía de sus ojos lagos de los cisnes. Todas tenían la virginidad por sagrada, no sacra-ilíaca, y el menor movimiento que atentara alguien (en un cine, por ejemplo) contra su integridad virginal (no, por favor, vaginal) era acusado de obsceno y el autor de la movida en falso y en falta condenado al fin de la función. Esta fatal caída en desgracia me ocurrió varias veces más tarde en mi vida de balletómano, cuando me tuteaba con los tutús. Pero en el tiempo en que todavía era posible la iniciación tuve relaciones que puedo llamar, contradiciendo al título, «Amores con una falsa ballerina». Ella se llamaba Dulce (a quien yo llegué a llamar Rosa) Espina y la conocí en el salón de exposiciones de Nuestro Tiempo, cuando esta sociedad cultural vivía su época heroica en la calle Reina y no se había convertido en la organización pantalla comunista del mismo nombre pero de diferente dirección que tenía su sede en El Vedado —no lejos, apenas dos cuadras, del paseo que se llamaba, tautológicamente, Paseo, avenida que vino a tener una gran importancia en mi vida amatoria y nocturna y que me gustaba porque era una alameda que se extendía sobre sucesivas terrazas naturales hasta el mar. Muchas veces la recorrí con mi falsa ballerina, aproximándome a la posada que queda a una cuadra del final del paseo, tratando de convertir en amante a mi amorcito —cariñoso diminutivo habanero cuyo uso debo a mi amigo Calvert Casey, muerto de amor en Roma.

A ella la conocí en Nuestro Tiempo, pero debo decir mejor que la vi en Nuestro Tiempo. Fue en una exposición de cuadros cubanos donde fijé en mi retina romántica a una muchacha delgada (después sabría que era flaca), de senos sobresalientes (luego vería que era toda tetas) y rubia (más tarde descubriría que era una seudorrubia) y una celestina se encargó del resto. Una amiga, Cuca Cumplido (cuentista que derivó hacia la novela rosa radial con previsible facilidad) nos presentó y retuve la visión rubia, tetona, casi teutona —con las coñotaciones de su nombre en mente. Dejamos de vernos un tiempo, cuando pasé por una época de extrema tensión sexual (abandonado en mi isla por Julieta, sin Venus Viernes en mi naufragio nocturno) y solía recorrer la avenida de los Presidentes de noche —versión joven del viejo con el gabán sucio— vistiendo una capa de agua de nylon verde transparente a la que la oscuridad de la avenida hacía impenetrable, buscando una mujer solitaria sentada en el paseo, una peatona propincua, una paseante (que yo soñaba con mi misma ansiedad amorosa) que nunca pude encontrar y el recorrido incesante en mi jaula plástica terminaba en masturbaciones móviles bajo el impermeable, que así servía no para guardarme de la lluvia (imaginaria, existente: season seca) sino para proteger el pavimento de las poluciones, el esperma escurriéndose por la capa —que siempre acababa por limpiar cuidadosamente, de regreso, en secreto, en el baño privado. Uno de los enigmas de esta época esotérica consiste en saber por qué mi madre, que me veía salir con impermeable en buen tiempo, no se preguntaba la razón de mi comportamiento cuando menos excéntrico —Mornard de medianoche en busca de un Trotsky trasvestido que penetrar con mi pico febril.

Fue por entonces que completé mi segundo survey, esta vez limitado a la zona de La Habana y sus barrios vecinos, como Marianao, Regla y Guanabacoa, al otro lado del río uno, cruzando la bahía los otros dos. Yendo de puerta en puerta haciendo preguntas políticas (en el survey nacional) o sobre la frecuencia con que se veían ciertos programas de televisión (en el survey local), pude encontrarme con los personajes más perversos, siendo perseguido por perros peligrosos y casi terminando, en Guanabacoa, tarde una tarde, por acostarme con una negra que era una verdadera mujer de Maillol, pero que podía estar o no estar casada con un negro estibador capaz de aparecerse en cualquier momento: fue la figura formidable de este Lotario (como el negro enorme de los muñequitos de Mandrake) lo que me impidió convertirme en Lothario (como se entiende en inglés: el alegre libertino) que fue lo que siempre quise ser. Cuando fui a cobrar el dinero por mi trabajo tenaz casi al final de Galiano, sorprendido me encontré en las oficinas a Dulce (a quien todavía no podía llamar Rosa) Espina: ella también trabajaba para la firma de surveys. Cuando yo entraba ella salía y le dije que me esperara, que no me demoraría nada —todo con una áspera audacia de mi parte pues apenas la conocía. Ella accedió a mi ruego que fue casi una amenaza y después de completar complicadas transacciones (esa compañía era remisa en pagar, tanto que mis interrogaciones acerca de la audiencia —tengo que usar la palabra para el teatro o la radio, ya que no puedo decir la visión— de la televisión fue mi última labor —resolución que llevé a cabo después de haberlo jurado varias veces— como investigador, a pesar del glamour del oficio, que casi me convertía en una versión verde de Philip Marlowe) pude reunirme con Dulce que estaba leyendo un libro. Creo haber olvidado decir que ella tenía pretensiones literarias: fue esto lo que la hizo amiga de mi amiga, la escritora de cuentos cubanos. Dulce, inevitablemente, quería componer poesía. Leía un tomo de poemas, tal vez las Veinte canciones de amor porque cuando dejamos la FE (Firma de Estafadores) y caminamos hasta la calle Galiano, en busca de la guagua (tal vez era yo solo el que necesitaba coger la guagua: después supe que ella vivía en San Lázaro casi esquina a Galiano: a unos pasos de allí), hice una referencia atroz y atrevida a los poemas de Neruda. Entonces yo era lo que se llama opinionado: tenía opiniones contundentes sobre el arte y sobre la literatura y la poesía. «Un poema de amor es una declaración impotente», le dije, y ella me respondió rápida: «Creo que estás equivocado». Se detuvo un momento, tal vez a considerar mi referencia a la impotencia poética y continuó, pasándola por alto o quizás olvidándola (después de todo es posible que no hubiera entendido bien: era pura provocación), «un poema de amor es una proeza de amor». No sé si lo estableció como un reto, provocándome a su vez a que yo (le) escribiera un soneto subido o era una muestra de su inocencia literaria. Sé que casi siguiendo yo los pasos perdedores de Julieta le presté mi ejemplar (entonces yo tenía la noción necesaria de que no había muchas copias en La Habana) de El amante de Lady Chatterley Tengo que confesar que todavía era lector de Lawrence y me leí hasta su falaz Fantasía del inconciente! Dulce leyó Lady Chatterley (según ella, para mí era El amante) y me devolvió la novela toda rayada y llena de anotaciones, como tomando posesión de mi libro. Los subrayados eran ciertamente imprevistos pero no tanto como las notas. Por ejemplo había marcado la frase «Se ponía el sol» y al lado anotó: «Plagio de Horacio Quiroga». Cómo ella había podido conectar a Quiroga con Lawrence, era tan misterioso para mí como evidente la banalidad de la línea que había escogido y señalado como copiada. Pero esta ocurrencia (lo digo en los dos sentidos de la palabra) muestra la clase de relación que tuvimos al principio.

No la traje a casa nunca pero pude llevarla a un sitio que se haría recinto ritual: uno de los night-clubs que habían proliferado en La Habana en la última década y que tenían una función diferente de los cabarets. A estos últimos (sitios como el Zombie Club, el Montmartre, a los que yo no había ido nunca, el Zombie Club muy cerca de Zulueta 408, en la misma calle, el Montmartre no lejos de la avenida de los Presidentes, en lo que luego se conocería como La Rampa, los dos destinados a desaparecer dramáticamente, uno, en los años cuarenta a causa de un incendio, el otro, en los años cincuenta, después de un atentado político) se iba a bailar y a comer y eran lugares limpios, bien alumbrados, espaciosos, con una orquesta que era más bien una banda. Los night-clubs (muy diferentes de otros night-clubs que surgieron después, casi en los sesenta, a los que se iba a oír música y canciones) eran lo que se conoció como mataderos, sitios a los que iban las parejas a matarse, a darse mates, a besarse y algo más: tanto que algunos, como el Turf, tenían asientos pullman en los que uno prácticamente se acostaba y se podían hacer otomanías —menos quedarse completamente en cueros, todo valía. Gracias a Juan Blanco, que era consultor legal del club, conocí las excelencias del Mocambo, que estaba en la calle L, a muy pocas cuadras de casa. Fue Juan Blanco quien me recomendó que en el Mocambo se lograban «hacer filigranas» (yo no había oído la frase más que como un término de narrador deportivo, hablando de pelota), añadiendo que se podían emplear, en su fraseología, «Todos los órganos sin hueso, menos uno», queriendo decir, según tuvo que explicarme (yo era espeso para mi peso), que te dejaban usar la lengua y no sólo para conversar.

Debería hablar más de Juan Blanco, abogado singular (que me liberó y me apresó: me sacó de la cárcel, sí, pero también me casó), compositor único: la sola composición suya que yo admitía como conocida era su Canción triste, que él siempre quería olvidar. Con Juan Blanco iba yo de militante artístico a los conciertos del Auditorium, a reclamar que se tocara más música moderna. También iba al ballet o mejor sería decir danza, ya que yo había comenzado a detestar a la eterna Alicia Alonso (a la que Juan Blanco llamaba «Giselle sin pausa y con menopausa») y en una de las funciones me aparecí llevando una elaborada, larga cachimba checa, mi pipa de la guerra que tenía que sostener con la mano para poder fumar, y desde el balcón en bravata gritábamos: «Ramiro Guerra, el verdadero, no el de las guerras», aludiendo al historiador del mismo nombre que el coreógrafo, entonces creador del colmo de la danza audaz en La Habana, tímido Terpsícore ahora. Fue en una de estas excursiones al Auditorium, de regreso a casa (todavía vivía yo en Zulueta 408), que subió a la guagua en la calle Línea una mujer alta, de pelo claro pero no rubia, con un gran cuerpo y una cara que no era bella pero sí atractiva. Ella vio a Juan Blanco y lo reconoció pero solamente inclinó la cabeza, un poco a la manera de Lauren Bacall en Tener y no tener, que no es un saludo muy enfático, nada habanero, y se sentó en la parte delantera. Nosotros (íbamos en un grupo, entre ellos mi hermano) estábamos sentados en el último asiento, que permitía el concurso de varios. «¿Tú la conoces?», le pregunté a Juan Blanco, y éste me dijo: «Sí, vagarosamente». Era evidente por su tono que había una historia detrás de ese adjetivo barroco. «Cuenta, cuenta», dijo alguien, tal vez Roberto Branly. Juan Blanco se mostraba al principio un poco reticente, pero era puro histrionismo, y finalmente dijo: «Tuve que ver con ella». Juan Blanco, todos lo sabíamos, resultaba inexplicablemente atractivo a las mujeres. Pero siguió muy serio y después dijo: «Luego no nos vimos en mucho tiempo. Un día, años más tarde, vino a verme al bufete y, sin decir ni hola, me espetó: “Tengo un problema sentimental”, y sin un compás de silencio añadió», Juan Blanco se detuvo un momento, más serio que nunca: «me dijo: “Dame treinta pesos para un aborto”, y no dijo más». También se calló Juan Blanco pero lo había dicho tan bien, haciendo las pausas necesarias y sin tregua, sin transición entre problema sentimental y aborto como si la frase y la palabra tuvieran idéntico valor, que soltamos a corro una carcajada que hizo volver a todos los pasajeros —menos la aludida. Pero creo que hasta la extraña viajera se sintió sacudida por nuestro alborozo que movió los muelles del vehículo. Muchas ocurrencias pasaron de la boca de Juan Blanco, no a su papel pautado sino a mi estructura sobre la página en blanco. Pero hay una bon mot que no he citado nunca, entre otras cosas porque tiene que ver con Julieta Estévez y no había hablado de ella antes de ahora. Ya dije que Julieta se convirtió no en nuestra musa de masas sino en la Iniciatriz: sería larga la lista de amigos y conocidos que fueron iniciados sexualmente por Julieta, que se acostaron por primera vez (y, tal vez, vez única: algunos escogieron los penes para penas de amor que no cesa de decir su hombre, pero no digo ni siquiera implico que fue por culpa de Julieta o a resultas del encuentro con ella, Julieta clave de pesadillas) con una mujer lo hicieron con Julieta, unos en parajes tan remotos y exóticos al amor como el laguito del Country Club o las canteras de Cojímar, este lugar, el puerto no la pedrería, puesto de moda en los años cincuenta con El viejo y el mar. El otro lugar, el laguito, paraje de una calmada belleza, fue escenario de un notorio doble asesinato político. Pero no quiero hablar ahora de los muertos, justos o injustos pero jóvenes en la calma del Country Club, sino de Julieta, amante de los cementerios y de la naturaleza, real y falsa, de El Mar de Debussy y de Van Gogh, que pertenecía ahora a la mitología sexual habanera —quiero decir que ya ella no me pertenece exclusivamente: el mito es de todos, de los muertos y de los vivos, del folklore. Por ello puedo referir este cuento que no es siquiera un cuento, es una frase, una salida (y como Juan Blanco es músico), una salida de pavana. Se hablaba de la belleza de Julieta, de la perfección de su cuerpo, de sus senos sagrados, de sus muslos dorados que encajaban en caderas bien torneadas. «Sí», asintió Juan Blanco a la descripción, «pero abre las piernas y de la vulva le sube un humo verde». Esta visualización de la promiscuidad de Julieta en un infernal humo verde confería a su sexo una calidad de ciénaga, de pantano pútrido, de foresta feral y por lo tanto enemiga de toda vida humana: Lasciate ogni spelato voi ch’entrate. Fue una ocurrencia feliz de Juan Blanco, inolvidable, y el humo verde pasó a ser parte de nuestro vocabulario escogido: cherchez la phrase.

Este mismo Juan Blanco me recomendó el Mocambo como matadero (no estoy seguro de que él dijera matadero, ya que esta palabra, tan brutalmente habanera, estaba más en uso a finales de los años cincuenta y Juan Blanco había fijado su glosario hacia el fin de los años cuarenta, tanto que su apodo de sus días estudiantiles, cuando campeón de trampolín, era Crema de Hierro, por un refresco popular entonces en La Habana que yo ni siquiera llegué a conocer, alcanzando la caficola, el Ironbeer y la Rootbeer pero no la era de la Crema de Hierro) y él debió decirme una guarida o un cubil o mejor una gruta de Fingal, con sus connotaciones. Con todo él me dio instrucciones precisas sobre el Mocambo (que por otra parte yo no necesitaba, ya que podía haber entrado tan campante como cualquier otro parroquiano: no era un club privado sino el más público de los night-clubs, pero Juan Blanco me consideraba un Joven Verde) y yo invité a Dulce, que se arregló con todos sus alfileres y lucía bastante bien bajo la luz artificial. Ahora debo hacer dos revelaciones, una de las cuales tuvo lugar esa noche, la otra descubierta desde que la vi en las oficinas de esos piratas de encuestas. Ella era blanca de piel, casi lívida, pero se veía que tenía de negro. Su composición racial era indeterminada, pero como Cuba es un país de muchas mezclas tal vez su negro estuviera más lejos que ese abuelo que asoma detrás del árbol genealógico, aunque estaba presente en su pelo, al que el teñido amarillo no llegaba a impedir su tendencia a ser pasa, pese a parecer lacio. Como yo en mis años adolescentes de Zulueta 408, Dulce evitaba dar su dirección precisa. Pero esa noche que la fui a buscar insistí en encontrarla en su casa. Antes la había visto en una esquina o había tenido que mandarme hasta la casa alejada de nuestra amiga escritora, Cuca ahora más Cupido que Cumplido, o simplemente ella me había llamado a casa, y pasé a recogerla a la puerta de un cine: en realidad habíamos salido pocas veces. Al subir ahora la desnuda escalera de su edificio (que no era en modo alguno el fantástico falansterio fatal) me golpeó la similaridad de atmósfera con Zulueta 408. Dulce Espina, la exquisita lectora de poesía, la erudita anotadora de mi novela de D. H. Lawrence, la descubierta en una exposición de pintura, vivía en un solar, como las obsesivas mujeres de mi pasado. No era un gran solar, sin embargo, sino lo que hoy, que se ha puesto de moda el prefijo mini hasta hacer parecer un ministerio como un breve misterio, se llamaría un minisolar. Conocí esa noche a su hermana menor que en un salto atrás, en una regresión racial, se revelaba como una verdadera mulatica, mucho menor que Dulce pero de una belleza polinésica que habría entusiasmado a Gauguin (y que pocos años después, al verla de nuevo, ya una muchacha, me hizo lamentar no haber cultivado la relación con la familia: era una mulata que prometía una pasión habanera), pero nunca llegué a ver a su madre mestiza. En realidad yo no había ido a su casa a establecer lazos familiares sino a buscar a Dulce, la única promesa real. Fue su hermana la que me esperaba en la escalera como un comité de recepción, para decirme que Dulce venía enseguida. Como hizo efectivamente —media hora después.

Llegamos temprano al Mocambo, que de noche no auspiciaba las tinieblas como de día (ese auspicio ocurriría una tarde, mucho tiempo después), pero sí ostentaba una media luz si no alcahueta por lo menos complaciente. Nos sentamos (novato que era yo) en una mesa en la parte alta del club, encarando ostensiblemente (o por lo menos visibles) el bar, en una mesa de dos personas enfrentadas y no en las mesas, que luego advertí, en que se podía sentar una pareja uno al lado de la otra, como en un confidente. En vez de la orquesta que yo había esperado estúpido había una victrola central, tan ostentosa como la que se convirtió en mi objeto de pasión musical en el vestíbulo del teatro Martí, pero era, lamentablemente, mucho más moderna, dejando detrás las formas de volubles volutas, de concha coral, de curvadas capicúas de los primeros años cuarenta para avanzar casi hasta el odioso diseño de gabinete cuadrado, cajón de música, de los cincuenta. Todavía no había, como hubo pocos años después en el Turf, por ejemplo, un sistema de escoger los discos desde la mesa por control remoto. Así me tenía que parar para seleccionar lo que queríamos oír (que era casi siempre lo que yo quería oír: Dulce, al revés de Julieta, no tenía oído musical, de lo que me alegré, quiero decir que ella fuera Dulce y no Julieta, pues la última habría insistido en escuchar a Debussy en el Mocambo, y si me fue posible un día oír un fragmento de la obertura de Lohengrin en un bar del barrio Colón —Wagner sonando entre las pupilas—, descubierto por Carlos Franqui, amante de la música romántica entre la decadencia de la carne perfumada, estaba seguro de que nunca encontraría en ese club una sola onda expansiva de El Mar) y yo, convencido de que todo el universo me observaba por un telescopio invertido, debía caminar entre nuestra mesa y la victrola, reunir el suficiente ánimo para marcar los números que me gustaría oír —que eran en ese tiempo, mayormente, canciones de Olga Guillot. O podría ser Beny Moré, saliendo de la órbita del mambo para lograr el apogeo del bolero (entre los cantantes masculinos, pues la expresión femenina parecía pertenecer por entero a la Guillot, cuyos éxitos contenían letras que eran nuestros refranes satíricos: «Miénteme más, que me hace tu maldad feliz», «Siempre fui llevada por la mala», «Tú serás mi último fracaso», etc.) y aunque ya estábamos en la elipsis del chachachá nadie iba a oír chachachás, con su ritmo compulsivo, en un club donde el objetivo era todo menos bailar. La otra selección ineludible era Nat King Cole, favorito desde los días de mi breve impersonalización (no hay otra palabra posible: yo hacía ver que era capaz de ejercer mi oficio para el que estaba tan capacitado como para cantar torch songs) de un corrector de pruebas, ¡en inglés!, en el periódico Havana Herald, cuando estaba de moda su «Mona Lisa», ilustración sonora que yo encarné brevemente (ése fue el tiempo que duró el trabajo) en una enigmática correctora americana que leía pruebas en silencio a mi lado y que nunca siquiera sonrió, esfinge sin erratas. Ésa debió ser mi selección (un número o todos ellos) que debía esperar su turno de audición en la memoria automática de la victrola, inescrutable en sus designios musicales.

Regresé a la mesa y a Dulce (todavía no Rosa) Espina. Reparé por primera vez en la noche enclaustrada en su maquillaje, que era considerable. Usaba los labios dibujados a la manera de los finales de los años cuarenta, que eran los plenos cuarenta en el cine, y así llevaba otra boca pintada sobre la suya con mucho creyón, los labios falsos agigantados y superpuestos a sus finos labios reales. Si su boca recordaba a Joan Crawford, su nariz (que también estaba maquillada: ella era una de las primeras muchachas muy maquilladas que conocí, excepto por Carmina, que luego elevó su maquillaje a máscara) era casi exacta a la nariz de Marlene Dietrich —lo que no es extraño si se piensa que la nariz de la Dietrich es bastante negroide; muchas narices alemanas lo son, lo que debió molestar no poco a Hitler: arios afroides. Dulce a su vez era una afroide aria. Pero sus ojos muy negros (que no producían asombro porque en Cuba abundan las rubias con ojos negros, pero también serían los de un arquetipo de la rubia pocos años después, de una seudorrubia: pelo pajizo, ojos oscuros: me refiero a Brigitte Bardot, que tuvo en La Habana una doble inolvidable, pero todavía faltaban siete años para encontrar a quien nunca, ay, llegué a conocer carnalmente) tenían una dulce mirada franca: sabían mirar fijo de frente y, a veces, producían un pestañeo que podía ser de falsa modestia o de verdadera timidez y que la hacían parecerse increíblemente a Marlene Dietrich, con ese recato poco auténtico que ella asume a veces en el cine: estoy seguro de que Dulce imitaba a Marlene mímica, que sacaba ventaja de su nariz de aletas abiertas, que los mismos labios que se pintaba exageradamente no seguían el modo de Joan Crawford sino que eran un facsímil del trazado de la boca de la Dietrich. Pero tal vez me equivoque y Dulce no hiciera más que seguir la moda, es decir, ser esclava de la época.

No recuerdo mucho de qué hablamos (como ven, recuerdo más su aspecto que su conversación, aunque estoy seguro de que Dulce habría querido entonces ser recordada más por su discurso que por su apariencia, ella segura de que su personalidad era la realidad de su persona, no su máscara) pero sí sé que hablamos mucho, estuvimos horas hablando por encima de la música, que de fondo pasaba a primer plano, la danza de las horas. No usaba reloj entonces (no podía permitirme tener uno y, ahora que puedo, no me lo permito) y hablamos y hablamos y por entre los intersticios más que los intervalos musicales yo oía (o hacía como que oía) lo que ella me decía. Pero lo que quería era aproximarme a ella, tenerla en mis brazos, besarla —a pesar de su boca pintada. Siempre he detestado el creyón de labios y las medias de nylon y Dulce tenía ambos cosméticos como obstáculos entre su cuerpo y el mío. Pero por fin pude darle un breve beso, un mero contacto con su lipstick, que es la palabra perfecta para el carmín, ya que participa de la condición de labio y pegajoso. Al término del beso, que duró si acaso segundos, ella miró alrededor, pestañeando modosa, como para saber si alguien la había visto, pero la concurrencia, ya poca, que nos rodeaba estaba solamente interesada en ella misma, cada uno con su pareja, narcisos íntimos, y no iban a ocuparse de nosotros para componer un menage à quatre. Fue entonces que me animé a pedirle que bailáramos. Yo no había bailado en mi vida, aunque siempre, desde niño, me ha gustado ver bailar. No sé de dónde he sacado esa pasión por el baile como observador y en tiempos de carnaval me iba con algún compañero de bachillerato, Silvino Rizo, por ejemplo, al Centro Gallego o al Centro Asturiano, sólo a ver bailar las parejas enmascaradas, las máscaras incapaces de velar su arte. Cuando después de la guerra permitieron de nuevo el carnaval público, a veces mi padre me conseguía un pase para la tribuna de la prensa junto al Capitolio y me deleitaba con las comparsas los sábados por la noche en un paso de baile por el Prado. Los domingos, claro, me divertía —la palabra es me excitaba— con el paseo de carrozas, decoradas extravagantemente pero adornadas con mujeres en malla, bellas en bikini, mostrando los muslos espléndidos en la tarde de primavera precoz, que era como decir verano visual.

Ahora saqué a Dulce a bailar. Sonaba un bolero lento y todo lo que tenía que hacer era pegarme a ella y simular que movía los pies, imitación de unos pasos de baile que con el tiempo devendría técnica y vendría a parecerse extraordinariamente al baile, sin llegar a serlo nunca. Esta ocasión me llevó a recordar por primera vez (yo estaba bailando por la primera vez) el intercambio memorable de un sketch de Abbott y Costello en que Costello declara enfático que no le gusta el baile. «¿Por qué?», pregunta Abbott extrañado. «¿Qué es el baile?», responde Costello con una pregunta. «Un hombre y una mujer abrazados a media luz, con música». «¿Y qué hay de malo en eso?», quiere saber Abbott, y aclara Costello definitivo: «La música». Lo único malo entre Dulce y yo en ese momento era la música. Pero no estoy siendo justo con la música. En este mi primer paso en una larga carrera de boleros más que lentos o, todavía mejor, still slows, en que llegué a alcanzar la pericia de un bailarín profesional sin saber siquiera dar dos pasos (no: ni siquiera uno: todo lo que hacía era mover mi plexus dorremifasolar contra las caderas de mi compañera de baile, si ella me lo permitía: encontré ocasiones en que este frote era atrevido para mi bailarina y al separarse ella de mí me dejaba solo y moviendo las caderas al aire), no oía la música, sólo atendía al contacto del cuerpo de Dulce, atrayéndolo hacia el mío con una lentitud pareja a la de mi rotación pélvica, deseando que se pegara contra mí, al mismo tiempo que tenía cuidado de que ese juntamento que quería ser ayuntamiento se produjera mientras estaba sonando todavía la música. Pude no sólo acercarla tanto a mí que cualquier otro movimiento que no fuera la frotación (que también participaba de la calidad de rotatorio) de mi cuerpo contra el suyo resultaba prácticamente imposible. Ya desde el momento en que la cogí plenamente en los brazos (había algo cómodo en su estatura, en la delgadez de Dulce para tenerla entre las manos —que es algo más que una metáfora) sufrí una erección. Padecía entonces de la embarazosa condición de erección precoz y puedo usar los verbos sufrir y padecer porque estas erecciones apenas me dejaban conversar con una mujer o una muchacha sin ser víctima de ellas —de las erecciones precoces, no de las mujeres ni de las muchachas. Muchas veces me ocurrió que, yendo en una guagua sentado al lado de una mujer que no era bella ni tampoco joven, la sola vibración del chasis me producía una erección, lo que hacía en extremo difícil el acto de ponerme de pie, pedirle permiso a la viajera, pasar por su lado de espaldas y bajarme con un bulto entre las piernas que ni siquiera la mano en el bolsillo (lo que complicaba bajarse del vehículo teniendo una sola mano libre, falso manco del levante) disminuía su grosor, por mucho que tirara yo del miembro erguido en rebeldía. Así me pasaba muchas veces que viajaba a zonas desconocidas (y para nada incluidas en mi itinerario) de La Habana Arroyo Arenas, el Diezmero, Nicanor del Campo— esperando vanamente que la tumefacción se desinflara, ocurriendo lo contrario: el largo del viaje aumentaba el tamaño del pene en dimensiones desvergonzadas. A veces conseguía dejar la guagua porque mi compañera de viaje se había bajado primero. Otras me arriesgaba a sufrir la acusación de exhibicionista (en realidad ésta era más improbable porque la palabra no estaba en el léxico popular, pero sí era usable la de cochino), descendiendo del vehículo en una parte imprevista de la ruta. Pero las más me veía llegando al paradero sin haber conseguido disminuir las dimensiones de ese órgano para el que inventé tantas fugas.

Ahora, bailando con Dulce (tengo que decir que ella no era tampoco notable como bailarina, a pesar de una declaración propia posterior), frotándole mi bulto, casi mi cosa cruda por lo fina que era la tela de mi pantalón (debió de ocurrir esta iniciación de la danza en verano o al menos en los días de calor que se aparecen en La Habana cuando menos se esperan —aunque siempre hay que esperar el calor en zona tórrida—, convirtiendo las Navidades en un horno para el lechón y para quienes lo comen, todos asados o con el viento sur que es un siroco que sopla en Cuaresma: de manera que pudo ser en cualquiera de esas ocasiones, ya que tenemos solamente dos estaciones: la estación apacible y la estación violenta), contra su vestido vivo y siendo más baja que yo, friccionando su vientre —porque no puedo decir que ella, al menos en esos años, tuviera barriga. Dulce no sólo se dejaba frotar mi foete sino que a su vez se pegaba a mí y debíamos formar, para un tercero en concordia, una pareja muy unida. Estoy siendo irónico, ya lo habrán notado, pero de veras que estábamos adheridos el uno a la otra, bailando sin movernos, yo francamente (debí decir descaradamente) fregando arriba y abajo de su vestido, de su vientre, ella dejándose llevar por mi movimiento perpetuo, casi colaborando conmigo en esa labor de amor frontal, vertical, ventral. No oímos cuando terminó el disco pero, a pesar de que serían las tres de la mañana (o una hora próxima), un número siguió al anterior, también lento —y ni siquiera tuvimos que separarnos a esperar para continuar la danza de Dulce y el goloso. Así estuvimos bailando (es un decir) todo lo que quedaba de la noche, que no era mucho.

Cuando salimos estaba aclarando (insisto en que era verano, cuando los días son más largos, aunque ésta es la tierra del eterno equinoccio) y decidí acompañarla a su casa, caballero que era esa primera noche. No había más que caminar unas cuantas cuadras calle L arriba y luego bajar por San Lázaro hasta encontrar Galiano: éste era el proyecto: un viaje bien largo de la noche al día. En Infanta y San Lázaro (hay una cierta sutileza de la calle L al convertirse en San Lázaro en la universidad sin que apenas se advierta la gradación: ésta es, estoy seguro, una gentileza de la calle L, que es moderna y agradable desde su mismo principio, mientras San Lázaro es una calle sin carácter, fronteriza, que no está en La Habana Vieja y sin embargo no es de La Habana Nueva, y subir por ella hacia la colina universitaria es ver cómo el pato feo se convierte en cisnecito) supe una vez más que el hombre propone y la mujer, diosa, odiosa, dispone. Allí Dulce decidió que tenía que regresar temprano —¡a esa hora! Era inútil argüir que ya era temprano, amaneciendo casi, de manera que nunca llegaría tarde, pero ella quería regresar enseguida, ahora mismo. Tampoco había modo de hacerle ver que era imposible encontrar un taxi a esa hora, y como al que madruga con una diosa imperiosa, esa diosa lo ayuda, apareció como creada de una calabaza seca una vieja máquina de alquiler, que era como se llamaban entonces los taxis. Era la primera vez que cogía un taxi en La Habana. En Gibara, con ser tan pequeño pueblo, mi madre se vio obligada a llamar una máquina de alquiler porque yo no podía dar un paso. Temprano esa noche, a la salida para el cine, me tiré de la acera alta a la calle empedrada y me torcí un tobillo, aunque seguí hacia el cine, cojeando un poco pero como si no hubiera pasado nada: inmune, bravo, determinado a ir al cine a todo costo y fue allí que el pie se me hinchó hasta no poder soportar el zapato y tuvimos que dejar la función por el dolor que era el mayor que he sufrido en mi vida llena de dolores de muelas, de migrañas (tal vez debiera decir que el mayor dolor lo iba a sufrir de adulto, con un absceso dental, pero éste no me impedía caminar) y que el médico de la familia, que era como quien dice el médico del pueblo, diagnosticó no una fractura sino un novedoso derrame sinovial. Sin sufrir un oneroso derrame seminal, este segundo viaje en taxi fue feliz, aprovechando la lentitud del vehículo (yo, que luego me iba a convertir, aun en La Habana, en un vicioso viajero de taxis, he descubierto que no hay más que dos tipos de taxis: los que van muy lentos y los que van excesivamente rápidos, sus respectivos choferes afectando la paciencia o los nervios del pasajero: pero esa noche no me importaba si el taxista de turno era cauto o temerario) para apretar a Dulce: y era eso lo que hacía ahora, no sólo arrinconarla en un extremo del asiento sino manosear sus tetas, tocar sus caderas, pasar mis manos sobre sus muslos, al mismo tiempo que la besaba —y ella me besaba a mí. Afortunadamente —desgraciadamente esta vez— San Lázaro no es una calle muy larga, o no fue suficientemente extensa para mi esa madrugada, y llegamos demasiado pronto a su casa. Ahora la veía bien, no impedido por la noche sino ayudado por el amanecer en el tópico: nada grande, tendría tal vez dos pisos, pintada la fachada fulastre de ese amarillo casi mostaza con que están encaladas tantas casas en La Habana Vieja y Media (la ciudad tiene edades, como la historia: hay una Habana prehistórica más allá del muro del Malecón), modesta, sin el temible aspecto de falansterio fecal de Zulueta 408, pero una casa de vecindad ni más ni menos: el presente de Dulce era mi pasado y nos unía un común lazo de pobreza —a pesar del taxi, a pesar de la noche en el Mocambo, a pesar de la ropa que ella llevaba, vestida como para una gran ocasión, su bata ahora ajada por las demasiadas manos mías. Pero ella tenía que irse, entrar al edificio, llegar a su cuarto cuanto antes. Abrí la puerta del taxi mientras la besaba y la acompañé hasta la acera, tal vez un poco más allá, junto a la alta puerta abierta. Nos besamos por última vez y ella desapareció de mi vista sin dejar detrás una zapatilla rota, en un cuento de hados. Pero como una estela dejó su esquela prometiendo que nos volveríamos a ver —a la semana siguiente, por culpa de mi trabajo de noche. ¿Habría alguien que tuviera un trabajo más improbable que secretario nocturno? Eso es lo que era yo. Pero después de todo, muchos de mis trabajos han tenido lugar de noche: corrector de pruebas de madrugada, crítico de cine, que implicaba ir al cine de noche y escribir después de la función, y casi fui sereno en una fábrica. Solamente la obligación de llevar un revólver como instrumento de trabajo me impidió aceptar ese puesto peligroso en un tiempo en que habría sido un salvavidas para el mar de la miseria, cuando llegué a envidiar a un amigo —actor amateur olvidado, inolvidable porque tenía el simétrico nombre de Jorge Antonio Jorge— su trabajo de noche en un hotel, que no es lo mismo que un trabajo en un hotel de noche.

Solo, ante la puerta, en la acera, dejándola para ganar la calle, no iba a regresar caminando a todo lo largo de San Lázaro, subir la cuesta para bajar por la calle L a la calle 25 y enfilar hasta la avenida de los Presidentes, por lo que decidí volver a casa en taxi, extravagancia permitida por mi afluencia actual gracias a las entrevistas encadenadas que componen una encuesta, a lo bien pagadas que eran (aparentemente: mis empleadores se aprovechaban escandalosamente de lo que entonces yo, mero marxista, habría descrito como plusvalía y que hoy tiendo a llamar, con el diccionario no con Marx, mayor valía), mi riqueza repentina. Nos demoramos un buen rato el taxi, el taxista y yo hasta acceder a la calle 27 y cuando entraba al edificio era ya de día. Al abrir la puerta me encontré a mi abuela levantada (lo que no me asombró: en mi familia, excepto mi bisabuela que se levantaba al mediodía y ahora dormía el sueño eterno, solían levantarse todos temprano, mi abuela y mi padre, y mi madre era una inveterada insomne que dormía a retazos cada vez más cortos —yo era el único que se levantaba tarde en la casa) pero sí noté su expresión de malvenida, mi abuela oriental casi tan escandalizada como la abuela habanera de Catia ante el timbre de alarma. Su susto aumentó al decirme: «Muchacho, ¿dónde tú estabas metido?». Le dije que por ahí, haciendo un gesto vago con la mano fatigada: tocar cansa. «Pues por ahí mismo», dijo mi abuela, «anda tu madre con tu padre buscándote!», y añadió: «No han dormido en toda la noche», implicando que ese doble insomnio era culpa mía. Esto sí que era noticia: yo, mayor de edad ya, siendo buscado por mi madre como si fuera el niño perdido. Es cierto que ella solía estar despierta hasta que yo regresara de un concierto o una obra de teatro (si no me acompañaba), pero esto era demasiado: era para ponerse furioso, pero yo estaba más preocupado que iracundo. «¿Por dónde fueron?», le pregunté a mi abuela Ángela. «¿Qué sé yo?», dijo ella. «Por ahí. Hace rato que salieron a buscarte». Pero ¿dónde diablos iba a ir mi madre a encontrarme, arrastrando con ella a mi padre, tan fácil de mover, difícil de conmover? Recordé su salida a buscarme el día que descubrieron al descuartizador en Zulueta 408, pero yo tenía entonces dieciséis años y además era de día. Salí de la casa de nuevo, a buscar a mis buscadores —no iba a quedarme sentado esperando a que regresaran. Además, conociendo a mi madre sabía que no regresaría hasta haberme encontrado, como un corpus delicti. En la calle sólo se me ocurrió bajar la avenida, ya que pensaba que no me iban a andar buscando avenida arriba, entre los hospitales y la cárcel del Príncipe, aunque un día del futuro iba a ser paciente en uno y preso en la otra. No sé por qué me dio por coger por la calle 25, enfilando hacia el Mocambo —tal vez querencia. Fue una excelente elección: por la calle 25, pasando junto a las lanzas del enrejado de la escuela de medicina venía mi madre, Raquel comunista, seguida por mi padre, que se veía todavía más pequeño —tal vez fuera la altura de las rejas, la distancia o la estatura de mi madre, crecida con la búsqueda, acrecentada por el enojo de buscarme, agigantada en su furia al verme aparecer, sano y salvo: mi madre la loca. El encuentro entre las lanzas habría parecido una versión en El Vedado de la Rendición de Breda, pero la condescendencia del buscador con el buscado se convirtió en una invectiva que era más bien una sarta de insultos, dirigidos contra mí pero también contra mi madre misma por su obligación no sólo de esperarme despierta sino de buscarme tarde en la noche (contradicción de su argumento: era ya de mañana) y yo no sabía cómo apaciguarla: mi madre era capaz de un verdadero mal genio. Cuando terminó, tranquilizada no por mí ni por sus palabras sino por algunos viandantes tempraneros, me preguntó: «¿Dónde estabas metido?». Le dije la verdad: la vida no es la literatura: «En el Mocambo». Ella sabía lo que era el Mocambo: mi madre parecía saber todo lo humano —y a veces lo divino. «¿Tú solo?» «Por supuesto que no», le dije, «con una muchacha». «¿Con una muchacha?» Esa pregunta que era un eco cercano de mi respuesta pareció volver a aumentar su furia. «¿Con una muchacha?», repitió. «¿Y yo me he pasado la noche sin dormir y he tenido que salir a buscarte como una loca, mientras tú estabas con una muchacha?» Es curiosa esta reacción rabiosa de mi madre al saber que había estado toda la noche con una muchacha. No hacía mucho, en nuestra última visita al pueblo, estaba ella hablando con una muchacha en el parque de Colón (el mismo descubridor, distinto parque) cuando acerté a pasar con mi hermano rumbo al parque principal. Mi madre me vio y me llamó y me presentó a la muchacha con que hablaba. No era particularmente bonita aunque tampoco era fea, pero no sé por qué razón (tal vez mi timidez) todo lo que hice fue darle la mano, decirle mucho gusto y marcharme. Evidentemente mi madre esperaba mucho más de mí (no sé si la muchacha también), porque más tarde esa noche, ya en la casa, me regañó (mi madre podía ser bastante cáustica y regañaba a todo el mundo en la familia, incluyendo por supuesto a mi padre, a quien no sólo aventajaba en estatura sino en carácter, sobre todo en un dinamismo vital que conservó toda su vida, contrastando con la pasividad de mi padre, esa paciencia casi oriental que le ha permitido sobrevivir a las más crueles catástrofes desde que era niño), mi madre llamándome la atención por no haber hecho caso a la muchacha que le acababa de comentar lo bien parecido que era yo, y yo todo lo que hice fue ofrecerle una mano tiesa y con la misma darle la espalda. «Tienes que hacerle más caso a las mujeres», terminó, olvidándose que ya una vez me había regañado con igual vehemencia por prestarle demasiada atención a Beba y descuidar las clases de inglés. Tal vez fuera que ya (cuando el encuentro con la muchacha en el parque del pueblo) había cumplido dieciocho años y con la mayoría de edad legal empezaban mis obligaciones de atención al sexo opuesto. Pero ahora, esta noche, esta madrugada, no: esta mañana, ya que la discusión discurría entre peatones con panes que pasaban a nuestro lado mirándonos curiosos, a la luz del pleno día, su pelo en desorden, parecía una furia de platino, iracunda por haberle dicho yo que estaba hasta esa hora con una muchacha, tanto que pensé que mejor seria haberle dicho que estaba con Juan Blanco o con Franqui o con Rine Leal, o con un grupo indistinto de Nuestro Tiempo. No sé si fue la demasiada luz o los muchos viandantes indiscretos o que mi madre había consumido toda su energía para la invectiva, pero se calló de pronto, se detuvo como si hubiera tenido cuerda hasta entonces y arrancó a caminar, otra invención de Maelzel: la madre mortificada. Mi padre, siempre conciliador, dijo: «Ven, vamos para la casa a desayunar». ¿O sería que él, mujeriego secreto, revelado por mis anteojos, comprendía mi situación? Si ésta fuera una crónica familiar y no una retahíla de recuerdos relataría cómo mi padre, a pesar de su moralidad (o por ella misma) era un loco por las mujeres, cómo al saludarlas las tocaba —una presión de la mano, un toque en el brazo, hasta una palmada en el hombro: aproximaciones— y cómo tenía secretas conferencias con algunas mujeres que trabajaban en Hoy o, luego, vivían en el barrio, por lo regular aprendices de redactoras en el periódico (camarada viene de cama), criaditas de la barriada. Fina, la mujer de mi tío el Niño, que tenía muy buen humor, cuando venía de visita a casa solía siempre decir a mi madre: «Zoila, ya tu marido me está toqueteando», a lo que mi madre no hacía caso, desinteresada si era verdad o burla, y mi padre sonreía con su sonrisa tímida —pero continuaba su política sexual por otros medios. Mi madre solía refugiarse en la lectura de novelas románticas (antes había sido la audición de novelas radiales o ir conmigo al ballet, al teatro o a la filarmónica, ahora al mudarnos para El Vedado las novelas del radio habían quedado relegadas al pasado, íbamos cada vez menos juntos a la filarmónica y al teatro porque salía con mis amigos artistas, estaba más envuelto en tareas culturales, escribiendo o porque por mi mayoría de edad real había roto el cordón umbilical afectivo adolescente), volviendo ella al refugio de su juventud, pero bien por mi influencia o porque su gusto había avanzado, leía en vez de El Caballero Audaz o el curioso colombiano Vargas Vila a las hermanas Brontë (no sé cuántas veces se leyó Cumbres Borrascosas), Rebeca en una regresión o en un juego de ruleta rusa romántica Ana Karenina, libro que leyó una y otra vez, hasta hacer pedazos mi edición en dos tomos, cuyas tapas verde viejo se hicieron glaucas, metáforas del ajenjo de mi madre. Mi padre, por su parte, armado con mis antiguos anteojos, en secreto, tarde en la noche, encerrado en el balcón, escrutaba los edificios enfrente, tal vez sin participar de mi prejuicio contrario a fisgonear las ventanas de Olga Andreu, amiga amable.

La siguiente salida con Dulce (pero no Rosa) Espina la hice más barata que la estancia en el Mocambo, porque reservaba mi dinero para una posada prójima. La convencí de que debíamos mirar juntos la luna desde el Malecón. No recuerdo sin embargo cómo logré persuadirla de que la luna se veía mejor no del Malecón a mano (ella vivía a una cuadra apenas del mar) sino más arriba, en El Vedado. Caminamos Malecón arriba más allá del parque Maceo y del Torreón de San Lázaro, pasamos frente a la rampa de la calle 23 (que comenzaba a ser La Rampa) y la farola fastuosa, obra maestra del art déco desconocida y el promontorio rocoso en que se asienta el Hotel Nacional, seguimos hasta ver el final de la avenida de los Presidentes, yo mirando siempre al mar, al horizonte hecho visible por la luna fluorescente, ella haciendo no recuerdo qué analogía (tal vez de la influencia del Martín Fierro en Thomas Mann: «Brillaba la luna llena») y continuamos caminando gracias al previsor ministro de Obras Públicas que extendió el Malecón, si no hubiéramos tenido que detenernos en ese punto, llamado El Recodo, por el recodo que hacía allí antes la avenida, y por la compulsión del momento y del lugar tomar un batido en el bar ambulante llamado, sin mucho esfuerzo mental, El Recodo. Allí donde una tarde estuvimos mi hermano y yo con Haroldo Gramadié, compositor de música seria, no serial. Esa tarde en El Recodo, Haroldo terminó de beber su pepsi-cola (o tal vez fuera un refresco habanero, como la Materva), pero todavía con sed cogió mi botella y bebió del mismo pico que yo había bebido. Debió de ver mi cara de horror (siempre he sentido asco de compartir algo que llevarme a la boca con otra gente) porque me dijo: «Sé que tú no serías capaz de hacer lo mismo conmigo. Pero tienes que aprender que cosas más sucias se hacen con el sexo». Lo que era una prefiguración de la lección que conducía a lo peor que Julieta Estévez me dio acerca del amor y el humor —o cosa parecida. Tal vez pudiera darle yo lecciones a Dulce esa noche y conducirla a lo mejor.

Nos sentamos en el muro del Malecón. No podría decir cuántas veces me había sentado en el muro del Malecón desde esa luminosa tarde de verano de 1941 en que lo había descubierto, Colón de la ciudad, y me había encantado para siempre, los hados convirtiendo a La Habana en un hada. Me senté entonces en el muro con mi madre y mi hermano, ella mostrándome a Maceo en su parque, mientras mi padre y Eloy Santos hablaban posiblemente de política. Me senté en el muro con mi tío el Niño en las tardes transparentes, dulces, sin nubes del otoño de 1941. Después fue con compañeros del bachillerato, esta vez sentados en los parques frente al Malecón, a mirar pasar las muchas muchachas rumbo al anfiteatro o de regreso al Prado. Volví al muro con colegas literarios de la revista Nueva Generación, de noche, a veces acompañando al viejo Burgos (que en realidad no era viejo: estaba envejecido por el exilio), a oír sus cuentos eróticos pero patéticos, relatados en primera persona, un imposible Casanova no sólo por su fealdad (su nariz española, enorme, lo hacía más próximo a Cirano que a Don Juan) sino por su pasividad, su vida sedentaria entre libros, primeras ediciones y cuadros cubanos en el modesto apartamento de la calle Galiano que ocupaba con su madre y con su hermana (aún más fea que Burgos porque era la versión femenina de Burgos), relatando ocasiones en que mujeres virtuosas se le habían regalado (había un cuento que ofrecía el erotismo por espejos: a través de una luna, no bajo la luna, veía Burgos cómo esta mujer se desvestía descarada, la hoja especular propiciando cómplice la visión de la carne desnuda) y no las había aceptado porque eran esposas de amigos. Pero un día su virilidad no iba a soportar pasiva estas visiones. Estas veces adoptábamos la costumbre de los habaneros de sentarnos de espaldas al mar, mirando pasar los carros, hábito que me asombró tanto la primera vez que lo noté pues para mí, a pesar de la fascinación que ejercían en mí los automóviles corriendo, que eran la velocidad, el espectáculo estaba del otro lado de la barrera, era el mar, la costa escasa, de arrecifes, la marea fluyente y un poco más lejos, apenas un kilómetro mar afuera, la corriente del Golfo, la masa morada, casi sólida pero fluida que se desplazaba incontenible de sur a norte pero que parecía moverse de oeste a este, contraria al sol, un río dentro del mar, de noche una negrura misteriosa donde brillaban los faroles de los pescadores del alto, de día un hábitat fascinante por los peces que emergían de ella: las flechas rápidas de los pejes voladores, el vuelo entre dos aguas como a cámara lenta de las mantas, las aletas temerosas de los tiburones. Esas noches de conversación literaria o erótica a nuestro lado estaban los pescadores de ribera, que pescaban desde el muro, con largas líneas cien o doscientos metros en el mar, llevadas hasta allá por botes especializados en tender curricanes para la pesca del alto desde la orilla. Este espectáculo variado, cambiante y eterno, se lo perdían los habaneros por los raudos autos que pasaban de largo, el Malecón una pista donde toda velocidad era posible, y cruzar la vía en un acto temerario: crucero indiferente de la civilización despreciando a la naturaleza, la verdadera visión desde la isla. Aquí en La Habana, en el Malecón, su avenida más propia y en la que el punto focal era el parque Maceo, con su monumento al Titán de Bronce, donde el guerrero mambí, machete marcial, mortal en alto, daba la espalda al paseo, su caballo piafante ofreciendo su grupa al mismo océano, cagándose en el mar, convirtiendo la Gulf Stream en la corriente del Gofio.

Estábamos sentados Dulce (la tuve que dar vuelta para que encarara al mar) y yo en el muro mirando la noche marina, viendo cómo la luna llena se reflejaba en el océano liso, tranquilo, apenas con esbozos de olas, la luna brillando en un cielo sin nubes. Recordé la luna de Earl Derr Biggers luminosa sobre Honolulú, recordada de una de las primeras novelas policíacas que leí, luna más memorable en aquella historia de engaño, de misterio y de muerte que en la vida ahora. Le iba a hablar a Dulce de la luna en Hawaii pero me asaltó el temor de que ella al oírme hablar de la luna literaria arguyera enseguida que la descripción de Biggers estaba calcada de otra de Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra, la luna reflejada en un charco de la pampa convertida en el antecedente escrito de la luna en el cielo del Pacífico. Dulce (Rosa de los vientos literarios) Espina tenía una inquietante cultura de la literatura latinoamericana, conocimiento que la llevaba no a encontrar analogías, que era permitido, sino a descubrimientos instantáneos de robos inusitados, ella la versión femenina y habanera del detective asiático. En realidad ella estaba adelantada (era una adelantada) a su tiempo, y lo menos que ella y yo sospechábamos es que esa visión de antecedentes sudamericanos en otras literaturas se iban a poner de moda un día —aun entre los críticos, especialmente entre los críticos. Así, yo estaba sentado, sobre el duro cemento del muro, junto a una erudita editorial. Por supuesto no le dije nada de la luna reveladora de Charlie Chan y me limité a preguntarle si no era bella la noche y casi desencadené una rapsodia habanera: «Está bella, bellísima», dijo, «una de las noches más bellas de mi vida!», mirándome con sus ojos negros debajo de la melena rubia (ella llevaba una suerte de peinado paje, ése con el cerquillo, que le llegaba casi hasta los ojos, que se iba a poner de moda —el peinado, no sus ojos— tres años después: adelantada en el pelado, y esa noche iba yo a averiguar si era también adelantada en el sexo: no todas las muchachas de La Habana, de las que tenía a mi alcance, eran tan atrevidas como Julieta Estévez: ¿seria Dulce Espina una de las rosas audaces?) y le iba a decir que esa noche no se repetiría jamás, con mi teoría de entonces de que nadie mira dos veces la misma luna, que unía mi devoción por el Carpe Diem —en este caso, aprovechar la noche. Pero no se lo dije por temor a asustarla: después de todo era la segunda vez que salíamos. O tal vez temiera desencadenar otra avalancha extática.

Pero mi cautela no impidió que Dulce se extendiera en largas tiradas que eran disertaciones sobre la belleza de la noche (mi culpa), la vida en La Habana, su dificultad (nada mi culpa) y la literatura (en parte mi culpa porque Dulce sabía que yo escribía, que había ganado varias menciones y una vez casi el premio en el concurso literario que se había ganado nuestra mutua amiga, la que nos presentó, la que me animó para que saliera con Dulce, la que estoy seguro que alentó a Dulce para que aceptara mi invitación, aquella que detrás de su reserva y sus gruesos espejuelos de miope ocultaba una sexualidad revelada en el hombre que escogió para marido, un brutal, una especie de bestia: un caso de Mrs. Jekyll y Mr. Hyde) ella misma, Dulce, aprendiza de escritora, y su larga conferencia esa noche sobre La vorágine, otra de sus obras maestras sudamericanas, me extravió completamente, perdido yo entre la maleza al interrogarme acerca de qué tenía que ver el mar con la selva y no poder responderme, pero intervino mi censor literario respondiendo por mí a medias, conectando el mar con el desierto, los dos una cierta medida de la eternidad —aunque tal vez la selva fuera, citó mi censor, la tercera medida de la eternidad en la tierra. «El mar y el desierto y la selva son laberintos naturales», expresó mi censor salvador. Pero yo, yo mismo, no aceptaba la selva más que como fantasía: la selva de Tarzán, la jungla de El libro de la selva, pero nunca pude aceptar la selva sudamericana, ni siquiera la de Horacio Quiroga, autor favorito de Dulce. «Es como Poe, mejor que Poe», me dijo Dulce. «Es posible», le dije yo. Si ella hubiera hablado del mar, aun de la literatura del mar, no de Conrad, que Dulce no conocía, hasta del mar de Lino Novas Calvo, podría haber conversado con ella, pero a ella el arroyo de la selva la complacía más que el mar, mientras que para mí el campo fue un sueño que tuve cuando niño y la selva hacía tiempo que había desaparecido de la isla, la geografía devorada por la historia. Además, yo no hablaba de literatura con las mujeres: en ese tiempo no había otra cosa que hacer con las mujeres que hablar de amor, tratar de hacerles el amor, de hecho singar —palabra que detestaba Julieta, que horrorizaría a Dulce. Pero he aquí que siempre venía a juntarme con mujeres que eran, de una manera o de otra, sacerdotisas de la literatura: la literatura fue culpable de que la relación con Julieta no fuera más profunda, más satisfactoria, ella loca por la poesía, viviendo una vida literaria por la demasiada lectura de la autobiografía de Isadora Duncan, no sólo haciéndome leerle a Eliot, ponderarle a Pound, sino reaccionando literariamente, poéticamente, entre comillas, a la vida diaria. Ahora estaba Dulce disertando sobre la vorágine de la selva en la noche habanera (donde los árboles de las avenidas que daban al Malecón, las palmeras domésticas en ese tramo del Malecón llamado la avenida del Puerto estaban quemadas por el salitre que venía del mar, donde el mismo Malecón había sido robado al mar) y yo tenía que oírla o, lo que es peor, hacer como que la oía, dando a mi cara el aspecto de la máxima concentración en sus palabras, pura perorata. (Una Venus futura escogería como una de sus despedidas de mi vida una fórmula —eso fue lo que fue— absolutamente literaria y ella era la menos poética de las mujeres que había conocido hasta entonces).

—¿Por qué no caminamos un rato? —le pregunté aprovechando un descanso de su paseo por la selva que me temía que llegara hasta la sabana y nunca a la sábana. Además ya yo tenía una idea de qué rumbo iba a tomar el paseo: se haría Paseo, en dirección horizontal. Afortunadamente no preguntó por dónde íbamos a pasear.

—Si te parece —me dijo. Eso era bueno: una doncella dócil.

—Si —le dije—, estoy un poco entumadrecido —pero la literatura le impedía coger los juegos de palabras, aun los fáciles y folklóricos—. Me he entumecido un poco de tanto estar sentado —me refrené de decirle dónde se localizaba mi entumecimiento.

Se levantó. Es decir, giró sobre sus nalgas y se dio vueltas en dirección a la acera, la calle y el paseo. La ayudé a bajarse del muro aunque en realidad no hacía falta mi ayuda pues esta muralla del mar, que tiene tantos diferentes niveles en su extensión, era aquí bastante baja pero no tan baja como donde el Malecón orillea el canal de entrada al puerto. La cogí del brazo para atravesar la avenida, que era en sí una hazaña, sin semáforo, esperando que se detuviera el fluir denso, intenso del tránsito. Por fin pudimos cruzar y comenzamos a caminar Paseo arriba, la cuesta aliviada por las sucesivas terrazas que la interrumpen. Este paseo, esta calle, como la avenida gemela de los Presidentes, es bastante oscura, pero todavía la luna, ya no más del Pacífico ni siquiera del Caribe sino del Atlántico, todavía alumbraba, haciendo visible el camino —aunque me habría gustado que hubiera menos luz lívida. Con todo, una vez pasada la calle Línea, casi en el tramo del paseo que un día, una noche, unas noches de 1958 se iba a hacer inolvidable, me atreví a pasar una mano por la cintura de Dulce y ella no opuso la menor resistencia, ni siquiera verbal. ¿Significaba esto que había tomado posición de mi territorio carnal? Avanzamos de terraza en terraza, unidos por mi brazo. Un poco más arriba de la calle 17 me incliné (a pesar de sus tacones de noche ella era todavía más baja que yo) y la besé. Se dejó besar. Era la primera vez que la besaba desde nuestra estancia en el Mocambo y allí y en el taxi tolerante podían haberla afectado los varios rones y coca-colas (Cubalibres, como ella decía correctamente) que había bebido. Pero no quedaba mucho tiempo —¿o era espacio? Antes de llegar a la calle 23 le di vueltas y la besé fuerte. Ella me devolvió el beso, con pintura pegajosa de extra. Ahora tengo que explicar que un poco más arriba de la calle 23, Paseo se hace más oscura y la avenida, en vez de terminar como un monumento —después de todo es otra de las colinas de La Habana—, simplemente se acaba, y más allá, en ese tiempo, bien podía quedar la selva salvaje de Dulce y sus sudamericanos. En realidad lo que hay es un gran placer yermo, con chivos dormidos, que un día futuro se convertirá en una calle ancha de hormigón armado y sin luces lucirá tan oscura como hoy y llevará a los autos a la plaza Cívica. Pero ahora, es decir entonces, avanzábamos hacia el fin de la calle y Dulce, al ver que pasamos el edificio Paseo, gemelo del Palace, comenzó a demorar su marcha que pasó de paso despacio a caminar en cámara lenta. Quería apurarla pero no espantarla, y así, inadvertido avisado que era, hice una cita cerca de la casa de citas:

—Tenemos que llegar a donde vamos antes de que comience el monzún.

—¿Cómo?

—Nada, una frase del viejo Carl.

—¿Karl? ¿Karl Marx?

—Marx o menos.

Pero Dulce estaba inoculada contra la paronomasia y pude precisar nuestra exacta latitud y mi longitud con sus astrolablos pintados.

—¿Adónde vamos ahora? —me preguntó.

¿Cómo explicarle? Opté por el subterfugio, refugio subterráneo.

—Es aquí cerca.

Ella se detuvo, se soltó de mi brazo y me enfrentó:

—¿Adónde?

No creo que Dulce supiera dónde terminaba para mí la calle Paseo. Me parece (es típico de las memorias que uno las escriba cuando comienza a perder la memoria) que ya he hablado de la inolvidable visita con Julieta Estévez a la posada de 2 y 31, que parece una suma arbitraria y se llama así porque está justamente en la esquina de las calles 2 y 31. (Hay o había una posada en Miramar en la calle 87, y siempre me pareció un olvido de los relajados habaneros que habían bautizado la confluencia de Neptuno y Galiano como la Esquina del Pecado —simplemente porque muchos habitués se instalaban allí para ver pasar a las mujeres populares, todas grandes nalgas y caderas inmensas y muslos enormes exhibiéndose a través de sus vestidos apretados más que si estuvieran desnudas —y el antiguo cine de Neptuno y Belascoaín, cuyo nombre no recuerdo pero sí su apodo: el Palacio de la Leche, si estos habaneros galantes —en el sentido que le daban al adjetivo galante las novelitas pornográficas— eran tan dados a las alusiones sexuales aplicadas a la arquitectura, ¿por qué uno de ellos, emprendedor, no construyó una posada en la calle 69?) Esto lo pienso ahora, entonces todo lo que pensaba era cómo llevar a Dulce, entre eufemismos, engañifas y escaramuzas hasta la misma posada.

—Bueno, tú verás, vamos a subir hasta el final de esta calle, del paseo —iba a agregar: «Donde la luna más clara brilla», pero me pareció demasiado donjuanesco— y luego doblamos a la derecha por la calle dos.

Me detuve.

—¿Y entonces?

Ella quería conocer la exacta topografía de los alrededores, pero yo no podía darle más información. Era estar en tiempo de guerra y sería peligroso que conociera mi destino.

—Vamos a caminar un poco más y verás —le dije.

Dulce pareció aceptar esta proposición que estaba evidentemente coja de sujeto. Reanudamos el paseo por Paseo, aunque en realidad yo quería apresurar el paso, pero Dulce, esta Dulce, que era como una caricatura casual de Julieta, flaca, casi sin caderas, de pelo absurdamente teñido de rubio, imitaba de pronto a Julieta en su renuencia a subir la cuesta, la última terraza del paseo, de prisa, aunque aquélla iba ávida. La tenía cogida del brazo y trataba de que caminara rápido pero no quería asustarla en lo más mínimo: eso era lo último que yo deseaba, pues Dulce ya estaba bastante arisca. Terminamos el paseo y ella se volvió hacia mí como diciendo «Quo Vadis», pero antes de que hablara latín la interné en el terreno escabroso que conducía a la calle 31. Yo podía haberla llevado por la calle Zapata —que acabábamos de cruzar— hasta la calle 2 y por allí bajar hasta 31, pero vi un bar abierto en la esquina (para colmo había hasta una gasolinera pequeña pero bien alumbrada) y tal vez gente y decidí tomar el camino más difícil, desde el punto de vista físico, pero a la vez más fácil, desde el punto de vista social. Afortunadamente la luna (que había dejado de ser de Earl Derr Biggers, de Charlie Chan y de misterio para volver a ser una luna luminosa) alumbraba aquel descampado. Dulce seguía dejándose llevar por mí, no sin dar varios traspiés y otros tantos tropezones en sus tacones altos, caminando sobre lo que debió de ser todo terreno baldío o, en el mejor de los casos, el proyecto inacabado de una calle. Pero estos rejendones (palabra del campo adoptada en el pueblo y tan útil ahora: no había manera de describir aquella profusión de árboles, tierra que la noche hacía virgen y negrura que, comparándola con la espesura del monte: sin saberlo Dulce estaba en medio de la selva habanera) nos acercábamos fatalmente al edificio erótico de la posada, guardado por su muro alto abierto por dos lados, brechas que no eran puertas sino accesos para autos y taxis y la posible pareja peatona —es decir, nosotros dos. Por fin llegamos y sucedió lo que más temía.

—¿Qué es esto? —preguntó Dulce sin levantar la voz pero con el tono de alguien que ha sido atrapado en una emboscada. Traté de explicarle, explicación que debía haber hecho antes. Después de todo ella me había dado una imagen suya (desde el día que la conocí, aumentada la vez que la vi en las oficinas de los surveyeros bandoleros) como una muchacha, casi una mujer emancipada, liberal, abierta a la vida —si no de piernas, al sexo.

—Bueno, tú verás —comencé, con dificultades aun antes de comenzar—, éste es un lugar donde podemos pasar un rato.

No me dejó terminar.

—¿Qué? ¿Tú me has traído a una posada?

En su voz parecía que yo había cometido el crimen que no tiene coartada.

—No es más que para pasar un rato —insistí: era lo único que se me ocurría.

—Pero es una posada, ¿no?

—Bueno, en realidad, es un hotel.

Nada podía tener menos aspecto de hotel tradicional que aquel lugar amurallado, casi fortificado, oculto por la tapia y por los árboles: maison de rendez-vous en Hong Kong sí parecía, casa de escondida en México podía ser. Pero algo tenía que decirle.

—¿Un hotelito? —dijo ella y, como siempre, los diminutivos sonaron más siniestros que la palabra propia.

—Bueno, sí, vaya.

Este último vaya, tan habanero, que se me había pegado de mis años en La Habana Vieja, completó la oración y concluyó la ocasión sin emoción.

—Pero yo no puedo entrar en un hotelito! —y coloco la admiración solamente al final porque Dulce había comenzado en un tono casi neutro y fue al completar la oración que pareció escandalizarse.

—Pero si no es más que para pasar un rato, conversamos —como si no hubiéramos conversado ya bastante, sobre todo ella—, en privado y luego nos vamos.

—Pero yo no puedo —insistió ella. Todo este tiempo, mientras duraba la discusión (en eso se había convertido nuestro intercambio), la fui llevando del brazo cada vez más cerca de la entrada de la posada, hotelito, casa de citas o lo que fuera, cruzando la calle sin asfaltar, con piedras que la hacían parecer una calle colonial, empedrada, Trinidad trocada. Llegamos al mismo muro de la fortaleza del amor. (Cómo le habría gustado este enclave erótico al viejo Ovidio, que hablaba del amor como campos de batalla).

—¿Por qué? —le pregunté de una manera casi definitiva, conminándola a que definiera la causa porque no podía entrar conmigo a la posada: un desamor que se atreva a decir su nombre.

—Soy una virgen —dijo ella.

—¿Cómo? —le pregunté yo, aprovechando su inclusión innecesaria del artículo indeterminado—. ¿Eres una virgen? ¿Una de las once mil vírgenes? ¿O la Virgen transubstanciada?

Pero ella no estaba para ironías, mucho menos para gracias gramaticales o la gracia divina.

—Quiero decir que soy virgen —dijo ella, un poco confundida.

—Eso no tiene la menor importancia —le dije yo, hipócrita—. No vamos a hacer nada. Solamente vamos a estar en un cuarto, solos los dos —¿quién más, si no? —un rato y luego nos vamos. No va a pasar nada que no podamos reparar.

Ella pareció pensarlo y lo estaba haciendo a menos de un paso de una de las puertas —o de una de las aberturas a manera de puertas: las puertas verdaderas estaban ocultas como closets.

—No —dijo ella—. No quiero.

—Lo más que haremos es darnos unos besos. Te lo prometo.

—Son demasiados besos por una noche.

—Eduardo Mallea, Historia de una pasión argentina, che.

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó ella, totalmente perdida. Seguramente que ni siquiera había oído hablar de ese autor argentino: no era de sus sudamericanos selectos: no escribía sobre la pampa, mucho menos sobre la selva y los ríos.

—Nada, nada. Quiero decir que no estoy de acuerdo que son demasiados besos por una noche. Nada más que nos besamos en el último tramo de Paseo.

—Bueno, pero yo no quiero entrar y sin embargo no se movía de la puerta. Estaba pensando yo, más bien recordando una tarde en que estaba trabajando —no hacía mucho tiempo en realidad por lo que no era una hazaña de mi memoria— en el periódico Mañana, sustituyendo a un corrector conocido. Ya lo había hecho antes pero ese día era memorable porque a este amigo anónimo le había ocurrido un accidente embarazoso: se había tragado su puente dental y dado el ambiente burlón que siempre había en el taller de un periódico en La Habana, me había pedido por favor que no dijera nada de lo ocurrido. Le expliqué que había tenido un antecedente ilustre en Sherwood Anderson, aunque no le dije que Anderson había muerto a consecuencia de. Mi predecesor insistió en que guardara silencio y yo le prometí que seria una tumba. Pero no sé cómo se habían enterado de la devoración dental y no sólo los tipógrafos y los linotipistas sino hasta el viejo portero me hicieron preguntas capciosas y el más atrevido de ellos, que era también el más ingenioso, habló de que sería el único caso en que una persona fuera capaz de morderse su propio culo. Sin embargo enseguida se olvidaron todos de mí como fuente de noticias divertidas pero impublicables y comenzaron con su deporte de la tarde, que era vigilar la entrada de la posada que había en la esquina de Amistad y Barcelona, atentos a la entrada que estaba en la calle Amistad, mirando a la acera de enfrente y esa puerta siempre abierta. Empecé mi trabajo y continué leyendo galeradas tras galeradas, la mesa de corrección a un costado del taller, no muy lejos de la puerta enrejada por la que se sacaban los periódicos en bulto a los camiones de reparto. De pronto hubo un escarceo entre los impresores —aunque ése no era el nombre que ellos se daban a sí mismos: pertenecían al sindicato de artes gráficas—, que se regocijaban con algo que sucedía en la calle y no cesaban de llamarme para que me conjuntara. Ya yo era un tipo raro en los talleres, con mi aspecto de estudiante eterno, mi aire de adolescente retardado, mi práctica periodística (los correctores éramos considerados periodistas), como para permitirme no participar en sus fiestas familiares y tuve que unirme a ellos. Me levanté y fui hasta el sitio en que se congregaban todos, la confección del periódico totalmente detenida: estaban cerca de las rejas pero lo suficientemente alejados como para no ser detectados desde la calle (además de que la luz del mediodía afuera hacía el interior del almacén de reparto tenebrosa tiniebla) y vi lo que estaban mirando con interés intenso y regocijo rijoso. Los intérpretes del sainete eran una pareja aparentemente a punto de entrar en la posada, pero algo los hacía incapaces de penetrar ese arcano amoroso: ella era una amante renuente y se negaba a entrar con la misma terquedad con que su acompañante trataba de hacerla cruzar el umbral. Pronto la discusión, que en un principio debió de ser verbal, se convirtió en una versión venérea del juego de tieso-tieso. Él tiraba de ella por un brazo, uno de sus pies en el quicio de la puerta, halándola con vehemencia, pero ella se agarraba con todas sus fuerzas de cada punto de apoyo: la pared lisa, el marco exterior de la entrada, la puerta misma. Sus pies resbalaban sobre la acera, mientras la pierna del hombre parecía bien afianzada en la parte interior del quicio y ambos, lo que era curioso (y cómico para los mirones de Mañana), parecían completamente olvidados de los viandantes que pasaban por su lado, algunos mirándolos antes de llegar a ellos, al cruzar y después que habían pasado. Pensé que algún hombre (todavía quedaban caballeros cubanos) intervendría en favor de la doncella en apuros, pero el amante casi frustrado sabía mejor y siguió tirando de la amante indócil. Finalmente triunfó la perseverancia o tal vez fuera la fuerza bruta y la mujer fue arrastrada hasta la puerta por el hombre de las cavernas y los dos desaparecieron en el hueco negro de la puerta eternamente abierta que escondía (como iba a saberlo años más tarde) otra entrada que ingeniosamente impedía ver desde la calle el interior de la posada —que a partir de allí era una escalera hasta el primer piso donde estaba la taquilla (no hay otra manera de llamar al cubículo del cobrador) y los cuartos: la doble puerta en realidad aseguraba una salida y una entrada discretas —en este caso, teóricamente.

Recordando aquella situación (en que seguramente la amante remisa no tardó en dejarse gozar y gozar ella al mismo tiempo), recordando más bien mi reacción a la brutalidad, a la falta de elegancia de aquel habanero halador, no quise imitarlo y hacer entrar a Dulce a la fuerza en lo que no era una puerta con marco a que aferrarse sino la lisa abertura del muro, que me habría facilitado lo que los obreros del taller tipográfico de Mañana, Wanton y Tagle, habían calificado, no sin admiración, como «¡Tremenda cañona!».

—Está bien —le dije—. Vámonos y eché a andar rumbo a la calle Zapata. Ella debió rescatarse a sí misma de las fauces de una suerte peor que la muerte, salir de entre las sombras celestinas de la arboleda alrededor de la posada para escurrirse a lo largo de la tapia (mejor el muro, por las connotaciones que la palabra tapia tiene con el cementerio y con la muerte: allí atrás de aquella alta pared estaba la vida o, por lo menos, lo contrario de la muerte) y caminar frente a las humildes casas vecinas de la posada por la calle 2. Justamente en la esquina de Zapata me alcanzó, dando tal vez a los habitués (o tal vez a los clientes casuales) del bar-bodega la rara oportunidad de ver a una pareja que salía de la posada —sin haber entrado. Porque yo no dudaba que los tomadores tardíos, que ahora nos miraban mientras bebían cerveza o aguardiente, sabían: estaba seguro de que ellos adivinaron por la posición vertical de los cuerpos —yo delante desalentado, ella atrás ansiosa— que no habíamos hecho nada. Sin duda eran conocedores de los veloces inquilinos de la posada como los tipos gráficos del periódico Mañana lo eran del hotelito de Amistad y Barcelona, que siempre conocían cuando una pareja se dirigía a la posada por muy inocentes que caminaran ambos por la calle, por muy respetable que pareciera ella, por muy desinteresado que se viera él, capaces, Tagle y los otros, hasta de adivinar cuándo se produciría un incidente, una «trifulca sesual», como decía Wanton, las que, según supe en los dos años que estuve de corrector en el periódico, eran más frecuentes de lo que se pudiera pensar, la educación religiosa, las convenciones sociales y el miedo sexual más fuertes que el poderoso temperamento sensual, que la herencia, el clima y las costumbres daban a la habanera un «impulso a pecar», como me diría otra mujer, otra muchacha en el futuro cercano. Y yo acababa de ser intérprete de uno de esos fiascos. La decepción dando lugar a la rabia me hizo cruzar Zapata sin ocuparme para nada de Dulce, bajando rápido por la cuesta de la calle 2 hacia la calle 23 —hasta que oí su voz detrás de mí diciendo: «Espérame, por favor». Lo que me hizo detenerme y esperarla, movido a pararme —buen sitio para un oxímoron— por su tono. Cuando estuvo a mi lado pude verla, a pesar de que la luna había desaparecido y la calle era más oscura que el final de Paseo. Noté por primera vez su cara de oveja odiosa. No me miraba pero no podía ser por pudor sino por miedo a mi reacción, aunque ella debía de suponer que sabía ser un amante amable. Esa amabilidad sin embargo podía disolverse en enojo: no hay ser capaz de mayor furia que el hombre tranquilo —tal vez pensaba ella esto. ¿O sería su experiencia la que dictaba su comportamiento conmigo? Me di cuenta de que conocía poco a Dulce. Excepto su apellido, la casa en que vivía y una de sus amistades o de quien ella decía ser amiga (aparte de los autores americanos, todos muertos, con quienes parecía tener comercio carnal), nada sabía de su pasado, cuántos novios tuvo o no tuvo, si había estado en esta misma situación antes. A lo mejor había enfrentado anteriormente a un posible amante desairado y, por ende, iracundo. Nunca le había preguntado por su pretérito —tal vez (ahora lo veo) porque no tentamos mucho futuro. O quizá fuera porque temiera desencadenar otra de sus conferencias críticas, una serie de acotaciones como con las que ella había adornado mi libro y así tener sus años «copiados de Horacio Quiroga», su pasado «sacado de José Eustasio Rivera», y verme perdido para siempre en las sucesivas selvas sudaméricas de sus secretos. Pero ella tenía que tener su vida vivida porque ciertamente no era una niña. Era, sí, más joven que yo pero bien podía tener dieciocho años o tal vez más —lo que la hacía entonces una mujer adulta, sobre todo en La Habana, esa ciudad madura por el trópico en una nación nacida con el siglo.

Mientras reflexionaba en la oscuridad había seguido caminando y fueron las luces lechosas de la calle 23 (aunque todavía no tenía su alumbrado actual: siempre me pareció odioso ese tungsteno cenizo), que me sacaron de mi meditación, al detenerme en la parada de las guaguas. Ya habían eliminado los tranvías (desaparición que siempre lamenté) y sustituido por autobuses ingleses, blancos, banales, que hacían el mismo recorrido con menos ruido, pero ninguno pasaba por casa de Dulce. Había que tomar la ruta 28, la misma que me llevaba a mi trabajo en Trocadero. Tuvimos que esperar un rato y en todo este tiempo no hablamos: yo estaba todavía rabioso (o mejor seria decir enojado) y Dulce debía temer mi posible reacción a sus palabras, al mero sonido de su voz, por lo que no abrió la boca. Finalmente, después de pasar varios autobuses y rutas 32, suntuosas, ubicuas, vino la ruta 28, siempre modesta, atrasada. La cogimos, yo dejándola que subiera ella primero pero sin ayudarla. Pocas cuadras después, llegando a la avenida de los Presidentes, le anuncié que me quedaría en la esquina de mi casa pues tenía que levantarme temprano. Al disponerme a bajar, casi sonriendo, con esa semisonrisa ovejuna que ella asumía ahora, me dijo:

—Hasta mañana.

Yo le respondí:

—Hasta luego —que en La Habana era sustituto del adiós. Extraña la renuencia habanera a decir adiós porque podía implicar una despedida definitiva, una separación y acaso la muerte, y era sustituido por el hasta luego en situaciones que no se esperaba volver a ver a la persona a que se dirigía este agur agorero. Ahora yo le decía así a Dulce pero en realidad quería decir hasta la vista con mi adiós adoptado. Creo que ella lo entendió bien porque al día siguiente, poco antes de irme para la Escuela de Periodismo, me llamó por teléfono a casa:

—Perdóname —me dijo—. Me porté como una ingenua anoche —sus lecturas le permitían decir ingenua en vez de boba, como habría dicho una habanera actual. Yo prefería que hubiera dicho boba o todavía tonta, pero no la rectifiqué. Ella siguió—: No debí haber hecho lo que hice. Fue muy inmaduro de mi parte —era ella quien calificaba sus acciones de inmaduras: para mí eran absolutamente burguesas, es decir, más maduras que inmaduras, más bien podridas: en esa época ser burgués era para mí casi peor que ser académico: éstos atentaban contra el arte, los otros vilificaban la vida. No dije nada, fue ella la que habló siempre—: Pero no va a volver ocurrir. Te lo prometo. ¿Salimos esta noche?

Dudé un momento antes de contestar:

—Esta noche no puedo. Tengo que trabajar.

No era que me hiciera difícil sino que de veras tenía que trabajar. Podía escaparme una noche que otra, también salir del trabajo más temprano, lo que había hecho para ayudar al Cine-Club de La Habana. Pero no podía hacerlo dos veces seguidas en nombre del amor, esa causa perdida: ya me había furtivado la noche anterior.

—¿Cuándo entonces? —preguntó ella casi con un balido. Se estaban invirtiendo los papeles: ahora era Dulce quien me asediaba. Debí decirle que era virgen de vírgenes: nunca lo había hecho con una virgen. Pero le respondí:

—Tal vez el sábado.

—¿El sábado? —dijo ella, con una pregunta tan desolada como si el sábado estuviera en el tiempo de nunca jamás. De pronto estaba contento: sabía que el sábado sería sábado de gloria.

—Saturday night is the loveliest night in the week.

Pero el inglés era griego para ella.

—¿Cómo dijiste?

—Que el sábado sí.

—¿Me vienes a buscar?

No, sería una concesión y no pensaba hacerle ninguna, no todavía. Además ir a buscarla significaba llegarse hasta San Lázaro, esa calle callonca, enfrentar su enemigo edificio. Me decidí por una tierra de nadie.

—¿Por qué no nos vemos en Radiocentro, en la esquina del cine, a las ocho?

Ya yo había empezado a gustar los aires urbanos de La Rampa, marginales ahora pero que luego se harían centrales, tramo de la calle 23 que iba desde la calle L hasta el Malecón y que se haría independiente, una avenida aventurera, que descubriría, en el que terminaría viviendo, con el que soñaría. Recuerdo una noche en que regresé de mi empleo temprano en la noche (mis horas de trabajo eran variables por no decir caprichosas, mi empleo una fecha movible: lo mismo podía comenzar a las ocho de la noche y terminar a las diez, que empezar a las ocho y media y quedarme hasta las diez y media, a veces hasta las once, conversando con Ortega, que era en lo que consistía mayormente mi labor, aunque ya leía cuentos cubanos enviados a Bohemia y sugería posibles traducciones de literatura extranjera y escribía algunas notas para La Figura de la Semana), esa noche de noches en vez de apearme (cómico verbo habanero) de la guagua en la avenida de los Presidentes, me bajé en la calle L y 23, junto al parque de diversiones, donde se levantaría en unos años el Habana Hilton, y bajé hasta la cafetería Radiocentro para darme el lujo iniciático de comerme un bocadito (debía haber pedido una medianoche, ese sandwich habanero) de jamón y queso y tomar mi favorito batido de papaya —y la ocasión se hizo memorable por el decorado (la cafetería era entonces nueva, con lustrosos asientos pullman, relucientes cromos en la barra, y la luz indirecta eliminaba las sombras y daba a todo una lucidez radiante que alucinaba como una droga suave), por la comida y la bebida y el ambiente, y fue para mí un lujo nuevo, que me pude permitir porque acababa de cobrar mi magro sueldo que se hizo una fortuna crásica. Otro lujo recordable de aquellos tiempos tuvo lugar antes de que nos mudáramos para El Vedado. También acababa de cobrar y por esa época el dinero ganado era todo para mí. Hacía una tarde dorada (al menos así me pareció: tal vez estuviera nublada, pero era octubre cuando el cielo suele estar siempre despejado en La Habana y hace menos calor y si no hay huracanes la lluvia es un recuerdo de abril), casi mediodía, antes de ir a clases, entré en el Carmelo de 23, en el que nunca había estado antes y que luego sería el restaurant-bodega de la esquina, y pedí un café con leche y tostadas, que vinieron envueltas en inusitadas servilletas de papel, calientes y levemente barnizadas de mantequilla holandesa —nunca antes había comido una merienda semejante y aunque la repetiría en el futuro en el mismo lugar a la misma hora, no volvió a ser ninguna de esas meriendas múltiples tan memorable: esos son los tesoros de la pobreza, en que un simple café con leche y unas tostadas con mantequilla forman un festín suculento. Bien puedo comparar esos momentos y ese manjar de aquel restaurant y aquella cafetería con otra fuente de placer solitario: la masturbación, con las primeras manipulaciones que tampoco puedo olvidar. Mis masturbaciones memorables conducen a mi carencia de mujer y me hacen regresar a Dulce y a nuestra cita: era evidente que sus palabras suspiradas por teléfono equivalían a lo que ella llamaría una entrega. Así al menos se refirió a esa acción, a ese acto, hablando en el Malecón, sentada en el muro, sus palabras opacadas por una reflexión brillante sobre la luna literaria, oyendo mientras miraba la luna de Hawaii. Ella hablaba entonces de otra mujer, en otro tiempo: debía de ser una de las innúmeras poetisas uruguayas en cuyas vidas ella habría modelado la suya, todas letras y locura.

La llevé de Radiocentro directamente al hotelito, esta vez utilizando un taxi, sin correr el riesgo de que la larga caminata a la cama la disuadiera. Al bajar del taxi tuvo un momento de indecisión o más bien de decisión inversa, como si quisiera quedarse dentro del auto, como si se negara a bajar del todo, Celia Margarita Mena moral, la trucidada por el terror: primero un tobillo, luego la pantorrilla, después un pie, más tarde la pierna —pero fue sólo un momento. Los dos entramos en la posada, yo de guía, como conocedor de aquel antro (y uso el término no en el sentido social que se le daba en La Habana sino poéticamente: era verdaderamente una cueva), un espeleólogo experto. En realidad yo había estado en esa posada solamente una vez, con Julieta Estévez, y la visita ocurrió de día. Ahora, de noche, los profusos pasadizos parecían más estrechos y se veían más iluminados. El interior estaba diseñado (y construido) para proteger a los visitantes de miradas indiscretas, con un pasillo que conducía hasta el cubículo donde se pagaba (éste parecía más que nunca la taquilla de un cine barato), y después había otro pasaje que llevaba a los cuartos. Nos tocó, por lotería lúbrica, el cuarto número 7 (el siete era en La Habana el número del sexo: nunca pude descubrir la conexión entre ambos: Pitágoras solía ser más claro), que era el primero de arriba, y así Dulce pudo seguirme sin mayor inconveniente, el cobrador desapareció de su puesto momentáneamente con discreción de alcahuete —o tal vez requerido por la tarea de guardar el dinero: Antes le había pedido y pagado dos Cubalibres, sabiendo que la combinación agradaría a Dulce y que ayudaría a vencer su timidez y la mía. Sí, todavía era tímido con las mujeres. Abrí la puerta y encendí la luz. La posada aún no había caído en la decrepitud (la vegetación ganando a la carne en reclamar el edificio) que se apoderaría del hotelito en los años sesenta, y la cama se veía limpia, bien tendida: como si nunca hubiera dormido nadie en ella —aunque posiblemente hubieran hecho el amor (todavía soy discípulo de Julieta en mi vocabulario erótico) sobre ella apenas unos minutos antes y sabe Eros cuántas parejas fornicaron allí ese día, más incontables serian todavía las que se habrían gozado sobre ella esa semana, innúmeras fueron las yuntas que se revolcaron sobre ese colchón este mes, haciéndose infinito en número las que mecieron la cama en un año: era el vértigo del coito cósmico que embriagó a Julieta hasta provocarle un orgasmo ontológico. El cuarto estaba acomodado, con su puerta lateral que daba al baño y la gran ventana de celosías y Dulce entró detrás de mí mirando la habitación como si la viera por primera vez en su vida. Si no era verdadera su reacción acababa de descubrir una gran actriz. Cerré la puerta y nos quedamos los dos sin saber qué hacer el uno con la otra. Me moví hasta el centro del recinto y miré atrás a Dulce que había permanecido junto a la puerta, convertida en estatuilla de sal. Preví otra noche como la anterior, una crisis de inocencia, pero ella abrió la boca para decirme, pedirme:

—Por favor, ¿no podías apagar la luz?

No esperaba que dijera eso exactamente, pero de alguna manera no me sorprendió, aunque sí me sentía un poco defraudado: yo quería verla desnudarse más que desnuda.

—Por supuesto —le dije, y apagué la luz. El mundo se quedó a oscuras unos momentos, pero cuando ya me acostumbraba a la oscuridad y me iba a quitar la ropa, tocaron a la puerta del cuarto.

—¿Qué es eso? —preguntó Dulce con mucho miedo en su voz descarnada.

—La policía, probablemente.

—¿La policía? —repitió ella, pero en su repetición había alarma. No sé por qué tenía ella que tenerle miedo a la policía: no había entonces nada que temer de la policía: la policía del sexo no se había creado todavía: faltaban años para esa invención infernal. (Aunque confieso que yo siempre le tuve miedo a la policía, por lo que la mía resultaba una alusión doblemente torpe.)

—Es una broma. Deben de ser los tragos.

Fui hasta la puerta lo mejor que pude y la abrí y desde nuestra oscuridad recobré del pasillo iluminado una bandeja y dos vasos llenos hasta el borde de un líquido de color de coca-cola, aspecto de coca-cola y olor a coca-cola: debían de ser coca-colas con ron Castillo incoloro, inodoro, intoxicante.

—Cubas libres —anuncié—. Rescatados de las garras de la ley seca.

Estaba contento. Desde los días que me parecían violentamente lejanos de Julieta ¿Quéhayenunnombre? y sus amores matutinos y marinos, dominados por el temor de que se apareciera el vindicador Vicente —que sería siempre inoportuno— no había estado con una mujer en un cuarto, todo listo para singar —o al menos, dispuesto para. Le entregué a Dulce su vaso, en la oscuridad que era ahora menos espesa. Dejé la bandeja en una de las mesitas de noche y tomé un sorbo, más bien un trago de mi Cubalibre.

—¿No debíamos brindar por algo? —preguntó Dulce con lo que era a veces una conmovedora ingenuidad, al menos en el recuerdo.

—Por supuesto —le dije yo, y me acerqué a ella—. ¿Por qué brindamos?

—Por nosotros dos —dijo ella—. ¿Por qué otra cosa iba a ser?

—Por nosotros —dije yo, mientras ella chocaba su vaso con el mío.

—Por nos —comenzó a decir ella pero no la dejé terminar, besándola—. Déjame acabar —insistió ella—. Por nosotros dos! —exclamó por fin, y bebió de su vaso. La dejé que bebiera más. Después le quité el vaso de la mano y lo devolví, junto con el mío, a la bandeja. Regresé a ella y la abracé. Ella me abrazó. Las nueve en punto y sereno y todo va bien. La besé duro olvidando su boca pintada a lo Joan Crawford tardía o Marlene Dietrich temprana —y allí, en la penumbra vaga de nuestra pequeña alcoba, la dominaba toda.

—Pera —dijo ella, que olvidaba la lección que le habían dado sus lecturas latinas (americanas) para demostrar su origen habanero, mostrándose incapaz de decir espera nada más que cuando se vigilaba como hablaba, policía de su dicción. Ese pera además era casi como una descripción en un pasaporte o cualquier otro documento personal: Dulce era, además de habanera, humilde—. Que me estás ajando el vestido —añadió, y para sorpresa mía comenzó a quitarse la ropa, no a mi lado sino colocando sus diversas piezas en una mesa baja que en otra posada más cara sería seguramente una cómoda, pero igualmente intrigante. Todavía sumido en la oscuridad la miré mientras se quitaba un medio refajo (Dulce era más moderna que las mujeres de Zulueta 408 pero aún no había llegado la época de las sayas interiores que levantaban la falda) primero y luego los ajustadores y finalmente el pantaloncito. En vez de venir a mí corrió corita hacia la cama y se metió en ella, cubriéndose con la sábana. No dijo nada, embutida entre sábanas hasta la barbilla, envuelta en su sudario suave, inmóvil, mirando muerta de miedo a la pared o al techo porque ciertamente no podía ver sus ojos: puntos negros en el cuarto a oscuras. Me quité la ropa (tenía ahora la costumbre, que no perdía siquiera en lo más caluroso del verano, de usar saco: rara vez andaba en mangas de camisa o en camisa deportiva, y solamente lo hice forzado por los tiempos terribles en que no tenía dinero para comprarme chaquetas o su equivalente de moda, las chacabanas: tal vez fuera para ocultar lo flaco que era entonces o hacer mis hombros más anchos, parecer más maduro) todo lo rápido que pude, pese a mis pies, para no asustar a Dulce, mi hada, con mi ardor, pues aunque estuviera ya debajo de una sábana y sobre una sábana, en la cama, dentro del cuarto, en el interior de la posada, tras los muros inmorales, no quería que se repitiera su renuencia de la otra noche o, lo que era peor, que padeciera una versión de ese mal de desamor ahora. Cuando terminé de desembarazarme, las piernas por fin libres, el cuerpo desnudo, mi pene ondeando como una bandera toda asta, me senté cuidadosamente en el borde de la cama (Dulce había ocupado el lado más próximo a la puerta, lo que no dejó de intranquilizarme: veía a esta virgen salir corriendo desnuda ante la penetración inminente, abrir la puerta sin que yo pudiera impedirlo y abalanzarse hacia las escaleras, el laberinto de pasillos, las sucesivas puertas, la abertura en el muro y finalmente la calle, citando a toda voz un pasaje de Rómulo Gallegos: Cantaclaro cantado en lo oscuro. Pero esta visión virginal y espantosa de Dulce desapareció al momento siguiente (cuando acto seguido estaba debajo de la sábana solícita), tal vez porque era única. Ella seguía sin decir mis labios están sellados. Estiré un brazo y la mano al final del brazo (que debía estar húmeda de sudor) y se la puse sobre el vientre, plano pero blando. Ella siguió sin decir nada: una esfinge estática. Subí la mano (no quería bajarla demasiado, demasiado pronto) y más que encontrarme tropecé con una de sus tetas: era grande. Las tetas de Dulce abultaban debajo del vestido pero no se veían demasiado grandes. Ahora bajo la mano, sin vestido, parecían haber crecido —al menos una de ellas, la derecha, que era la que quedaba más lejos de mi cuerpo y por tanto accesible al brazo estirado. Busqué la otra teta con la misma mano (no quería volverme todavía todo hacia ella: era la seducción de Dulce) y la encontré igual de grande: era simétrica: sus dos tetas eran grandes. Comparadas con las tetas que había visto hasta ahora las aventajaban (tal vez porque en realidad no había visto las tetas de Dulce) solamente las tetas precoces pero prohibidas de Etelvina. Las otras tetas que había tocado desnudas eran las de Julieta y ésas eran perfectas: tenían el tamaño adecuado a su estatura, a sus dimensiones más bien, y no eran grandes, porque Julieta misma era pequeña. Pero las tetas de Dulce, las dos, rebasaban la medida de las tetas conocidas: era teta incógnita: mi primer encuentro físico, palpable, tridimensional con las mamas mayúsculas, orbes de las ubres. Esa primera vez me gustó encontrarme con tanta abundancia mamaria, aunque un día (tal vez volviendo al seno materno: mi madre tenía las tetas pequeñas, que conservó hasta bien entrada en la madurez) me sorprendería saber que mi ideal verdadero eran los senos secantes, más bien las teticas —pero esa sabiduría pertenece al futuro. En este momento en que mis manos se ocupaban en hacerles pezones a las tetas de Dulce (fue mi primer conocimiento de que las tetas grandes a menudo carecen de pezón, o tal vez fuera que las últimas tetas que tuve entre las manos, las de Julieta, eran de pezones punzantes) sus senos eran demasiado grandes y, como las tetas de Etelvina, con cierta tendencia a desparramarse, a ir improbablemente cada una por su lado, desbordando los costados del cuerpo. Dejé de acariciarle los pezones (asiendo lo inexistente) y bajé la mano por su vientre, de ombligo ovoide, hasta encontrar su pubis, que era erizado, de pelos muy rizados. Después aprendería que los pubis (esa palabra singular no tiene plural) tienden a tener los vellos encrespados, al menos en La Habana, con contadas excepciones. El pubis de Dulce denunciaba al negro que había entre sus antepasados. Pero aun a las rubias habaneras (falsas o verdaderas) les crecían crespos en el monte de Venus. Me imaginé a Gulliver tratando de masturbar (otra cosa no podía hacer: su pene seria un pin) a una colosal brobdingnaga y tener que abrirse paso por entre el pinar de pendejos, cada uno alto como un pino pero trabados en enmarañada manigua. Regresé del segundo viaje para introducir un dedo entre los labios mudos de Dulce, que se abrieron fácilmente. Podía sentir su clítoris (que la teoría diversa y la única práctica de Julieta me permitieron distinguir) y traté de seguir profundizando cuando ella cerró las piernas, casi una arriba de la otra, vedándome la entrada. Pero para entonces estaba lo bastante excitado como para no detenerme en preámbulos, en vestíbulos, en pórticos, y diestramente, como si fuera mi oficio del siglo, subí sobre ella. Comencé a besarla y ella me devolvió los besos, sintiéndome acolchado por sus tetas bajo mi pecho plano pero frotando mis caderas contra las suyas, que eran casi tan flacas como las mías, pelvis sobre pelvis, huesos contra huesos, al tiempo que mi pene rondaba su vagina. Mientras la besaba trataba de separar sus piernas con una de las mías, haciendo palanca blanda. Me costó muchos besos, saborear su pegajosa pintura de labios, sentir sus dientes, separando sus mandíbulas para penetrar mi lengua dentro de su boca, buscando su lengua, que encontré, y me tomó el tiempo de repetir o prolongar el beso húmedo, función continua, para lograr meter mi pierna por entre sus muslos, Arquímedes del amor. Pronto tenía mis dos piernas entre las suyas, mi pene buscando su entrada. Ella ofrecía cierta resistencia a la completa abertura de la vulva, mucho más a la penetración —¿pero cómo iba a ser de otra manera si se trataba de la virgen, quiero decir de una virgen? Insistí sin dejar de besarla, con una mano acariciándole sus senos —o tal vez un solo seno— y la otra todavía sujetándola, temiendo que su resistencia se convirtiera en una rebelión y luego en una fuga. Después de todo, ¿no lo había hecho ya una vez? Ése es el primer paso para la repetición. Pero ahora sus esquivos se hacían poco a poco movimientos mullidos. La cabeza de mi polla (el lenguaje de la novela de relajo más que la prosa de los manuales sexuales era necesario para describir mi situación) se frotaba contra su crica y entre vellos y besos encontró por fin la abertura y al mismo tiempo hice un esfuerzo hacia delante, dejándome caer, empujando horizontalmente y entré en Dulce morada con asombrosa facilidad. ¿Era así cómo se hendía un himen a una virgen? ¿Era aquello un desvirgamiento? ¿Había hecho yo añicos la virgo intacta de Dulce con mi empuje? Yo no sabía nada de nada: nunca me había acostado con una virgen, solamente con dos putas —si aquellos fiascos se podían llamar acostarse— y con Julieta que estaba lejos de ser virgen. Sabía —por charlas y chacotas con compañeros de bachillerato, por otros amigos, pero mayormente por los manuales de sexología— que al extender bruscamente la membrana el himen se rompía y esa rotura ocasionaba sangramiento y a veces hemorragias. Pero yo no sentía sangre sobre el pene, solamente lo rodeaba la lubricación de Dulce que lo hacía más resbaloso, penetrando profundo con facilidad, entrando y saliendo a medias con un acceso aceitoso. También sabía (por los libros) que debía haber habido una mayor resistencia a la penetración, que al distenderse su vagina Dulce debía —tenía que— haber sentido dolor y hasta gritado («Las mujeres tienen una gran sensibilidad en el grito», dijo Manuel el Malapropio, confundiéndolo con clítoris) pero de ella sólo salió un gemido leve que se hizo rítmico a mis entradas y salidas sin permitir yo que el pene dejara su vagina completamente (todavía, el temor a su fuga), ella moviéndose junto conmigo, no con la sabiduría de Julieta, que movía sus caderas verticalmente mientras yo me movía horizontalmente, penetrándola, pero ella, Dulce, se movía mucho y pronto me olvidé de mis acuciosas investigaciones vaginales sobre su virginidad, que de todas maneras había quedado en el pasado, para gozar el presente, su presencia que eran sus labios y su lengua entrando en mi boca remedada por sus otros labios (yo sabía por la Enciclopedia del conocimiento sexual, de Coster y Willys, cómo estaban dispuestos los órganos sexuales femeninos y no sólo conocía la existencia de vulva, vagina y clítoris —con estos nombres técnicos, pálidas palabras comparadas al lenguaje popular y a la literatura erótica que lo irritaba— sino la existencia de los grandes labios, y años después iba a comprobar lo justa que era la metáfora de la sonrisa vertical) acariciando mi otra lengua, como ella horizontal, como ella sin hueso, como ella capaz de producir otra saliva, más viscosa, más blanca, más olorosa, un chorro rápido en vez de la secreción lenta: disparo que se producía en este momento, mi eyaculación igualada por el orgasmo de Dulce que, discreta, se quejaba en voz baja, como de un dolor leve, en vez de los gritos, los aullidos, el clamoroso gemido apache de Julieta. Dulce y yo nos vinimos a un tiempo, lo que hablaba en favor de su función para ser la primera vez. ¿Pero era la primera vez? Cuando terminaron los espasmos y su quejido, Dulce me dijo:

—¿Puedes bajarte de arriba de mí? —lo que me pareció una alusión directa a mi peso, pero yo era todo menos pesado, y cuando más me consideraba una carga preciosa. La complací enseguida y me acosté en mi lado, satisfecho, sonriendo al cielo (raso), sin sentir la tristeza que la frase clásica atribuye a todo postcoito. Dulce salió disparada de la cama y se fue hacia la ventana. La abrió y por ella entró la luna, todavía llena, like the moon that cursed Larry Tulbot. Vi a Dulce iluminada, lechosa, sus senos en este momento enormes ubres comparados con su cuerpo menudo, con sus caderas breves y sus piernas delgadas. Me levanté y fui hacia ella con otra intención que acompañarla: le acaricié sus sendos senos. Hubris de la ubre.

—¿Puedes dejarme tranquila ahora? —me dijo no con enojo sino casi con pena. Fue tan persuasiva que la dejé junto a la ventana y regresé a mi lado de la cama. Estuvo ella allá, entre la luz de la luna y el olor de la madreselva en el patio, su madre selva, un rato, minutos que entonces me parecieron siglos. Al cabo dejó la ventana y sin cerrarla volvió a la cama. No bien se acostó comencé a acariciarla, pero me detuvo, primero con su mano, luego con la voz:

—¿Puedes esperar? Tengo algo que decirte.

—Por supuesto —le dije, sonriendo. Pero no habló inmediatamente. No me tenía en suspenso emocional pero sí suspendido sexualmente.

—Quiero que sepas —dijo seria— por qué no pasó nada esta noche.

Pensé enseguida que ella no había tenido una verdadera venida, su orgasmo oficial no real, fingido.

—¿Que no pasó nada?

—Quiero decir —me dijo ella— conmigo. Si buscas en las sábanas no encontrarás sangre.

¿Por quién me tomaba, un árabe amoroso? Ni siquiera se me había ocurrido buscar huellas de sangre en las sábanas, señales del crimen. O tal vez lo pensara un momento y lo olvidé al ver sus senos, satélites a la luz de la luna.

—Pero yo era virgen. He perdido mi virginidad contigo esta noche. Lo que pasa es que yo estudié balé.

¿Ballet? ¿De qué estaba hablando? ¿Qué tenía que ver el ballet con nosotros ahora, horizontales, en este mi alegre pospalo, con su preocupación, después del orgasmo y de la luna?

—¿Estudiaste ballet? —tenía que preguntarle algo pues había dejado la implicación en el aire, como sus senos, al callarse.

—Sí —dijo rápida—, di clases de balé, pocas pero suficientes. Yo no sé si tú sabes que ciertos ejercicios de balé, las posiciones, la extensión de las piernas distienden las membranas.

«Distienden las membranas»! Mierda, me había olvidado, con lo que se llama la singueta, que Dulce era una literata. No hay peor riqueza aparente del vocabulario que su uso por una mujer literaria. Había conocido algunas —la misma Julieta, aunque era solamente una lectora, era capaz de giros literarios— pero Dulce era una practicante del ballet y de la literatura y extendía tanto su vocabulario como las piernas. Siguió con la explicación extraña.

—Esa distensión hace que el himen se abra totalmente, como un diafragma, y así en la primera penetración no hay sangre ni dolor ni dificultad para el hombre —se volvió hacia mí pues hasta ahora había estado hablando con el cielorraso tanto como conmigo—, en este caso tú.

Carajo (usualmente detesto las obscenidades pero cuando las empleo es que las otras palabras no sirven para nada: donde mueren las palabras, nacen las malas palabras), ¡ésa sí era una buena coartada para el crimen peor que la muerte! Ella no me debía nada. Yo estaba preparado para aceptar el hecho de que Dulce no fuera virgen, pero no me sentía dispuesto a admitir su excusa. Es más, ni siquiera creía su explicación. ¿A qué tenía que venir con semejante teoría sobre la desfloración incruenta? Para colmo ella se me había quedado mirando muy de cerca, bizqueando sus ojos a la luz de la luna reflejada en el piso pulido, su cara de oveja convertida en un carnero degollado —sin sangre—, esperando que le hablara. Algo tenía que decir y por poco le digo que era un esfínter sin secreto, pero le dije:

—Eso no tiene importancia.

—Sí, sí tiene. Yo quiero que tú sepas que tú eres el primer hombre con que me he acostado.

Ése bien podía ser uno de los juramentos falsos de Isolda la rubia: yo era el primer hombre con que se había acostado, con los otros que había singado lo había hecho de pie —o en cuatro, posición muy favorecida por el folklore sexual habanero. Pero ella siguió:

—Te lo juro por mi madre.

¿Qué iba a hacer yo? También le habría jurado por mi madre que era virgen a Julieta con tal de acostarme con ella y de cierta manera era verdad: Julieta era la primera mujer con que había singado realmente, pero no la primera persona con que me había acostado. En cuanto a Dulce y su virginidad podría haberle dicho aquella noche de luna y de leche que yo no le concedía ninguna importancia a la condición de virgen —ni siquiera a la virginidad de la Virgen. Al decirlo no estaba mintiendo: yo sabía que Julieta era todo menos virgen, y eso no disminuyó mi entusiasmo por acostarme con ella ni mi placer, como no importó la noción de que yo le estaba entregando mi virginidad a ella, invirtiendo los papeles. La mayoría de los habaneros le daban una gran importancia al hecho de que la mujer —es decir, su mujer, la esposa— llegara virgen al matrimonio, herencia española. Yo mismo, cubano al fin, estaba gratamente convencido de que mi futura mujer fuera virgen. Pero ahora, esa noche en que me había acostado con Dulce, lo menos que entraba en mis consideraciones era que ella fuera virgen, excepto por la dificultad no de su himen sino de ella toda la vez anterior, al tratar yo inútilmente de que entrara conmigo a la posada y lo que yo presumía que sería un obstáculo físico a mi penetración para distender lo que ella llamaba su diafragma. De la vagina considerada como una cámara fotográfica: el himen el foco, la vulva el lente, el clítoris el obturador, el esmegma las sales de plata, la pelambre el fuelle. No en balde popularmente se llama a ver un coño desnudo retratarse.

—No tienes que jurármelo —le dije, hipócrita lector libidinoso, semejante a la lectora latinoamericana—. Te creo.

—¿De veras? —ella no me creía que yo la creía. No la culpo: soy el peor actor del teatro del mundo.

—De veras.

—Gracias —me sonrió—. Yo que estaba tan preocupada. Cuando me explicaron lo que hacía el balé—

—Más daño hace el tabaco.

—¿Cómo dices?

—Nada. Considéralo un aparte.

Pero una digresión no sería nunca una agresión para ella.

—Como te iba diciendo, dejé el balé enseguida. Pero ahora veo que ya era demasiado tarde.

—Evidentemente.

—El mal estaba hecho.

Movido más que conmovido por su explicación de cómo una virgen fue desflorada por una pirouette, le puse una mano en la cabeza. Era la primera vez que lo hacía y sentí mis dedos pasar sobre una peluca perversa, barata y tosca: su pelo era su espina.

—Mi Rosa Espina —se me fue, realmente, créanme, no lo dije: no suelo ser cruel con las criollas.

—Dulce —dijo Dulce ratificando su nombre como su identidad.

—No, Rosa. Para mí eres mi Rosa Espina —tenía que justificar con flores mi desfloramiento de su sexo y de su ser. Pensé hacerle un poema improvisado, pero mejor que un poema apenas eran las seguras citas, citarle diversos versos a la rosa: eso le gustaría más. El primero que recordé fue lamentablemente ese «De donde las vírgenes son suaves como las rosas que trenzan», que tenía una referencia si no a la virginidad directa por lo menos indirecta a las vírgenes. Más fácil que Byron sería un bolero: Una rosa de Francia, cuya suave fragancia, pero el perfume francés avivó mi olfato y sentí cómo de ella subía un vaho profundo. ¿Huele la rosa a rosas en la oscuridad? Esta Rosa exhalaba esmegma, esencia que los sexólogos insisten que es fétida. Asafétida. Rosa rotunda, peligroso perfume, y de entre poemas extraje una cita esencial, un attar:

—No hay espina más dolorosa que la de la rosa —recitando yo como con voz propia. Dulce me miró:

—¿Soy yo dolorosa?

No le iba a decir que era olorosa.

—Por lo menos eres Espina.

—Sí, soy una Espina —admitió ella.

—Una espina es una espina es una espina.

—¿Qué es esa letanía?

—Una cita de doña Gertrudis.

—¿De Avellaneda?

—De bella nada —le dije.

Por respuesta ella soltó una risita que se resolvió en sonrisa distendida, su boca una membrana abierta. Se acercó a mí y sentí que antes que sus labios horizontales rozaran los míos sus senos se pegaron a mi pecho: eran sin duda las tetas más grandes con que había tenido que ver nunca. Ella me pasó uno de sus brazos por sobre mi hombro y yo la abracé, colocando mi brazo derecho por debajo de su teta izquierda, que reposaba, cansada de su propio peso, sobre la cama, y rodeando su cuerpo tan menudo —estrecho de hombros, delgado de cuello, con piernas como ancas de rana— que hacía parecer sus senos todavía mayores y recordando que junto a la ventana se veían erguidos a la luz de la luna de los caribes, sentí que se me paraba de nuevo y pegué mi pelvis contra sus caderas, mientras me daba vuelta suavemente para ir encima de ella. No hay cosa más parecida a un coito que otro coito —por lo que dispensaré al lector de la repetición. Solamente añadiré que estuvimos mucho tiempo en el cuarto de la posada y que no pasamos el tiempo hablando, a pesar de lo habladora que podía ser mi ballerina. No creo que sobrepasé mi actuación (el sexo es otro teatro: le ballet du coeur, la sinfonía de los sordos, el cine de los ciegos) con Julieta, pero el resto de la noche estuvo exenta de la tensión que creaba ella con su manía de enseñar su sesión de sexo, dando órdenes coitales que uno debía ejecutar como un perro amaestrado en el circo, y fue una unión, una verdadera colaboración, en la que Dulce y yo aprendíamos juntos —evidentemente el ballet o un mal paso de dos la había eximido de su virginidad pero ella no sabía mucho más que yo del arte de amar: El resto de nuestra relación no fue siempre plácido pero todavía tiendo a recordar esas noches con Dulce Rosa Espina, la ballerina renuente, singante propicia, tetona esencial, con afecto, sobre todo con un cierto cariño por ella aunque nunca estuve enamorado: desde un principio fue una relación solamente sexual, de mi parte. De la suya, es probable que ella estuviera enamorada de mí, pero no estoy muy seguro. Probablemente me habría comparado con algún personaje sacado de la selva sagrada y llegado a la conclusión de que a mí me había tragado la ciudad profana para siempre.

Esa noche fue la última que llevé a Dulce en un taxi a su casa. Mejor dicho, el taxista se encargó de depositarla en Galiano y San Lázaro, ya que yo me quedé en la esquina de la calle 27 y avenida de los Presidentes, despidiéndome de ella con un beso dado por su boca que de nuevo estuvo pintada en exceso: lipsticky, rouge subversif, by Marx Factory. Volvimos a la posada de 2 y 31 por supuesto, como recuerdos recurrentes. No había la luna propicia de las veces anteriores (la luna de La Habana dura menos que la luna lupina de Larry Talbot), cuando ella abrió la ventana de nuevo y permaneció junto a las celosías, pero hubo siempre el olor de la madreselva, que formaba parte de la vegetación que rodeaba el hotel, y tal vez de las aralias, una planta menos literaria que la madreselva pero que era para mí más memorable. Una noche tuve una revelación que me impresionó como si saliera del Apocalipsis. Dulce se quejó de no haber tenido tiempo de afeitarse las piernas y me pidió que la perdonara. No vi ninguna culpa en su descuido y le dije que no tenía importancia.

—Pero pinchan —dijo ella—. Toca —y dirigió mi mano no a sus piernas sino a sus muslos. Sabía que las mujeres se afeitaban las piernas, aunque mi madre no tuviera necesidad de hacerlo, pero nunca había oído hablar de nadie que se afeitara los muslos. Dulce no sólo me hizo verificar que era posible tal depilación sino que me reveló también que se afeitaba la zona que queda entre el ombligo y el pubis—: Toca, toca —insistía, llevando mi mano a su bajo vientre, como un guía conduciendo a un visitante hacia una obra maestra desconocida: la Venus hirsuta. Toda la piel pinchaba: era verdaderamente Rosa Espina, pero no me dio risa sino repulsión. Veía sus muslos lívidos a la luz de la luna cubiertos por pelos y su vientre plano y lechoso, que hacían agradable contraste con sus enormes senos blancos, también velludo, como el de un hombre. O peor, la mujer-loba, LauraTalbot. Ese horror lupino no me impidió sin embargo acostarme con ella esa noche reveladora. Pero había algo peor que los vellos ubicuos: una falla en su carácter. Dulce tenía un defecto de educación que se manifestaba como un gesto infantil: era muy malcriada y cuando se molestaba (casi siempre por una nadería: ella sabía que tenía la clave del sexo, o mejor, yo tenía la llave pero ella era dueña de la puerta al jardín de las delicias y con sólo juntar las piernas podía controlar nuestra relación, llegando a acostarse conmigo pero literalmente cerrando su vagina con una contracción) al tratar yo de ganarla para el amor pidiéndole un beso, apretaba los labios (ya por este tiempo sin pintura), y los volvía hacia adentro, prácticamente se los tragaba y se quedaba su boca sin bordes. El efecto era cómico, casi ridículo, pero al mismo tiempo grotesco, como un payaso pudendo, y tan oneroso como un ojal cerrado, como un buzón sellado, como un sexo sin acceso.

A pesar de sus lecturas (o tal vez por ellas mismas) Dulce no era muy inteligente, en la medida que lo era Julieta, por ejemplo. Sin embargo ésta también participaba de esa cursilería exacerbada que se llamaba en la Habana picuismo, palabra intraducible al español. Carmina, Julieta y Dulce eran picúas, cada una a su manera. Pero Dulce añadía de su parte un extra: cierto infantilismo que habría sido delicioso en otra mujer, pero que en ella llegó a convertirse en cretinismo casi. Hubo situaciones en que yo podría haberme sentido ofendido, pero ella se ofendía por muy poco y sin embargo a menudo resultaba humillada sin ofenderse. Ocurrió en ese laberinto en que los dos jugábamos a hacer el monstruo central, siameses sexuales unidos por mi cartílago poroso. Una noche (remedando la visita bucal que hice a Julieta una tarde bajo el signo de Libra) le pedí a Dulce que practicara la felación conmigo —usé otras palabras, por supuesto: éstas no las habría entendido: no forman parte del vocabulario sexual de la selva. Ella tenía tal control sobre sus labios que podría ser una succionadora sabia. Pero me dijo que nunca lo había hecho, a lo que repliqué que ésa era una razón de más. Añadió que tenía miedo y yo le aseguré que no tenía nada que temer, convertido en el temerario Jules Leotard, inventor de la malla de ballet y del trapecio volante, aerialista del amor.

—Tú misma puedes controlar la inmissio penis.

—¿Qué cosa? —se espantó ella, como si el latín doliera.

—La entrada y salida del pene —le expliqué—. ¿Tú sabes lo que es el pene?

—Claro —dijo—, esa cosa y señaló para salva sea la parte.

—¿Lo hacemos?

Después de pensarlo un poco, dijo:

—Está bien, pero sólo la puntica.

Introduje todo el glande en su boca, que inevitablemente hizo una mueca, pero ahora no se podía comer los labios sin tragar mi miembro: purga pudenda. Comencé a moverme y ella quitó su boca:

—Dijiste que yo lo iba a hacer sola.

—No hay nada en el sexo que puedas hacer solo. Hasta la masturbación necesita de tu mano.

Ese argumento ad hominem —calcado de Julieta o copiado de Haroldo— la calló. Volví a insertar mi mensaje en su nuevo buzón y ella aprendió enseguida los movimientos rítmicos, rituales. Pero de pronto, al hacer yo un giro horizontal, separó su cabeza.

—¿Qué pasa ahora? —le pregunté.

—Emasiado glande.

—¿Qué pasa con el glande?

—Es toda demasiado grande —me dijo.

—Son imaginaciones —le expliqué—. El sexo aumenta con el seso.

—Me da náuseas.

—Tú quieres decir que le tienes asco.

—No, asco no. No le tengo asco pero me da náuseas.

—Quiero que sepas que el amor da vértigo pero nunca náuseas.

Ese argumento ad nauseam la convenció y de nuevo conformamos ese malvado monstruo con una cabeza en el pubis: el amor en el lugar de las heces, como habría citado Julieta al darme su lección de besar poético. Para asegurarme que Dulce no volviera a interrumpir el acto único con su soliloquio, la cogí por la cabeza con mis dos manos y mientras ella lamia mi lengua otra, yo movía mis caderas, verticales, tomando su pelo pajizo como punto de apoyo. Me meneaba ahora mientras ella succionaba como un súcubo mi íncubo, moviendo más, rápido, de seguido, coito de cabeza. Pero ella trató de separarse, lo que impedí sosteniéndola en su lugar, firmemente agarrado a los pelos, alambres conductores de su resistencia, luchando contra mi amarre mientras me movía al borde del orgasmo —pero ella logró zafarse y al tiempo que lo hacía vomitó, llenándome el vientre, los vellos, la verga de una viscosidad vitriólica, casi coloidal, sin restos de alimento (tal vez su pobreza no le habría permitido comer esa noche y todo lo que tenía en el estómago era el conyugal Cubalibre) pero de aspecto asqueroso.

—Perdona, perdona —dijo ella, limpiándose la boca con la mano—. No pude evitarlo.

Trató de disculparse una vez más, pero la próxima vez que abrió la boca introduje mi pene por ella y la afirmé por el cuello y la cabeza, como cepo suave, ordenándole: «¡Mama! ¡Mama!», que casi parecía el clamor de un hijo hebreo perdido. Volví a moverme dentro y contra su orificio oral, debatiendo mi bálano entre la lengua mullida y la laringe velar, evadiendo los colmillos lupinos —y el cielo de su boca fue testigo de mi eyaculación, que inundó su cavidad bucal, haciéndole los dientes de leche de nuevo.

Aprovechando mi lasitud norte y el abandono de mi presa, ella se separó de mí y corrió no fuera del cuarto, como ya no temía, sino al baño, tal vez a lavarse la boca poluta, tal vez a vomitar. Pero al salir vino amorosa a mi lado en la cama. Así era de leal amistosa Dulce, el mejor amigo del hombre después del Ready. Sin embargo, al tratar de iniciar yo otro coito —o tal vez debiera decir mejor el coito, el coito circuito— ella cruzó sus piernas, trabando sus rodillas, apretando sus muslos. Pero no era una ballerina preparándose para un fouetté (no había nada que recordara al ballet en sus piernas) sino un atado de sus miembros que hacía la penetración de un tercer miembro improbable para mí y para nadie que no fuera una pata de cabra esa noche. Al mismo tiempo clausuró su boca, al tragarse los labios y hacer de ella una cerradura hermética no sólo hizo imposible el beso, casto o cáustico, sino siquiera mirar aquella mueca de maniquí de cera derretida, completando la impenetrabilidad de su cara al cerrar los ojos deliberadamente. Como siempre he detestado la sodomía, no dejaba ella más que los virginales oídos abiertos, ofreciéndome sus orejas para penetrar, sus tímpanos como la sola membrana distendida que era posible desflorar, sangrando al romperse ya que nunca participaron de los rituales del ballet —aparte de que de las ballerinas que conocí ninguna tenía oído musical: eran meras gimnastas acompañadas en sus movimientos eurítmicos por algún Chaikovsky más o menos sincronizado.

Pero no fue esa noche ni otras semejantes en su curso cursi lo que terminó nuestra relación, porque a pesar de sus defectos de carácter estaba su cuerpo (como el diablo carnal del cuento, parodia pederasta popular de Fausto, no era su alma lo que yo quería sino su cuerpo), iba a decir sus tetas grandiosas pero implicaría que yo no gozaba también todo su cuerpo, aun su boca virgen o su raja renuente y el aprendizaje sexual que iniciamos juntos y casi completamos. Vino a interrumpir el sexo no el amor sino el matrimonio —no, cosa curiosa, su matrimonio sino el mío. Dejé a Dulce (a veces llamada, burlón, Rosa) Espina porque, sin saberlo, me preparaba para casarme. El declinar de nuestra relación habría sido detectado por un tercero en Concordia con sólo conocer la clase de vehículo en que nos desplazábamos —y la ausencia de medio de transporte sexual. Comenzamos en taxi, continuamos en guagua y terminamos a pie. Al final yo no la llevaba siquiera a la remota, romántica posada de 2 y 31, sino que íbamos, cosas del destino, del deseo o de la voluntad venérea, ¡al hotelito de la calle Amistad! Ella venía de su casa y yo salía de mi secretaría nocturnal y, vías paralelas, nos encontrábamos por el camino, apurándonos por la gran Galiano hasta la estrecha Barcelona. Dejé a Dulce definitivamente después de una de esas noches, o medias noches, en Amistad, y nuestra separación participó del simbolismo de los nombres: terminamos en mutua amistad. El lugar pudo servirme también de augurio alfabético, de grafomancia, de haber atendido al sentido correcto de una errata que cometió Tagle, el linotipista veterano del periódico Mañana, quien por prestar atención a la visión de los visitantes de la tarde a la posada apenas hacía caso a la materia escrita y así en una crónica de sociedad en vez de componer el nombre Matrimonio formó el neologismo absoluto martirmonio, que yo utilicé una vez como parodia —pero debía haber sabido que las palabras son la materia de que está hecho el pasado pero también forman el futuro compuesto, son dos destinos distintos y una sola dirección verdadera. Así no comprendí que mi matrimonio sería de veras un martirmonio.

La última noche con Dulce que recuerdo íbamos por la calle Águila casi volando obligados por el tempus fugit —cuando nos tropezamos con Germán Puig, acompañado por alguien que yo no conocía, un joven desconocido, de aspecto discipulario. Germán nos presentó pero su nombre no tenía consecuencia. Estaba él, Germán, a punto de irse a París, a consolidar la Cinemateca de Cuba por la Cinémathèque Francaise, y para su educación sentimental. Pero lo que recuerdo de esa noche no es la despedida a la francesa de Germán, que nos llamó Les visiteurs du soir, sino mi apuro por llegar a la posada, que se hacía tarde, que el lujo de la lujuria se volvía necesidad vital con los minutos contados, y Germán, tan inocente como siempre, nos tomaba por paseantes perdiendo el tiempo, y tan apasionado del cine como era insistía en hablarme de cine silente y yo lo que quería era oír la banda sonora de sollozos de Dulce, tal vez coreada por voces vecinas. Mientras Germán hablaba de films franceses, Dulce, muda a mi lado, me apretaba el brazo indicando que, como otras veces, mi turgencia era su urgencia. Finalmente nos fuimos, obligados socialmente, en dirección contraria a nuestro destino delicioso. Pero por fin, al fin, dando un rodeo romántico por Juan Clemente Zenea (calle a la que todos llamaban Neptuno, hasta la musa marmórea del poeta convertida en Náyade del viejo con el tridente), llegamos a la posada roja, también llamada hotelito o casa de citas, ninguno de cuyos nombres asustaba ya a mi vieja virgen. Subimos las escaleras estrechas, Dulce delante, yo detrás, y pude observar que ella ascendía cada escalón con los pies ladeados, la punta señalando hacia afuera, los tobillos paralelos y por un momento me pareció que llevaba zapatillas de raso y al ver su mano derecha deslizarse distendida por el pasamanos de madera juraría que lo agarraba como una barra de práctica.