LA VISIÓN DEL MIRÓN MIOPE

Viviendo en El Vedado, por azar o por designio de dioses irónicos, nos habíamos mudado justamente en la cima de la loma (otra colina habanera) en que culmina la avenida de los Presidentes, junto al monumento que domina los jardines centrales, a cuya augusta altura habíamos ascendido un día para recordar el gibareño Gildo Castro y yo, escalando el pórtico pretencioso, académico, híbrido: clásico en su arcada pero rococó en los detalles. Mi primo Gildo, de visita del pueblo a comprar soldadores para su taller, recorrió conmigo los barrios de La Habana y nada le pareció tan inaccesible como este sepulcro blanqueado a la memoria de todos los presidentes muertos. Mi primo Gildo, que era un mago mecánico, había traído consigo una cámara de cine que él mismo había construido y encuadró tomas que nunca vi reveladas. Mi primo Gildo Castro, como todo inventor un ingenuo, dijo del monumento fijado en film: «Es de mármol macizo», aunque añadió al darse vuelta para admirar la avenida que bajaba hasta el mar a lo lejos, a sus adornos arbóreos: «Todo esto está hecho por el hombre, caray!» —que era el más alto cumplido que podía hacer a la vista, habiendo heredado de Pepe Castro, su padre naturista y mi mejor influencia infantil, el genio para la mecánica y su admiración mayor por la obra del hombre que para la naturaleza. En esta misma área vivió, vivía todavía Catia Bencomo, vivía Olga Andreu, en el Palace, y frente, en el edificio Chibas, vivía Tomás Alea, conocido como Titón y a quien yo llamaba Tomás Alea Jacta aunque era lo contrario de jactancioso: era gris a fuerza de ser modesto. Fue Néstor Almendros, ya fotógrafo, quien me presentó a Titón y por éste había conocido a Olga Andreu y, en cadena de conocidas, a Catia. Titón —a quien yo visitaba a menudo en su apartamento amplio, ordenado y burgués— era ahora un amigo que pronto daría un viaje doblemente deseado a estudiar cine en Roma. Todo eso —las visitas del pasado, los viajes al futuro— hacia la zona gratamente glamorosa y aquí habíamos venido a vivir del solar de Zulueta 408 (difícil de abandonar, imposible de olvidar porque había sido no una temporada ni una turné sino una vida entre círculos concéntricos) gracias a un milagro menor propiciado por mi mentor: se iba para Puerto Rico un paisano suyo y nos cedía el apartamento.

Pero seguíamos siendo tan pobres como antes y pronto, con mi padre sin trabajo, seríamos todavía más pobres. Mi hermano continuaba estando, siendo tuberculoso y se pondría peor, con la tisis extendida a los dos pulmones y casi se muere. Así resultaba yo el protagonista de la película de un joven pobre. Después de la aparición de mi abuela, habíamos dejado detrás otro residente del increíblemente elástico cuarto (prácticamente habíamos resuelto el insoluble problema metafísico del número de ángeles que se pueden parar al unísono en la cabeza de un alfiler, al probar que seis personas lograban vivir al mismo tiempo en un cuarto) de Zulueta 408. Mi prima había cautivado con sus ojos verdes a un vecino bueno y (casados, ambos aventureros) se habían ido a vivir al extranjero. Nuestra mudanza fue una fuga y gracias al auxilio (siempre dependiente de la caridad de los amigos) de Carlos Franqui y a una furgoneta del periódico Mañana y un camión que no sé de dónde sacó mi padre (tal vez ayuda de Eloy Santos, motorizado todavía, siempre conspirador) nos mudamos furtivamente de noche, como contrabandistas que cruzan una frontera. Con todos los azares del viaje estábamos en un apartamento amueblado, con teléfono y, sobre todo, baño propio, lo que después del colectivismo forzado del solar era un lujo aseado: un baño para nosotros solos. «Y con bidé», completó mi madre el anuncio, añadiendo la palabra bidet a mi vocabulario habanero, aunque no especificó nunca la naturaleza o la historia de su uso. El apartamento todo olía a rosas y era que su antiguo inquilino, químico aficionado, fabricaba perfumes en casa, la que dejó envuelta en esencias. Mi madre se veía más joven ahora, no sólo por el nuevo hábitat sino porque pasó de usar el tinte negro barato que la hacía lucir sombría con tanta negrura alrededor y sus canas prematuras eran un marco adecuado a su cara dura y recta y su cutis oliva. Completó su retrato oval no un Poe del pobre sino nuestro Cocteau, Germán Puig, esteta como siempre, halagador como siempre, que le dijo: «Zoila, ahora eres una rubia platino, como Harlow, mejor que Harlow», y aunque el ideal femenino de mi madre era Joan Crawford y no Jean Harlow, aceptó agradecida que Germán la bautizara La Platinada.

Fue en este nuevo medio, disfrutando la privacidad y la comunicación al mismo tiempo, con una puerta cerrada, raro privilegio, en este edificio —al que se entraba por una alta puerta de madera y cristales y se subía por una escalera de mármol sencilla, con pasamanos de hierro— aunque no tenía más que cuatro pisos (nuestro apartamento quedaba en el último) estaba en la cumbre de la colina del Alto Vedado y dominábamos todos los edificios de la zona y la vista del mar lejano, acariciados por la brisa marina en la mañana, golpeados por el sol directo por las tardes, poniente pero poderoso: nuestro cielo era nuestro infierno. En esa atalaya amorosa por la noche descubrí el arte de mirar.

Debo decir que no fue un verdadero descubrimiento sino que se hizo arte lo que antes era mera afición. Me inicié en su cultivo, en su culto, ya en el segundo año del bachillerato, cuando apenas tenía trece años, gracias a la displicencia (me resisto a creer que fuera un descuido y debo decir que parecía una gracia natural no manía deliberada) de nuestra profesora de anatomía. Era la maestra más joven del plantel. Se llamaba (ojalá que se llame todavía, aunque sea ahora una anciana: siempre tendrá mi mirada) Isabel Miranda o, más respetuoso, la doctora Miranda. En el Instituto los profesores montaban a un estrado (lo que era para mí, viniendo de la informal escuela primaria, de un asombro y de un respeto que dura todavía) que los mantenía a una elevación de más de medio metro por sobre el nivel intelectual de sus alumnos. En el estrado había una mesa y una silla, que aumentaban las distancias, pero la doctora Miranda, disintiendo de sus colegas, se separaba siempre de la mesa y se mantenía sentada a un costado. Allí solía cruzar las piernas y dejar que la falda se le subiera al azar, mostrando no sólo sus piernas completas sino zonas de sus muslos macizos, como el mármol del monumento. Debía de tener entonces unos treinta años, lo que era para todos nosotros una edad abismal, pero ella hacía un puente de carne entre sus años y los nuestros. Ese curso me tocó el aula 2 y, doble suerte, la primera fila, muy temida por todos los alumnos en la clase de álgebra (de allí se subía a la pizarra como al patíbulo matemático), pero deseada por los varones durante la lección de anatomía gracias a la generosidad —¿con su anatomía?— de la doctora Miranda. Ella solía, como las mujeres de su generación, no llevar debajo más que un refajo. A veces los vestidos eran lo suficientemente escotados como para dejar ver algo más que el nacimiento de sus senos, que eran pequeños pero se veían insólitos y sólidos, y cuando tocaba trabajar con el microscopio (que se colocaba en la mesa sobre la que la doctora Miranda, didáctica, se inclinaba para enseñarnos mejor su manejo) atendíamos naturalmente más a la contemplación de sus senos magníficos que a la visión de la vida microbiana magnificada. Entonces sus senos perdían el carácter mítico que tenían desde el pupitre para hacerse asequibles, al alcance de la mano impaciente casi. Pero pronto recobraban su distancia profesoral y la doctora Miranda (con sus espejuelos verdes que ocultaban sus ojos miopes, desde entonces asociados por mí con una sexualidad femenina controlada pero peligrosa por ser capaz de desatarse en cualquier momento: ya los había conocido en el solar de Zulueta 408, en Edith, la muchacha miope que se había enamorado locamente de Arturo Rodríguez, que era de la familia que nos prestó el cuarto cuando vinimos para La Habana, a la que su racista madre mudó del solar, opuesta a su relación con Arturo, Edith jurando que se suicidaría: lo que tranquilamente procedió a hacer a los pocos días de mudada, dándose fuego encerrada en el baño de su nueva casa, cuarto, muerte que Arturo tomó con calma como para que fuera la tragedia de Julieta sola) volvía a hacerse de la materia de los mitos, nombrada en los grupos que hacíamos en los pasillos del plantel, algunos de los estudiantes de anatomía comparada llegando a jurar que la profesora, que sabíamos soltera, era fácil —cuando en realidad era bien difícil. Ninguno de nosotros acertó entonces con su verdadera naturaleza: Isabel Miranda, la doctora Miranda, era admiranda, lo sé ahora, una exhibicionista extraordinaria.

El segundo encuentro con la manía de mirar fue más bien el primero y ocurrió aquel día que subí achacoso a la azotea de Zulueta 408 y mirando aburrido hacia el hotel Pasaje, fachada de cuartos vacíos, descubrí a la muchacha durmiendo desnuda, toda yodo y algo oxígeno, y su sola visión me devolvió la vida. Ella se ve como a través de anteojos invertidos, alejada por el tiempo pero también por la distancia a que dormía desnuda: ésa fue la verdadera lección de anatomía amorosa y no las de la doctora Miranda, mirada de cerca. Paradójicamente, mientras más lejano el cuerpo, más próxima está a la revelación de la carne. En La Habana, donde el voyeurismo era una suerte de pasión nativa, como el canibalismo entre los caribes, no había una palabra local para describir esta ocupación que a veces se hacía arte popular. En La Habana Vieja, con su profusión de balcones abiertos, protegidos solamente por una baranda de hierro forjado, solía haber fijada a la altura de las piernas una tabla —conocida como la tablita— que guardaba los muslos codiciados de la aguda mirada de los mirones, halcones a ras del suelo. Esta protección llegaba al colmo de extenderse hasta la altura de tres y cuatro pisos, donde la visión era si no imposible ciertamente difícil aun para las vistas más certeras. ¿No sería tal vez que las habitantes de esos apartamentos, las visitantes de esos balcones estaban provocando más que evitando el golpe de ojo avizor? Había en el dialecto habanero una palabra para los tocadores, los exploradores carnales tácticos, rascabucheador (una etimología risible la hacía derivar de rascar y de buche, pero prefiero conservar su tenue misterio local que se hace espeso en el extranjero) y esta voz se extendía al mirón, pero era una aplicación inadecuada. La palabra mirón señalaba al que miraba mucho o insistentemente, pero nunca al voyeur, eso que en inglés tiene el cómico nombre dos veces legendario de peeping tom, y en los manuales de sexología se llama escoptofílico. Pero bajo cualquier nombre existe esa actividad amorosa y fue en el apartamento de la calle 27 y avenida de los Presidentes que me volví un mirón minucioso, activo en mi pasividad.

El edificio de apartamentos justamente enfrente quedaba debajo del nuestro porque estaba en la pendiente y era llamado Santeiro, donde iba a vivir un día y que he descrito en otra parte antes pero no en esta crónica de amores. Muchos balcones se abrían a la parte trasera del edificio que daba a nuestro apartamento del fondo. Ambos edificios, el nuestro y el ajeno, estaban separados por apenas veinte metros de casas de un solo piso. La visión de los apartamentos del Santeiro, aunque inclinada, era completa. De noche solía sentarme en nuestro balcón, como cogiendo fresco, las puertaventanas de la sala cerradas, solo en mi acecho. Curiosamente esto era lo más excitante de la caza visual: aguardar a que se produjera un desnudo, no importaba si parcial o total, ofrecido a la vista, era más excitante que la presencia del cuerpo desnudo. Era esta espera el arte a aprender. Antes los cuerpos desnudos que se me habían hecho propicios —el de Etelvina enfermo, el de la puta negra invisible en la oscuridad, las breves visiones blancas de Xiomara, la más repetida contemplación dorada de Julieta en que yo no me demoraba urgido por la fuerza de la fornicación— y el cuerpo anónimo exhibido inocentemente en el hotel Pasaje, no fueron perseguidos por mí para deleite en su desnudez: no eran un fin sino un principio. Pero ahora yo buscaba expresamente esa exhibición que era, por supuesto, ignorada por esas mujeres, esas muchachas que yo iba a sorprender en su intimidad sin siquiera sospecharlo, víctimas de la violación visual del voyeur. Creo que de haberse exhibido cualquiera de ellas ex profeso, la visión habría perdido ipso facto todo su encanto. Ésas eran las reglas del juego —mejor dicho, los preceptos del arte de la mirada.

Había fijado mi atención, que era como decir toda mi conciencia, aun mi físico, mi cuerpo, mis ojos en el edificio Santeiro. En el apartamento frente al nuestro vivía una mujer (no puedo decir su edad pero era evidente que no era una muchacha) que a menudo ofrecía grandes griterías, sonatas para la voz sola. Yo esperaba que estos escándalos se produjeran, digamos, en Zulueta 408 pero no en El Vedado, en uno de sus edificios aparentemente más decentes. (En realidad estoy sugiriendo que el edificio no estaba habitado por gente decente cuando sí lo estaba: pude comprobarlo en el tiempo que viví allí años después. También les pido que olviden la frase edificio decente porque es una personificación torpe, pura prosopopeya). Pero esta mujer hablaba en alta voz, voceaba, daba gritos espantosos en las discusiones de un solo lado que tenía con un hombre siempre silente. Después supe que este marido mudo no era su esposo sino su amante y que era un cómico famoso por su garrulería radial. También se supo que la mujer era una drogómana dura y que muchos de sus ataques de furia se producían cuando le faltaba no mariguana que fumar sino morfina que inyectar. Es curiosa la cantidad de cosas que uno se podía enterar salidas de esos compartimentos aparentemente estancos que eran los grandes edificios del barrio: Santeiro, Palace, Chibas, tan elegantes de arquitectura, tan herméticos de aspecto, tan buenos burgueses de apariencia sus inquilinos. Tal vez influyera el clima, el hecho de que en estos apartamentos se vivía si no con las puertas sí con las ventanas abiertas para mitigar el calor —todavía no se había generalizado el uso del aire acondicionado, aislante. Pero la explicación quizá fuera más histórica que geográfica: no era el trópico sino el carácter cubano que hacía que la gente se explayara, real y metafóricamente. Los mexicanos, por ejemplo, que viven en el mismo clima son mucho más reservados: es que el indio es inescrutable mientras el negro es siempre expansivo, y aunque todas las familias del barrio eran blancas, tenían más de andaluces parleros que de parcos castellanos. Debo señalar que la vecina del frente era tan exhibida físicamente como exhibicionista de sus emociones. No faltaba más que aprovechar el momento adecuado, aunque fuera una presa fácil (es inevitable, creo, usar el lenguaje del cazador), y pronto tendría que aparecer más o menos desvestida, tal vez desnuda. Pero tuve que esperar varias veladas, en que no bien anochecía, después de comer, me disponía a mi apostadero en el balcón. Esto sucedía, por supuesto, solamente los sábados y los domingos, ya que el resto de la semana seguía trabajando como secretario privado y nocturno y cuando regresaba del trabajo era ya demasiado tarde. Pero en estos dos breves días de fiesta febril el tiempo se estiraba por la espera, mientras que el acecho se convertía en una obsesión, dejados a un lado el cine, las muchachas, los amigos, los congresos culturales, la literatura misma por esta vigilia, palabra que con ironía impensada el diccionario define como labor intelectual que se ejecuta de noche —no a otra hora ejecutaba yo estos trabajos de amor y no podía decir que no fueran intelectuales pues toda mi actividad era puramente mental.

Una noche —no se puede medir la duración del tiempo para el mirón— vi salir a esta mujer del cuarto (entonces creía que cada apartamento del Santeiro tenía muchos cuartos: mi hábito cogido en Zulueta 408 de otorgar más comodidad doméstica al prójimo que a uno mismo —la casa ajena en el ojo propio—, pero cuando me mudé para allí, ya casado, mi apartamento sólo tenía un dormitorio) y entrar a la sala. No llevaba más que una corta bata de casa —lo que se llamaba entonces bobito— transparente, y lo que no pude ver lo adiviné debajo de la gasa (era tal vez una tela menos antigua, el odioso y reciénvenido nylon) y así sus tetas me parecieron paradas, los muslos lisos, la espalda dividida por la canal que es la única ausencia de carne que es más erotizante que la carne misma. Fue nada más que un paseo pero justificó mis horas gastadas observando su casa, aguardando su aparición, deseando su desnudez: no había aparecido desnuda pero para mí fue como si hubiera bailado la danza de los siete velos, Salomé salaz, Herodiándome, y le habría dado no sólo la cabeza del Bautista sino las dos mías. Era mi primera pieza cobrada como mirón dedicado: no había intervenido el azar como cuando la aparición de la muchacha dormida químicamente (tres cuartos yodo, un cuarto oxígeno) en el hotel Pasaje y ella no dejó nunca lugar al mirón —que yo no era todavía. Ahora sí, con este desfile desvestido o a medio vestir de esta noche, me había hecho un adicto incurable de su vicio.

Esperé pacientemente otro momento, parecido. (Sabía que no se daría una ocasión idéntica: no hay dos miradas a una mujer desnuda iguales, no hay dos desnudeces exactas, como no existe la misma ave a cazar, aunque haya sido cazada antes, escapada y vuelta a cazar en el mismo sitio, el momento las hace diferentes). Ocurrió un fin de semana más tarde (o varios fines de semana después), cuando yo menos lo esperaba. La sala estaba encendida (la vez anterior toda la luz venía del cuarto y después hubo otra fuente de luz en la cocina) y desordenada y vacía. Yo esperaba en el balcón, agachado lo bastante como para no ser visto por mi presa, no tan acurrucado como para despertar sospechas en los vecinos contiguos que solían salir al balcón a coger el fresco. De pronto esta mujer salió del cuarto —completamente desnuda. Mi primera reacción fue de asombro, al producirse lo que había esperado tanto tiempo (o ninguno), también tuve un movimiento reflejo (como lo había tenido años atrás cazando en el monte cercano al pueblo) y me aplasté contra el borde del balcón, que era mi parapeto y mi protección, tratando de hacerme invisible —es decir, inexistente. Pero mis ojos estaban por encima del borde, mirando, mirando. Lo que vi fue una mujer que era muy mayor (para mi edad), con las carnes desbordantes que tanto gustan a los habaneros en la calle pero aquí desprovistas de la contención del vestido, con caderas enormes que se movían a un lado y otro al andar, formando una doble cadera en la terminación de los muslos, y éstos estaban lamentablemente capitonés. (Es ésta una útil palabra que debo a Juan Blanco y designa esas carnes que forman olas, adiposidades que se hacen rajaduras nada visibles, con las divisiones que abultan como un acolchado). Sus piernas, que había visto antes con medias, se me revelaron como botellitas (mejor dicho, botellones) varicosas y la espalda carecía de canal por la excesiva gordura y al final las nalgas tendían a caer sobre el comienzo de los muslos, como medios asientos de inodoro hecho de carne grasa. Fue hasta sabe Dios dónde en la casa y regresó, mostrando su vientre que era una barriga y las tetas que caían fláccidas hasta cerca del ombligo hondo. Era un espectáculo absolutamente anafrodisíaco, antierótico, y no me expliqué por qué el cómico amante soportaba las rabietas rugientes de aquella mujer que era todo menos mi idea de una querida. Hacía tiempo que no sufría tal decepción.

Pero este fracaso del arte de mirar ante su modelo no me curó del hábito del mirón. Al contrario, no contento con mirar a través de espejuelos oscuros, conseguí con Pino Zitto, que vivía en la calle F, al doblar, que me prestara unos anteojos, poderosos binoculares militares que pasaron a mi poder por tenencia tenaz. Estos anteojos me permitieron acercar a los vecinos en una proporción de ocho a uno. Así el edificio Palace, que estaba a unos buenos cien metros al otro lado del parque, quedaba ahora a una distancia visual de apenas doce metros —más cerca que el Santeiro con la vista desnuda. Para conformar la topografía que me rodeaba había a la izquierda (cerrando un cuadrado de edificios alrededor de las casas particulares que quedaban debajo, dejando un espacio abierto arriba, que por la derecha limitaba el edificio Chibas —inexplicablemente lejano aunque quedaba frente por frente al Palace—, y en el extremo del campo visual, el deprimente hospital Calixto García, al que nunca se me habría ocurrido examinar con el telescopio) un edificio de tal vez cuatro pisos, por cuyas ventanas no se veían más que sombras, mujeres escurridizas que empezaban a disponerse para ir a la cama a media luz y que invariablemente las apagaban del todo al llegar el momento de desvestirse. Por el parpadeo parecería que se alumbraban con velas. Todo daba al edificio, aunque estaba compuesto por muchos apartamentos diferentes, el aspecto de un convento seglar, donde idénticas monjas o internadas completaban su mismo tocado (o mejor, su ausencia de tocado) para la cama invariablemente a oscuras. (Un examen más prolijo de la situación inmediatamente previa a acostarse, mostró que no todas las mujeres habitantes de este edificio apagaban las luces en el momento de desvestirse, otras simplemente cerraban las ventanas, pero la oscuridad reinante en aquel encierro de fondos de edificios —porque nuestro apartamento, a pesar de su vista al océano y a lo largo de la avenida, era un apartamento interior y el balcón no era otra cosa que la parte trasera del edificio— no permitía ver bien claro lo que pasaba. Hay que considerar también que para observar estos edificios tan próximos había que adoptar la postura de francotirador a que me referí antes). No quedaba otra alternativa exploratoria que el edificio Palace. Al principio me concentré en los pisos bajos evitando sobre todo las ventanas del séptimo piso porque ahí vivía Olga Andreu y no iba yo a fisgonear el dormitorio de una amiga a quien veía en su sala casi todos los días. También vivía a esa altura Catia Bencomo, al menos vivió todavía ahí por un tiempo y aunque estaba en el piso seis, asequible, nunca me dio por mirar para su apartamento (tal vez para no descubrir al maligno Jacobsen), aunque yo sabía que ella, como Olga, dormía en el cuarto que daba al parque —es decir el que quedaba precisamente a mi alcance visual. (No me pregunten cómo supe en qué cuarto dormía Catia, a quien nunca siquiera visité en su sala. Tal vez lo oyera decir a Olga Andreu, dándome direcciones, pero lo más probable es que fuera una deducción: Olga dormía en el cuarto que daba a la calle y al parque, es decir, el mejor dormitorio del apartamento, y no era difícil inferir que los padres de Catia —buenos padres habaneros— cedieran a su hija única el mejor cuarto para dormir refrescado por la brisa del golfo. Este hábito o política doméstica me permitió tener la más memorable visión de ese tiempo —y de todos los tiempos). Concentré mis binoculares en el extremo cercano del edificio, en las ventanas bajas, lo que me permitía dominar perfectamente el interior de los apartamentos. Descubrí varias escenas caseras (ninguna tan interesante como las que se revelaron a James Stewart, inválido con un ojo único de largo alcance, en La ventana indiscreta, pero tampoco tenía yo una Queen Kelly, Grace under pressure, que viniera a darme un blondo beso lento para distraerme de los diversos espectáculos vistos por las ventanas, y así me pasaba las noches libres ejerciendo mi solitaria afición voyeurista) que podían ser patéticas o dramáticas pero que a esa distancia, sin el auxilio del sonido, resultaban terriblemente aburridas. Aun de haberlas podido oír con oído telescópico, sé que habrían sido diálogos como éstos: «¿Trajiste el pan?». «No, mi amor. Se me olvidó, perdona». «¡Comemierda! ¿Cuántas veces voy a decirte que debes apuntar los mandados?» «Ya lo sé, mi vida, pero es que con tantas cosas en la cabeza» —que serían otra tanta basura en mi cabeza: neorrealismos, mientras yo buscaba lo extraordinario en la vida cotidiana.

En el mismo borde sur del edificio (cuyas ventanas no daban al parque sino al patio del hospital pero que por la disposición del Palace eran perfectamente visibles desde mi balcón) descubrí, por azar o voluntad, una mujer que volvió a recordarme a Madame de Marelle. Ahora (olvidada la rubia Rosita, rosa de papel pintado) tenía una verdadera versión de Clotilde ahí, ante mi vista, casi al alcance de la mano, cada noche. Consumí muchas veladas observando las idas y venidas de esta Clotilde. A veces estaba mirando por sus ventanas hasta las dos de la mañana: mi Clotilde se acostaba tarde. No me importaba: por ese tiempo no había clases que me obligaran a levantarme temprano, las horas de la Escuela de Periodismo eran de dos a seis de la tarde: bien civilizadas, de hecho, lo único civilizado en aquella escuela de cretinos, para cretinos, por cretinos: verdadera memocracia. Pero ahora es hora de escribir mi versión de Clotilde. Nada más que había que olvidarse de la moda fin de siècle (la que nunca reconstruí porque hubiera sido necesario invocar más a Renoir que recordar a Maupassant) y de la perla que vio Georges Duroy colgando de su oreja con un hilo de oro deslizarse en su cuello como una gota de agua sobre la piel —y ya esa primera visión de la carne es promisoria: la chair etait fraîche, hélas, quand j’ai lu ce livre! Está la ropa de los finales de los años cuarenta (estábamos ya en 1950, pero esta Clotilde todavía viste atrasada: se ve que no le concede mucha importancia a la moda, es decir, al vestido: debe pues darle primacía al desvestido: es una promesa de que la veré desvestida, sin vestido, desnuda) y su andar nervioso, también propio de la otra Clotilde. No sé si está casada o no, pues a menudo se ve un hombre menudo en el apartamento que desaparece tarde en la noche. Tal vez sea un marido cansado, que se retira antes que la incansable Clotilde. Ella lleva el pelo a la moda de los años cuarenta, no peinado hacia arriba descubriendo el cuello como Clotilde, sino a la manera de las estrellas del cine mexicano, lo que la acerca a Elvira, la vampiresa vestida de Zulueta 408. La observé durante noches enteras, iluminada como con luz de gas, sentada en su fauteuil favorecido o caminando arriba y abajo de la sala (ésa debía ser su forma favorita de ejercicio) o detenida por la conversación con ese hombre que parece visitar más que habitar el apartamento. Intenté verla de cerca (violando las leyes estrictas del voyeurismo, violentando mis propias convicciones de que aquellas mujeres, las que descubriera desde el balcón —como Rodrigo de Triana del palo de mesana o de la cofa— debieran permanecer vírgenes, quedar siempre lejanas, verdaderas horizontales, como la muchacha dormida del hotel Pasaje: este intento de acercamiento hacía inútil mi precioso instrumento casi científico: mi macroscopio) y muchas veces me fui hasta la entrada del Palace cuando veía que su luz de gas se apagaba, pensando encontrarla al azar forzado. Rondaba las inmediaciones del edificio, arriesgando la especie de peña, más bien roca, de los ruidosos muchachones del barrio que se sentaban y congregaban alrededor del primer banco de la penúltima sección del paseo, el que quedaba a la derecha para quien como yo bajaba de lo alto de la avenida. Comía redundantes queques en el Bakery que era en realidad una reducida cafetería en los bajos de Clotilde, contagiada (la cafetería, no Clotilde) con la epidemia de nombres en inglés que comenzaba a infectar los establecimientos de La Habana y que se hizo verdadera pandemia en los años cincuenta. Pero nunca la vi, quiero decir de cerca, ya que todas las noches estaba a plena vista gracias a mis binoculares. Entonces sufrí una frustración por no haberla visto en primer plano, pero ahora tiendo a pensar que fue mejor así y Clotilde, la reflejada en los prismas de mis anteojos, es tan real como su doble literario.

Si mis espejuelos eran una extensión de mis ojos, los anteojos se volvieron una proyección de mi cuerpo, haciendo la mirada táctil. Podía tocar a las prisioneras de mi mirada y al desnudarse ellas era yo quien les quitaba con mis dedos extendidos la prenda cuya ausencia las convertiría en preciosas. Pero tuve mi merecido en un proceso inverso del intentado con la cuasi Clotilde. Vivía en el edificio Palace un hombre de mediana edad, rubianco, de facciones borrosas, de aspecto nada inteligente, al que para colmo llamaban Comemoco. Pocos sabían su verdadero nombre y nadie lo usaba. Comemoco tenía una mujer que debió de ser bella alguna vez pero ahora la medianía de edad, tal vez la menopausia, había opacado su lustre. La familia se singularizaba por su hija única, que era de una belleza deslumbrante: alta, delgada (pero no como para que los inevitables habaneros que la rodeaban la tildaran de flaca, un insulto nacional), tenía un pelo (al hablar de ella hay que decir inevitablemente cabellera) rubio, que le llegaba más abajo de los hombros, casi a media espalda, que llevaba radiantemente suelto, volando al viento que siempre soplaba en lo alto de la avenida, haciendo de ella su monumento vivo. Ella había heredado algo de la idiotez del padre o tal vez fuera la lejanía a que le daba derecho su belleza. Lo cierto es que ninguno de los muchachones, todos tan atrevidos de palabras con las mujeres que cruzaban por su zona, osaban acercarse siquiera a ese altivo iceberg en el trópico. Para colmo ella tenía el apropiado nombre de Helena, con su cara capaz de echar al mar mil buques, iniciar una guerra mítica y hacer inmortal a cualquiera de nosotros (aquí tengo que unirme a los muchachones admirantes) con un beso. Conmigo pienso que consiguió ese efecto eterno sin siquiera tener que acercarse a más de cien metros: ésa es la distancia que nos separó a partir de una noche fausta. Es evidente que mis anteojos (que se habían convertido en lorgnettes de teatro, permitiendo observar el comportamiento humano dramatizado) me concedían una cercanía al Palace, una suerte de intimidad que pocos podían gozar. Así no me sorprendí (aunque sí mi corazón dio un vuelco) descubrir que el apartamento de Helena estaba en el octavo piso, enfrentando la avenida: es decir, casi de frente a mi observatorio. La vi conversando con sus padres (estaba en realidad hablando con su padre y presumo que no hablaba mucho con su madre), ella levantándose de su asiento (que yo no alcanzaba a ver) en el justo momento que escrutaba esas ventanas abiertas, su padre ya de pie, los dos casi de la misma estatura. De momento no lo reconocí como el cómico Comemoco, pero cuando ella se puso de espaldas a la ventana, a la noche y a mí, su cabellera (esta palabra no la usa nadie en serio desde los tiempos clásicos, cuando, singularmente, las mujeres solían ser animales maravillosos, preciosos, unicornios de marfil: es precisamente por esto que la uso, que la he usado, que la usaré al hablar de ella) brilló a la luz de la sala y el reconocimiento fue instantáneo: había dado con la casa de Helena: allí fue Troya. Calculando que los padres de ella seguirían la costumbre habanera que había visto originada en casa de Olga Andreu y presumida con Catia, era seguro que la perla de esta ostra casera tuviera el mejor estuche, aquel cuarto cuya ventana daba al aire libre, a la avenida y a la vista del barrio, de la costa y del océano, convertido por ella en mero mar Mediterráneo.

Esa misma noche vi encenderse la luz del dormitorio y luego apareció ella, recorriendo varias veces el recinto, desapareciendo, reapareciendo. Luego debió de ir al baño porque regresó vestida con una bata de noche, que presumo larga, helénica. Debió de colocarse frente al espejo pues comenzó a peinar su memorable cabellera rubia. La peinaba una y otra vez, a todo lo largo, con la mano detrás sobre su espalda, arriba con el cepillo frotando la cabeza, a los lados recorriendo las guedejas que no eran exactamente amarillas sino de un color más claro que la arena pero más oscuro que el trigo, como de miel hiblea: esa rara avis en La Habana, una rubia natural. La cabeza de Helena brillaba bajo la luz a cada golpe de su evidente aunque invisible cepillo, un punto focal en la noche, repitiendo los pases encantatorios una y otra vez y luego se peinaba al revés, bajando la cabeza, dejando que el cabello le cubriera la cara, la cabeza toda cabellera, para erguirse y comenzar a cepillarse de nuevo. Cuando terminó la operación, que debió de durar muchos minutos (pero que a mí me parecieron sólo segundos), ella se miró bien al espejo y aun a la distancia se veía que estaba contenta con su cabellera, que admiraba su cara, que le gustaba el conjunto, mirándose, regodeándose en la mirada, con un narcisismo que resultaba encantador porque ella era realmente bella y además inocente. Lo que no le había perdonado a Beba lo celebraba en ella porque no era objeto de mi amor sino sujeto de mi mirada. Luego procedió a bajar la persiana veneciana (esa ciega invención americana —Venetian blinds— que habían adoptado tantos habaneros para dejar entrar el aire en sus habitaciones, guardándose del sol pero también, tal vez, de miradas indiscretas —otra tablita, ésta en La Habana Nueva) y desapareció de mi vista su visión encantadora.

Muchas noches esperé la aparición de Helena, futuro fantasma, aunque a veces ella bajaba las persianas antes de acostarse. Otras ocasiones bajaba las persianas antes del tocado pero no las cerraba y a través de las varillas —barras amarillas para aprisionar este animal mitológico— podía verla frente al espejo, cepillándose incesante, haciéndome componer un verso plagiando a un maestro: «Peinaba al sol Helena sus cabellos», aunque el sol fuera esa bombilla colgando del cielorraso que era de seguro la sola fuente de luz en su habitación. Seguí observando a Helena muchas noches cuanto ella me permitiera ver de su tocado de medianoche, su ritual para embellecer aún más su cabello, punto focal de mi mirada, y las noches se hicieron semanas y las semanas meses, esperando pacientemente un milagro revelador, que me hiciera adorarla. Hubo una noche, una medianoche en que ella dejó las persianas bajas pero permitiendo la visión (después de todo, se preguntaría ella, ¿quién iba a verla a tal altura?) y luego de haberse peinado, cepillado, tratado el pelo hasta transformarlo en su maravillosa cabellera rubia, mientras miraba su cara rodeada por el cabello que le corría a los lados, como un marco dorado, bajó uno de los tirantes de la bata de dormir y dejó el hombro libre, luego repitió la operación en el otro hombro y la bata le cayó a los pies invisibles. Ella, Narciso de noche, se contempló en el espejo desnuda. Su desnudez tenía que imaginarla pues siempre me dio la espalda cuando estuvo frente al espejo, viendo su canal dorsal larga, sus hombros modernos (quiero decir que no eran redondeados como los de la falsa Clotilde sino más bien cuadrados, delgados y rectos) y la punta del seno izquierdo, cuya perfección impedía imaginar que el otro que ocultaba su cuerpo fuera idéntico: tan singular era. Cuando terminó de examinarse (sin duda aprobando: yo hubiera aplaudido de no habérmelo impedido mis anteojos espectaculares) en el espejo, desapareció de mi vista y la luz se apagó casi inmediatamente. Puedo imaginar que esa noche la legendaria Helena (por el barrio corrían las más diversas leyendas sobre ella, algunas absurdas, como esa de que su padre estaba locamente enamorado de ella y sufría celos incoercibles: su lejanía de los muchachos no era natural sino impuesta) durmió desnuda.

Sin embargo me quedé a la espera, no contento con una única aparición, observando, en mis manos el telescopio que alcanzaba cuerpos celestes. Cerré los ojos fatigados un momento y los volví a abrir enseguida. Quiero creer que todo fue imaginación o una invención del recuerdo, pero la luz se volvió a encender y me llevé los anteojos a los espejuelos. Helena apareció en el campo visual. Estaba en el extremo opuesto del cuarto y ahora la podía ver entera (menos las piernas), de frente, ocupada en un trajín extraño. No pude notar su seno segundo porque estaba fascinado por la parte inferior de su cuerpo: no usaba pantaloncitos para dormir (lo que era lógico) y sin embargo no podía ver su sexo: llevaba desde más abajo del ombligo un aparato ortopédico, aparentemente de cuero por su color pardo, atado con correas alrededor del talle, que se continuaba hasta cubrirle el monte de Venus como una caparazón, desapareciendo en la entrepierna, protegiendo —¿de qué? ¿de quién?— su vagina como una costra. Ella lo ajustaba, tirando por los bordes superiores, como una faja, tratando de levantarlo y en un momento que se dio vuelta pude ver que la armazón cubría su culo para terminar poco más arriba de sus nalgas largas. Ahora ella afirmaba las correas, también de cuero, sobre su espalda, como si se ajustara un corset oscuro y demasiado bajo: en su conjunto era una máquina malvada. Después de estas operaciones de ajuste apagó otra vez la luz y de nuevo se fue a la cama, supongo, a dormir de seguro. Pero yo apenas pude hacerlo esa noche pensando en el aparato arcaico que acababa de ver cubriendo y al mismo tiempo mancillando esa versión de la virgen. Tarde en la madrugada soñé que veía a Helena cubierta por una armadura atroz que le llegaba de la barba blanca a la vulva velluda, con correas, amarres y ataduras que impedían cualquier movimiento hasta su carne, aun los propios, no hablemos de los impropios, y, lo que era peor, eclipsaban la contemplación de su desnudez espléndida. Fue entonces que comprendí lo que era este objeto obsoleto contrario al deseo: ¡era el cinturón de castidad diseñado por Goya! Pero fue menos el horror que la gracia que convirtió el espíritu del mirón en pura piedra.

No volví nunca más al balcón con mi instrumento fabricado para la guerra, que yo había utilizado para acercar el sueño del amor del mirón y sólo había servido para crear pesadillas. Poco después lo heredó mi padre.