LA PLUS QUE LENTE

Notable es la influencia que ha tenido Claude Debussy en la música popular cubana. Me refiero a cierta zona de la música popular, no a expresiones de falso folklore o cuasi cultas, sino a esa clase de música popular que representa muy bien el mejor Ernesto Lecuona o a la manera habanera en que tocaba el piano Bola de Nieve. No es que estos dos músicos ni otros más modernos (pienso por ejemplo en las canciones tanto como en la ejecución de Frank Domínguez y en el piano bien acompañante de un Meme Solís) conscientemente imiten al autor de Imágenes —hay, ¿casualmente?, un bolero de Domínguez con ese mismo título, muy popular y al mismo tiempo apreciado por un exquisito autor inglés que visitó La Habana en su apogeo sino que el pianismo de Debussy, sus sonoridades, se han introducido en la música popular para piano, quizás a través de Albéniz con composiciones contemporáneas, de forma inconsciente pero pertinaz. No existen por supuesto los acordes interrumpidos, las armonías moribundas, los arpegios líquidos de Debussy, pero sí mucha de su manera de sonar el piano, sobre todo en sus registros altos y en sus forti más que en sus pianissimi. Vienen a la memoria enseguida las melodías hesitantes del vals La plus que lente, que Debussy confesaba haber compuesto «dans le genre brassérie». Por supuesto que Lecuona no poseía el poder paródico que informa a Debussy en su valsecito lento, pero si uno oye bien, por ejemplo, su Comparsa, hay momentos de Lecuona en que casi aparece consonando el Debussy del género café-concierto que tan bien suena en La plus que lente, ese vals más lento.

Cosa curiosa el papel que ha tenido Debussy, más que él su música, en mi vida amorosa. La primera vez que hice el amor —el galicismo es intencionado, doblemente— fue, para mi asombro eterno, con la que era la muchacha más hermosa que mis ojos cubanos vieron y para seguir con ella tuve que conseguir acariciarle los tímpanos con música de Debussy y los penetraba con ese perforador suave, cayendo ella en un éxtasis que, créanme, yo era incapaz de conseguir sin un juego de olas a las once y cuarto de la mañana, como diría Satie —pero ese recuerdo pertenece al futuro y ahora hablo del presente, es decir del pasado.

Hubo otra ocasión amorosa en que hizo su intervención Debussy, su música interpuesta, pero todo terminó en el fracaso. Tuvo parte propicia Olga Andreu, celestina después del alba, y más que ella su colección de música clásica —en este caso impresionista, escuela en que ella matriculaba también a Ravel, mientras yo, con mi pedantería purista, le señalaba que Ravel era algo más que un impresionista, era un imitador, un parodista, pasmoso poeta del pastiche y apuntaba: «Ése compuso Bolero», sin siquiera aludir a La valse. Pero otro vals francés, La plus que lente, es la música de fondo que viene ahora a un primer plano erótico, es decir memorable. Recuerdo que era una versión para violín y piano o tal vez violín solo y la tocaba Jascha Heifetz. Siempre que oigo La plus que lente, aun en su forma original para piano, me acuerdo de aquella muchacha entonces embellecida, idealizada, doncella elegida. Se llamaba (o se llama todavía) Catia Bencomo. Ella era amiga de Olga Andreu y vivían en el mismo edificio, el Palace, que está en lo que luego sería, por tres ocasiones diferentes, la esquina de mi casa: en avenida de los Presidentes y calle 25, en El Vedado. A través de la naturaleza de Olga conocí a Catia, la conocimos todos. Todos éramos el grupo de amigos que iba a casa de Olga Andreu a oír música y conversar con ella de música y otras artes menos lógicas, ella Mlle. Recamier tumbada en su tumbona, un hallazgo, casi un milagro histórico: una muchacha con quien se podía conversar y que no era cursi o pretenciosa, cosa curiosa en La habana, llamada a veces La Vana.

Catia no era bella en realidad, ni siquiera era bonita, pero tenía la gracia de los quince años habaneros que todavía, dos o tres años después (ella debía de tener unos dieciocho años, yo no había cumplido veinte) conservaba cuando conversaba. Tenía además un cuerpo que estaba bien, lo que se llamaba mono (palabra que los hombres sólo usaban cuando estaban en una jaula), que quiere decir, más que en el diccionario, gracioso y grato a la vez. Era de estatura mediana, más bien baja, y sonreía con gran gracia: su sonrisa no era un rictus ni un ritual sino un estado del alma. Como Olga, ella era inteligente y capaz de conversar con nosotros los de entonces, que siempre éramos los mismos, haciendo chistes constantes y juegos de palabras de salón y padeciendo la paronomasia como un mal no sólo incurable sino contagioso. Recuerdo que una de las primeras veces que la vi, Catia llevaba un vestido de esos que tienen tirantes y se llaman jumpers, hecho de una tela que imitaba al leopardo y por unos días ella se convirtió en Leopardina Bencomo, fiera amable. También hacíamos artes combinatorias con su apellido, llamándola Catia Bencomo Estés y preguntando qué pasaría si Catia Bencomo se casara con otro amigo fronterizo llamado Lino Abraido. Juegos propios del bachillerato y de ese humor adolescente al que, como al amor, nunca renunciaría. Catia lo soportaba todo con paciencia, casi con contento, y hasta llegaba a colaborar con los chistes hechos a base de su nombre o de su ropa, ella un verdadero agente catializador.

Eran los días en que Roberto, nacido Napoleón, Branly, que entró a formar parte del grupo como especialista en humor vítreo, decía tener un amigo apodado Bombillo y otro apellidado Chinchilla y no sabíamos cuál era el apellido y cuál el apodo, dudando que la piel de Chinchilla fuera genuina y preguntando cuántas bujías encendía Bombillo. Recuerdo cuando Branly se anotó un tanto notable con Olga Andreu, al venir a ver sus recién estrenados pececitos de colores y preguntar con curiosidad casi científica: «¿Son adultos?». Pero Olga (a quien Branly bautizó Olgasana) desde su sofá hizo del juego de Branly una partida, un repartée.

Adúlteros —dijo Olga—. Son peces pecadores.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Branly doble—: ¿Dafnis y Cloe?

—No —dijo Olga—, Debussy y Ravel.

Ah, ya veo —dijo Branly acercándose más al estanque—. Debussy debe de ser ese con los cabellos de lino.

—Son algas.

—¿Olgas?

—Filamentos vegetales que flotan vagamente.

—¿Son impresionistas? —preguntó Branly.

—Sí, Debussy hasta ha compuesto El Mar, una impresión.

—Será una presión —dijo Branly—. Aunque dudo que lo haya hecho. Nadie dentro del mar compone El Mar y no iba a componer La pecera estando en ídem.

Olga quería espantar a Branly:

—El otro, Ravel, compositor de valses y boleros, compuso La pavana para un gracioso difunto.

Branly no se dio por aludido y tuvo la última palabra o la última alusión impresionista:

—Supongo que Debussy compondrá una tarde L’après midi d’un poisson d’or.

Catia se volvió hacia mí para preguntar casi anonadada:

—¿Es que es loco?

—Es entusiasta.

Lo más curioso es que éramos todos terriblemente tímidos, pero con Olga y con Catia se estaba bien, nos sentíamos cómodos, como en casa. Como Catia y Olga estaban siempre juntas Branly las bautizó the Andreu Sisters, que para cualquiera que oyera swing en los queridos cuarenta era una sonata a trío, la alusión hecha ilusión, el terceto reducido a dúo dorado. Inevitablemente unos nos enamoramos de Olga y otros de Catia. Yo caí en el grupo menchevique (éramos minoría) de los que se enamoraron de Catia. Al principio el amor no fue más que unas ganas de conversar con ella a solas, sin Olga, sin Branly, sin testigos de ya ves (fue por culpa de Debussy, no el silente, circular de la pecera sino el sonoro pero no menos obsesivo del disco, con su La plus que lente que oía interminablemente, melodía infinita, movimiento perpetuo en el tocadiscos de Olga, en su apartamento, mientras Selmira, su madre, llamada a veces Selmíramis de Rossini, entraba y salía de la sala, vigilante y al mismo tiempo indiferente, un centinela asténico, y en el cuarto del fondo Finita, la abuela de Olga, una viejita como de noventa años, alerta, que todavía fumaba y, a veces, venía a participar de nuestra conversación, viva, interesada en nuestra ecolalia demente), después tuve ganas de estar siempre solo con Catia Bencomo y al final me enamoré estúpidamente, que es la única manera de amar.

Recuerdo exactamente cuándo sucedió. Catia estaba de visita en casa de Olga como siempre y oíamos (¿qué otra cosa se podía oír?) La plus que lente, con sus notas que se demoran, sus silencios embarazados y su disfrazado aire de vals. Cata la tarde y ya al irme (era pleno invierno por lo que anocheció más temprano que de costumbre) Catia me acompañó hasta el elevador —era muy chic, viniendo yo del solar de Zulueta 408 y su escalera escatológica, vivir en un edificio con elevador y era el colmo del glamour que una muchacha lo acompañara a uno hasta coger lo que Catia llamaba, en broma, el ascensor y yo la corregí diciéndole: «El descensor ahora». Fue entonces que decidí acompañar a mi vez a Catia hasta su casa, que quedaba un piso más abajo, en el apartamento casi exactamente debajo del de Olga Andreu, demorando la despedida. Se me ocurrió pedirle ver el paisaje por la ventana del pasillo que daba al sur. (Ni la ventana ni el paisaje ni el sur le pertenecían, por supuesto, pero se lo pedí como si fuera dueña de todo). Todavía allí se reflejaba el crepúsculo y desde el balcón se podía ver el tráfico habanero bajando la cuesta donde la avenida de los Presidentes encuentra su monumento y comienza a bajar por entre los farallones del Castillo del Príncipe (mi cárcel y mi celda un día) y el nuevo edificio de la Escuela de Filosofía y Letras, nunca mi facultad, al otro lado. Ya apenas se veía otra cosa que las luces rojas de los autos que iban cuesta abajo y los faros blancos de los que venían cuesta arriba.

Continuamos la conversación mientras mirábamos la noche habanera. No recuerdo ya de qué hablamos, pero sí sé que hablamos mucho. A Catia le gustaba oír y a mí, vencida la timidez, me encantaba hablar con ella. Pero la conversación devino disturbio doméstico. La familia de Catia la había empezado a reclamar pues era hora de comer. Primero fueron por supuesto a casa de Olga Andreu o preguntaron por ella por teléfono y Olga debió decir que Catia hacía horas que había bajado a su casa. Pero en su apartamento no estaba Catia, lo que era obvio. Debía de estar entonces en el lobby (ese edificio, con su extraña arquitectura que luego identificaría como eduardina, tenía hasta lobby: para mí una muestra más de la categoría de Catia) o tal vez en la calle, en la acera, frente a la entrada, donde a veces se reunían los muchachos y muchachas de la vecindad. Tampoco la encontraron ahí. Estaba por supuesto conmigo en el balcón de balde, sumidos los dos en la amable oscuridad del final del pasillo, ella mirando al tránsito (tal vez la contagié con mi admiración de los automóviles, mi pasión por el movimiento) o a la noche (lo que era quizá más probable) y yo tratando de ver sus ojos pequeños y negros bizquear un poco al mirarme de cerca, mientras intentaba yo mover esos ojos miopes, a su dueña, a Catia, en dirección del amor. No que habláramos de amor: yo era muy corto para hacerlo y ella no lo hubiera permitido —al menos yo creía (firmemente) que ella nunca lo permitiría.

Seguimos hablando y sólo dejamos de hacerlo cuando ella se dio cuenta de lo tarde que era. No sé cómo lo hizo: ella no llevaba reloj (entonces no se veía bien que las muchachas bien usaran reloj: el tiempo era cosa de hombres) y yo era muy pobre para tener reloj. Sí sé que ella dijo que era tarde y que tenía que irse a comer: su familia comía toda junta a la misma hora: era una ocasión solemne. Mientras en casa, en el cuarto, en Zulueta 408 la comida era una fiesta movible. La acompañé hasta la puerta de su apartamento. Para ello no tuve que hacer otra cosa que caminar los veinte pasos del pasillo de su piso. Ella tocó a la puerta (las muchachas bien solteras no tenían llave de su casa, aunque de esta regla femenina, como de otras, se burlaba y las rompía a diario Olga: Andreu anarquista, como la llamó Branly), mejor dicho, torció el timbre mecánico —no eléctrico: un capricho español del arquitecto— que oigo chirriando, ni alegre ni triste, sólo sonando todavía. Salió a abrir su abuela. Ahora sé que era su abuela pero en ese momento fue sólo una vieja que abría una puerta mientras ella, muchacha bien, decía: «Mi abuela», como presentándomela y convirtiéndola en una anciana que se extendía en una pronta y prolija queja: «¿Dónde estabas metida, muchacha? Toda la familia te ha estado buscando como locos. ¿Dónde andabas? ¿Qué has hecho, muchacha? ¿Qué horas te crees tú que son?».

El interrogatorio hacía aparecer a Catia como una rica heredera en eterno peligro de ser secuestrada. Catia por su parte apenas pudo decir ahí, indicando el extremo oscuro (ahora negro de boca de lobo, de noche lóbrega, tenebroso) del pasillo y el balcón de búhos. La abuela por su parte usaba sus flacos brazos para expresar el descontento con la aparecida (Catia sería una nieta bien pero su abuela no era una dama bien) y en uno de sus manotazos al aire, aspa accesible, yo le cogí la mano, coincidiendo con la voz de Catia que decía de nuevo «Mi abuela». Mi reacción fue una acción que algo oculto —¿un manual de maneras?— me impele a cometer a menudo: tiendo a coger la mano que extiende un desconocido y estrecharla efusivo a la menor provocación. Así me he visto, casi con asombro, estrechando la mano de porteros, de maestros de ceremonia, de ujieres, de toda clase de personas en esa ciudad de gente gesticulante que es La Habana: puedo decir que le he cogido la mano a media urbe, a medio orbe, creyendo que era una presentación de la mano para estrecharla lo que es mero gesto habitual. De pronto me vi con la mano menuda de la anciana (debía decir de la vieja pero todavía tengo el respeto que tenía por la desconocida familia de Catia) en mi mano húmeda si no cálida, estrechándola como si pudiera bombear simpatía de la seca señora con este procedimiento más bien hidráulico. Pero es peor: la abuela de Catia vio su mano prisionera entre la mía y casi gritó de horror, al verse atrapada por aquel desconocido —¿un secuestrador pidiendo rescate?— que se aparecía con su nieta desaparecida tan abruptamente.

La escena, la presentación, lo que fuera acabó con una corta despedida de Catia y ahí terminó también mi oportunidad de significar algo más para Catia que ser un mero conocido chistoso. Sé que la diatriba de la abuela contra su desaparición antes de la santa cena, nuestra aparición a destiempo y la confusión que ambos acontecimientos produjeron se vieron aumentados en intensidad hostil por mi acto de coger como mía la manó expresiva de la anciana. No tengo que haber oído lo que se dijo después para saber que no era nada en mi favor. Sabe Dios cuánto tuvo que explicar Catia para dar decencia a su desaparición. (No se olvide que todo el tiempo que ella faltó de la reunión familiar estábamos los dos escondidos en la oscuridad clandestina). Lo que sé es que todo cambió después de aquella tarde luminosa que se convirtió de súbito en negra noche: hasta entonces todo fue ascenso, desde entonces todo se vino abajo. Bajé en el elevador hasta la calle solitaria, solo.

No vine a ver a Catia hasta un día después. Ya mi amor de la víspera se había hecho desesperación (como dije, yo no tenía veinte años todavía y seguía siendo un adolescente amoroso) y la esperé a la salida de su trabajo en la compañía de electricidad, pero siguiendo mi lógica loca no estaba en Monte y Monserrate sino frente a la entrada del edificio Palace. Debí haber dado a mi visita un aire casual (aunque había atravesado toda la ciudad para crear tal casualidad: más natural hubiera sido, claro, encontrarla en la propia compañía de electricidad, a tres cuadras de casa, pero de contradicciones tanto como de contracciones y expansiones está hecho el amor) porque ella aceptó con agrado verme bajo la ostentosa marquesina de cemento del Palace. Pero ya de la Catia de la noche anterior no quedaba nada, aunque yo no lo supiera entonces. (Creo que sí lo supe porque escribí o comencé a escribir —pero no terminé de hacerlo nunca— un cuento en que Catia era central. No era un cuento sino más bien un poema en prosa, un ejercicio de lenguaje en que entraba la noche, la oscuridad, los faros de los autos, sus ojos luminosos, el balcón y nuestra intimidad, todo acentuado por los sones sinuosos de La plus que lente. Anduvo mucho tiempo entre mis papeles y duró más aquella esquela que mi amor por Catia: permanencia de la literatura). Conversamos un poco en los escasos escalones y ella subió enseguida a su casa, tal vez como una medida preventiva contra lo ocurrido el día anterior (una historia de amor siempre se repite: primero como comedia, luego como tragicomedia), tal vez como defensa propia: de mi amor, del pseudosecuestro. No lo sé, sólo sé que ella se fue fugitiva.

Por aquellos días ocurrió la boda de mi tío el Niño con Fina. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia de Monserrate (frente al cine América) y después se celebró una fiesta en la casi suite de Venancia en el primer piso, que se extendió, subiendo, inevitablemente a la placita frente a nuestro cuarto. No sé cómo ni cuándo pero allá se aparecieron Olga y Catia, entre otra gente, aunque ese día sólo importaba Catia para mí. La presencia de Catia estoy seguro que se debió a Olga, que comenzaba a interesarse por mi hermano, pintor que prometía, pero a la que también fascinaba nuestra existencia, que ella veía como preciosamente artística surgida en un medio terriblemente hostil: perlas barruecas en una ostra hosca. Durante la fiesta hubo bebida y por primera vez en mi vida me emborraché. El alcohol y la presencia de Catia me hicieron bailar literalmente de alegría, yo que no sé dar un paso: mi baile fue una especie de zapateado zurdo, de absurdo baile jondo, de tap dancing demente que tuvo la vertiginosa virtud de asustar —tan inusitado era que yo bailara— a Ready, que era la imagen fiel del perro bueno, inteligente y manso, y que por culpa de mis saltos se convirtió en una fiera repentina y mordió a una niña visitante en su frenesí. Allí terminó la fiesta de boda, con mi madre furiosa peleando conmigo por haberme emborrachado y lo que era peor, según ella, haber hecho el ridículo. No supe cuándo ni cómo se fue Catia (sin sentir la esencia de su ausencia) pero sí sé que no debí lucir muy bien borracho y bailando como un Pan endemoniado y que había presentado a Catia otra faceta de mi carácter que no me era favorable. Lo cual, para colmo, era falso: yo era lo contrario de un bebedor y los pocos tragos que hicieron falta para hacerme bailar aquel zapateo desatinado demuestran cuán poco amigo era del alcohol. Pero ésta no fue, fatalmente, la impresión que se llevó Catia —¿quién podía convencer a la niña mordida que Ready era un perro bueno? Sin embargo nuestra tercera entrevista fue la peor, no para Catia pero sí para mí.

Ocurrió en una función de ballet en el teatro Auditorium. Yo había ido con mi madre y Carlos Franqui (quien anteriormente me había dado el dinero necesario para ver mi primer ballet: lo digo al pasar pues me he propuesto no hablar de cultura pero es inevitable que lo apunte) y allí me encontré para mi deleite a Catia acompañada de Olga. La noche, sin embargo, se mostró tan movida como la tarde de la entrevista en el balcón barroco o la tarde de la boda beoda —y no me refiero al movimiento en escena. Como en las tragedias un mensajero repentino vino a decirle a Franqui que su abuela había muerto en el pueblo y debía ir al velorio. Franqui no tenía dinero (tampoco teníamos nosotros, por supuesto) para el pasaje y hubo que hacerle una colecta rápida entre todos los amigos y conocidos que estaban en el teatro para que pudiera coger un ómnibus esa misma noche. La colecta determinó mi ajetreo por todo el teatro (nosotros estábamos en el primer balcón) yendo de amigo en amigo. Para mi bien (a mis ojos) o mi mal (los de ella) tuve que ver a Catia de cerca más de una vez. Debo explicar esta doble visión. Yo me sentía muy bien viendo a Catia, pero de alguna manera mi cara debía mostrar los sufrimientos del amor no correspondido (y no la angustia ante la vicisitud de un amigo con una muerte en la familia y sin dinero) porque se veía en los ojos de Catia, que eran muy expresivos, que ella me veía sufrir sin poder hacer nada aparentemente —y no creo que contribuyera a la colecta. El ballet, que vino a interrumpir mi infelicidad con la felicidad de la música y el movimiento de los cuerpos coreos, era Las sílfides, en que intervenían Alicia Alonso, todos los miembros del corps de ballet femenino, más algunas alumnas de su academia y tal vez la encargada del edificio —y un solitario bailarín. Branly apenas me dejó ver el ballet con sus intervenciones irreverentes. «Ese muchacho», me dijo señalando al bailarín único, «es un milagro si no sale afeminado». Cuando terminó Las sílfides, con la misma lentitud leve que había comenzado, moviéndose toda la troupe con pocos pasos, bromeó Branly: «Chopin no ha muerto», hizo una pausa para añadir: «Nada más está dormido», y otra pausa: «de aburrimiento». Todavía al salir y reunirnos todos para comentar las angustias de Franqui, amigo en apuros, Branly pudo intercalar: «Lo que no soporto de Las sílfides es su machismo», dijo definitivo: «Aunque no se puede negar que Alicia Alonso sabe movilizar su Afrika Korps de ballet». Todos nos reímos pero yo menos que nadie porque, ay, Catia no estaba entre nosotros para reírse, sonreírse mona. Se había ido enseguida acompañada por su hermano (como hace una niña bien) y otros amigos desconocidos para mí, me aseguró Olga Andreu. Deseé con toda mi alma que entre ellos no se encontrara Jacobsen, el misterioso.

No sé por qué pensé en Jacobsen entonces. Había oído hablar a Catia de Jacobsen varias veces. Casi siempre fueron comentarios al pasar, sin importancia, dirigidos siempre a Olga, como «Me llamó hoy Jacobsen», o «Vi, ayer a Jacobsen», o «Va a estar Jacobsen». Pero en una ocasión Catia habló de lo atractivo (¡y en mi presencia!) que era el tal Jacobsen, hombre sin nombre, a quien yo no había visto antes, a quien no quería ver jamás, a quien no llegue a ver nunca pero quien siempre se entrometía como un esbozo enemigo en mis proyectos de felicidad —era casi como la mano animada de la abuela de Catia. Tal vez esa noche ajetreada de la función de ballet que empezó mal, ella mencionara una vez más a Jacobsen o lo hubiera visto en el teatro —aunque Jacobsen no me parecía persona posible de gustarle el ballet, ni siquiera de oír música, mucho menos de apreciar la relación que había entre Catia y La plus que lente y ni remotamente capaz de encontrar la influencia de Debussy en la música cubana, no dudaba de que se presentara de improviso, surgiendo de entre las sombras, un siniestro. ¡El odioso Jacobsen! Tuve ganas de ponerme un antifaz de seda negra (en tiempo de carnaval) y acercarme al afortunado para invitarlo a probar mi amontillado y conducirlo a mis cuevas donde guardaba las paletas y el nivel —¿pero cómo reconocerlo? Hasta el día de hoy no sé qué cara tuvo. Nunca supe tampoco si era simpático o sangrón, moderno o chapado a la antigua, inteligente o imbécil, que eran las categorías que importaban entonces. Tampoco sé qué tipo tuvo. ¿Era alto y delgado o bajo y rollizo? ¿Llevaba barba roja o pelo pajizo crespo? ¿Era Jacobsen danés legendario y remoto o cercano, familiar judío?

La tercera vez que salí con Catia (la única vez verdaderamente, ya que las dos veces anteriores no había salido con ella y el día de la boda de mi tío el Niño ella vino a la fiesta pero se fue sin mí, yo quedado con Baco y la furia de mi madre) fue a ver Mientras yo agonizo (quiero decir, Mientras la ciudad duerme) al Riviera. Recuerdo los comentarios de Olga Andreu, que nos acompañaba (Catia, bien criada, no salía sola con un muchacho sin chaperona), aunque no recuerdo quién era su compañero, durante la película. «Ése es el bonitillo», decía Olga, que siempre afectó hablar en habanero, jerga popular a pesar de su dinero. «¡Qué bueno está!». ¡Dios mío, decir que Brad Dexter estaba bueno! Era como para morirse de risa, pero yo aquella noche me moría de amor y de celos por Catia. Fue tanto el doble dolor que no lo pude soportar y a la salida, pretextando que iba al baño, me escabullí por la escalera cubierta de El Carmelo y regresé a casa sin decirles nada a ellas. Luego, cuando vi a Catia de nuevo al día siguiente, le pregunté si no le había resultado inusitada mi desaparición (en todo el viaje en guagua yo disfrutaba la posible extrañeza de Catia y de Olga, sobre todo de Catia, quien pensaría de mi despedida a la inglesa, creía yo: «¡Qué original!») me dijo que sí le había parecido raro y que preguntó por mí y después decidió que yo me había aburrido con la película. (Pero nunca con ella: ¡qué presunción!) Recuerdo todavía sus exactas palabras: «Te buscamos. Yo pregunté: ¿Han visto ustedes a un muchacho bajito? Pero nadie del cine ni del Carmelo te había visto». Lo que me dolió no fue que nadie hubiera notado mi ausencia, sino que Catia, cara Catia, por toda descripción de mi persona escogiera el adjetivo bajito. Yo no soy alto pero tampoco era Catia una valquiria y aquella noche bien pudimos haber salido con Bulnes, admirador de Olga desde abajo, que medía poco más de cinco pies, si acaso. Ángel Bulnes, que casi era un enano, había hecho de su estatura baja una cualidad poco común y decía que él era del tamaño de un ángel. Bulnes, que un día contó cómo durante una discusión con su jefe, su furia fue tal que perdió el control: «Me subí a una silla y lo abofetié». Ese bajo Bulnes inbulnerable pudo ser el compañero de Olga, pero todo lo que Catia tenía que decir de mí para identificarme era: un muchacho bajito. Aquellas palabras terminaron por convencerme de que Catia jamás me amaría, aun si no existieran las diferencias sociales, si salvara la barrera familiar, si desapareciera el invisible pero ubicuo Jacobsen —y la dejé de ver pero no de soñar con ella.

Es decir, ésa no fue la última vez que la vi —nunca es la última vez que uno ve a nadie. La vi después algunas veces y luego nos mudamos, verdadero salto hegeliano (como lo declaró Silvio Rigor) para la calle 27 y avenida de los Presidentes, casi enfrente (ladeado) del edificio Palace: de nuestro balcón se veían las ventanas del apartamento de Olga Andreu. También se habrían visto las ventanas de Catia si no se hubiera mudado al poco tiempo —¿esquivándome tal vez toda la familia? Paranoia invertida aparte, creo que inclusive se mudaron antes de que nosotros nos instaláramos en el barrio. Como dije, la vi otras veces y hasta me pasó en limpio un cuento en el que se atrevió a criticar que mi personaje, una niña, empleara ciertos tiempos de verbo que, según ella, crítica gramatical, no eran infantiles. Pero para ese entonces mi amor, mal curable, ya había pasado. Tal vez no habría pasado, fiebre recurrente, si ella hubiera consentido mirarme siquiera con un poco de amor de vuelta, con una fugaz muestra de la mirada amorosa que le vi en el balcón vacío. Pero nunca lo hizo. Por otra parte yo jamás la olvidé: estaba La plus que lente para hacérmela recordar y a menudo le pedía a Olga Andreu que tocara el disco en su tocadiscos. Luego el tiempo se ocupó del resto y ya ni siquiera La plus que lente podía hacerme suspirar por Catia.

Pasaron los años: creo que pasaron diez o por lo menos más de cinco. Ya yo me había casado y tenía una hija y ella (quiero decir Catia) se había casado también. (Aunque no afortunadamente con Jacobsen, según creo: nunca estuve seguro de ese fantasma). Casi no la recordaba cuando una mañana iba para el trabajo, viviendo en otra parte de El Vedado, en mi carro convertible, y tuve que parar en la esquina de la calle 21 y avenida de los Presidentes para dejar pasar el tránsito por la avenida. Esperando la guagua en esa esquina estaba una mujer más bien baja, gruesa o por lo menos entrada en carnes, con una nariz larga y gorda y bulbosa, que vestía una bata blanca que le quedaba grande y usaba espejuelos semimontados al aire: el colmo de lo corriente. Era Catia Bencomo. Al principio me costó trabajo descubrir debajo de esa habanera el vals más lento, pero al ver ella que yo la miraba con insistencia, me miró y me reconoció y me saludó. La saludé yo también —pero no la invité a llevarla en mi auto a donde fuera y allí se quedó esperando su guagua. Seguí mi camino casi cantando de alegre que iba: me había alegrado ver a Catia convertida de un paradigma juvenil, del ideal femenino, de único objeto amoroso en una cubana cualquiera y fea para colmo: fue una alegría casi salvaje o por lo menos malsana, que duró todo el día.