El caso es que Félix Roble no se murió. No se murió entonces, quiero decir. Porque, si se mira bien, todos los humanos nos estamos muriendo, todos estamos recorriendo en un frenético pataleo el corto trayecto que separa la negrura previa al nacimiento de la negrura posterior a la muerte; bien es verdad que algunos, los viejos, los enfermos, se están muriendo un poco más que los otros, pero en definitiva todo es cuestión de tiempo y de esperar un poco. Así es que Félix Roble no se murió todavía, y se recuperó de la neumonía y salió del hospital fresco como una rosa de ochenta años.
Nuestra búsqueda, por otra parte, llevaba varias semanas en punto muerto. Desde el encuentro con Li-Chao no habíamos vuelto a tener noticias de ningún tipo. El inspector García nos telefoneaba o visitaba periódicamente para informarnos con su laconismo habitual de que no había nada nuevo. Al principio, la preocupación por la salud de Félix y las turbulentas emociones de mi relación con Adrián me impidieron obsesionarme demasiado con el estancamiento de la investigación: mi cabeza no daba para más. Pero con el transcurso de los días el desasosiego fue en aumento. Al fin decidimos bajar a una cabina y llamar de nuevo a Manuel Blanco, el improbable killer económico.
—Sí, sí, sí, sí —dijo el tipo al otro lado del teléfono, con énfasis ejecutivo, en cuanto que me identifiqué—. Sí, señora, sí. Nuestro negocio de calabazas va por buen camino.
—¿Cómo?
—Ya me entiende, ¿no? La partida de calabazas en la que estaba interesada. O sea, usted estaba interesada en algo, ¿no? En calabazas. Pues el mayor vendedor de calabazas de España está dispuesto a concederle una cita. O sea, como si dijéramos, ¿no? Ya-me-en-tien-de —dijo con un retintín y unas segundas intenciones tan marcadas que desde luego entendí a la perfección que hablaba en clave, de la misma manera que debieron de entenderle todos los que estuvieran pinchando su teléfono—. Alguien conectará con usted en los próximos días para decirle dónde y cuándo.
Esa llamada pareció ponerlo todo de nuevo en movimiento. Salía yo sola de casa al día siguiente, creo que para ir al supermercado, cuando se me acercó una figura menuda cubierta con un chubasquero amarillo con capucha: era una tarde lluviosa y desagradable. Caperucita Amarilla me miró a los ojos (teníamos la misma altura) y susurró:
—Tú il mañana a las doce de mañana al palque Juan Cal-los Plimelo, jaldín alabe.
Era una china joven y guapa, tal vez la misma que vimos en el restaurante del paseo del Manzanares.
—¿Cómo? —exclamé, más por la sorpresa que por la incomprensión del mensaje.
—Tú il mañana pol la mañana al jaldín alabe, palque Juan Cal-los Plimelo. A las doce —repitió Caperucita con impaciencia poco oriental.
—¿Por qué?
—Es lecado de honolable Li-Chao. Honolable Li-Chao decil tú te intelesa il mañana palque Juan Cal-los Plimelo. Jaldín alabe. Tú sentalte jaldín y espelal tiempo, mucho tiempo.
—¿Cómo esperar mucho tiempo? ¿Esperar, por qué? ¿Esperar, a quién? ¿Va a venir Li-Chao?
La china frunció el ceño, disgustada.
—Tú sentalte jaldín y espelal mucho tiempo. Sentalte en banco dentlo de celosías. No levantalte. No hacel ningún luido. Escondelte. Y espelal mucho tiempo. Eso es todo. ¿Te has entelado?
Sí, me había enterado. La figurita amarilla dio media vuelta y se perdió ágilmente entre los peatones, y yo subí a casa para contar a Adrián y a Félix el extraño mensaje. Después de mucho discutirlo, decidimos que el viejo no vendría. Haría frío en el parque y Félix aún estaba convaleciente, y además Li-Chao sólo nos conocía a nosotros dos, tal vez no le agradase que aumentara el número de interlocutores. Si es que era Li-Chao quien iba a venir.
Aquella noche cayó una tromba de agua y a la mañana siguiente el mundo era un lugar inundado y desapacible. Yo no había estado nunca antes en el parque Juan Carlos Primero, y no creo que aquella fuera la mejor ocasión para estrenarme. El lugar, de reciente creación, era una inmensidad desolada y ventosa, con árboles raquíticos acabados de plantar y pretenciosas esculturas de un posmodernismo faraónico. El hecho de que el suelo fuera un barrizal y el cielo una apesadumbrada lámina de plomo no mejoraba las cosas. Salvo unos adolescentes que hacían volar cometas a la entrada, el enorme parque estaba vacío. Nos adentramos en él con el ánimo encogido.
El jardín árabe se encontraba casi al fondo del recinto y era, por supuesto, una plazuela recoleta y con estanques, con un habitáculo rodeado de celosías en el centro y un par de bancos de piedra en el interior. Llegamos allí a las doce menos diez, nos sentamos en uno de los bancos y esperamos. A las doce y cuarto ya no sentía los pies. A las doce y media se me habían congelado las rodillas. A la una menos cuarto temí que la violencia de mi castañeteo de dientes provocara el desprendimiento de la nariz, como un carámbano. ¿Qué entendería Li-Chao por mucho tiempo? ¿Y qué demonios estábamos esperando?
—Creo que viene alguien —susurró Adrián. Hice ademán de ponerme de pie y Adrián tiró de mí hacia abajo.
—Recuerda las instrucciones. Creo que no quiere que nos vean.
Tenía razón. El jardín árabe, rodeado de arbustos y en una hondonada, era un lugar bastante hermético. Desde dentro, sin embargo, y atisbando a través de las celosías, se tenía una visión relativamente buena de los alrededores, y sobre todo del llamado jardín hebreo, próximo al nuestro, que era una extensión pelada y abierta. Por la loma de ese jardín hebreo aparecía ahora un hombre, precisamente. Miró alrededor y se detuvo en mitad de la planicie. Debía de estar a unos trescientos metros de nosotros.
—Me parece que es… —musitó Adrián dentro de mi oído, y resopló bajito.
—Sí, es él —gemí yo.
Era el Caralindo que nos había asaltado a la salida de El Cielo Feliz, el matón que le había cortado la oreja a la Perra-Foca. No cabía la menor duda, su cabeza pelirroja ardía contra la negrura del horizonte. No sé si algún día has necesitado quedarte inmóvil para salvar la vida. Si ha sido así, sabrás que la quietud es absoluta, que tu carne se vuelve de mármol y tu sangre detiene su carrera por las venas, e incluso el corazón se te para entre dos latidos como si fueras un faquir. Así estábamos nosotros, congelados, petrificados y muertos de miedo, vigilando al pelirrojo desde el jardín.
El Caralindo, por el contrario, no se estaba quieto: pateaba el suelo para calentarse y echaba furiosas columnas de vapor por las narices. Estaba esperando a alguien, eso era seguro. Al fin le vimos estirar la espalda y dejar colgando las manos a ambos lados del cuerpo, en un gesto atento y precavido. Inmediatamente apareció una nueva figura por la vereda: un hombre envuelto en un abrigo azul oscuro con algo extrañamente familiar en su apariencia. Llegó junto al matón y le saludó con la cabeza. Luego se colocó de perfil hacia nosotros. La brumosa luz recortó su cara. Era José García, el inspector.
El lugar de su cita no estaba mal pensado. Al tener una disposición tan limpia y despejada, el jardín hebreo les permitía controlar un radio de varios cientos de metros a su alrededor. Nosotros estábamos tan lejos que, por supuesto, no podíamos escuchar lo que decían. Les vimos hablar un rato, cabecear, intercambiarse algo. El encuentro apenas si duró cinco minutos. Después, cada cual se marchó en dirección distinta.
—Ahora sí que estamos jeringados —dictaminó Adrián con acento sombrío.
Y era verdad, lo estábamos. Esperamos media hora más en el jardín para estar seguros de no encontrarnos a ninguno de los dos hombres y después regresamos a casa. Lo primero que hicimos fue ir en busca de Félix; pero apretamos el timbre de su puerta durante cinco minutos sin conseguir que abriera. Empecé a inquietarme.
—Qué raro.
—A lo mejor está en tu piso. O se ha desconectado el sonotone y no nos oye —dijo Adrián.
Intenté entonces abrir la puerta de mi casa y resultó imposible. Parecía que la llave estaba metida por detrás. Eso abonaba la tesis de que el viejo se encontraba dentro, pero por otro lado resultaba bastante irregular. Y, además, tampoco aquí contestaba nadie a nuestros repetidos timbrazos.
—¿Y ahora qué hacemos?
Desde el encuentro con el pelirrojo a la salida del restaurante chino, yo había fortificado mi casa como si fuera la sede de la CIA. Había puesto una puerta blindada, tres cerraduras de alta seguridad a prueba de manipulaciones y una alarma conectada con el marco que se disparaba automáticamente en la centralita de una compañía de seguridad. Una compañía privada, afortunadamente, pensé ahora con alivio, recordando que la policía estaba implicada en el asunto. El caso era que se trataba de una puerta infranqueable, según me habían dicho los expertos, y ahora que no la podía abrir me empezaba a preguntar si tendría que hacer un agujero en la pared para entrar en mi casa.
—Insiste con el timbre —aconsejó Adrián.
Insistí hasta que se quemó el fusible y quedó mudo. Además, pateamos la puerta, y subimos a casa de Adrián a llamar por teléfono a mi propia casa (siempre saltaba el contestador con mecánica obediencia), y gritamos el nombre de Félix con la boca arrimada a la cerradura, por ver si así el sonido traspasaba el espeso blindaje de la hoja. Empecé a imaginar escenas dantescas, pasillos con tiznaduras de sangre en las paredes, ventanas batientes como en las pesadillas, cuerpos descoyuntados por la violencia.
—Le ha tenido que pasar algo, esto no es normal, algo malo ha ocurrido…
—Pues a la policía no la podemos llamar —dijo Adrián.
—No, a la policía, no. ¿Y si avisamos a los bomberos?
Justo entonces, cuando llevábamos más o menos media hora de brega con la puerta, sonó el cerrojo y se abrió la hoja dulcemente. Al otro lado apareció Félix con cara turulata.
—Ah, pero ¿estabais aquí? —dijo.
—¿Cómo que si estábamos aquí? Llevamos media hora aporreando.
—¿Qué? Esperad, que me enchufo el bicho este —dijo Félix, encajándose el sonotone con manos torpes—. Perdonad, chicos, pero es que me había quedado dormido en el sofá.
—¿Qué es este olor?
La casa apestaba a desinfectante.
—¿Esto? Ah, son los del servicio antiplagas del Ayuntamiento.
—¿Los qué de qué?
—Sí, han venido dos tipos del Ayuntamiento a fumigar. Hay una plaga de cucaracha negra y están fumigando por todas partes. Primero vinieron a mi casa y luego me preguntaron si el portero tendría llave de aquí. Así es que como yo sí que tengo llave les he abierto.
—¿Y les has dejado pasar? —me espanté.
Félix nos miraba con expresión aturdida. Félix, el astuto Félix, el Félix veterano en luchas clandestinas, parecía ahora un desvalido anciano a quien cualquier desaprensivo podría encasquetar el timo del tocomocho. Desde su estancia en el hospital había dado un bajón quizá irreversible; y en ocasiones su cerebro comenzaba a manifestar un funcionamiento un tanto errático.
—Por Dios, Félix, qué has hecho, ¿les pediste por lo menos que se identificaran?
Félix se pasó la mano mutilada por la cara, desconcertado.
—Sí, es verdad. Tienes razón. No sé por qué les he dejado pasar. Qué estúpido. No sé. Me duele la cabeza. Estoy un poco mareado. Le sentamos en el sofá.
—Bueno, no te preocupes, ya está hecho —le consolé, arrepentida de haberle gritado—. Total, da igual que pidieras o no la identificación, porque podría ser falsa. Además, es posible que sean funcionarios del Ayuntamiento de verdad.
Pero por dentro pensaba con angustia: y si nos han puesto micrófonos, y si han colocado una bomba, y si… La nuca se me congeló:
—¿Dónde está la perra? —pregunté con voz estrangulada.
—¿La perra? —repitió Félix torpemente—. Ah, sí. La castigué. Tiró el cubo de la basura y la castigué encerrándola en la cocina.
Corrí a la cocina y abrí la puerta: allí estaba ella, desde luego. Desparramada como un cojín peludo sobre el suelo. Cuando me vio intentó ponerse en pie. Algo raro sucedía, algo no iba bien. Se escurrió, las patas se le doblaron, dio con el morro contra el suelo; al fin se incorporó, comenzó a hacer eses. Salió de la cocina renqueando y en el umbral se puso a vomitar. No sé qué fue lo que me iluminó, cómo se me ocurrió la idea salvadora. Miré hacia atrás y vi que Adrián estaba sacando un cigarrillo.
—¡Quieto! —chillé—. ¡No enciendas!
Los bomberos nos explicaron después que, en efecto, el gas acumulado podría haber estallado con la llama. Y si eso no funcionaba, la intoxicación hubiera dado suficiente cuenta de nosotros. Si no hubiéramos encerrado a la perra en la cocina, que es donde se encuentra la caldera, el envenenamiento progresivo nos hubiera producido una lenta estupefacción, un amodorramiento imperceptible. Todos los años muere un buen puñado de personas de esta muerte insidiosa: como ellas, nosotros tampoco nos hubiéramos dado cuenta. Fuera quien fuese, estaba claro que no quería que me entrevistara con el Mayor Vendedor de Calabazas de España, como decía el imbécil de Blanco. La conducción del gas tenía una fisura. Era un caño de cobre nuevo y reluciente, pero algo, quizá ácido, había llagado fatalmente el metal. Los policías municipales, avisados por los bomberos, cortaron el pedazo de tubería y se lo llevaron. Ninguno de ellos estaba enterado de que hubiera en Madrid una plaga de cucaracha negra.
—Eso es en los veranos. Pero ahora…
A petición mía revisaron las calderas de Félix y de Adrián, y las dos estaban en perfecto estado. Por supuesto: tres cañerías picadas al mismo tiempo hubiera sido una casualidad demasiado evidente. Los municipales estaban un poco desconcertados ante mi insistencia de que repasaran meticulosamente las conducciones de los otros pisos, cuando además yo me obstinaba en repetir que, por supuesto, la rotura del tubo tenía que deberse a un accidente. ¿Cómo iba a decirles otra cosa? La implicación del inspector García me había enmudecido.
Me ponía tan nerviosa tener que mentir que al final opté por dejar que Adrián y Félix despidieran a los municipales y a los bomberos mientras yo bajaba a la calle a la pobre Perra-Foca para que tomara el aire y se despejase de la intoxicación. Andaba la bestia hociqueando con deleite por los parterres más malolientes de la plaza, ya más o menos recuperada, cuando sentí que alguien me daba un golpecito en el hombro derecho. Giré la cabeza: era el inspector José García. Di un salto y un chillido.
—¿Qué le pasa? —se extrañó el inspector. Todavía llevaba el abrigo azul de por la mañana.
—Perdón —balbucí, disimulando, con la lengua súbitamente convertida en papel secante—. Creía que… Tengo los nervios un poco disparados.
Miré alrededor. Mi portal estaba apenas a cien metros, y en el cuarto piso, tras las ventanas de mi casa, abiertas de par en par para que se aireara, había un batallón de guardias municipales y bomberos. Pero no podían verme, no podían oírme. Debían de ser las cinco de la tarde y la calle se encontraba prácticamente desierta. Al otro lado de la plazoleta ajardinada, en la zona de los columpios infantiles, unas cuantas mujeres vigilaban el juego de sus crios.
—Lo sé todo. Muy desagradable —dijo García. Enloquecí un poco: ¿a qué todo se refería? ¿Nos habría visto en el parque esa mañana?
—Lo del gas. Los municipales avisaron.
—Ah, sí —resoplé, soltando un poco del lastre de mi paranoia. Y di un paso hacia atrás.
García dio un paso hacia delante.
—Muy desagradable —repitió.
¿No estaba muy cerca? ¿No estaba el inspector García demasiado cerca de mí para lo que era habitual y decente y educado? Miré con el rabillo del ojo sobre mi hombro: al lado del bordillo había un coche grande. Negro, con los cristales ahumados. No se veía nada, pero era seguro que había gente dentro; y el coche estaba muy cerca de mí, demasiado cerca. A sólo una zancada o un empujón. La paranoia volvió a disparárseme como un cohete. El suelo empezó a bailar debajo de mis pies.
—Está usted muy rara —dijo García.
Yo había dado otro paso hacia atrás y él otro hacia delante.
—Es el… el susto —dije, totalmente veraz en mi respuesta. García me cogió por el antebrazo.
—Debemos ir a comisaría. Aquí tengo el coche. Intenté liberarme, pero la mano del tipo me sujetaba con firmeza.
—¿Por qué? ¿Para qué?
—Para poner la denuncia. Es muy importante. Vamos. Venga.
—No puedo —dije, plantando los pies sobre la tierra. Miré ansiosa hacia mi portal: ¿no saldrían por casualidad los municipales, no vendría Adrián a buscarme?—. Está… Está la perra. La subo a casa y después nos vamos, ¿vale?
—La perra también viene. Prueba testifical. Intoxicada. Haremos análisis. Vámonos deprisa.
García empezó a tirar de mí en dirección al coche. Casi había perdido el disimulo: en un segundo más me daría un empellón. Podría gritar, podría debatirme, desde luego, pero eso no impediría que me secuestrara. El vehículo estaba demasiado cerca y las mujeres de la plaza, únicas personas a la vista, no reaccionarían con suficiente rapidez ante la siempre confusa confrontación entre dos extraños. Cuando quisieran ponerse en movimiento, yo ya estaría muy lejos.
—¡No llevo encima mi documento de identidad! —exclamé.
—¡Es igual! —contestó García desabrido. Y aumentó la presión de sus dedos sobre mi brazo.
Una pelota botó junto a nuestros pies. Miramos los dos al unísono hacia abajo y vimos a un niño de unos cuatro años, forrado de anoraks como si fuera a cruzar a pie el Polo Norte, que había venido corriendo detrás de su balón. No lo pensé dos veces: me incliné y agarré al niño en brazos. De algo me tenía que servir alguna vez ser tan bajita: pude echar mano al crío sin que el inspector me hubiera soltado.
—Mire qué ricura de niño —dije, mientras el chico se retorcía como una anguila.
Pero ya se sabe que la desesperación te proporciona una fuerza insospechada. No sólo pude contener al escurridizo niño entre mis brazos, sino que además me las apañé para atizarle un buen pellizco en el culo a pesar de la gruesa envoltura del anorak. El niño abrió una boca tan grande como el túnel del metro y se puso a berrear como un poseso. García y yo miramos hacia atrás: una manada de madres salvajes venía a todo correr hacia nosotros en feroz estampida. El policía me soltó.
—Hummm… Mejor lo dejamos para otro día —dijo.
Y se subió precipitadamente al asiento de atrás del coche, el cual arrancó de inmediato y se perdió calle abajo con un zumbido de motor potente. Deposité al niño en el suelo mientras las madres me rodeaban con la clara intención de lapidarme. Lo primero que hice fue identificarme, darles mi nombre completo y mi dirección. Por fortuna, una de las mujeres me conocía de vista:
—Sí, es vecina, es verdad. Vive en ese portal, yo la conozco —dijo con cara adusta.
Entonces intenté explicarles la situación con la mayor serenidad posible. Opté por contar más o menos la verdad, que ya era lo bastante increíble como para andarse con mentiras.
—Ya os digo que lo siento muchísimo, pero me parece que el tipo ese estaba intentando secuestrarme, así es que agarré al niño para llamaros la atención e impedírselo —repetí por décima vez.
—Pues ya podías haberte agarrado a tu puta madre, guapa —dijo la madre del chaval, con el gracejo castizo propio de mi barrio, que pertenece al Madrid viejo y popular.
—Pues sí, tienes razón —convine fácilmente; empezaba a sentirme eufórica, era la borrachera de la adrenalina tras el riesgo vencido—. Si mi madre hubiera estado cerca, también me habría agarrado a ella. En fin, lo siento mucho, ¿qué más puedo decir? Si no estás satisfecha, llama a la policía.
Y me marché hacia casa riéndome para mis adentros de mi broma macabra.
Como es natural, el descubrimiento de la implicación del comisario García me dejó tiritando. Después de haber sido rescatada de sus garras en el último instante por el pelotón de madres iracundas, Adrián, Félix y yo, reunidos en urgente cónclave familiar en la cocina, decidimos abandonar la búsqueda de Ramón por el momento y salir escopetados hacia algún lugar anónimo y seguro.
—Pero en realidad vosotros no tenéis que marcharos —objeté con la boca pequeña, porque no sentía ningún deseo de fugarme sola.
—Yo iré allá donde tú vayas —dijo Adrián con mucho sentimiento, como quien canta la línea de un bolero—. Y, por otra parte, me parece que Félix y yo tampoco estaremos muy seguros si nos quedamos aquí.
—Eso desde luego —corroboró el viejo—. Además, creo que ya se me ha ocurrido adónde ir. Veréis, a menudo el mejor escondite es el más próximo. El hermano de Margarita sigue teniendo una casa de labor en el pueblo de Somosierra. Es un caserón muy grande y vive solo, porque está viudo y sus hijos se marcharon a la ciudad. Me ha pedido muchas veces que me vaya a pasar con él una temporada. Seguro que nos recibe bien, y, aunque la granja está apenas a ochenta kilómetros de Madrid, en realidad está a cien años-luz de todo esto. Allí no nos descubrirán jamás.
El plan ofrecía la ventaja añadida de ser barato. Por entonces me encontraba en una situación económica casi catastrófica. El sueldo de Ramón había sido congelado cautelarmente, nos habíamos pulido en un santiamén el millón de pesetas sobrante del rescate y yo llevaba mucho tiempo sin escribir una sola línea. Unas semanas atrás había ido a ver a mi editor para pedirle un adelanto sobre los derechos de mi próximo libro; siempre amabilísimo, Emilio se había deshecho en disculpas y en exagerados elogios sobre mi obra:
—Sabes que me encanta tu Gallinita Belinda, sabes que para nosotros tú eres nuestra autora estrella, pero por desgracia ahora estamos atravesando, precisamente, un bache de liquidez terrible; hemos tenido que renegociar varias letras y nuestra situación es tan delicada que incluso cabe la posibilidad de que la editorial se nos vaya al garete. No sabes cómo lo siento, pero no puedo ayudarte.
Adrián nunca había tenido ni una peseta y yo me negaba a esquilmar los magros ahorros del pobre Félix, de manera que el estado de nuestras finanzas empezaba a ser bastante preocupante. Por eso la propuesta de Félix fue acogida con especial interés. Decidimos irnos de inmediato y corrimos a preparar las maletas. Yo llamé a mi padre y a mi madre y les expliqué que me marchaba a París por algún tiempo.
—Muy bien, cariño, seguro que lo necesitas con toda esta cosa horrible del secuestro. ¡Qué más hubiera querido yo que poder irme a París cuando me sentía deprimida! Pero, claro, en mi época era imposible. Como yo apenas si tenía dinero propio, como supedité mi carrera a la de tu padre… ¿Y luego todo eso para qué, me quieres decir? Y además estabas tú por medio, y no te podía dejar sola. No es que me arrepienta de eso, entiéndeme, pero no sabes lo bien que has hecho tú no teniendo hijos —dijo mi madre.
—¡Estupendo! Así me puedes traer una chaqueta preciosa que le he visto a un amigo; es de una tienda de los Champs Elisées. Por cierto, ¿sabes algo de Ramón? —dijo mi padre.
Sus comentarios no me sorprendieron en absoluto: ambos se atuvieron a la perfección a sus papeles respectivos. Siempre fueron incapaces de decir lo que yo necesitaba que me dijeran.
A la media hora estábamos dispuestos para irnos. Cerré todas las ventanas, eché las siete llaves en la puerta y bajamos las escaleras de puntillas, como presos que se fugan de Alcatraz. No sirvió de nada. En el portal había dos muchachos grandes como torres, los dos con expresión de bebería inocente, los dos pulcramente vestidos con el mismo tipo de traje, barato y de color gris. Parecían niños de primera comunión demasiado crecidos.
—¿Doña Lucía Romero? —preguntó uno de los gemelos con cortesía exquisita. Empecé a sudar.
—No sé —contesté—. Vive en el piso cuarto. Suban a ver si está.
—Señora Romero —dijo el muchacho, imperturbable, enseñándome su identificación—. Somos de la Policía Judicial. Tiene usted que venirse con nosotros. La juez Martina nos ha enviado para que la llevemos ante ella.
—¿La juez? Pero ¿por qué?
—Lo ignoramos. Sólo sabemos que tenemos que traerla con nosotros.
—Pero esto… ¡esto es irregular, es inconstitucional, esto es un secuestro!
Adrián dio un paso hacia delante; el otro chico le puso suavemente una mano en el pecho. Le sacaba dos cabezas a Adrián y era el doble de corpulento.
—No exagere, señora, por favor; no dramatice.
Qué buen vocabulario, pensé de modo intempestivo; qué uso tan adecuado del verbo «dramatizar». Cómo había mejorado últimamente la cultura general de los matones.
—Lo único que queremos es llevarla con nosotros para hablar durante un rato con la juez. Eso es todo.
Para hablar con la juez. A mí no me gustaban los jueces demasiado. Eran unos señores y señoras que salían de las oposiciones, esto es, de años y años de vivir en la inopia, encerrados como somormujos con sus librotes legales, y que de repente, sin tener ninguna madurez personal, sin haber experimentado nada de la vida, se las daban de dioses y se ponían a juzgar de manera implacable a los humanos. Además, el único contacto que había tenido anteriormente con jueces y juzgados, al margen de esta triste historia del secuestro, fue un caso delirante que dejó muy mermada mi confianza en el funcionamiento de la Ley. Una vez me robaron el bolso con todos mis documentos; presenté denuncia y renové los papeles, como siempre se hace en estos casos. Pero cuatro años después empecé a recibir diversas citaciones del juzgado. Alguien tenía un coche registrado a mi nombre, un Ford Fiesta al cual iba estampando, con contumaz impericia, contra diversos elementos: otros coches, un escaparate, una bicicleta aparcada a la que dejó hecha trizas. Para empeorar las cosas, el Fiesta carecía de seguro, y de ahí la razón de los juicios: todos los damnificados me pedían dinero, porque yo era, legalmente, la dueña de aquel coche. Conseguí enterarme de que el vehículo había sido adquirido a través de una gestoría y me fui a hablar con el dueño de la oficina:
—Por supuesto, claro que me acuerdo de aquel Fiesta. Fue usted misma la que estuvo aquí hace cuatro años para comprarlo, junto con su marido el iraní —contestó el tipo.
De nada me valió jurar que el Fiesta no era mío, porque en todos los registros aparecía mi nombre. Tuve que seguir acudiendo a todos los juicios y continuar pagando todos los daños hasta que al fin dejaron de llegarme más demandas. Tal vez el tipo se hubiera vuelto a Irán, o tal vez habría muerto del cáncer de hígado que le deseé todas las noches durante año y medio, o quizá, esto es lo más probable, se cambió de vehículo y de papeles. Esto me enseñó que a veces la justicia no sólo era ciega, sino también imbécil. En fin, no eran unos antecedentes demasiado halagüeños como para acudir dando cabriolas a la llamada de la juez.
De una juez, además, de la que desconfiaba especialmente. Porque la primera vez que hablamos ella y yo estaba delante el inspector García. ¿Qué demonios pintaba el callado e impávido García en aquella entrevista? Ya entonces me sorprendió la presencia del policía en el cuarto, pero ahora el asunto empezaba a parecerme siniestro: ¿estarían tal vez los dos en connivencia? Claro que todavía había una posibilidad peor que esa: y era que estos gorilas pulcros y aniñados estuvieran mintiendo. Que los hubiera enviado el inspector García. O los terroristas de Orgullo Obrero. O tal vez aquel pavoroso matón pelirrojo que ya nos había amenazado a Adrián y a mí.
—¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser, cómo sé que de verdad me van a llevar delante de la juez?
—Ya ha visto nuestras identificaciones.
—Vaya una garantía. Pueden ser falsas. O a lo mejor son auténticas, pero lo que están falsificando son las intenciones.
El gorila que había hablado conmigo suspiró:
—Entonces creo que no va a tener más remedio que confiar en nosotros.
Y eso fue lo que hice, confiar. La intuición es un impulso, una descarga eléctrica que circula por tus neuronas acarreando una información subliminal, unos datos tan sutiles que ni siquiera eres consciente de ellos. Yo siempre fui intuitiva, y siempre me fue bien cuando seguí ese primer impulso. Ahora la intuición me decía que esos muchachos no olían a peligro, y que sería peor enfrentarse con ellos. Así es que puse mi mano sobre el brazo de Félix y le di un pequeño apretón alentador.
—Enseguida vuelvo. No va a pasar nada. Esperadme aquí.
Un minuto más tarde estaba instalada en el asiento de atrás de un coche, camino del juzgado. O eso suponía. En realidad, estábamos dando bastantes vueltas y doblando esquinas inesperadas. Empecé a recordar, con súbito desasosiego, las veces pasadas en las que mi famosa intuición había fallado de modo estrepitoso. Como cuando le abollé la moto a un tipo: me apeé de mi coche para hablar con él porque parecía simpático y casi me estrangula. ¿Y no hubo otra ocasión en la que le di 200 000 pesetas a un tío que vendía ordenadores baratísimos recién importados de Estados Unidos y luego resultó que era un estafador? O aquel otro chico tan encantador con el que estuve coqueteando en un bar y que después me había robado la cartera. Estaba llegando ya al ominoso convencimiento de que todas las veces que me había dejado llevar por la intuición me había equivocado, cuando el coche dio un giro último y extraño y desembocamos sorpresivamente en la calle del juzgado. Suspiré con alivio: me encontraba a salvo. Por el momento.
La juez me recibió en el mismo cuartucho inmundo de la primera vez. Sin embargo, había unas cuantas y notables diferencias. La más importante era que en esta ocasión no estaba presente el inspector García. La más asombrosa, que la juez no sólo había dado a luz en el entretanto, sino que se había traído al despacho a su retoño y ahora lo tenía instalado junto a la mesa en un moisés, una pizca de carne sonrosada dentro de un alud de perifollos y puntillas. También la gata había parido: estaba repantingada en un rincón sobre el cojín amarillo-gallina, lamiendo a media docena de gatitos con aire de tigresa satisfecha. Había una atmósfera caliente y espesa, como de incubadora, con olor a talco y a calostros.
—Estamos al principio del final —proclamó la juez, nada más verme, con aire algo solemne.
—Bien —aventuré por decir algo. Estaba deseando irme de ese cuarto asfixiante, de ese despacho-útero.
—Me disculpará por haberla traído hasta aquí de una manera un tanto abrupta, pero el tiempo apremia y la situación es crítica.
—Bien.
—Le hablaré claramente: su marido no es más que la punta del iceberg. Un delincuente arrepentido nos ha pasado fotocopias de cheques, listados que hubieran debido ser destruidos, documentos secretos. Este hombre trabajaba como contable para Capital S. A. y Belinda S. A., las dos empresas fantasma a las que ingresaba su marido el dinero robado; pero al parecer hubo problemas. El contable dice que le traicionaron, que no le pagaron lo convenido y que ahora teme por su vida. Es posible. También es posible que el contable haya querido hacer chantaje a sus colegas y que el negocio le saliera mal. Pero las razones de nuestro confidente no nos interesan por ahora. Lo importante es la información que nos está suministrando.
La juez calló unos instantes, como recapacitando por dónde seguir o hasta cuánto contar. Abrió y cerró un par de carpetas con cierto nerviosismo, sin sacar ningún papel de dentro de ellas.
—Dadas las evidencias que poseemos, creemos que su marido no fue forzado a robar para Orgullo Obrero. La información que tenemos es todavía algo confusa, porque el contable, nuestro confidente principal, es un sinvergüenza que intenta guardarse cartas en la manga y miente más que habla. Pero a estas alturas ya no cabe duda de que hay una trama negra organizada para robar dinero del Estado, grandes cantidades de dinero, a través de distintos ministerios. Su marido formaba parte de esa mafia.
—Eso tendrá que probarlo —dije, automáticamente, en un reflejo de defensa casi animal: porque Ramón seguía siendo mío de algún modo. Pero en mi interior empezó a latir la fatal certidumbre de que la juez Martina estaba diciendo la verdad.
—Eso se lo probaré, no se preocupe. Pero le decía que su marido formaba parte de esa mafia, que tiene conexiones con delincuentes comunes y con organizaciones terroristas como Orgullo Obrero. Ramón Iruña, sin embargo, no era más que una pieza de mediana categoría: en el asunto están implicados altos cargos de la Administración. Por ahora tenemos indicios firmes contra varios directores generales, tres secretarios de Estado, dos tenientes coroneles y al menos tres ministros o exministros. De hecho, la corrupción parece estar tan extendida dentro del aparato del Estado que hay que tener mucho cuidado de con quién se habla. El inspector García, por ejemplo, trabaja para ellos.
¿Sería una trampa? ¿Estaría la juez Martina cebando mi confianza con sus informaciones para hacerme confesar así todo lo que yo sabía? El bulto de carne rosada del moisés se puso a berrear. La magistrada extendió una mano y meneó la cuna con energía. Cuando conocí a María Martina ya me había parecido una mujer pequeña, pero ahora se la veía diminuta, sin la opulencia de la barriga y sin la elevación suplementaria del cojín. Apenas si asomaba la cabeza por encima del desvencijado escritorio. Qué demonios, pensé; esa miniatura de señora no tenía ningún aspecto de delincuente. Claro que tampoco tenía aspecto de juez, pero preferí desdeñar esa segunda parte de mi razonamiento.
—Sí, lo sé. Lo de García, digo. Vimos cómo el inspector hablaba con un pistolero.
Y entonces le expliqué a la juez detalladamente todo lo que nos había sucedido. María Martina fue tomando nota de mis palabras en un pequeño cuaderno, trémula y afanosa, como un ratón a la vista del queso.
—Bien —dijo al final—. Bien. Todo concuerda, por supuesto.
—Pues yo no entiendo nada. Según usted, entonces, ¿mi marido no ha sido secuestrado?
—Eso no lo sabemos todavía con certeza. Desconocemos si los políticos implicados en la corrupción tuvieron problemas con Orgullo Obrero, o si su marido dejó en efecto de satisfacer algún pago al grupo terrorista. Puede que lo secuestraran, o puede que se trate de una cortina de humo. Este caso está todavía demasiado lleno de incógnitas. Tan lleno que, de hecho, nos sería muy útil que usted mantuviera su encuentro con el supuesto Vendedor de Calabazas. Lo que ese hombre le diga podría proporcionarnos algún indicio.
—¿Cómo dice? —me espanté—. No. Ni hablar. Ni lo sueñe. No pienso encontrarme con ese tipo. No puedo. Mire, me han intentado matar, ya se lo he dicho. Me voy. Si no me hubieran detenido sus gorilas, a estas horas ya estaríamos en un buen escondite.
La juez se pasó una mano por la cara. Parecía un monito cansado.
—Mis gorilas… Esos chicos son de la Policía Judicial. Escogidos por mí. Lo mejor del Cuerpo, se lo aseguro. Son los únicos en quienes puedo confiar. Y sólo son esos dos, y otro más que está ahora mismo investigando un chivatazo. Esos tres muchachos casi recién salidos de la academia son mi único apoyo. Estoy sola. Ni siquiera he podido cogerme la baja por maternidad porque sé que aprovecharían mi ausencia para desbaratar el caso.
Se calló unos instantes, pensativa. Luego me miró a los ojos con aire resuelto.
—No la quiero engañar: todo esto es peligroso. Incluso muy peligroso. Sin embargo, creo que sería muy provechoso para la investigación que usted pudiera mantener esa entrevista que le prometió su contacto, ese encuentro con el Mayor Vendedor de Calabazas. Sólo le pido eso: quédese en Madrid hasta hablar con ese hombre, cuénteme lo que le ha dicho y luego, si lo desea, desaparezca.
Me agobió la responsabilidad. Sentada en el filo de la silla, tragué con dificultad una dosis de miedo y de saliva.
—¿Quiénes son los ministros? —pregunté. La juez sonrió de medio lado:
—Eso pertenece al secreto del sumario. Pero, en fin, como quiero que nos ayude y confío en usted, le voy a decir un nombre que aparece citado muy a menudo: Zurriagarte. Se lo cuento dentro de la más absoluta confidencialidad, naturalmente.
¡Zurriagarte! Pero ¿cómo? Tenía tan buena pinta. ¡Pero si pasaba por ser uno de los políticos más sinceros y honestos del país! ¿No era él el que había dicho eso de «Sin ética no hay política»?
—No es posible… —farfullé.
—Sí, resulta difícil de creer. A mí también me sorprendió —dijo la juez—. Aunque ahora estoy empezando a hacerme cierta idea de cómo sucedió todo. De cómo suceden las cosas, quiero decir. Verá, no es más que una hipótesis operativa, pero pongamos que la nombran a usted ministra de alguno de los ministerios que están implicados en la mafia. Porque no están todos, pero hay varios. Bien, la nombran ministra de uno de esos ministerios, digo, y usted acepta. Su nombramiento se hace público, llega el día de la toma de posesión y usted jura o promete, le hacen las fotos pertinentes, la felicita todo el mundo y llega usted a su nuevo despacho impregnada de gloria y de vanidad. Y ahí, a pie de despacho, la espera un hombrecito con una cartera negra. Usted ya ha hablado con el ministro saliente, ya conoce el estado general de los asuntos, ya ha sido presentada a los secretarios y subsecretarios y subsubsecretarios, pero hasta ahora nadie le había hablado de este hombrecito con su cartera negra. Entonces el tipo cierra cuidadosamente la puerta del despacho y abre el portafolios. Y de ahí empiezan a salir sapos y culebras: qué delincuentes estamos pagando, quién está robando para nosotros, cómo se reparte el dinero de la corrupción desde el ministro para abajo. Y cuántos muertos llevamos con todo esto, porque también hay asesinatos en la cartera. Entonces usted puede hacer dos cosas: o bien renunciar al cargo de inmediato, con todo el fenomenal escándalo que ello traería, o bien hacerse a la idea de que ser ministra es también eso.
No sé por qué decidí ayudar a la juez Martina, con el espanto que me estaba dando todo lo que contaba. Y, sin embargo, antes de que la magistrada hubiera terminado su exposición yo ya había tomado la estúpida determinación de hacerme la heroína. Tal vez fuera por egocentrismo: todos queremos creernos imprescindibles. O quizá me espoleara el puro asco.
—Está bien. Ejem. Me quedaré.
La juez cerró los ojos un instante y suspiró.
—Gracias.
Ahora el mísero despacho ya no me parecía un útero asfixiante, sino una barquita a la deriva, la lancha en donde se apiñaban los supervivientes de un naufragio, mujeres y niños primero, acosados por un mar de tiburones. El bebé volvió a ponerse a chillar de un modo insoportable.
—Es muy… Muy mono el niño —dije por decir algo. María Martina se levantó y cogió en brazos al ensordecedor trozo de carne.
—Es una niña. Lo siento. Es un lío que esté aquí. Pero es que… —la juez me lanzó una ojeada rápida y turbada—. Es que no quiero dejarla sola en casa, ¿sabe? Recibo tantos… mmmm… anónimos desagradables. Por si acaso. No me atrevo a separarme de ella.
Regresé a casa abrumada por el miedo y por el conocimiento. Porque el saber sí ocupa lugar. Hay saberes que pesan en la memoria como una carga de leña, y conocimientos que envejecen más que una enfermedad dolorosa e incurable. De hecho, hay saberes que son una enfermedad dolorosa e incurable. Permanecen dentro de ti como una llaga palpitante, como un menoscabo irremediable en la mirada con la que contemplas la realidad. Ramón, por ejemplo. La imagen de Ramón se iba haciendo trizas dentro de mí. Mi relación con él era cada vez más desapasionada, más lejana. A decir verdad, ya no me sentía su esposa, sino más bien su viuda, porque para mí estaba medio muerto.
—He soñado otra adivinanza —dijo Adrián aquella noche, yo creo que para intentar sacarme de mis lúgubres pensamientos.
Eran las nueve y estábamos los tres en la cocina tomándonos un poco de pan con queso, lo primero sólido que nos metíamos en el cuerpo desde la hora del desayuno.
—Trata de tres hombres que se encuentran en una ciudad portuaria —prosiguió el muchacho—. Son viejos conocidos y hace tiempo que no se ven. Deciden entrar a comer en un restaurante frente al mar; se sientan en una mesa y piden tres asados de gaviota. Les traen los platos y empiezan a comer. Dos de ellos no dicen nada, pero el tercero llama al camarero muy agitado. «¿Pero esto es de verdad gaviota?», le pregunta. Y el camarero contesta: «Sí». Entonces el hombre se levanta de un salto, sale chillando despavorido del restaurante y se arroja al mar.
—Pues sí que debía de estar asqueroso el guiso ese —masculló Félix con la boca llena.
Yo no dije nada porque el queso se había pegado a mi dentadura postiza y la había sacado de su lugar, de modo que estaba concentrada en intentar arreglar el estropicio con la lengua sin que se me notara demasiado.
—Muy gracioso —bufó Adrián.
—Además, las gaviotas no se comen. Todo el mundo sabe que tienen un sabor repugnante —insistió Félix.
Qué consoladoras eran las adivinanzas de Adrián, pensé mientras les escuchaba discutir por enésima vez. Tontos misterios en apariencia incoherentes que luego tenían un porqué, una explicación, una causa suficiente. Las adivinanzas de Adrián te ayudaban a creer que la existencia tenía en el fondo algún sentido. Que la vida no era caótica y absurda, sino simplemente enigmática, una especie de enorme acertijo que uno podría llegar a desentrañar a fuerza de reflexionar sobre el asunto. Pensando estaba yo en todo esto, en las dulzuras del entendimiento, cuando sonó el timbre de la puerta.
Resulta siempre un tanto ridículo intentar identificar a voz en grito a alguien que se encuentra al otro lado de una puerta blindada y bien cerrada, pero eso fue lo que hicimos, apiñarnos temerosamente en el pasillo y berrear como energúmenos.
—¿Quién es?
—¿Lucía Romero?
—¿Qué quiere?
—Venimos de parte de Manuel Blanco.
No se me escapó el plural de la forma verbal. Según la mirilla eran al menos dos. Jóvenes, bien rasurados, bien vestidos, voluminosos, poco memorables.
—¿Y quiénes son ustedes?
—Abra la puerta, por favor.
—¿Para qué?
—Mire, es usted quien está interesada en hablar con nuestro jefe. Si quiere, nos abre. Si no, nos vamos.
El Vendedor de Calabazas. Tenían que venir precisamente hoy de parte del Vendedor de Calabazas. Estaba empezando a ser un día larguísimo. Abrí la puerta.
—Así es más fácil —sonrieron los tipos.
Eran muy parecidos a los policías judiciales de María Martina. La misma edad, la misma corpulencia, una guapeza anodina similar, idénticas mandíbulas cuadradas de sanos comedores de chicle que jamás se han fumado un cigarrillo. La única diferencia perceptible estribaba en que estos vestían mejor. Los trajes eran también grises, pero de firma. Al parecer, los gorilas privados tenían sueldos más elevados que los gorilas funcionarios.
—Venimos en su busca. Nuestro jefe le ha concedido una entrevista. Ahora mismo.
—¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser?
—Me parece que tendrá que confiar en nosotros.
Ese diálogo me sonaba repetido.
—Ellos vienen conmigo —dije, señalando a mis amigos.
El gorila me miró dubitativo. Me apresuré a hablar antes de que nos soltara una negativa y luego se viera forzado a mantenerla por puro desplante.
—Supongo que sabrán ustedes quién es el señor Van Hoog. Pues bien, el amigo de Van Hoog es este hombre —dije, señalando a Félix—. Y tenemos una carta del holandés para su jefe que se refiere a nosotros tres.
El tipo cabeceó parsimonioso:
—Está bien. Ya sabíamos que andaba usted con alguien.
De modo que volví a meterme en la trasera de un coche, esta vez encajada entre Félix y Adrián, y de nuevo me crucé la ciudad camino de un destino desconocido. Que luego resultó ser no tan desconocido: el coche se detuvo con suavidad frente al Paraíso.
Uno de los matones se bajó con nosotros y nos guió por el atestado salón del café hasta depositarnos delante de un hombre de unos cincuenta y cinco años que estaba solo en una mesa. En el velador de al lado, cuatro energúmenos vestidos de gris intentaban disimular su clamorosa condición de guardaespaldas. El hombre maduro nos hizo una seña con la mano para que nos sentáramos. Lucía un ostentoso pelo plateado que peinaba hacia atrás con brillantina, dejando una espumilla de rizos sobre el cogote. Blazier negro, pantalón rojo oscuro, un pañuelo de seda anudado al cuello y en conjunto un repugnante aspecto de play-boy carroza y marbellí.
—¿Y qué se cuenta mi querido amigo Van Hoog? —dijo el tipo a modo de saludo.
—Nada de particular. Ejem. Está muy bien —contesté.
—¿Qué ha decidido hacer por fin con Ludmila?
—Pues la verdad es que no lo sé. Ejem, ejem. No llegué a preguntárselo —improvisé.
—La última vez que estuvimos con él se pasó toda la mañana contándonos batallitas de juventud, de cuando colaboraba con la Resistencia contra los nazis. En fin, ya sabe usted cómo es él —añadió Félix con toque maestro.
—¡Un fantasioso! Eso es lo que es. Porque eso de que luchó en la Resistencia… Bah, no me lo creo. Ahora puede decir lo que quiera, pero Van Hoog siempre estuvo en donde había que estar, naturalmente.
El tipo sonreía, ufano y seguro de sí, enseñando unos dientes magníficos que debían de costar unas 300 000 pesetas la pieza, más o menos. De modo que este era el Mayor Vendedor de Calabazas: pues no parecía tan peligroso. De hecho, lo encontré tan común y corriente que cometí la torpeza de discutir sus palabras.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Que apoyar a los nazis era lo adecuado?
Félix me dio un rodillazo y yo misma me arrepentí al instante de haber hablado. Pero la cosa ya no tenía arreglo. El hombre me lanzó una ojeada fina como un punzón. Me estremecí bajo aquella mirada. Después de todo, tal vez aquel patrón de yate sin yate no fuera tan común y corriente. Tal vez no.
—Tengo entendido que busca usted información —empezó a decir con voz perezosa—. Y sí, la verdad es que la veo un poco despistada. Verán, yo también les voy a contar una batallita, lo mismo que hizo mi amigo Van Hoog. Pero en esta ocasión la batalla no es mía, sino de mi abuelo. Mi abuelo era militar y en 1921 participó en lo que se conoce como el desastre de Annual, que en realidad no sucedió sólo en Annual, sino en diversos puntos del norte de África. En el verano de 1921, y durante veinte días, los rebeldes rifeños destrozaron al ejército colonial español. No eran más que unos cuantos desharrapados armados de machetes y gumías, pero masacraron a un número indeterminado de soldados españoles, tal vez doce mil o quizá más. No se sabe muy bien cuántos soldados había en el Rif, porque los números estaban hinchados: algunos mandos se debían de estar quedando con las pagas sobrantes. La corrupción, la cobardía y la ineptitud de gran parte de los oficiales fueron la verdadera causa del desastre. Yo lo sé porque mi abuelo fue uno de los cobardes y me lo contó. Por entonces él era coronel y estaba sirviendo con el general Navarro. Por lo que decía mi abuelo, la catástrofe del Rif fue algo dantesco. El ejército se colapso, los soldados huían pisoteando a los heridos, los oficiales de baja graduación se arrancaban las insignias para no ser reconocidos como oficiales y los de alta graduación escapaban en los vehículos a motor, los llamados coches rápidos, pasando a veces por encima de los cuerpos de sus propios soldados. Los rifeños mataban a pedradas a los españoles que huían y torturaban hasta la muerte a los heridos: les clavaban a las paredes, les abrasaban los genitales, les ataban las manos con sus propios intestinos. Por supuesto que en medio de este horror hubo también innumerables casos de increíble heroísmo. Como los 690 jinetes del regimiento de Alcántara, por ejemplo, que cargaron una y otra vez contra el enemigo para proteger la retirada de las tropas. La última carga la hicieron al paso, porque ya ni caballos ni jinetes tenían fuerzas para nada más. Cayó el 90 por 100 del regimiento, el mayor porcentaje de bajas que jamás ha tenido una unidad de Caballería europea; cuando el ejército español reconquistó el Rif encontraron los cadáveres del regimiento de Alcántara tal y como murieron, aún en formación de combate. De manera que en el desastre de Annual hubo de todo, proezas y vilezas. Por ejemplo, el general Navarro fue un héroe y el coronel Morales un ruin. ¿Qué les parece esto?
Me encogí de hombros, sorprendida. Estaba fascinada por el relato, pero no tenía la menor idea de adónde iba a parar.
—No sé. ¿Qué me tiene que parecer?
—¡Pues mentira! Le tendría que parecer mentira, porque sucedió justo al revés: el general Navarro se comportó de modo miserable y el coronel Morales murió como un caballero, combatiendo pistola en mano hasta el final mientras a su alrededor todos huían. Morales luchaba codo con codo con unos pocos oficiales; se habían juramentado para matarse entre sí y evitar de este modo que los rifeños les torturaran. Al fin, Morales cayó herido; pidió a sus compañeros que cumplieran su palabra, pero estos, dos tenientes, no se atrevieron a rematarle. Probablemente se echaron atrás por pura cobardía personal, pensando que, si ejecutaban a su superior, después podrían ser sometidos a un consejo de guerra. El caso es que huyeron, dejando solo al coronel, herido e indefenso, en las laderas del Izzumar; y allí mismo, en efecto, Morales fue torturado hasta la muerte por los rifeños. En cuanto al general Navarro, decidió rendirse con sus 2300 hombres en Monte Arruit, aunque sabía que los rebeldes mataban a los vencidos. Y así fue: mientras Navarro se refugiaba en casa de un moro principal junto a nueve oficiales, un intérprete y siete de tropa, los rifeños acabaron con los 2300 soldados. Tampoco en ese caso todos los oficiales se comportaron del mismo modo. Por ejemplo, Navarro invitó al comandante Alfredo Marqueríe, padre del que luego sería el famoso crítico teatral, a que se quedara con ellos. Pero el comandante prefirió morir con sus soldados. ¿Qué les parece?
—Estremecedor.
—Pues a mí me parece una estupidez. Mi abuelo, en cambio, fue de los oficiales que se quedaron con Navarro. Y salvó la vida. Tras el desastre de Annual se hicieron las pertinentes investigaciones, por supuesto, y hubo unos expedientes instruidos por unos cuantos militares picajosos en los que consta claramente la culpabilidad de los altos mandos, empezando por el general Berenguer, que era la cabeza del ejército en África. Pero por fortuna el general Primo de Rivera proclamó la dictadura en 1923 y evitó que se depuraran las responsabilidades. Ya ve, los cobardes que salvaron la vida acabaron salvando también todo lo demás, hasta el honor, porque la memoria de las personas es muy débil. Mi abuelo, que ya tenía dinero por su casa, hizo después buenos negocios, aumentó el patrimonio y terminó sus días como un honorable patriarca, un verdadero padre de la Patria: una importante avenida de Madrid lleva su nombre. Mi padre continuó su estela y supo multiplicar el alcance de nuestro apellido en los azarosos años de la posguerra. Y luego he llegado yo y he seguido trabajando en la misma línea. Hoy somos una de las familias más influyentes de este país. No salgo en los periódicos y mi rostro no es popular, pero no hay palacio que no abra sus puertas de par en par cuando yo llamo. El verdadero poder siempre está en la sombra.
El hombre detuvo su perorata y se bebió de un trago la media copa de fino que tenía delante. A nosotros ni siquiera nos había preguntado si queríamos tomar algo. Estábamos escuchándole a palo seco.
—Voy a contarles cómo lo veo yo. Cómo es el mundo. A veces, entre la heroicidad y la ruindad apenas si hay distancia. Quiero decir que, para muchos de los hombres que se vieron de pronto atrapados en el Rif, esa fue la primera vez en toda su existencia que tuvieron que decidir entre el Bien y el Mal, o entre el honor y la vida. En cuestión de horas o incluso de minutos se lo jugaban todo: podían ser fieles a unos ideales y caer en manos de los torturadores, o bien podían traicionarse y sobrevivir. Había que escoger, y todos escogieron. Unos, los heroicos, fallecieron, a menudo sometidos a muertes atroces. Otros, los cobardes, regresaron a España, vieron crecer a sus hijos, hicieron negocios, acabaron en ocasiones convertidos en prohombres de la sociedad, como mi abuelo. ¿De qué sirvió soportar las torturas, de qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara? Se lo voy a decir yo: de nada. No salvaron vidas, porque de todas formas los rifeños hicieron una degollina. No salvaron la posición, porque el territorio cayó en poder de los rebeldes. Y lo peor es que España, incapaz de mantener por más tiempo su desfasado imperio colonial, terminó devolviendo el Rif a sus pobladores. Por otra parte, ni siquiera recordamos a los héroes: ya han visto ustedes que les puedo engañar con facilidad y decir que el valiente fue un gallina o viceversa sin que a nadie le importe lo más mínimo. No, los héroes son simplemente inútiles. Mientras que los constructores de países son siempre los otros. Los que huyen y traicionan. Los que saben guardar la ropa mientras nadan. Los supervivientes, porque ellos son, en definitiva, quienes escriben la Historia. Lo digo con orgullo, porque no es fácil ser el vencedor. He usado las palabras cobardía y heroísmo para entendernos, pero en el mundo real tienen otro significado que el que generalmente se les atribuye. En el mundo real, la cobardía es sabiduría y el heroísmo es una estupidez. Pertenezco a una larga estirpe de triunfadores que siempre hemos sabido hacer lo que había que hacer para ganar. ¿Que para ello hay que internarse en la ilegalidad? Bueno, es que la ilegalidad también ha de ser gestionada para que la máquina funcione. Que no me hablen de los héroes muertos y olvidados: no son más que unos pobres perdedores. Mientras que a nosotros nos levantan estatuas y nos dedican calles. Así son las cosas, este es el verdadero orden del mundo.
A mi lado, Félix se removía en el asiento y apretaba los puños. Ahora fui yo quien le dio un rodillazo de advertencia.
—Usted quiere saber qué le ha sucedido a su marido. Le diré que últimamente estoy oyendo hablar de su marido con excesiva frecuencia. Le diré que empiezo a estar harto de su marido y de los amigos de su marido. Un hombre de mi posición no frecuenta sólo los palacios, como antes le dije. Un hombre de mi posición también tiene que tratar con gentes de medio pelo, botarates. Los amigos de su marido son unos parvenus. Pretenden conseguir en tan sólo unos años el mismo lugar de poder que familias como la mía llevamos generaciones edificando. Y eso es imposible, por supuesto. Ese orden del mundo al que antes me refería es una construcción social que tiene milenios; la realidad se ha ido organizando así desde el principio de los tiempos, y posee unas normas y una jerarquía. Pero los parvenus siempre lo confunden todo. Son unos ignorantes y además unos horteras, pero ya ve usted, son necesarios: alguien tiene que desempeñar el trabajo sucio, y los parvenus están dispuestos a hacer lo que sea con tal de medrar. Para nosotros son, ¿cómo le diría yo?, como animales domésticos: cuando empiezan a producir molestias, cuando dejan de rendir lo suficiente, se les cambia por otros y santas pascuas. Es un sistema un poco caro, pero muy eficaz. Le explico todo esto porque ahora nos encontramos, precisamente, en uno de esos momentos de renovación. Usted quiere saber qué ha sucedido con su marido y nosotros estamos hartos de esos zoquetes. De manera que voy a ayudarla: quédese tranquila porque dentro de poco tendrá usted noticias de primera mano. Dígaselo así a la juez Martina: dígale que le brindo mi colaboración con mucho gusto. Yo no quiero problemas. Si ha entendido usted todo lo que le acabo de explicar, se habrá dado cuenta de que a mí no me pueden interesar los escándalos, puesto que formo parte fundamental del orden establecido. Dígaselo así a la juez. A ver si nos ayudamos los unos a los otros y acabamos con este estúpido incidente. ¿Qué le parece?
—Pues verá, le agradezco su buena disposición, pero quisiera…
—Entonces ya está todo dicho —me cortó el tipo, extendiendo la mano hacia mí para despedirse—. Denle mis recuerdos al bueno de Van Hoog.
Los matones de la mesa de al lado se levantaron para escoltarnos hasta la salida. Estaba claro que la reunión se había terminado, y el tono de voz era lo suficientemente imperativo como para salir corriendo. Pero Félix apoyó los dos puños sobre la mesa de mármol y se inclinó hacia delante. El tipo seguía sentado y los demás estábamos de pie y rodeados de gorilas.
—La medida del hombre —dijo Félix.
—¿Qué? —preguntó el Vendedor de Calabazas.
Uno de los guardaespaldas agarró a mi vecino por el codo, pero su jefe le hizo una indicación con la cabeza para que le soltara.
—Lo que usted decía antes —prosiguió Félix—. Eso de que para qué servía conducirse con dignidad. Sirve para darnos la medida de lo que somos. Mire, los humanos somos incapaces de imaginarnos lo que no existe; si podemos hablar de cosas tales como el consuelo, la solidaridad, el amor y la belleza es porque esas cosas existen en realidad, porque forman parte de las personas, lo mismo que la ferocidad y el egoísmo. En situaciones extremas esos ingredientes se precipitan, y por eso hay de todo, comportamientos grandiosos y actitudes mezquinas. ¿Que para qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara, por ejemplo? Pues para ser como somos. Aunque inútiles desde un punto de vista práctico, sus muertes corroboran que los humanos somos también así. Que, aun en el peor de los casos, siempre hay algo en nosotros capaz de lo mejor. Si no hubiera habido ningún acto heroico en Annual, es decir, si en las personas no existiera también ese impulso automático hacia la dignidad, el mundo sería un lugar inhabitable y los humanos pareceríamos animales feroces.
—Puede ser —respondió el hombre, atusándose con coquetería los caracolillos del cogote—. Quizá tenga usted razón. Pero en ese caso, y en ese mundo, yo formaría parte de los animales feroces dominantes, y usted, mi querido Fortuna, sería lo mismo que es ahora, un maldito perdedor. Viejo, pobre y encima anarquista. Un historial lamentable, amigo mío. No ha hecho más que ir de derrota en derrota.
De modo que lo sabía todo. Que yo estaba en tratos con la juez Martina, que Félix había sido de la CNT. Parecía un pijo de guardarropía, un rico de sainete, pero lo sabía todo. Ahí estaba, seguro de sí mismo, radiante y satisfecho de ser como era. Los cuentos de la infancia no son ciertos. Los malos no acaban siempre pagando su maldad, los buenos no siempre reciben recompensa, los villanos no se reconcomen de bilis y de desasosiego. Por el contrario, hay infinidad de miserables francamente felices. Agarré a Félix de un brazo y tiré de él.
—Vámonos.
Se dejó llevar, tal vez algo aturdido. Los muchachos de gris nos acompañaron hasta la salida y allí nos dejaron. Nosotros tres cruzamos la puerta del Paraíso y nos quedamos al otro lado, sobre la acera, intentando serenarnos con el frío de la noche. Una hermosa luna llena, azulada e invernal, se paseaba por las azoteas de los edificios. Permanecimos paralizados un buen rato, demasiado extenuados quizá para reaccionar. La jornada había sido interminable. Primero habíamos descubierto la traición de García, luego habíamos estado a punto de saltar por los aires con una explosión de gas, después el inspector había intentado secuestrarme, luego la juez me explicó que Ramón era un cerdo sin paliativos y por último un mafioso impresentable nos había intentado convencer de que el mundo era suyo. Todo esto sin pararse ni a comer, con tan sólo un poco de queso en el estómago. Estábamos agotados y nuestro cansancio se parecía demasiado a la derrota. Por encima de nosotros, la luna era el sañudo y tuerto ojo con el que la negrura nos miraba.
Resignación, esa es la palabra de la gran derrota. La vida es un trayecto extenso y fatigoso. Es como un tren de largo recorrido que en ocasiones ha de atravesar regiones en guerra y territorios salvajes. Quiero decir que el camino está plagado de peligros y que el descarrilamiento es un accidente bastante común. Pero hay muchas maneras de perder el rumbo. Por ejemplo, uno puede irse directamente al infierno, como le pasó a Félix Roble durante algunos años. Otros, en cambio, no llegan a salirse de los raíles, sino que tan sólo van aminorando la velocidad, más y más despacio cada día, hasta que al fin se paran por completo y se quedan ahí, medio muertos de pasividad y de fracaso, oxidando la hojalata y las ideas bajo las inclemencias del tiempo.
Eso era lo que le había ocurrido a Lucía Romero. En semejante situación se encontraba nuestra protagonista al comienzo de este libro.
Una noche, Ramón y ella estaban haciendo el amor. A veces sucedía: Ramón se empeñaba y ella ya no encontraba razones para negarse. Ramón forcejeaba sobre ella y Lucía fruncía el ceño. Cuando hacían el amor, el ceño era la única parte de la anatomía de Lucía que se ponía en funcionamiento: se le apelotonaban las cejas de disgusto, hasta el punto de que luego le quedaba la frente dolorida. Esa noche llovía y el agua repiqueteaba blandamente sobre el alféizar de la cocina, formado por una plancha de cinc que cubría una fresquera antediluviana. Lucía escuchaba el pequeño tumulto de las gotas desde el dormitorio, mientras Ramón se afanaba sobre su cuerpo anestesiado o tal vez muerto. Hacía un milenio que Lucía no sentía su propio cuerpo, que no deseaba perderse en unos labios, que no se dejaba fundir en la carne del hombre. Ahora aguantaba los jadeos de Ramón y pensaba en los tiburones, felices criaturas que disponen de varias filas de dientes, de manera que cuando pierden un juego de colmillos pueden reemplazarlos con la serie siguiente. Tamborileaba la lluvia en el cinc de la cocina y en cada gota se ahogaba un segundo, tiempo de vida desperdiciado. ¿Adónde iría a parar el tiempo perdido? Tal vez anduviera merodeando por el limbo de los extravíos, junto con los libros no escritos, las palabras no dichas, los sentimientos no vividos y los dientes de Lucía, los verdaderos, arrancados de raíz en aquel estúpido accidente. Ahora Lucía tenía la dentadura de resina y el cuerpo de madera, insensible bajo las manos de Ramón. ¿Acaso ya no iba a sentir el deseo nunca más? Toc, toc, toc, contestó la lluvia. Y Lucía entendió: nunca más, nunca más. Bien, se dijo entonces: es evidente que me he rendido. Y casi se sintió en paz.
De esta paz fúnebre y mortífera la sacó el secuestro, la amistad con Félix y, sobre todo, el amor de Adrián. Si has vivido alguna vez una pasión amorosa entenderás la fiebre de Lucía, porque la pasión siempre se repite: es como una sesión de cine en donde proyectas una y otra vez la misma película con el mismo galán en la pantalla. Y así, aunque Adrián era veinte años menor que ella, créeme que en la pasión Lucía no era ni un minuto más vieja que ese muchacho, porque en el alucinamiento del amor todos somos estúpidos y perpetuamente jóvenes. Por otra parte, las pasiones eternas suelen durar una media de seis meses; y luego, si las cosas marchan bien, se reconvierten en amores para toda la vida, que duran aproximadamente dos años más. En total, el espasmo cordial abarca, por lo general, unos dos años y medio. Teniendo en cuenta esta regla del corazón no escrita, pero tan cierta como la existencia del agujero de ozono, Lucía no hubiera debido preocuparse por la diferencia de edad entre Adrián y ella: antes de que los años la convirtieran en una anciana putrefacta, la relación se habría hecho fosfatina (lo cual, bien mirado, era un pensamiento reconfortante). Pero Lucía sí que se preocupaba. Y no sólo por la diferencia de edad, sino, sobre todo, por la diferencia de sus necesidades.
Al principio todo fue luz y delirio, porque en los comienzos del amor los humanos siempre nos mostramos encantadores, infatigables en nuestra tierna entrega y gloriosos en todo; pero luego este esfuerzo épico se agota y vuelven a salir a la superficie nuestras vidas pequeñas. Pues bien, las vidas menudas de Adrián y Lucía también acabaron emergiendo y empezaron a chocar entre sí, como icebergs flotando a la deriva en un mar cada vez más helado.
—Te he estado esperando durante toda mi vida —le decía Adrián a Lucía, sin advertir que era una ofrenda breve—. Estoy seguro de que nos conocemos de otras encarnaciones, he soñado contigo desde que era pequeño.
Era un muchacho y confundía aún su deseo de amar con el amor. Era tal su ansiedad que el aire crepitaba en torno suyo. A medida que pasaban los días y que se crispaban las horas y que la relación se iba atirantando, Adrián aumentaba el ritmo de sus declaraciones amatorias:
—Te quiero, te quiero tanto, te quiero tantísimo… —gemía sobre Lucía, reluciente de sudor, extenuado.
Buscaba el Paraíso porque ignoraba que era un lugar inexistente. Buscaba la completud, pero el agujero negro de su interior se hacía cada vez más grande. Hubo gestos agrios, palabras acérrimas. Una noche, Adrián le dijo a Lucía una vez más:
—Quiero casarme contigo, quiero estar contigo para siempre.
—Recuerda que todavía estoy casada con Ramón.
—Pues entonces vivamos juntos. Somos una pareja, ¿no lo entiendes?
—¿Para qué tantas prisas? ¿No estamos bien así? Además, tú todavía tienes que vivir demasiadas cosas… —empezó a decir Lucía, como en tantas otras ocasiones.
Pero esta vez él perdió los nervios. Se puso en pie de un salto, estaban desnudos y en la cama, y la alzó en vilo cogida por los brazos. Las manos de Adrián eran dos tenazas, hierros de dolor clavados en la carne:
—¡Suéltame, me haces daño!
—¿Por qué eres así? ¿Por qué me tratas así? ¿Por qué me haces esto? ¡Me estás volviendo loco! —rugió Adrián, congestionado y ronco.
Y mientras decía esto la zarandeaba, ella como un pelele, los pies rozando apenas las baldosas, la cabeza rebotando como un badajo, así puedo morir, pensó Lucía, así puede matarme, sé que estas sacudidas a veces son fatales. Pero antes de que el abrupto pánico inicial se convirtiera en un miedo denso y sostenido, Adrián abrió las manos y la dejó caer sobre sus talones. Ahí estaba el muchacho, mirándola con cara alucinada, casi irreconocible en su expresión porque en ese instante era incapaz de reconocerse a sí mismo.
—Lo siento… Oh, Dios mío… Lo siento tanto, Lucía…
Permanecieron el uno frente al otro durante unos segundos, estupefactos y más allá de toda palabra. Luego, él extendió la mano y pasó un dedo titubeante y suave por la mejilla de ella. El dedo llegó a la comisura de la boca, merodeó por el borde rosado de los labios y al fin se introdujo de un pequeño empujón en el interior húmedo y caliente. Salió de allí ensalivado y empezó a descender cuello abajo, luego por el desfiladero de los pechos, más tarde en las estribaciones del ombligo, ese oasis en el que se detuvo unos instantes. Para acabar la expedición, ya apresurado, buscando la madriguera entre las ingles. Con ese dedo dentro, Lucía se tumbó de espaldas en la cama. Trepó sobre la mujer Adrián con la misma desesperación con que un sherpa medio congelado treparía al último risco del Everest. Todo el esplendor, las chispas de la carne de los primeros días, se habían convertido ahora en un trabajo penoso, en la angustia de no poder estar a la altura de los propios deseos. Lucía sentía al chico encima de ella, pero en realidad le notaba muy lejos, prisionero de sí mismo, luchando como un esforzado galeote por sacar adelante un orgasmo mecánico y furioso. Al final, tras llegar a la meta, se abrazó a Lucía:
—Te quiero tanto como nunca pensé que podría querer a nadie —dijo, llorando.
Y ella comprendió con toda claridad que la historia se estaba terminando.
Después de nuestra entrevista con el gran mafioso no podíamos hacer otra cosa que aguardar acontecimientos. En realidad, llevábamos toda la novela así, aguardando a que alguien nos viniera a buscar, o nos llamara, o contactara con nosotros; esto es, sumidos en una pasividad forzosa y desquiciante. Yo empezaba a tener la sensación de que mi piso era un escenario teatral en el que se representaba un vodevil, con personajes entrando y saliendo todo el tiempo y cada uno diciendo un parlamento previamente acordado. Sólo que en esta representación los malos estaban tan bien interpretados que corrías el riesgo de que te asesinaran de verdad.
—No teman: con el apoyo implícito que les ha prometido el Vendedor de Calabazas, nadie se atreverá a tocarles —dijo la juez Martina cuando le contamos nuestra entrevista.
Debía de estar en lo cierto, aunque me asqueaba tener que agradecerle algo a ese canalla de pelo embetunado. De manera que nos fuimos a casa relativamente tranquilos y nos sentamos a esperar en torno a la mesa de la cocina, mientras chupábamos naranjas y bebíamos humeantes tazones de café con leche.
A la tarde siguiente de nuestra entrevista en el Paraíso sonó el timbre de la puerta. Atisbé a través de la mirilla: alguien llenaba todo mi campo de visión con una cabellera pelirroja y ondulada.
—Creo que es el matón ese, el que nos atacó cuando vimos al chino —bisbiseé con espanto.
Nos quedamos un instante paralizados y sin saber qué hacer. Entonces escuchamos con claridad una voz angustiada que llegaba desde el otro lado de la hoja.
—¡Lucía! ¡Lucía, por favor! ¡Ayúdame!
Era Ramón. Sin duda, era Ramón. Volví a mirar por el agujero: ahora se distinguía bien la satisfecha cara del matón, y detrás de él se percibía la presencia imprecisa de otro hombre. Podía ser mi marido.
—¡Por favor, Lucía! ¡Sólo cuento contigo!
—Tengo que abrir —susurré, consternada.
Félix cabeceó su asentimiento, y Adrián, que en los últimos tiempos había desarrollado una inquina feroz contra Ramón, bufó nervioso e irritado. Descorrí los cerrojos y entreabrí la hoja, dejando la cadena de seguridad echada. Por la rendija aparecieron el Caralindo y otro tipo más joven. Ni rastro de mi marido. El pelirrojo sonrió con expresión desagradable: llevaba una pequeña grabadora entre las manos y ahora estaba rebobinando. Luego la cinta comenzó de nuevo su andadura. Volví a escuchar la voz plañidera de Ramón:
—¡Lucía! ¡Lucía, por favor! ¡Ayúdame! ¡Por favor, Lucía! ¡Sólo cuento contigo! ¡Mi situación es terrible! ¡No me dejes abandonado! ¡Por favor, acompaña a estos hombres! ¡Me han prometido que no te harán ningún daño! ¡Te traerán hasta mí y dejarán que nos veamos durante un rato! ¡Por favor, Lucía! ¡Sigo secuestrado y si no vienes no sé qué será de mí!
El tipo cortó la grabadora y acentuó un poco más su desagradable sonrisa de alimaña.
—Por favor, Lucía… —repitió, burlón. Y señaló la cadena.
Bien, esto era en realidad lo que estábamos esperando. Ya nos lo había dicho el Vendedor de Calabazas: «Dentro de poco tendrá usted noticias de primera mano», había prometido. Y este era el cumplimiento de su promesa. O eso esperaba yo.
Eso esperaba. Quité la cadena con mano temblorosa. El pelirrojo empujó la puerta con un dedo y entró pavoneándose, mientras Adrián, Félix y yo retrocedíamos hasta la sala. Cuando la Perra-Foca reconoció al Caralindo salió despavorida y se intentó esconder debajo del sofá. Sólo le cupo la cabeza bajo el mueble: el resto de su rolliza anatomía quedó fuera.
El pelirrojo empezó a dar vueltas por la sala, levantando un libro aquí, cogiendo una foto allá y pasando un dedo por encima de las estanterías, todo ello sin perder su mueca sardónica, como si estuviera revisando nuestro nivel de pulcritud doméstica. Era evidente que quería ponernos nerviosos. El otro tipo, muy joven y más parecido a los clónicos del traje gris, se había quedado junto a la puerta de la sala, las piernas abiertas, las manos entrelazadas, estólido y carnoso.
—Bien, bien, bien… —dijo al fin el Caralindo—. Parece ser que tienes algún amigo en las alturas…
Mientras hablaba no nos miraba: permanecía prendido de su propia imagen, que se reflejaba en el espejo de la pared. Se contempló de frente, se golpeó ligeramente con el dorso de los dedos la mínima papada y luego aquilató sus dos escorzos, hacia la derecha y hacia la izquierda, con gesto satisfecho. Hizo chascar sus labios de galán antiguo y sonrió de nuevo.
—Y este amigo quiere que vayas a ver a tu marido.
—¿Dónde está, cómo está? —dije.
De pronto lo encontré junto a mí. El pelirrojo había girado sobre sí mismo con increíble rapidez, había dado una zancada y estaba junto a mí. Me agarró la cara con su mano derecha. Apretó tanto mis mejillas que mi boca salió proyectada hacia delante, como el morro de un pez.
—Ya te he dicho que no debes hacer tantas preguntas. Te lo he dicho.
Adrián vino en mi ayuda, pero cuando quiso llegar junto a nosotros el matón ya me había soltado.
—Eh, tú, no la toques —dijo mi querido Adrián, en el más perfecto estilo de héroe de película, dando un empellón en el hombro de su enemigo.
Y al instante siguiente se desplomó de rodillas sobre el suelo.
Al parecer, el matón le había arreado un puñetazo en la boca del estómago, aunque yo ni siquiera llegué a advertir el movimiento. Me precipité hacia el muchacho, que intentaba coger aire con inhalaciones espasmódicas.
—¡Animal! —grité.
—Calma, nena. Calma —dijo el chulo—. Esto no es más que un transporte gratis. Vengo a llevarte conmigo y así no pagas taxi. No lo hagamos innecesariamente desagradable.
Senté al jadeante Adrián en el sofá e intenté serenarme.
—Está bien. En cuanto que se recupere, nos vamos.
—¿Que nos vamos? ¿Quiénes nos vamos, guapa? Para este viaje sólo tienes billete tú. Estos dos se quedan. Félix carraspeó.
—Eso no puede ser. Mire, señor, no vamos a dejar que vaya sola con usted.
El pelirrojo se echó a reír:
—¿Cómo dices, abuelo? ¿Que no vais a dejar que qué? —dijo con aire zumbón.
Félix se acercó hacia el tipo con paso renqueante. Se me pusieron los pelos de punta. El viejo no aguantaría un puñetazo como el de Adrián sin partirse en dos.
—Déjalo, Félix. No importa, déjalo —le dije ansiosamente. Pero Félix prosiguió impertérrito con su torpe avance de tortuga hasta pararse frente al chulo.
—Que lo dejes, viejo, ¿no lo oyes, so «chalao»? —dijo el pelirrojo, curvando los labios hacia abajo, despectivo, mientras agarraba a Félix por las solapas.
Tengo que hacer algo, pensé, tengo que intervenir. Estaban en mitad de la habitación, apenas a un par de metros de distancia de mí, Félix de espaldas y el matón de frente. Y entonces sucedió una cosa digna de verse: la cara del pelirrojo empezó a palidecer hasta ponerse de color ceniciento. Vi que soltaba el cuello de Félix con cuidado. Y después advertí que Félix le había hincado en la barriga la punta de su pistolón.
—Bien. Date la vuelta —dijo Félix.
—Cuidado, abuelo, que esas cosas las carga el demonio…
—¡Date la vuelta!
—Ya voy, ya voy.
El jovenzuelo que aguardaba junto a la puerta había dado dos pasos hacia nosotros, pero la pistola de Félix, hábilmente dirigida a uno y otro matón de modo alternativo, había detenido su avance en seco. Algo había en el gesto y los movimientos de mi vecino, algo en su calma y en la naturalidad con que manejaba el arma, que le hacía parecer lo suficientemente peligroso como para obedecerle. El pelirrojo se giró y quedó de espaldas. Entonces Félix le agarró la chaqueta por el cuello, a la altura de la nuca, y dio un tirón seco hacia abajo. La chaqueta se volvió del revés y se deslizó por la espalda hasta apelotonarse a medio camino, trabándole los brazos al mafioso. Desde atrás, y con hábiles dedos, Félix sacó el arma del pelirrojo de la sobaquera, que había quedado al descubierto.
—Y ahora túmbate en el suelo con las piernas abiertas.
—Tranquilo, abuelito…
—Túmbate o disparo.
El pelirrojo se dejó caer patosamente sobre la moqueta, golpeándose la barbilla al no poder usar las manos. Adrián se levantó del sofá aún encorvado sobre sí mismo:
—¡Hay que desarmar al otro! —dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
—¡Quieto, no te acerques a él! —le paró Félix—. Tú, quítate la chaqueta.
El gorila joven miró dubitativo a Félix.
—¡Hazle caso, imbécil! —gimió el Caralindo desde el suelo—. ¿Quieres que nos mate?
Félix le atizó un puntapié al pelirrojo en un costado. El tipo soltó un grito.
—Conque quieres que nos mate, ¿eh? —gruñó el viejo.
—¡Yo no he dicho eso!
—¿Cómo que no? ¡Te he oído! «Quiero que les mates», le has dicho a este joven.
—¡No, no! «¿Quieres que nos mate?», eso es lo que he dicho, ¡eso es lo que he dicho! «¿Quieres que nos mate?». Félix se rascó la cabeza con la mano no armada:
—Vaya. Pues se ve que he oído mal. Siento lo de la patada. Es que estoy un poco sordo. A ver, ¿cómo llevamos lo de la chaqueta?
El jovenzuelo ya se la había quitado y la había arrojado a sus pies. También llevaba sobaquera.
—Agarra la pistola con dos dedos, muy despacio, y tírala sobre el sofá.
El chico lo hizo.
—Ahora ven aquí, coge esa lámpara y ata los pies y las manos de este mierda con el cable.
Félix se refería a una pequeña lámpara de madera cuya pantalla imitaba la piel de un leopardo, una fruslería posmoderna que estaba encima de la mesa rinconera y que tenía un cable larguísimo. El gorila jovencito la cogió y ató al pelirrojo con esmero.
—Ayúdale a levantarse.
Ahora el matón no parecía gran cosa, atados los pies, las manos a la espalda, con la chaqueta hecha un burruño entre los codos y una lamparita de piel de leopardo sintética colgando de sus muñecas. A instancias de Félix y de su pistola, el pelirrojo fue dando saltitos, ayudado por el joven, hasta el gran armario empotrado del pasillo, en donde fue metido y encerrado con dos vueltas de llave.
—¡Estás chalado, viejo, te vas a enterar, te vas a acordar de mí! —amenazó a gritos desde el otro lado de la puerta, recuperando algo de su chulería al comprobar que no iban a cargárselo.
Félix se volvió serenamente hacia el otro pistolero.
—Y ahora tú nos vas a llevar a donde nos ibas a llevar antes. Pero a todos. ¿De acuerdo? Con tranquilidad. No queremos líos.
El chico se encogió de hombros.
—Por mí…
El viaje en coche nos tomó cierto tiempo. Salimos de Madrid por la autopista de La Coruña. Conducía el jovenzuelo y a su lado iba Adrián. Detrás, Félix y yo. Al principio, Félix llevaba la pistola pegada a la nuca del gorila, pero al cabo de algunos kilómetros el chico protestó educadamente:
—Mire usted que por aquí hay bastantes baches y lo mismo nos sucede una desgracia.
Félix consideró que era una observación prudente y retiró el arma. Esas fueron, por otra parte, las únicas palabras que pronunció el muchacho durante todo el trayecto: conducía tan calmoso, ausente y aburrido como un chófer profesional que cubre una ruta turística archisabida. Al fin llegamos a nuestro destino, una granja de perros en las proximidades de Valdemorillo que, según los carteles, estaba especializada en la cría de dóberman. El tipo paró el coche y Félix le palmeó apreciativamente las pesadas espaldas:
—Lo estás haciendo muy bien, chico. A ver si sigues así de tranquilito.
—No me toque las narices, abuelo —contestó el muchacho en un tono juicioso, casi amable, como si fuera verdaderamente nieto de Félix.
Y, saliendo del automóvil, se alejó a grandes zancadas. Nosotros nos apresuramos a seguirle.
La granja era una horrible construcción de hormigón y ladrillo amarillo que imitaba la forma de un castillo. Estaba medio oculta entre pinos y rodeada por una amplia extensión de terreno vallado. Nosotros habíamos aparcado en una especie de patio enlosetado que había delante del edificio. No se veía a nadie, salvo a los perros, que, metidos en grandes perreras de tela metálica, estaban organizando un escándalo formidable. Debía de haber por lo menos una docena de animales.
El muchacho se dirigió en derechura hacia una de las jaulas, la más grande, que estaba adosada a la pared lateral de la casa. Dentro, tres robustos dóberman se desgañitaban de ansias mordedoras. El chico sacó un pequeño silbato de una cadena que llevaba en el cuello y sopló dos veces. Al oír los pitidos, los tres perros se serenaron inmediatamente. Metieron el rabo entre las piernas y se dirigieron al extremo más lejano de la jaula, en donde se sentaron muy modosos. El gorila abrió la perrera.
—Adelante.
—¿De verdad? —dijo Adrián, mirando de reojo a los tres bichos.
—Son unos corderitos. A la de la derecha la he amamantado yo con biberón.
Entramos en la jaula en fila india y nos dirigimos hacia la pared del fondo. Allí el tipo manipuló unos ladrillos y al instante se abrió una puerta simulada. Dentro había una segunda puerta con picaporte, y más allá una habitación de dimensiones regulares con el suelo de madera, sillas, una mesa y otras tres puertas cerradas. Sentados a la mesa y jugando a las cartas había tres matones de mediana edad y fatal catadura. Estaban en mangas de camisa y llevaban las pistolas en las sobaqueras. No tenían ningún aspecto de terroristas de extrema izquierda: más bien parecían figurantes de una película de gángsters. El más mayor se levantó al vernos. Era calvo y tenía los dientes podridos y amarillos.
—¿Este es el paquete? —preguntó, señalándonos con la barbilla.
—A ver —dijo el chico—. No van a ser turistas japoneses. El tipo no contestó. Me apuntó con un dedo rematado por una uña sucísima.
—Sólo pasa ella a ver al marido. Los otros se pueden quedar aquí esperando.
Me apresuré a hablar antes de que Félix organizara una balacera.
—Está bien. ¡Está bien! Aguardadme aquí.
El hombre de los dientes pochos echó a andar hacia una de las puertas, la única que tenía cerradura. Sacó una llave del bolsillo para abrirla, y luego se hizo a un lado y me dejó pasar. Oí cómo volvía a echar el cerrojo a mis espaldas.
—Lucía…
Ramón parecía más delgado y tenía el pelo alborotado. Vestía un pijama barato y calzaba pantuflas. Se encontraba de pie en mitad de la habitación, tembloroso y pálido. Pobre Ramón. Corrí hacia él y nos abrazamos. Mi marido gimoteó un poco sobre mi oreja.
—Gracias por venir. Gracias por venir.
—¿Qué tal estás?
—Bien. Mal. No, estoy bien. No te preocupes.
Nos sentamos sobre la cama, porque había una cama, y le cogí las manos. La izquierda mostraba la clamorosa ausencia del meñique. El muñón había cicatrizado bien, pero aún se veía tierno y sonrosado. Acaricié los cuatro dedos supervivientes de esa mano y me aguanté las ganas de llorar.
—Ay, Ramón, Ramón… ¿pero en qué líos te has metido?
—Te lo puedo explicar todo. Todo. Me chantajearon. Tuve que hacerlo. Me amenazaron con matarme, con hacerte daño. Tuve que hacerlo.
Le miré con incredulidad: pero parecía tan sincero. Tal vez la juez estuviera equivocada con respecto a Ramón. A fin de cuentas, había dicho que todavía quedaban muchos puntos oscuros en la historia. Miré a mi alrededor: estábamos en una habitación pequeña y sin ventanas pero confortable, con un sofá de orejas, una estantería con libros y un televisor.
—Pero si ya hemos pagado, ¿por qué no te sueltan?
—Porque les conozco, porque les he visto. O porque querían utilizarme de rehén, no lo sé. Pero ayer me dijeron que me pondrían en libertad. Al parecer, hay gente importante que quiere que esto acabe.
Pobre Ramón. Estaba sentado en el borde de la cama, con las rodillas muy juntas, embutido en su rústico pijama. Parecía un niño con miedo a la oscuridad. Su cara tan conocida, sus arrugas, la pequeña marca en zigzag de la barbilla de cuando aquel gato le arañó tantos años atrás. En aquella ocasión yo le curé con agua oxigenada mientras él daba respingos y chillaba.
—Ay, Ramón, Ramón.
No sé cómo pasó. Supongo que fueron los nervios, la emoción del encuentro después de tantos meses o la conmoción de verle ahí encerrado, en manos de esos matones abominables. El caso es que yo le abracé, y entonces él me abrazó, y yo le besé en la mejilla, y él me besó en los labios, y caímos de espaldas sobre la cama, y los pijamas baratos son increíblemente fáciles de entreabrir. Yo intenté resistirme, abrumada por lo inadecuado de la situación: los secuestradores podían entrar en cualquier momento y sorprendernos. Pero eso mismo hizo que sintiera una excitación indescriptible, que Ramón me atrajera mucho más de lo que jamás me había atraído. Ni siquiera llegamos a desvestirnos: fue el polvo más rápido de mi vida. Fue algo loco, abisal, un fogonazo; nos separamos al instante, sin aliento, retocándonos las ropas, turulatos.
—¿Y cuándo… cuándo han dicho que te van a soltar? —pregunté, aún medio ahogada pero simulando serenidad y cordura, mientras buscaba por debajo de la cama uno de mis zapatos.
—Enseguida, pero he tenido que prometerles algo —contestó Ramón.
—¿Qué?
Su tono de voz no me gustaba nada.
—Para que me suelten, he tenido que prometer que me iría lejos. A Brasil o a Centroamérica o a la isla Mauricio o algún sitio así.
—¿Cómo?
—Sí, ¡tengo que desaparecer durante un par de años! Para que no me interrogue la policía, ¿entiendes?
—No. No entiendo. Es todo muy raro.
—Pues está muy claro. Yo me voy y tú te quedas tranquila. En cuanto pueda, te telefoneo y te digo dónde estoy. Y tú vienes a verme o incluso a vivir conmigo, si quieres. O un tiempo vives conmigo y otro tiempo en Madrid. Durante un par de años. Hasta que los de Orgullo Obrero se olviden de mí.
—Ramón, no entiendo nada. Todo esto que me dices me parece absurdo. ¿Qué me estás ocultando?
—¿Yo? Yo no te oculto nada. Te lo juro, cariño, te lo juro. ¿Acaso te he mentido alguna vez? —dijo Ramón con persuasiva vehemencia. Y luego se quedó atónito contemplando algo por encima de mi hombro, con la mirada vidriosa y la boca abierta.
Me volví siguiendo la línea de sus ojos: en el quicio de la puerta había aparecido el inspector García. Porque era García, desde luego, aunque se le veía distinto: llevaba unos pantalones beige de tergal muy apretados en el culo y una cazadora de cuero negro estrecha y muy macarra. Además estaba peinado de otro modo, y, lo que era más extraordinario, sonreía. Del bolsillo del pantalón colgaba un llavero con la bandera de España. Antes parecía un policía gris y funcionario, una rata de archivo, y ahora parecía un policía chulo y canallita, de los que le rompen la boca a los detenidos.
—Para el carro, tarugo. Deja de soltarte el rollo y cuéntale la verdad a la señora.
Ramón se puso verde:
—Pe… pero ¿qué dice? —balbució.
—Que te relajes, tío. Estamos perdidos. La puta de la jueza lo sabe todo. Y los cabrones de arriba nos han vendido, de manera que se acabó lo que se daba. Los judiciales están a punto de echarnos el guante y este primo se esfuma. Tú puedes hacer lo que te salga de la punta del nabo. Pero cuéntale, cuéntale a tu chica de qué va la historia, a ver si enchironamos a un par de capullos antes de irnos.
—Pero usted… —dije, asombrada—. Pero usted no parece usted. Ni viste como vestía ni habla como hablaba…
—Natural —dijo García con una sonrisa orgullosa y ufana—. ¿Daba el pego, eh? Pues era una actuación, así de simple. O sea, yo estaba haciendo como que hacía, ¿sabes cómo te digo? Pensé que con ese aspecto parecería menos sospechoso, ¿sabes cómo te digo? También sé imitar a Colombo. Se me da de perlas actuar. He hecho montones de servicios de emboscado. Que si hoy soy un yonqui, que si mañana un cura. En el Cuerpo me llaman el Marlon, por lo del Marlon Brando. ¿Y todo ese derroche de arte para qué, me quieres decir? Pues para que ahora nos vendan unos cabrones.
Me volví hacia mi marido:
—¿Qué está sucediendo? Ramón se puso rojo:
—Te lo puedo explicar, te lo puedo explicar, verás…
—¡No quiero que me lo expliques! Ya veo cómo son tus malditas explicaciones. Quiero que me lo cuentes desde el principio hasta el final. Todo. Y sin adjetivos. ¿Has oído? La verdad descarnada.
—Te lo voy a contar yo, guapa. Te lo voy a contar yo. Tu marido lleva sacándose un estupendo sobresueldo desde hace la intemerata de años. O sea, sisaba en el ministerio y firmaba inspecciones falsas y esas cosas. Pero no es que robara. No, señor. Porque sus jefes estaban en el ajo. Todo el mundo está en el ajo. Ministros, militares, abogados gordos. Y banqueros más gordos todavía. Pero los que vamos a ir de paganos vamos a ser el melón de tu marido y yo, hay que fastidiarse.
García se calló durante unos instantes, sumido en un nuevo arrebato de autocompasión.
—Entonces lo que decía la juez Martina era verdad… —murmuré.
—¿Qué decía esa zorra? —preguntó García.
—Ahórrese las zafiedades, si no le importa.
—Vamos, tía, no te pongas finolis que no tenemos tiempo. ¿Qué decía?
—Que Ramón formaba parte de una trama de corrupción que incluía a varios ministros. Y que usted estaba metido en el asunto.
—Pues sí. Tal cual. Es lista la zorrita.
—Lucía, déjame explicártelo —intervino Ramón, que había permanecido callado y retorciéndose las manos durante nuestro diálogo.
Lo miré indignada.
—No quiero más mentiras.
—No, no. Esta vez sí que te estoy diciendo la verdad. Mira, yo nunca… Yo no… He pensado mucho en todo esto, sobre todo aquí encerrado durante los últimos meses, y me he dado cuenta de que yo nunca hubiera hecho nada malo por mí mismo. Soy demasiado… Demasiado cobarde, creo. Y quiero creer que también soy demasiado honrado para eso. O sea, lo era. Bueno, por lo menos un poco honrado sí que fui.
—Me vas a hacer llorar, pichón —se burló García.
—Yo creo que en el mundo hay un puñado de gente sin escrúpulos —prosiguió Ramón sin hacerle caso—. No son muchos, pero son tipos verdaderamente impresentables. Personas sin principios y que abusan de su poder y todo eso…
—Pero qué pajarracos tan malos hay por el mundo… —rebuznó García con una risotada.
—Y luego hay otro puñado de gente decente. Pero decente de verdad, ese tipo de personas que son fuertes y generosas y llenas de seguridad moral y que jamás harán nada malo aun en la peor de las circunstancias. Pero tampoco son muchos los tipos decentes.
—A Dios gracias —apuntó el inspector.
—Y yo creo que en medio de estos dos extremos se extiende una masa amorfa de individuos, la enorme mayoría, personas bien intencionadas y agradables, pero débiles, o cobardes, o demasiado ambiciosas, o inseguras, o quizá estúpidas… Esta enorme masa se portará de maravilla durante toda su vida si no es tentada a portarse mal. Pero en épocas de desmoralización o de infamia o de corrupción caerán en el delito o por lo menos lo permitirán y se harán cómplices. Acuérdate del III Reich: todos los alemanes sabían lo de los campos de exterminio y prefirieron ignorarlo.
La exposición de mi marido me recordó de un modo angustioso al Ramón de antaño. Al Ramón izquierdista y progre, que se enorgullecía de haber pertenecido a una célula marxista radical durante los años universitarios y de haber corrido delante de los grises soltando un reguero de octavillas.
—Hay que ver cuánta palabrería histórica para contar que uno ha metido la mano… —bufó García.
—Yo soy de esos, Lucía. Un débil y un mediocre. Verás, uno no se corrompe de la noche a la mañana. No es que uno llegue a los cuarenta años virgen de componendas y de repente entre en tu despacho un tipo con una maleta de cocodrilo cargada de billetes y te diga: «Te voy a pagar 200 kilos si mañana tiras por las escaleras a tu abuela».
—¡Joder! Vaya un ejemplo más imbécil —dijo el inspector.
—No sucede así, no sucede así. Al contrario, las tentaciones son pequeñas, múltiples, graduales. Vivir es ser tentado, sabes. Todos los días de tu vida tienes que tomar decisiones que poseen cierto fondo moral. Y uno decide. Vas dando pasitos. Para adelante, para arriba o para abajo. Y cada pasito te conduce al siguiente. Por ejemplo, empiezas aceptando un pequeño sobre mensual para redondear tu sueldo. Puede ser una cantidad modesta, cincuenta o cien mil pesetas como mucho, y es un dinero que aparece en los presupuestos disfrazado como una compra de material de oficina, por ejemplo. Sí, claro, es una irregularidad, pero, en fin, ya se sabe cómo es la Administración, hay que hacer estas trampas porque si no la burocracia impediría que te aumentaran el sueldo. Y tú crees merecer esas cincuenta mil pesetas de más, eso desde luego. Las mereces, te dice tu jefe, que es quien te las paga y se paga de paso el triple a sí mismo. Y además, ¡es tan poca cantidad! Y todo el mundo recibe el mismo sobre, no vas a ser tú el único idiota que se queda sin ello.
—Muy bien contado, sí señor —aplaudió el policía.
—Empiezas así, con una tontería, y después vas necesitando más dinero y eres cada vez más ancho en tus criterios. Entonces te piden pequeños favores a cambio de ese sobresueldo, y tú vas aceptando; y así pasan los años, y tú has seguido diciendo que sí a todo; y al final te descubres encerrado en una habitación como esta, explicándole a tu mujer que eres un cerdo.
Casi me había conmovido. Casi le había perdonado. Pero entonces recordé lo que me había hecho. El miedo, la angustia y sobre todo el engaño, ese engaño insoportable, inadmisible. ¡Pero si había vuelto a mentirme unos minutos antes!
—Sí, explicándome que eres un cerdo, pero con doscientos millones en el bolsillo.
Por los labios de Ramón bailoteó una mueca vagamente parecida a una sonrisa. Al final se contuvo con esfuerzo y suspiró:
—Sí. Eso es verdad.
—Y me parece que no estarías dispuesto a echarte para atrás por mucho que dramatices las cosas ahora. O sea, creo que prefieres tener doscientos millones y ser corrupto a ser inocente y no tenerlos.
Volvió a suspirar:
—Pues a lo mejor tienes razón. ¿Qué quieres que le haga, Lucía? Las cosas son así. Lo siento.
—¿Y Orgullo Obrero?
—No existe. Cuando supimos que empezaba a haber filtraciones nos inventamos esa organización fantasma y escribimos las cartas haciéndolas pasar por más antiguas. Unos meses antes ya se había utilizado un truco parecido con un tío de Valencia, y funcionó. El plan consistía en parar las investigaciones en el primer nivel, es decir, en el nuestro. Que la juez creyera que el dinero había ido a parar a un grupo político y dejara de rastrear la huella de las cuentas bancarias.
—Pero ¿por qué no te llevaste tú mismo los doscientos millones? ¿Para qué todo ese lío de la caja de seguridad?
—Así la historia parecía más creíble —dijo García—. Se me ocurrió a mí. Una idea estupenda, ¿no?
—¿Y el intento de atraco?
—También fue cosa mía —se pavoneó el inspector—. Para quitarnos de problemas. Porque lo de entregar el dinero de un rescate siempre es complicado y te pueden echar el guante. Además, así quedaba más natural que luego tu marido no apareciera. O sea, si no había dinero para pagar el rescate, entonces los cabrones de los terroristas se podrían haber cargado al rehén, ¿no?
—Y yo mientras tanto desesperada… Pero qué miserables… —me indigné.
—C’est la vie, que dicen los gabachos —chuleó García—. Así son las cosas, nena. También a este le tuvimos que cortar el dedo, y eso que no quería. Pero se tuvo que joder.
—¿Y para qué ha servido, eh? —le contestó Ramón con rabia—. ¿Para qué ha servido? Si ahora se ha descubierto todo el pastel, ¿para qué sirvió que me cortaras el dedo, pedazo de animal?
—Pero qué dices, tío, si fue un toque maestro. Y no te quejes, que bien que te han pagado ese dedito.
—¿Cómo que te han pagado?: —me extrañé.
—Sí, bueno… —Ramón se ruborizó—. Es que… No ha sido por el dedo, o sea, no por el dedo sólo, sino por quitarme de en medio. Por dejarme quemar, para que los de arriba se salvaran. A cambio de eso me dieron otros… Ejem… Otros doscientos millones. Por eso me reía antes cuando… Me sonreía cuando… Cuando tú dijiste lo del dinero que…
No pudo seguir hablando porque rompió en irrefrenables carcajadas, con acompañamiento de fuertes palmadas sobre el muslo y espasmódicas sacudidas de diafragma. Me lo quedé mirando estupefacta.
—Perdón… Ji, ji, ji… Ay, perdón… —dijo al fin, secándose las lágrimas e intentando contenerse con aire contrito—. Son los nervios.
Bien, ya no teníamos nada más de qué hablar. Habíamos vivido diez años juntos y yo conocía de él cosas tan íntimas como el olor de su cuerpo tras una noche de sudor y de fiebre, pero no teníamos absolutamente nada que decirnos. Hasta ahora, Ramón había sido una parte mía, pero hoy era ya una parte muerta. Como el recorte de una uña. Tejido orgánico de desecho. Me di cuenta de que todo había terminado; y ni siquiera sentía el deseo de reprocharle o de pedirle cuentas. Sólo quería marcharme de allí; y olvidarme de él, y no volver a verle. Esto último parecía fácil, puesto que Ramón y sus compinches iban a huir con destino desconocido en las horas siguientes.
—Me voy —exclamé, abalanzándome hacia la salida con una súbita sensación de asfixia.
—Pero Lucía… —dijo Ramón con voz pedigüeña.
—Ni una palabra más. No digas ni una palabra más. No quiero volver a verte. Desaparece.
García metió entre mis manos un sobre grande cerrado con cinta adhesiva:
—Toma, cielito. Un regalo para ti. Son un montón de documentos la mar de interesantes. Enséñaselos a la jueza: si esa zorra es tan lista como parece, seguro que con esto podrá enchironar a más de uno. Digamos que son las instrucciones para cazar capullos.
Di un empujón a García, abrí la puerta y abandoné el cuarto de una zancada. Al otro lado me estaban esperando Félix y Adrián, tan inquietos como dos leopardos en una jaula. Les miré, aferrada aún al sobre color pardo y casi asfixiada de congoja. La piel de Ramón. Su carne de hombre mayor, músculos macerados por toda la vida ya vivida. Me había emocionado esa piel tan hecha por el tiempo, la especial blandura con la que cedía bajo mis dedos. Me había conmovido hacer el amor con Ramón, y no sólo porque fuera él, sino porque era un hombre maduro. Venía desde lejos, como yo misma. Y estaba medio deshecho, como yo. Frente a mí, Félix y Adrián me seguían contemplando con expectación. Tragué con esfuerzo un nudo de lágrimas:
—Se acabó —dije.
Y me sentí aliviada y un poco muerta.
* * *
He mentido. Llevo escritas cientos de páginas para este libro y he mentido en ellas casi tantas veces como en mi propia vida. He mentido, por ejemplo, respecto a mi situación profesional. Al principio he dicho que era capaz de vivir de mis textos, y esto ya hace mucho que dejó de ser verdad. Los cuentos de la Gallina Belinda han ido experimentando un firme y sosegado decaimiento en sus ventas al público durante la última década, y al final llegaron a ser tan invisibles como los textos del Boletín Oficial del Estado. Fracasar en algo que de por sí te parece un fracaso es rizar el rizo de la derrota: yo me dedicaba a algo que me parecía una porquería y encima lo hacía mal.
El languidecimiento de mi estrella como escritora infantil me fue comiendo la moral; en vez de buscar otros medios de ganarme el sustento, había ido apoyándome más y más en el sueldo de Ramón. Con el tiempo me convertí en una mantenida: yo, que siempre había abominado de la esposa pasiva tradicional. La situación contribuyó a distanciarnos y acabó con las pocas briznas de orgullo que me quedaban; llegó un momento en que no tenía confianza en mí misma ni para ir a hablar con el cajero de mi banco. Hasta que al fin un día sucedió lo que tanto había temido. ¿Recuerdas que he dicho que fui a pedirle un adelanto a mi editor? Pues bien, su respuesta no fue como antes la he descrito. Al contrario: cuando le pedí dinero, Emilio tosió, se sofocó y encendió un cigarrillo. Lo cual me pareció una señal de muy mal agüero, porque ya tenía otro cigarrillo humeando delante de sí en el cenicero.
—Lo… Lo siento mucho, Lucía, pero no va a poder ser.
—¿No puedes adelantarme el próximo libro? ¿Estás mal de liquidez? —intenté ayudarle y ayudarme.
—No, no es exactamente eso, es… No puedo darte un adelanto, Lucía, porque los resultados económicos de tus últimos trabajos han sido muy… Desesperanzadores, digamos. Quiero decir que todavía no hemos recuperado el dinero que te dimos en los últimos cinco libros, y ya es imposible que lo recuperemos, porque los ejemplares sobrantes van a ser guillotinados.
—¿Pero por qué? ¿No es una tontería destruir unos libros tan bonitos? Aguantad un poco, estoy segura de que terminarán marchando bien, ha sido cosa de la crisis económica…
—No te engañes, Lucía. La Gallinita Belinda no interesa. A lo mejor es estupenda, no lo niego, pero a los niños no les interesa. Y vamos a guillotinar los ejemplares que nos quedan porque no hay manera de venderlos y el almacenaje nos sale muy caro. Lucía, no sabes cuánto siento todo esto y cómo me cuesta tener que decirte lo que te digo. Pero se acabó la Gallinita Belinda. No te puedo dar un adelanto porque ya no habrá más adelantos. No vamos a sacar más libros tuyos.
Sentí que me caía en un pozo, que me volvía pequeña y deleznable, Alicia en el País de las Ignominias.
—Pero puedo cambiar de personaje, puedo inventarme al Oso Primoroso o a Paquita la Hormiguita, yo qué sé, Emilio, no me hagas esto, por favor.
—Lo siento, Lucía. Ya sabes que yo no soy el único socio en esta empresa. Por el momento hemos decidido no seguir publicando tus obras. Pero no es el fin del mundo, mujer. Inténtalo con otra editorial.
No me atreví a intentarlo, por supuesto: tenía el orgullo tan despellejado que era incapaz de aguantar otra negativa. Qué extraña cosa es el orgullo herido: es como un animal que brama dentro de tu pecho. Y es ese chillido de bestia agonizante lo que te vuelve loco, lo que te hace mentir para olvidarlo. Para poder soportar lo insoportable.
Ánimo, Lucía: un pequeño esfuerzo más, cuéntalo todo. No podrás terminar este libro si no dices todo lo que tienes que decir. Sobre Ramón, por ejemplo. Porque también he dado una imagen falsa de Ramón. Mi relación con él no tiene nada que ver con lo que aquí he dejado intuir. He dicho que era un ser tedioso y abrumadoramente gris, y tú te preguntarás: «Entonces, si era tan aburrido, ¿por qué se fue a vivir con él?». Te lo voy a contestar: porque le amaba.
Al principio, cuando nos conocimos, sentí por Ramón la habitual pasión loca acompañada de los correspondientes desenfrenos: palpitaciones, estrangulamientos del estómago, sudores de agonía, éxtasis seráficos al escuchar su voz al otro lado del teléfono, al oler su piel o morder sus labios. Y luego todo eso se pasó. Murió, como mueren siempre las pasiones. Se apagó dentro de la rutina y del desdén.
Soy yo la culpable, lo sé bien. Fue a mí a quien se le derrumbaron la ilusión y el deseo. Siempre me sucede lo mismo: es una catástrofe repetitiva e inexorable. Al cabo de un par de años o algo así envío a mi pareja al espacio exterior, o tal vez sea yo la que se marche mentalmente a la Luna. A partir de entonces el embeleso se deshace y El Hombre se transmuta en un hombre cualquiera con el que de repente me descubro durmiendo. Es una decepción ese descubrimiento.
Los humanos casi siempre terminamos nuestras pasiones así, con un proceso de demolición interior, pero el hecho de que se trate de la insensatez más común del planeta no aminora en lo más mínimo mi sensación de responsabilidad y de fracaso. Porque además, y aunque parezca mentira, hay algunas personas que se salvan de este sino fatídico. Conozco a una mujer que lleva casada catorce años con un arquitecto con el que ha tenido un bonito muestrario de cinco hijos: niños, niñas, rubios, morenos, un surtido completo. Pues bien, esta señora y este señor se siguen deseando el uno al otro con tórrida fiereza, y a veces echan de su casa abrupta y casi groseramente a las visitas para poder así desnudarse a bocados y ensartarse como adolescentes en el sofá. Se trata del único caso de este tipo del que tengo constancia: es una rareza extraordinaria, una suerte tremenda, como si les hubiera tocado la Bono Loto. Pero, aunque escasos, este tipo de afortunados especímenes existen: y eso le amarga a uno la existencia. Imagínate que hubiera una persona en el mundo, aunque no fuera más que una, que estuviera libre de la muerte. Eso, la excepción, haría que el morir fuera una atrocidad aún mayor de lo que ya es. Pues bien, con el amor y el deseo sucede algo semejante: porque algo muere dentro de ti cuando se te acaba la ilusión, cuando ya no encuentras la voluntad necesaria para seguir queriendo a la misma persona. Otros lo consiguen, te dices, torturada, mientras te abres de piernas y encapotas el ceño. Otros lo consiguen y yo no; y lloras con discreción lágrimas secas por el fin de todo lo que tuviste.
Cuando conocí a Ramón, ese deterioro del amor me había sucedido ya demasiadas veces. Pensé que él, tan tranquilo y de tan buen talante, un hombre con el que no discutí ni una sola vez y al que jamás escuché una palabra airada, sería el punto final de mi peregrinaje, y que apoyada en su serenidad construiría una pareja estable. Pero a los pocos años su serenidad me parecía pachorra, y había llegado al convencimiento de que, si no discutía nunca, era porque todo le importaba un comino. A los pocos años, Ramón se había convertido para mí en un ser débil, desvitalizado e insufrible. ¿Adónde se había ido la belleza del mundo? Toda esa abundancia en la que había vivido, el ubérrimo paraíso de la pasión, ¿dónde se había metido? Prefiero que me traicionen y que me abandonen, prefiero perder al amado mientras dura el paroxismo del amor, y arrancarme de congoja los cabellos en noches de insomnio y de relámpagos, a sentir otra vez cómo se van apagando dentro de mí las estrellas del cielo, cómo el desamor lo agosta todo como una plaga bíblica, cómo esa vida antaño tan jugosa se reseca como un fruto podrido y al final sólo queda en tu garganta el regusto polvoriento de la pena.
Porque la pena siempre sabe a polvo, aunque a mí en una ocasión me supo a sangre. Fue hace tres años, cuando me estrellé contra la trasera de un camión. Había niebla, el asfalto estaba resbaladizo, era de noche, yo me encontraba muy cansada, iba demasiado deprisa, di la vuelta a una curva y ahí estaba el camión casi parado. Esto no es más que la fría enumeración de la catástrofe. He pensado en todo ello muchas veces, intentando alterar en mi imaginación alguno de los elementos coincidentes. ¿Qué hubiera sucedido si no hubiera habido niebla? ¿Y si yo no hubiese estado tan fatigada y tan deseosa de llegar a mi casa? ¿O si el firme de la carretera hubiera sido firme, como su nombre exige, y no una pista fatal de patinaje? Todos los hierros del mundo se metieron en mi boca. Todos menos uno, que me agujereó el vientre. Yo estaba embarazada de seis meses. Era una niña. Las piernas, la cabeza, las manos de deditos enroscados. La había visto en la pantalla de la ecografía, mi niña en blanco y negro, totalmente formada, un brumoso prodigio de mi carne. La maté en aquel choque; y perdí el útero, de paso. Esto último apenas si importó: de todas formas ya había sido una embarazada bastante mayor. Una primípara añosa, como dicen los médicos con su jerga insultante. Me había llevado todo ese tiempo llegar a decidirme, vencer esa voz interior que me aconsejaba que no tuviera hijos, el imperativo de supervivencia que mi madre me susurró al oído. Y ahora estoy vacía. Así lo dicen las mujeres que han sido sometidas a la misma operación que yo: Me han vaciado. Como si todo lo que son fuera ese útero. Los romanos no le otorgaban ningún lugar social a la mujer sin hijos. Y eso está enterrado en nuestra memoria. Los pueblos que llamamos primitivos no conciben a la mujer estéril: es una aberración casi asocial. Y eso está enterrado en nuestra memoria. ¡Pero si incluso los fabricantes de productos eróticos acaban de sacar una muñeca hinchable con un barrigón de embarazada por encima de su vagina practicable!
Sujetaron con alambres mi mandíbula y zurcieron con esmero las piltrafas de encía, pero a la niña no pudieron salvarla. Soy una mujer que no sabe lo que es parir, y hay quien dice que eso es como ser un ciervo y no saber correr. Naturalmente, yo estaba anestesiada cuando me operaron para arrancar de dentro de mí a la niña muerta, de manera que no guardo memoria de ese trance. Pero cada vez que me quito la dentadura falsa y veo el vacío negro y sonrosado de la parte de arriba de mi boca, recuerdo el momento en que los hierros se hincaron en mi cara; y el dolor, y la expulsión de sangre, de fragmentos óseos, de trozos de carne. Sangre, carne y huesos acompañados de dolor, como al dar a luz. Pero rotos y revueltos, como la pantomima atroz de un parto siniestro. Mi boca es el sepulcro de mi hija.
Todo esto que ahora estoy contando es algo de lo que nunca hablé. Se puede mentir por omisión, y eso he hecho yo en este caso. Por ejemplo, nunca le dije a Adrián lo de mi embarazo. Claro que las mentiras caen sobre las mentiras, como las gotas de la lluvia caen sobre las gotas previas. Porque mi relación con Adrián tampoco fue como aquí la he explicado. Esto es, todo lo que he dicho es cierto, o de algún modo cierto, o al menos cierto en parte. Pero habría que añadir muchas cosas más. Cosas insuperables, definitivas, que alteran el balance de lo narrado.
Procedíamos de galaxias distintas, como dos cometas que se cruzan efímeramente en el espacio. Él venía de la niñez y no había tenido nunca una pareja estable; quería vivirme hasta agotarme, que montáramos una casa juntos, que soñáramos un futuro, que nos llenáramos de compromisos de eternidad hasta las orejas. Yo provenía de la fatigosa travesía de la edad madura y sabía que la eternidad siempre se acaba, y cuanto más eterna, más temprano. Así es que le escatimé, le negué, le aparté de mí. Cuanto más me exigía él, más me asfixiaba yo; y cuanto más le cicateaba yo, más ansiosamente quería él atraparme. Ahora bien, si él se retiraba, yo avanzaba, y entonces le perseguía y le exigía: porque el amor es un juego perverso de vasos comunicantes.
Adrián empezó a tener celos, a mostrarse alternativamente violento o sentimental. Enloquecimos los dos, si entendemos por locura el total descontrol de tus acciones, la turbulencia de tus emociones, la incomprensión de tus propias palabras, el descubrirte de pie cuando creías estar sentada, o viceversa. Llorábamos mucho, a veces el uno contra el otro, en ocasiones juntos; acabamos haciéndonos daño mutuamente, aunque creo que ninguno de los dos deseó herir. Convertimos nuestra vida en un melodrama, y en medio de ese tango sacamos a pasear nuestros fantasmas. Él era para mí un espejismo de juventud vicaria, un simulacro de todas mis vidas no vividas, de los hijos que no tuve, las cosas que no hice y los años que desperdicié; y tal vez yo fuera para él la última crisis de la adolescencia, una recreación algo morbosa del amor absoluto y lacerante hacia la madre. Pero yo no era su madre, y ni siquiera puedo ser una madre. No soy más que una hija cuarentona y talluda, una hija a medio deshacer en el camino de la vida. Aquí estoy, inventando verdades y recordando mentiras para no disolverme en la nada absoluta.
Somos sólo palabras, palabras que retumban en el éter —dijo Félix—. Palabras musitadas, gritadas, escupidas, palabras repetidas millones de veces o palabras apenas formuladas por bocas titubeantes. Yo no creo en el Más Allá, pero creo en las palabras. Todas las palabras que las personas hemos dicho desde el principio de los tiempos se han quedado dando vueltas por ahí, suspendidas en el magma del Universo. Esa es la eternidad: un estruendo inaudible de palabras. Y a lo mejor los sueños también son sólo eso: a lo mejor son las palabras de los muertos, que se nos meten en la cabeza mientras dormimos y nos forman imágenes. Estoy seguro de que todos los sonidos andan a nuestro alrededor formando remolinos: el grito de ¡Tierra! con que Rodrigo de Triana saludó las costas americanas durante el primer viaje de Colón, el agónico Tú también, Bruto con el que César se lamentó ante sus asesinos, la dulcísima nana con la que mi madre me ponía a dormir. No recuerdo la canción, pero tengo el convencimiento de que está todavía cerca de mí, y eso me consuela. A veces creo que siento pasar las palabras de mi madre, como una brisa muy ligera que acaricia mi frente; y siempre conservo la esperanza de atrapar alguna vez esas palabras por la noche, y volver a revivirlas como si fueran nuevas desde dentro del sueño.
(No sé qué hubiera sido de mí de no tener a Félix a mi lado. Cuando descubrimos por fin toda la verdad sobre Ramón, cuando regresamos a casa y yo me sentía en dique seco y con la línea de flotación torpedeada, cuando se hizo evidente que Adrián y yo no teníamos el mismo futuro por delante, Félix supo decirme lo que yo necesitaba oír para salir del pozo).
—Te voy a dar una buena noticia, Lucía, porque te veo demasiado obsesionada con el paso del tiempo y con la muerte. La belleza siempre existe, incluso en el horror, incluso en la vejez. Te pondré un ejemplo: probablemente no lo sepas, pero los viejos y las viejas amamos hasta el final. Incluso cuando ya no hay fuerzas ni capacidad para pasar al acto, nos enamoramos del médico, de la enfermera, de la asistente social. Algunos se burlan de estos sentimientos terminales, les parecen chistosos y grotescos, pero para mí son amores tan serios y tan auténticos como cualquier pasión de la juventud. Y tan hermosos. Por ejemplo, yo te quiero, Lucía, perdóname. Te quiero y creo que si estuve a punto de morir de neumonía fue por puro miedo a perderte, ¿sabes? Me refiero a cuando en Amsterdam Adrián y tú… Pero no me gustaría que me malinterpretases: yo te quiero sin aspirar a nada, por supuesto. Me basta con quererte y con que escuches mis batallas de cuando en cuando.
¿Sabes cómo murió Margarita, mi mujer? Tenía diez años menos que yo, pero enfermó de alzheimer. El alzheimer es una dolencia cruel: te va devorando la memoria, de manera que no sólo acaba con tu futuro, sino que también te roba lo que has sido. Tenías que haber visto a mi pobre Margarita: ella, que era tan ordenada y tan meticulosa, empezó a dejarse las luces encendidas, los grifos abiertos. Un día, Margarita se pasó llorando toda la tarde porque se le había olvidado cómo se ataban los cordones de los zapatos. Ella sabía hacia qué tipo de oscuro sufrimiento se dirigía, y prefirió marcharse. Yo la hubiera cuidado hasta el final, hasta que se hubiera convertido en la carcasa vacía de su propia persona. Pero Margarita era tan esmerada, tan minuciosa en todo, y amaba de tal modo la pulcritud, que quiso irse de una manera ordenada y metódica. Vi cómo se preparaba el bebedizo definitivo, cómo abría una a una las cápsulas del somnífero y echaba los polvillos en un gran tazón de café con leche, sus deditos tan ágiles todavía, sus manos firmes y diligentes, esas admirables manos de mujer fuerte, capaces de acariciar, y de retorcerle el pescuezo a un gallo, y de limpiar el culo de un bebé, y de restañar el sudor de un agonizante. Margarita se movía por la cocina con facilidad y precisión, como si estuviera preparando alguno de sus guisos deliciosos en vez de una pócima de muerte; y cuando ya lo tuvo todo dispuesto se sentó a la mesa del desayuno con su tazón de inocente apariencia entre las manos y se lo bebió a pequeños tragos. Por la ventana entraba un brioso sol de finales de febrero y la cocina resplandecía, toda ordenada y limpia, como en una alegre mañana de domingo. Margarita me cogió de la mano y miró a través de los cristales. «Qué día tan bonito», dijo, y sonrió. Ya ves, Lucía: incluso en los confines del ser existe la belleza.
Hay momentos en los que ser viejo es triste, y hay ocasiones en las que resulta insoportable. Entonces la cabeza se te llena de la añoranza de todo lo perdido y te ahoga la melancolía del nunca jamás. Nunca jamás seré el dueño de mi cuerpo como antes lo era, nunca jamás la dulzura de las noches juveniles, nunca jamás la esperanza de futuro y el poderío. Si eres tan viejo como yo lo soy, todo lo que eres ya lo has sido.
Y sin embargo, mi querida Lucía, la ancianidad no es un lugar tan desolado. Hay algo en la misma edad que te protege, algo que te compensa: cierta aceptación, cierto entendimiento. Por ejemplo, cuando llegas a vivir tanto como yo, empiezas a comprender la muerte un poco mejor. Los hombres nos creemos que la muerte es un enemigo que está fuera de nosotros, un extranjero que nos acecha y que intenta invadirnos una y otra vez por medio de las enfermedades. Pero no. En realidad, no morimos de algo exterior y ajeno, sino de nuestra propia muerte. La llevamos con nosotros desde el día que nacemos y es algo cercano y cotidiano, tan natural como la vida. Esto que estoy diciendo es la mayor obviedad del mundo, y sin embargo nuestro cerebro se resiste a aceptarlo.
Cuando llegas a vivir tanto como yo, en fin, empiezas a intuir que dentro del desorden del mundo hay cierto orden. Tal vez sea un producto de mi necesidad, una defensa ante la desolación y el sinsentido, pero lo cierto es que cada día que pasa me parece más evidente que la armonía existe. Que por encima del fragor de las pequeñas cosas hay una serenidad universal, sublime. Tan universal y tan sublime que ciertamente resulta de muy poco consuelo cuando el horror se abate sobre nuestra pequeñez, sobre el aquí y el ahora. Pero a veces la conciencia se consuela con esa percepción global del equilibrio, con la intuición de que todo está relacionado de algún modo. Por ejemplo, el dolor. ¿Sabes que existe un síndrome de incapacidad genética de percibir el dolor? Pues sí, existe; y los niños que nacen con esta enfermedad mueren muy temprano, porque no advierten las heridas que se hacen ni descubren las infecciones en sus inicios. Son crios que se abrasan al apoyarse en estufas hirvientes o que no cambian de postura durante horas, de manera que a menudo se les necrosan los brazos y las piernas. Quiero decir que incluso el dolor, tan abominable, tan impensable, tan inadmisible, puede ocupar un lugar en el sistema, puede tener una razón de ser: de hecho, nos ayuda a mantenernos vivos.
La armonía interna de las cosas. Esto es lo que intenté explicarle al Vendedor de Calabazas: que en lo que somos, por mucho que a él le parezca utópico y ridículo, también interviene el Bien de un modo necesario. Es cierto, eso sí, que en todas las épocas parecen ir ganando los Vendedores de Calabazas; pero si hacemos un esfuerzo por ver el trayecto de la Humanidad en su conjunto, es fácil apreciar la constante tensión entre lo vital y lo mortífero, entre la voluntad de entender y la de depredar. La historia se ha ido construyendo sobre ese combate, y se diría que, pese a todo, van ganando la razón y el entendimiento. Hoy, por ejemplo, la esclavitud es un concepto abominable en todo el mundo, aunque sigan existiendo esclavos clandestinos y se hayan creado otros tipos de esclavitud. Pero el concepto en sí ha sido fulminado en la conciencia social. Parece poca cosa, pero es un avance: porque ese acuerdo común, esa palabra pública libremente aceptada por las partes, es la base de la civilización. Ya te he dicho antes que la palabra lo es todo para nosotros.
Permíteme que te hable de los pingüinos, esas aves patosas que habitan a millones en la desierta Antártida. Cuando las crías de los pingüinos salen de sus huevos, los padres han de dejarlas solas para irse al mar en busca de comida. Esto plantea un grave problema, porque los pequeños pingüinos se encuentran recubiertos de un plumón tan ligero que resultaría insuficiente para mantenerlos vivos en las temperaturas extremadamente frías del Polo Sur. Entonces lo que hacen los pollos es quedarse todos juntos sobre sus islotes de hielo, miles de pingüinos recién nacidos apretujados los unos contra los otros para darse calor. Pero para que los que se encuentran en la parte exterior del grupo no se congelen, los pollitos permanecen en constante movimiento rotatorio, de manera que ninguna cría tenga que estar a la intemperie más de unos segundos. De haber sido llevada a cabo por hombres y mujeres, esta ingeniosa artimaña colectiva se habría entendido como una muestra de la solidaridad humana; pero los pollos de los pingüinos, al contrario que nosotros, no entienden de palabras, y si se protegen los unos a los otros es porque así tienen más esperanzas de sobrevivir: es una generosidad dictada por la memoria genética, por la sabiduría bruta de las células. Lo que te quiero decir con todo esto, Lucía, es que lo que llamamos el Bien está ya presente en la entraña misma de las cosas, en los animales irracionales, en la materia ciega. El mundo no es sólo furor y violencia y caos, sino también esos pingüinos ordenados y fraternales. No hay que tener tanto miedo a la realidad, porque no es sólo terrible, sino también hermosa.
Te voy a contar algo que jamás le he contado a nadie. Sucedió hace siete años, pocos meses después de la muerte de Margarita. Por entonces se me caía la casa encima y me pasaba los días en la calle. Era invierno, hacía frío y tomé por costumbre irme por las tardes a la estación de Atocha, a la gran sala de las palmeras. Me instalaba en un banco y dejaba morir las horas dentro de esa cálida atmósfera de invernadero. Un día se sentó junto a mí un muchacho de unos veinte años; iba vestido con traje y corbata, y llevaba una cartera que colocó sobre sus rodillas. Empezó a revolver dentro de la cartera con evidente desasosiego; luego sacó un cuaderno de notas escrito con letra diminuta y se puso a pasar las hojas furiosamente. Parecía claro que buscaba algo que no encontraba, y que esa pesquisa infructuosa le estaba poniendo muy nervioso. Al cabo se rindió y quedó inmóvil, con los ojos vidriosos y la mirada fija: sudaba de manera copiosa y tuvo que aflojarse el cuello de la corbata. Yo no sabía por qué me llamaba tanto la atención ese muchacho, pero me encontraba atrapado en su peripecia. Le estudié detenidamente y sin disimulos, porque el joven estaba tan absorto en su desesperación que ni reparaba en mí. Se trataba de un tipo delgado, moreno, de ojos negros, y su rostro no me sonaba en absoluto; y sin embargo, y al mismo tiempo, me resultaba muy cercano, como si fuera un viejo conocido. Hasta el punto de que no pude resistir el impulso de hablar con él y le dije: «No te preocupes».
El chico dio un respingo y me miró extrañado.
«¿Cómo dice?».
«Digo que no te preocupes. Todos nos hemos sentido alguna vez así, como tú ahora. Hay momentos negros en los que parece que la vida se cierra. Y entonces tememos no ser capaces de soportar lo que nos espera».
Las palabras venían a mi boca como si alguien las hubiera escrito previamente. El muchacho me contemplaba atónito, pero también interesado. Empecé a sentirme inquieto: yo conocía esa situación, esto que estaba pasando ya había sucedido antes.
«Te voy a decir algo que lo sé porque lo he vivido: esos momentos se pasan, te lo aseguro. La vida es mucho más grande que nuestros miedos. Y somos capaces de soportar incluso mucho más de lo que querríamos. Así es que quédate tranquilo. Algún día, dentro de muchos años, te acordarás de la angustia de hoy y te parecerá mentira. Y aún te diré más: es incluso posible que añores este momento».
Estas obviedades le dije o algo así, y ahora que repito en voz alta mis frases me parecen paternalistas y bastante tópicas. Pero el chico me escuchó; y lo más sorprendente es que observé que mis palabras le servían. Su rostro desencajado se recompuso un poco y su respiración se hizo más tranquila.
«Suena sensato», dijo, y suspiró. Luego sonrió algo ruborizado: «¿Se me nota tanto?».
«¿El qué?», pregunté.
«Que estoy hecho polvo. ¿Se me nota tanto?».
«Un poco. A lo mejor sólo lo noto yo».
El muchacho volvió a sonreír. Cerró el maletín, se puso de pie y me tendió la mano.
«Gracias».
Fue cuando se alejaba camino de los trenes cuando advertí el detalle: su mano izquierda, la mano con la que sujetaba la cartera, estaba mutilada. Le faltaban por lo menos un par de dedos.
Entonces todo cayó súbitamente sobre mí, la comprensión, el recuerdo, el deslumbramiento. Yo había vivido esa misma escena, pero del otro lado, Lucía, del otro lado. No me tomes por loco, no creas que soy un viejo chocho. Hace muchos años, cuando yo era joven, me encontré en una situación semejante a la de ese muchacho. Fue en 1933: Durruti acababa de levantar en armas Aragón y el Gobierno de la República había emprendido una feroz represión. Yo me sentía muy mal: no había estado junto a Durruti, no había hecho nada por la causa, pensé que me estaba comportando como un maldito burgués. Ignoro por qué estaba angustiado el chico de la estación, pero creo que en esos momentos no se quería nada a sí mismo, y eso era lo mismo que me sucedía a mí en aquella tarde de 1933. Yo también estaba sentado en un banco y sumido en mi angustia, cuando se acercó un viejo y me habló con palabras prudentes. Con las mismas palabras, más o menos, que yo le dije años después a ese muchacho. Las mismas palabras, las mismas edades, incluso parecidas palmeras a nuestro alrededor: aquel encuentro sucedió en la explanada de Alicante, ciudad a la que yo había ido para torear. ¿Te das cuenta de lo que te quiero decir? Ni yo mismo me atrevo a expresarlo claramente; pero tengo el íntimo convencimiento de que todos nos cruzamos en algún momento de nuestras vidas con nuestro yo futuro. O con aquel que fuimos. Entiéndeme, no estoy hablando de reencarnaciones ni de fantasmas. Estoy hablando de una realidad que va más allá del tiempo y del espacio, de una continuidad armónica que es infinitamente más grande que nosotros. Hay un todo que nos engloba, un mapa gigante e indescifrable del que formamos parte. No creo que haya Dios, ni Cielo, ni Infierno; pero tal vez exista una especie de ritmo universal que nos acoja. Pertenecer a algo, esa es la gran ambición de los humanos: y así, los creyentes se inventaron las religiones, y los libertarios recurrimos a la Revolución, para darle a esta fugacidad algún sentido. Hoy, sin embargo, creo más en el sosiego sordo y ciego de la materia, en una serenidad sobrehumana que es la raíz de toda la belleza.
Para mí esa continuidad se manifiesta en el interminable rumor de las conversaciones. En todo lo que nos decimos unos a otros los humanos, de generaciones en generaciones. Todas esas palabras que flotan en el éter desde que alguien pronunció la primera sílaba. Por eso, porque sólo somos palabras, es por lo que te he estado contando mi historia a lo largo de estos últimos meses. Soy Félix el feliz, Fortuna el afortunado: he sobrevivido y tengo ochenta años, aunque llegar hasta aquí me ha llevado mucho tiempo y esfuerzo. Tantísimas horas, tantos días, tantas, penalidades y emociones. Y todo eso se reduce ahora, al final de mi vida, a un montoncito de palabras que he dejado en el aire. Para no morir del todo, en fin, me he puesto en tus oídos. Que es como decir que me he puesto en tus manos.
* * *
Estoy sola, y me gusta.
Las cosas han cambiado mucho últimamente. Adrián se ha marchado, camino del resto de su vida. Ahora está en Bilbao, en donde ha montado, junto con otros amigos de su edad, un sello discográfico para música alternativa. Vive en comuna, no tiene ni un duro y creo que es feliz. Está haciendo lo que le corresponde hacer, y estoy segura de que habrá un montón de muchachas que se sentirán encantadas de compartir su colchón en el suelo, la pelota de calcetines sucios del armario y el cuarto de baño mugriento y colectivo. Delicioso panorama que me parece que yo ya he superado. Pero nos queremos bien e incluso nos escribimos con regularidad.
Félix también se ha ido. Conseguí vencer sus protestas y enviarlo de vacaciones a Palma de Mallorca. Como yo imaginaba, ha hecho muy buenas migas con mi madre. Me llaman por teléfono de cuando en cuando, tan atolondrados y risueños como dos adolescentes, explicándome a cuántas playas han ido, cuántos paseos han hecho, qué libros han leído y hasta qué comidas han tomado, minuciosamente detalladas, en los últimos días.
Tengo el convencimiento de que se atraen, de que están viviendo una tórrida pasión octogenaria, y ese pensamiento me hace sentir una satisfacción extraña, un alivio profundo que no acabo de entender enteramente.
De manera que estoy sola, y me gusta. Después de tantos años de convivir con Ramón recupero mi casa con la misma avidez con la que un país colonial se independiza del imperio. Ahora soy la princesa de mi sala, la reina de mi dormitorio y la emperatriz de mis horas. Dejo los discos compactos todos desordenados, leo hasta las cinco de la madrugada y como cuando tengo hambre. Convivir es ceder. Es negociar con otro, pagando siempre un precio, los minutos y los rincones de tu vida. Esa entrega de tus derechos cotidianos se hace por supuesto a cambio de algo: cobijo, cariño, compañía, sexo, diversión, complicidad. Pero cuando la pareja se deteriora el negocio de la convivencia comienza a ser ruinoso. Al final de mi vida con Ramón ya no nos dábamos nada el uno al otro. Una pareja aburrida es como una posada incómoda con demasiados huéspedes. Sin embargo, estoy dispuesta a probar en otra posada. Pero con tranquilidad, sin emborracharme de fantasías; digamos que, después de haberme dejado las pestañas buscando inútilmente al Hombre Ideal, empiezo a sospechar que es más grato y más conveniente encontrar a un buen hombre cualquiera.
He aprendido mucho en los últimos meses. Ahora sé, por ejemplo, que las personas hemos de soportar una segunda pubertad alrededor de los cuarenta. Se trata de un período fronterizo tan claro y definido como el de la adolescencia; de hecho, ambas edades comparten unas vivencias muy parecidas. Como los cambios físicos: ese cuerpo que comienza a abultarse a los catorce años, esas carnes que comienzan a desplomarse a los cuarenta. O como la pérdida de la inocencia: si en la pubertad entierras la niñez, en la frontera de la edad madura entierras la juventud, es decir, vuelves a sentirte devastado por la revelación de lo real y pierdes los restos de candor que te quedaban. Ah, pero cómo, ¿la existencia era esto? ¿La decrepitud de los padres, el envejecimiento personal, el deterioro de las cosas, la insoportable pérdida? ¿Y además las traiciones, las mentiras, la corrupción, la indignidad, la fealdad universal e intrínseca?
—Qué mundo tan asqueroso —me quejé un día, presa del desaliento—. Los políticos mienten, los periodistas mienten, los vecinos mienten, todo el mundo se vende y se corrompe, los prohombres de la Patria están implicados en asesinatos y a los Vendedores de Calabazas nadie les toca nunca un pelo y siguen poniendo sus nombres a las calles. Vivimos en el peor momento de la historia.
—Es decepcionante, sí, pero tampoco hay que dramatizar tanto —dijo Félix—. Verás, yo en esto soy un optimista. Ya sabes que los pesimistas creen que las cosas están tan mal que ya no pueden deteriorarse más, mientras que los optimistas pensamos que siempre son susceptibles de empeorar. Pero hablando en serio, la verdad es que creo que todos los humanos tenemos que enfrentarnos a la desilusión; y que en todas las épocas ha habido grandes desengaños colectivos. Mira, por ejemplo, esa novela de Flaubert, La educación sentimental. El protagonista, no recuerdo ahora cómo se llamaba, había participado de muchacho en la revolución de 1848, y de mayor mostraba el mismo desencanto ante sus sueños juveniles que el que pude sentir yo al ver cómo se iba desmoronando el ideal libertario. Y, sin embargo, todos esos sueños, repetidos luego de una forma u otra en cada generación, son necesarios para que el mundo siga adelante. ¿Dices que ahora estamos en el peor momento de la historia? No, no lo creo. Otras utopías se rompieron, como sucedió con la Revolución francesa, por ejemplo, convirtiéndose en espantosos baños de sangre. Como hoy vivimos tiempos acomodaticios y mediocres, las utopías se nos convierten en basurillas, en dinero negro y cuentas en Suiza. Y a lo mejor hasta es preferible que sea así a que te rebanen el cuello en la guillotina.
—Pues a mí todo eso que cuentas me suena muy antiguo —dijo Adrián: porque esta conversación era de cuando todavía formábamos una trinidad y estábamos juntos todo el día—. O sea, que los sueños juveniles son tonterías que luego se te pasan, ¿no? Eso es lo que dice mi padre. Un pensamiento muy aburrido.
—No digo que sean tonterías, antes al contrario. ¿Lo ves cómo no me escuchas? Digo que son esas utopías las que mueven el mundo. Pero sí creo que entre las utopías y la realidad hay una distancia que acaba por imponerse. Crecer es perder y es traicionarse: pierdes a los seres queridos, pierdes la juventud, pierdes tu propia vida y a menudo acabas perdiendo también tus ideales, y ahí es donde empieza la traición a uno mismo. Sólo que hay gente que se traiciona de un modo clamoroso, hasta llegar a la ruindad y la delincuencia, como todos estos mangantes que están saliendo ahora a la luz dentro de la trama de la corrupción, y otros que se las apañan para ir encajando con cierta dignidad las embestidas del mundo real, cediendo tal vez en las pequeñas batallas pero manteniendo una línea de conducta.
—¿Pero por qué vamos a tener que ceder en las pequeñas batallas? —protestó de nuevo Adrián.
—No es que haya que ceder: es que la pureza no existe. El mundo te tienta, te ciega, te empuja. Y los hombres somos mezquinos, vanidosos, ambiciosos, débiles. Somos en verdad muy poca cosa y la vida está llena de tentaciones. Así es que todos vamos reuniendo nuestro montoncito de porquerías y lo llevamos rodando delante de nosotros como escarabajos peloteros: mentiras que hemos dicho para medrar, sentimientos que hemos fingido para no estar solos, cobardías en las que no nos gusta reconocernos. Pero uno no debe confundir estas escaramuzas con las grandes batallas: hay fronteras morales que si se cruzan te convierten en un miserable, y esas son las traiciones que uno no puede permitirse.
—A ver si lo he entendido: puedo hacer trampas jugando al mus, pero no debo montar una cooperativa sindical de viviendas y fugarme luego a Brasil con el dinero —se burló Adrián.
—Tú ríete. A tu edad probablemente te parezca que el Bien y el Mal son categorías claramente diferenciadas, pero la verdad es que vivimos en un mundo ambiguo y sin perfiles. Y, sin embargo, todos los días tomamos decisiones que tendrán una repercusión práctica y moral en nuestras vidas, de manera que ya puedes prepararte para mantener un código de conducta personal o acabarás como el indeseable de Ramón. Ahora mucho hablar, pero a saber en qué terminará tu vida. No sé por qué te imagino convertido en uno de esos tiburones bancarios que se dedican a desahuciar a las pobres gentes que no pueden pagar las hipotecas de sus casas. Por ejemplo.
—Así que, según tú, crecer es perder y traicionarse —intervine entonces, intentando evitar que se enzarzaran en una de sus habituales discusiones—. No es un panorama muy alentador.
Y entonces Félix dijo algo en lo que quiero creer, algo que me parece que es verdad:
—Pero hay algo que compensa todo eso, y es la sabiduría. Al crecer ganas conocimiento. Es en el único registro de la vida en el que vas mejorando con el tiempo, pero es importante. Hay tanta ignorancia en la inocencia que a menudo me parece un estado indeseable.
Es verdad que el conocimiento puede liberarte. El otro día comí con mi padre. Fuimos a una terraza para disfrutar del tiempo delicioso y desde el primer momento fue un encuentro distinto a cualquier otro. Por lo pronto, le vi mayor: nada más natural, porque ha cumplido ya setenta y ocho años. Pero antes de aquel día ni siquiera había podido imaginar que mi Padre-Caníbal estuviera sujeto a las leyes comunes del envejecimiento. En aquella terraza, sin embargo, descubrí de repente a un hombre casi anciano que no tenía ningún aspecto antropofágico. Al contrario, estaba empeñado en comer sólo unas verduritas, para mantener el tipo y el estómago. Fue un almuerzo divertido y amigable; reímos hasta saltársenos las lágrimas y no discutimos ni una sola vez, a diferencia de lo sucedido en nuestros encuentros anteriores. A los postres, embriagada por la conversación y el vino, se me ocurrió plantearle una pregunta insólita:
—¿Qué fue lo que falló entre mamá y tú? Mi curiosidad no pareció sorprenderle en absoluto. Escurrió la botella de rioja para servirse un último vaso y suspiró.
—Es una historia larga.
—Tengo tiempo.
—Primero, yo me porté mal, y luego ella se portó mal, y después nos portamos mal los dos, y al final acabamos haciéndonos bastante daño. Pero bueno, si lo que buscas es un culpable, ya lo tienes. Yo fui el primero en fastidiar la cosa. Fui un gilipollas, hija. Y perdóname la palabra.
Pero yo no buscaba culpables. Esta vez, no.
—Lo que quiero saber es lo que pasó. ¿Estuviste alguna vez enamorado de verdad de mamá?
Mi padre enarcó las cejas con fingido escándalo ante la pregunta:
—¿Enamorado? ¡Muchísimo! Como un auténtico borrego. Éramos los dos muy jóvenes. Y Amanda era preciosa, es que no te la puedes ni imaginar. Irradiaba luz. Era la dama joven más prometedora de la escena española. Hacíamos una pareja estupenda. Cuando anunciamos nuestro compromiso nos pusimos de moda. Empezaron a hacernos entrevistas por todas partes, nos saludaban por la calle, los empresarios se nos rifaban, y ella era tan alegre y tan bonita… Parecía que nos íbamos a comer el mundo, sabes, parecía que la vida era un banquete… En fin. Qué cosas.
Mi padre se teñía el poco pelo que le quedaba, trucos obsoletos de actor viejo. A la despiadada luz del mediodía, sus cabellos ralos mostraban con claridad la línea de flotación de las raíces blancas. Estaría mucho mejor con el pelo de su color natural, pensé, recordando la canosa cabeza de Félix.
—¿Y qué fue lo que pasó?
—No sé. Escogimos mal. Tuvimos mala suerte. Hicimos dos o tres temporadas muy flojas, las obras que montamos fracasaron, salieron nuevos actores que gustaron más al público y no tuvimos suerte en nuestros intentos de pasar al cine. A lo mejor no éramos lo suficientemente buenos, yo qué sé. O por lo menos yo: tu madre siempre dice que ella era una actriz estupenda y que yo le he desgraciado la carrera. A lo mejor es verdad. Habíamos formado compañía propia al poco de casarnos, cuando las cosas nos iban bien, y las dos o tres temporadas seguidas de fracasos nos dejaron arruinados y entrampados para la eternidad. Tuvimos que coger todo tipo de trabajos, papeles horribles, para salir del hoyo. Eso tampoco ayudó demasiado, me parece.
—Y entonces empezaron los problemas entre vosotros.
—Pues sí, claro, como es lógico. Lo de contigo pan y cebolla es una imbecilidad. Además, ser actor es muy duro. Somos muy vanidosos, eso está claro, pero lo más fastidiado es que tienes que vivir el fracaso ahí, en primera línea. O sea, quiero decir que todo el mundo fracasa, o casi todos, ¿no? La mayoría de la gente no consigue en su vida lo que quiere. Como tú misma, ¿no? Tú siempre quisiste ser una escritora de éxito, y ahí estás, cumpliendo ya una edad y haciendo esos libritos tontos de gallinas.
—Hombre, papá, muchísimas gracias.
—Perdona, hija, pero no te lo tomes a mal. Primero, porque has hecho mucho más que yo, yo sí que no soy nada, y segundo, porque creo que es bueno darse cuenta y digerirlo cuanto antes. Además, lo principal es saber que esto es lo normal; quiero decir que casi todos llegamos a una edad, miramos para atrás y vemos que no hemos conseguido lo que queríamos. Pues nada, esa es la vida. O sea, fracasar es la vida. Pero la gente fracasa en sus hogares, a la chita callando; y lo más jodido es tener que fracasar en un escenario y delante de todo el mundo, lo más jodido de ser actor es que se note tanto lo mal que te va.
—Me estás deprimiendo, papá. Te lo digo en serio.
—Pues no deberías. ¡Soy un actor cómico buenísimo! Tendrías que partirte de risa sólo con mirarme. Levanté el brazo para llamar al camarero.
—Esto hay que celebrarlo —dije.
—¿El qué?
—Que seamos dos fracasados que se han dado cuenta de su situación. ¡Maravilloso! Se acabó lo de sufrir para triunfar, se acabó lo de tener miedo de que las cosas te vayan mal. A nosotros ya no nos puede ir peor. ¡Qué libertad!,
—Pues sí, hija, tienes toda la razón. Sobre todo a mí, que voy a estirar la pata dentro de nada. ¡Para mí, un whisky! Y al carajo con la próstata.
Brindamos y bebimos como amigos. Nunca me había sentido tan bien con mi padre.
—Sigue —dije al fin, repantingándome en la silla.
—¿Que siga qué?
—Que sigas contando. Estábamos en que cuando os empezaron a marchar mal las cosas profesionalmente también comenzasteis a llevaros mal. A todo esto yo no había nacido, ¿no?
—¡No, no, qué va! Esto fue en los años cuarenta. Tú es que ni siquiera habías asomado por nuestra imaginación.
Calló y hundió la mirada en su vaso de whisky, pensativo.
—En realidad, no fue eso, sabes —dijo al fin—. No es que las dificultades económicas nos estropearan la relación. Bueno, sí, discutíamos y estábamos mucho más nerviosos, eso desde luego. Pero nos queríamos. Llevábamos cinco años de casados y nos seguíamos queriendo. Hasta que pasó lo que pasó.
Volvió a guardar silencio. Yo tampoco dije nada: las confidencias suelen estar enhebradas con unos hilos narrativos tan finos y fácilmente desgarrables que conviene no tirar demasiado del ovillo.
—Nos salió un contrato con una compañía de variedades, una gira larga por provincias: Bilbao, Zaragoza, Valencia, Barcelona… No era un trabajo lo que se dice maravilloso, sabes. Era una cosa popular, un espectáculo con música y canciones y entremedias unos pequeños números cómicos, y ahí interveníamos tu madre y yo. Pero bueno, era un contrato, nos pagaban y por lo menos podíamos estar los dos juntos. Así que lo cogimos. Y entonces me volví loco.
Mi padre agitó su vaso y el hielo repiqueteó como una campanilla contra el cristal.
—Me volví completamente loco por una mujer. No era amor, Lucía, te lo aseguro. Era mucho más. Era una enfermedad. Desde el primer momento en que la vi, perdí el sentido: ya no podía pensar más que en sus ojos, en sus manos, en sus palabras, en su voz, en su boca. En su cuerpo colosal, maravilloso, que se convirtió en el único lugar del mundo en donde yo sentía algún alivio a mi sufrimiento. Porque sufría de un modo insoportable. A ver si me entiendes, con aquella mujer yo no tuve una aventura, sino una catástrofe. Cuando estaba separado de ella me sentía agonizar y cuando estaba junto a ella deseaba morirme. Todavía no he conseguido entender lo que me sucedió, pero me fui muy lejos, más lejos de mí mismo de lo que nunca he estado. Me convertí en un ser indigno. Hice cosas horribles. Por ejemplo, dejé abandonada a tu madre en Zaragoza, en el miserable cuartucho de una pensión. Sin apenas dinero y sin trabajo. Porque la mujer que me volvió loco era la estrella de la compañía de variedades que nos había contratado.
—Manitas de Plata —dije; y las palabras se escaparon de mis labios antes de darme cuenta de lo que decía.
Mi padre se quedó estupefacto:
—¿Entonces, lo sabías? —tartamudeó al fin.
—No. No, no sé nada —expliqué. Por mi espalda bajó un escalofrío—. No tenía ni idea, papá, ni idea. Ha sido una casualidad. Leí algo hace poco sobre una estrella de los años cuarenta y… De modo que he acertado. Era Manitas de Plata.
—Sí… —suspiró él—. Amalia Gayo. Una mujer extraordinaria. Un ser de otro planeta. No le guardo rencor, ¿sabes? Creo que el daño me lo hice sobre todo yo mismo. Ella era un catalizador. Y además me hizo sentir la vida como nunca la había sentido. Es lo más fuerte que guardo en la memoria, ¿entiendes lo que quiero decir? Cuando me esté muriendo, que será dentro de nada, estoy seguro de que me acordaré de ella.
Volvimos a guardar silencio durante unos instantes. Al cabo, carraspeé y le dije:
—¿Y qué pasó con mi madre?
—Manitas de Plata me abandonó a los pocos meses, me echó de su lado; y entonces yo me pasé varios días haciendo barbaridades, la última de las cuales consistió en beberme tres botellas de coñac de una sentada. Desperté en un hospital, y ahí estaba tu madre. La habían llamado a Madrid, porque seguía siendo mi esposa, por supuesto. Y ella había venido. Me cuidó con increíble generosidad durante mi larguísima convalecencia, que duró por lo menos dos años; y no me estoy refiriendo a la salud física, sino a la mental. Y después, cuando consiguió que mis heridas se cerraran, se dedicó a vengarse de lo que le había hecho. Me hizo la vida imposible durante muchos años.
—¿Que mamá te hizo la vida imposible?
—Sí, ya sé que ella siempre ha sido la víctima oficial, y seguramente se siente de verdad así, y además a lo mejor hasta tiene razón, porque fui yo el que rompió primero las reglas y el que se comportó de una manera horrible. Pero lo cierto es que me lo hizo pagar. Me trataba despóticamente, empezó a tener amantes…
—¿Que mamá tuvo amantes?
—Sí, hija, sí. ¡Tampoco es para sorprenderse tanto, Lucía, querida! Esas cosas pasan todo el rato. ¿No eras tan moderna y tan partidaria tú del amor libre? En fin, la vida es así. Probablemente tu madre no lo hizo con mala intención, probablemente quería seguir conmigo y recuperar nuestra historia y ser feliz, pero le envenenaba dentro el dolor que yo le había causado y no pudo contenerse. Total, que después de cierto tiempo yo también empecé a tener amantes, y todo acabó al final como acabó. Cada vez nos tratábamos peor, cada vez había más agravios mutuos, cada vez se deterioraba más la situación.
Así es que, después de todo, mi padre no era un caníbal, sino un tipo normal, lleno de miedos, de debilidades y de errores. Un pobre hombre capaz de perder la cabeza por una mujer y de tirarlo todo por la borda. Me pareció que le veía por primera vez y me compadecí de él. Y en ese instante una pequeña idea empezó a agigantarse dentro de mi cabeza hasta adquirir dimensiones deslumbrantes: si mi padre no era un caníbal, entonces yo tampoco era la Hija del Caníbal.
—¿Y yo?
—Bueno, tú llegaste al principio del deterioro. En esa época todavía intentábamos arreglar lo nuestro y convertirnos en una familia normal. Pero ya ves que no funcionó.
Lo había visto, en efecto. Había advertido desde muy pequeña que la pareja de mis padres no funcionaba, y ahora descubría, en mi madurez, que mis padres habían existido desde antes de mi nacimiento, y que mi presencia no era la sustancia misma de sus vidas. Aún más, ahora me daba cuenta de que mis padres me habían engendrado no por mí misma, sino con la finalidad de entenderse mejor, de quererse más entre ellos. Qué extraordinaria relación une a los hijos con sus padres: nos apropiamos de ellos, les convertimos en las esquinas inmutables de nuestro universo, en los mitos originarios de nuestra interpretación de la realidad. Y así, cuando pensamos en ellos, siempre les vemos como piezas inamovibles del paisaje, forillos teatrales que adornan el escenario en donde se representa nuestra vida. Quiero decir que nos negamos a reconocer que nuestros padres no son sólo nuestros padres, sino personas independientes de nosotros, seres de carne y hueso con una realidad ajena a la nuestra. Tal vez aquellos hijos que a su vez tienen hijos puedan romper antes la cerrazón filial por la que contemplan a sus padres como meros atributos de sí mismos; pero los hijos que no tenemos hijos, los hijos condenados a vivir en la hijez hasta el mismo final de nuestros días, tendemos a eternizarnos en esa mirada umbilical, en la mentirosa memoria hijocentrista.
Yo he necesitado cumplir cuarenta y un años, y que secuestraran a mi marido, y que luego no lo hubieran secuestrado, y que un muchacho al que doblo la edad dijera que me amaba, y que Félix, sobre todo Félix, me contara su vida, para poder liberar a los padres imaginarios que guardaba como rehenes en mi interior, esos padres unidimensionales y esquemáticos contra los que estrellaba una y otra vez mi propia imagen. Ahora sé que mis padres son personas completas y complejas, inaprensibles. Seres libres a los que ahora puedo imaginar en su vida remota, existiendo felices antes de mi existencia. Y les veo bailando en salas de fiestas rutilantes, ella crujiendo en sedas y cancanes, él oliendo a colonia fresca y brillantina, jóvenes y llenos de vida y de deseo, moviéndose al compás de un son cubano en la pista abierta a las estrellas. Por encima de ellos hay una noche de verano y la oscura silueta de unas palmeras que recortan sus hojas contra el cielo caliente, y en el escenario, entre los chispazos de latón que los focos arrancan de los instrumentos, canta un Compay Segundo que todavía es un hombre joven, el pecho fuerte, los ojos seductores, el hambre de las hembras aún en sus labios: «Yo vivo enamorado, Clarabella de mi vida, prenda adorada que jamás olvidaré. Por eso yo, cuando te miro y considero como buena, yo nunca pienso que me tengo que morir».
Ahora que he liberado mentalmente a mis padres, yo también me siento más libre. Ahora que les he dejado ser lo que ellos quieran, creo que estoy empezando a ser yo misma. La identidad es una cosa confusa y extraordinaria. ¿Por qué yo soy yo y no otra persona? Yo podría ser María Martina, por ejemplo, la aguerrida juez con nombre de madre universal; o podría ser Toñi, la hija desaparecida de aquel viejo que se estaba muriendo en un hospital. Podría ser la mujer del iraní que compró un coche con mi nombre, o la verdadera amante de aquel Constantino que atormentaba a su mujer con mi presencia. Claro que también podría ser Félix, y encontrarme ya al final de mi vida, con todo a las espaldas y muy poco delante. O incluso podría ser la escritora Rosa Montero, ¿por qué no? Puesto que he mentido tantas veces a lo largo de estas páginas, ¿quién te asegura ahora que yo no sea Rosa Montero y que no me haya inventado la existencia de esta Lucía atolondrada y verborreica, de Félix y de todos los demás? Pero no. Yo no soy guineana, como la novelista, ni he escrito este libro originariamente en bubi y luego lo he autotraducido al castellano. Y además todo lo que acabo de contar lo he vivido realmente, incluso, o sobre todo, mis mentiras. Me parece, en fin, que hoy empiezo a reconocerme en el espejo de mi propio nombre. Se acabaron los juegos en tercera persona: aunque resulte increíble, creo que yo soy yo.
Acabo de escuchar el telediario: han vuelto a abrir con el escándalo de la corrupción. Con la ayuda de los papeles que nos dio el inspector García, la intrépida juez Martina ha metido en la cárcel a dos ministros, dos exministros y media docena de altos cargos, además del matón pelirrojo, que fue sacado del armario de mi casa por la Policía Judicial y trasladado directamente a la prisión de Carabanchel, de donde por lo visto se había escapado hace un par de años. El inspector García y Ramón están en paradero desconocido, y del Vendedor de Calabazas nadie ha dicho ni una sola palabra, por supuesto, porque el ingente esfuerzo de la juez Martina no ha hecho más que despejar la punta del iceberg. Pero por fortuna la vida es mucho más que todo eso, la vida es más grande que la miseria ajena e incluso mayor que la miseria propia. La periodista del telediario ha recordado mi intervención en el esclarecimiento del caso:
«En sus investigaciones, la juez Martina contó con la ayuda de Lucía Romero, escritora de libros infantiles y esposa de Iruña, uno de los implicados en la trama. Romero, que ignoraba por completo las actividades de su marido, indagó por su cuenta y consiguió reunir pruebas decisivas. Su buen hacer ha obtenido una recompensa espontánea e inesperada: los cuentos de Patachín el Patito, el personaje más famoso de la autora, se han convertido en un fenomenal éxito de ventas en toda España».
Si te digo la verdad, me da lo mismo. Me la refanfinfla que la petarda de Francisca Odón y el oligofrénico de su pato se beneficien de mi supuesta y repentina popularidad. Sin duda, me hubiera venido muy bien ganar algún dinero con mis libros; pero odio tanto a la Gallinita Belinda que prefiero no tener que deberle ningún favor. He encontrado trabajo en una guardería infantil. Sí, en una guardería, porque ya no me irritan tanto los niños como antes: ahora sólo me parecen abominables la mitad del tiempo. Tengo horario de mañana, y con lo que gano, aunque es poco, saco suficiente para ir tirando, de modo que por las tardes me dedico a escribir. Ya no pienso volver a hacer un solo libro infantil: de ahora en adelante escribiré para adultos. A veces resulta difícil de creer, pero es verdad que viviendo se aprende. Evolucionas, te haces más sabia, creces. Y la prueba de lo que digo es este libro. Gracias a que he vivido todo lo que acabo de contar he sido capaz de inventarme esta novela.
Como esta es una historia con final feliz, añadiré que la vida de la Perra-Foca ha mejorado mucho con la ausencia de Ramón, porque el animal se ha adueñado del sillón de mi exmarido y ahora disfruta de su apacible ancianidad cómodamente entronizada entre cojines. El antiguo Caníbal, por su parte, ha conseguido un papel de abuelo protagonista en una serie de televisión y está feliz, pensando que ahora, a punto de espicharla, como él dice, va a alcanzar el éxito que siempre le fue esquivo (algún día tengo que preguntarle a Félix si aquel hombre que zarandeaba a Manitas de Plata frente al teatro Barcelona era mi padre). En cuanto a los ácaros, todas las noches me canturrean a la oreja alegres composiciones corales.
Esto debe de ser la madurez: me parece que me estoy reconciliando con la vida, incluso con la oscuridad de la vida. Pasará el resto de mi existencia como un soplo y moriré, y transcurrirán enseguida cuatrocientos años y luego cuatrocientos mil y ni siquiera entonces habré rozado el largo sueño de los dinosaurios. Está bien, lo acepto: hoy creo entender el mundo. Mañana dejaré de entenderlo, pero hoy me parece haber desentrañado su secreto. Me veo flotando en el tiempo y el espacio, recorriendo los caminos marcados en el mapa invisible de las cosas. Cumpliendo mis días y convirtiéndome quizá en una de esas viejas en silla de ruedas, esas ancianas supersónicas que van de avión en avión por todo el globo. Convirtiéndome tal vez, ahora que lo pienso, en aquella anciana con la que coincidí un día en el ascensor de un aeropuerto, esa vieja desdentada que me dijo: «Disfruta de la vida mientras puedas». De acuerdo, lo intentaré. A pesar de la pérdida y de la traición, y de los pánicos nocturnos, y del horror que acecha. Pero, como dice Félix, siempre existe la belleza. Y, además, no vamos a ser menos que los pingüinos.