Claro que, para pérdidas apoteósicas, las mías en aquellos días del secuestro. Porque no sólo había perdido a mi marido, sino que además había estropeado la oportunidad de pagar el rescate y de acabar con la pesadilla. A la mañana siguiente de la fallida operación en los grandes almacenes yo me encontraba histérica.

—¿Y ahora qué va a pasar? ¿Le harán daño a Ramón? ¿Tú qué crees que deberíamos hacer? —le pregunté a Félix a la hora del desayuno.

—Pues ahora no tenemos más remedio que esperar —respondió él—. Se volverán a poner en contacto con nosotros, estoy seguro.

—Pero los secuestradores no deben de entender nada —sostuve, cada vez más agitada—. ¡Ellos no conocen al inspector! Y si le reconocieron, todavía peor: creerán que fuimos nosotros quienes avisamos a la policía.

—No, mujer, tranquila —dijo Félix—. Estoy seguro de que no vieron a García, de otro modo no se hubieran atrevido a coger la maleta.

—¡Pues entonces, peor! Porque pensarán que les hemos traicionado, que estamos locos. ¡Imagínate! —gemí—. Justo cuando el tipo agarra el dinero, ¡hala!, aparece Adrián como un poseso y se lo arranca de las manos.

—Yo no aparecí como un poseso —se picó Adrián—. Yo te oí decir que había que abortar la entrega y la aborté.

—Sí, sí, sí. Perdona, hombre —me disculpé—. No he querido criticarte. Es que estoy… ¡estoy angustiada! Pero sí, tienes razón, a lo mejor si no te llevas la maleta el inspector hubiera detenido al tipo aquel, y entonces sí que se nos hubiera caído el pelo.

—En efecto —intervino Félix—. Lo mejor es aceptar la vida como viene. Porque las cosas son como son, y siempre hubieran podido ser mucho peores. De hecho tuvimos la increíble suerte de que García no detuviera a Adrián. Eso es algo que todavía no acabo de entender…

—A lo mejor quiere atraparnos justo cuando le demos el dinero al secuestrador. Para pillarnos a todos, quiero decir —aventuré.

—Supongo que sí, debe de ser eso. Pero de todas formas tuvimos mucha suerte. Quizá Adrián actuó un poco atolondradamente, pero su reacción…

—Puede que yo actuara atolondradamente, pero actué —le cortó Adrián—. Mientras que tú, tan listo como eres y tan veterano y tan acostumbrado a los atracos y todo eso, ahí estabas tirado en el suelo como una momia.

—Bueno, el caso es que estamos otra vez como al principio —intervine para abortar la naciente discusión—. O peor. Porque ahora sabemos que la policía nos vigila. ¿Tú crees que debo llamar al inspector García, Félix?

El vecino calló, muy digno, mientras se servía otra taza de café con la cafetera colocada a una altura innecesaria y excesiva. Me había dado cuenta de que a veces hacía cosas así; en ocasiones, cuando creía puesta en cuestión su capacidad física y mental, cuando se sentía tachado de viejo, Félix ejecutaba ciertos alardes juveniles, pequeñas pruebas de potencia y pericia. Por ejemplo, intentaba saltar de una sola zancada los tres escalones del portal; o se empeñaba en abrir inabribles tarros de mermelada. O, como ahora mismo, lanzaba el chorro de café desde la estratosfera, para demostrar que conservaba aún un pulso magnífico. Pero no lo conservaba. La mitad del líquido inundó el platillo y le salpicó generosamente la pechera.

—Pues sí, creo que deberíamos llamar al inspector —dijo, ignorando con elegancia el café vertido y utilizando su fastidiosa primera persona del plural—. Hazte la inocente. A ver qué nos dice. No sabemos nada de él desde ayer, y conviene tenerlo controlado. Además, tal vez hayan descubierto algo de utilidad. Aunque lo dudo.

—¿A que no sabes cómo se hace el nudo de una horca? —me preguntó de repente Adrián lleno de animación.

—Ni lo sé ni me importa —contesté sin prestar mucha atención a su pregunta. Luego proseguí, dirigiéndome de nuevo a Félix—. Tienes razón. Ahora que lo pienso, es extraño que el inspector no haya llamado hoy.

Desde la desaparición de Ramón, García telefoneaba todas las mañanas.

—Pues sí. Y es doblemente raro si pensamos que el inspector sospechaba algo sobre la entrega. Quiero decir que, si yo estuviera en el lugar de García, y me hubiera enterado de lo del pago del rescate, bien porque nos haya intervenido el teléfono, o por medio de un chivatazo, o como haya sido, pues hubiera llamado inmediatamente para intentar sonsacarte alguna información —reflexionó Félix.

Mientras tanto, Adrián se había quitado una de sus zapatillas deportivas, la había puesto el muy cerdo sobre la mesa del desayuno y estaba muy entretenido sacando afanosamente el cordón de sus ojales. Una súbita sospecha iluminó mi mente con claridad diáfana:

—Adrián —dije con severidad—. No estarás quitando ese cordón para hacer el nudo corredizo de una horca, ¿verdad? Adrián detuvo sus manejos.

—Ah. ¿No quieres verlo?

—¡Claro que no! Es el colmo. Es… morboso. Es idiota.

—Bueno, vale.

Arrugó el ceño, algo abochornado, y volvió a meter el cordón en su sitio.

—El ombligo —dijo Félix con delectación.

—¿Cómo?

—La adivinanza del otro día. Esa que dices que soñaste. La solución es el ombligo. El hombre y la mujer encerrados en el bloque de hielo no tienen ombligo, y por eso se conoce que son Adán y Eva.

—Ya lo sabía —gruñó Adrián, desdeñoso—. ¡A buenas horas vienes con la solución! Resolví el enigma enseguida, el primer día. Era una estupidez de adivinanza.

—Sería estúpida, pero fuiste tú quien la planteaste.

—Hay algo peor que ser viejo, y es ser un viejo gruñón e impertinente —masculló Adrián medio para sí.

—¿Cómo dices? —se irritó el vecino, abarquillando la mano sobre su oreja: le indignaba no poder escuchar lo que le decían—. ¡A ver si hablas más claro, que no se te entiende una palabra!

Así estábamos, en mitad de la bronca, cuando sonó el timbre de la puerta. En casa de un secuestrado todos los timbres son un sobresalto; de modo que nos pusimos los tres de pie y fuimos hacia la puerta amedrentados. Atisbé por la mirilla y vi un casco brillante de pelo blanco-rubio. Un color y un corte inconfundibles. Abrí. Era mi madre.

—¡Pero mamá! ¿Qué haces aquí? —exclamé consternada. Me había ofrecido venirse a Madrid al principio del secuestro, y yo había conseguido quitarle la idea de la cabeza con relativa facilidad. Pero se ve que no había logrado convencerla del todo.

—¿Pues qué voy a hacer, hija mía? Cuidarte, ayudarte y apoyarte.

—Por Dios, mamá: me cuidabas, me apoyabas y me ayudabas muy bien desde Mallorca.

—¿Pero qué dices? ¡Si todos los días me colgabas el teléfono enseguida! Y no contestabas a ninguna de mis preguntas. Eres igual de seca y de desagradable que tu padre, hija.

Fue como un conjuro. No había hecho más que nombrar al Caníbal cuando, en una de esas coincidencias imposibles que a veces se dan en la vida real, el hombre apareció por la escalera como una alucinación, medio calvo, adiposo y resoplando. Los dos se miraron el uno al otro, sorprendidos, y tras un instante de silencio se saludaron con recelo:

—Hola, mamá.

—Hola, papá.

Resultaba chocante que siguieran tratándose de mamá y papá, teniendo en cuenta que llevaban lo menos diez años separados y bastantes sin verse.

—¿Qué haces aquí? —preguntó mamá, asumiendo el mando en plaza inmediatamente.

—Eso digo yo, ¿qué haces aquí? —me apresuré a intervenir.

—¿Como que qué hago? Acabo de regresar de viaje. Y eres mi hija, He venido corriendo para ayudarte en lo que pueda —dijo el Padre-Caníbal con aire ofendido. No había que preocuparse: la dignidad herida era una de las emociones que mejor interpretaba en los escenarios.

Tuve que hacerles pasar, naturalmente, y preparar otra cafetera, y convencerles, desplegando mis mayores encantos, de la conveniencia de que se fueran.

—Os agradezco de corazón a los dos que hayáis venido, pero si os quedáis por aquí yo sé que estaré tensa y preocupada por vosotros, y eso es lo último que necesito ahora.

—No queremos que te preocupes por nosotros, lo que pretendemos es cuidarte.

Cuidarme. A estas alturas. Después de no haberme hecho el menor caso durante toda mi infancia. No sabes lo que es tener dos padres artistas. Aunque tal vez el problema no radicara en que fueran artistas, sino en que fueran ellos. Estaba convencida de que, si no habían venido antes, era porque uno y otro habían esperado a terminar sus planes de Navidad. Mi Padre-Caníbal, sus vacaciones en Roma. Mi madre, sus fiestas de Reyes con sus amigos. Por eso habían coincidido ahora los dos, ansiosos de cuidarme en su tiempo sobrante.

Al cabo, y con la elocuente ayuda de Félix y de Adrián, que juraron acompañarme todo el tiempo, conseguí convencerles para que se marcharan: mamá, al piso de una amiga y después a Mallorca; el Caníbal, a su casa de las afueras de Madrid.

—Pero nos llamarás inmediatamente si necesitas algo.

—Desde luego.

Quedé para cenar con ellos, un día con cada uno, por supuesto, porque, para mayor agobio, siempre me reclaman por separado: la gente no suele tener en cuenta que los hijos de padres divorciados tienen que duplicar sus desvelos filiales. Y al fin, al cabo de tres horas, les pude empujar con suavidad escaleras abajo. Se marcharon discutiendo y yo quedé agotada.

Hubiera querido meterme en la cama, taparme la cabeza con la almohada y fallecer en paz, o al menos dormir durante un buen rato, pero Félix y Adrián no me dejaron. Empecé a preguntarme cómo se las habrían arreglado para vivir antes de conocerme a mí, antes de verse inmersos en un secuestro. Ahora se habían puesto a preparar unos espaguetis para la comida. No sé cómo lo hacíamos, pero nos pasábamos la mitad de nuestro tiempo sentados alrededor de la mesa de la cocina.

Íbamos a empezar el almuerzo cuando sonó de nuevo el timbre de la puerta. Otra visita insospechada: el inspector García.

—¡Inspector! ¡Qué sorpresa! Precisamente le iba a haber llamado esta mañana. Pero luego vinieron mis padres y…

El hombre entró sin esperar a ser invitado y dejándome con la palabra en la boca. Cerré la hoja y le seguí. García echó un vistazo rápido a la sala y levantó un par de cojines del sofá, como si pudiéramos tener a Ramón escondido en los entresijos de la tapicería. ¿O tal vez andaba detrás del dinero? Recordé con alivio que los millones estaban de nuevo bien ocultos en el saco de pienso de la Perra-Foca. Comencé a impacientarme:

—¿Busca algo?

El inspector me lanzó una sonrisa torcida desde el abismo de sus labios. ¿Estaría casado ese tipo horroroso? ¿Tendría alguna esposa amante o resignada que le esperara en casa, una esposa que algún día fue novia y que pudo desear, aunque la idea misma resultara intolerable, atravesar el hondo desfiladero que formaban la nariz y el mentón del policía, para llegar, con afán inconcebiblemente lujurioso, a estampar un beso en su boca remota?

—¿Por qué? —contestó García.

—Hombre, porque parece que está usted husmeando por ahí entre los cojines…

—Digo que por qué quería llamarme esta mañana.

—¡Ah! Pues para ver si había novedades, naturalmente. Llevábamos algún tiempo sin hablarnos.

Habíamos llegado, cómo no, a la cocina, y nos sentamos los cuatro en las cuatro sillas en torno a la mesa recién puesta.

—Iban ustedes a comer —comentó García inexpresivamente.

—Pues sí.

—Espaguetis. Me gustan los espaguetis —añadió con la misma atonía.

Hubo un instante de silencio. En general me resulta muy difícil ser grosera, pero no podía soportar la idea de comer con ese hurón delante. Así es que respondí, algo forzada y ronca:

—A nosotros, también.

Nuevo silencio. García suspiró con lo que parecía hondo sentimiento; luego hizo chascar las articulaciones de los dedos y se aclaró la garganta.

—Bien. Lo preguntaré una vez. ¿Ha tenido noticias de los secuestradores? —dijo.

—No.

—Ya veo. Yo pregunto. Usted niega. Así es el juego. Yo investigo. Usted negocia a mis espaldas. Eso hacen todos.

—Yo no negocio nada.

—No sea tonta: no conteste aquello que no le he preguntado. ¿Para qué mentir innecesariamente? Se ve que no tiene usted costumbre de secuestrada.

—Pues no, desde luego. ¿Y usted, tiene usted costumbre de policía? Quiero decir, ¿hace usted algo, investiga o trabaja, además de venir aquí a mirar debajo de los cojines? —contesté, furiosa. García tenía la virtud de sacarme de mis casillas.

—Muy nerviosa. Está usted muy nerviosa, como todas las esposas de los secuestrados. Pues sí, trabajamos. Y descubrimos cosas. Primero, sabemos que está vivo.

—¿Y cómo se ha enterado de eso?

—Secretos del oficio. Segundo, Orgullo Obrero. Orgullo Obrero es un grupúsculo político de extrema izquierda de orígenes maoístas. Han formado una guerrilla urbana influida por las tácticas del grupo peruano Sendero Luminoso. Creemos que son los mismos que secuestraron a un alto cargo autonómico en Valencia hace unos meses. Son pocos, pero muy peligrosos. Y eficientes. Lo que dicen, lo cumplen.

Me estremecí.

—¿Y entonces?

—Entonces. Yo investigo. Usted negocia y paga. Yo no me entero. Usted me avisa cuando el señor Iruña quede en libertad. Así son las cosas. Me parece que se les están quedando fríos los espaguetis.

Se nos había quedado mucho más frío el ánimo. Después de que el inspector se fuera, sólo Adrián pudo devorar, con su proverbial hambruna de lobezno, el cuenco de pasta pegoteada. Félix y yo estuvimos intentando desentrañar la razón de la visita de García.

—Quizá no quiera nada. Quizá venía tan sólo a decirnos lo que sabía y a aconsejarnos honestamente que pagáramos —aventuré.

—No, no, no. Eso sería demasiado simple. Creo que, en efecto, quiere que paguemos, pero para utilizarnos de cebo. Creo que pretende atrapar a los secuestradores en el acto de cobrar el rescate, y apuntarse así un tanto. Le importa un comino lo que esos fanáticos puedan hacerle a tu marido.

Entonces, qué día tan fatídico, volvió a sonar el timbre de la puerta, como en un vodevil de enredos, pero tenebroso. Y en esta ocasión era el portero: que mientras estaba fuera en la hora de la comida le habían dejado un paquete para mí en la portería. Era un paquete pequeño, como la cuarta parte de una caja de zapatos. Lo remitía la editorial de Belinda, la Gallinita Linda. Rompí el papel de estraza con cierta ilusión, esperando un detalle de aliento por parte de mi editor, un regalito enviado con cariño. Dentro había una bonita caja de cartón floreada; dentro de la caja, un montón de papel de seda muy arrugado. Y dentro del papel de seda, como acurrucado en ese nido pálido y crujiente, había un dedo seccionado. El dedo meñique de la mano izquierda de Ramón.

Lo reconocí enseguida, el dedo ese. No se puede vivir diez años con un hombre sin saber cómo son sus dedos, el olor de sus axilas, los pelánganos que le asoman por la oreja. Todas esas intimidades que llegas a conocer del otro como si fueran tuyas. El dedo de Ramón era largo y bien formado: siempre tuvo las manos bonitas. Tenía la uña cuadrada y recortada con primor (incluso en el secuestro: me admiré), y un puñadito de vellos en la primera falange. El corte era limpio, sin pingajos de piel o de tendones, sin astillas de huesos. Tan limpio como si lo hubieran seccionado con un hacha, ¿o quizá la violencia del hachazo hubiera aplastado o maltratado más la piltrafa de carne? También era posible que hubieran utilizado una cuchilla de cortar embutidos. Estuve barajando mentalmente estas opciones y me tuve que ir a vomitar. Después me pasé llorando toda la tarde.

El dedo de Ramón. Pobre dedo, tan solo, pálido y muerto, carente de sangre y sustancia. Pobre Ramón, sometido al horror, al dolor y a la mutilación. Mi cabeza no funcionaba bien, estaba llena de relámpagos de cuchillas. El dedo de Ramón. Yo había dado la mano a ese dedo cuando estaba vivo y lleno de movimientos y adherido al resto del continente ramoniano. Yo había sentido moverse ese dedo, caliente y sudoroso en verano, frío en invierno, pero seguro que nunca tan frío como ahora, en el hueco de la palma de mi mano. Ese dedo me había acariciado la cabeza, me había pasado el periódico durante el desayuno, incluso debía de haber estado dentro de mí: diez años de vida conyugal dan para todos los dedos, aunque se trate de una conyugalidad bastante mortecina. Y ahora ese pedazo de persona no era más que un fragmento de basura orgánica.

—Es una brutalidad, es un espanto, es cierto. Pero también te digo que en estos casos se suele sufrir más con la imaginación que con el hecho en sí —me decía Félix, intentando sacarme del ataque de angustia—. Tú estás ahora reviviendo mil veces, y de mil maneras distintas, el momento de la mutilación. Pero para él ese instante acabó hace tiempo. Te recuerdo que yo perdí tres dedos y tampoco fue un trauma tan terrible.

—Pero tú mismo has dicho que para ti no fue una pérdida. No tiene comparación en absoluto. Lo que habrá sufrido, pobrecito.

Ramón había perdido su dedo y yo había perdido a Ramón, mucho antes incluso de que lo secuestraran. Lo había perdido dentro de mí, junto con mi juventud, mis dientes, mis ambiciones literarias, mi capacidad para sentirme viva, mis ganas de enamorarme, mi cuerpo de mujer y tantas otras cosas sonoras y sustanciales en las que no quería ni pararme a pensar. Félix estaba en lo cierto: vivir era perder. Todo se acababa, todo decaía.

Mis padres, por ejemplo. En el rato que estuvieron en casa hablaron de mil temas, compitiendo en locuacidad como siempre habían hecho. En un momento dado empezaron a relatar la extraña historia que les había contado muchos años atrás un amigo dentista. Fue mi madre quien llevó la voz cantante en la narración:

—Pues la cosa sucedió cuando el doctor Tobías acababa de montar su nueva consulta. Un día le llegó un tipo mayor con su mujer diciendo que quería que le arreglara la boca a la señora —explicó mi madre.

—Un arreglo caro e importante —añadió el Caníbal.

—Y este señor era Marrasate, ya sabes, el de los embutidos Marrasate, un tipo riquísimo.

—Forrado de millones —apuntó él.

—Entonces el doctor Tobías le presentó el presupuesto para que lo firmara, como siempre hace, pero Marrasate le contestó que él era tan rico que no firmaba presupuestos previos. Era un chulo, ya ves. Y al doctor Tobías le dio apuro insistir.

—No se atrevió.

—Total, que le arregla la boca a la señora, termina el trabajo y le manda la factura al millonario. Y pasan dos semanas y nada, no hay respuesta. Así que una tarde el doctor Tobías se acerca por la casa de Marrasate, que daba la casualidad que vivía cerca de la consulta… —En el portal de al lado.

—Y entonces el portero le explica que no están, que se han ido corriendo a Barcelona porque la señora se ha puesto muy enferma. Bien, con esto el doctor Tobías se queda más tranquilo y vuelve a su trabajo. Y pasa un mes o así y una tarde llaman a la puerta de la consulta y es un mensajero que le entrega un paquete a la enfermera.

—Un paquete pequeño.

El Caníbal apuntalaba el relato de mi madre con sus acotaciones sin entorpecerlo ni interrumpirlo, y mi madre se tomaba a bien esas intervenciones, que no eran un intento de arrebatarle la palabra y el protagonismo, sino, por el contrario, una aportación para la voz común, para el discurso dual de las parejas. No hay nada que dé mejor la dimensión de la veteranía de una convivencia como esa manera inconsciente y automática de conversar a dos, de completar con el rebote de tus pensamientos el pensar del otro. Porque el roce continuo de la conyugalidad termina emborronando los límites del ser, Al cabo de los años, de muchos años, todo lo has vivido con el otro, o se lo has contado infinitas veces, o se lo has oído hasta el aburrimiento. No hay palabra, pues, que no resuene.

—Y abren la cajita y ¿qué te crees que había dentro? Pues los dientes de la mujer, o sea, los puentes falsos. Porque la señora se había muerto y ese tipejo le había arrancado los dientes para devolvérselos al dentista y no pagarle. Y date cuenta además de que eran puentes fijos, de esos que se quedan totalmente pegados, o sea que para quitarlos había que liarse a golpes con la boca de la muerta.

—A martillazos.

Mis padres habían vivido juntos más de treinta años, y no sólo todavía se llamaban entre sí papá y mamá, sino que además, me estremeció advertirlo, seguían manteniendo el eco marital, esa palabra compartida y pegoteada por la costumbre. Pero todo eso, esa construcción de la pareja, tan lenta y pertinaz como la formación de una estalactita, reventó al final en un momento dado. Mis padres se separaron hace más de una década. Atrás quedó el embeleso de su noviazgo, el aburrimiento de su madurez y la exasperación de los tiempos finales. Todo perdido. De los treinta años de convivencia sólo les queda ahora el viejo automatismo de un relato a dúo.

A veces voy por la calle y me pregunto qué historial de duelos tendrá cada uno de los peatones con los que me cruzo. Cuándo y cómo habrán perdido todos lo que todos perdemos. Ese señor del traje, por ejemplo, ¿habría llorado mucho la pérdida de su cabellera? ¿Cuánto tardó en aceptar su cráneo mondo, en dejar de estremecerse, por las mañanas, cuando se contemplaba en el espejo? ¿Sentiría todavía un hipo melancólico cuando se veía en fotos antiguas, con todo el pelo y todo el futuro brotándole con vigor juvenil de la cabeza? Y esa señora gorda, vieja y dilatada, ¿cómo pudo acostumbrarse a volverse invisible, a perder para siempre la mirada del hombre? Veamos ahora este autobús: ¿cuántos de los pasajeros habrán perdido ya a sus padres? ¿Cómo se vive eso, cómo lo llora y lo olvida cada uno? ¿Y casar a una hija, y romper con un amante, y dejar un empleo, y jubilarse? El otro día recibí la hoja publicitaria de un seguro de vida. Había una tabla minuciosamente descriptiva con la valoración de unas cuantas pérdidas atroces. Pérdida total del movimiento del hombro derecho, tres millones de pesetas; del izquierdo, dos. Ablación de la mandíbula inferior, tres millones. Amputación parcial de un pie, incluidos todos los dedos, cuatro millones. La lista proseguía de modo interminable con gélida indiferencia administrativa, como si uno pudiera reducir a una línea contable todo el duelo y la palpitación y la vida rota que se agazapan detrás de esas catástrofes. Pérdida de tres dedos de la mano, salvo pulgar e índice, dos millones y medio: eso es lo que hubiera podido cobrar Félix. Pérdida del medio, anular o meñique de la mano, un millón. Eso es lo que podría reclamar mi marido. Con todo, a la tabla de la compañía de seguros le faltaban las entradas más importantes; por ejemplo, no incluía la pérdida de la autoestima, pese a ser una dolencia tan grave y tan común. Y tampoco decía nada de los dientes arrancados de cuajo al chocar contra la trasera de un camión. Mi boca mutilada no tiene precio.

La pérdida, cualquier pérdida, es un aperitivo de la muerte. No nos cabe la pérdida en la cabeza, de la misma manera que no nos cabe la idea de nuestro fin. Uno nunca está preparado para perder.

—Yo no estaba preparada para esto —me dijo una mujer, hace algunos años, en la antesala del dentista.

Porque después del accidente, y una vez dada de alta en el hospital, tuve que ir durante muchos meses al dentista para intentar arreglar lo inarreglable: extraer las raíces partidas, recoser las encías, remendar la mandíbula. Y en una de mis múltiples visitas coincidí en la sala de espera con aquella mujer. Tenía unos treinta años y no era fea; pero estaba calva, calva por completo.

—Yo no estaba preparada para esto —me explicó con voz débil señalando su cráneo reluciente—. Nunca pensé, ni en mi niñez ni en mi adolescencia ni después, que me podría quedar sin un solo pelo en la cabeza. Pero me ha sucedido, y es una situación insoportable. Hay un antes y un después en mi memoria: antes era yo y después me convertí en una desconocida.

Me han mandado al dentista para ver si él puede encontrar alguna relación entre el estado de mi boca y el de mis cabellos. Pero yo sé que todo es inútil, sé que esta situación es irreversible. Más que perder el pelo es como si me hubiera perdido a mí misma. Me he perdido en mitad de mi vida, como otras personas se pierden en un bosque.

Eso dijo aquella mujer, y me sentí reflejada en sus palabras de tal modo que tuve una reacción inopinada y absurda: me saqué de la boca mis dientes de resina provisionales y los lancé al aire, hacia el techo del cuarto, como haciendo con ellos juegos malabares. Y durante un buen rato nos reímos las dos hasta llorar, la calva y la desdentada, reconciliadas con la precariedad por un momento.

Todo se pierde, antes o después, hasta llegar a la pérdida final. Incluso la Perra-Foca perdió vista y oído y ya no corre nada: ahora sólo caza gatos cuando está soñando. Ramón perdió su dedo. Y yo perdí a Ramón.

—Pero eso no es verdad. Vivir no es sólo perder. Vivir es viajar. Dejas unas cosas y encuentras otras. «La vida es maravillosa si no se le tiene miedo»; esta es una frase de Charles Chaplin —dijo Adrián.

Eso fue por la noche, pocas horas después de que hubiéramos recibido el dedo amputado de mi marido. Yo estaba metida en mi pijama chino y en la cama, me había tomado un valium, Félix se encontraba en la cocina preparándome una manzanilla, y Adrián, sentado en la butaquita junto a mí, había estado contándome tonterías para animarme. Eran los dos tan buenos conmigo…

—Eso lo dices porque tienes veintiún años —respondí—. Ya verás a mi edad.

—Tú no tienes edad. Pareces una niña ahí en la cama. Bueno, eres una niña.

Cogió mi mano entre las suyas y la palmeó un poco torpemente. Una sacudida eléctrica subió por mi brazo, como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Tal vez él sintiera lo mismo, porque me soltó. Estaba muy guapo con su cara de gato y sus hoyuelos. Pero yo no era una niña.

—Adrián, ¿cómo se te ocurrió esta mañana eso de ponerte a hacer el nudo de una horca con tus cordones? —pregunté. Adrián enrojeció.

—Sí, fue una tontería. Una estupidez de crío. No sé, quería demostrarte que yo también sabía cosas curiosas. Quería llamarte la atención. Sólo le haces caso a Félix. En cuanto que abre la boca, te quedas pasmada. Todas esas cosas de su vida que cuenta. Son muy interesantes, sí, pero… A mí nunca me preguntas nada. Sólo le consultas a él.

Me lo quedé mirando. En realidad, tenía razón.

—Vale, bien, te pediré consejo más a menudo. Pero no te lo tomes tan a pecho. Es lógico que Félix tenga muchas más cosas que contar. Es una de las pocas ventajas que te aporta la vejez, precisamente. Félix está lleno de recuerdos y de palabras interesantes; y tú…

—¿Y yo?

—Tú tienes la vida, Adrián, y eso me llena de irritación y de envidia. No te quejes tanto y aprovecha.

Creo que ya va siendo hora de que hable un poco de mí. Es decir, ya va siendo hora de que hable de Lucía Romero. Porque me resulta más cómodo referirme a ella: el uso de la tercera persona convierte el caos de los recuerdos en un simulacro narrativo y disfraza de orden la existencia. Como si estuviéramos aquí para algo, cuando de todos es sabido que este desvivirse que es la vida en realidad no conduce a nada.

En el comienzo de este libro, Lucía Romero estaba atravesando una época muy mala. De hecho, el secuestro de Ramón fue la guinda que colmó su congoja: porque por entonces se sentía perdida. La vida es como un viaje, y en mitad del trayecto, Lucía lo acababa de descubrir, comienza el desierto. ¿Adónde se había ido la belleza del mundo? ¿En qué momento había perdido su fe en la pasión y en el futuro? De repente, Lucía se encontraba mayor. No importaba que su apariencia física se mantuviera más o menos bien: esto no era más que el último bastión, la postrera línea de resistencia ante el derrumbe. Y además, ella conocía a la perfección, mejor que nadie, los fallos ocultos de la heroica defensa: las carnes fatigadas, las primeras arrugas. Y, sobre todo, los dientes de mentira. Cuando estampó sus verdaderos dientes en la carrocería de aquel camión, algo se le rompió por dentro. Algo se acabó para siempre jamás.

Pero la edad no se le manifestaba sólo en el cuerpo. El desierto peor era el mental. Ya no soñaba por las noches con ser otra persona que la que ya era. Y la que era le aburría bastante. Ya no pensaba en escribir mejor, en amar mejor, en conocer gente, en viajar por el mundo y tener aventuras. Su relación con Ramón era tediosa, sus amigos eran convencionales, su trabajo insulso y su gallinita Belinda una petarda insoportable. En cuanto a sus padres, estaban viejos, solos, en la cuesta de la decrepitud y la decadencia: dentro de poco tendría que empezar a hacerse cargo de ellos. El mundo entero le parecía un lugar inquietante, demasiado brutal, demasiado cínico y corrupto. Y además, tenía miedo. Cada vez más miedo. Un terror ontológico y elemental: tenía miedo de envejecer y de morir. No era esto, en fin, lo que ella había esperado de la vida en su niñez, en su adolescencia, en su juventud. No es que ella hubiera tenido unas ideas muy claras, una percepción del porvenir precisa y diáfana, pero de cualquier manera, de eso estaba segura, no previo este mundo alicaído y miserable, este mundo de mala calidad que parecía haber encogido tanto súbitamente que las sisas le empezaban a apretar de un modo insoportable. «Tú lo que tienes es la crisis de los cuarenta», le decía Emilio, su editor. «A lo mejor te estás poniendo menopáusica», comentaba Ramón cuando tenía el detalle de advertir que le pasaba algo. ¡Menopáusica! Sólo faltaba eso. No, no era el cambio hormonal: todavía era joven. Pero lo peor era pensar que se dirigía hacia allí de modo inexorable; y, si ahora ya se sentía tan mal, ¿cómo iba a estar después, en la árida meseta menopáusica, cuando tuviera que sumar a la depresión el consabido azote de las sofoquinas?

La crisis de los cuarenta, desde luego. El otro día Lucía estaba tomándose un café en un bar próximo a su casa y en un momento determinado bajó al baño. Y digo bajó porque los servicios se encontraban en la planta inferior, al otro extremo de una escalera pina y estrecha. Cuando salió de los lavabos, Lucía se dio de bruces con un hombre como de cincuenta y pico años que esperaba su turno para el teléfono. El bar en cuestión es un local de barrio barato y popular, frecuentado por obreros y castizos; y el hombre era un prototipo celtibérico de la subespecie Agreste Camionero, uno de esos individuos que llevan la testosterona en la solapa y que devoran indefectiblemente con la mirada a cualquier mujer que se les ponga al lado, así sea la más horrorosa del planeta mundo. Y hete aquí que ese día Lucía llevaba un jersecito elástico muy prieto por encima de su pecho sin sujetador; y una faldita negra más bien corta y estrecha. Pasó Lucía por delante del tipo sin prestarle atención y comenzó a subir el tramo de escalera; y cuando ya iba a coronar el descansillo se le atravesó una inquietante idea en la cabeza: «Voy a verificar que el Agreste Camionero me está mirando», se dijo, segura de atrapar, como quien apresa un pescado en una red, la mirada lujuriosa y bovina del individuo. De modo que en cuanto que acabó la ascensión giró con disimulo la cabeza. Y sí, en efecto, el hombre se encontraba todavía ahí abajo: pero con la vista vuelta hacia otra parte y completamente ajeno a Lucía, a las piernas de Lucía y a sus pechos sin sujetador resaltados por el tricot elástico. «Se acabó, te volviste invisible», se dijo ella. «Ahora sí que la has jodido para siempre».

Ya lo dicen las encuestas: a partir de determinada edad desapareces. Todos los sondeos y estudios estadísticos que en el mundo son vienen ordenados por la cronología de los sujetos entrevistados: de los 18 a los 25 años, de los 26 a los 35, de los 36 a los 44… Y en todos se llega a una frontera en donde da comienzo la oscuridad: «De los 45 en adelante», dicen las groseras tablas estadísticas, como si a partir de ese mojón se extendiera el espacio exterior, la Tierra del Nunca Jamás, el despreciable universo de los Invisibles. Pues bien, justamente ahí se encontraba Lucía: pisando el confín del acabóse.

Tal vez convenga hablar un poco del pasado de Lucía Romero. Lucía es hija única y siempre se creyó poco querida. El Padre-Caníbal era un seductor y un egoísta, un buen actor de repertorio que aspiró a ser estrella sin conseguirlo y que ahora vivía con discreción de unas pocas colaboraciones televisivas. Sonreía maravillosamente y derrochaba encanto. Era su único derroche, porque por lo demás resultaba imposible obtener nada de él: ni dinero, ni tiempo, ni auténtica atención. Nunca discutía, nunca daba un grito: carecía de pasiones y tal vez de ideas, y por otra parte estaba convencido de que el malhumor le envejecía y le afeaba, y él se cuidaba mucho. Era inconsistente, superficial, ausente; a no ser que hablara de sí mismo, ningún tema podía absorber su atención durante mucho tiempo.

Toda esta graciosa vaguedad se convertía en peligroso hierro, sin embargo, a la hora de defender sus intereses. Él siempre contaba que, siendo aún un muchachito cuando empezó la guerra, intentó pasarse al bando nacional desde Madrid: por entonces era un chico de derechas y con veleidades falangistas, aunque con el tiempo se fue haciendo antifranquista, al menos de apariencia. El caso es que escapó en pleno invierno con dos amigos suyos e intentaron cruzar a campo traviesa los picachos nevados de Navacerrada. Era de noche, nevaba, estaban agotados y la ventisca les cegaba; el hielo cedió bajo sus pies y cayeron los tres en una grieta. Uno murió inmediatamente; el otro y el Caníbal quedaron heridos y atrapados. En las siguientes horas enronquecieron de pedir auxilio; pero estaban perdidos en el monte, en la zona más inaccesible y más desierta, en mitad de una guerra; además, el frío extremo, que por una parte impidió que se desangraran a causa de sus heridas, por otra amenazaba con acabar con ellos. Todas estas consideraciones hicieron que el padre de Lucía sacara la navaja cabritera al caer la tarde del primer día y que le rebanara un filete de brazo al amigo muerto. Se alimentaron del cadáver y bebieron nieve durante cuatro jornadas, hasta que les encontró, medio congelados, una patrulla republicana. El sargento que comandaba la patrulla se quedó admirado de su resistencia; les curaron y luego les metieron en la cárcel. Y el sargento les dijo que, después de todo, habían tenido suerte; que si les hubieran encontrado los nacionales, con todo ese cacao mental de la religión y el alma y lo demás que tenían los fascistas, les habrían fusilado allí mismo por antropófagos. Y cuando el padre de Lucía contaba esto siempre añadía: «Seguro que aquel sargento tenía razón. ¡Pues menudos eran los nacionales!». Porque para entonces los tiempos habían cambiado y el mundo del teatro era mayoritariamente antífranquista, y él compartía de modo habitual todas las opiniones mayoritarias.

Lucía Romero no sabía si el relato de su Padre-Caníbal era auténtico o no, porque había descubierto, ya de mayor, que su propia tendencia a inventarse mentiras y vivirlas como si fueran ciertas era un rasgo heredado de su progenitor. Y digo que lo había descubierto de mayor porque Lucía había creído a pies juntillas al Caníbal durante muchos años. Seducida por el seductor, había obviado sus continuos desplantes, las fugas, las ausencias, la falta de interés, el olvido sistemático de sus cumpleaños y sus alambicadas y fenomenales excusas, sus mentiras tan ramificadas como un árbol viejo. Era posible e incluso probable, pues, que el padre de Lucía nunca hubiera devorado de verdad a ningún muerto; pero ella lo había creído así durante mucho tiempo, y por lo tanto la antropofagia paterna era en gran medida una realidad incontestable, porque todos somos lo que los demás nos creen y como nos miran. Además, Lucía consideraba que este instinto caníbal encerraba una verdad poética con respecto a su progenitor, una metáfora ajustada de su talante. A ella misma, por ejemplo, su padre se la había comido viva durante muchos años; y su madre estaba aún medio masticada y con señales de dientes por el cuerpo.

La madre de Lucía había sido hermosísima, histérica, cobarde. Era mejor actriz que su marido, pero una educación machista, un ambiente retrógrado y su natural debilidad habían hecho que claudicara en sus aspiraciones y que se sometiera a un destino mediocre. No aceptó oportunidades profesionales importantes para no menoscabar a su marido; y aguantó que el Padre-Caníbal anduviera con estas y con aquellas, incluso que desapareciera durante meses con las de más allá, con tal de mantener la unión de la familia. Una familia que, por otra parte, había terminado convirtiéndose en una cárcel para ella:

—No tengas hijos, nena —solía decirle la madre de Lucía a Lucía cuando esta tenía sólo seis o siete años, mientras le regalaba juegos de química y tiraba sus muñecas a la basura.

—No tengas hijos nunca, cariño: por tenerte yo a ti es por lo que no me he separado de tu padre, y ya ves qué vida me está dando —le repetía años después, cuando Lucía andaba cumpliendo los catorce.

La madre de Lucía resolvía sus muchas frustraciones con ataques de nervios, fenomenales tormentas de chillidos, paroxismos de llanto. Pero después la vida seguía igual, cansina y postergada. Hasta que un día, cumplidos ya los sesenta y pico, en un arranque de valor o hartura inesperado, la mujer hizo sus maletas y se fue a Mallorca. El Caníbal, que a la sazón estaba enamorado de una chica de veinte, no se enteró de la deserción hasta después de unas cuantas semanas, cuando volvió mustio y envejecido, rechazado, barrigón y cercano a los setenta, para encontrarse con la casa vacía. Fue un abandono irreversible: la madre de Lucía no quiso saber más de su marido ni del teatro. En Mallorca se hizo relaciones públicas del mundo de la moda; bebía, bailaba, se pintaba y salía. Llevaba diez años viviendo como una septuagenaria adolescente.

Lucía Romero no quería parecerse a su madre. Tampoco a su Padre-Caníbal, claro está, pero era el fantasma de su madre el que la perseguía, era el destino de su madre lo que la sofocaba, eran las mismas carnes de su madre las que descubría, con horror, en el espejo de los probadores de las tiendas, cuando Lucía se estaba embutiendo unos vaqueros o un traje de verano y de repente atisbaba sin querer su espalda en el azogue y reconocía ahí, qué escalofrío, la misma caída de hombros que su madre, los mismos michelines incipientes que la edad empezaba a amasar en las caderas, la misma estructura, en fin, del envejecer y quizá del ser. Y es que hay un momento en la vida de todas las mujeres en que empiezan a parecerse a sus madres, pero a sus madres mayores, a la decadencia maternal, como si la progenitora, al ir sucumbiendo, desarrollara compensatoriamente una invasión genética de la hija, una posesión casi diabólica de su cuerpo y su espíritu. A Lucía le espantaba este destino, no quería parecerse a su madre de ningún modo, y menos aún teniendo en cuenta que ella, que era hija sin hijas, solamente hija para el jamás de los jamases, nunca podría proyectar su propia imagen sobre los genes de su sucesora, rompiendo así la cadena materna interminable de vampirizadas y vampiras.

—«La tragedia de los hombres es que nunca se parecen a sus padres. Las mujeres, en cambio, siempre se parecen a sus madres: y esa es su tragedia». Es una frase de Oscar Wilde —había dicho un día Adrián, en una de sus abundantes y a menudo irrelevantes citas.

Pero esta cita sí despertaba ecos en la cabeza de Lucía: la frase seguía manteniendo dentro de sí un latido vivo y doloroso aunque las cosas hubieran cambiado mucho desde los tiempos de Wilde hasta nuestra época. No, Lucía no deseaba ser cobarde, como su madre: pero llevaba años y años sin hacer lo que quería hacer y sin vivir como quería vivir. No deseaba frustrar sus ambiciones profesionales, como su madre: pero sólo se atrevía a escribir sobre gallinas. No deseaba prescindir de un amor feliz, como su madre: pero se había acomodado a una rutina plana y miserable con Ramón. De joven, Lucía había sido mucho más inquieta, mucho más atrevida, mucho más ambiciosa. Después, en el trayecto de la vida, de algún modo se le apagó el motor. Hubo una novela que intentó escribir y que fue incapaz de terminar, y el alboroto de unos cuantos amores que fracasaron, y el accidente. En total, nada catastrófico ni verdaderamente insuperable, pero Lucía no había sabido sobreponerse. Aunque tal vez lo que sucedía es que ella era, sin más, una mujer de aliento vital corto. Pensaba en todas estas cosas Lucía al principio de este libro y se sentía fatal.

Quizá resulte conveniente contar aquí algo que ocurrió hace algunos años. Se trata de una anécdota menuda, pero nos puede aportar alguna clave para que todos entendamos mejor a la protagonista de esta historia. Fue poco antes de conocer a Ramón, cuando ella estaba terminando una relación nefasta con un hombre casado. El hombre se llamaba Hans y era un artista conocido, un pintor de moda. Tenía unos ojos negros admirables, de pestañas profundas y ojeras misteriosas; y unas manos fuertes y cuadradas, calientes y secas, con las que amasaba el cuerpo de Lucía con la misma autoridad con que Dios debió de amasar en su momento a Eva. Cruzada sobre la cama, nuestra protagonista se dejaba desnudar con quieta codicia; y Hans, todavía vestido, de rodillas en el embozo, le sujetaba las muñecas por encima de la cabeza con una mano imperativa y dura, mientras que con la otra la recorría entera: el cuello, la garganta, las axilas calientes, los pezones, el borde rizado de las aureolas, el ombligo que Eva no tenía, la curva del vientre, las ingles mordedoras. Aquí se detenía y abría a Lucía con ambas manos, despacio, con dominio del tacto, desplegando la oscuridad marina de ahí abajo, todo eso sin que ninguno de los dos dijera una palabra, él escrutando los recovecos femeninos con mirada atenta de entomólogo o quizá de artista, ella jadeante y casi loca, toda cuerpo ya, gozando de su propia pasividad desaforada. Entonces él (y ya había transcurrido un tiempo infinito a estas alturas, tal vez dos o tres vidas de mortales) comenzaba a desvestirse: se quitaba la camisa, el cinturón, se arrancaba al final los pantalones. Y una vez desnudo, sólido y hermoso, se le metía dentro de un único empellón.

Ya habrá quedado claro, me imagino, que a Lucía le gustaba una barbaridad el susodicho Hans. Le deseaba con todo su cuerpo, que es lo mismo que decir que le amaba con todo su espíritu, porque el sexo es una experiencia mental y espiritual, un barrunto de fusión con el amante, una comunión de las almas realizada por vía genital. Y si carece de esta dimensión trascendente entonces es mal sexo, es sexo rutinario y gimnástico y mortecino, y siempre masturbatorio aunque se juegue a dos.

Lucía nunca pudo llegar a la rutina sexual con Hans, porque su amante la rehuía. Él cada vez se desentendía más de ella y ella cada vez se entendía menos a sí misma. Hans no la quería, la historia se acababa, y Lucía estaba atravesando ese momento de desesperación aguda del final, cuando una pierde la poca dignidad que le queda y telefonea cuando no debe telefonear, y suplica, y llora, y dice frases patéticas que jamás sospechó que pudiera escuchar de sus propios labios. Y, así como al herido todos los golpes le van a parar a la reciente brecha, al enfermo de desamor toda la realidad le aumenta la angustia de la pérdida. De modo que el corazón se le detiene cuando ve un coche semejante al de él; o cuando oye, a través de la televisión de cualquier bar, la canción que escucharon juntos una tarde; o cuando huele, en un peatón casual con el que se cruza (tal vez un gordo horrible con la nariz peluda), la estela inconfundible de la misma colonia que él usaba.

En mitad de ese tormento se encontraba Lucía Romero, precisamente, cuando sucedió lo que quiero contarte. Era Nochebuena y ella estaba sola. Hubiera podido irse a cenar con sus padres, que aún no se habían separado; pero por entonces no les soportaba, de manera que mintió y les dijo que estaría de viaje. Ellos, por otra parte, tampoco mostraron demasiado interés o pesadumbre.

Estaba sola, pues, y era Nochebuena, dos magníficas excusas para aumentar con saña masoquista su depresión de amante rechazada. Estuvo en su casa el día entero esperando el milagro de una llamada de Hans, pero por la noche, a la hora de la cena (ahora no iba a llamar; ahora estaría celebrando la fiesta con su mujer e hijos), sacó a pasear a la Perra-Foca, que por entonces no se había convertido en la Perra-Foca todavía, sino que era una Cachorrita-Linda de apenas unos meses. Al regresar había un recado parpadeando en el contestador. Pero no era de Hans, por supuesto. Decía así:

—Oye, soy tu tía Victoria. Te llamo para decirte que tu padre se está muriendo. Los médicos no creen que pase de esta noche. Está consciente y no hace más que preguntar por ti. Ya sé lo que piensas, pero es tu padre. Está en la clínica de La Concepción, habitación 507. Yo creo que deberías ir. Es tu padre y se muere. No seas descastada. En fin, yo ya he cumplido avisándote. Ahora allá tú con tu conciencia.

Eso decía el mensaje. Bastante inquietante, desde luego, sobre todo si consideramos que Lucía Romero no tenía ninguna tía Victoria. Lo primero que hizo Lucía fue llamar a su familia; cogió el auricular el Padre-Caníbal:

—¿Lucía? ¡Pero qué raro que llames! ¿Dónde estás?

—En Viena —mintió ella. Y en pocos minutos verificó que el Caníbal gozaba de perfecta salud y que ni él ni su madre la echaban de menos: habían invitado a cenar a unos amigos y se oía un jolgorio formidable.

Tras cumplir esta comprobación algo supersticiosa, lo segundo que hizo Lucía fue rebobinar el mensaje y volverlo a escuchar un par de veces. Descubrió entonces que la tía Victoria no decía al principio «Oye», sino «Toñi». Ella, pues, se llamaba Toñi. Ella se llamaba Antonia y tenía un padre agonizando en un hospital.

¿Y ahora qué iba a hacer? Allá tú con tu conciencia, había dicho tía Victoria, y la conciencia de Lucía estaba inquieta. Podía ignorar la llamada, borrar el mensaje y olvidarse de esa tía postiza. Pero la situación le parecía demasiado irrevocable, demasiado desgarradora como para quedarse sin hacer nada. Tenía que localizar a la tal tía Victoria, tenía que explicarle que Toñi, Antonia, no había escuchado todavía el mensaje. ¡Por Dios, pero si era Nochebuena! ¿Es que ni siquiera podía pasar la Nochebuena deprimiéndose masoquistamente en su propia casa sin que la molestaran? Sintió un ataque de autoconmiseración. Sólo a ella le sucedían cosas como esa. Era triste, su vida.

Intentó telefonear al hospital, pero la centralita no respondía a las llamadas. Claro, por supuesto, en una noche de fiesta como esa. Se hizo una tortilla a la francesa, probó dos bocados, telefoneó de nuevo inútilmente. A eso de las doce no pudo resistirlo por más tiempo y decidió ir allá.

La clínica era antigua, destartalada y laberíntica. No había nadie en la puerta, aunque un pequeño transistor vomitando villancicos sobre una mesa daba fe de la presencia de algún vigilante en el edificio. Lucía cogió el primer ascensor que encontró y subió al quinto piso. Pero allí no había habitaciones de pacientes, sino departamentos médicos (Oftalmología, Medicina Nuclear, Litotricia), todos ellos cerrados a cal y canto. Lucía subió y bajó escaleras, recorrió vestíbulos, se asomó a salas de espera fantasmales con horrorosos sillones de eskay rojo. Los pasillos estaban solitarios y en penumbra, únicamente iluminados por una débil luz de emergencia. De cuando en cuando se oía el estallido de alguna carcajada a lo lejos, o unos pasos menudos repiqueteaban en una esquina sin que se viera a nadie. Olía a medicina y las luces de situación rebotaban en los viejos azulejos de las paredes, pintando las sombras de reflejos turbios y anaranjados y confiriendo a los corredores del hospital un aspecto extraordinario y un poco inhumano, como si fueran pasadizos sumergidos bajo el agua o el interior de una nave de marcianos. De pronto, una pareja joven apareció riendo por la escalera: traían un ramo de flores y una botella de champán en una champanera llena de hielo. Saludaron a Lucía desternillados e intentando controlar el tono de voz; comprobaron los números de las puertas, golpearon brevemente en una de ellas e irrumpieron en el cuarto dando gritos festivos. Era la planta de Maternidad.

La habitación 507 pertenecía, en cambio, al departamento de Oncología. Allí el silencio le pareció más espeso a Lucía, el aire más sofocante y más oscuro. Se pasó cinco minutos ante la puerta sin saber qué hacer. Estaba loca, ella estaba loca, ¿qué pintaba allí? ¡Pero si ni siquiera sabía cómo se llamaba el moribundo! Si por lo menos hubiera encontrado a una enfermera, tal vez hubiera podido dejarle una nota explicándole el malentendido. También podía hacer eso, escribir una nota y pasarla por debajo de la puerta. O marcharse sin más, marcharse a su casa ahora mismo y olvidarse de todo. Pero no, una vez en el hospital ya no podía dejar las cosas así: se había acercado demasiado a la situación y había quedado atrapada en su campo gravitatorio. Cogió aire tres veces y golpeó la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. Resopló como un ballenato y empujó muy despacio la hoja, que se abrió hacia dentro sin hacer ruido.

La habitación estaba vacía. Esto es, vacía si exceptuamos al enfermo, que ocupaba una de las dos camas. Pero no había ni rastro de la tía Victoria. Lucía entró de puntillas en el cuarto. También se encontraba medio en sombras, alumbrado sólo por la luz de noche, un rectángulo luminoso empotrado en la pared a ras del suelo. La cama vacante estaba perfectamente hecha, con el embozo impecable y sin arrugas. El sillón y la silla que suelen amueblar todos los cuartos de hospital permanecían arrimados a las paredes con esmero, como si nunca hubiera venido nadie a visitar al enfermo. En cuanto a este, Lucía se acercó de puntillas a observarlo: estaba boca arriba, quieto y tieso, una menudencia anciana y arrugada del color de las pasas de Corinto, con tubos por la nariz y por los brazos. Tenía los ojos cerrados y parecía muerto. Lucía se inclinó un poco más. No. No estaba muerto. Su barbilla temblaba, sus manos se movían ligeramente. Y se le escuchaba respirar, un pitido entrecortado y fatigoso. Le estaba contemplando Lucía apenas a dos palmos de distancia cuando el agonizante abrió los ojos. Ella dio un respingo. Los ojos del hombre eran dos pequeños botones opacos y febriles. El enfermo la miró durante un rato.

—Toñi —dijo al fin, con voz débil pero perfectamente audible.

Lucía calló.

—Antonia —volvió a decir el hombre, ahora con más vehemencia.

Y levantó una mano en el aire, temblorosa y ensartada de cables.

—Sí —contestó Lucía. Cogió la mano del viejo entre las suyas. El anciano cerró los ojos:

—No tengo orgullo —musitó. Dos lágrimas resbalaron por sus mustias mejillas.

Lucía le apretó la mano engarabitada por la artritis y acarició el dorso maltratado. No quería hablar para no delatarse. Y además, ¿qué podría haber dicho? ¿Que se sentía más cerca de ese anciano moribundo y anónimo de lo que nunca se había sentido de su padre? Ahora se abrirá la puerta y entrarán el médico o la enfermera, se dijo Lucía con angustia; ahora se abrirá la puerta y llegará la tía Victoria y me preguntará que qué hago aquí, una intrusa, una hija fraudulenta, una impostora. Madrid, al otro lado de la ventana, parecía una ciudad deshabitada. Era una noche fría y líquida, con reflejos de semáforo sobre el asfalto mojado. Aferrada a esa mano terminal como el náufrago que se aferra a un madero, Lucía pensó que tal vez la vida entera no fuera más que una preparación para la salida, de la misma manera que el juego de ajedrez no era más que una preparación para el jaque mate. Y se dijo: cómo será mi hora, quién cogerá mi mano, qué llovizna caerá detrás de qué ventana, qué habré hecho de mi vida para entonces. Pero también pensó: tú te estás muriendo y yo estoy viva. Y sintió un alivio elemental y bárbaro.

Envolvimos el dedo de Ramón en papel de plata y lo guardamos en el congelador: fue una iniciativa de Adrián, una idea asquerosa pero tal vez sensata. Eso sí, mientras estuvo el despojo en la nevera no pudimos poner cubitos de hielo en nuestros vasos, porque me negué a volver a abrir ese provisional sepulcro electrodoméstico. Todo había empezado de nuevo, la espera y la impaciencia, la incertidumbre, el miedo. No salíamos de casa más que lo estrictamente necesario: para comprar leche, el periódico y el pan, o para pasear a la Perra-Foca, y siempre se quedaba alguno de los tres de guardia junto al teléfono. Pero el teléfono callaba, o, lo que era aún peor, sonaba y provocaba graves sobresaltos con llamadas inútiles y tediosas, del inspector García, por ejemplo, o de mi madre, o del Caníbal, o incluso de mi amiga Gloria, que ahora me parecía un ser insoportable y tan lejano a mí como un extraterrestre.

Era notable lo mucho que había cambiado mi percepción de las cosas desde el secuestro de Ramón, como si antes de aquello mi vida no hubiera sido verdaderamente mía sino de otra, de una mujer que se llamaba como yo y que se parecía a mí, pero que de algún modo no era del todo reconocible por mi yo de ahora, por este yo intenso y atípico y un poco alucinado de los últimos días, días que parecían semanas, que parecían meses, que parecían años, como si en realidad toda mi existencia hubiera consistido en esto, en ser la mujer de un secuestrado, en esperar la llamada de los secuestradores, en trasladar de acá para allá doscientos millones de pesetas con olor a pienso para perros. Si al principio de la ordalía me asombraba que Adrián y Félix hubieran podido vivir por sí solos antes de que apareciéramos mi problema y yo, ahora en cambio me resultaba difícil imaginar cómo me las había podido arreglar yo misma para ir tirando en aquella vida pálida y normal previa al desastre.

A ellos, al muchacho y al viejo, la desaparición de Ramón parecía haberles ordenado la vida, dándoles una razón para levantarse por las mañanas, para moverse, para hacer y deshacer. A mí, por el contrario, el secuestro me había desbaratado la existencia. Todo el orden anterior, mi trabajo, las conversaciones telefónicas con mis padres cada dos semanas, la gallina Belinda, las agradables y aburridas cenas con amigos, las discusiones con mi marido y con mi editor, los paseos estrictamente estipulados de la Perra-Foca, la melancolía de todas las tardes a las siete y las angustias de todas las madrugadas a las dos, todo ese orden, ese entramado de existencia previsible, compacta y continua, se había derrumbado como un castillo de naipes.

Con los años, los humanos nos solemos ir achicando por dentro. De las mil posibilidades de ser que tenemos todos, a menudo acabamos imponiendo sólo una: y las demás se petrifican, se marchitan. Los escritores-profetas del sentimiento ñoño le llaman a eso madurar, aclararse las ideas y asumir la edad, pero a mí me parece que es como pudrirse. Ahí están luego esos muertos vivientes: les conozco. Hombres y mujeres cuarentones, tal vez bien situados, incluso triunfantes en su profesión, que de cuando en cuando suspiran y te dicen: «A mí antes me gustaba tanto hacer deporte…» (ahora la sedentariedad les ha convertido en gordos infames), «de joven me encantaba escribir» (ahora no sólo no escriben ni una sílaba, sino que además el único libro que han leído en los últimos cinco años es el manual de instrucciones del vídeo), o bien «no te lo creerás, pero yo antes vivía al día, disfrutaba haciendo cosas imprevistas y me pasé un año recorriendo Europa a dedo» (y, en efecto, resulta difícil de creer, porque ahora el tipo en cuestión es tan vital como una acelga y tan móvil como un champiñón, y ni siquiera se atreve a comprar el periódico en el quiosco sin haberlo reservado antes por teléfono). Todos ellos acarrean en su interior una colección de momias, todos tienen por almario una necrópolis. Cuando Ramón desapareció, yo también tenía el almario un poco enmohecido y las personalidades interiores con telarañas, y probablemente la crisis me ayudó a rescatarlas. La buena noticia es que, si sobrevives, el sufrimiento enseña. La mala noticia es que el verdadero sufrimiento casi siempre mata.

El caso es que estábamos otra vez como al principio, digo, pendientes del timbre telefónico como enamorados en síndrome de espera, cuando por fin se produjo la llamada al atardecer del segundo día. Fui yo quien levantó el auricular:

—Lucía…

¡Era Ramón! Sentí el sobresalto en el estómago, como una punzada, como un golpe. Era ridículo, pero no había pensado que pudiera llamarme Ramón en persona. Supongo que lo imaginaba enfermo, postrado, gimiente, febril. Pero era él, no cabía duda. Era él aunque hablara con esa voz tan rara, con voz de enfermo, de postrado, de gimiente y de febril.

—¡Oh, Ramón, cariño, qué te han hecho, cómo estás! —casi lloré.

—Mal, estoy mal… —balbució—. Escucha, Lucía, sólo me permiten hablar un minuto contigo, son feroces, son brutales, están dispuestos a todo, dales el dinero, por favor, haz lo que te dicen…

—¡Lo hago, lo hago, lo del otro día no fue por mi culpa, llevamos el dinero y lo hicimos todo, pero cuando llegamos allí descubrimos que estaba la policía, yo no les dije nada, te lo juro, debieron de seguirnos por su cuenta! —farfullé muy deprisa, sin pararme a pensar si nos estarían escuchando.

—Haz lo que te dicen o me matarán —gimió Ramón.

—¡Esta vez saldrá bien! —prometí.

Pero ya no me pudo oír: habían colgado.

Dos horas más tarde llegó a casa un chico de Interflora con un maravilloso ramo de tulipanes azules. Precisamente de tulipanes, que era mi flor preferida: resultaba irónico, siniestro. Abrí el sobre de la tarjeta con dedos temblorosos; el mensaje, escrito en letra minúscula con una impresora láser, decía así:

«La entrega se efectuará esta tarde, a las 19:46, en la estación de Atocha. En el vestíbulo de la primera planta, a la altura de las vías del AVE y del Talgo, hay un quiosco de golosinas, y junto al quiosco, un banco. Siéntese en el extremo derecho y deje la maleta en el suelo, a su lado, perpendicular al banco. Mire hacia delante, disimule y espere hasta que la entrega se produzca. Esta es su última oportunidad. Si falla otra vez no volverá a ver con vida a su marido. Orgullo Obrero».

¡Si fallaba otra vez! Pero entonces, ¿era de verdad todo culpa mía, como siempre temí? ¿Era culpable de ser una mediocre, de haber defraudado las expectativas de mis padres, de no querer adecuadamente a los demás, de quedarme tan bajita como soy, de haber estampado los dientes en la carrocería de un camión, de mi infelicidad, de la infelicidad de los demás y del hambre del mundo? ¿Y ahora además también era culpable del secuestro de Ramón y del fracaso de la primera entrega y de la amputación del dedo meñique de mi marido? Me entró una tiritera de puro terror.

—¡Tranquila! Todo va a salir bien esta vez —dijo Félix con voz serena.

Pero yo seguía temblando.

—Tranquila, bonita. Yo estoy aquí —dijo Adrián.

Y me abrazó por detrás, pegando su pecho a mi espalda (o más bien su estómago a mi espalda: soy tan diminuta) e inclinando su cabeza sobre mi hombro. Como un oso amoroso, como el rico abrigo de una capa en mitad del invierno, como un refugio protector, todo él tan fuerte y grande y cálido envolviéndome en sus brazos y en su aroma. Fíjate qué estupidez: se me acabó el temblor. En realidad, confiaba más bien poco en el muchacho, y no pensaba que su presencia pudiera proporcionarme una seguridad adicional ante los secuestradores ni tranquilizarme frente a mis propios miedos. Pero bastó la presión suave de sus brazos y su cara de gato tan hermosa y el calor de su cuerpo sobre mi espalda, e incluso bastó su inocente jactancia, ese «yo estoy aquí» que me hubiera parecido risible en otros labios, para que me derritiera por completo y se me aflojaran las piernas y dejara de temer y temblar, toda yo instantáneamente femenina, o más bien feminoide, lo cual es un estado regresivo, un retorno a las añejas esencias culturales, a la bicha de la mujer antigua, como si de repente apagaras la cabeza y fueras toda sustancia, toda víscera, algo semejante a una medusa marina, a un grumo de gelatina pulsátil, sal y agua, que flota ciegamente hacia donde las corrientes quieran llevarla.

De modo que me dejé mecer por los brazos de Adrián y gimoteé, ya algo más calmada:

—Volverá a salir mal. ¡Pero si ni siquiera entiendo bien las instrucciones!

Y era verdad: leí varias veces la tarjeta sin comprender palabra, como si estuviera repasando el enunciado de un problema de matemáticas en mitad de un examen.

—No te preocupes, es bastante sencillo —dijo Félix—. Sólo tenemos que preocuparnos de dos cosas: de llegar pronto, para evitar que el banco esté ocupado, y de que la policía no nos siga. Y de eso me encargo yo.

Eran las cuatro y media de la tarde y no disponíamos de mucho tiempo por delante. Volvimos a rebuscar en el saco de pienso, volvimos a llenar la maleta, volvimos a salir a la calle arrastrando el peso del maldito dinero. Félix tenía un plan, efectivamente, para evitar que fuéramos seguidos.

—En primer lugar, no vamos a llevar mi coche. Es demasiado identificable y fácil de seguir. Será mejor que cojamos un taxi.

—Está bien. Llamaré por teléfono para que venga uno —dije.

—No, no. Lo más probable es que tengamos el teléfono intervenido, y son capaces hasta de mandarnos un coche conducido por un policía camuflado. No, cogeremos el taxi en la calle, es más seguro.

Era más seguro, sí, pero también más lento y más incómodo, sobre todo teniendo en cuenta que llevábamos con nosotros doscientos millones de pesetas. Estuvimos casi diez minutos en el portal a la espera de que Adrián atrapara algún vehículo, y todo el tiempo me atormentó el recuerdo del intento de atraco que habíamos sufrido unos días atrás.

—Acabarán robándonos el dinero —gemí al fin, incapaz de aguantar la tensión en un digno silencio de heroína.

Félix sonrió y se abrió un poco la chaqueta de tweed. Horror, llevaba consigo el pistolón, negro como un mal pensamiento y recio como un cañón napoleónico. Al contrario que el abrazo de Adrián, que por lo menos despertó en mí ancestrales espejismos de cobijo, el arma de Félix no aumentó mi seguridad, sino mi desconsuelo. ¿Adónde iba yo con un octogenario majareta que llevaba un mortero de museo en el sobaco?

—Nos robarán el dinero y la pistola —aventuré lúgubremente.

Pero en ese momento llegaba Adrián subido al taxi.

—Vamos a la plaza de Callao —le dijo Félix al conductor.

El desvío formaba parte del plan de mi vecino para despistar a los posibles perseguidores. Cuando alcanzamos nuestro destino, Félix pagó al taxista y añadió una propina majestuosa.

—Mire usted, tenemos que recoger a mi esposa, que está muy enferma y tiene graves dificultades para moverse —explicó Félix al taxista poniendo un gesto compungido de anciano indefenso—. Nos haría usted un favor enorme si ahora se dirigiera al paso subterráneo de la plaza de Jacinto Benavente y nos recogiera allí abajo, junto a la entrada del parking. Estaremos allí en cinco minutos. Le quedaría muy agradecido y además le daría mil pesetas más sobre el precio de la carrera.

—Eso está hecho —dijo el taxista.

—Estupendo. Ya sabe, en el túnel. Debajo del túnel. Junto al parking. En cinco minutos.

—Voy para allá.

El plan era bueno, desde luego. La cosa consistía en bajarnos en Callao frente a la zona peatonal y recorrer andando la calle de Preciados: los músculos jóvenes de Adrián podían hacerse cargo de la engorrosa y pesada maleta. Nuestros supuestos perseguidores no tendrían más remedio que seguirnos a pie, y para cuando llegáramos al otro lado de la zona peatonal, el coche de la policía estaría lejos y tardaría en llegar hasta nosotros. Entonces nos meteríamos en el paso subterráneo, y allí abajo nos estaría esperando un taxi. Abandonado en mitad del túnel, con su propio coche de policía aún lejos y sin posibilidad alguna de coger inmediatamente otro taxi para perseguirnos, el policía que hubiera venido a pie detrás de nosotros no tendría más remedio que perder unos segundos preciosos hasta salir del paso subterráneo, y para entonces nosotros ya habríamos desaparecido en el espeso tráfico. Por último, unas cuantas calles más allá abandonaríamos ese vehículo de alquiler y nos subiríamos a otro, por si el perseguidor hubiera tomado la matrícula.

—Cumpliendo esa precaución última y elemental, es imposible que nos puedan seguir la pista —dijo Félix con tono satisfecho cuando nos explicó el programa de escape y disimulo.

Y sí, en efecto, parecía un buen plan, sensato y no demasiado complicado. Lástima que cuando llegamos a lo más hondo del paso subterráneo no apareciera el taxi por ningún lado. Nos pusimos a esperar.

—Qué raro —exclamó Félix con absoluto desconcierto.

—Pues vaya una idea tan estupenda. Ya me parecía a mí. Menudo profesional que estás hecho —gruñó Adrián, aún sudoroso y jadeante tras atravesarse medio Madrid a la carrera arrastrando veinte kilos de maleta.

Esperamos más. Los coches pasaban a nuestro lado haciendo vibrar el aire y atufándonos de anhídrido carbónico. Ni rastro del canalla del taxista. Me indigné con el tipo: la pobre mujer de Félix, muy grave e impedida, podía estar ahora mismo muriéndose de asco en el túnel infecto. Y luego pensé: en cualquier momento va a parar un coche a recogernos y serán los de la policía, que ya han llegado.

—No lo entiendo… —balbució Félix. Se le veía derrotado, confuso, de nuevo súbitamente envejecido.

—Pues no hay mucho que entender: que el tipo ese no viene —se impacientó Adrián.

Así es que tuvimos que volver a salir a la superficie, compuestos y sin taxi y tironeando de la Samsonite. Fuera, en la plaza, tardamos por lo menos otros cinco minutos en encontrar un vehículo libre. Me desojé mirando a todas partes y no pude descubrir ningún coche de aspecto o comportamiento sospechoso, de la misma manera que antes tampoco había identificado a ningún perseguidor entre los peatones. Pero, claro, la esencia del buen perseguidor estriba precisamente en la invisibilidad, de manera que no cabía seguridad alguna. Estábamos tan desfondados y tan deprimidos que nos dejamos de pamemas disuasorias y ni tan siquiera volvimos a cambiar de taxi. Nos dirigimos directamente a la estación de Atocha. Eran las seis y veinte cuando llegamos.

Habíamos acordado que entraría yo sola, para no inquietar a los secuestradores: esta vez no queríamos dejar ningún cabo suelto en la perfecta ejecución de la maniobra. De manera que Adrián y Félix se quedaron fuera, junto a la parada de taxis, y yo arrastré la maleta hasta el vestíbulo principal con el ánimo sobrecogido. Localicé el banco y, para mi alivio, estaba vacío. Tenía por delante hora y media de espera, y en el entretanto, para mayor seguridad, coloqué la maleta en el asiento y me mantuve bien agarrada a ella. De nuevo el tiempo transcurrió con lentitud crispante, de nuevo escruté con avidez todas las caras, intentando descubrir a los policías o a los secuestradores. Una estación central es un lugar muy transitado. A los pocos minutos los rostros se volvieron borrosos, mareantes. Fisonomías intercambiables y sin sentido. Pero nada parecía tener sentido entonces, sentada allí, en la atmósfera desoladora de la estación, en la fría luz artificial. Me vi reflejada en el cristal del comercio de enfrente: una silueta oscura, forrada de ropa de abrigo, que me pareció triste y ajena. ¿De verdad era yo esa mujer madura y solitaria sentada en un banco de estación? La quietud de la figura, la actitud de espera, el olor a invierno y a calefacción insuficiente y a ropa húmeda, el ruido de los pasos presurosos, todo me deprimía. A veces parece que la vida no es más que una estación de paso, de ferrocarriles o tal vez de autobuses, nada más que un vasto y destartalado vestíbulo de suelo gris y sucio con colillas y papeles de chicle en las esquinas, y el invierno apretándose en la puerta.

A las siete y cuarenta puse la maleta junto al banco, de acuerdo con las instrucciones recibidas, y el desvarío melancólico en el que estaba inmersa se trocó en ansiedad. ¿Y si ahora pasara un ratero cualquiera y se llevara tan tranquilamente la maleta? ¿Acaso no eran célebres las estaciones por la abundancia de ladrones que las pululaban? ¿Y no era mi maleta, colocada con aparente descuido junto a mí, una presa tentadora y fácil? En ese momento anunciaron la llegada de un AVE, y un minuto más tarde empezó a sobrepasar mi banco una nueva oleada de viajeros. Yo mantenía el rostro hacia delante, pero mi mirada, no podía evitarlo, se escurría por la comisura de los ojos hacia la maleta. La Samsonite era una mancha negra en torno a la cual se arremolinaba el flujo humano, como una roca lamida por las olas. Ahora tiene que ser, me dije. Justo ahora. Pero pasaban los minutos y el caudal de personas iba disminuyendo. Al cabo, los últimos viajeros se deslizaron presurosos a mi alrededor y el vestíbulo volvió a quedar en calma. Era una tranquilidad mortífera, exasperante.

—No va a salir bien. Lo presiento. Hoy tampoco sale —gemí para mí misma.

En ese instante se paró frente a mí una señora que arrastraba tras de sí a una niña zangolotina y cejijunta de la misma manera que otras señoras arrastran el carrito de la compra.

—Es usted… ¿Es usted? —dijo, redundante, señalándome con un dedo acusador.

—¿Cómo? —me sobresalté: no era posible que esa mujer fuera mi contacto.

—¡Sí, es usted! —insistió triunfal la señora, dándome golpecitos en el hombro con el dedo—. Usted es la escritora infantil esa, ¿verdad?

No eran ni el lugar ni el momento apropiados para entablar una charla literaria y hubiera debido mentir, fingir, librarme de la mujer, decir que no. Pero era la primera vez en mi vida que me asaltaba una fan en plena calle y no pude resistir la tentación de la gloria.

—Pues sí, supongo que sí.

—¡Qué alegría! Mira, Martita, esta señora es la autora de esos libros que te gustan tanto.

Martita sonrió con candor. Era como una copia reducida de su madre, con la misma narizota e idénticos mofletes poderosos.

—Qué alegría, precisamente los Reyes le han traído este año el último volumen de la colección, no se pierde ni uno, ¿verdad, Martita? Le encanta Patachín el Patito, los tiene todos.

Sentí un pequeño retortijón en el orgullo, que viene a estar localizado como a la altura del hígado.

—Belinda. Belinda, la Gallinita Linda —murmuré.

—¿Cómo dice?

—Que yo no soy la autora de Patachín el Patito. La autora es Francisca Odón.

—¡Vaya! ¡Qué me dice! ¿Está usted segura?

—Mis libros son los de Belinda, la Gallinita Linda —repetí con cierta esperanza mientras miraba a mi alrededor nerviosamente.

—¡Vaya! Pues esos no los conocemos, ¿verdad, Martita? ¡Qué pena! Pues nada, usted perdone, ¿eh? —dijo algo embarazada la señora.

Y salió a todo correr arrastrando a su hija tras de sí.

Me estaba intentando reponer del encuentro cuando se acercó a mí un niño pequeño y mugriento que vendía flores de plástico. Qué minuto tan intenso: en mi vida había estado tan solicitada. Con tanto visitante inopinado volvería a fracasar la operación de entrega del rescate.

—No quiero comprar nada, guapo —me apresuré a decirle: quería que se fuera y que no estorbara.

—Pero qué dices, tía. Si yo no vendo nada. Te traigo un recado. Y la flor te la regalo —contestó con desparpajo el mico, que apenas si levantaba un palmo del suelo. Y me metió en la mano un papelito y una rosa encarnada.

Desdoblé el papel: traía un texto impreso en letra minúscula, semejante a la del anterior mensaje de Orgullo Obrero. Decía así:

«Esto ha sido una cita de seguridad. Vaya ahora mismo, repetimos, AHORA MISMO, al cine Platerías. Compre una entrada y entre usted sola, repetimos, USTED SOLA. Siéntese en las últimas filas, en la zona de la derecha y en una de las butacas del pasillo, dejando libre un asiento a su lado. Ponga la maleta a sus pies y disfrute con la película. No se detenga a telefonear a nadie: la estamos vigilando».

Levanté la cabeza buscando al niño de las flores, pero había desaparecido. Me apresuré a salir de la estación y enseñé la nota a mis compañeros, que para entonces estaban ya desesperados por mi tardanza.

—Dicen que nos están vigilando —susurré, sobrecogida.

—Puede que sea cierto y puede que no —contestó Félix—. De todas formas, vámonos.

Un taxi nos trasladó en sólo diez minutos hasta el cine. El Platerías estaba en una calleja de la zona antigua de Madrid, por detrás de la Puerta del Sol. Era un local mísero y diminuto con un cartelón pintado a mano que decía: «Hoy, fabuloso programa triple: El último nabo en París, Chúpate esa y Huevos a granel». El cogote se me inundó de sudor frío: de manera que tenía que entrar ahí y además sola. Era noche cerrada y la calle estaba poco iluminada y aún menos transitada. El interior del cine parecía tan acogedor como la cueva de una serpiente cascabel.

—Pues me parece que no tienes más remedio que ir —dijo Félix.

—Te esperaremos aquí, no te preocupes —dijo Adrián—. Y si no sales en un ratito voy a buscarte.

Me acerqué a la taquilla para sacar la entrada, muerta de vergüenza de que me vieran. Pero a la taquillera, una momia de pelo pelirrojo y nariz verrugosa, mi presencia le pareció de lo más normal:

—Toma, tesoro. Y date prisa, que ahora mismo está empezando Chúpate esa. Es la más bonita de las tres, tiene un argumento la mar de interesante —dijo la momia.

Y en efecto entré, arrastrando con dificultad la pesada maleta por encima de una moqueta sucia hasta la náusea. Atravesé una cortina ajada y me encontré dentro de una tórrida y sofocante oscuridad que apestaba a pies y a bajos mal lavados. Poco a poco empezó a emerger de las tinieblas el perfil de las butacas: era una sala pequeña y estaba casi vacía. Busqué un lugar a la derecha y hacia atrás, siguiendo las instrucciones, y me desplomé sobre el asiento con el corazón bailándome un zapateado dentro del pecho. Era una suerte que estuviera tan oscuro, porque así no podía ver la porquería que tapizaba los sillones: el posabrazos, en donde coloqué un instante mi mano, tenía un tacto húmedo y viscoso. Puse la maleta junto a mí, entremedias de mi silla y la de al lado, y me dispuse a esperar. Pasaron unos pocos minutos y empecé a ser consciente de lo que estaba viendo en la pantalla: carne por aquí y carne por allá, agujeros negros y peludos, bocas babeantes, penes descomunales. Bien, me dije con alivio, es una película porno para homosexuales. Miré a mi alrededor y todos los demás espectadores estaban repartidos en parejitas, afanosamente atentos a lo suyo: de modo que el Platerías era un cine gay, circunstancia que me tranquilizó bastante. Si no cogía alguna enfermedad venérea, si no me quedaba embarazada por el mero hecho de estar sentada en uno de esos sillones sustanciosos, y si no moría asfixiada por el aire fétido, tal vez conseguiría en esta ocasión entregar el dichoso dinero del rescate, me dije esperanzada. Y en ese mismo instante, como si hubiera sido convocado por mi mente, se sentó a mi lado un tipo alto y grueso.

Lo de alto y grueso lo advertí por su sombra, por el volumen de aire que desalojaba junto al rabillo de mis ojos, porque no me atreví a mirarlo de frente. Seguí con la vista clavada en la pantalla, en donde un negro inmenso le clavaba a su vez la verga a un blanco delgaducho. Bien, el recién llegado empezó a maniobrar junto a mí. Noté que la maleta se movía: chocó contra mi pierna. ¿Pero qué demonios estaba haciendo el tipo? ¿Pretendía quizá contar los millones antes de llevárselos? Entonces vi algo de refilón que me llenó de pánico: el hombre tenía en la mano una pistola. ¿Tal vez iba a matarme? Me volví hacia él de manera instintiva y lo miré de frente: un rostro ancho y anodino, la boca medio abierta, la lengua asomando entre los labios. Y lo que había en sus manos era un sexo amorcillado y renegrido, tieso como la vara de un perchero. No se trataba de mi contacto, no era el terrorista, sino el único bisexual que debía de haber en todo el cine, tal vez el único verdadero bisexual de todo el planeta, y justamente me había tocado a mí, justamente se le había ocurrido sentarse a mi lado y meneársela.

Pegué un bufido, me puse de pie y salí arreando con la Samsonite. Y entonces sucedió: estaba retrocediendo por el pasillo en busca de otra butaca, cuando alguien salió por detrás y agarró la maleta.

—Esto es nuestro —susurró una voz en mi oído.

Fue un movimiento suave y bien ejecutado: yo sentí su mano sobre la mía y solté el asa. Vi las espaldas del hombre, envueltas en un traje oscuro, caminando por delante de mí hacia la salida. Me quedé paralizada en medio del pasillo durante unos instantes, hasta que un espectador empezó a protestar diciendo que no veía. Salí corriendo y me encontré con Félix y Adrián en la puerta del cine.

—¿Lo habéis visto, lo habéis visto? —les grité muy excitada.

—¿A quién?

—Al hombre de la maleta.

—No, no. Por aquí no ha pasado nadie. Debe de haber otra salida.

En realidad, me daba igual por dónde se hubiera ido: lo importante era que lo habíamos conseguido. ¡Habíamos conseguido pagar el rescate! El juego de policías y ladrones había acabado.

Regresamos a casa en silencio, agotados. Curiosamente, yo no había pensado en ningún momento en lo que pasaría después de la entrega: todas mis energías habían estado concentradas en la operación de pago del rescate. Ahora, una vez aflojada la tensión, mi cabeza se había sumido en el aturdimiento. Bien, habíamos conseguido pagar la cantidad exigida, y ahora era de suponer que Ramón sería liberado y que volvería a casa. Me aliviaba, claro que me aliviaba la idea de su liberación. Pero me acongojaba, claro que me acongojaba la idea de su regreso. Ahora que Ramón iba a volver conmigo ya no me parecía tenerle tanto cariño como en los días pasados. Me lo imaginaba entrando por la puerta con su mano maltrecha (pobrecito) y sentándose en la sala y explicando su secuestro una y otra vez, ciento cincuenta mil veces en los próximos años, ciento cincuenta mil explicaciones reiterativas y aburridísimas todas ellas, porque Ramón era lento y tedioso y un narrador horrible. Me imaginé a Ramón contando su secuestro por milésima vez y fumando de la manera que él fuma, agarrando el cigarrillo con su mano mutilada (pobrecito) y sosteniéndolo recto ante la boca mientras chupa, para después hacer ruido con los labios al echar el humo; cierra y abre los labios con un chasquido húmedo y neumático, cierra y abre los labios como si fuera un barbo boqueante. Para entonces yo ya no soportaba ese ruidito ni esa manera piscil de abrir la boca. Es curioso ver cómo se desarrollan las inquinas domésticas: al principio lo que te desespera de tu pareja es que no te escuche cuando le hablas o que no sea todo lo cariñoso que esperabas o que tenga un mal genio inaguantable, pero luego, con el tiempo, superada ya la línea de flotación de las disputas conyugales, lo que de verdad te enferma y exaspera es que tu pareja haga ruiditos al comer la sopa o que tenga la costumbre de silbar en la ducha; de modo que estas manías personales, inocentes del todo, pasan a convertirse en el núcleo del rencor y del desencuentro, en la madre de todas las furias y del gran desencanto. Y así, lo que más me espantaba del regreso de Ramón era verle y oírle boquear mientras fumaba con su mano cortada (pobrecito): porque cada vez que se ponía a barbear me entraba por él un odio tal que, por poner un ejemplo, le hubiera incrustado gustosamente un paraguas de tamaño regular entre los labios.

Pensé con inquietud, por otra parte, que esta repentina ferocidad contra Ramón podía estar de algún modo influida por la turbadora presencia de Adrián. Volvería Ramón con su hablar parsimonioso y sus cigarrillos y su dedo amputado, pobrecito, y yo regresaría a mi vida de siempre. Sin Félix y sus estupendos relatos. Y sin Adrián. No es que yo quisiera llegar a nada con Adrián, ni mucho menos; pero nuestra relación era como un juego, algo cálido y brillante que iluminaba el mundo y emborrachaba un poco. Me iba a costar bastante quedarme sin los dos, ahora me daba cuenta. Me iba a costar bastante prescindir de él.

Pensando estaba en todo esto en la cocina mientras nos tomábamos unos bocadillos y un vaso de vino, cuando Adrián dijo en tono algo solemne:

—He descubierto algo que creo que es importante.

Le miramos con expectación.

—Veréis, un tipo de veintiocho años ha sido fulminado por un rayo en el zoo de Madrid. Y lo más curioso es que ese día no hubo ni una nube en toda la ciudad, ni una gota de lluvia, ni una tormenta, y desde luego ese rayo fue el único que cayó en toda la Comunidad.

Le miramos desconcertados.

—Otro chico, de veintitrés años, se estrelló con su coche en la carretera de Guadalajara. Resulta que el coche salió volando por una racha de viento fortísima que le sacó de la carretera. Pero ese día no había viento, y menos de la velocidad que hubiera sido necesaria para que desplazara el coche. El chico murió, naturalmente. Y otra cosa más: dos días más tarde, otro tipo de veinticinco años, que también iba conduciendo por una autopista madrileña, sufrió un accidente fatal cuando una piedra atravesó el parabrisas. Han analizado la piedra y era ¡un meteorito! ¡Un pedazo de materia estelar, un trozo de asteroide, un fragmento del cosmos! Que un meteorito atraviese tu parabrisas es algo tan improbable, por lo visto, que es casi imposible. Pero sucedió. ¿Qué os parece?

Le miramos un poco irritados.

—No sé. ¿Qué nos tiene que parecer? —dije.

—¡Pues muy raro, extremadamente raro, eso, es lo que es!

—¿Adónde quieres ir a parar con todo esto?

—Bueno, es que… Ya sé que suena paranoico, o estúpido, o incluso ambas cosas a la vez, pero ¿no parecería algo así como una especie de conspiración para matar gente joven? Desde luego, se diría que hay algo paranormal en todo esto. Ya sabéis que no creo en las coincidencias.

Le miramos desconsolados. O quizá el desconsuelo fuera sólo mío: Félix se sonreía burlonamente. Ese chico inmaduro, ese muchacho absurdo, capaz de soltar apasionados disparates sin dejar de comer su bocadillo, me parecía hoy mucho más atractivo, más delicioso y más deseable que Ramón, mi marido (el pobrecito). De quedarme con Adrián, de convivir con él, probablemente llegaría un momento en el que le odiaría por hablar y masticar al mismo tiempo, como ahora mismo estaba haciendo, llenándolo todo de perdigones de pan y de saliva. Pero hoy incluso esa porquería me resultaba enternecedora. No hay en el mundo arbitrariedad mayor ni injusticia más atroz que la del sentimiento.

Pero no volvió. Me refiero a Ramón: no volvió esa noche, ni al día siguiente, ni el día de después del día siguiente. No volvió con su boca de barbo y su dedo cortado, el pobrecito. A medida que el tiempo transcurría sin saber nada de él, la culpabilidad empezó a roerme las entrañas. Pensé que, en efecto, la maleta se la había debido de llevar un vulgar ratero. Pensé que tal vez los secuestradores habían cambiado de parecer y ahora planeaban reclamar aún más dinero. Pero sobre todo pensé que mi marido no volvía porque yo había deseado que no volviera; que mi mal amor era la causa mágica y fatal de su desgracia; que quizá Ramón hubiera muerto, ejecutado por el desdén de mis sentimientos. Entonces tuve fiebre, me mareé, se me llenaron los labios de calenturas. Pero ni siquiera estos castigos consiguieron que Ramón apareciera.

Quien apareció fue una juez llamada María Martina. Al segundo día recibí una llamada sorprendente: se me pedía que acudiera a ver a la magistrada esa misma tarde. Era una visita informal, no una citación obligatoria; pero se trataba de un asunto concerniente a la desaparición de mi marido y me convenía acudir, explicó con altivez administrativa el secretario.

Llegué al juzgado un tanto intimidada: para cuando me introdujeron en el despacho de María Martina mi culpabilidad había adquirido dimensiones tan monumentales que hubiera podido admitir fácilmente la autoría del robo al tren-correo de Glasgow. Para mi sorpresa, yo no era la única convocada: en una silla, con aire modoso y aburrido, las rodillas muy juntas, como se suelen sentar las señoras talludas, estaba el inspector José García. Me saludó con un pequeño cabezazo e indicó con la mano la otra silla sobrante. Estábamos solos. El cuarto era pequeño y miserable, un perfecto ejemplo de oficina siniestra, con las paredes llenas de lamparones y una mesa de trabajo desvencijada y enorme que ocupaba casi todo el espacio disponible. No había más detalle personal que un cojín que cubría el sillón de madera de la juez; pero era desde luego un cojín llamativo, hinchado como un globo, amarillo rabioso, satinado, con una gallina blanca bordada en todo lo alto, una gallinita con tacones y falda de lunares. Mi sino parecía estar marcado por las gallinitas repugnantes.

—Gracias por venir, señora Iruña.

Me volví. La juez acababa de entrar en la habitación. Era casi tan bajita como yo y mucho más joven: tal vez menos de treinta años. Llevaba un traje suelto azul marino y una voluminosa barriga, un ostentoso tripón de embarazada que ella manejaba como el patrón de un yate de lujo maneja la proa de su nave: alardeando, desdeñando, embistiendo. Trepó con cierta dificultad a lo alto del cojín y dio un suspiro: tal vez quisiera el cojín para estar más alta que sus interlocutores, para imponerse más, para amedrentar. Era una mujer cortante, expeditiva. No me había mirado todavía, y aparte de su seca frase de la entrada no se había molestado en presentarse, en darme la mano o en intercambiar cualquier saludo convencional. Abrió una carpeta azul y se enfrascó en la lectura de unos papeles. Luego levantó la cabeza y se dirigió a mí:

—¿Desde cuándo estaba trabajando su marido con Orgullo Obrero?

—¿Cómo?

—¿Desde cuándo estaba pasando dinero su marido a los de Orgullo Obrero?

—¿Cómo dice?

En la vida hay conocimientos que se buscan y conocimientos que se encuentran. Los conocimientos que se buscan suelen ser técnicos, o eruditos. Normalmente se adquieren paso a paso, con una presunción previa de lo que vendrá. Claro que también puede tratarse de asuntos emocionales e íntimos; una muchacha virgen puede querer saber lo que es el sexo, por ejemplo. Pero, aun en estos casos, los conocimientos que se buscan suelen ser un desarrollo de la propia vida. Añaden, no restan. Aportan datos, memorias y vivencias. Acumulan.

Los conocimientos que se encuentran, por el contrario, suelen amputar una parte de ti. Por lo pronto, te roban la inocencia. Tú estabas tan tranquilo, ignorante feliz de tu ignorancia, cuando, zas, te atrapa una novedad, una maldita sabiduría a la que no aspirabas. Por lo general, una revelación es eso: un fogonazo de insoportable claridad, un rayo de realidad que te cae encima. Una luz despiadada bajo la que descubres que lo que antes eran para ti paisajes no son más que forillos, y que has vivido en un teatro creyendo que era vida; de modo que has de recolocar tu pasado, reescribir de nuevo tu memoria y perdonarte a ti mismo por tanta estupidez y tan feroz ceguera. Para bien o para mal, nada sigue igual tras una revelación como es debido.

Eso me sucedió aquel día en el despacho de la juez Martina: que los diez años de convivencia con Ramón cayeron hechos trizas bajo el terremoto de las palabras de esa mujer. Pero quién era realmente mi marido, qué pensaba, qué hacía. Y quién era yo, para no haberme enterado.

—Por lo que sabemos, Ramón Iruña llevaba varios años en contacto con Orgullo Obrero. En la caja fuerte de su despacho del ministerio hemos encontrado estas dos cartas.

¡En el despacho de Ramón, naturalmente! ¿Por qué no se me ocurrió a mí ir a mirar ahí? Aunque, por otra parte, ¿acaso los secuestrados van dejando pistas previamente de sus propios secuestros? Cogí los dos papeles que me tendía la juez y los leí con avidez. Eran cuartillas blancas impresas con la misma letra diminuta que la tarjeta de los tulipanes. La primera estaba fechada tres años atrás y decía así:

«Esta es la última vez que se lo decimos: esperamos el próximo pago para el día 27, cinco talones bancarios contra los bancos acordados. No aceptaremos ninguna excusa más. Colabore y todo irá bien. Pero si no colabora, morirá. Orgullo Obrero».

El otro mensaje había sido escrito apenas un mes antes:

«Queremos los doscientos. No somos bandoleros, sino combatientes de la justicia social. No consentiremos que un pequeño burgués corrupto como tú se aproveche de nuestra causa. Elige: o nos das el dinero o te lo quitamos. Pasado mañana, a las doce, en el punto Z. Tu ausencia tendría fatales consecuencias. Orgullo Obrero».

—¿Qué le sugieren esas notas? —preguntó la juez. Levanté la cabeza:

—No sé.

La juez estaba acariciando un gato salido súbitamente de quién sabe dónde. Pero no, no era un macho, sino una hembra: era una gataza atigrada y con un barrigón bamboleante de avanzada preñez.

—Veamos. Esto de los «doscientos» de la segunda carta, ¿le suena de algo? —dijo la magistrada en tono frío—. ¿Cree usted que se refiere quizá a doscientos quesos manchegos, o a doscientos tornillos, o a doscientos pares de patucos para bebés?

Vaya por Dios, la juez cultivaba el género sarcástico. Hemorroides. Tenía que usar ese horrible cojín porque sufría de hemorroides como casi todas las embarazadas, pensé con oscura satisfacción (¿o lo de las hemorroides era en las parturientas?).

—Supongo que se trata de dinero, de doscientos millones de pesetas —contesté muy digna.

—Eso es, doscientos millones. Justo la cantidad que usted les ha dado.

Guardé silencio.

—Mire, señora Iruña, creo que le conviene contármelo todo. Sabemos que tienen ustedes una caja de seguridad en el Banco Exterior; y sabemos que el día dos usted retiró algo muy pesado de esa caja. Le voy a decir algo más, porque quiero creer que no lo sabe: en los últimos cuatro años, su marido ha estado desviando fondos del ministerio, falseando informes y recolectando multas que en realidad no había incoado oficialmente. Hablo de mucho, muchísimo dinero: una cifra cercana a los seis mil millones. El dinero era ingresado en las cuentas de dos sociedades anónimas fantasmas, Capital SA y Belinda SA, y de ahí salía por medio de talones al portador o complicadas operaciones financieras. Las dos sociedades han desaparecido y los responsables han resultado tener identidades falsas. Quiero decir que los seis mil millones se han esfumado.

Entró una secretaria en el despacho y la magistrada se detuvo. No te lo creerás, pero la secretaria también estaba embarazada. Era alta y robusta como una lanzadora olímpica de disco, y tenía una panza como un planeta. La pequeña habitación empezó a oler a menstruos retenidos: la concentración de estrógenos por metro cuadrado era asfixiante. La juez firmó unos papeles, la grávida energúmena se fue y la exposición de los hechos continuó.

—Creemos que su marido fue contactado por Orgullo Obrero y forzado, bajo amenazas, a desviar los fondos del ministerio. No debe de ser al único funcionario al que han amenazado: nos consta que por lo menos hubo otro hombre en Valencia, un alto cargo autonómico. Ese hombre también desapareció, y estamos casi seguros de que fue secuestrado por Orgullo Obrero. Creemos que es una especie de impuesto revolucionario, sólo que muy selectivo. Extorsionar a los ricos no resulta fácil. Orgullo Obrero es una organización pequeña y probablemente les sea más rentable concentrarse en dos o tres personas colocadas en puestos decisivos y ordeñar al Estado a través de ellas. Claro que, para organizado todo, entre los terroristas debe de haber alguien con un buen conocimiento administrativo y financiero. ¿Observó usted algún cambio en el carácter de su marido en los últimos cuatro años? ¿Estaba más nervioso, inquieto, parecía asustado?

¿Observar? ¡Pero si hacía una eternidad que yo ni tan siquiera miraba a Ramón! Claro que esta era una de esas indignidades conyugales que todos nos callamos.

—No. No noté nada —dije con incomodidad.

—Ya veo. Bien, creemos que en algún momento de este proceso su marido empezó a quedarse con parte de los fondos que desviaba. Se fue haciendo un pequeño tesoro personal. Con el tiempo, suponemos, unos doscientos millones.

Calló y me miró con intención durante unos instantes.

—Probablemente la tentación de ver pasar todo ese dinero por sus manos fue superior a sus fuerzas. Aunque también es posible que estuviera reuniendo ese capital para desaparecer. Para fugarse. Debe de ser muy duro vivir sometido a un chantaje terrorista durante años.

Le agradecí mentalmente a la juez esa puerta abierta a la dignidad. Sí, se lo agradecí de corazón.

—El caso es que los de Orgullo Obrero se enteraron de algún modo de ese fondo alternativo que Ramón Iruña se estaba haciendo, y le conminaron para que se lo entregara. Pero parece evidente que su marido fue mucho más heroico a la hora de defender sus propios millones que cuando estaba en juego el dinero público. Debió de negarse, y entonces lo secuestraron.

Le retiré el agradecimiento a la magistrada. En realidad, se trataba de una mujer muy fastidiosa.

—Le diré que ha tenido usted el teléfono intervenido, y que por sus conversaciones, y porque suelo tener un talante apacible y confiar en la bondad humana, he decidido creer por el momento en su ignorancia sobre todo este asunto. Comprendo que al principio mantuviera usted el silencio para proteger a su marido, pero ahora le puede ayudar mejor si lo cuenta todo. Y de paso se ayudará usted misma. Porque podría procesarla por complicidad en los delitos cometidos por el señor Iruña. Que son una buena colección, se lo aseguro.

Pues sí, lo conté todo. Ya estaba pagado el rescate y la juez conocía todo lo que no debía conocer, así que ¿qué mal podía causar a estas alturas que yo hablara? Al contrario: Ramón no aparecía, y tal vez lo que yo pudiera decir ayudara a la localización de los delincuentes. Por consiguiente, expliqué lo de los millones, y lo de los almacenes Mad & Spender, y lo del dedo seccionado, todo ello ante la presencia berroqueña del inspector García, que ni se movió ni dijo palabra en todo el tiempo. Por cierto que fueron a buscar el dedo de Ramón y le hicieron unas pruebas en el laboratorio, comparando los vellos congelados de la falange con unos cabellos que yo recogí del cepillo de mi marido. Al cabo, dictaminaron lo que yo ya sabía: que ambas muestras pertenecían al mismo individuo. Pero esto sucedió una semana después y en el entretanto pasaron muchas cosas.

Aquel día regresé a casa y expuse a mis amigos lo que la juez había dicho. Al repetirlo en alta voz, advertí con mayor claridad lo bochornoso de mi papel en el asunto. ¿Cómo era posible no haber notado nada? Conocí una vez a una mujer que me contó su historia: estaba casada y tenía tres hijos ya crecidos, y, según ella, su familia la trataba con la misma atención y sentimiento con que trataban al calentador de la ducha o al frigorífico, unos útiles domésticos imprescindibles para la comodidad cotidiana, pero con los que no solían mantener conversaciones apreciables. Y como prueba de lo que decía explicaba que una vez se golpeó con la puerta de una alacena y se le quedó el ojo morado durante dos semanas; y que durante todo ese tiempo nadie, ni su marido ni los tres gamberros salidos de sus entrañas, mencionaron ni una sola vez el ojo machucado. Pues bien: esta omisión que a mí me pareció ignominiosa cuando me la contaron, este desapego escandaloso y bárbaro, quedaba ahora empalidecido ante la supina insensibilidad de mi comportamiento.

—Parece mentira. No me puedo creer que haya vivido todos estos años con Ramón sin conocerle en absoluto. Cómo es posible que le estuvieran extorsionando durante tanto tiempo y que yo no me haya dado cuenta de nada… Pobre Ramón.

—Pues sí, en efecto, parece mentira… —dijo Félix, pensativo—. Pero sobre todo porque toda la historia suena bastante rara.

—¿Qué quieres decir? A mí me parece de lo más lógica y razonable… O sea, todo eso del impuesto revolucionario y de ordeñar al Estado y demás que contó la juez.

—Ya. Y resulta que tu marido guarda en su caja fuerte dos cartas de los terroristas. No todas, sino sólo esas dos, que son justamente las que permiten deducir por qué defraudaba al ministerio y por qué le secuestraron.

—¿Y qué hay de raro en eso? Posiblemente fueran las únicas cartas que recibió. Seguro que los terroristas se comunicaban con él por teléfono, para no dejar huellas. O en persona.

—Eso es verdad —intervino Adrián, que le quitaba la razón a Félix siempre que podía—. Me han contado que los etarras, por ejemplo, utilizan mucho el contacto personal para sus extorsiones.

—Sí, claro —remachó el vecino—. Y también es muy habitual que los terroristas pongan la fecha en sus cartas amenazantes. Ponen fecha, mandan copia a los archivos y apuntan el número de la carta en el registro de entrada y salida de correspondencia. ¿Pero no comprendes que eso es ridículo?

Vale, bien, de acuerdo; ahora que lo mencionaba Félix, me daba cuenta de que el detalle de la fecha ya me había resultado algo chocante en el momento en que leí las notas. Me extrañó, pero no le di mayor importancia, embebida como estaba en el extrañamiento general de toda la situación, en la desmesura de las revelaciones de la magistrada.

—Sí, eso es algo raro —concedí—. Pero entonces, ¿tú qué crees que sucede?

—A lo mejor hay una conspiración para intentar cargar a Ramón con las culpas del robo —se animó Adrián—. A lo mejor han falsificado las cartas y han secuestrado a tu marido para que parezca que el responsable es él. Por eso no notaste nada, porque no sucedía nada, porque todo es mentira.

Me sentí muy tentada de creer esa versión tan consoladora, esa versión que exculpaba a Ramón, que me exculpaba a mí. Félix sacudió la cabeza, incrédulo:

—Hay demasiados puntos oscuros en esta historia. Deberíamos buscar entre las pertenencias de tu marido, a ver si descubrimos algo.

—¿Como qué?

—Lo que sea, algo, cualquier cosa que nos proporcione alguna información suplementaria. Por cierto, ¿no dijiste que habías encontrado la cuenta de un teléfono móvil? Repasemos todos los números. Tal vez haya alguno que sea interesante.

Era una buena idea, desde luego. Lástima que resultara imposible localizar la dichosa cuenta. Miramos en la mesa de trabajo de mi marido, en el cajón de la cocina en donde guardo los papeles de la casa, encima de las estanterías, junto al cuaderno del teléfono, entre los libros, entre las cartas del recibidor, incluso escudriñamos debajo del armario, por si se había caído. Nada. Nos pasamos una hora buscando ese papel, que yo creía haber dejado encima del escritorio de Ramón; y a medida que la batida se iba revelando infructuosa empecé a abrigar locas sospechas que guardé para mí: porque sólo podía haber sido Adrián quien se lo hubiera llevado. Él estaba en mi casa todo el tiempo, él entraba y salía con libertad, le hubiera sido muy fácil deshacerse del recibo del teléfono. A fin de cuentas, no conocía a ese muchacho en absoluto, me dije de nuevo. A fin de cuentas, había aparecido catapultado en mitad de mi vida como un alienígena llegado en una nave. No tenía amigos, no había referencias, nadie daba fe de su identidad y de su pasado. Y esa forma suya de ser tan contradictoria, en ocasiones aniñado y en ocasiones lúcido y maduro, ¿no sería en realidad una impostura? Como el hecho mismo de su coquetería. Porque a esas alturas ya estaba casi segura de que coqueteaba conmigo. ¿Era normal que un chico de veintiuno años encontrara atractiva a una mujer de cuarenta y uno? ¿O tal vez eso también formaba parte de su papel de emboscado, de su disfraz?

—Está bien —dijo Félix—. Olvidémonos de la dichosa cuenta. Vamos a ver si encontramos alguna otra cosa de interés.

Entonces iniciamos un registro sistemático de la casa y en especial de las zonas de influencia de mi marido, como sus armarios, sus estanterías y sus maletas. Resultó ser un trabajo extenuante, inútil y molesto. Al caer la tarde no habíamos hallado nada de interés y habíamos tragado más polvo que si hubiéramos atravesado una tormenta de arena en mitad del desierto. Iba a rendirme ya cuando Félix cantó victoria:

—¡Mirad lo que hay aquí!

Era un teléfono móvil. Es decir, debía de ser el móvil de Ramón, ese aparato que yo nunca le había visto usar y con el que llamaba a los números eróticos. Estaba metido dentro de un calcetín y escondido en la puntera de una bota de mi marido. Un sitio un tanto extravagante, desde luego, para guardar un teléfono. En la otra bota, y arropado por otro calcetín, encontramos el cargador de la batería.

—¡Qué raro que lo tuviera tan oculto! ¿No? —exclamó Adrián.

Félix no dijo nada: sólo gruñó de modo lastimero. Llevaba un buen rato a cuatro patas rebuscando entre los zapatos del armario y ahora estaba intentando ponerse de pie sin conseguirlo.

—Echadme una mano, por favor —tuvo que pedir al fin, mortificado.

—Perdona, sí, perdona —me apresuré a decir.

—Es cosa de la rodilla. Tuve un choque con una furgoneta y la articulación se me quedó algo dura —exclamó Félix, muy digno, cuando le levantamos: prefería creerse y hacernos creer que su decadencia tenía una causa externa y accidental, que no era producto de esa ignominia personal que es la vejez que nos crece dentro.

—Todavía le dura la batería. Está bajo, pero no se ha descargado del todo —dijo Adrián tras encender el móvil.

Y entonces Adrián hizo algo evidente, algo que se me acababa de ocurrir también a mí, algo en lo que hubiera pensado Félix al instante si no fuera porque Félix pertenece a otro mundo, a otra época, a una realidad sin teléfonos móviles ni memorias electrónicas: pulsó la tecla de llamada y la pantalla mostró automáticamente el último número que había sido marcado en ese aparato. Era el 91-3378146. No era una línea erótica, sino un abonado de Madrid.

—¿Te suena ese teléfono? —dijo Félix.

—No. En absoluto.

—Entonces podríamos probar, a ver si hay suerte.

—¿Probar a qué? —pregunté, temiéndome la respuesta.

—Podríamos llamar. A ver qué pasa. Llama tú. Y si contestan, di que es de parte de Ramón. Di que eres su mujer. Es la verdad.

Nunca me ha gustado hablar por teléfono, y resulta comprensible que aún me hiciera menos gracia hablar por el móvil que mi marido secuestrado tenía escondido en la puntera de una bota. Pero también a mí me intrigaba ese número. Tomé aire, apreté la tecla con mano temblorosa y me arrimé el aparato al oído. Un timbrazo, dos, tres. Empezaba a relajarme pensando que no contestaría nadie cuando descolgaron al otro lado:

—Qué hay.

Era una voz de hombre joven y desabrida.

—Ho… hola, soy… Llamo de parte de Ramón. Hubo un brevísimo silencio.

—Se ha equivocado.

—De Ramón Iruña. Ya sabe… Iruña.

El silencio fue mayor en esta ocasión. Cuando volvió a hablar, la voz del hombre se había tensado. Ahora era cortante, más chillona.

—No conozco a ningún Ramón.

—Creo que sí que lo conoce. Ramón me dijo que le llamara. Soy Lucía. La mujer de Ramón.

—Le he dicho que se ha equivocado. No moleste más —barbotó el tipo. Y colgó abruptamente.

Bien, la conversación no había servido de mucho. Pero yo estaba convencida de que aquel tipo mentía. Que ocultaba algo. Que por supuesto que conocía a mi marido. Estaba explicándoles esta sensación a mis amigos, y describiendo el tono de mi interlocutor y sus silencios, cuando de repente sonó el timbre del móvil. Dimos un respingo los tres y nos miramos los unos a los otros, sobrecogidos. Era como recibir una llamada telefónica del Más Allá.

—¡Cógelo! ¡Cógelo! Terminará colgando —me instaron al fin Félix y Adrián.

Agarré el aparato con extremo cuidado, como si se tratara de un alacrán, y me lo acerqué al oído, temerosa:

—¿Sí?

—¿Ramón Iruña?

Era la voz. Era el mismo tipo con el que antes había hablado.

—No… No está. Soy Lucía, su mujer. Ya… ya le he dicho que le llamaba de parte de él. De nuevo una breve pausa.

—Ajá. Comprenderá que tenía que comprobar la llamada —dijo al fin.

—Sí, sí, claro.

—Además, él me dijo que usted no sabía nada.

—Sí, sí, claro. O sea, no sabía. No, no, no sabía.

—¿Estamos hablando de lo mismo?

—Sí, sí, claro —dije, más perdida que Robinsón Crusoe.

—Ajá. Pues siento el susto, pero comprenderá que no era nada personal.

—Nada. Nada personal.

—Yo soy un profesional, que quede claro.

—Por supuesto.

—Ajá. Bien, dígame.

—¿Qué? —me espanté.

—¿Qué quiere que haga?

—¡Ah, eso! —me espanté más: se me había quedado la cabeza en blanco.

—Pero le aviso de que ahora mi precio ha subido al doble. Esta vez no quiero más sorpresas.

—Ajá —asentí, mimética perdida por mi nerviosismo. Entonces se me ocurrió una idea salvadora—. Mire, no quiero hablar del tema por el móvil. Ya… ya sabe cómo son los móviles, lo que dices lo escucha todo el mundo. Mejor nos vemos.

—Bien. ¿En el sitio de siempre?

—Ajá. ¡Digo no! En el sitio de siempre, no. Mejor en… En… Félix me pasó una notita garabateada a toda prisa.

—¿En la barra del Paraíso? —aventuré—. Ya sabe, el café que está en…

—Ajá. Lo conozco. Muy bien, mañana a la una de la tarde en el Paraíso. Y traiga dinero. Sin dinero no hay trato.

Corté la comunicación presa de una excitación increíble. Sudaba, me ardían las orejas, me temblaban las manos y el corazón me daba brincos en el pecho, y he de decir que todos estos síntomas resultaban enardecedores, estimulantes. Supongo que el placer ancestral del cazador es semejante a eso.

Sin embargo, a medida que se me fue pasando el vértigo del acecho y enfriando el nerviosismo hizo su aparición otra emoción que al cabo de pocos minutos ya se había adueñado por completo de mi cabeza: un ataque de terror puro, acompañado del arrepentimiento más completo por habérseme ocurrido telefonear a nadie.

—¡Dios mío! ¿Pero cómo he podido ser tan irresponsable, cómo me habéis dejado hacer lo que he hecho? ¡Ahora he quedado con no sé quién, tal vez con un terrorista, o con un asesino, y ahora ese asesino me pide dinero por no sé qué, y sabe quién soy yo, y debe de saber también en dónde vivo, y si no aparezco mañana en el Paraíso me vendrá a buscar, y si aparezco seguro que todavía será mucho peor!

Tanto me angustié, y, a decir verdad, tenía tantas razonables razones para angustiarme, que acabamos decidiendo entre los tres que avisaríamos a la policía. De modo que llamé al inspector García, que en cuanto se enteró de lo que se trataba se vino para casa presuroso. A la media hora lo tenía sentado a la mesa de la cocina, con el móvil en la mano y su cara de hurón anoréxico algo más vivaz que de costumbre.

—Muy interesante. Importante pista. Bien hecho. La cita. La llamada. Mañana iremos todos —telegrafió en su habitual estilo.

—¿Cómo? ¿Pretende usted que vaya al Paraíso?

—Claro. Estará protegida. No pasará nada. Muchos policías.

—¡Eso es precisamente lo que más me asusta! Que esté todo lleno de policías. O sea, el tipo ese se dará cuenta de que le he traicionado y me rebanará el cuello.

—No, no. Le detendremos. Seguro.

—¿Y no podrían poner a una mujer policía en mi lugar? —aventuré, recordando alguna película.

—No. Él la conoce a usted. Me parece. Tiene que ir.

En efecto, eso también lo sabía yo: tenía que ir. Era la única pista que podía llevarnos a Ramón, que seguía sin dar señales de vida. Ramón y su dedo amputado, pobrecito; Ramón desconocido, Ramón ignorado por mí, un Ramón un poco turbio e inquietante pero que seguía siendo mi marido y que tal vez se encontrara ahora mismo en una situación de extremo peligro. Se lo debía.

De manera que fui. En ayunas, porque vomité la tila que intenté beberme. El Paraíso es ese antiguo café de la Gran Vía al que suelen acudir habitualmente los artistas: pintores, escritores. Tiene una barra grande en forma de U y unos veladores de hierro oscuro y mármol que fueron tomados por una horda de policías camuflados. Fue un despliegue de seguridad digno, de una superproducción de Hollywood; pero, a diferencia de las películas, aquí los agentes del orden despedían tal peste a policías que resultaba imposible ignorar su presencia. Por muy de paisano que estuvieran, era evidente, al menos para mí, que aquellos tres sólidos y rústicos muchachos de la esquina, con un sonotone cada uno en la oreja, no eran parroquianos casuales, lo mismo que el hombre de bigote de la puerta que leía eternamente la misma página del periódico, por no hablar del inspector José García, que permanecía acodado en el viejo mostrador de bronce y madera con un aire tan desinteresado e inocente como el de un buitre junto a un moribundo. Para las doce y media, me dijeron, ya estaban todos los hombres en sus puestos; para la una menos diez llegué yo. Me instalé en un extremo de la barra, el más lejano de la entrada, y permanecí allí con la boca seca, basculando el peso de un pie a otro y dejando de respirar cada vez que alguien empujaba desde fuera la alta y estrecha puerta de cristales opacos. Transcurrió muchísimo tiempo; el café que me habían servido se enfrió sin que lo probara, y las mandíbulas me empezaron a doler de tanto apretar los dientes. A las dos y cuarto de la tarde hubo un sobresalto, un súbito revuelo, una carga policial en toda regla. Un muchacho que había intentado escapar fue zarandeado, espachurrado en cruz contra la pared, acoquinado y registrado. Le encontraron una china de hachís y un gramo de coca de calidad mediocre, pero evidentemente no era nuestro hombre. A las tres de la tarde, mientras los del sonotone pedían bocadillos de jamón de Jabugo al camarero, el inspector García decidió que debíamos dar por terminada la operación.

—No funcionó. Estas cosas pasan. Ser policía es duro. Es una vocación, más que una profesión —me dijo, taciturno—. Quizá no ha venido. Quizá sí ha venido y sospechó algo. Voy a ponerle escolta, por si acaso.

O sea que regresé a casa de la peor manera posible: con el mismo miedo que antes, con mayor inseguridad e incertidumbre y con dos hombres de vigilancia pegados a la espalda. Los gorilas subieron conmigo y entraron los primeros en mi piso para verificar que todo estuviera en orden, y después se bajaron al portal.

—Por lo menos ahora, con los guardias ahí abajo, te sentirás más segura —dijo Adrián, intentando animarme.

Pero a mí me parecía que era justo al contrario: los guardias estaban ahí abajo precisamente porque la situación era ahora más indeterminada y peligrosa. Mi vida de antes, tediosa e insustancial, empezaba a parecerme la mejor de las vidas. Siempre he sido muy cobarde: tengo la imaginación y la debilidad emocional suficientes para ello. Así es que en esas horas posteriores a la cita frustrada del café imaginé las mil y una maneras posibles de asesinarme: cómo el desconocido del teléfono se colaría por la ventana de la cocina descolgándose desde la terraza; cómo despistaría a los policías y entraría tranquilamente por la puerta; cómo se habría escondido en el cuarto de calderas del sótano; cómo subiría trepando por el canalón del patio; o cómo se encontraría ya (tal vez) en casa de Adrián, si es que Adrián (tal vez) tenía relación con los secuestradores.

Sin embargo, este rapto de paranoia acabó muy pronto y de manera abrupta. Esa misma noche recibí una llamada del inspector García. Fue al filo de las doce, la hora de las maldiciones y las brujas.

—Véngase a comisaría, por favor. Información importante.

Fui para allá con el ánimo encogido y escoltada por los gorilas. El inspector me hizo pasar enseguida a su despacho, que olía a tigre y a tabaco frío. Me tendió un periódico abierto por las páginas locales.

—Es El País de mañana.

«Hombre asesinado a tiros a la salida de su casa en un posible ajuste de cuentas», decía el titular, y debajo venía una pequeña foto de carné: un tipo joven, moreno, con aspecto campesino, no desagradable en sus facciones. Un rostro para mí familiar.

—Creo… Creo que este hombre fue uno de los que nos intentaron atracar —dije con desmayo.

—¿Sí? Interesante.

García me enseñó entonces otras fotografías, retratos de archivos policiales, sombrías instantáneas hechas en los momentos de la detención. Sí, no cabía duda: ese hombre era el atracador.

—Pues él era él —dijo García tautológicamente—. El del Paraíso. Al que esperábamos. Su teléfono es el teléfono. Por eso no vino.

—¿Por qué?

—Porque estaba tieso.

Leí la noticia con atención: le habían matado a las 10.45 de la mañana. Desde un coche. Una mano desconocida asomando con letal precisión por la ventanilla. El método no era muy común, pero había sido abundantemente usado por los terroristas. «Urbano Rejón Olla, alias el Ruso, tenía numerosos antecedentes por robo a mano armada, extorsión y estragos». Urbano Rejón Olla era el finado, la voz, mi atracador. Un muerto que me salpicaba con su sangre, haciéndome sentir extrañamente implicada o incluso responsable, hundiéndome un poco más en el pantano de la pesadilla.

—Mala suerte. Alguien lo ha callado para que no hablara.

Regresé en taxi, porque García decidió quitarme la escolta esa misma noche. Según él, desaparecido Urbano, yo ya no estaba en peligro, un razonamiento que yo no acababa de entender.

—Tengo la sospecha de que no te puso la escolta para protegerte, sino para usarte de cebo y detener a Urbano si intentaba ponerse en contacto contigo —dijo Félix—. En realidad, no creo que tú hayas corrido nunca ningún riesgo.

Podía ser; pero el asesinato del atracador demostraba que esta gente mataba. No sólo secuestraban, no sólo rebanaban dedos: además, mataban. Pobre Ramón. Aunque no, tal vez pobre de mí. Porque ahora empezaba a entender la conversación del móvil con el hombre. Lo que le habían dicho que yo no sabía. Y por qué decía que no era nada personal. ¿Le había encargado Ramón que me atracara? Pero no, era absurdo, no tenía sentido. Alguien debía de haberse hecho pasar por mi marido. Eso sí. Eso era posible. Alguien que aparentaba ser lo que no era. Eso es fácil de hacer. Eso es muy común. Cuántos hay que fingen que son otros, que son quienes no son. Esa mañana, Adrián había bajado muy tarde a desayunar: eran casi las once y media de la mañana. Dijo que había pasado una noche muy mala, inquieta e insomne, y que después había dormido en exceso. Muchas explicaciones, tal vez demasiadas. Palabras para tapar la ausencia y para construir una coartada. Palabras que camuflan la posibilidad de un viaje en coche y de una mano armada que dispara y que mata.

Cabría preguntarse por qué Lucía Romero desconfiaba tanto de Adrián. ¿Por qué no sospechaba de Félix, que a fin de cuentas, y según propia confesión, había sido un delincuente y un terrorista? ¿O de José García, el inspector, que tenía la mirada torva y la boca sumida de un malo de película? Pero no, ella concentraba sus recelos en el muchacho. Era cierto que contra él se podían aducir algunas raras coincidencias, el entramado acusador de un puñado de suposiciones. Pero eran argumentos nimios y a la postre inconsistentes. No bastaban para justificar su actitud.

Probablemente el miedo de Lucía viniera de otro lugar. De la juventud de Adrián, por ejemplo. De su atractivo. Y del hecho fundamental de que fuera un hombre. La juventud, por empezar por el principio, era un atributo inquietante. Algunos suponían que toda juventud era inocente, entendiendo la inocencia como una suerte de predisposición automática a la bondad. A Lucía, en cambio, los jóvenes le producían desasosiego por su imprecisión: no eran inocentes, sino indeterminados, seres a medio hacer que todavía no habían revelado su capacidad para la grandeza o la miseria, para la solidaridad o la tiranía. Y no es que no fueran ya, dentro de sí, lo que luego serían: egoístas mediocres, o salvadores de la humanidad, o asesinos seriados. Eran todo eso y mucho más, sólo que aún no habían cumplido los actos que los construirían públicamente como personas. Hitler fue adolescente, y Jack el Destripador fue adolescente, y Stalin debió de lucir, en su primera edad, una sonrisa deliciosa de adolescente georgiano. De modo que los jóvenes eran una especie de emboscados de sí mismos, identidades camufladas que se iban construyendo con los años, hasta llegar a la culminación final del ser, que es la vejez. Por eso Félix no asustaba a Lucía: el anciano ya había demostrado lo que era, había completado la metamorfosis. Pero Adrián todavía era una incógnita. A saber qué traiciones, qué maldades e ignominias podía esconder aún dentro de sí.

Pero todavía temía más Lucía, en Adrián, el peligro del hombre. No hay mujer en la tierra que no conozca o no intuya el daño del varón, el dolor que el otro puede infligirte, cómo a través del amor llega la peste. Y con esto Lucía no se refería a las lágrimas del desamor y del desencanto, a que no te quieran como tú deseas ser querida, a que al final tu amado te abandone por otra. Estos son dolores simples de corazón, aunque resulten lacerantes como un cuchillo al rojo. No, lo que de verdad temía Lucía, el peligro del hombre en su sustancia, era todo lo indecible que engloba el otro sexo, era la perversión, el espejo oscuro. La capacidad que el hombre tiene de acabarte.

Todos llevamos dentro nuestro propio infierno, una posibilidad de perdición que es sólo nuestra, un dibujo personal de la catástrofe. ¿En qué momento, por qué y cómo se convierte el vagabundo en vagabundo, el fracasado en un fracaso, el alcohólico en un ser marginal? Seguramente todos ellos tuvieron padres y madres, y tal vez incluso fueron bien queridos; sin duda, todos creyeron alguna vez en la felicidad y en el futuro, y fueron niños zascandiles, y adolescentes de sonrisas tan brillantes como la de Stalin. Pero un día algo falló y venció el caos.

La perdición personal es insidiosa: se agazapa en nuestro interior como una enfermedad tropical, latente y furtiva, aguardando durante años o puede que décadas a que bajemos la guardia, a que se nos agrieten las defensas, para poner en marcha entonces el mecanismo de la demolición. Ahora bien, Lucía había observado que el amor era a menudo el caballo de Troya que permitía el triunfo del enemigo interior. Ese era el miedo principal de Lucía al hombre: miedo a perderse, a enajenarse. Pavor al varón que tiraniza y a la mujer que se deja tiranizar. A darlo todo por él, incluso la cordura, y llamar amor a ese penoso acto de vulgar destrucción. A basar la relación en el dolor y depender de ello. Por toda esa oscuridad que hay entre los sexos, Lucía temía a los hombres. Y tal vez fuera por eso por lo que sospechaba de Adrián: era peligroso porque era atractivo. Años atrás, mucho antes de que apareciera Ramón en su vida, en una época promiscua y un tanto loca, a Lucía le sucedió algo extraño. Empezó a encontrar mensajes insultantes en su contestador: «Guarra, puta, cabrona». Era una voz de mujer, una voz joven; y desgranaba insultos muy manidos, muy poco elaborados, casi cándidos en la simple rotundidad del exabrupto. En otras ocasiones alguien llamaba mientras Lucía estaba en casa, y al descolgar el auricular no se escuchaba nada, o, mejor dicho, se escuchaba ese silencio expectante y húmedo, empapado de aliento retenido, que una presencia al otro lado de la línea siempre impone. El asunto duró tres o cuatro semanas y para Lucía era un pequeño fastidio sin importancia, porque ni la voz ni el contenido de los mensajes resultaban en verdad alarmantes: tal vez fuera una adolescente estúpida, tal vez una loca inofensiva, tal vez una telefonista aburrida que fuese al mismo tiempo adolescente, estúpida y un poco loca. Salvo en el momento de escuchar los mensajes, Lucía ni se acordaba de esa voz anónima.

Una noche regresaba de cenar y estaba abriendo la puerta de la calle cuando escuchó el timbre del teléfono. Se abalanzó hacia el aparato con el sobresalto que provocan las llamadas tardías, y supongo que también con la esperanza de que fuera Hans. Pero no. Era una voz de mujer.

—¿Lucía?

—Sí.

—Soy Regina.

—Ah, Regina —dijo Lucía, disimulando educadamente mientras rebuscaba en su memoria. El nombre no era demasiado común, pero pese a ello no le evocaba nada—. Regina… ¿Qué Regina?

—Hazte la tonta ahora… Hazte la despistada… No creí que fueras capaz de fingir que no me conoces.

Lo que más sorprendió a Lucía no fueron las palabras, sino el rencor y la amargura con que fueron dichas.

—¿Pero qué dices? Perdona, pero ahora mismo no tengo ni idea de quién eres.

—Soy la mujer de Constantino —escupió la voz.

Nueva indagación en la memoria. Constantino: ni un eco en las neuronas. Y mucho menos ya el binomio Regina y Constantino, tan de emperadores austrohúngaros. De haberlos conocido, no hubieran sido fáciles de olvidar con ese nombre.

—Pues sigo igual: no me suena ningún Constantino y no te localizo.

—¡¿También le niegas a él?! ¡Pero qué cinismo! Eres lo… lo más bajo, eres… eres horrible.

Cualquier persona sensata que recibe una llamada de este tipo a las doce y media de la noche, no se queda con el auricular en el oído dejando que una loca anónima la insulte. Incluso Lucía, a quien no se puede definir como sensata, estaba en efecto a punto de colgar, harta de la incoherente agresividad de su interlocutora, cuando la mujer añadió algo más:

—En cambio, para ser la amante de mi marido, para alardear de él y pasearlo por todo Madrid, sí que tienes descaro, pero ahora no te atreves a admitirlo delante de mí. Eres una cobarde.

¿Amante de su marido? Nueva búsqueda frenética por los recovecos de la memoria: Constantino, o quizá Constante, o tal vez Tino, ¿conocía ella a alguien llamado así? ¿Se habría acostado con él, quizá, y lo había olvidado? Un abismo se abrió a los pies de Lucía: ¿era posible que hubiera mantenido una relación semejante sin recordarlo? ¿Podemos vivir una vida diurna paralela y amnésica, semejante a la vida nocturna del sonámbulo? La habitación, fría y todavía medio a oscuras, porque con las prisas sólo había encendido provisionalmente la luz del pasillo, empezó a convertirse bajo la mirada de Lucía en un lugar extraño, como si ya no fuera posible reconocer los conocidos muebles, como si todas las superficies hubieran sufrido una ligera pero indudable distorsión, como si el aire mismo empezara a convertirse en un aire inhumano e irrespirable.

—¿Cómo dices? —preguntó Lucía con la boca seca.

—Y le regalas sortijas para que se las ponga y me mortifique. Ah, no, eso sí que no. Ella no recordaba haber regalado nunca una sortija a un hombre. No se le ocurriría. ¡Qué mal gusto! No entraba en su cabeza. ¡No podía ser ella, por supuesto! El aire recuperó su antigua ligereza y la habitación dejó de derivar hacia la irrealidad.

—Pero ¿con quién quieres hablar? —preguntó entonces, más tranquila.

Por primera vez, la voz del otro lado pareció algo confundida:

—Con… Con Lucía Romero, claro.

—¿Lucía la chica morena, pequeñita, como de veintitantos años? —insistió Lucía, redefiniéndose en cada dato frente a la inquietud de un posible e indeterminado aluvión de Lucías Romero pululando por ahí y regalando sortijas a los hombres casados.

—Sí, sí, ¡claro! La que escribe cuentos para niños —replicó la otra con impaciencia.

Lucía suspiró: pues sí, era ella. Pero no era ella.

—Pues soy yo, en efecto. Pero no soy yo. Te aseguro, te prometo, te juro que no conozco a ningún Constantino.

Regina empezó a mostrar alguna fisura en su convencimiento: enumeró sus pruebas con voz airada, pero en realidad parecía recitarlas para convencerse:

—¡Cómo que no, si le he oído hablar contigo por teléfono, si he leído cartas tuyas, si he visto la sortija! —Y dale con la sortija.

—¿Has oído mi voz cuando se supone que él hablaba conmigo? ¿A que no has oído nada? Y las cartas se pueden falsificar muy fácilmente. Lo mismo que la sortija. Se la habrá comprado él.

—Es verdad que una vez, cuando quise coger el auricular, ya habías colgado… —murmuró Regina, pensativa—. Pero no puede ser. No puede ser que todo sea mentira, no me lo creo. Y además, él lo conoce todo de ti y de tu casa, él sabe tu dirección y tu teléfono, ¡a que te puedo describir la sala en donde estas! Tienes una mesa redonda con un paño indio sobre el tablero, y una mecedora antigua de rejilla, y un sofá rojo…

Cualquier persona sensata a la que llama una mujer anónima a las doce y media de la noche para contarle una historia tan peregrina como esta hubiera decidido a estas alturas que ya había tenido suficiente, y habría cortado la comunicación sin más demora. Pero Lucía tal vez no esté del todo en sus cabales, y además era cierto que tenía una mesa redonda con un paño indio, y una mecedora de madera. El sofá, en cambio, era azul oscuro, pero en la penumbra alucinada de la habitación el color empezó a virar rápidamente hacia un rojo sangrante. Lucía hizo un esfuerzo para controlarse:

—Sí, que el tal Constantino conozca algunos datos míos es inquietante, y me gustaría saber por qué es así. Pero te aseguro que no sé quién es, y que no tenemos ninguna relación, y que yo no le he regalado una sortija a nadie.

Eso, la sortija, era el principio de realidad, el detalle tranquilizador e inamovible.

—Y si no me crees, estoy dispuesta a encontrarme con ese tal Constantino ahora mismo, a ver si es capaz de mantener su historia. Mira, a mí me da lo mismo, pero lo digo por ti, porque ten por seguro que ese hombre te está engañando.

Cualquier persona sensata, etcétera; pero Lucía, en vez de etcétera, es decir, en vez de colgar, empezaba a sentirse imbuida de un afán clarificador irresistible. Es por esta chica, es por esta pobre víctima, por la tal Regina, por solidaridad con la esposa engañada, se decía Lucía mientras intentaba convencer a la mujer de que se vieran. Pero en realidad era por la inquietud que le producía la existencia de esa otra Lucía Romero fantasmal. Necesitaba acabar con ella, asesinarla, saberse definitivamente a salvo de esa otra vida suya. Bastante barullo era ya tener que convivir con las personalidades interiores como para tener que afrontarlas además en la superficie.

De modo que Lucía consiguió convencer a la angustiada y dubitativa Regina, que para entonces ya estaba francamente histérica, de la conveniencia de hacer una cita.

—Pero él no querrá venir, estoy segura…

—No le digas que has hablado conmigo. Llévatelo a algún bar al que vayáis normalmente, y ahí aparezco yo.

El lugar elegido fue un mísero barecito en la calle de la Victoria, porque los Emperadores Austrohúngaros vivían cerca. Regina iría a recoger a su marido, que trabajaba en la cocina de un restaurante y salía a la una y media de la mañana (antes había sido repartidor de pizzas, y se supone que fue así como conoció a Lucía, eso contó la chica: un día salió Lucía en televisión y Constantino dijo: «a esa mujer la conozco, esa es clienta mía, la he llevado algunas pizzas, es una coqueta, quiere ligar conmigo»), y le convencería para acercarse al bar.

Cuando Lucía llegó al cafetucho de la cita no había nadie. Eran las dos menos veinte de la madrugada y el malencarado camarero se negó a servirla:

—Estamos cerrando.

Tuvo que salir y esperar en la puerta: el efecto sorpresa quedaba estropeado. Era el mes de febrero, hacía frío, las estrechas calles estaban desiertas. Los vetustos edificios, desconchados y sucios, parecían más pobres y más tristes a la luz desapacible de las farolas. El camarero arisco echó estruendosamente el cierre y se marchó. Lucía siguió esperando, cada vez más inquieta. No le gustaba estar allí, en el viejo centro de Madrid, sola y de noche. Estaba empezando a pensar en marcharse cuando vio llegar corriendo a una muchacha.

Porque era una muchacha: no aparentaba más de veinte años.

—Hola… Soy Regina… —dijo sin aliento.

Era verdaderamente guapa, una belleza, pese a su pelo mal teñido de rubio, y a sus pantalones baratos muy apretados, y a la horrorosa chaqueta vaquera forrada de borrego sintético y con tachuelas doradas sobre los hombros. Pero tenía unos ojos verdosos espectaculares, la expresión fina y viva, una boca perfecta; y era alta, mucho más alta que Lucía, una chica grande y bien formada.

—No he podido traerle… Ha sospechado algo… Se ha ido corriendo en dirección a casa… Si nos damos prisa, lo alcanzamos.

Y se dieron en efecto tanta prisa que Lucía no pudo pararse a pensar en lo que estaba haciendo. Salió Regina disparada y Lucía fue detrás, torciendo esquinas del laberinto urbano, escurriéndose entre coches mal aparcados, enfilando calleja tras calleja, cada vez más oscuras, más estrechas, negros callejones húmedos y relucientes por la cercana lluvia, abandonados pasadizos de una ciudad fantasma, hasta que Regina se internó en un pasaje comercial, una decrépita galería que debía de resultar sórdida incluso a plena luz, pero que ahora, con las tiendas cerradas y en penumbra (ruines pañerías, mercerías polvorientas, destartaladas casas de ortopedia), era el escenario de una pesadilla. «Adónde me lleva, qué quiere verdaderamente de mí esta mujer, por qué me he metido en esta trampa», se dijo Lucía con terror súbito mientras cruzaba el corredor infame, ensordecida por el eco de sus propios pasos y con la cabeza llena de vagas imágenes sangrientas. Pero no, ya acababan de atravesar la galería, ya salían al otro lado, de nuevo la calle y la noche y la lluvia y las farolas de luz mortecina. El pasaje comercial había sido un atajo, porque allí, unos metros más arriba, en la otra acera, una figura cabizbaja y oscura caminaba con rapidez entre las sombras.

—Es él —gimió la muchacha—. Es Constantino. Salió corriendo en pos del hombre con fuerte zancada de valquiria, mientras Lucía la seguía al paso y sin aliento. Les vio juntarse en lo alto de la cuesta, dos cabezas inclinadas susurrando inaudibles murmullos, y el fatigado corazón le dio un brinco en el pecho. Era el final de la búsqueda, la solución del enigma, el espejo encantado. Hizo un esfuerzo por avivar el paso y cubrió los últimos metros de la subida. Cayó sobre la pareja por la espalda; estaban a poca distancia de un farol y pudo verle bien la cara cuando se volvió. Era también joven, tal vez veinticinco. Menudo, muy bajito, apenas un palmo más alto que Lucía; feo y dentón, con cara de roedor y cuatro pelos lacios y rubiatos que ya dejaban entrever los estragos de una calvicie prematura. Pero lo más llamativo eran sus ojos, agrandados por unas gruesas gafas de astigmático, unos ojos despavoridos que parecían enormes y bulbosos tras los lentes, sus ojos como peces espantados moviéndose dentro de la pecera de las gafas.

—Perdón… perdón —balbució el roedor medio desfallecido. No le conocía, pensó Lucía con alivio triunfante, era verdad que no le conocía, la otra Lucía Romero no existía, sólo había una Lucía Romero y era ella. Y también pensó: de modo que era esto. Un hombre extraordinariamente feo y una mujer bellísima. Un hombre inseguro que tortura a su amada para retenerla. Y una mujer masoquista que ama a quien le daña. Reconocía Lucía esa materia abisal, magma caliente. Los infiernos acaban siendo parecidos. En alguna de sus vidas, presentía Lucía, ella podría haber sido Regina, o Constantino, o la amante que regalaba anillos. En el daño hay una zona oscura, indeterminada, en donde todos los papeles son intercambiables.

—Bueno, no… No te preocupes —respondió Lucía al hombrecito de los desencajados ojos-peces—. No importa, está perdonado, por mí no pasa nada; ahora tienes que cuidarte tú y ver por qué haces eso, porque no es muy normal.

No, no era normal, o tal vez fuera lo más normal del mundo, propio de la locura general que nos habita, que Constantino se inventara una vida falsa, que Regina telefoneara anónimos insultos a la supuesta rival, que Lucía saliera a todo correr a perseguir espejeantes quimeras de madrugada. Y todo esto, el dolor, la inquietud, la indigna dependencia, la miseria de los días y las noches, todo esto por amor, o así denominaban a esta patología, a la necesidad del otro que destruye, a la ferocidad antropofágica, son caníbales aquellos que para amar devoran. Si lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano y lo apacible, no hay nada más siniestro que el amor que envilece; y por ese agujero negro, rugiendo como un dragón y echando fuego, emerge la perdición de cada cual.

Recordaba ahora Lucía, apenas veinticuatro horas después de la muerte del delincuente, aquella vieja historia de Constantino y Regina, y sentía que con Adrián podría correr el riesgo de abrir un pantano parecido. Su relación con el muchacho era cada vez más turbia, más fangosa. Cada vez desconfiaba más de él, pero era un recelo irracional, involuntario. Adrián había bajado tarde a desayunar el día anterior, pero esto ¿le convertía acaso en un asesino? ¿Creía verdaderamente Lucía que Adrián estaba en connivencia con los terroristas? No, la verdad es que no, en el fondo Lucía no lo creía. Entonces, ¿por qué tantas suspicacias, y por qué sentía esa agresividad creciente hacia él?

Una agresividad idiota e incontrolable que hacía que se comportara como una niña. Así había sucedido esa misma tarde, después de comer, cuando Félix y Adrián se enzarzaron en una de sus discusiones habituales:

—Pues sí, por supuesto, claro que creo que hay algo más. No digo un Dios, un Dios a la antigua, me refiero, pero sí algo, no sé… Por ejemplo, la reencarnación me parece una idea de lo más sensata —estaba diciendo Adrián acaloradamente.

—Ya, la reencarnación. Pues ya ves, a mí no me cabe en la cabeza. Eso de haber sido una prostituta en el siglo XVI, pongo por caso. Absurdo —contestó Félix, displicente.

—Es que no es eso, exactamente. Lo estás ridiculizando, lo estás abaratando.

—Puede que sí. Pero es que tú no sólo crees en la reencarnación, sino que pareces dispuesto a creer casi en cualquier cosa. Tienes una credulidad universal. Eres un chico listo, pero a veces te impresionan cosas que pertenecen directamente al ámbito de la magia de feria. De verdad, sin ánimo de ofender, a veces sostienes unas tonterías irracionales que me dejan atónito. Como esa teoría tuya de las coincidencias, de los rayos sin tormentas y las muertes extrañas —dijo Félix.

—Vaya, me encanta, es comodísimo eso de decir: «sin ánimo de ofender, sin ánimo de ofender», y luego ponerse a insultar al oponente. Y además, no me llames chico listo: me revienta. En cuanto a lo otro, yo no digo que tenga una respuesta para todas esas muertes, y ni siquiera aseguro al cien por cien que sea un fenómeno paranormal; sólo digo que son unas coincidencias muy extrañas, y no soy el único en desconfiar de las coincidencias, ¿sabes? Arthur Koestler, por ejemplo, que era un intelectual muy interesante, tiene un libro que dice que las coincidencias son…

—¡Bah! Un comunista, el Koestler ese. Menudos intelectuales, los comunistas.

—No señor, no señor, porque da la casualidad de que se salió enseguida del partido y escribió libros feroces denunciando el estalinismo, así que ya ves por dónde te estás equivocando —alardeó de erudición Adrián, encantado de haberse apuntado un tanto tan fácil.

—Da lo mismo que se saliera luego, ya sé que lo dejó. Es el haber pertenecido al partido alguna vez lo que indica el modo en que tenía organizada la cabeza. El anarquismo enseñaba a pensar, enseñaba a leer, a desarrollar el criterio individual, a ser libre intelectual y moralmente. Pero el comunismo siempre fue una secta. Allí iban a parar las mentes débiles que buscaban el alivio de los dogmas de fe y de las certidumbres.

—No pienso ponerme a discutir ahora sobre el comunismo o sobre la cuadratura del círculo. Estábamos hablando de la cantidad de cosas que no conocemos. Mira, el libro este de Koestler, El abrazo del sapo, trata de un biólogo vienés de los años veinte, Paul Kammerer, que dijo que las coincidencias no existían, sino que se debían a una ley del Universo aún no descubierta, una ley física como la de la gravedad, él la llama la ley de la serialidad, por la cual las cosas y los elementos y las formas y los hechos tienden a ordenarse por tandas de semejanza, por series homogéneas. Porque en el Universo, decía Kammerer, hay una pulsión ciega hacia la armonía y la unidad.

—No, si acabarás inventando a Dios un día de estos.

—Pues te diré que la teoría de Kammerer le pareció muy interesante a un montón de gente importante, ¿sabes? A Einstein y a Jung y gente así. Claro que para entenderla hay que tener la cabeza un poco abierta, porque tú alardeas mucho de flexibilidad intelectual, pero a mí me parece que eres un dogmático.

—¿Dogmático yo? Ahora sí que eres tú el que está insultando. ¿Dogmático yo, que he combatido toda mi vida contra el totalitarismo intelectual y político? ¿Pero tú tienes alguna idea de lo que es el anarquismo? Mira, te voy a decir lo que sucede. Lo que sucede es que los de vuestra generación no tenéis cojones para ver el mundo como es, un mundo sin Dios y sin paraíso y sin Más Allá; no hay más mundo que este y eso es duro de tragar, eso amarga, hay que ser muy persona para aguantar el miedo, y eso te lo digo yo, que tengo ochenta años y casi estoy ya en el agujero; y que he visto cómo casi todos mis conocidos, a medida que iban envejeciendo, se iban haciendo creyentes como por milagro, de jóvenes eran ateos furiosos y luego se convirtieron en meapilas; porque la oscuridad acojona, te lo aseguro. Pero hoy los jóvenes sois tan cobardicas, tan insustanciales y poco sólidos, que ni siquiera de jóvenes aguantáis el vacío, y así os va, que estáis dispuestos a creer hasta en los cuentos de hadas, hasta en el Imperio de las Galaxias, vamos, con tal de creer en algo. Los de mi generación, por lo menos, supimos aguantar el vértigo de vivir sin apoyarnos en ninguna creencia.

En realidad, Lucía no estaba de acuerdo con el viejo; en realidad, pensaba que en los años de juventud de Félix el mundo estaba lleno de creencias, tal vez no divinas pero sí religiosas, creencias en la victoria final del proletariado, o en la revolución futurista de las máquinas, o en la refundación nacional-socialista; incluso el propio Félix había sido un hombre de fe, un apóstol de la buena nueva, un predicador de la humanidad feliz y libertaria. En realidad, era ella, Lucía, ella y su generación de cuarentones, quienes se habían quedado de verdad en tierra de nadie, en un mundo desprovisto de fe y de trascendencia, en una sociedad mediocre y sin grandeza en la que nada parecía tener ningún sentido. ¡Qué sabía Félix de vivir en la inclemencia y sin abrigo! Todo esto era lo que hubiera debido contestarle a Félix, pero eso hubiera supuesto un apoyo, un refuerzo para Adrián, y Lucía no estaba dispuesta a concederle al muchacho ni una brizna de aprecio aquella noche. Antes al contrario, quería hacerle daño y vengarse de las heridas aún no recibidas, de las cicatrices del porvenir. De manera que dijo:

—Estoy de acuerdo contigo, Félix.

Y lanzó a su vecino una sonrisa encantadora que en realidad estaba dedicada sólo a Adrián. El muchacho frunció el ceño:

—Está bien, si os ponéis ya los dos en contra de mí, entonces no quiero seguir con esta discusión absurda —dijo, y se levantó y salió de la cocina.

Lucía le echó de menos al instante. Pero qué me sucede, pensó con turbación, por qué me comporto de este modo. Porque por entonces Lucía sabía mucho menos de sí misma que lo que yo sé ahora sobre ella, y todas estas cosas que acabo de escribir sobre el miedo a los hombres, y el peligro, y el daño, aunque ya las barruntaba Lucía por entonces, no las tenía tan claras. Así es que echó de menos a Adrián y se sintió furiosa por añorarlo. Entonces decidió reparar la lámpara de la sala, que llevaba rota un par de meses. Sí, repararía la lámpara y así arreglaría cuando menos una diezmillonésima parte de este jodido mundo. Cogió la escalera plegable, los destornilladores, los alicates. Era una lámpara halógena, un grueso cuenco de vidrio y metal. Podía ponerse a mayor o menor altura, subiéndola o bajándola del techo por medio de un sistema de poleas, pero uno de los cables se había salido de su riel y la lámpara había quedado arriba del todo, escorada y atrancada. Desasosegaba verla, lo mismo que desasosiega un cuadro torcido.

Lucía abrió la escalera de mano y subió a ella. La casa era antigua y los techos altos, de manera que tuvo que trepar hasta el último escalón, el quinto, para alcanzar la lámpara; y aun así necesitaba empinarse y estirar los brazos. Era muy incómodo y bastante inestable. Resultaba un fastidio ser tan pequeñita.

—Te vas a caer. Déjame a mí —dijo Félix. Ni pensarlo, se dijo Lucía. Pues sólo faltaba ahora que se subiera el viejo a la escalera y se descalabrara. Ni pensarlo.

—No, no. Puedo perfectamente.

Bueno, no tan perfectamente. El cable estaba pillado debajo de un reborde y era imposible liberarlo, sobre todo teniendo en cuenta que apenas si alcanzaba. Decidió descolgar la lámpara, arreglar con comodidad el desperfecto y después instalarla de nuevo. Comenzó a desatornillar trabajosamente los soportes.

—Te vas a caer. Ya te dije que eso lo iba a arreglar yo.

Era Adrián, que había aparecido junto a ella. Cierto, Adrián había dicho que él enderezaría la lámpara. Así es que para qué demonios se había metido Lucía en ese lío. Además, al muchacho le hubiera sido todo más fácil. Para empezar, era mucho más alto.

—No te molestes —respondió Lucía con voz gélida—. Ya me las arreglo sola.

Estaba furiosa. Agarró la media esfera de cristal y tiró de ella hacia fuera, sacándola de las guías metálicas. Un inmenso error, porque el vidrio, descubrió de repente, pesaba muchísimo, mucho más de lo que ella podía soportar de puntillas en el quinto peldaño de una escalera sin desnivelarse.

—¡Que te vas a caer! —repitió Félix.

Más que una advertencia fue un grito descriptivo, pues Lucía, en efecto, se estaba ya cayendo abrazada a la lámpara.

Pero no, no llegó a golpearse. Porque Adrián, con una agilidad sólo comparable a su fuerza (y ambas parangonables a las de los héroes de las novelas románticas), se subió de un brinco a la escalera y sujetó a Lucía y su lámpara mientras se desplomaban. Acogida en el nido de sus brazos, con el pecho del muchacho de respaldo y su aliento cosquilleándole la oreja, Lucía sintió la deliciosa tentación del desfallecimiento. Puedo desmayarme, se dijo en un instante alucinado, casi sin pensarlo, no más que sintiendo las palabras. Puedo desmayarme en su regazo, y dejarle que me coja, y convertirme en una segunda piel, toda pegada a él. Como adivinando su pensamiento, Adrián la levantó en vilo y la bajó hasta el suelo. Luego, tras quitarle el cristal y depositarlo en el sofá, se la quedó mirando.

—Por qué poco… Pero mira que eres cabezota, Lucía —dijo Adrián.

Y sonrió encantador, tal vez incluso tierno.

El amor es un invento occidental, un invento reciente, quizá no más antiguo que el Romanticismo, se dijo Lucía. En la India, en China, en Etiopía, hombres y mujeres habían vivido sin amor durante cientos de años, y se casaban por medio de matrimonios de conveniencia que probablemente resultaban más felices y estables que los matrimonios apasionados. En sociedades así, los vaivenes del corazón no ocuparían ningún espacio de importancia en la vida.

—Déjame en paz —gruñó Lucía, venenosa de ira. Adrián arrugó la frente con gesto herido:

—Descuida, ya te dejo.

Tal vez fuera la ausencia de creencias, la carencia de marco, la falta de sentido a la que antes se refería Félix. En la sinsustancia de la vida moderna, en el caos de los días, el amor podía ser una luz deslumbrante, como el fanal del pescador al que acuden los peces sin saber que aquello que los embelesa va a matarlos. El amor como droga, compulsivo. El amor como abismo y como peligro. Ese amor espléndido por el que uno se pierde.