Se detuvo al intuir, más que ver, un movimiento a su espalda. Volvió lentamente la cabeza y contuvo la respiración: a unos cinco pasos de distancia, un reno la observaba entre las raíces de los abedules blancos del altiplano ártico. Su piel era blanca. Probablemente un reno salvaje, pues tenía las orejas intactas, sin los cortes con que los dueños de los rebaños marcaban a sus animales para distinguirlos de los de otras familias. Nunca había estado tan cerca de un reno salvaje. Eran animales tímidos que evitaban a los seres humanos, pero aquel no parecía asustado. Se lo veía tranquilo y la miraba a los ojos. Ella sintió un escalofrío. El reno bajó la cabeza como si quisiera asentir y se alejó al trote.
La niña recordó las palabras de su abuela: «Jievja, el solitario reno blanco solo se deja ver ante personas de corazón puro. Si el reno blanco viene a verte, escucha con atención porque te trae un mensaje».
Los ojos se le humedecieron con lágrimas de alivio. Ya no se sentía rechazada, era bienvenida. Se apoyó en una roca y cerró los ojos. Un tono profundo le fue brotando del pecho, seguido de una retahíla de otros sonidos. Aquellos tonos emergían enérgicos de su interior con naturalidad. Evocó imágenes que creía olvidadas hacía tiempo, de niña, arrodillada junto a su abuela, retirando con un raspador los restos de carne de la piel de reno.
—Cuéntame una historia, áhkku —pidió, como tantas veces, y por primera vez oyó la leyenda de jievja y del origen de su tierra, Laponia.
—Un día Jubmel, el dios supremo, decidió crear un mundo nuevo y bueno —empezó su abuela, pero se interrumpió—. ¿Sabes qué otro nombre tenía ese dios?
—Radienattje —se apresuró a contestar ella—. Padre Reinante.
La abuela le sonrió y continuó con su relato:
—Pues Jubmel quería crear un mundo nuevo que su hijo Bejve, el dios del Sol, debía gobernar. Para ello sacrificó su precioso reno blanco. Los huesos sirvieron de cimientos, la carne fue convertida en tierra, las venas en grandes ríos y con la piel hizo las montañas, los prados y los bosques. Con la cabeza del reno modeló la bóveda celestial, donde colocó los ojos brillantes como astros de la noche y la mañana. Sin embargo, el corazón del reno fue enterrado en lo más profundo de la tierra. Desde entonces sigue latiendo y nos da la vida. Y si escuchas con atención, oirás en el silencio de las noches claras de verano el latido del pequeño reno.