Alta, mayo de 2011
Nora sujetaba un gran paraguas sobre ella y Ravna, que estaba sentada a su lado en una silla plegable en el bordillo de la calle, por donde en unos minutos desfilarían las bandas de música, asociaciones y niños de las escuelas y guarderías de Alta. Las ráfagas de viento ya arrastraban retazos de la música de las bandas. Ukko había insistido en que su madre se cuidara y presenciara el desfile sentada. Las banderas con que los habitantes habían decorado sus casas para celebrar aquel día golpeaban empapadas contra las astas. Las montañas tras la ciudad solo se intuían entre el velo de la llovizna.
Helada, Nora se frotaba las piernas y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta después de comprobar por quinta vez en la última hora el teléfono móvil. No tenía noticias de Ealla. ¿De verdad su prima tenía intención de hablar con Mielat? Poco a poco Nora empezaba a dudarlo. Ealla había demostrado ser muy convincente mintiendo. Pero ¿qué ganaría con eso? Nora sacudió la cabeza y se prohibió seguir con especulaciones que no la llevaban a ninguna parte.
Se produjo un movimiento entre el público aglutinado en las aceras. Habían visto la vanguardia del desfile. Sonaron gritos de hurra, se agitaron las banderitas y la gente preparó las cámaras.
Nora no aguantaba más. Le entregó el paraguas a Andrine, que estaba de pie a su lado con un chubasquero, y le preguntó:
—¿Me dejas el coche?
Andrine puso cara de sorpresa.
—Pues sí… claro. Pero ¿adónde quieres ir?
—Luego te lo explico.
Andrine sacó las llaves del bolso y se las dio.
—Está en el aparcamiento delante de la escuela Komsa —le explicó—. Subes por la Bossekopveien en dirección contraria al desfile. —Miró a Nora, preocupada—. ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.
—No, no; estoy bien, no me pasa nada. Solo es que necesito aclarar algo urgentemente.
Nora se subió el cuello de la chaqueta y caminó en la dirección indicada. No podía depender más de Ealla, tenía que ver a Mielat lo antes posible. Si no estaba en casa, le esperaría allí. En algún momento tendría que aparecer, y era mejor que seguir de brazos cruzados y esperar a que Ealla la llamara por fin y le diera luz verde. Eso ya lo había hecho durante demasiado tiempo. Metió la mano en el bolsillo, aferró la esfera de cuarzo rosa y aceleró el paso. No tenía ojos para los grupos de gente vestida de fiesta que desfilaban por la calle tocando música y cantando, mientras los espectadores proferían gritos de júbilo. Concentrada únicamente en no tropezar con nadie y eludir los grandes charcos, corrió bajo la llovizna.
Poco antes de llegar a su destino, una silueta en la otra acera le llamó la atención. Un hombre también se estaba abriendo camino entre los curiosos sin prestar atención al entorno. A Nora le dio un vuelco el corazón: era Mielat. Se quedó quieta. Casi no lo había reconocido por su aspecto agotado y tenso. No: triste era el adjetivo adecuado.
Se le encogió el estómago, le dolía verle así, tan abatido y apocado. ¿Tanto le había afectado la noticia de que no iba a ser padre? Seguro que le había impactado. No había dudado en hacerle un sitio en su vida a ese niño, lo habría hecho todo para crear un entorno próspero y organizarse con Ealla. ¿Y si con ese niño se había cumplido el sueño de su vida? En ese caso debía de haberle resultado muy doloroso enterarse de la mentira de Ealla.
Nora aprovechó un hueco entre dos grupos y cruzó la calzada. Al cabo de un momento se plantó delante de él, que se quedó atónito.
—¡Nora! —Le tocó el brazo, como si quisiera asegurarse de que realmente estaba allí. Suspiró, y el alivio se reflejó en su rostro—. ¡Nora! ¡Me alegro mucho de verte!
—¡Yo más! —contestó ella—. Ahora mismo iba a buscarte.
—Pues yo he venido por ti, qué telepatía.
Nora fue consciente de que se habían encontrado en Alta, pero Ealla nunca mencionó la posibilidad de que su conversación pudiera tener lugar allí.
—Por suerte no nos hemos cruzado —dijo él—. Vi esta mañana a Ealla en Kautokeino y luego salí de inmediato para aquí.
—¿Por qué no me avisó? —se extrañó Nora.
—Quería hacerlo, pero le pedí que no te llamara. Ya se ha interpuesto demasiado entre nosotros.
Miró a Nora a los ojos. Cuánto había echado de menos aquella mirada, esos ojos grises de husky con el borde oscuro, insondables y al mismo tiempo claros y francos.
—Lamento mucho no haber estado a tu lado estos días —dijo él—. He intentado cien veces dejarlo todo para ir a Hammerfest, pero no quería que te sintieras más presionada. —Esbozó una sonrisa traviesa—. Era todo un dilema.
Nora se había quedado sin habla. ¡La desesperación en su voz era igual que la suya!
Mielat se aclaró la garganta.
—Debes de haberte sentido fatal. No sabías si tu abuela, a la que acabas de conocer, saldría de esta. Además estaba Gáddja, que no desaprovecha ninguna ocasión para hacerte notar su rechazo. Y todo eso en un entorno al que en principio no querías regresar tan pronto, después de todo lo que…
Nora se secó las lágrimas que se mezclaban con las gotas de lluvia.
—Soy una boba, he estado a punto de ahuyentar a la persona más maravillosa que he conocido —dijo en voz baja—. Tenía tanto miedo de que te hubieras hartado de mí… te había dado calabazas.
Mielat le apartó con ternura un mechón de la cara.
—No soy un experto en mujeres, pero en algunas cosas me recuerdas a un reno. No se les puede forzar a que confíen en ti.
Nora miró cohibida al suelo.
—No tienes por qué avergonzarte, al contrario. Me alegro de que no te dejaras convencer, porque luego seguro que te habría perdido, tarde o temprano.
Nora levantó la cabeza y sonrió. Los gritos de hurra alrededor encajaban con la alegría que casi le estallaba en el pecho. Mielat le rodeó la cara con ambas manos, se inclinó hacia ella y la besó con ternura en los labios. Luego la agarró de la mano y fue con ella hasta donde había aparcado su furgoneta, delante de la escuela.
—Y ahora vámonos a casa.
Nora asintió y sonrió. Recordó una cita: «Nadie que haya pasado un verano en Laponia puede ser feliz en otro lugar».