Kautokeino, finales de junio de 1926
Áilu salió a primera hora de la mañana al pequeño porche de su casa. Se encontraba en la orilla oriental del Kautokeinoelv, por debajo de la iglesia de madera roja, que se erguía en medio del cementerio junto a un grupo de altos abedules, los únicos árboles que había en aquella parte de la Vidda, cubierta de maleza baja, hierbas, matas de bayas, líquenes y musgo. El río corría tranquilo en su amplio lecho entre bancos de arena. Una bandada de patos andaba en busca de cangrejos y larvas de insectos. Un escribano lapón que Áilu reconoció por la cabeza negra, la franja blanca en los ojos y el cuello tostado, pasó por encima de ella recibiendo el día con sus gorgoritos. El sol bajo hacía brillar las cimas de las montañas circundantes y los retazos de nubes en un cielo azul claro. Sería otro día cálido. Áilu volvió a la casa y cerró la puerta con la malla tupida. Los insectos que todos los años poco después del solsticio de verano pululaban por el altiplano de momento no incordiaban demasiado. Al cabo de unas horas seguro que sería imposible librarse de ellos.
Sus pensamientos se desviaron hacia Lemek. Esperaba que el aceite de clavo que le había dado para untarse contra los mosquitos fuera suficiente hasta que volviera a casa. ¿Dónde se habría metido? Había salido tres días antes para rastrear uno de los rebaños dispersos de su comunidad, a la que visitaba con regularidad. Al principio el pastor no inspiraba confianza. La gente lo consideraba un espía del pastor noruego, que era el responsable oficial de la parroquia. Poco después de su llegada a Kautokeino, Lemek se enteró de que su puesto era solo de ayudante del pastor, para ejercer de intérprete, traducir a sami sus sermones y sustituirle cuando estuviera ausente, que era prácticamente siempre. El pastor vivía principalmente con su hermana en Trondheim y pasaba los días más calurosos del año en una zona de veraneo en la costa. Solo en Navidad y por Pascua aparecía durante unas semanas para celebrar las misas de los festivos, bautizar niños, bendecir a los muertos, celebrar enlaces y confirmar a los jóvenes.
Cuando los habitantes de la Vidda comprendieron que el nuevo vicario no controlaba por orden del pastor principal si llevaban una vida temerosa de Dios, sin supersticiones ni costumbres paganas, Lemek se convirtió en un invitado apreciado en sus granjas, cabañas y tiendas. Veían en él, que siempre estaba dispuesto a oír sus preocupaciones y necesidades, a uno de los suyos, y también se interesaban mucho por su vida. Cuando en la primavera del año anterior se enteraron de que su mujer embarazada se mudaría a su casa, le ayudaron a construir una casita junto al río y le dieron una calurosa bienvenida a Áilu. Para el nacimiento de la niña les regalaron a los jóvenes padres un komse, una cuna portátil hecha de piel de reno, y sonajeros y anillos mordedores tallados con cuerno de reno.
Áilu atravesó el recibidor, donde una escalera empinada llevaba a los dormitorios, y fue a la cocina. La mesa era el núcleo de la pequeña familia. Allí se preparaban y comían los platos, allí escribía Lemek sus traducciones y algunos sermones, o limpiaba y rellenaba las lámparas de petróleo, y a su lado Áilu remendaba prendas de ropa, ribeteaba pañales nuevos o pulía los objetos de metal mientras la pequeña Ravna gateaba a sus pies y examinaba con sus manitas las cosas que lograba coger. La sala de estar, con una estufa de hierro colado, se utilizaba durante las largas tardes de invierno.
Áilu puso agua a hervir para preparar café y avena antes de que un llanto cada vez más sonoro la llevara arriba. Ravna, que había cumplido un año unas semanas antes, se había despertado. En cuanto la madre se inclinó sobre su cama, que Lemek le había hecho poco antes, se le acabó el llanto. Estiró los bracitos y chilló:
—¡Ma-má!
Áilu la levantó, la apretó contra su pecho e inspiró su aroma dulzón, mientras canturreaba a media voz el yoik que Lemek y ella habían encontrado para Ravna justo después de su nacimiento, cuando le puso a la niña en los brazos por primera vez a su marido. La hija le recordó con impaciencia que tenía hambre. Áilu se sentó en la cama de matrimonio y le hizo cosquillas debajo de la barbilla, mientras con la otra mano se abría la blusa. Tras darle de mamar, bajó con ella a la cocina, donde el agua estaba hirviendo, y preparó el desayuno. Ravna también comió un cuenquito de avena. La leche de Áilu ya no bastaba para saciarla.
—Bueno, cariño, ahora atacaremos a las malas hierbas —anunció Áilu después de comer.
Se puso un sombrero de paja de ala ancha y le ató a Ravna un pañuelo en la cabeza. Cogió un rastrillo manual y fue al pequeño huerto que Lemek había hecho junto a la casa en cuanto el frío desapareció de la capa superior del suelo. Dejó a la niña sentada y se puso a ahuecar los surcos y desherbar. Aquel suelo arenoso no era muy fértil. Aun así, la necesidad de sacarle algo para la alimentación básica de su familia espoleaba a Áilu. Había plantado patatas, zanahorias y pepinos, y esperaba cosecharlos antes de las primeras heladas a finales de agosto. Ya esperaba con ilusión el momento en que iría a buscar con Ravna bayas y más tarde setas, para luego hervirlas y secarlas. Pero lo que más le gustaba era cuidar de su jardín de hierbas, que había hecho poco después de su llegada con plantas curativas y especias para la cocina que crecían en las inmediaciones.
Al principio no aguantaba mucho tiempo en la casa y a menudo paseaba durante horas por la Vidda, dividida entre las dudas y el miedo, agobiada por las preguntas que la carcomían como sanguijuelas: ¿era lo correcto seguir a Lemek? ¿Podría ser una buena esposa para él? ¿Su hija sería feliz en aquel entorno, donde ella misma se sentía extraña? En el bosque intentaba evadirse, encontrar la paz, por lo menos cansarse caminando. El silencio y la soledad que la envolvían le resultaban amenazadores, y luego volvía a casa, donde apenas era capaz de mirar a Lemek a los ojos. Estaba convencida de que se arrepentía de haberse casado con ella. Así transcurrieron varias semanas, hasta que se encontró con el reno blanco.
Unas voces y el griterío de niños despertaron a Áilu de sus recuerdos al cabo de un rato. Estaba llevando el cuarto cubo de agua para regar las plantas de patatas después de desherbar el campo. Ravna jugaba bajo la sombra de un arbusto con unos palitos. Áilu se secó el sudor de la frente y escuchó aquella insólita algarabía. En esa época del año aquella zona solía estar desierta. Las casas de los noruegos —aparte del pastor eran un tendero, un funcionario, dos profesores y una enfermera— estaban en el mismo cerro que la iglesia, a medio kilómetro de allí. Como el pastor, los profesores también estaban ausentes en aquella época. El propietario de la tienda estaba de viaje para comprar nuevas mercancías, el funcionario y la enfermera habían huido del calor y las moscas, estaban de vacaciones en campos más templados.
Las granjas de los sami sedentarios estaban esparcidas al otro lado del río, separadas por grandes distancias. Se componían de cabañas, establos para las vacas y ovejas, cobertizos para las provisiones, pozos de garrucha y construcciones precarias donde los campesinos recocían la paja con agua tras la siega para alimentar al ganado en invierno. En muchos terrenos había filas de pequeños cobertizos apoyados sobre soportes un metro por encima del suelo. Eran de los nómadas, que los utilizaban como despensa y para guardar las cosas que no querían llevarse en sus migraciones. Los pobres sedentarios vivían con sus mascotas en gammen, unas cabañas tradicionales sin ventanas.
Áilu agarró a Ravna y fue con ella por el sendero trillado junto a la orilla hasta el vado, de donde suponía que procedía el ruido. Era demasiado pronto para que fuera el barco correo, que dos veces al mes llevaba paquetes, cartas y periódicos, pues no hacía ni cuatro días que había pasado por allí. Tal vez el tendero había regresado y estaba rodeado de curiosos que querían examinar sus productos y preguntar por las novedades. Esperaba que se hubiera acordado de la tela que le había encargado para coserle a Ravna unas blusas nuevas. Aceleró el paso y de pronto se detuvo en seco: no era la embarcación del tendero lo que se balanceaba en el embarcadero. Dos chicos descargaban maletas, cestas y cajas y las amontonaban en la tierra, dirigidos por una persona corpulenta y ataviada con un traje claro. El rostro quedaba cubierto por un grueso velo atado a un salacot que adornaba la cabeza. Alrededor alborotaban una docena de niños, que habían salido de la nada como siempre que llegaba una visita: las noticias corrían como la pólvora en la Vidda.
La persona recién llegada le resultaba familiar. Áilu agudizó la vista… ¡Era Mette! No podía ser. ¡Había tomado demasiado el sol y estaba teniendo alucinaciones!
Aquella persona se volvió hacia ella, la saludó y gritó:
—¡Helga!
No había duda, ¡era Mette! Corrió hacia ella. Mette se recogió el velo por encima del ala del sombrero. El sol de África había bronceado su rostro redondo, que Áilu recordaba sonrosado, y le había aclarado el cabello, pero por lo demás era la de siempre. Con cuidado de no aplastar a Ravna se dieron un abrazo, rompieron a llorar, se separaron, sonrieron entre lágrimas y se volvieron a abrazar.
—No puedo creer que estés aquí —balbuceó Áilu.
—Tenemos que marcharnos —les interrumpió el chico.
Mette sacó un monedero que llevaba debajo de la chaqueta y le pagó. Áilu calmó a Ravna, que parecía asustada por tanto alboroto. Cuando el bote se fue, Mette se volvió hacia los niños que seguían alrededor de ella y la miraban boquiabiertos. Señaló su equipaje.
—Quien me ayude tendrá caramelos.
Los niños, que en su mayor parte solo hablaban sami, juntaron las cabezas y se pusieron a cuchichear. Uno de los mayores dio un paso adelante y agarró una maleta. Los demás siguieron su ejemplo, y poco después salía una pequeña caravana del sendero.
Emocionada, Áilu caminaba junto a Mette, sin poder creer que realmente estuviera allí. La última carta que había recibido de ella y Gunnar había llegado a principios de año, poco antes de que partieran hacia una región asolada por el tifus. Unos meses antes les había informado del nacimiento de Ravna y de su día a día en Kautokeino, encantada de por fin poder darles señales de vida desde su nuevo, o mejor dicho, antiguo hogar. Jamás habría imaginado que Mette la visitaría allí. Áilu se detuvo. A juzgar por el abultado equipaje pretendía quedarse un tiempo. Notó que se le encogía el estómago: eso solo podía significar una cosa.
—¿Cómo está Gunnar? —preguntó en voz baja.
Mette abrió los ojos de par en par y se llevó la mano a la boca.
—¿No recibiste mi carta?
Áilu negó con la cabeza.
—¿Acaso…? —Se le hizo un nudo en la garganta, le costaba respirar. Le bastó una mirada a Mette para saber que Gunnar había fallecido.
Llegaron a la casa. Los niños dejaron la carga y rodearon a Mette, que sacó una lata de su bolsa y repartió unos caramelos envueltos en papeles de colores. Sus pequeños ayudantes soltaron gritos de júbilo.
Áilu se tambaleó. Mette cogió a Ravna y la llevó en brazos hasta el porche. Áilu se dejó caer sobre el escalón superior y ocultó el rostro entre las manos. Mette se sentó a su lado y la rodeó con un brazo, mientras con el otro sujetaba a Ravna en el regazo. Áilu se quedó hecha un ovillo y lloró amargamente. En lo más profundo de su corazón sabía que Gunnar pronto seguiría a su querida Solveig, que el aparente motivo de su viaje a África era la investigación de epidemias, pero en realidad no buscaba un nuevo trabajo sino otra cosa: la muerte. Ahora la había encontrado.
Mette confirmó sus sospechas. Brevemente y entre lágrimas le contó que Gunnar se fue sumiendo progresivamente en la tristeza, en su añoranza por Solveig, en los reproches por no haberla acompañado en aquel viaje fatal en que había perdido la vida. Su corazón roto le había dado la bienvenida a la fiebre que finalmente le mató.
—Solo una cosa le atormentaba —terminó Mette su relato—. Le habría encantado volver a verte y conocer a tu pequeña familia. Por suerte le sirvió de consuelo saber que yo iba a ocuparme de ti.
—Te lo agradezco de corazón —dijo Áilu—. Pero no puedo esperar que vivas aquí por mí. Seguro que querrás volver a tu país…
—¿Y qué voy a hacer en Copenhague? Ya no conozco a nadie allí —refunfuñó Mette—. He pasado casi toda mi vida con la familia Foss, y antes en casa de los padres de Solveig. Y para mí eres y seguirás siendo la hija de Gunnar y Solveig. —La miró a los ojos—. ¿O te resulta incómodo que viva aquí? ¿Tal vez tu marido no estará de acuerdo? Puedes decírmelo con sinceridad.
—¡No, no, por favor! —exclamó Áilu.
Acarició el brazo de Mette e intentó contener las lágrimas de nuevo. Nunca había reconocido lo mucho que echaba de menos a su familia noruega. El hecho de que Mette estuviera allí le parecía un milagro, un regalo inimaginable. Pero ¿debía aceptarlo? ¿No era egoísta apartar a Mette de su vida anterior para llevar una vida alejada de la civilización?
Se aclaró la garganta y dijo:
—Solo quiero decir que a lo mejor tú aquí… bueno, echarás de menos ciertas cosas. No hay ningún tipo de comodidad, ni agua corriente ni electricidad, ni siquiera calles, y mucho menos…
Mette se echó a reír a carcajadas.
—Cariño, olvidas dónde he pasado los últimos años. Aquí me siento como en casa: bosques sin caminos donde en el mejor de los casos te encuentras con un río, rodeada de nubes de mosquitos. Después de días sin señales de presencia humana, de repente aparece un pueblecito, algunos campos áridos, ganado escuálido, una red de noticias que funciona a la perfección y un comité de bienvenida de niños descalzos y semidesnudos que miran a un desconocido como si fuera un ser de otro planeta… ¡Me siento como si no hubiera salido de África! —Se levantó—. Y ahora enséñame tu hogar.
Al día siguiente por la tarde, Áilu y Mette estaban sentadas en el porche, donde habían colgado una gran mosquitera que formaba parte del equipaje africano. Áilu remendaba calcetines, Mette tejía agarradores y Ravna se tambaleaba satisfecha y entre risas en una hamaca cuando Áilu vio aparecer la conocida silueta de su marido en el linde del huerto. No esperaba que volviera tan pronto. Se levantó de un brinco y corrió hacia él gritando de alegría. Él abrió los brazos y la estrechó contra su pecho. Áilu estornudó por el polvo que él tenía pegado en la ropa.
—Qué alegría que hayas vuelto —dijo, y le cogió la mano—. Como si supieras que tenemos visita. ¡No vas a creer quién llegó ayer!
—Una mujer decidida, que tiene unos caramelos deliciosos, muuuchas maletas y cajas y que te llama Helga.
Lemek le sonrió con picardía y llegó hasta Mette, que le tendió la mano.
—Mette, ¿verdad? —dijo él—. Áilu me ha hablado mucho de usted. Me alegro de conocerla por fin.
—Lo mismo digo —contestó Mette, observándolo con evidente agrado.
Subió los dos escalones que llevaban al porche.
—Buena idea —dijo Lemek, señalando la mosquitera.
—Sí, ¿verdad? Es de Mette —explicó Áilu—. Así podemos sentarnos fuera sin que nos coman los mosquitos.
—Áilu tenía razón, es usted una persona eficiente y es obvio que se adapta a todo. —Lemek le dedicó una mirada de admiración.
—¿No preferís tutearos? —propuso Áilu—. Ahora Mette forma parte de la familia. —Miró a Lemek insegura. ¿Se había precipitado?
Él asintió y sonrió.
—Con mucho gusto. Una familia nunca es lo bastante grande.
Se volvió hacia la hamaca, se inclinó sobre Ravna y la cogió en brazos. Ella le agarró un mechón de pelo y lo estiró.
—¡Pa-pá!
Él le sonrió y señaló a Áilu.
—¡Ma-má! —chilló la pequeña.
—Y esta es la tía Mette —añadió Lemek, señalando a la mujer.
Ravna arrugó la frente antes de decir:
—¡Me-me!
Lemek sonrió a Mette.
—Acabas de perder tu nombre. Disculpadme un momento. Voy a lavarme el polvo de la cara y a acostar a la niña.
Le dio un beso en la boca a Áilu y le tendió a Ravna para que le diese un beso en la mejilla antes de entrar con ella en la casa.
Mette lo siguió con la mirada y se secó los ojos, emocionada.
—Tu abuela tenía razón.
Áilu no tuvo que preguntar a qué se refería. Mette aludía a la conversación que habían mantenido la víspera. Mette le preguntó con cautela si era feliz en su matrimonio. Por lo visto, ella y Gunnar estaban preocupados por si había aceptado la propuesta de Lemek solo para darle un padre a su hija. Al fin y al cabo, casi no lo conocía cuando él se lo pidió. Además, les parecía imposible, y con razón, que se hubiera enamorado locamente de alguien cuando su decepción con Sander aún estaba fresca.
Áilu le contestó con un viejo dicho lapón que le había dicho su abuela el día de su boda. En aquel momento le pareció una frase hueca y muy poco romántica. En los últimos meses había podido comprobar que, como tantos de los refranes de su abuela, contenía una profunda sabiduría:
—El amor llega después de la boda.