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Hammerfest, diciembre de 1924

Áilu vivió los primeros días en Hammerfest como si estuviera tras un cristal. Una parte de ella intentaba asimilar la información sobre el destino de su familia y la tristeza por la muerte de sus padres y su hermano Vuoitu. Se atormentaba con reproches: ¿cómo había podido creer que Heaika la había abandonado intencionadamente? Le había odiado por ello, había renegado de él y de todo lo que formaba parte de su vida anterior.

La otra parte intentaba adaptarse al nuevo entorno. Pese a la cálida acogida de su abuela, Kárral e Iskko en el núcleo familiar, volvía a ser la otra, la extraña, la que llamaba la atención, no encajaba, molestaba. Admitió avergonzada lo mucho que sufría por la pobreza, la escasez de espacio, la suciedad y el olor a moho de la cabaña, y aún peor: lo miraba todo con desdén. Sin querer, la comparaba con la espaciosa casa de Arendal donde Mette se ocupaba con diligencia de la limpieza y el orden, echaba de menos su habitación con muebles pulidos y ropa de cama fragante, la calma y comodidad que desprendía.

Berit, la mujer de Kárral, que solía estar visiblemente afligida por la pérdida de su tierra, los renos y la vida al aire libre, parecía notar la aversión de Áilu y lo interpretaba como una afrenta personal. La trataba con una antipatía apenas disimulada, y enseguida le dio a entender que no era bienvenida. No había nada que Áilu deseara más que librarse de su presencia y conseguir otro alojamiento, pero la mera insinuación de ello había bastado para que su abuela rompiera a llorar. No iba a permitir que su nieta, a la que había llorado durante tantos años, viviera con unos desconocidos. Su lugar estaba allí, con su familia, le explicó.

También su tío, que a Áilu le recordaba a su querida madre Gutnel, no se cansaba de expresar la alegría que sentía por su presencia. Cuando cenaban juntos, resplandecía al evocar los viejos tiempos, y le pedía a su sobrina que confirmara o completara sus recuerdos. Para él era un consuelo, mientras que su mujer soportaba ceñuda aquellas historias a las que ella poco podía aportar.

Para huir de la asfixiante estrechez de la cabaña y el mal humor de Berit por lo menos durante unas horas y aportar su parte a la economía familiar, Áilu se puso a buscar un trabajo. Lo encontró enseguida. El maestro de Iskko, que fabricaba toneles para transportar pescado, aceite de ballena y otras mercancías, necesitaba ayuda con la contabilidad para hacer las cuentas anuales. Gracias a su caligrafía prolija y a una prueba de su capacidad de cálculo, Áilu no tuvo que pedirle a su hermano que intercediera a su favor para conseguir el trabajo.

Al principio no mencionó a nadie lo de su embarazo, era demasiado pronto. Además, haría todo lo posible para no tener que criar a su hijo en aquel entorno miserable. Le avergonzaba pensar así, pero sabía que no tenía sentido engañarse. Nunca se adaptaría a aquel estilo de vida precario, los años anteriores le habían dejado una huella demasiado profunda.

Por lo visto, Iskko era el único que no odiaba ni soportaba a desgana la vida en Hammerfest. Entusiasmado, le contó a Áilu su aprendizaje para ser tonelero, una profesión que exigía una gran habilidad manual. Además de eso, soñaba con viajar a países lejanos. En su tiempo libre le gustaba pasear por el puerto, entablaba conversación con los marineros de los barcos fondeados y atosigaba a su hermana con preguntas sobre pueblos y culturas lejanos. A Áilu le divertía saciar su sed de conocimiento en la medida de lo posible, y le recordaba a sí misma a esa edad, cuando se pasaba horas leyendo en la biblioteca de Gunnar.

El despacho sencillo pero limpio del fabricante de toneles se convirtió en el refugio de Áilu. Cuando terminaba con la contabilidad que le habían confiado, disfrutaba de su tranquilidad. Como el trabajo exigía concentración, no caía en la tentación de quedarse pensativa y devanarse los sesos con su futuro, como hacía por las noches, cuando le costaba conciliar el sueño en el estrecho banco de la cocina que compartía con su abuela.

Cierto día llamaron a la puerta. La familia acababa de comer, como tantas otras veces, arenque con patatas. Áilu estaba de espaldas a la estancia, junto a la cocina, fregando los platos en una gran palangana de latón. Kárral estaba reparando una silla que se tambaleaba y la abuela zurcía medias con la prenda tan cerca de la cara que Áilu tenía miedo por su nariz, que se acercaba temerariamente a la aguja. Berit se había retirado a la cama detrás de la cortina para alimentar al bebé. Iskko estaba sentado con su cuchillo en el suelo, tallando a su primo otro animal de madera. Se levantó ágilmente y abrió la puerta.

—Espero no llegar en mal momento.

Áilu se quedó sin aliento: conocía aquella voz.

—Claro que no, nos alegramos mucho de que vuelvas a visitarnos antes de irte —dijo Kárral—. ¡Mira quién nos ha encontrado gracias a tu ayuda!

Áilu tuvo ganas de esconderse detrás de la cortina. Se incorporó rígida, se dio la vuelta y miró a Lemek Kuoljok, cuyos cálidos ojos castaños se iluminaron. Le tendió la mano para un apretón.

—¡Qué alegría! —dijo, y luego saludó a los demás.

El niño se abrazó con ímpetu a sus piernas y exclamó:

—¿Jugamos al caballo y el jinete?

Lemek se puso a gatas encantado. El pequeño se subió a su espalda, hizo restallar su fusta imaginaria y gritó: «¡Arre!». Cuando su caballo terminó de dar una vuelta por la estancia, su padre lo bajó.

—Ya basta. Nuestro invitado ni siquiera ha podido quitarse el abrigo.

Los dos amigos se sentaron a la mesa. Kárral hizo un gesto a Áilu para que se acercara. Ella tomó asiento a su lado con la cabeza gacha y esperó a que Lemek le preguntara por qué estaba allí, o hiciera un comentario sobre su brusca actitud en Kristiania y quisiera saber el motivo de su cambio de opinión, después de haber negado varias veces ser Áilu.

—¿Cómo está vuestra familia en Alta? —preguntó Kárral.

—Mi padre apenas puede moverse del reuma. Por suerte, mi hermana cuida bien de él. Le estoy muy agradecido.

Berit salió de detrás de la cortina y saludó al invitado con un leve cabeceo.

—¿Nos haces un café? —le pidió Kárral a su mujer—. Que sea fuerte, por favor, no como la birria de la factoría.

Áilu vio que Berit hacía una mueca de disgusto antes de ir gruñendo a poner agua a hervir. La abuela levantó la vista de su labor de costura y lanzó a Berit una mirada de desaprobación. Áilu casi oía sus pensamientos: para ella no había mayor crimen que infringir las leyes de la hospitalidad. ¿Por qué se comportaba así Berit? ¿Qué la hacía estar tan a disgusto? ¿Le enfadaba malgastar el preciado café en un invitado? ¿O era ese invitado en concreto el que le provocaba aversión?

Áilu lanzó una mirada furtiva a Lemek, que hacía como si no hubiera visto el desagradable recibimiento de Berit y seguía informando a Kárral sobre su familia.

Su familia poseía desde hacía generaciones una pequeña granja en Alta, además de algunos renos. Como muchos sami sedentarios, en otoño dejaban sus renos con los rebaños de los nómadas en la Vidda y a cambio les daban alimentos como cereales y patatas que necesitaban para los meses de invierno.

Berit se acercó a la mesa con la jarra de café. Kárral le rodeó la cadera con un brazo, la atrajo hacia él y sonrió a Áilu.

—No sé si te acuerdas, pero sin Lemek jamás habría conocido a mi Berit. Lo acompañé a Alta al entierro de una tía, y allí nos conocimos.

Berit se sonrojó, y Áilu se hizo una idea de la chica feliz que había sido unos años antes.

—Eras la más guapa —añadió Kárral.

—Tonterías —dijo Berit, avergonzada.

Kárral abrió el cajón de la mesa y sacó una cajita plana que contenía algunas fotografías. Cogió una y se la enseñó a Áilu. Era una típica fotografía de boda delante de un decorado. Kárral aparecía con un traje formal junto a una silla donde Berit estaba sentada con la espalda erguida, ataviada con un suntuoso vestido de boda. El pañuelo del pecho casi desaparecía bajo una alhaja de plata forjada. Miraba a la cámara con orgullo y seguridad.

—¿No está celestial? —preguntó Kárral.

Áilu asintió. Berit se dio la vuelta y desapareció detrás de la cortina murmurando una disculpa, con lágrimas en los ojos. Áilu la siguió con la mirada y se compadeció de ella. Probablemente Berit pertenecía a un clan rico de propietarios de renos, por lo que se veía en la valiosa alhaja que lucía en la fotografía. Muchos de ellos se consideraban la élite de los sami, y miraban un poco por encima del hombro a los campesinos o pescadores sedentarios de la costa. No era de extrañar que a Berit le resultara incómodo tener que volver ver al amigo de su marido en aquel ambiente pobre.

Áilu miró a Lemek, que contemplaba pensativo la cortina, y vio reflejada la compasión en su rostro. Él se dio cuenta de que lo miraba y clavó los ojos en ella, atentos y un poco escrutadores, pero sin rastro de reproche o desprecio como ella temía. Áilu notó que se le calmaba la respiración.

Lemek se levantó y dijo:

—No quiero molestaros más, mañana tenéis que despertaros pronto.

—Te acompañaré un rato —dijo Kárral.

Lemek asintió, se despidió de los demás y salió de la cabaña con su amigo.

Al atardecer del día siguiente la estaba esperando delante del taller del tonelero. Áilu comprobó sorprendida que su presencia no le provocaba disgusto ni inquietud.

Lemek la saludó con la mano, se acercó y dijo:

—Perdona que te vuelva a abordar, al final tendrás la impresión de que soy un pesado, pero antes de irme quería volver a verte.

Áilu lo miró sin entender.

—¿Caminamos un poco? —propuso él.

Ella asintió, y caminaron juntos en silencio. La luna casi llena estaba alta sobre sus cabezas. Los tejados nevados de los edificios circundantes reflejaban su luz y bañaban las calles con un brillo plateado.

—¿Conoces el monumento al meridiano? —preguntó Lemek.

Habían llegado a una pequeña plaza en medio de la península, dominada por una imponente columna de piedra coronada por un globo terráqueo de bronce.

—No, nunca había estado aquí —contestó Áilu, y se acercó a la columna para leer la inscripción grabada en letras doradas.

Lemek la siguió, sacó una caja de cerillas del bolsillo del abrigo, encendió uno y la iluminó. Áilu leyó que aquel era el punto de longitud más septentrional, calculado por orden del rey sueco y el zar ruso entre 1816 y 1852 desde el océano Glacial Ártico hasta el mar Negro. Recordaba vagamente haber oído hablar de esa medición del meridiano en la clase de geografía, gracias al cual se podían elaborar mapas exactos.

—Tengo que enseñárselo a mi hermano —dijo ella—. Le encantará saber que alguien pasó años viajando por el mundo para determinar con más precisión su magnitud y forma —añadió, y sonrió a Lemek.

La sonrisa que le dedicó él la hizo ruborizarse. Así había mirado su tío Kárral a su esposa cuando contaba cómo se conocieron. Al pasar por una fábrica de pescado Áilu contuvo la respiración para evitar el hedor. Poco después llegaron a la punta de la península, donde antes estaba Skansen, una fortificación de la época de las guerras napoleónicas. Áilu inspiró el límpido aire marino que olía a algas.

—Me gustaría disculparme contigo —dijo Lemek en voz baja, y se acercó a ella—. De haber sabido que venías a visitar a tu familia te habría avisado. Debe de haber sido muy triste enterarte de forma tan repentina de la muerte de tus padres.

—Sí, fue duro, pero mucho peor es haberlos odiado durante todo este tiempo. Y ahora no puedo pedirles perdón.

Áilu miró a Lemek asustada. ¿Había dicho eso en voz alta, a un hombre al que apenas conocía?

—Lo más difícil es perdonarse a uno mismo —dijo Lemek—. Créeme, sé de lo que hablo. Mi madre murió mientras yo estudiaba en Copenhague. Estábamos enfadados porque no podía aceptar que no me hiciera cargo de la granja y quisiera ser pastor.

—¿Qué es lo que te atrae tanto de esa profesión? —preguntó Áilu.

—Mi deseo es ayudar a la gente de este lugar a no perder la esperanza. A encontrar las fuerzas para buscar su propio camino y que no se depriman. —Lemek la miró a los ojos—. No hace falta que te diga lo que significa que te repitan durante años que eres una persona sin valor alguno, tonta y atrasada solo por pertenecer a una etnia supuestamente minoritaria.

Áilu asintió. Era agradable oír sus propias experiencias en boca de otra persona que las compartía.

—¿Pudiste perdonártelo? —preguntó.

Al pastor se le ensombreció el semblante y sacudió la cabeza.

—En realidad, no.

Áilu quedó impresionada por su franqueza, y por ver que la tomaba tan en serio aunque hubiera diez años de diferencia entre ellos. Se le aceleró el corazón. Volvió a notar aquella excitación que no sabía si era de alegría o miedo.

Lemek se aclaró la garganta y preguntó:

—¿He entendido bien a Kárral? ¿No vas a volver a Kristiania?

Áilu asintió.

—¿Puedo preguntar por qué?

—He comprendido que no pertenezco allí. Durante un tiempo lo intenté todo para ser una chica noruega normal. Y en determinado momento pensé que sería aceptada tal como soy.

Se quedó callada y pensó en el rechazo de Sander cuando se separó de ella.

—Pero cuando alguien que significaba mucho para ti se enteró de que eras sami sufriste una gran decepción, ¿verdad? —aventuró Lemek. La miró con atención—. Y aquí las cosas tampoco te resultan fáciles.

Áilu se encogió de hombros y desvió la mirada. Lemek era muy intuitivo, sabía exactamente qué le pasaba. Recordó que la palabra sami dovdat significaba «saber» y «sentir» a la vez. No había el conflicto entre la cabeza y el corazón que a muchos noruegos les impedía comprenderse a sí mismos y a los demás.

—¿Áilu?

Ella lo miró.

—Ya sé que es muy repentino, pero desde que te vi por primera vez aquel domingo en la mesa de Randi Sunde supe que en algún momento iba a preguntarte algo: ¿quieres ser mi esposa?

El rumor de las olas que lamían la orilla, el leve silbido del viento, el lejano pitido de un carguero… ella ya no oía nada.

—Nada me haría más feliz que pasar la vida a tu lado —continuó Lemek.

Áilu contuvo la respiración mientras se tamborileaba la palma izquierda. Le habría encantado asentir, confiarse para siempre a aquellos ojos castaños de mirada sabia que, en vez de resultarle desagradables, le daban una profunda sensación de seguridad. Pero no era posible.

Él iba a añadir algo, pero Áilu levantó una mano para que no hablara y dijo:

—Si algo he aprendido es esto: empezar una relación con una mentira solo trae desgracia y decepciones. —Respiró hondo y soltó—: Estoy embarazada.

Cerró los ojos y esperó lo inevitable: rubor, un balbuceo para darle las gracias por su sinceridad y al mismo tiempo pedirle que comprendiera que, así las cosas, se veía obligado a retirar su proposición, aunque le desearía lo mejor en la vida, etcétera.

—Es tu hijo, te pertenece. Te quiero a ti, con todo lo que forma parte de ti.

Áilu abrió los ojos y se quedó mirándolo.

—Lo digo en serio —añadió él, y le cogió la mano.

Ella sintió un nudo en la garganta.

—No sé qué decir…

Lemek rozó con sus dedos cálidos la mano agarrotada de la muchacha, que se sentía cada vez más confusa.

—Yo… perdona… tengo que… pensar y… —balbuceó, y le soltó la mano. Sus pies se pusieron en movimiento por sí solos y se la llevaron de allí.

—¡Áilu!

Ella volvió la cabeza y gritó:

—Lo pensaré. ¡Lo prometo!