Hammerfest, mayo de 2011
El lunes por la mañana Nora acompañó a su tío al mercado después del desayuno, mientras Andrine iba a ver a Ravna al hospital con los niños. Nora se alegraba de cualquier distracción que la apartara de sus cavilaciones. Había pasado mala noche, fomentada por la extraña y continua claridad diurna que desbarataba su noción del tiempo. Ealla aún no la había llamado. No se sabía con certeza cuándo daría con Gáddja en Hammerfest.
El tiempo soleado se mantuvo, solo aparecían algunas nubes aisladas que el viento del Atlántico arrastraba tierra adentro. Desde las casas de vacaciones situadas en la pendiente de Fjellgate bajaron hacia la Strandgate. A Nora le maravillaron las vallas que cercaban la mayoría de las fincas.
—¿Sabes por qué aquí todo está vallado? —preguntó, al tiempo que señalaba una valla de aspecto firme y sólido—. No creo que haya muchos ladrones por aquí.
Ukko soltó una carcajada.
—Humanos, no. Pero sí renos glotones.
—¿Aquí hay renos, tan cerca de la ciudad? —se sorprendió Nora.
—Sí, aún hay tres familias sami que en primavera traen sus rebaños a la isla y los dejan aquí pastando hasta el final del verano. Muy a pesar de los habitantes de Hammerfest, no siempre vigilan que los animales se mantengan alejados de los jardines. Y cuando esas bestias astutas se dan cuenta de que hay plantas muy suculentas, se cuelan y lo destrozan todo —explicó Ukko.
La Strandgate llevaba directamente al centro, donde estaban en plenos preparativos del Día Nacional. Las guirnaldas con los colores de la bandera noruega se hallaban colocadas en las calles y ya estaban pintando las astas de las banderas, la brigada de la limpieza hacía horas extra y por todas partes colocaban parrillas, toldos, bancos y mesas para la comida.
Enseguida llegaron al mercado. Delante del Ayuntamiento había una fuente redonda alrededor de la estatua de una mujer con cuatro niños, regalo de un antiguo embajador americano en Noruega cuya madre era de Hammerfest.
—¿Damos una vuelta antes de hacer los encargos? —propuso Ukko. Señaló un cerro detrás de la fuente—. Allí arriba hay unas vistas fantásticas.
—Buena idea —asintió Nora.
Pasaron junto a un pabellón de música de madera azul, construido con ocasión del bicentenario de la ciudad en 1989 imitando el estilo de los antiguos balnearios. Una cúpula en forma de cebolla decoraba el tejado, y un oso polar tallado, el animal heráldico de Hammerfest, decoraba el frontispicio. Desde allí salía un viejo camino en zigzag que ascendía hasta la cima.
Ukko estaba en lo cierto. Desde la colina, de unos ochenta metros de altura, había una buena vista de la ciudad, la bahía y el mar. Lo que más impresionó a Nora fue la forma caprichosa de una iglesia en el extremo izquierdo del centro. Imitaba las tradicionales estructuras triangulares para secar pescado.
—¿Puedo invitarte a un café? —preguntó ella, y señaló la terraza de un merendero situado detrás de un mirador.
—Con mucho gusto —contestó Ukko, y la siguió hacia la plataforma.
Pero el local no abría hasta las cuatro, así que se sentaron en una mesa y pusieron las caras al sol.
—Me siento un poco como en la calma que precede a la tormenta —dijo Nora al cabo de un rato.
Ukko parpadeó y la miró.
—Te entiendo. A mí también me pone nervioso esa reunión familiar junto al lecho de una enferma. Temo que Gáddja monte un numerito.
Nora asintió.
—Cuando me vea seguro que lo hará. Y también le tiene ojeriza a Andrine.
—Ya. Casi nadie es suficientemente bueno para ella —dijo Ukko, y torció el gesto—. La verdad es que no sé por qué mi hermana es tan fanática.
—Tu madre opina que se debe a la separación de su marido.
Ukko se encogió de hombros.
—Eso seguro que acentuó su actitud, pero empezó mucho antes.
—¿Cuándo?
—¿Recuerdas nuestra visita en casa de Ante, cuando nos contó las protestas contra la presa de Alta?
—Sí, fue muy interesante. Además me enteré de que mi padre también había participado.
—Fueron tiempos convulsos —continuó Ukko—. Y una época muy importante. En aquel momento se produjo un cambio de mentalidad. Hasta entonces el norte de Noruega se consideraba una parte lejana del país que solo sobrevivía gracias a las generosas subvenciones. Sin embargo, aquí la gente en los años sesenta recibía gratificaciones si se trasladaban de zonas remotas a las regiones centrales. Por eso muchos tenían complejo de inferioridad.
—No me extraña, teniendo en cuenta que durante décadas se hizo todo lo posible por denigrar el estilo de vida de los sami y reprimir su cultura.
Ukko asintió.
—Sí, era el momento de suprimir esa funesta política de adaptación a Noruega. Pero bastante gente pretendía conseguir mucho más. Mi hermana se unió a un grupo de activistas que querían recuperar «lo perdido»: la lengua, la cultura, la tierra y sobre todo el respeto hacia sí mismos y las tradiciones.
—Ya.
—Y Gáddja era muy joven e idealista. Pero hay algo que no logro comprender: ella y sus compañeros no aceptan que haya existido ni que exista gente que no apoya esos objetivos. Y no me refiero a los noruegos del sur, sino también a los sami y otros habitantes de Finnmark.
Nora arrugó la frente.
—Eso no lo sabía.
—Bueno, los activistas no luchaban solo por símbolos sami como una bandera, un himno y un día nacional propios, sino también por la gestión exclusiva de la zona sami por los sami. Para la mayoría aquello era demasiado. Muchos sami no quieren derechos especiales ni establecer fronteras estrictas, más teniendo en cuenta que a menudo es imposible. Al fin y al cabo, en las zonas de la costa vivían muchos «mestizos». Allí hacía siglos que tenían contacto continuo con los nuevos pobladores del sur, el pueblo finlandés kven, comerciantes rusos, etc. —Frunció el entrecejo—. Para mi hermana no son sami auténticos, sobre todo porque no se separan claramente de los demás pueblos y se definen solo como sami.
—Debo admitir que antes yo también pensaba que todos los sami eran pastores de renos y nómadas —dijo Nora—. Hasta que llegué aquí no entendí que hay distintos grupos con diversos intereses.
—Exacto. Y la cuestión de quién es sami y quién no, no solo es un problema para las autoridades, sino para cada uno de nosotros —dijo Ukko—. Gente como Gáddja han demostrado cortedad de miras al no entender que para muchos una buena convivencia con sus vecinos noruegos o kven es más importante que recibir un trato especial por sus raíces étnicas. No logran entender que en primer lugar se consideran ciudadanos noruegos, aunque se sientan sami.
—Entonces vuestro caso no es distinto del de muchos inmigrantes, y sobre todo sus hijos, que crecen aquí —dijo Nora, pensando en su variado grupo de leones, que seguramente en ese momento estaban practicando por última vez la canción que iban a cantar en el desfile infantil de camino a la fortaleza.
—Creo que deberíamos ir haciendo las compras —dijo Ukko, y se levantó—. O nos encontraremos con las estanterías vacías.
Nora sonrió.
—Tienes razón. Antes de los días festivos algunos piensan que tienen que hacerse con provisiones para semanas.
Durante el camino de regreso a la ciudad, ella preguntó:
—¿Y tú qué opinas sobre esa cuestión de la identidad? ¿Te sientes sami?
—Pues me cuesta explicarlo. Antes apenas pensaba en ello. La primera vez que profundicé de verdad en el tema fue durante mis estudios en Estados Unidos.
Nora enarcó las cejas.
—Bueno, la mayoría de mis compañeros de estudios reaccionaban con sorpresa cuando les decía que era noruego. Para ellos los noruegos eran altos, rubios y de ojos azules. —Esbozó una sonrisa pícara y le guiñó el ojo a Nora—. Nosotros respondemos a la perfección al tópico de los sami criadores de renos con aspecto «mongol»: bajitos, morenos y de pómulos salientes.
—¿Sabes de quién lo heredamos? —inquirió Nora—. De Ravna seguro que no. ¿A lo mejor de tu padre?
—No; nos parecemos a la familia materna de mi abuela.
Nora sonrió.
—Entonces aún queda más claro lo absurdo de tanto alboroto sobre quién es un auténtico sami y quién no. Incluso en Kautokeino, donde viven muchos pastores de renos, he visto mucha gente que no tiene el típico aspecto sami.
Ukko asintió.
—Cierto. Mira Gáddja.
—¿A lo mejor por eso es tan fanática? Sé que la comparación es horrible, pero en la Alemania nazi los defensores más fervientes de la ideología racista eran precisamente aquellos que no se correspondían con la imagen aria.
Ukko se echó a reír y le amenazó en broma con el dedo.
—Bueno, si se te ocurre insinuarle algo así a mi hermana tendremos que ir a pescarte al fiordo. —Y continuó más serio—: Pero tienes razón. Es absurdo que se obstine en esa mentalidad extremista.
—En cierto modo también la entiendo. Debe de ser duro que los demás consideren anticuado tu estilo de vida.
—Puede ser —admitió Ukko—. Pero no tiene sentido aferrarse al pasado, que irremediablemente ya no existe. Las culturas vivas siguen evolucionando, de lo contrario acaban en el museo. Aparte de eso, Gáddja le tiene mucho apego a algunos progresos de la modernidad y la civilización que tanto desprecia. Por ejemplo, la motonieve y el teléfono móvil. Y tampoco sería capaz de renunciar al cuarto de baño. Por eso me alegra que por fin Ealla haya entrado en razón. No soportaba ver cómo se había torcido para complacer a su madre.
—Sí, yo también siento un gran alivio. Tal vez ahora tenga la posibilidad de conocerla más relajadamente. A fin de cuentas es mi prima.
Ukko soltó una carcajada.
—¿Ves? Piensas como una sami. La familia es y sigue siendo lo más importante.
Dos horas después estaban en el hospital. Andrine y los niños esperaban delante de la habitación de Ravna. Les habían hecho salir durante la visita médica. La médica que la trataba, una joven de la edad de Nora que poco después se acercó a ellos, confirmó la información de Andrine de que Ravna estaba un poco mejor.
—Pero debe evitar todo lo que la excite. Aún está muy débil —dijo la médica antes de entrar en la siguiente habitación.
Andrine puso cara de desesperación.
—Del dicho al hecho hay un gran trecho.
Los tres intercambiaron miradas de preocupación.
—Bueno, vamos allá —dijo Ukko.
Cuando Nora iba a cerrar la puerta de la habitación de Ravna, entró Ealla. Parecía nerviosa.
—Perdonad que lleguemos tan tarde… Ahora viene mi madre, quería ir a buscar flores… —Se interrumpió y sonrió cohibida.
—Venid aquí todos —pidió Ravna.
Había levantado un poco la cama y estaba sentada erguida. Se la veía pálida, pero parecía despierta y menos cansada que el día anterior.
Ukko cogió dos sillas más del pasillo. Los niños se sentaron a los pies de la cama de su bisabuela y los demás se agruparon alrededor.
Ealla dejó un recipiente tapado en la mesita de noche.
—Te he preparado juobmo. Un chute de vitamina C te vendrá bien para recuperar fuerzas.
—¡Qué amable! Hace siglos que no lo pruebo —dijo Ravna. Se volvió hacia Nora—: Son acederas cocidas con leche de reno y azúcar. Está delicioso, tienes que probarlo. De pequeña para mí no había nada más…
Un golpe enérgico en la puerta la interrumpió. Todos en la habitación se quedaron mirando, conteniendo la respiración. Entró Gáddja. Llevaba un jarrón con un ramo de flores que dejó en la mesa antes de acercarse a la cama. Parecía que solo veía a Ravna y Ealla. Pocas veces había conocido Nora a alguien que se esforzara tanto en evitar mirar a las personas que quería ignorar. Gáddja se quedó a un paso de la cama, sin hacer amago de tocar a Ravna ni de rozarle el brazo.
—Mamá, ¿cómo estás? —preguntó con frialdad.
Nora sintió rabia. ¿Cómo podía una hija mostrarse tan distante en un momento así? ¿Qué tenía que pasar para derribar los muros que Gáddja había levantado a su alrededor? ¿No le daba miedo despedirse de Ravna sin reconciliarse?
Ravna no contestó a su hija.
—Os agradezco que hayáis atendido mi petición. Para mí es muy importante deciros algo a todos. Mi madre me lo contó en su lecho de muerte, pero solo porque yo lo descubrí y se lo pregunté. En aquel momento me hizo prometer que me llevaría el secreto a la tumba y…
—Por favor, abuela, no hables de lechos de muerte y tumbas —rogó Ealla. Se inclinó entre sollozos y apoyó la cabeza en el regazo de la anciana—. ¡No vas a morirte! —exclamó con la voz tomada.
—Dios mío, levántate —ordenó Gáddja a su hija—. Ya estoy harta de tus numeritos sensibleros.
Ravna acarició la cabeza de Ealla.
—No me voy a morir, por lo menos no hoy y aquí. —Miró al grupo—. Os he pedido que vinierais porque ha llegado el momento de que por fin sepáis la verdad sobre mi padre.