48

Arendal-Hammerfest, diciembre de 1924

Áilu salió sigilosamente de casa del alcalde a primera hora de la mañana siguiente y fue andando al puerto. En cuanto abrió la taquilla de billetes, cambió el viaje de regreso a Kristiania por un billete a Bergen y cogió el primer vapor que zarpaba desde el puerto de Hurtigruten. Aquella misma tarde continuó hacia el norte en el barco correo.

Áilu estaba rehaciendo el trayecto en una época distinta del año que cuando viajó casi cinco años antes rumbo sur hacia su nueva vida con Gunnar y Solveig. Entonces todo parecía nítido, festivo y esperanzador. Ahora la niebla invernal no solo no le dejaba ver la línea de la costa, también teñía su futuro de un lúgubre color gris.

Pasaba la mayor parte del tiempo en su camarote de tercera clase, diminuto y sin comodidades pero limpio y funcional. El ruido de las máquinas ahogaba el resto de sonidos. Además, estaba la vibración que producían las marchas y contramarchas de las hélices durante las maniobras para atracar y zarpar de los puertos. Debido a una fuerte tormenta que levantaba olas de varios metros, los pasajeros no podían abandonar sus camarotes, para evitar accidentes, pues el barco no disponía de estabilizadores que compensaran las sacudidas. Parecía una travesía a trompicones.

El fuerte balanceo afectaba a Áilu. Rara vez se había encontrado tan mal, aunque no sabía si las náuseas eran por el mareo, por el embarazo o por el miedo a su futuro. Solo la vida que estaba por nacer le impedía inclinarse por la borda y dejarse caer sin más al mar.

Tras dos días sin comer y con vómitos frecuentes, estaba agotada, en un estado de semiinconsciencia que, paradójicamente, agradecía. Le sentaba bien un poco de descanso de las incesantes cavilaciones que la atormentaban desde que había tomado la decisión de volver a Finnmark: ¿a quién encontraría, aparte de a su tío? ¿Cómo la acogerían? ¿Podría ganar dinero suficiente para mantenerse ella y el niño? ¿Y si esa decisión había sido un terrible error, un arrebato sentimental del que se arrepentiría?

El barco cruzó el círculo polar, y con él la frontera entre las zonas climáticas templada y ártica, la madrugada del cuarto día de viaje sin que los pasajeros se dieran cuenta. A partir de ese momento, haría un frío creciente. El sol ya no se dejaba ver, hasta finales de enero no volvería a alzarse sobre el horizonte. La tormenta amainó y el barco avanzaba cabeceando con calma.

Aquella tarde Áilu sacó fuerzas de flaqueza y tomó un poco de sopa y un bizcocho en la sala de estar. Cuando finalmente salió a cubierta a tomar el aire, se le cortó la respiración. La niebla se había disipado. En la oscuridad intuyó las imponentes montañas escarpadas que se extendían a lo largo de la costa de las Lofoten. Las luces aisladas de las pequeñas poblaciones iluminaban como si fuera un saludo amable.

El cielo se elevaba majestuoso. Miró hacia arriba, respiró el aire puro y contempló las miles de estrellas que relucían en el firmamento, surcado por algunas estrellas fugaces que parecían al alcance de la mano. Áilu se sintió optimista por primera vez desde su partida de Arendal. La visión tan añorada del firmamento estrellado sin la molestia de la luz artificial, que desde el principio de los tiempos les mostraba los caminos a los hombres, le dio fuerzas renovadas. Metió una mano bajo el abrigo y se la puso en la barriga. En silencio pronunció las palabras del yoik con el que saludó a su hijo tras su primera noche de amor, y por un momento olvidó sus preocupaciones y dudas.

La madrugada del sexto día llegaron a la isla de Kvaløya, donde estaba la ciudad más septentrional del planeta: Hammerfest, de unos tres mil habitantes. Áilu se hallaba con su bolsa de viaje en la proa cuando el barco entró en la bahía, tras la cual se elevaban colinas rocosas. El puerto con los despachos comerciales y los almacenes y el centro urbano estaban iluminados por farolas; era una de las primeras ciudades de Europa que había contado con esa iluminación, desde 1891.

En cuanto la tripulación dispuso la pasarela para los pasajeros, Áilu bajó al muelle. Por mucho que hubiera hecho trizas la carta de Lemek Kuoljok a fin de olvidarla para siempre, sus palabras se le habían quedado grabadas: su tío trabajaba en la mayor refinería de aceite de pescado en la parte norte de la ciudad. Un estibador al que le preguntó el camino le señaló en silencio la parte enfrente de la bahía. Áilu le dio las gracias y caminó por la Strandgate junto a la orilla. Recordó la figura enjuta del joven pastor: de no ser por su perseverancia, nunca estaría allí. Era como si en su fugaz encuentro en Kristiania él hubiera notado que en algún momento ella necesitaría ayuda. Se alegraba de que no hubiera tenido en cuenta su brusco rechazo y le hubiera informado sobre su tío.

Cuando dejó atrás las últimas casas de Molla, un barrio residencial por debajo de un lago que alimentaba la central hidroeléctrica, solo tardó un cuarto de hora en llegar a su destino. Cuanto más se acercaba a la península de Fuglenes, más intenso era el olor a aceite de ballena rancio. Se mezclaba con un hedor putrefacto, probablemente procedente de una de las numerosas factorías de procesamiento de pescado.

Áilu contuvo una arcada. Desde que esperaba el niño tenía el olfato más sensible. Si había entendido bien a Lemek Kuoljok, su tío vivía cerca de su puesto de trabajo. Bueno, ella se buscaría lo antes posible un alojamiento en la otra parte de la ciudad, que era lo que probablemente él le pediría de todos modos. Al fin y al cabo, no podía esperar vivir con Kárral mucho tiempo.

Poco después llegó a la puerta de la refinería donde se procesaba aceite de pescado. Eran casi las seis, cambio de turno. Observó salir a los trabajadores y entrar a los colegas que les relevaban. Le pareció que todos tenían semblante gris y ojos apagados. Casi ninguno levantó la cabeza para mirarla, se dirigían como máquinas a su destino, apáticos por la monotonía del trabajo y el lugar.

¿De verdad podía ser que su tío, que la había saludado tan contento por última vez sobre un trineo de perros huskys, cruzando la Vidda nevada, viviera y trabajara en un lugar así? No era la primera vez que se preguntaba, confusa, qué había pasado con su familia durante los últimos años. Se sentía como en un cuento en el que alguien pasa un día en un reino mágico y a su regreso comprueba que en el mundo de los humanos ha transcurrido mucho más tiempo y todo ha cambiado.

¿Cuáles de sus parientes seguirían con vida, y dónde estarían? ¿Sus padres y hermanos continuarían en Finlandia? ¿Aún tenían sus rebaños de renos y se desplazaban como nómadas, o también se habían vuelto sedentarios? Todas las preguntas que había evitado durante muchos años la acuciaban ahora. Le castañeteaban los dientes. Se abrazó el cuerpo y se obligó a concentrarse en los trabajadores.

Lo reconoció enseguida, y no por nada en especial. Llevaba, como los demás hombres que entraban, una chaqueta oscura, pantalones de tela y un gorro de lana que le cubría el pelo. Fue más bien una intuición lo que hizo que Áilu saliera al paso de aquel hombre delgado.

—¿Kárral Vinka? —preguntó, nerviosa.

El brillo de sus ojos y la ancha sonrisa que él esbozó después de observarla un momento fueron la confirmación. Estaba frente al hermano menor de su madre Gutnel.

Áilu! Don dáppe? Imaš! —Sacudió la cabeza, incrédulo.

Ella tardó un momento en comprender el sami: «¿Áilu? ¿Tú aquí? ¡Es un milagro!».

Ella boqueó. ¿Aún recordaba el idioma de sus antepasados? Buscó sin aliento las palabras adecuadas y sintió un gran alivio cuando se oyó decir en sami:

—Lo siento. Sé que tendría que haberte escrito antes. Pero yo…

No pudo continuar. Kárral la estrechó entre sus brazos y la apretó con ímpetu.

—¡Estás viva! ¡Estás viva! —gritaba con la voz tomada por el llanto—. Pensábamos que habías muerto.

La sirena de la factoría anunció el inicio del nuevo turno. Kárral se separó de Áilu y señaló la fábrica.

—Tengo que entrar, nuestro jefe no es muy amigo de las tardanzas. Hoy preferiría no trabajar, pero entonces perdería mi puesto. Lamento no poder acompañarte a casa.

Áilu levantó una mano.

—Tampoco lo esperaba. Lo importante es que te he encontrado.

Kárral sonrió aliviado.

—Seguro que la encontrarás. Sube por esta calle y gira a la derecha en la segunda bocacalle. La cuarta casa de la izquierda es la nuestra —le explicó, se despidió con la mano y entró presuroso al patio de la factoría.

Áilu lo siguió con la mirada, aturdida. Se sentía aliviada y confusa. La auténtica alegría de su tío por volver a verla superaba sus expectativas. Pero ¿por qué la habían dado por muerta? Se estremeció, cogió la bolsa de viaje, que se le había caído con el ajetreo de los saludos y echó a andar. En el barrio de los trabajadores no había luz eléctrica. Los callejones entre las pequeñas cabañas estaban oscuros. Áilu fue avanzando con cuidado y casi a tientas por el suelo nevado para no tropezar.

Cuando llegó a la dirección indicada respiró hondo antes de llamar. Al cabo de unos segundos abrieron la puerta. Un niño de unos cuatro años vestido solo con una camisa se la quedó mirando con cara de sorpresa, volvió al interior y anunció exaltado:

—¡Mamá, mamá, hay una dama elegante en la puerta!

Volvió de la mano de una mujer gruesa, obviamente embarazada, y de pómulos salientes, que llevaba un bebé en la cadera, y señaló a Áilu con el dedo. La mujer, de unos treinta años, arrugó la frente y miró a la muchacha.

—Soy Áilu, la sobrina de Kárral Vinka.

La mujer sacudió la cabeza levemente y la observó con los labios fruncidos. Áilu comprendió que no le creía y se miró a sí misma de arriba abajo. Para su ambiente anterior iba mal vestida: un abrigo largo de viaje, de resistente lana gris, botines de piel de cordones y manoplas tejidas por Mette. Pero para aquella mujer, que llevaba una bata manchada, una estola apelmazada y unos zuecos de madera desgastados, además del cabello largo y desgreñado recogido en una trenza, su ropa debía de parecer elegante. También llevaba un gracioso sombrero bajo el cual asomaba un flequillo cortado asimétricamente. No era de extrañar que suscitara desconfianza.

La aparición de un adolescente interrumpió el incómodo silencio. La complexión fuerte y el rostro redondeado con los ojos ligeramente rasgados convencieron a Áilu de que era uno de sus hermanos menores. Se le aceleró el corazón. ¿Sus padres también estaban?

—¿Vuoitu? —preguntó en voz baja.

Al chico se le ensombreció el semblante.

—¿Iskko? —Se le iluminó la cara, sonrió a Áilu, se dio media vuelta y gritó:

—¡Lemek tenía razón! ¡Áilu está viva!

—¿Por qué pensabais todos que estaba muerta?

Antes de que Iskko pudiera contestar, alguien dijo:

—Tienes la voz de tu madre.

Detrás de Iskko apareció una mujer encorvada de pelo blanco y apoyada en un bastón. Adelantó la mano libre en dirección a Áilu. Estaba casi ciega.

Áhkku? —musitó Áilu y se acercó un paso a ella.

La anciana palpó con la mano el rostro de la muchacha y asintió.

—Entonces es cierto. ¡Nuestra hija del Sol ha vuelto! —Empezaron a resbalarle lágrimas por las mejillas. Agarró a Áilu del brazo y la hizo pasar a la cabaña.

—Nos vemos esta noche, tengo que ir al trabajo —dijo Iskko, se despidió con un gesto y cerró la puerta.

Áilu observó el interior de la cabaña. Frente a la entrada había una cocina de hierro, encima de la cual dos cordones tendidos servían para secar la ropa. Sobre unos tablones colocados como estantes había cuencos, vasos y cazos. Tras una cortina en el rincón derecho Áilu vislumbró una cama y dos bancos en la mesa de la cocina, delante de los fogones, que también servían para dormir. Un baúl donde se guardaba ropa se utilizaba también como asiento.

Áilu llevó a su abuela hasta un taburete, donde ella se sentó con un gemido. A continuación se volvió hacia la mujer, que les había seguido y seguía observando a Áilu con frialdad.

—Tú debes de ser Berit, la esposa de mi tío. La última vez que lo vi acababa de proponerte matrimonio. Recuerdo que entonces me pregunté si algún día yo también estaría tan enamorada.

A Berit se le iluminaron los ojos. La mención de aquella época feliz relajó sus rasgos y la hizo pensar en por qué Kárral estaba tan seguro de haber encontrado a la mujer adecuada para toda la vida.

Berit asintió y se afanó en guardar la ropa de cama esparcida sobre los bancos.

—Por favor, siéntate —le pidió a Áilu.

La muchacha se quitó el abrigo y lo dejó sobre la bolsa de viaje para ocupar el menor sitio posible. El espacio ya parecía repleto. Se sentó en un banco. El bebé que llevaba Berit en brazos se puso a lloriquear, y ella se retiró tras una cortina. Poco después los sonidos revelaron que estaba saciando el hambre. Su hermano se apoyó en las rodillas de su bisabuela.

—¿Por qué lloras? —preguntó—. ¿Estás triste?

—Un poco. Pero sobre todo lloro de alegría —contestó la anciana.

—¿Cómo se puede estar triste y alegre al mismo tiempo? —inquirió el pequeño.

—Cuando te caes, lloras de dolor. Cuando tu mamá te da una golosina para consolarte, te alegras: todo a la vez.

El niño asintió y miró a Áilu. Intentaba comprender por qué aquella desconocida provocaba esos sentimientos encontrados. Ella se inclinó hacia él y dijo:

—Cuando mi hermano Iskko tenía más o menos tu edad, vinieron los hombres de negro y me separaron de mi familia. Todos pensábamos que nunca volveríamos a vernos.

—Y ahora has vuelto y todos están contentos —afirmó él, aunque arrugó la frente—: Pero eso es bueno, ¿por qué es también triste?

—Porque ya no está toda la familia para alegrarse —intervino la abuela.

El niño se dio por satisfecho con aquella explicación. Se dirigió a un rincón de la estancia y se puso a jugar con un animal tallado.

La vieja buscó a tientas la mano de Áilu y la apretó.

La muchacha tragó saliva y preguntó:

—¿Qué ha pasado con mis padres? ¿Y Vuoitu? ¿Y por qué pensabais que no estaba viva?

—Porque se lo dijeron a tu padre cuando fue al internado donde te tenían secuestrada.

Áilu sintió una punzada en el pecho. Durante todos esos años había creído que Heaika la había abandonado para siempre.

—¿Me buscó?

Su abuela asintió.

—Unas semanas después de Pascua apareció una niña pequeña en casa, en los prados de las crías. —Se detuvo—. Se llamaba… déjame pensar…

—¿Lohcca? —dijo Áilu.

—Sí, eso. Había huido del internado. Nos contó que la habías salvado de un rector perverso, y que como castigo te habían llevado a otro sitio. Tu padre enseguida se puso en camino para traerte de vuelta a casa. Volvió destrozado: le dijeron que habías caído por la borda del barco correo que te llevaba a un orfanato en el sur y te habías ahogado.

Áilu se quedó estupefacta. De pronto volvió el intenso odio que sentía hacia aquel rector y su mujer. ¿Cómo podían mentir con tanto descaro precisamente ellos, que acusaban a los lapones de ser falsos y malintencionados?

—Heaika decidió mudarse a Finlandia para proteger a sus otros hijos. —La abuela suspiró y continuó—: Sin saber que estaba llevando a su familia a la perdición.

—¿La perdición? ¿A qué te refieres?

—Buenos, nos mudamos a Inari, donde se asentaron muchos sami. Se vivía bien allí, pero luego llegó la enfermedad. Se llamaba como un país lejano del sur y hace cuatro años afectó a casi todos los nómadas. Solo en Inari murieron doscientos sami.

Áilu se llevó una mano a la boca: la gripe española. Había leído sobre ella con Jonte en el orfanato. Esa había sido la perdición de su familia.

—Solo tu tío, Berit (que esperaba su primer hijo), tu hermano Iskko (que entonces tenía diez años) y yo nos libramos. Pero después de aquello nos quedó poco más que el aire que respirábamos. Los renos huyeron, nadie pudo ocuparse de ellos y seguirlos. Con todo el dolor de su corazón, Kárral, que ahora era responsable de todos nosotros, decidió volver a Noruega y buscar trabajo aquí.

Áilu se quedó mirando a su abuela que, visiblemente afectada por el recuerdo del trágico destino de su familia, se ensimismó y empezó a mecerse adelante y atrás. Poco a poco Áilu fue asimilando los detalles de su relato. Para ella fue como perder de nuevo a sus padres y a Vuoitu, el hermano que tanto anhelaba. Y esta vez no había ninguna esperanza de volver a verlos.