Arendal, diciembre de 1924
Poco después de que Áilu se retirara al cuarto de invitados, oyó que Gerit despedía a sus amigas. Sintió alivio de no tener que ver más a esas señoras y también una sensación de amenaza silenciosa. Comprendía que el tema de que la futura esposa del hijo del alcalde fuera adoptada era demasiado jugoso para zanjarlo de un plumazo.
Gunnar y Solveig se burlaban a menudo de la obsesión por el chismorreo de los habitantes de Arendal, que les servía para pasar su apacible monotonía. «Antes se erradicarán todas las epidemias del mundo que la necesidad de cotillear sobre la gente», había comentado Gunnar una vez entre risas. A Áilu la fascinada la rapidez con que se difundían las novedades picantes, y le sorprendía que los matemáticos aún no hubieran descubierto una fórmula para calcular la velocidad de trasmisión. Con su padre jugaban a descubrir qué factores había que tomar en cuenta en semejante ecuación: la posición social de la persona afectada, la cantidad de multiplicadores, el nivel de aburrimiento reinante en un momento dado y el potencial de escándalo que tuviera el asunto.
Por aquel entonces Áilu ni siquiera imaginaba que ella pudiese llegar a ser objeto de esas habladurías. ¿Qué harían Gunnar y Solveig en su lugar? ¿Qué le aconsejarían? Estaba junto a la ventana que daba al jardín y presionó con la frente el cristal frío. Las siluetas de los arbustos, setos y techos adquirían formas redondeadas bajo la nieve creciente. La luz de las ventanas de abajo iluminaba el césped blanco: era una imagen apacible.
La respuesta era fácil: mantente del lado de la verdad. A Gunnar y Solveig les importaba poco lo que los demás opinaran de ellos, y no se les habría ocurrido engañar a su entorno solo para caer mejor. Por otra parte, comprendían y respetaban el deseo de Áilu de no desvelar nada de sus verdaderos orígenes. Cuando llamaron a la puerta salió de sus cavilaciones. Abrió y se encontró con Sander, que llevaba el abrigo puesto y olía a nieve reciente.
—Acabo de volver. Mi madre me ha dicho que viniera a verte. ¿No estás bien? —Parecía preocupado y le acarició las mejillas.
Ella forzó una sonrisa.
—No es nada, de verdad —aseguró.
¿Ya sabía lo ocurrido durante la tertulia del café? Sander le cogió la mano, se sentó en la silla que había delante de la cómoda para el aseo y colocó a Áilu sobre su regazo.
—No te preocupes por las bobadas de esas viejas. Siempre necesitan algo para abrir esas bocazas que tienen. Y a mí me da igual si eres la hija biológica de tus padres, o la hija de una tía, o de quién sea. —Le dio un beso—. Tienes los labios muy fríos —afirmó, y la arrimó más a su cuerpo—. De verdad que lamento que te haya afectado. Seguro que te han despertado recuerdos tristes.
Áilu se debatía entre la necesidad de contarle toda la verdad y el miedo a su reacción. Tenía ganas de salir corriendo para pensar con calma. Se sentía atrapada.
—¿O eras muy pequeña cuando te adoptaron y ni siquiera lo recuerdas?
Áilu cerró los ojos. «Vamos, díselo», se repetía.
—Perdona, cariño, soy un bobo. Primero me quejo de esas cotillas y luego te interrogo. —La levantó con cuidado y se dirigió a la puerta—. Descansa un poco. Nos vemos luego en la comida.
Y se marchó. Áilu reprimió el impulso de correr tras él, retenida por la esperanza de que lo peor ya hubiera pasado. Tal vez no habría más preguntas y se libraría. Más adelante se lo contaría a Sander.
Cuando poco después entró en el comedor, supo que sus esperanzas se verían frustradas. Ove Andersen esperaba con gesto adusto junto a su mujer, que la miraba con la misma severidad. Sander estaba sentado en su silla, alicaído. Miró a Áilu como si la viera por primera vez.
—Creo que nos debes una explicación —dijo el alcalde.
Áilu notó que le subía la sangre a la cara. Sintió un mareo y buscó apoyo en el respaldo de una silla.
—Has permitido que mintiera a mis amigas —dijo Gerit—. Sabes perfectamente que ni siquiera eres familia lejana de Solveig y Gunnar Foss.
—¿Por qué me lo has ocultado? ¿Es que no confías en mí? —preguntó Sander en voz baja—. Al menos cuando pedí tu mano tendrías que haberme contado la verdad de tus orígenes.
La muchacha apretó la mano en la madera tallada. El dolor la hizo volver en sí.
—¡En ese momento ni siquiera lo pensé! —exclamó.
Sander torció el gesto y Áilu adelantó una mano hacia él.
—De verdad que no lo pensé —insistió—. Tampoco me parece importante. Me dijiste que me querías, y fui lo bastante ingenua para creer que era sin condiciones.
El padre de Sander soltó un bufido.
—¡Vamos, ahora no te hagas la inocente ofendida! Has ocultado a conciencia tu pertenencia a esa purria lapona. Querías introducirte en una familia de bien, y has procurado que nadie derribara tu castillo de mentiras. —Dio un paso hacia Áilu y la señaló con el dedo índice—: ¡Pero no te saldrás con la tuya! A diferencia de mi hijo, que es un confiado, y mi bondadosa esposa, que se ha fiado de ti, yo he llegado al fondo del asunto. —Hinchó el tórax—. Siempre tuve la sospecha de que algo no encajaba contigo. Cuando un conocido, cuya esposa estuvo antes aquí, me contó lo de tu adopción, en realidad no me sorprendió. Para asegurarme, llamé de inmediato a la oficina de empadronamiento de Kristiania. Creo que no hace falta que te diga lo que me contaron. —Cruzó los brazos y arrugó la frente—. Lo siento por tus padres adoptivos, que sin duda hicieron todo lo posible por convertirte en un miembro honrado de nuestra comunidad, pero eres la mejor prueba de que no se puede sacar un mueble sólido de un trozo de madera podrido. —Se dio la vuelta con brusquedad y salió de la sala.
Áilu lo siguió con la mirada. Había superado sus peores temores. Estaba dividida entre la necesidad de suplicar indulgencia y el deseo de descargar su ira por la vanidad y mojigatería de aquella familia.
Gerit siguió a su marido. Se paró un momento delante de Áilu y dijo:
—Puedes estar contenta de que haya salido a la luz ahora y no más adelante. No quiero ni pensar qué habría ocurrido si ya estuvierais casados e incluso hubiera un niño… —Se estremeció y puso cara de asco antes de recuperarse y añadir—: Nadie lo sabrá por nosotros. Oficialmente el compromiso se romperá porque ya no estáis seguros de vuestros sentimientos. Mañana regresarás a Kristiania. La chica te llevará la comida a la habitación.
Áilu miró a Sander, que seguía inmóvil en su silla. ¿Acaso era posible que sus sentimientos hacia ella hubieran cambiado en cuestión de minutos? ¿Solo porque no pertenecía a la familia «adecuada»? Entendía que se enfadara por su falta de confianza, a ella le pasaría lo mismo.
—¿Sander? —musitó—. Siento mucho que antes no… ¡Quería decírtelo, de verdad! Pero… tenía miedo… ¿No lo entiendes? —Se acercó a él—. ¡Por favor, di algo!
Él se incorporó con rostro pétreo. La miró.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —repuso en tono apagado—. Ahora para mi padre soy el idiota que se ha dejado engañar por una lapona astuta.
Áilu respiró hondo. Así que se trataba de eso. Se dio media vuelta y subió a su habitación.
En cuanto cerró la puerta le fallaron las piernas. Se desplomó y se quedó hecha un ovillo en el suelo, presa de la desesperación.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué será de mí ahora? —gimoteó.
Así debía de sentirse un condenado lanzado por la borda de un barco, a la deriva en alta mar sin ver tierra, sin esperanza ni salvación. Aquellos en quienes confiaba y que la habrían apoyado estaban muertos o a distancias inalcanzables. No sabía dónde estaban exactamente Gunnar y Mette ni en qué zona de América se hallaba de viaje Jonte. Ni siquiera tenía la posibilidad de comunicarles la ruptura del compromiso ni su rechazo. Siguió tumbada en el suelo, sollozando. Habría dado cualquier cosa por estar acurrucada en brazos de Mette o llorar en el hombro de Gunnar, por sentir un abrazo y oír palabras de consuelo. Ojalá todo fuera bien y pudiese superar aquella nueva situación.
¡Nueva situación! La expresión pasó por delante de ella como un relámpago deslumbrante. En unos meses sería madre de una criatura. Se sentó y se abrazó el cuerpo. Por un momento pensó en decírselo a Sander, imaginó cómo, feliz ante la perspectiva de ser padre, construiría, pese a todos los obstáculos, una vida nueva con su pequeña familia en un lugar donde nadie la conociera.
La imagen se desvaneció. «Ni lo sueñes —se dijo Áilu—. Ni siquiera puede hacerse responsable de sí mismo. Nunca ha tenido el valor para enfrentarse a sus padres y repudiar la clase de vida que le han programado». Probablemente tampoco la creería, pensaría que era un intento de presionarle. Aquella idea la hizo estremecer. Tal vez le exigiría que se deshiciera de ese fruto no deseado de su amor, o, aún peor, lo daría en adopción tras el parto para que el bebé no estuviera bajo su mala influencia.
¡Nunca! Áilu se encogió para protegerse el vientre.
—Te juro que haré todo lo posible para ahorrarte ese destino —susurró.
El hecho de saber que ya no solo era responsable de sí misma le dio una fuerza insospechada. El pánico fue remitiendo. Se levantó, cogió la bolsa de viaje del armario y empezó a guardar sus cosas. Luego cogió el billete de regreso a Kristiania, se sentó en la cama y se quedó mirándolo.
No tuvo que pensar mucho para saber que no iba a volver. ¿Qué iba a hacer allí? ¿Continuar los estudios hasta no poder ocultar más el embarazo, y probablemente encontrarse a Sander con la barriga crecida? Y aunque no volviera a verlo nunca más, ¿qué pasaría después? ¿Debía esperar a que Gunnar de repente interrumpiera su estancia en África y volviera? Eso era más que improbable. También encontrarlo. Con suerte, él y Mette tardarían tres o cuatro meses en llegar a un lugar desde donde pudieran enviar una carta. Para cuando recibieran la respuesta de Áilu contándole la nueva situación, ya habría nacido el niño. Pero tal vez tardaría mucho más en tener noticias de Gunnar. Creía que su hija estaba en buenas manos, daba por supuesto que la primavera siguiente sería la esposa de Sander y tendría una buena posición social y económica.
Sin embargo, su situación no era desesperada, pensó. Si ahorraba, el dinero que Gunnar le había dado para libros, ropa, actos culturales y necesidades cotidianas le llegaría para alquilar durante unos meses un alojamiento modesto, y le permitiría buscar un trabajo sin demasiado agobio.
Ii lihkku boae vuordimiin: la suerte no cae del cielo. Era un dicho que a su abuela le gustaba citar. Respiró hondo varias veces y se calmó. Se sentó en la mesa, dejó a un lado el plato con el asado frío y el pan, y escribió una breve carta.
Arendal, 5 de diciembre de 1924
Querida Randi Sunde:
Siento comunicarle esta noticia y no despedirme de usted en persona.
Por motivos que prefiero no detallar aquí, me veo obligada a marcharme de Kristiania y dejar mi habitación en su pensión.
Debo pedirle un gran favor: ¿podría guardar mis efectos personales en la maleta y enviármela en cuanto tenga una nueva dirección, que le haré llegar lo antes posible? Le estaría muy agradecida si pudiera deducir los costes derivados del pago por adelantado del alquiler de la habitación y pudiera enviarme el resto si encuentra un nuevo inquilino antes de que termine el plazo.
Soy consciente de que le pido un gran esfuerzo, y lo entendería si no quisiera atender mi petición.
Siempre me he sentido muy a gusto en su casa, y espero que tenga un buen recuerdo de mí a pesar de todo.
Le deseo todo lo mejor.
Saludos,
HELGA FOSS
Se acostó sin desvestirse, se tapó con la colcha y cerró los ojos. Reprimió el dolor por la actitud de Sander. No podía dejarse llevar en ese momento por el mal de amores. Tenía prioridad la pregunta: ¿dónde y cómo tendría lugar su futura vida? Podía buscar un empleo de criada en una ciudad desconocida y decir que el padre de la criatura era un marinero que estaría fuera varios meses. ¿O debía seguir el ejemplo de Jonte y emigrar? Seguramente en América no le harían preguntas. Con su inglés del colegio sería suficiente para hacerse entender, y no tendría dificultades para encontrar trabajo en una de las fábricas que surgían allí de la nada. Pero ¿qué sería de su hijo luego? ¿Quién se ocuparía de él mientras ella se ganaba el sustento? No lo dejaría bajo ningún concepto todo el día con desconocidos ni en un hogar para niños. ¡Solo de pensarlo se estremecía!
Estuvo dando vueltas en la cama durante horas, se levantó, bebió un trago de agua, miró por la ventana y volvió a acostarse. No paraba de cavilar, pero no le encontraba solución a su dilema.
De madrugada cedió a un sueño ligero del que despertó poco después con una profunda certeza. Era como si el recuerdo del dicho de su abuela hubiera sido una señal y le hubiera abierto una puerta que creía cerrada para siempre. Se puso una mano en el vientre y susurró:
—Nos vamos a casa.