Oslo, mayo de 2011
Nora nunca había deseado tanto que se acabaran unas vacaciones. La tarde después de su excursión el Domingo de Pascua le escribió un correo electrónico a Mielat para rogarle que la dejara tranquila y no la presionara intentando ponerse en contacto con ella. Necesitaba distancia para aclararse y adaptarse a la nueva situación. Su respuesta fue una escueta confirmación de sus deseos: por supuesto, los respetaría.
Una vocecita interior se enfadó porque Mielat hubiera cedido tan rápido, habría querido que intentara acceder a ella con más ahínco. La idea de que sus sentimientos no eran tan profundos como le había hecho creer se fue adueñando de ella. Su sentido común, en cambio, celebraba la reacción de él, que le facilitaba seguir adelante con su día a día en Oslo. Mejor un final horrible que algo horrible sin final.
El trabajo con los niños hizo el resto. La convivencia con ellos mantenía a Nora con los pies en la tierra, pues exigían toda su atención. Le sentaba bien notar el cariño incondicional de los pequeños, ocuparse de sus necesidades y atenciones y hacer el tonto con ellos.
Por entonces estaban en plenos preparativos del Día Nacional, el 17 de mayo, y los niños de la guardería también desfilarían como parte del barnetog por el suntuoso bulevar de Karl Johans Gate hasta la fortaleza, donde la familia real presenciaría el desfile saludando. Nora practicó las canciones con su grupo, les ayudó a pintar un gran cartel con una cabeza de león y les explicó qué se celebraba aquel día.
Por lo demás, su entorno más íntimo le facilitó el proceso de olvidar aquel asunto tan doloroso. Su madre Bente seguía en Karlssenhof pasando dos semanas de vacaciones, y en sus llamadas ocasionales Nora podía salvar los puntos espinosos sin problema.
Con Leene no era necesario. Su amiga respetaba su necesidad de no hablar de la mala experiencia en Kautokeino y enfrentarse sola a su caos sentimental, aunque ella hubiera reaccionado de manera distinta ante una situación así.
Los temores de Nora de que Petrine la atosigara con preguntas engorrosas después de sus vacaciones en Finnmark se demostraron infundados. La inminente boda, que preparaba a todo trapo —«Para que Lasse no pueda cambiar de opinión», como Leene le contó a escondidas—, tenía absorbida a Petrine y no dejaba ningún resquicio para otros temas.
Para distraerse después del trabajo evitaba estar sola en casa. Sacó una tarjeta multiviaje para Tøyenbad, que estaba cerca de su lugar de trabajo, justo al lado del Museo Edvard Munch, y en pocas semanas vio tantas películas como en todo un año, o hacía excursiones a barrios que apenas conocía.
Algunas veces acompañaba también a Leene a su nuevo piso, donde ella y su marido querían mudarse antes del nacimiento del niño. Leene y Jens tardaron un tiempo en llegar a un acuerdo, ya que él prefería mudarse a las afueras, a un entorno natural. La búsqueda de una zona que fuera del gusto de ambos les había llevado finalmente hasta Bjølsen, un barrio tranquilo en la parte norte de Sagene. Su futuro nido era una casa de dos viviendas con jardín cerca de un pequeño parque. Como Jens estaba mucho de viaje por trabajo, Leene se alegraba de que Nora la ayudara a pintar las paredes, colgar cuadros, acondicionar el cuarto del bebé, colgar cortinas y convertirlo todo en un hogar agradable.
Si Nora no iba con cuidado, cuando hacía actividades monótonas sus pensamientos se desviaban hacia el norte. ¿Aún habría nieve, o ya habría entrado la primavera? ¿Cuán grandes estarían los cachorros de Algo? ¿Estaría Mielat arreglando la casa en ruinas de su familia para él, Ealla y el niño? En esos momentos se llamaba al orden y se centraba en temas inofensivos.
Durante el día le resultaba más o menos fácil distraerse, pero por la noche quedaba indefensa ante sus pensamientos. Contenta de ver que el sol salía antes, Nora huía de su dormitorio en cuanto amanecía. Su cama era el mueble más prescindible de su piso.
—No funciona, ¿verdad? —le preguntó Leene un viernes por la tarde, tres semanas después de Pascua. Envueltas en mantas, estaban sentadas en el balcón del piso nuevo, comiendo la pizza que Nora había comprado en un restaurante italiano cercano. Antes habían colgado ganchos en la cocina para los trapos de cocina, una estantería para las especias y una lámpara de techo, las últimas tareas antes de la mudanza del fin de semana y de que llevaran los muebles del antiguo piso de Jens y Leene.
—¿Por qué? La luz funciona —contestó Nora.
—No me refiero a eso.
Leene, que a esas alturas se describía como un cachalote, se inclinó con cierta dificultad y la miró a los ojos. Nora bajó la mirada. Las noches de insomnio la tenían fatigada y sus defensas flaquearon. Alzó la vista y asintió.
—Tienes razón. Me siento hecha polvo, como nunca antes. ¿Por qué no puedo apagar el interruptor? ¿Por qué no puedo olvidarlo todo y seguir donde estaba en enero?
—Porque te has quedado colgada de ese hombre —replicó Leene. Dudó un momento—. Y porque aún no has terminado con él de verdad.
Nora sacudió la cabeza con vehemencia.
—¡Claro que lo he hecho! ¿O crees en serio que me voy a meter en un trío? —Mientras lo decía vio con claridad que se trataba de una evasiva. Su amiga había dado en el blanco, pero ella no quería aceptarlo—. Disculpa —dijo—. No quería agobiarte. Solo es que… no me reconozco. Nunca habría pensado que podría pasarme algo así… —Torció el gesto—. Supongo que es el castigo por haberme burlado de la gente que tenía mal de amores durante mucho tiempo. Siempre me pareció una actitud muy inmadura, no paraba de decir cosas como «Cómo puede un adulto depender de esa manera de alguien, hasta el punto de creer que no podría vivir sin él».
Leene sonrió.
—Lo recuerdo perfectamente.
—Bueno, sin duda me comportaba una sabihonda insoportable —admitió Nora, compungida.
—No, pero en ese sentido eras totalmente ignorante. Al principio pensaba que, en cuanto a relaciones amorosas, eras un poco fría. O una soltera empedernida que valoraba por encima de todo su independencia y libertad. Hasta que comprendí que nunca te habías enamorado de verdad.
Sonó el teléfono de Nora. No conocía el número de móvil que aparecía en la pantalla. Se encogió de hombros, se disculpó con un gesto a Leene y lo cogió.
—Nora Nybol.
—Hola, Nora, soy Andrine.
—¡Andrine! ¡Qué sorpresa!
—Perdona que te moleste, pero es urgente. —Andrine parecía exaltada.
—¿Qué pasa?
Leene se sentó más erguida y miró a Nora, alarmada.
—Ravna ha tenido un infarto esta mañana a primera hora.
—¡Oh, no! —Nora se levantó de un brinco y apretó el teléfono contra la oreja—. ¿Dónde está ahora? ¿Hay clínica en Kautokeino?
—No, pero por suerte estaba en nuestra casa en Alta, como todos los veranos. La llevaron al hospital a Hammerfest. Ukko me llamó enseguida, la ha acompañado.
—¿Y cómo está?
—Los médicos todavía no han determinado con exactitud la gravedad. Pero Ravna se ha despertado un momento hace poco y ha dicho varias veces tu nombre.
Nora tragó saliva. Tenía la garganta seca.
—¿Nora? —dijo Andrine con inseguridad—. Pensaba que tenía que informarte. Quién sabe… quiero decir, a lo mejor es la última oportunidad… —Y se le quebró la voz. Era obvio que intentaba contener las lágrimas.
—Iré en cuanto pueda —dijo Nora impulsivamente. Antes de poder retractarse o expresar reservas, Andrine sollozó.
—¡Gracias! Temía que no… quiero decir, después de todo lo que ha pasado.
Nora se puso tensa.
—Te avisaré en cuanto sepa cuándo puedo ir.
No era una promesa vacía. Nora sabía que nunca podría perdonarse volver a llegar tarde, como con su padre.
El hospital de Hammerfest, una pequeña ciudad de la costa oeste de la isla Kvaløya, estaba cerca del aeropuerto de la ciudad. Al aterrizar, Nora vio que estaba formada principalmente por coloridas casas de madera junto a una bahía semicircular. Esperaba una arquitectura de hormigón de posguerra, pues Hammerfest había corrido la misma suerte que la mayoría de las poblaciones del norte de Noruega: había sido arrasada por los alemanes.
Gracias a la corriente del Golfo, el puerto no se congelaba en todo el año, pero el clima subpolar —la ciudad estaba ubicada en la misma latitud que la zona más septentrional de Siberia, el centro de Groenlandia o el punto más septentrional de Alaska—, hacía que en verano hubiera bajas temperaturas y precipitaciones frecuentes.
Un viento húmedo azotó a Nora cuando bajó por la escalera. Helada, se dirigió presurosa al edificio del aeropuerto, recogió sus maletas y tomó un taxi. Aquel domingo por la tarde era casi la única viajera. El conductor, cuyo rostro arrugado hacía difícil adivinar su edad, la observó con curiosidad.
—¿De visita de familia por el Día Nacional? —preguntó en alusión al inminente festivo.
Nora se encogió de hombros.
—Algo parecido —contestó, y le dijo adónde quería ir.
El hombre adoptó un semblante serio.
—Oh, lo siento —se disculpó—. No es agradable cuando todo el mundo está de celebración y uno está preocupado por un ser querido.
Nora lo miró asombrada.
—¿Cómo sabe…?
El taxista levantó la mano.
—Bueno, no es ningún truco. —Señaló hacia el aeropuerto—. Has llegado en el avión de Oslo, está claro que no hablas como los lugareños, has confirmado que vas a ver a unos parientes y quieres ir a la clínica. No hay más que sumar dos más dos.
Nora asintió y miró por la ventanilla sin ver nada. Apretó los puños. El razonamiento del taxista acentuó su miedo por Ravna. Durante las últimas veinticuatro horas su estado apenas había cambiado. En su última conversación telefónica con Andrine poco antes de partir seguía dormida. ¿Y si su abuela no volvía a despertar? ¿Y si Nora llegaba demasiado tarde?
Tras un breve trayecto el taxi paró delante de un moderno complejo de edificios. Nora pagó y se apeó. Antes de que cerrara la puerta, el taxista se inclinó hacia ella y dijo:
—La gente de por aquí arriba es fuerte. —Y se fue.
Nora lo siguió con la mirada un momento. Aunque fueran las palabras de un desconocido que no podía valorar la situación, fueron un consuelo para ella.
En la recepción de la clínica la esperaba Andrine, con profundas ojeras. Nora la cogió del brazo.
—Ahora mismo te llevo a verla —dijo Andrine—. Sigue durmiendo. La médica dice que está estable. —Torció el gesto—. Sea lo que sea que signifique eso.
Ravna ya no estaba en cuidados intensivos. Andrine se despidió de Nora en la puerta de su habitación individual de la tercera planta. Quería ir a la casita de vacaciones que tenían alquilada y relevar a Ukko, que se ocupaba de los niños haciendo turnos con ella.
—Bueno, como te he dicho, estás invitada a pasar la noche en casa, hay espacio suficiente; los hoteles de por aquí son muy caros —dijo Andrine, antes de darle un apretón en el brazo a Nora y dirigirse hacia el ascensor.
Nora entró en la habitación de la enferma. Tras la ventana orientada al noroeste estaban el Atlántico y la isla Melkøya, donde las instalaciones levantadas por la empresa Statoil eran utilizadas para almacenar y procesar gas natural. Por un instante recordó que allí trabajaba el exmarido de Gáddja.
Ravna estaba inmóvil en la cama. Tenía una vía de suero en el antebrazo. Nora no veía si respiraba, solo la señal de la máquina que medía su ritmo cardíaco indicaba que su abuela estaba viva. Dejó las maletas en un rincón, se quitó la chaqueta de piel de borrego y se sentó en una silla junto a la cama. Tocó la mano de Ravna con cautela y la acarició. La piel arrugada estaba flácida y translúcida. Y caliente. Nora suspiró al percatarse de que estaba conteniendo la respiración. Ravna seguía con vida. Los ojos se le humedecieron de alivio.
Llamaron a la puerta y volvió la cabeza. Una cabeza se asomó por la rendija: Ealla. Nora se puso tensa.
—¿Puedo hablar contigo un momento? —pidió Ealla en voz baja.
Nora puso cara de asombro.
—Por favor. Solo será un momento.
A Nora la sorprendió su insistencia y la timidez que transmitía su voz. Se levantó y siguió a Ealla por el pasillo hasta una sala de espera vacía, donde su prima señaló dos sillas. Nora negó con la cabeza y se cruzó de brazos. Aunque Ealla era más alta, de pie le daba la sensación de poder enfrentarse mejor a una eventual agresión.
—Si te da miedo que intente quitarte a Mielat, puedes estar tranquila —dijo—. Estoy aquí única y exclusivamente por Ravna.
Ealla asintió.
—Ya lo sé. —Evitaba la mirada de Nora y se toqueteaba nerviosa las manos—. Tengo que decirte algo… Bueno, resulta que… —cerró los ojos un momento, respiró hondo y soltó—: no voy a tener ningún hijo.
Nora se sobresaltó. Pensó en Leene, que había tenido varios abortos.
—Lo siento —dijo con rigidez.
Ealla sacudió la cabeza.
—No, no lo entiendes… —Tragó saliva y continuó con voz ronca—: Uno de los dichos preferidos de la abuela es: las mentiras vuelan y la verdad camina, pero siempre llega a tiempo.
Nora arrugó la frente. ¿Qué demonios quería Ealla?
—Tiene razón. Fue absurdo por mi parte pensar que una mentira podría cambiar algo, y mucho menos en el amor.
Nora abrió los ojos de par en par.
—¿Quieres decir que te lo inventaste?
Ealla bajó la cabeza.
—Sí. Y me avergüenzo más de lo que te imaginas.