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Arendal, diciembre de 1924

A principios de diciembre Áilu fue con Sander unos días a Arendal para que él la presentara a sus padres como su prometida. La joven se moría de los nervios. Apenas conocía a los Andersen, y se preguntaba si a sus ojos daba la talla como nuera. Lo habría dado todo por tener a Gunnar al lado esa primera noche. Le echaba de menos más que nunca, igual que a Solveig, y se alegraba de que la casa de los padres de Sander se encontrara en un barrio que no conocía. No habría soportado alojarse cerca de su antiguo hogar y que todo le recordara los años felices que había pasado allí.

Los Andersen vivían en el barrio de Barbu, al este del centro, cerca de una iglesia. Desde que Sander estaba estudiando en Kristiania, la casa solo estaba ocupada por sus padres. La muchacha que ayudaba durante el día a Gerit Andersen vivía con sus padres. Áilu había visto en contadas ocasiones a la esposa del alcalde, una rubia alta que le sacaba un palmo a su marido, en recepciones oficiales y fiestas. Sabía por Sander que tenía una fe muy profunda, además de ideas estrictas de lo que era una vida temerosa de Dios, y la ociosidad no formaba parte de ella. Gerit Andersen detestaba estar mano sobre mano, y delegaba el trabajo en los demás solo porque su posición se lo permitía.

De camino del puerto a Barbu, Áilu se percató de que Sander estaba tenso y a cada paso hablaba menos. Acongojada, se preguntó si, pese a desear que sus padres la recibieran con los brazos abiertos, estaba convencido de ello. Nerviosa, no paraba de tamborilearse la palma izquierda. Se alegraba de no haber dicho aún nada de su embarazo. Al principio no estaba segura, pero después de faltarle la menstruación dos meses, no había duda: estaba encinta. Por otro lado, tal vez la noticia agobiaría a Sander mientras no estuviera seguro de cómo encajarían sus padres sus intenciones de casarse. Áilu evitaba imaginar qué pasaría en caso de ser rechazada, o si él decidía que aún era pronto para pensar en niños. Cogió la mano de su novio.

—¿Va todo bien?

Sander sonrió cohibido.

—Qué locura. Pronto tendré el examen aprobado, me casaré y fundaré mi propia familia, pero cuando regreso a casa vuelvo a sentirme como un niño pequeño que se pregunta si le espera un castigo por haber hecho algo mal.

—¿Y has hecho algo mal?

Él se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa.

—A veces pienso que mis padres están ciegos. —Apretó la mano de Áilu—. Pero no temas, ¡estarán encantados contigo!

Al cabo de un rato se hallaban en el vestíbulo de una casa muy amplia a la que les había hecho pasar la sirvienta. Mientras esta subía la escalera a la planta superior, donde Áilu suponía que estaban los dormitorios, con una cesta de leña, Ove Andersen salió del salón que se encontraba tras una puerta de dos hojas, frente al vestíbulo. Su esposa salió presurosa de un pasillo situado a la derecha de las dependencias del servicio con un delantal puesto. Se limpió las manos y saludó a Áilu.

—Helga, me alegro de conocerte por fin.

—Bienvenida a nuestra familia —dijo su marido, y le dio un apretón de manos a Áilu. Con un cabeceo a su mujer continuó—: Hablo por los dos al expresarte nuestras más profundas condolencias y nuestro más sincero pésame por la terrible pérdida. Es una dura prueba cuando Dios nos arrebata a un ser querido tan pronto. Que el Señor te dé fuerzas para confiar en sus decisiones insondables.

Áilu no pudo evitar acordarse de Gunnar, al que le gustaba imitar el habla y los gestos pomposos del alcalde. Bajó la cabeza para disimular una sonrisa.

—¿Te gustaría asearte un poco antes de comer? —preguntó Gerit, y se volvió hacia su hijo—. Por favor, ¿le enseñas la habitación de invitados?

—Y luego vienes a verme —dijo su padre.

Sander asintió, agarró la bolsa de viaje de Áilu y se dirigió a la escalera.

—A dar el informe —murmuró él a media voz cuando Áilu subía a su lado. Puso cara de impaciencia—. Bueno, lo superaremos. —Abrió la primera puerta del pasillo junto a la escalera—. Nos vemos en media hora. —Le dio un beso y bajó de nuevo.

La habitación de invitados era de mobiliario sencillo y estaba decorada en colores claros. Sobre una cama estrecha colgaba una cruz de madera oscura. Áilu colgó el vestido de los domingos, una falda, dos blusas y una chaqueta en las perchas del armario y guardó la ropa interior y las medias en los cajones. En una cómoda cubierta con una placa de mármol había una jofaina. Se quitó la chaqueta de punto que había llevado durante el viaje, se lavó la cara y se puso un jersey azul marino de lana fina que le había tejido Mette como regalo de despedida.

Antes de guardar la bolsa de viaje en el armario, sacó la cajita de palo de rosa. Aunque solo estaría fuera unos días, no había querido dejarla en la pensión. Desde la muerte de Solveig se había vuelto más valiosa, junto con los recuerdos que contenía. La dejó en la mesita de noche y acarició la tapa. La madera era cálida al tacto, estaba viva. Aunque dentro solo guardara objetos, se sentía menos sola cuando la tenía cerca.

—Me alegra comprobar que por fin mi hijo ha madurado y asume responsabilidades —dijo Ove Andersen, y le dio una palmada en el hombro a Sander, con el que acababa de entrar en el salón cuando Áilu bajó la escalera—. No estaba seguro de si era lo bastante maduro para el matrimonio, pero parece que ejerces una buena influencia en él.

Sander hizo una mueca a su espalda, pero parecía más relajado que antes de la conversación con su padre, que sonrió a Áilu y la invitó a pasar al comedor, acondicionado con muebles macizos de oscura caoba que a Áilu le resultaron intimidantes. Se sentía como si estuviera en la casa de un gigante. En medio de la sala había una mesa dispuesta para cuatro personas que hubiera podido acoger a diez comensales. Se sentó erguida en su silla, cuyo respaldo decorado con tallas no invitaba a recostarse en él, sino que parecía destinado a forzar a sentarse en una postura recta.

Caía la tarde. A través de las ventanas se veían las luces de las casas vecinas. Dentro había lámparas de gas, colocadas en brazos de hierro forjado en las paredes. Gerit dejó en la mesa una gran fuente con un bacalao asado sobre un lecho de zanahoria y apio. Además había patatas saladas y mantequilla derretida. Áilu lanzó una mirada furtiva a Sander, sentado frente a ella, y miró la fuente con los labios apretados.

—Espero que te guste el pescado —dijo Gerit, y cogió el plato de Áilu para servirle—. Lamentablemente, nuestro Sander es muy quisquilloso, pero el pescado es sano. —Acarició la mejilla de su hijo—. Por eso el domingo habrá asado de cordero con patatas. —Se volvió hacia Áilu y le sonrió—. Es su plato preferido, pero seguro que ya lo sabes.

La muchacha asintió con la esperanza de que a continuación no tuviera que oír explicaciones sobre la correcta preparación del plato preferido de Sander, del que acababa de enterarse en aquel mismo momento. Aquello le hizo tomar conciencia de que solo tenía una vaga idea de cómo sería su vida como ama de casa. Sander y ella habían hablado poco de su vida después de la boda, pues aún les parecía muy lejana. Lo que más preocupaba a Sander era aprobar los exámenes. No quería pensar más allá.

—Pero es importante que tenga una alimentación equilibrada —continuó Gerit—. Tendrás que ocuparte de ello.

Áilu visualizó a su futura suegra haciendo visitas de control a su cocina para revisar los menús o escribírselos en detalle. Tragó saliva. Era el momento de pensar sobre su futuro en común y averiguar cómo se lo imaginaba Sander. Sospechaba que lo organizaría en función de los deseos de sus padres.

—Helga, ¿te gustaría bendecir la mesa? —preguntó Gerit cuando todos estuvieron servidos y en su sitio.

Áilu, que ya había agarrado los cubiertos, dio un respingo. Gunnar y Solveig no daban ningún valor a esos rituales, eran de la opinión de que la mejor manera de expresar agradecimiento a Dios era tratar a tus semejantes con respeto, ser cuidadosos con la creación y disfrutar de su belleza.

—Con mucho gusto —contestó, y por primera vez agradeció el entrenamiento recibido en el orfanato. La oración de agradecimiento le salió con toda naturalidad, pese a que la había oído por última vez diez años antes.

—Realmente es una lástima que tu padre dejara la consulta aquí. Era muy querido —dijo el padre de Sander después de desearse el buen provecho de rigor.

—¿Dónde está ahora mismo? —preguntó Gerit.

—No lo sé exactamente —contestó Áilu—. Escribió la última carta poco antes de salir en una expedición al delta del río Congo. Eso fue hace tres semanas.

Gerit arrugó la frente.

—Debe de ser duro para ti tener a tu padre tan lejos precisamente ahora. En los momentos de tristeza la familia debe mantenerse unida. —Sacudió la cabeza, pero evitó profundizar en el tema—. Sea como sea, ahora nos tienes a nosotros.

Al día siguiente por la mañana, Gerit los envió a la ciudad para comprar los ingredientes de las galletas de Adviento. Por el camino, Sander tuvo que pararse varias veces para corresponder a los saludos de los conocidos, que se interesaban por sus estudios y sus impresiones de la capital, preguntaban por sus padres y observaban intrigados a Áilu, que permanecía a su lado. Allí él no era uno más entre miles de estudiantes, sino el hijo del alcalde y el heredero de un bufete arraigado. Áilu sentía orgullo y miedo al ser consciente de que formaba parte de su vida, y por tanto también debía cumplir una parte de las expectativas depositadas en Sander. ¿Sabría desempeñar su papel? Se irguió: ¿por qué no? Gracias a la cariñosa ayuda de Gunnar y Solveig hacía tiempo que no tenía la sensación de ser una extraña en aquella sociedad.

En la tienda, donde quería comprar azúcar, vainilla, sal de cuerno de ciervo, especias y almendras, tuvieron que hacer cola. Delante de ellos Áilu vio una cara conocida.

—¡Eh, Grete! —dijo, y tocó el hombro a su antigua compañera de clase.

Grete se dio la vuelta y la miró desconcertada.

—¡Helga! ¿Qué haces aquí? Pensaba que estabas en Kristiania.

—Estoy unos días de visita. Me alegro de verte. Pensaba pasar a verte a ti y Hedda. Probablemente Liv no vendrá hasta Navidad, entonces podríamos quedar las tres… —Se interrumpió.

Grete no la miraba a ella. Había visto a Sander, que se había dado la vuelta para saludar a una vecina. En ese momento él se acercó a ellas y rodeó a Áilu con el brazo. A Grete se le demudó el rostro y dejó escapar un sonido gutural. Se quedó mirando incrédula a Sander y se marchó inopinadamente de la tienda.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sander, que miró a Grete con cara de asombro—. ¿Tan horrible estoy como para salir corriendo?

Áilu se encogió de hombros y se esforzó por adoptar un tono casual.

—No tengo ni idea. Tal vez ha recordado algo importante.

Poco después les tocó el turno y la dependienta cogió los artículos de las estanterías.

El comportamiento de su amiga le dejó a Áilu un mal sabor de boca. No esperaba que siguiera colada por Sander y ahora la considerara su enemiga. «Bueno, tendrá que hacerse a la idea», se dijo, y agarró del brazo a Sander, que acababa de pagar.

Por la tarde Gerit Andersen había invitado a unas amigas a tomar café. Había pasteles de chocolate y galletas de mantequilla que había hecho Áilu siguiendo una receta de la Copenhague natal de Mette. Las señoras elogiaron el fino aroma que desprendía la mezcla de canela y azúcar con la que Áilu las había espolvoreado antes de hornearlas, y le dieron la enhorabuena a Gerit por tener una futura nuera tan habilidosa. A Áilu le daba vergüenza ser el centro de atención, así que se fue a la cocina a buscar el café recién hecho.

Cuando regresó se detuvo en el vestíbulo, delante de la puerta entreabierta del salón. Por lo visto, la conversación versaba ahora sobre Solveig.

—Un accidente de lo más trágico. Cabía esperar que en algún momento sucumbiera a alguna dolencia de los pulmones, pero esto… —decía una voz. Se oyeron murmullos de aprobación, carraspeos y tintineo de cucharas y tazas.

—Seguro que os sentiréis aliviadas de que Helga no cargue con esa herencia, ¿verdad, Gerit? —dijo una voz resuelta.

—¿A qué te refieres? —preguntó Gerit.

—Bueno, como la chica no es su hija biológica, no tiene la predisposición a la enfermedad de la difunta.

Áilu agarró con fuerza la jarra abombada. Apenas notaba la quemadura que le estaba provocando en las manos la porcelana caliente.

Se hizo un silencio sepulcral en el salón. Áilu se acercó con sigilo y echó un vistazo. Gerit se había quedado de una pieza en su butaca, con la mirada clavada en una señora mayor con una blusa floreada de volantes, que evidentemente disfrutaba de dar la gran noticia.

—Dios santo, ¿es que no lo sabías? El doctor Foss y su esposa adoptaron a Helga. Tuvo que ser poco antes de mudarse a Arendal —explicó, y se llevó un bocado de pastel a la boca.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Gerit.

La señora floreada se dio unos prolijos toquecitos en la boca con una servilleta antes de contestar:

—Bueno, como sabéis, mi hermana vive con su marido en Kristiania. Cuando leyó la noticia del accidente ferroviario en Italia en el que había perecido una mujer de Arendal se preocupó porque sabía que yo planeaba un viaje al sur. ¡Llamó expresamente para asegurarse de que estaba bien! Y cuando le dije que se trataba de la esposa del bueno del doctor Foss, explicó que había conocido al matrimonio en su época en la capital en algunos actos sociales. Por aquel entonces no tenían hijos, algo que provocaba un gran sufrimiento a la señora Foss. Se rumoreaba que no podía tener hijos por su delicada salud… bueno, y por lo visto luego buscaron otra solución al problema.

A Áilu se le resbaló la jarra de café de las manos y se rompió sobre el parqué. El ruido hizo dar un respingo a las damas. Gerit se levantó y acudió presurosa. La muchacha estaba pálida, apoyada en la pared.

—Lo siento… —balbuceó.

—Bah, descuida. De todos modos ya tenía una raja, y los vidrios rotos traen suerte.

—Me refiero a…

Gerit sacudió la cabeza y lanzó una mirada de disgusto a la mujer de la blusa floreada.

—No es ninguna vergüenza adoptar a un niño. Al contrario, es un acto de generosidad y amor al prójimo —miró a Áilu—. Te pareces mucho a Solveig. Supongo que eres la hija de un pariente fallecido, ¿verdad?

«Es mi salvación», pensó Áilu, y asintió con un gesto instintivo.

Gerit sonrió. La señora de la blusa floreada reprimió un comentario que tenía en la punta de la lengua y se dedicó a su pastel. Gerit recogió los restos de la jarra y envió arriba a Áilu a cambiarse las medias salpicadas de café. Agradecida, la chica fue corriendo al cuarto de invitados.