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Oslo, mayo de 2011

Mientras Nora iba en el primer vuelo de Alta a Oslo el Viernes Santo, se planteó visitar a su madre Bente, que estaba pasando los días de Pascua en Karlssenhof. Tal vez eso la distraería, y hacía tiempo que les debía una visita. Al cabo de unos minutos descartó la idea. En cualquier otro momento le habría encantado volver a ver a Lisa y los demás habitantes del criadero de caballos y disfrutar de una estancia en Nordfjord, pero no ahora. No estaba preparada para hablar de sus experiencias y su dolor, y sabía que no estaba en situación de fingir ante sus familiares que todo iba bien. Solo les aguaría la fiesta y se sentiría aún peor. Era mejor para todos que ella no estuviera.

El móvil estaba apagado en la maleta, ya lo encendería en casa. Desaparecería, se escondería unos días para lamerse las heridas. Oyó la voz de su madre reprochándole su autocompasión y pidiéndole que viajara con ella. Era cierto, había que mirar hacia delante y no dejarse superar por la pena. Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Se sentía sin fuerzas, como si uno de esos dementores terroríficos de las novelas de Harry Potter le hubiera chupado toda la energía y la capacidad de sentirse feliz.

Del aeropuerto de Oslo se dirigió como un robot al centro de la ciudad y a su piso. Dejó la maleta sin deshacer en el pasillo, sacó el cargador del móvil, se puso el camisón más viejo que tenía, cuyo algodón se había vuelto muy suave con el paso de los años, y se acostó. Se abrazó a la almohada, se la colocó delante del vientre y se acurrucó alrededor. De niña esa postura la consolaba. Agotada de la noche en vela antes de su vuelo de regreso, pronto se le cerraron los ojos.

La despertaron unos timbrazos y golpes en la puerta. Se frotó los ojos y echó un vistazo al radio despertador, que estaba junto a la cama en un pequeño baúl. Las dos de la tarde. Apenas había dormido tres horas. Gruñó y arrugó la frente. ¿Quién venía a importunarla un día festivo? Los timbrazos no cesaban. Nora salió a desgana de la cama y se apoyó en la pared hasta que desapareció el círculo negro que la cegaba. Aturdida, cogió la bata del gancho de la puerta, caminó despacio por el pasillo y abrió la puerta una rendija.

—¡Nora, por fin! ¡Me tenías muy preocupada!

Era Leene, con las mejillas encendidas. A su lado tenía una gran bolsa de la compra.

—¿Preocupada? ¿Por qué? —murmuró Nora. Parpadeó, tenía la visión turbia. Sentía una inquietud indefinida.

—Bueno, dijiste que me avisarías en cuanto volvieras a casa.

—Llegué hace unas horas.

Leene enarcó las cejas.

—Ah, entonces te entendí mal. Pensaba que querías viajar enseguida. No sabía que te habías quedado un día más en Kautokeino.

Nora se quedó mirándola.

—¿A qué te refieres con un día más?

—Bueno, hoy es sábado. El jueves por la tarde me dijiste que querías volver lo antes posible.

—¿Sábado?

Leene la agarró del brazo y con la otra mano cogió la bolsa de la compra. Hizo entrar a Nora en el piso y cerró la puerta. Nora se frotó la frente.

—No lo entiendo, he dormido más de veinticuatro horas.

—Entonces he traído justo lo que necesitas —dijo Leene, y colocó a Nora en una silla del comedor, delante de la ventana.

Luego abrió el armario y sacó un bote redondo con flores azules. De la bolsa extrajo un vaso de plástico del restaurante preferido de Nora. Vertió el contenido en una taza de cerámica, y Nora percibió olor a café. Un crujido de su estómago le dejó claro que hacía casi dos días que no comía. Leene abrió la nevera y sacudió la cabeza.

—Vaya, no tienes nada. Claro, cómo ibas a tener si en realidad no ibas a estar. Y hoy te has dormido y las tiendas ya han cerrado. —Se volvió hacia Nora y sonrió—. Pero mamma Leene lo ha previsto todo.

Se quitó el abrigo y se puso a ordenar la compra. Sus movimientos parecían un poco torpes. La redondez de su barriga se insinuaba con claridad bajo el jersey. Si Nora había calculado bien, su amiga estaba en la mitad del séptimo mes. Cuando Leene hubo guardado los huevos, la leche, el queso, los tomates y otros alimentos, puso un plato con un pastel de pasas y un bollo de vainilla en la mesa.

—Gracias —dijo Nora. Dio un bocado al tierno bollo, masticó encantada y se quedó mirando al frente. De pronto la asaltó el recuerdo de Mielat y el dolor de la separación, activado por el despertar de los sentidos. Reprimió una arcada y dejó el bollo.

—¿Qué pasa, no te gusta? —Leene se sentó enfrente a ella.

Nora sacudió la cabeza y rompió a llorar. Su amiga se acercó y le dio un abrazo. Nora apoyó la frente en el hombro de su amiga, que le acarició el cabello. Aquella caricia acrecentó el llanto de Nora, que brotaba con una intensidad que no experimentaba desde que siendo niña se murió su conejo preferido. Leene le acarició la espalda en silencio y le iba dando pañuelos de papel.

—Duele mucho —dijo entre sollozos al cabo de un rato. Se incorporó y vio que Leene tenía los ojos vidriosos.

—Pobrecita. Tenía tantas esperanzas de que fueras feliz con Mielat… —Ladeó la cabeza—. A decir verdad, aún no puedo creer que te haya dado la patada sin más. Entonces ¿no quiso verte antes de tu partida?

Nora se encogió de hombros.

—Quería llamarme esta mañana… bueno, no, ayer por la mañana, para hablar. —Al recordar el escueto mensaje de Mielat volvió a hacer pucheros—. Pero apagué el móvil justo después de nuestra conversación telefónica el jueves por la tarde.

Leene la miró con suspicacia.

—¿Y desde entonces no lo has mirado?

Nora sacudió la cabeza.

—Entonces tal vez ya sea el momento de verlo, ¿no? —añadió Leene.

—¿Para qué? No quiero hablar con él, ni oír sus explicaciones.

Leene se levantó.

—¿Puedo?

Nora torció el gesto.

—De acuerdo… está en la maleta.

Su amiga volvió enseguida con el móvil.

—Catorce llamadas, doce de Mielat. Y cinco mensajes suyos —anunció, y dejó el teléfono junto al plato de Nora.

»¿Quieres decir que no deberías hablar con él por lo menos una vez? No puedes hacerte la muerta para siempre.

Nora reprimió un suspiro.

—No, por supuesto que no, pero aún no estoy preparada.

—Después de todo lo que has contado de él, no creo que fingiera sus sentimientos. Tal vez no supiera que su ex esperaba un hijo suyo. Y como me parece que es una persona responsable, creo que solo está buscando la manera de…

—Por favor, para —la interrumpió Nora—. Sé que lo dices con buena intención, pero tú no los has visto. Tal vez estaban en crisis, pero ahora ha vuelto con ella, de eso no me cabe duda.

Leene estuvo a punto de replicar, pero se contuvo.

«Qué bien me conoce —pensó Nora—. Y qué sensible es. Muchos otros me soltarían una sarta de buenos consejos e intentarían demostrarme que tal vez me equivoco y lo veo todo negro».

Se levantó y le dio un abrazo a Leene.

—No sabes cuánto agradezco que seas mi amiga.

Leene se ruborizó.

—Tonterías. —Se puso en pie—. Bien, ahora tengo que irme; obligaciones familiares. Hoy toca comer en casa de los padres de Jens, el Lunes de Pascua en la mía. —Puso cara de hastío—. Preferiría quedarme aquí. —Miró a Nora a los ojos—. No me gusta que estés aquí sola…

Nora levantó una mano.

—Por favor, no te preocupes. Estaré bien. Y gracias a ti estoy bien abastecida —dijo, y señaló la nevera.

—Prométeme que me llamarás si se te cae la casa encima. A cualquier hora.

Nora asintió y se secó una lágrima.

—Eres tan bondadosa… —Se inclinó sobre la barriga de Leene y dijo en voz baja—: Hola, pequeña, vas a tener la mejor madre del mundo.

El sol resplandeciente que acariciaba Oslo el fin de semana de Pascua invitó a sus habitantes a salir, incluida Nora. Después de pasar el resto del sábado haciendo una limpieza a fondo que la distrajo un poco, decidió dar un paseo al día siguiente. Tras una noche inquieta en la que apenas pegó ojo, su deseo de encerrarse en casa dio paso a la certeza de que solo conseguiría cierto alivio con movimiento y aire fresco. Podía intentar caminar hasta cansarse tanto que por la noche pudiera conciliar el sueño unas horas y descansar de su mal de amores.

El domingo por la mañana a primera hora fue en tranvía una media hora hasta la estación de Sognsvann, al norte del centro. Tras el lago homónimo se extendía la accidentada región de Nordmarka, con caminos bien marcados para hacer largas rutas por vastas zonas boscosas y prados, pasando por aguas claras y pantanos.

Nora se puso al hombro la mochila y empezó a buen ritmo. El aire fresco estaba impregnado del olor a resina y hojas de pino, la hierba estaba empapada de rocío, y en las depresiones umbrosas avistó restos de nieve endurecida. Acompañada por el gorjeo de numerosos paros, pinzones y otros pájaros cantores que retozaban en las ramas, pasada una hora Nora llegó a Ullevålseter, un popular destino de las excursiones con grandes terrazas al sol, comedores y cabañas para pasar la noche. Hacia mediodía se llenaría de excursionistas y ciclistas. A aquellas horas, en cambio, estaba sola en la cima de la colina, desde donde había buenas vistas. Dejó el edificio de color ocre a la derecha y siguió hacia el noroeste, rumbo a la reserva natural de Blankvann. En la orilla de un pequeño estanque se sentó en un tronco caído. El sol había ganado intensidad y le calentaba la espalda.

Kautokeino, con sus masas nevadas y las temperaturas bajo cero, parecía pertenecer a otro mundo y otra época. Nora no podía creer que solo dos días antes estuviera helándose junto a la gasolinera de Statoil esperando el autobús a Alta. El recuerdo le revolvió el estómago. Cerró el recipiente con los bocadillos, lo metió en la mochila y sacó el móvil.

Tenía que hacer borrón y cuenta nueva, retomar las riendas de su vida y no dejar que todo fuera pasando pasivamente. Leene tenía razón, no podía desaparecer para siempre. Era infantil y no ayudaba a superar el dolor. Sabía que no le resultaría fácil superar sus sentimientos por Mielat, y mucho menos cuando oyera su voz y hablara con él. Reprimió el impulso de volver a guardar el aparato. «Acaba con esto —se dijo—. Lo necesitas, y lo sabes perfectamente».

Encendió el teléfono y marcó el número de Mielat. No tuvo que esperar mucho.

—¡Nora! ¡Qué alegría que me llames! —El alivio que transmitía su voz era tangible—. Lamento muchísimo lo ocurrido. Tiene que haber sido muy duro para ti enterarte así. Entiendo perfectamente que quisieras estar sola.

—¿Cuándo y cómo me habría enterado si no? —repuso ella con frialdad.

—Nora, por favor, créeme, no tenía ni idea de que Ealla estuviera embarazada. Yo también lo supe aquella noche. Me pilló tan desprevenido que…

—Para. No quiero oír disculpas. Los hechos hablan por sí solos. Serás padre y volverás con Ealla.

—No es verdad. Por lo menos no como tú piensas. —Hizo una breve pausa, parecía que buscaba las palabras adecuadas—. Sí, vamos a tener un hijo en común. Y para mí es importante encontrar la manera de criarlo para que tenga un padre y una madre en su vida. Pero ¡eso no cambia un ápice mis sentimientos por ti! ¡Es contigo con quien quiero estar!

—Perdona, pero el jueves no lo parecía. Y aunque lo digas en serio, ¿cómo iba a funcionar? ¿Qué pretendes, llevar una doble vida? ¿Tener una pequeña familia adorable en Kautokeino y una amante en Oslo? —Se detuvo al ver lo estridente que sonaba. Respiró hondo—. Te creo cuando dices que te has enamorado de mí. Pero también pienso que te has precipitado un poco y has ido demasiado rápido. Al fin y al cabo, estuviste tres años con Ealla y hacía poco que te habías separado de ella.

—Es verdad, pero al mismo tiempo no es cierto. Nunca la quise de verdad, pero solo lo vi claro cuando te conocí —dijo Mielat.

Nora cerró los ojos y se mordió el labio. «No lo escuches, no lo escuches —se decía—. No te dejes engatusar».

—Nora, por favor, seguro que encontraremos una solu…

—Lo siento, pero no puedo. Además, no creo que Ealla lo acepte. Me dejó muy claro que vivirá contigo. Y como tú, como es comprensible, querrás que tu hijo crezca en un ambiente tranquilo, no hay lugar para mí.

Al otro lado de la línea se impuso el silencio.

—No me gustaría estropear los buenos momentos que hemos pasado juntos —añadió ella, y sintió un nudo en la garganta—. Por favor, ¿no podríamos dejarlo así?

—Nora, escúchame, por favor…

Ella separó el teléfono del oído, apretó el botón de colgar, apagó el aparato y dejó que las lágrimas corrieran libremente.