Kristiania, otoño de 1924
Durante las semanas posteriores a la partida de Gunnar y Mette, Áilu experimentó altibajos en su ánimo. Pasaba de la pena por Solveig, que la invadía como un lúgubre tono de fondo, a un agudo dolor por la despedida. La idea de no ver a Gunnar y Mette durante meses y además tener pocas opciones de mantener contacto con ellos cuando se adentraran en la selva africana, alejados de la civilización, le resultaba insoportable. Al mismo tiempo, vivía el primer amor de su vida con una euforia que vibraba en su interior como la cuerda tensa de un instrumento. Asombrada y agradecida, disfrutaba de ser una parte importante de la vida de un joven al que durante años había considerado inalcanzable.
Sander tenía que estudiar mucho para los inminentes exámenes, pero siempre encontraba tiempo para verse con Áilu. Casi todos los días se reunían durante la pausa del mediodía, iban a pasear por el parque del castillo, visitaban el jardín botánico y por la tarde de vez en cuando iban a un cine o un salón de baile.
Durante las clases Áilu se sorprendía una y otra vez pensando en Sander y soñando despierta, en lugar de dedicar su atención a los profesores. En cambio, cuando estudiaba o leía un libro de medicina no se distraía. En esos momentos se sentía muy cerca de Gunnar. A veces era como si él estuviera sentado a su lado, contestando a sus preguntas o disertando sobre plantas curativas, como antes en su casa de Arendal.
Entre semana, Áilu prefería estudiar en la biblioteca de la universidad. Normalmente tenía suerte y encontraba un sitio en una de las amplias mesas de lectura. Rodeada de miles de volúmenes colocados en cuatro galerías en altas estanterías, se sumía en el mundo del cuerpo humano, aprendía las funciones de los órganos y los numerosos agentes patógenos que los amenazaban, y estudiaba los métodos curativos con que se combatían los achaques del organismo. Cuando necesitaba hacer un alto, se adentraba en otras disciplinas y lamentaba no poder leer varios libros a la vez. Las ciencias en general la fascinaban. La biblioteca de Gunnar, que de pequeña le parecía tan grande y extensa, se había multiplicado por cien allí.
Una mañana de mediados de octubre estaba leyendo un tratado sobre la asistencia obstétrica en caso de complicaciones cuando un barquito de papel entró en su campo visual. Levantó la cabeza y vio a Sander sentado en la otra esquina de la mesa, sonriéndole con picardía.
—Ya pensaba que no ibas a reparar en mi presencia —susurró.
Áilu miró el reloj de pulsera y parpadeó cohibida. Eran las siete y media de la tarde. Se había evadido del mundo, incluso de Sander, con el que había quedado media hora antes delante de la biblioteca.
—Perdona —dijo en voz baja, cerró el libro y se levantó.
Él sacudió la cabeza.
—No te preocupes. Me parece admirable tu capacidad de estudiar durante horas materias tan áridas.
Áilu se abstuvo de replicar que no le parecían áridas, ni la obstetricia ni ninguna de las asignaturas. Sabía lo mucho que le costaba a Sander concentrarse más de un rato, y por primera vez se preguntó si él habría elegido derecho si su padre no esperara que siguiera sus pasos como abogado. No imaginaba a Sander sentado en un despacho, pues en su fuero interno soñaba con una carrera de atleta o saltador de esquí.
—Por desgracia, tengo que ir ya con mi grupo de estudio —dijo Sander cuando estaban delante de la biblioteca.
Áilu se enfadó aún más consigo misma por haberse retrasado. Llevaba todo el día esperando verle por lo menos un rato para tomar algo en alguna cafetería cercana.
—¿No estás enfadado? —preguntó ella.
—No, de verdad que no. De todos modos habría sido muy precipitado. Pero a cambio el fin de semana haremos algo especial.
Sander señaló el barquito de papel que Áilu sostenía.
—Un compañero está en el club de vela. Podríamos tomar prestado un pequeño velero y hacer una excursión.
—¿Sabes navegar? —preguntó Áilu.
Sander se echó a reír.
—Nací casi con un timón en la mano.
—Pero ¿no tienes que estudiar?
Hasta entonces Sander estudiaba más durante el fin de semana y solo se tomaba unas horas de tiempo libre. Torció el gesto y le quitó importancia con un movimiento de la mano.
—Ay, malditos estudios. La vida es demasiado corta para ser siempre tan responsable. Además, tenemos que aprovechar el buen tiempo antes de que llegue el frío.
Rodeó a Áilu con un brazo y la atrajo hacia sí.
—Entonces ¿qué? ¿Hecho? El sábado a primera hora embarcamos.
—Sí, mi capitán. —Áilu se puso de puntillas y le dio un beso.
El anticiclón persistió. Cuando Áilu llegó el sábado a las ocho de la mañana al cobertizo del club de vela, acababa de salir el sol y teñía con brillos rojos y dorados las olas del fiordo. Vio a Sander en una pasarela y corrió hacia él. Llevaba una cesta con bocadillos, manzanas, un termo de café y galletas de avena caseras. Sander la saludó alegre. Delante se balanceaba una yola con un pequeño camarote.
—¡Ea! —dijo él, y le dio un beso en la boca—. Podemos salir ahora mismo.
Agarró a Áilu por la cintura y la colocó en la cubierta. Ella agitó los brazos para no perder el equilibrio con el balanceo de la embarcación y se sentó en el banco delante del camarote. Sander la siguió después de soltar el cabo, y separó la barca del muelle. Pasados unos minutos abandonaron el puerto y salieron del fiordo rumbo al sur.
Sander se ocupaba de mantener la vela en la posición correcta, y Áilu iba sentada en la popa sujetando el timón. Le gustaba que el viento soplara con fuerza. Temerosa y atenta a no soltar el timón, tenía las manos agarrotadas alrededor de la madera redonda, deseosa de no cometer ningún error. Sander le daba instrucciones y bordearon la isla boscosa de Hovedøya, donde había un edificio de cuarentena para enfermos contagiosos y las ruinas de un antiguo monasterio. Cuando dejaron atrás Lindøya, que a Áilu le recordaba a Merdø por la cantidad de casas de verano, rodearon una isla rocosa y alcanzaron la isla del faro de Heggholmen.
Poco a poco, Áilu se fue acostumbrando a pilotar la barca, se relajó y empezó a disfrutar de la excursión. Surcaban con facilidad las aguas onduladas, que reflejaban el azul marino del cielo. El tableteo de la vela se mezclaba con los chillidos de las gaviotas y el grave pitido de un vapor y un carguero que navegaban por el fiordo. Áilu encaró el rostro al viento y se relamió los labios, que sabían a sal.
—¿Qué, no es maravilloso? —dijo Sander.
—Fantástico —sonrió Áilu, que sintió ganas de correr hacia él y darle un abrazo.
Hacia mediodía pasaron por Malmøya, una de las islas más grandes de esa parte del fiordo. Fondearon en una bahía tras la cual se extendía un pinar. En verano estaba abarrotada de bañistas y navegantes de excursión, pero aquel día de otoño tenían la orilla para ellos solos. Sander se quitó los zapatos y los calcetines, se arremangó los pantalones y bajó por la borda al agua poco profunda.
—Ven —animó a Áilu, al tiempo que estiraba los brazos hacia ella.
—No hace falta, puedo sola… —protestó ella.
—Por supuesto, pero me apetece cogerte en brazos.
Áilu soltó una risita y dejó que la bajara de la embarcación. Rodeó el cuello de Sander con un brazo y fue consciente de que era la primera vez que estaban verdaderamente solos. Se le aceleró el corazón. Sander la depositó en la orilla y volvió a la barca para recoger los zapatos y la cesta.
Luego se sentaron en las oscuras rocas de pizarra, calientes por el sol, e hicieron su pícnic.
—Mira —dijo Áilu, señalando el esqueleto fosilizado de un cangrejo que se dibujaba en una losa—. Nunca había visto nada igual. —Se inclinó sobre su hallazgo y observó fascinada la estructura conservada hasta el último detalle.
Sander asintió.
—Sí, aquí hay muchos fósiles.
—¿Cuántos años puede tener?
El muchacho se encogió de hombros.
—Unos cientos de millones —contestó, y cambió de tema—. De pequeño quería vivir como Robinson Crusoe en una isla remota donde nadie me diera instrucciones, no tuviese que ir al colegio y dispusiera de todo el día para mí.
Miró a Áilu a los ojos.
—Pero en pareja sería más bonito. Imagínate, seríamos los únicos habitantes de la isla y podríamos vivir aquí como nos viniera en gana.
—No lo sé, en verano a lo mejor, pero ¿en invierno? —dijo Áilu, y se arrepintió al instante de un comentario tan poco romántico.
—Bueno, construiría una casita con chimenea, a fin de cuentas aquí hay leña suficiente.
Contenta al ver que no se lo había tomado mal, Áilu entró en el juego. Señaló los peces que pululaban a sus pies en el agua clara.
—Y yo podría pescar y almacenar pescado, para tener provisiones.
Sander torció el gesto.
—¡Ay, no, por favor! Odio el pescado. Lo aborrezco. —Se estremeció—. Además, no tenemos cañas ni redes.
Áilu se abstuvo de comentar que estaba capacitada para atrapar un pez con una rama puntiaguda.
Cuando terminaron de comer, pasearon de la mano por el bosque de la isla, evitando las zonas pobladas. Transcurridas unas horas, Áilu tuvo la sensación de estar realmente en una isla desierta. Hacia las seis regresaron a su bahía y buscaron un lugar elevado en la orilla para contemplar la puesta de sol. Con unas ramas que habían recogido por el camino, Áilu encendió una pequeña hoguera en una hondonada rocosa. Cuando empezó a arder, se sentó al lado de Sander y ambos observaron el agua en silencio.
Al cabo de un rato él la miró y dijo:
—Me haces muy feliz.
Áilu se arrimó más y apoyó la cabeza en su pecho.
—Contigo me siento despreocupado y libre —continuó Sander, y la apretó contra su cuerpo.
El sol desapareció y en el cielo aparecieron las primeras estrellas.
—¿Helga? —La voz de Sander sonó ronca.
Se separó un poco de ella para mirarla a los ojos.
—¿Sí?
—¿Quieres ser mi esposa?
Áilu se incorporó.
—¿Quieres decir… que quieres casarte conmigo? —balbuceó.
Sander asintió y le cogió la mano.
—Eres la mujer con la que quiero compartir mi vida.
Áilu tragó saliva, atónita. Soltó lo primero que le pasó por la cabeza:
—Pero ¿qué dirán tus padres? ¿Crees que estarán de acuerdo?
Sander arrugó la frente.
—Estoy seguro de que se alegrarán sinceramente de que formes parte de nuestra familia. Aprecian mucho a tu padre. Y no hace falta que te diga lo mucho que adoraba mi padre a tu madre. —Le levantó la barbilla y buscó su mirada—. Pero aunque estuvieran en contra, te quiero, y mi deseo es estar contigo para siempre.
A Áilu se le encogió el estómago. Cerró los ojos y le ofreció los labios para un beso. Cuando se separaron, susurró:
—Yo también.
Sander se levantó ágilmente, la cogió en brazos y dio una vuelta sobre sí mismo.
—¡Me haces el hombre más feliz de Noruega!
La estrechó entre sus brazos y la llevó a la barca sin acordarse de sus zapatos. En la cubierta encendió una lámpara de petróleo y la colgó en el camarote, donde había preparado un lecho con varias mantas y cojines. Se colocó delante de Áilu y la miró. De repente parecía cohibido, inseguro. Ella perdió su propia timidez, se desabrochó la chaqueta, la dejó caer al suelo, se sacó el jersey y se desató el corpiño. Él adelantó una mano con cuidado, ella la cogió y se la puso sobre los pechos. El contacto la hizo estremecer.
—Eres maravillosa —susurró él.
Áilu se puso de cuclillas y metió las manos bajo el jersey de Sander. Su piel tersa estaba caliente. Le acarició el estómago. El joven soltó un gemido, la atrajo a su lado en la manta y empezó a explorar su cuerpo.
Áilu se había preguntado a menudo cómo sería «la primera vez». ¿Una decepción, como le había ocurrido a su amiga Hedda, a quien, después de haber leído muchas novelas que la enaltecían como una experiencia romántica, le había parecido un fiasco? ¿Sería demasiado doloroso? ¿O tal vez embarazoso por su inexperiencia?
De momento no sentía nada de eso. Notaba sus cuerpos con intensidad, y al mismo tiempo tenía la sensación de estar como en estado de trance. A salvo en el camarote, que se mecía con suavidad en el agua, Áilu creía estar navegando por el universo con Sander.
En plena noche la despertó un ruido. Sonaba extraño y a la vez familiar. Alguien cantaba a media voz, repitiendo una y otra vez las mismas palabras.
Tardó un momento en comprender que los sonidos procedían de ella misma: estaba canturreando un yoik. El susto que se llevó fue mayúsculo. Tras reconocer que su inconsciente era más poderoso de lo que quería admitir, la embargó el miedo a estar siempre en peligro de delatarse en sueños, literalmente. ¿Se habría dado cuenta Sander, que dormía a su lado? Contuvo la respiración y se volvió con cuidado hacia él. Estaba roque y no se movía. Respiró aliviada, se sentó y miró por el ventanuco del camarote. El miedo se fue desvaneciendo. La agradable sensación con que había despertado volvió, y la invadió una profunda certeza: iba a tener un hijo. Se puso una mano en la barriga y susurró las palabras del yoik: «Vuoi ilo, vuoi ilo — don boađat, don boađat» («Alegría, alegría, ya vienes, ya vienes»).