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Kautokeino, abril de 2011

Cuando Nora le hubo comprado la limonada prometida a Lotta, siguió a la pequeña hasta una mesa alta del vestíbulo de la sala, donde Andrine, Ukko, Bigga y Nils se habían reunido antes de volver a sus asientos para la segunda parte del concierto. Estaban comentando el yoik de Ealla cuando Nora se unió a ellos.

—Ha sido una actuación muy rara —dijo Andrine, y sacudió la cabeza.

—En mi opinión «ridícula» le pega mejor —intervino Ukko—. Como esas propuestas de matrimonio en público. Nunca he entendido qué tienen de románticas.

—¿Cómo se habrá sentido Mielat? —preguntó Andrine—. Imagino que debe de haberle resultado muy desagradable.

Nils se volvió con una sonrisa hacia su mujer.

—Yo habría reaccionado si tú me hubieras anunciado de esa manera que iba a ser padre.

Bigga arrugó la frente.

—Todo esto es muy raro. Hace tiempo que no veo a Mielat, pero las últimas veces me daba la impresión de que las cosas no iban bien entre él y Ealla. Incluso le había mencionado a madre que se había acabado.

Nora tuvo que esforzarse para recordar que Pernilla había adoptado a Mielat tras la muerte de sus padres y Bigga era su hermana. Aún le costaba situarse en el tejido familiar.

—Por lo visto se han reconciliado —dijo Nils, y miró alrededor—. ¿Dónde se han metido? Deberíamos darles la enhorabuena.

—Nora, ¿estás bien? —se interesó Andrine—. Se te ve muy pálida.

—Creo que necesito un poco de aire fresco —murmuró la aludida, y se dirigió a la salida antes de que Andrine pudiera insistir.

La pregunta de Nils la había despertado de su aturdimiento. Tenía que encontrar a Mielat y averiguar qué estaba pasando, le debía más de una explicación. Entre los asistentes al concierto que se celebraba en la plaza delante del teatro iluminada por farolas, Nora no lo vio a él ni a Ealla. Volvió al teatro y preguntó por los camerinos de los artistas, que estaban en un lateral.

—¿Qué se te ha perdido aquí?

Nora se estremeció al oír la brusca voz a su espalda. Se dio la vuelta y vio a su tía Gáddja, con los brazos en jarras y fulminándola con la mirada.

—No te incumbe.

—No permitiré que destruyas la felicidad de mi hija. ¡Haz el favor de dejarlos en paz, a Mielat y a ella!

A Nora le costaba respirar. No recordaba la última vez que le habían dedicado semejante desaire. El descaro de Gáddja despertó su espíritu combativo.

—No puedes prohibirme hablar con Mielat.

Gáddja cambió la expresión, y la ira dio paso a un gesto de burla.

—Por supuesto que no. Si quieres llevarte un disgusto, adelante. —Señaló una de las puertas, y Nora pasó por su lado—. ¿Has pensado dónde ha pasado los últimos días?

Nora se detuvo y se la quedó mirando.

—Ya imaginaba que no tenías ni idea —añadió Gáddja—. Sí, Mielat no es hombre de muchas palabras. No le gustan las discusiones farragosas, prefiere los hechos, que hablan por sí mismos.

Se dio media vuelta y se fue al vestíbulo. Nora se apoyó en la pared. Todo le daba vueltas, le faltaba el aire. «No, ahora no te pongas a hiperventilar». ¿Qué insinuaba Gáddja? ¿Qué sabía? ¿Le había mentido Mielat?

«No puede ser —se repitió varias veces—. Mielat me quiere, no lo ha fingido». «¿Y si había fingido? —terció la voz de la duda—. ¿Por qué no le ha dicho a nadie que está conmigo?». Lo que días antes comprendía perfectamente, ahora lo veía bajo otro prisma. ¿De verdad lo retenía en Finlandia una avería, o había estado con Ealla? ¿Y por qué no la había llamado enseguida que regresó? «Para de especular y pregúntaselo», se dijo, y puso fin a su diálogo interior.

Se apartó de la pared y fue hacia la puerta que le había señalado Gáddja. Respiró hondo, llamó y entró sin esperar respuesta. Era un cuarto sin ventanas convertido en camerino improvisado. Frente a la puerta había un espejo y un tocador lleno de artículos de maquillaje. Ealla estaba sentada de espaldas a ella, mirando un papel. Nora se preguntó por qué una aficionada tenía tocador propio y no utilizaba el camerino común.

—Ah, ya has vuelto —dijo Ealla y miró el espejo. Asombrada, enarcó las cejas. Se levantó y se volvió, con el papel bien visible en la mano. Era una ecografía.

—¿Dónde está Mielat? —preguntó Nora, al tiempo que se esforzaba por no mirar la ecografía.

—Ha ido a recoger su chaqueta, nos vamos a casa.

A Nora se le cerró el estómago y sintió un mareo. La satisfacción que desprendía Ealla era palpable.

—¿Quieres que le diga algo? —preguntó rezumando malicia.

Nora se dio la vuelta y salió corriendo. Abandonó el edificio y se dirigió al aparcamiento. Consiguió llegar a duras penas detrás de un todoterreno y vomitó. Cuando se incorporó de nuevo, vio por el retrovisor del vehículo a Ealla y Mielat dirigiéndose a su furgoneta, que estaba al otro lado del aparcamiento. Incapaz de moverse o gritar, se los quedó mirando hasta que, pasados unos instantes, se fueron.

Así debía de sentirse la sirenita del cuento, pensó. Traicionada, abandonada y burlada. Le cedieron las piernas y se dejó caer sobre el capó del todoterreno. Como si tuviera vida propia, la mano derecha hurgó en el bolsillo de la chaqueta, sacó el móvil y marcó el número de Leene. «Por favor, contesta», suplicó en silencio. El monótono tono de llamada la ensordecía. Ya estaba a punto de rendirse cuando respondieron.

—¡Nora! —dijo Leene—. Me alegro de que llames.

Aquella voz conocida hizo que Nora rompiera a llorar.

—Nora, ¿qué ha pasado?

—Soy tan estúpida… —se lamentó Nora—. ¡Estoy tan avergonzada!

—Pero ¿por qué?

—Se ha acabado. Mielat me ha… —El resto quedó sofocado por las lágrimas que ya no pudo contener.

—¿Te ha dejado? ¿Estás segura? Anteayer escribiste un SMS de enamorada que me llegó al corazón.

—Ealla espera un hijo suyo. Ha vuelto con ella.

Su amiga suspiró.

—Dios, lo siento mucho. Pero ¿por qué te ha hecho venir entonces? No encaja con lo que me habías contado de él.

Nora se sorbió la nariz.

—Me he dejado cegar como una tonta. ¿Te acuerdas de la revista femenina a la que estaba suscrita Petrine? Hace poco nos leyó un artículo sobre los mayores errores en que incurren reiteradamente las mujeres en la fase de conocer a alguien.

Leene asintió con un gruñido.

—Me temo que me he dejado deslumbrar —sollozó Nora.

Recordaba dos cosas que la articulista ponía en duda: que una declaración de amor fuera indicio de un interés serio, y que trazar planes conjuntos fuera indicativo de que los sentimientos eran profundos. En el primer caso, a menudo se trataba de un ardid para atraer a la mujer. Y en el segundo, dependía del momento. Los hombres que poco después de estar en pareja hablaban de convivir y tener un piso en común, según la experiencia de la articulista, solían cambiar de opinión rápido y al poco tiempo no querían saber nada.

Nora suspiró.

—¿Cómo he podido caer en su trampa? Me siento imperdonablemente ingenua.

—Ahora no te lo reproches —dijo Leene—. No sirve para nada y solo te hundirá más.

—Tienes razón. Gracias por escucharme.

—Bueno, oye, es lo mínimo. Me parece increíble que estés tan lejos. Ahora mismo te daría un abrazo enorme.

Leene tenía la voz tomada. A Nora le sentó bien la entrega de su amiga, le relativizó la sensación de pérdida.

—¿Tienes a alguien con quien hablar allí arriba?

—No, no quiero hablar. Solo quiero volver a casa lo antes posible.

—¡Pues hazlo! Y avísame cuando llegues y nos vemos enseguida.

Nora guardó el teléfono en la chaqueta y se encaminó hacia la casa de su abuela. Cuando llegó al cabo de media hora, aún había luz. Nora se quedó indecisa. Esperaba que Pernilla y su hermano ya se hubieran ido y Ravna y los niños estuvieran durmiendo. No quería ver a nadie. Abrió con cuidado la puerta, entró con sigilo y escuchó. La puerta del salón estaba entreabierta y reinaba el silencio. Nora suspiró aliviada: los invitados de su abuela ya se habían ido. Asomaría rápido la cabeza para dar las buenas noches y se retiraría a su habitación.

—¿Te has quedado muda?

Nora dio un respingo: conocía esa voz, su tono acusatorio. ¡Era Gáddja!

—¡Ealla te va a dar un bisnieto! Los otros se han alegrado de la noticia, pero parece que a ti no te interesa.

—Sí, por supuesto. —La voz de Ravna sonaba cansada—. Solo es que ha sido una sorpresa. Pensaba que Ealla y Mielat habían terminado.

—¿Eso te lo ha dicho tu nueva nieta noruega? —preguntó Gáddja, cortante—. Desde que apareció, Ealla no existe para ti. Probablemente reaccionarías de otra manera si fuera Nora la embarazada…

—¡Basta! —interrumpió Ravna a su hija—. No aguanto más tus palabras llenas de odio. Ya sabes que Ealla me rehúye. Y estoy harta de ver cómo pinchas continuamente a Nora. No tienes ningún motivo para hacerlo, ni el más mínimo, al contrario…

—No quiero discutir contigo, madre. Me voy. Nos veremos todos el domingo en casa de Pernilla para el almuerzo de Pascua. A lo mejor entonces consigues mostrar un poco más de alegría por Ealla y Mielat.

Nora, que había escuchado la conversación sin moverse y conteniendo la respiración, se dirigió a la escalera que llevaba a su dormitorio en la planta superior. Cuando apenas había llegado arriba, vio pasar a Gáddja y salir por la puerta. Nora corrió a su habitación. Ahora no podía mirar a la cara a su abuela.

Cuando sacó el móvil de la chaqueta para dejarlo en la mesita de noche, vio que Mielat la había llamado y le había enviado un mensaje. Con tanto ajetreo no se había dado cuenta. Abrió el mensaje.

«Tenemos que hablar urgentemente. Te llamo mañana a primera hora. Mielat».

Nora torció el gesto. No se podía ser más escueto. Le escocían los ojos y tenía un nudo en la garganta. Se sentó en la cama y se quedó mirando el mensaje. «Tenemos que hablar», la típica introducción para noticias desagradables y conversaciones difíciles. No tenía ganas de oír las explicaciones y disculpas de Mielat. No quería hablar, ¿qué había que decir? Eso no disminuiría su dolor.

Entró en internet y abrió la página de la compañía de transportes. Descubrió aliviada que el primer autobús a Alta salía a las cinco menos cuarto de la mañana, y la llevaría directamente al aeropuerto. Apagó el móvil y lo dejó en la mesita.

Fue una noche corta. El sol salió en Kautokeino hacia las tres, dos horas antes que en Oslo. Envuelta en una manta, Nora estaba sentada en una silla delante de la ventana que daba al este, esperando el amanecer. Prometía ser otro día despejado. Los brillantes tonos dorados con que se anunció el sol no lograron sacarla de su tristeza. La belleza de aquel espectáculo natural apenas la afectaba. Su interior estaba dominado por la oscuridad.

Su intención de irse sin despedirse se vio frustrada por los crujidos de los tablones de la vieja casa. Delante de la habitación de Ukko y Andrine provocó un crujido como si se hubiera partido una rama seca, y tras el susto corrió a la escalera.

—¿Nora?

Andrine salió al pasillo con el rostro somnoliento y fue tras ella.

—Estábamos preocupados por cómo desapareciste ayer de repente —le dijo en voz baja, y posó la mirada en la maleta que Nora llevaba—. ¿Te vas? ¿Qué ha pasado?

Agarró a Nora del brazo y le señaló la puerta de la cocina.

—Por favor, no te vayas así. Me gustaría saber qué te pasa.

Nora reprimió el impulso de zafarse y salir huyendo y la siguió a la cocina.

—Parece que no has pegado ojo en toda la noche —dijo Andrine, que sentó a Nora con suavidad en una silla e hizo lo propio enfrente—. Bueno, ¿qué está pasando?

Nora se encogió de hombros. Por muy bien que le cayera Andrine, no tenía ganas de confiarse a ella.

—Nada, simplemente me inquieta la idea del multitudinario almuerzo de Pascua y…

—¿Es por Gáddja?

Nora asintió, y se alegró de que Andrine le facilitara las cosas.

—Sí, eso siempre me incomoda, pero no me atrevía a decíroslo. —Torció el gesto, compungida—. Sé que es infantil, pero…

Andrine sacudió la cabeza.

—En absoluto, te entiendo perfectamente. Yo también querría desaparecer. No resulta precisamente estimulante ser ignorada durante horas o sometida a comentarios mordaces.

—¿Podrías explicárselo a Ravna? Ayer por la tarde oí por casualidad que Gáddja la atormentaba por mi culpa. Y no quiero que mi abuela tenga constantemente la sensación, y menos en Pascua, de estar entre la espada y la pared. Insistiría en que me quedara, por eso me voy a hurtadillas, ¿lo entiendes?

Andrine asintió y la miró pensativa.

—Pero ese no es el verdadero motivo de tu huida, ¿verdad?

Nora bajó la mirada. Andrine era tan amable y abierta que no merecía una mentira.

—No te lo tomes mal, pero ahora mismo no puedo hablar de ello —contestó.

Andrine fue a replicar, pero al ver la expresión de Nora se contuvo y dijo:

—Perdona, no quiero presionarte. —Miró el reloj que colgaba encima de la puerta—. Quieres coger el primer autobús a Alta, ¿verdad?

Nora asintió.

—Te llevaré a la terminal. Está al otro lado del río, junto a la gasolinera de Statoil. Si vas a pie no llegarás a tiempo.

—Pero…

—Nada de peros, es lo mínimo.

Nora tenía un nudo en la garganta.

—¡Gracias! —dijo—. No sé por qué eres tan amable…

Andrine le apretó el brazo.

—Perteneces a la familia. Además, me caes muy bien. Espero que nos volvamos a ver pronto.