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Kristiania, otoño de 1924

Dos días después de recibir el telegrama, Mette fue con Gunnar a Kristiania. Se alojaron en un hotel, cerca de la pensión de Randi Sunde. Áilu se reunió con ellos por la tarde, poco después de su llegada. Sintió un escalofrío al ver a su padre adoptivo sentado en una butaca del vestíbulo, con la tez pálida y los ojos apagados. Parecía haber envejecido diez años. Se acercó despacio. Mette, que esperaba a su lado, la vio, le hizo una señal y se levantó. Estaba llorosa pero mantenía la entereza, como siempre. Áilu se lanzó a sus brazos y rompió a llorar.

Los últimos días los había pasado como en una nube. La noticia de la muerte de Solveig era algo abstracto y le costaba admitirla. Era impensable no volver a ver a Solveig, no oír su risa, ni escucharla tocar el piano ni oler su dulce aroma a rosa. Tenía que ser un malentendido. No obstante, en su fuero interno sabía que Solveig les había dejado para siempre. La desolación de Gunnar y Mette se lo confirmó.

—Pero ¿por qué? ¡Es injusto! —sollozó.

—Sí, cariño, lo es —murmuró Mette mientras la mecía.

—Era tan joven…

Gunnar ya se había levantado y le acariciaba la cabeza. La muchacha se separó de Mette y se aferró a él.

—Vamos, cariño, demos un paseo —propuso Gunnar—. Seguro que te sienta bien un poco de aire fresco y movimiento. Y así estaremos tranquilos —añadió, al tiempo que señalaba con un cabeceo a la gente que pululaba por el vestíbulo del hotel.

Salieron del hotel y caminaron hasta el parque del castillo, Áilu cogida del brazo de ambos. Le costaba contemplar los grandes árboles, que poco a poco se iban tiñendo de otoño y dejando al descubierto las formas de aquel jardín inglés, con sus arroyos y estanques. Era un día despejado. El aire tenía un toque helado que hacía intuir el inminente invierno.

Gunnar la llevó a un banco que había en el césped, a orillas de un riachuelo. Tomaron asiento y él le contó brevemente el accidente ferroviario que le había costado la vida a Solveig, su madre y tres pasajeros más. Una aguja mal colocada por error había sido la causa del desastre.

—El único consuelo es que todo fue muy rápido y que estaban durmiendo cuando el tren descarriló. Viajaban en un expreso nocturno —concluyó Gunnar.

—¿Cómo pudo pasar algo así? —preguntó Áilu, y en ese mismo momento supo que no le serviría de ayuda entender cómo se había producido el error. La muerte de Solveig seguiría careciendo de sentido.

—Sé que es difícil de asimilar —dijo Gunnar en voz baja—. Ese fallo humano. Sería más fácil poder culpar a alguien que hubiera tenido malas intenciones. Así no sería un golpe arbitrario del destino al que no podemos buscarle una explicación.

Áilu lo miró de soslayo. Probablemente era justo eso lo que hacía él todo el tiempo. Para hacerlo pensar en otra cosa, sacó del bolsillo de la chaqueta la última carta de Solveig, que había llevado encima durante los últimos dos días, y se la leyó en voz alta. Gunnar escuchó con la cabeza gacha, mientras Mette se secaba los ojos con un pañuelo. Cuando Áilu terminó, Gunnar la miró.

—Era muy feliz. Y se encontraba realmente bien. Es un gran consuelo para mí —dijo Áilu, y sonrió con los ojos llorosos.

Gunnar le apretó la mano y asintió.

—Gracias por habérmela leído. —Se irguió—. Sí que es un consuelo saber que se sentía tan bien. En el fondo deberíamos alegrarnos de que no tuvo la fatalidad de su padre ni sufrió una larga enfermedad.

Rodeó a Áilu con el brazo y con la otra mano apretó el hombro de Mette.

—Ahora tenemos que estar juntos, aún nos tenemos a nosotros. —Se aclaró la garganta y continuó—: He decidido mudarme de nuevo a Kristiania. Hace poco me escribió un antiguo colega diciendo que en la clínica universitaria, en mi antiguo departamento de epidemiología, buscan médicos competentes. Podría volver a trabajar allí.

Atrajo a Áilu hacia sí.

—Así podría ocuparme de ti mucho mejor. Ahora me necesitas más que nunca, y no me perdonaría dejarte sola con tu dolor.

La muchacha se enderezó y lo miró a los ojos.

—Eres el mejor padre que puedo imaginar, pero ya no soy una niña pequeña, y tampoco estoy tan sola como crees. ¿Te acuerdas de Sander, el hijo del alcalde de Arendal?

Gunnar enarcó las cejas.

—¿El chico que nos encontramos en la muralla de la fortaleza?

Ella asintió.

—He quedado con él a menudo desde entonces y…

Gunnar puso cara de asombro.

—¿Entonces Solveig tenía razón? Aquel día me dijo que le parecía que sentías algo por él.

Áilu se sonrojó.

—Sí, se dio cuenta enseguida.

Mette se inclinó hacia ella.

—En asuntos del corazón no se le escapaba nada. —Acarició el brazo de Áilu—. ¿Y él te corresponde?

La chica asintió en silencio.

—Ay, niña, me alegro mucho. A tu madre le habría hecho muy feliz. Lástima que ya no…

—Sí que lo supo —la interrumpió Áilu—. Se lo conté en mi última carta. —Se volvió hacia Gunnar—. De verdad, no tienes que preocuparte por mí, puedes marcharte de Arendal. No solo porque tenga a Sander, sino porque aquí llevo una vida plena. Y eso te lo debo a ti, que me has permitido seguir mi camino. Ahora me toca a mí ayudarte a superar la pérdida de Solveig. —Hizo una pausa—. Tal vez te sentaría bien hacer un viaje para distraerte —propuso—. A un lugar donde no todo te recuerde a Solveig.

Gunnar buscó su mirada.

—¿Lo dices en serio?

Áilu asintió, y un brillo de aprobación apareció en los ojos de él.

—Sí, es verdad. Ya eres adulta. No tengo palabras para expresar lo orgulloso que me siento de ti. Pensaré en tu sugerencia.

Al día siguiente, Áilu se saltó las clases y quedó con Gunnar y Mette para desayunar en el hotel. Sander quería reunirse con ellos un poco más tarde. Durante los últimos días había pasado todo su tiempo libre con Áilu para no dejarla sola con su pena, y la había cuidado con cariño. En su compañía no se sentía tan perdida.

Parecía que Gunnar apenas había dormido. En cuando Áilu se sentó, empezó:

—Queridas, he estado pensando. Helga me ha abierto los ojos. La idea de seguir viviendo sin Solveig en algún lugar que compartimos me resulta insoportable. No lo había reconocido. —Se le quebró la voz. Se aclaró la garganta y continuó—: Helga, tienes razón. Tengo que ir a algún sitio donde nada me recuerde a mi antigua vida. —La miró a los ojos—. Eso no significa que quiera desembarazarme de todo lo que me une a ella. ¡Ni mucho menos de ti! Pero voy a marcharme de Noruega.

Áilu tragó saliva, sentía una piedra fría en el estómago. Una parte de ella se aferró a la esperanza de que Gunnar estuviera hablando solo de un viaje largo. Aun así, comprendió que él tenía planes que iban a cambiar profundamente su vida, y por tanto también la suya.

—¿Cuál es tu idea?

—Me gustaría hacer algo útil y sentirme aprovechado —dijo Gunnar—. Un médico del Instituto de Medicina Tropical de Berlín al que conocí allí durante mi estancia de investigación está reuniendo un equipo de médicos y científicos. Quieren localizar en el sureste de África las causas y vías de transmisión de diferentes enfermedades infecciosas y obtener más conocimientos para combatirlas.

—¡¿Quieres irte a África?! —exclamó Áilu llevándose una mano a la boca—. Pero ¡es un lugar muy peligroso!

En la biblioteca de la universidad había leído un artículo en una revista médica sobre el alemán Robert Koch, un pionero de la lucha contra las epidemias. A diferencia de la mayoría de sus colegas, que investigaban en los laboratorios universitarios, Koch estudió la realidad in situ, en condiciones extremas en pantanos, junglas y desiertos. Para conseguir material de investigación había soportado las circunstancias más adversas, cruzado ríos turbulentos, enfrentado a fieras mortales y sufrido las picaduras de mosquitos y alimañas. Así, aquel médico tan temerario como ambicioso se había jugado a menudo la salud. El autor del artículo describía sus expediciones científicas como «misiones suicidas de final incierto».

Tanto como le habían fascinado las aventuras de Koch, ahora le resultaba insoportable pensar que Gunnar quisiera correr un peligro semejante. No le importaba que gracias a los resultados de esas expediciones médicas se pudieran paliar las epidemias que aparecían de forma recurrente y provocaban miles de muertos. «Que se jueguen la vida otros», pensó con obstinación.

Agarró a Gunnar del brazo.

—¿Tiene que ser en África? ¿No hay tareas para ti en países más normales?

—No te preocupes, mala hierba nunca muere —bromeó él.

Áilu se mordió el labio. No podía importunarlo ahora con sus miedos. Además, precisamente ella le había sugerido irse al extranjero, aunque pensaba en unas vacaciones. Tal vez una expedición aventurera era lo mejor para no pensar en su tristeza. Además, ya no podía rectificar. Reprimió un suspiro y forzó una sonrisa.

Mette se inclinó hacia Áilu y dijo:

—Yo lo acompañaré y vigilaré que se cuide, coma decentemente y no corra peligros innecesarios.

Miró con severidad a Gunnar, que estaba a punto de replicar.

—¡Nada de discutir! Se lo debo a Solveig. No puedo dejar a su marido solo en el extranjero, donde no tiene a nadie que se ocupe de él.

Áilu sonrió. Imaginó al ama de llaves con salacot y mosquitera en medio de la selva —donde, según lo que había leído, a menudo durante días solo había para comer plátanos y carne—, intentando elaborar comidas nutritivas y convenciendo a Gunnar de que hiciera la siesta con regularidad mientras ella vigilaba delante de la tienda y ahuyentaba los leones.

—Ah, aquí está —dijo Gunnar, y se levantó a saludar a Sander, que se acercaba a su mesa.

—Doctor Foss, ni siquiera puedo imaginar lo que representa para usted tan dolorosa pérdida —dijo Sander, y le dio un apretón de manos—. Por eso no quiero molestarle con vanas muestras de condolencia, sino simplemente ofrecerle mi ayuda si puedo serle de utilidad en lo que sea.

Gunnar le dio una palmada en el hombro.

—Gracias.

Señaló una silla en la mesa.

—Tome asiento, por favor.

Áilu, que tenía el corazón acelerado ante el encuentro entre los dos hombres más importantes de su vida, sintió un gran alivio. Sander había dado justo con el tono adecuado, pues Gunnar odiaba la palabrería convencional.

—¿Cuándo tendrá lugar el entierro? ¿Quieren que me ocupe de buscar un sepulcro en Arendal?

Áilu se encogió de hombros. Sander hacía preguntas que aún no se habían planteado.

—En unos días trasladarán los ataúdes de Solveig y su madre a Copenhague —contestó Gunnar—. Allí la familia de mi mujer tiene un panteón. Lo más adecuado es que vuelva a su país al lado de sus… —Le falló la voz.

Áilu tragó saliva. Comprendía su decisión. Si iba a abandonar Arendal para irse por una temporada a África, era la solución más sensata. Ella habría preferido otra, pues apenas tendría ocasión de visitar la tumba de Solveig. ¿Y Gunnar? ¿No le gustaría tener cerca los restos de Solveig cuando regresara a Noruega? No se atrevió a preguntarlo.

Sander asintió al oír la respuesta de Gunnar.

—Lo comprendo. Así, los parientes de su difunta esposa podrán visitar su tumba. Pero en el fondo es nuestro recuerdo lo que la mantiene viva en nuestro interior. En Arendal hay mucha gente que profesaba mucho cariño a su esposa. Espero que sea un pequeño consuelo para usted.

Reparó en las lágrimas de Áilu y le cogió la mano.

—Mi padre no quiere volver a Arendal —dijo ella en voz baja.

Sander se sorprendió. Antes de que pudiera preguntar, Gunnar le contó sus planes y concluyó:

—Helga me ha animado a hacerlo. Se lo agradezco mucho, sobre todo porque sé que no le gusta que me vaya a África. Realmente ha sido de gran ayuda para mí. Su madre estaría orgullosa de ella.

Áilu notó que se le encendían las mejillas y bajó la mirada. Le daba vergüenza recibir halagos delante de Sander.

Por lo visto, Gunnar malinterpretó su timidez. Le acarició la cabeza y dijo:

—De verdad que no debes temer por mí. Y mucho menos sabiendo que tendré la mejor cuidadora posible. —Guiñó el ojo a Mette, de pronto travieso como antes.

—¿Y qué pasará contigo? —preguntó Sander a Áilu, inquieto—. ¿Tú también te quieres ir?

Gunnar enarcó las cejas.

—Claro que no, ella se queda aquí para seguir estudiando. —Le guiñó el ojo a Sander—. Además, ya veo que Helga es muy feliz aquí, y seguro que no se debe solo a la belleza de la ciudad. —Se volvió hacia Áilu—. Pagaré el alojamiento un año por adelantado y te dejaré dinero suficiente para tus necesidades. Además, no desaparezco del mundo. Como máximo, en un año volveré para pasar unas semanas aquí. —Gunnar sonrió—. Ya verás que el tiempo vuela —añadió—. Y como sé que te dejo en buenas manos —señaló a Sander con la cabeza—, la despedida no me resulta tan dura.