Kautokeino, abril de 2011
Mielat estuvo en Finlandia más de lo previsto. El martes al mediodía llamó para informar que se quedaba en casa de su cliente debido a una avería en la furgoneta. Como el taller más cercano estaba cerrado durante la Semana Santa, tardaría en conseguir la pieza de recambio que necesitaba.
Nora, que esperaba que regresara como muy tarde el miércoles por la mañana, se sorprendió al ver hasta qué punto le afectaba aquel retraso. La seguridad que había sentido hasta entonces dio paso a una inquietud inexplicable. Una idea vaga la atormentaba, como si se avecinara una desgracia. ¿Era por la recurrente sensación de sentirse observada? Nora se esforzó por convencerse de que eran imaginaciones suyas y no hacerle caso, pero no podía evitar ese desasosiego.
Al mismo tiempo, echaba de menos a Mielat terriblemente. No paraba de buscarlo con la mirada, creía verlo entre el gentío o al pasar por la calle cuando asistía con sus parientes y amigos a alguno de los numerosos actos del festival de Pascua, que ofrecía una curiosa mezcla de tradición sami y modernidad.
De noche había conciertos de artistas de prestigio internacional o bandas locales, espectáculos de teatro o cine o talleres de yoik. Durante el día se podía participar como espectador o de forma activa en las carreras de motonieves, concursos de lanzamiento de lazo y torneos de pesca en hielo, antes de que el festival alcanzara su culminación el sábado con el campeonato mundial de carreras de reno y el Sami Grand Prix, una especie de Eurovisión en sami.
Nora agradecía una actividad tan variada, pues le ayudaba a soportar la espera y mitigaba su inquietud. No paraba de pensar en Mielat, mantenía diálogos mentales con él y se preguntaba qué estaría haciendo. No recordaba haber añorado nunca así a nadie. Se alegraba de que, aparte de su abuela, nadie más supiera de su relación. De ese modo podía pensar en él sin que la molestaran y no tenía que contestar preguntas indiscretas.
Mielat, que tras su estancia como investigador en Oslo solo había estado en Kautokeino esporádicamente a causa de un proyecto de investigación en la Universidad de Alta, aún no había puesto al corriente ni a su madre adoptiva, Pernilla, ni a su hermano Ante. No le gustaba contar cosas personales por teléfono o SMS, y Nora lo entendía. Pensaba comunicarlo junto a ella durante el almuerzo de Pascua, al que Pernilla, que tenía una casa espaciosa, había invitado a su familia y a Ravna y los suyos el domingo después de la misa. Allí todos verían que eran pareja.
Nora tenía sentimientos encontrados hacia ese evento. ¿Ealla sabía que Mielat estaba con ella? Él no había dicho si había hablado del asunto con ella. Nora esperaba que sí y que el Domingo de Pascua no hubiera escenas desagradables cuando Ealla se enfrentara a ello directamente. La idea la angustiaba. Ealla seguramente la veía como una arribista que se había inmiscuido en una relación de años para robarle su hombre. A Nora le preocupaba que le adjudicaran ese papel, y el hecho de que fueran primas no facilitaba el asunto. Nora habría preferido acceder a Ealla sin prejuicios y poder conocerla. ¿Dónde se había metido en realidad? De momento ni ella ni Gáddja habían aparecido por casa de Ravna. Como muy tarde se presentarían en la comida de Pascua. A Nora le sorprendía no haberse cruzado con ellas en Kautokeino, pero no se atrevía a preguntar por ellas para no agitar las cosas.
El miércoles por la mañana Nora iba en el viejo Saab de Ukko y Andrine, que estaban con sus hijos viendo el lanzamiento de lazo. Llevaba a su abuela a una consulta médica, donde le tratarían los dolores en las articulaciones. Luego Ravna quería ir a la peluquería. Nora, que quería unirse a la familia de su tío, decidió utilizar ese tiempo en ir a casa de Mielat.
Cuando hablaron por teléfono antes de acostarse la víspera, él había dicho:
—Imagino que una familia tan grande puede resultar estresante para quien no esté acostumbrado. Si en algún momento necesitas una pausa para descansar, mi casa está abierta para ti. Y Algo también se alegrará de que le hagas una visita. Mi vecino Søren se ocupará de los perros, como siempre, pero Algo agradecerá un poco de atenciones extras.
Era un día soleado. Cuando Nora salió de la carretera asfaltada para tomar el camino de acceso al terreno de Mielat, las ruedas del coche se hundieron en la nieve blanda. Se alegró de que Ukko aún no le hubiera quitado los neumáticos de nieve. Antes de atravesar el bosquecillo de abedules bajos y llegar a la depresión del terreno donde estaba la propiedad de Mielat, oyó los ladridos de los perros, que saltaban y se ponían de pie tirando de sus correas.
Nora aparcó el Saab, bajó y fue hacia la caseta de Algo. Los otros dos perros reconocieron su olor, dejaron de ladrar y se tumbaron. Algo la saludó con efusividad y se tumbó boca arriba para que le rascara la barriga. Sus cachorros la lamieron con curiosidad, tiraron juguetones de la chaqueta y se pelearon por su atención. Nora se sentía como en la guardería de Oslo.
Al cabo de un rato se sentó en un tronco. Algo apoyó la cabeza en su regazo y los cachorros se durmieron a sus pies. Los otros dos perros también hicieron una siesta. Nora puso la cara al sol y escuchó cómo las gotas del carámbano que se derretía caían en los canalones de la casa. En las ramas de los abedules se agitaban unos pajarillos marrón claro de cabeza oscura y cola negra, que Nora identificó como paros.
¿Cómo sería aquel lugar sin nieve? Le costaba imaginar el paisaje verde y floreciente, y pensó con ilusión en la siguiente visita, cuando la primavera también se impusiera allí. Por encima de ella volaba en círculos un ave de presa. En el aire había un ligero olor a humo y aroma a madera fresca, procedente de un montón de tablones que Mielat había apilado delante de la casa antigua para las inminentes reformas.
Cerró los ojos, acarició la cabeza de Algo y disfrutó de la calma. Nunca había estado sola en un lugar tan apartado. Aparte de una excursión a una cabaña durante su carrera universitaria con algunos compañeros de clase, nunca pasaba los fines de semana o las vacaciones en una hytte, como hacían la mayoría de sus compatriotas. En cambio, la casa de su familia materna, donde se criaban caballos, había sido su destino de vacaciones más frecuente desde su infancia, donde Nora había pasado veranos inolvidables, celebraba la Navidad y buscaba huevos de Pascua. Aquel criadero de caballos, como la casa de Mielat, también estaba un poco apartado del pueblo.
Abrió los ojos y miró alrededor. Aquel lugar parecía tener vida. Lo había experimentado alguna vez en casas antiguas donde las vidas de sus habitantes parecían quedar almacenadas como los olores en la ropa. Sintió una gran paz interior. No se sentía una intrusa ni una extraña, sabía que era bienvenida. Tenía la sensación de que un Mielat de diez años iba a salir de la casa vieja con sus padres para saludarla. O sus antepasados, que antes de la guerra pasaban el invierno en aquella región, antes de seguir a los renos hasta el fiordo de Alta y los pastos de verano. En el fondo Mielat continuaba con el estilo de vida nómada de sus antepasados, pensó Nora. Tal vez no soportara vivir siempre en un mismo sitio.
¿Y ella? ¿Podía imaginarse oscilando entre dos lugares de residencia? Respiró hondo y reflexionó. Siempre había llevado una vida sedentaria, hacía muchos años que vivía en el mismo piso y nunca había tenido la necesidad de cambiar. ¿Cómo sería pasar unos meses al año allí? ¿Se buscaría un trabajo? No sabía si era lo adecuado para ella, pero estaba dispuesta a probarlo. Lo de seguir a alguien hasta el fin del mundo por amor ya no le parecía un tópico vacío. Con Mielat a su lado podía imaginar una vida casi en cualquier parte.
Antes de que pudiera ponerse de nuevo en camino para recoger a Ravna en la peluquería, fue al baño en la casa nueva. Mielat le había enseñado antes de irse el escondite de la llave, un agujero en un nudo de uno de los dos pilares del colgadizo, «para que nunca tengas la puerta cerrada».
Cuando salió del baño y estuvo de nuevo en el vestíbulo tuvo la sensación de que no estaba sola. Salió por la puerta, que había dejado abierta, y miró alrededor. No se veía ni un alma. Los perros estaban tumbados tan tranquillos delante de sus casetas. Si hubiera un desconocido cerca ladrarían. Seguramente se había confundido, pero seguía con la sensación de ser observada. ¿Estaba teniendo otra experiencia extrasensorial? Se estremeció. Cerró la puerta, guardó la llave de nuevo en su escondite y se dirigió al coche. Con el rabillo del ojo vio un movimiento entre los abedules.
—¡Eh, ¿quién hay ahí?! —gritó.
No obtuvo respuesta. Los perros se incorporaron y miraron atentos hacia el bosque. Nora vio fugazmente una silueta que se escabullía. Poco después oyó el motor de una moto. Se puso tensa y la inquietud aumentó. No era un espectro, era una persona. No sufría alucinaciones ni tenía una imaginación desbordante, realmente la estaban siguiendo. Pero ¿por qué, y quién?
La tarde del Jueves Santo, un concierto infantil inauguró el festival de música, que continuó por la noche con el primer gran espectáculo de yoik. Se celebraba en las afueras, en una gran sala con capacidad para muchos asistentes. Participaban no solo músicos profesionales, sino también aficionados para los que el yoik formaba parte de su vida cotidiana. Nora supo aquella tarde lo profundamente arraigada que estaba esa tradición, aunque las autoridades se hubieran esforzado durante décadas en eliminarla con prohibiciones y sanciones. En muchas familias era habitual, como antaño, darle a los recién nacidos un yoik personal sobre su vida.
El sonido agudo de las canciones en que se modulaban sílabas y sonidos en diferentes registros la cautivó. Aunque no comprendiera lo que cantaban, los intérpretes trasmitían su estado de ánimo y sus sentimientos. Estaba sentada entre Lotta, que podía quedarse más durante las vacaciones, y su madre Bigga en una fila con Nils, Ukko y Andrine. Pernilla estaba en casa de Ravna de visita con su hermano Ante, y el nieto de Ravna también pasó la tarde con ellos.
Nora vio que Bigga le daba un codazo a su marido y susurraba:
—¿Ese no es Mielat?
Nora miró hacia el pasillo entre las filas de asientos ascendentes hacia donde señalaba Bigga. Entornó los ojos para ver algo en la penumbra y se le paró el corazón: Bigga tenía razón. Allí estaba Mielat, que buscaba algo con la vista. Nora tuvo ganas de levantarse de un salto, salir de la fila de butacas y correr hacia él. «Contente, sería ridículo —se ordenó—. No debe de quedar mucho para el intermedio, podrás esperar unos minutos». Cuando se apagaron los aplausos tras el último yoik, la mujer que presentaba la función anunció a la última cantante antes del intermedio. Nora puso los ojos como platos al ver que Ealla se dirigía al escenario.
Se volvió hacia Bigga y preguntó:
—¿Sabías que iba a actuar?
Bigga sacudió la cabeza. Los demás también la miraban asombrados; Andrine cuchicheaba con su marido y Ukko murmuró algo como «Espero que no se culpe».
Ealla se puso a yoikear. Sonaba suave y tierno. Nora reconoció una palabra que repetía a menudo: váibmu. Así la había llamado Mielat tras la noche en el hotel de hielo. ¿Qué significaba? La melodía ganó fuerza y se volvió más dramática. Nora oyó que Bigga respiraba hondo a su lado. Ealla tenía la mirada fija en un punto del público. Hizo una señal con la mano dirigida al técnico de luces, que unos segundos después hizo que un foco iluminara el pasillo donde estaba Mielat. A Nora se le encogió el estómago. Mielat miraba a Ealla sin moverse, pero Nora no lograba descifrar su expresión.
Ealla terminó su yoik. Sin esperar a los aplausos del público, desapareció tras la cortina del fondo. Mielat despertó de su parálisis, subió al escenario y fue tras ella. Se encendieron las luces de la sala y los espectadores salieron para estirar las piernas y tomar un refresco. Nora se quedó de una pieza en su asiento, mirando la cortina tras la cual había desaparecido Mielat.
Andrine y Ukko ya habían salido de la fila. Lotta daba saltitos de aquí para allá delante de sus padres, que también se habían levantado y conversaban a media voz.
—Quiero una limonada —dijo—. Me lo habéis prometido.
Bigga se inclinó hacia ella.
—Está bien, ahora vamos.
Lotta torció el gesto, miró a Nora y le cogió una mano.
—¿Vienes conmigo? Tardarán una eternidad.
Nora se levantó con torpeza y siguió a la pequeña. Le acarició la cabeza y, esforzándose por aparentar indiferencia, le preguntó:
—¿Qué significa váibmu?
—Significa «corazón» —contestó Lotta.
—¿Me cuentas qué ha dicho Ealla en el yoik?
Lotta se encogió de hombros.
—Ah, nada especial. Iba de que llevaba algo valioso de su amado en el corazón.