Kristiania, otoño de 1924
Tras el encuentro con Lemek Kuoljok delante de la pensión, Áilu tardó en recuperarse. Le dijo a Randi Sunde, que se había preocupado, que le dolía la cabeza y quería descansar un poco después del primer día en la universidad, muy ajetreado. Estaba tumbada en la cama, mirando el techo, intentando ahuyentar la sensación extraña que le había provocado aquel pastor. Para ella era como una amenaza velada. Además del enfado por su intromisión, la corroía la mala conciencia por haberlo negado. Se le había quedado grabada la mirada de sus ojos castaños, que parecían ver más allá de la superficie.
Áilu se incorporó. ¿Qué significaba que lo había negado? Ella era Helga, y su familia la había dejado de lado. No iba a permitir que nadie volviera a destrozarle la vida. Se prohibió pensar por qué la había asustado tanto aquel religioso, o preguntarse cómo sabía su nombre sami. Ahora él estaba de camino al lejano norte, a cientos de kilómetros. No lo volvería a ver jamás.
Cuando al cabo de unos días llegó de la universidad por la tarde, encontró una carta para ella en la consola donde Randi Sunde dejaba el correo de sus huéspedes. No conocía aquella letra regular y clara. Áilu colgó su abrigo en el armario, fue a su habitación y abrió el sobre. Leyó las escasas líneas y le dio un vuelco el corazón. Dejó caer la hoja como si le quemara la mano.
Hammerfest, 12 de octubre de 1924
Estimada señorita Foss:
Siento haberla pillado desprevenida en mi despedida y haberla asustado con mi suposición de que es usted Áilu Svonni, no era en absoluto mi intención.
He llegado a Hammerfest, desde donde iré a visitar a parientes y amigos, antes de ocupar a principios del año que viene mi puesto de pastor en Kautokeino. Primero quedé con mi viejo amigo Kárral. Él es el motivo de mi sospecha, pues se parece mucho a usted, por eso estoy convencido de que son parientes. ¿Tal vez es usted Áilu, su sobrina, separada de su familia en Pascua de 1915 y enviada a un internado? Si es el caso, haría muy feliz a su tío Kárral si se pusiera en contacto con él. Trabaja en la mayor refinería de aceite de pescado en el norte de la ciudad donde vive. Por favor, escríbale a la dirección:
Kárral Vinka
Oficina de correos
Hammerfest
En caso de que me equivoque, disculpe por favor esta carta. Le deseo lo mejor.
Saludos cordiales,
LEMEK KUOLJOK
¡No, no, no!, quiso gritar Áilu. Sentía que la rabia se apoderaba de ella y las manos se le agarrotaban en la colcha de la cama. «¡Eso se acabó, para siempre! ¿Dónde estaban cuando los necesité? Me dejaron en la estacada, ¡todos! También el tío Kárral. ¿Qué quiere de mí ahora? ¿Y por qué se entromete ese Lemek? ¿Cómo se atreve a inmiscuirse en mi vida? ¡Que me dejen en paz!». Se agachó para coger la carta, la hizo trizas y la tiró a la papelera.
Durante los días siguientes se sumió en sus estudios, iba a explorar a pie y en tranvía los barrios de la ciudad y esperaba ansiosa el encuentro con Sander, con quien había quedado por primera vez. Le había escrito una misiva para invitarla al teatro, donde ponían Espectros de Ibsen. Áilu conocía la obra del colegio, donde la había estudiado con el profesor Hallingdal. Entonces provocó acaloradas discusiones sobre si el ser humano tiene libre albedrío en sus decisiones y posibilidades o está inevitablemente influido y limitado por la herencia, el medio y la educación.
Áilu se plantó un cuarto de hora antes de la hora acordada delante del Teatro Nacional, a los pies de la estatua de Ibsen, que Sander había propuesto como punto de encuentro, muy adecuado para el programa de la tarde. Ella tiraba nerviosa del flequillo de su peinado a lo chico que se había hecho. Se sentía rara. La señorita Møller la había felicitado por su decisión con muchos aspavientos, y le había prestado un pañuelo de seda de colores para darle al vestido negro sin mangas un toque especial. Áilu se sentía independiente y osada. Igual que las flapperpikene, observadas con tanto recelo por los ciudadanos mayores, esas mujeres independientes que silbaban en las convenciones, escuchaban música de jazz, fumaban y bebían alcohol. Delante del espejo de la puerta de su armario ropero, había seguido emocionada su transformación. Le parecía bien, correcto. Parecía más adulta, ya no era la niña modosita de provincias, sino una joven moderna. Mientras esperaba a Sander, fue desanimándose ¿Y si a él no le gustaba su nueva imagen? ¿Y si prefería un aspecto beato y recatado?
—¿Helga? —dijo una voz a su espalda.
Ella se volvió hacia Sander, contuvo la respiración y sonrió con ternura. Él la miró de arriba abajo.
—Estás estupenda —dijo con un gesto de aprobación.
Áilu suspiró, le sonrió, le puso la mano en el brazo que le ofrecía y subió a su lado los escalones del teatro. Sander tenía entradas para el primer anfiteatro. Una vez que ocuparon sus asientos, Áilu se inclinó sobre la barandilla y miró alrededor. Delante del escenario, enmarcado por un portal dorado y giratorio, colgaba un telón de terciopelo rojo. Los asientos estaban tapizados con la misma tela. Los balcones de color marfil brillaban con sus estucados dorados. En los capiteles de las columnas del palco había figuras medio desnudas que a Áilu le parecieron representaciones de las musas antiguas. Unos murales en el techo remataban la suntuosa decoración. Áilu miró hacia abajo, donde las filas se iban llenando poco a poco de gente elegante, escuchó el rumor de las conversaciones y percibió el olor a perfume, a felpa y cera.
—¿Quieres echarle un vistazo al programa? —preguntó Sander, y le dio el folleto.
Áilu leyó por encima el reparto y se detuvo. Para su sorpresa, conocía uno de los nombres. Sus padres le habían hablado de Johanne Dybwad, considerada la actriz de mayor éxito de Noruega, y aquella noche interpretaría el papel de Helene Alving, la viuda de un camarero vividor.
—Mis padres han visto muchas obras en las que aparecía ella —dijo, y le señaló el nombre.
—Ah, es una mujer genial. Y no solo como actriz. También dirige de vez en cuando y ha recibido algunas distinciones. Imagínate, este año ha sido propuesta para la orden de San Olav.
Sander parecía impresionado. Áilu asintió, volvió a mirar el programa y pensó en Gunnar y Solveig. Le hablaban de Johanne Dybwad porque había tenido un destino parecido al suyo. Sus padres, también actores, dejaron a su hija con una familia de acogida para centrarse completamente en su carrera, y apenas tuvieron contacto con ella. Los padres adoptivos se esforzaron por alejar a Johanne del teatro, que a su juicio era una mala influencia, y darle una vida «decente». Sin embargo, no pudieron evitar que pronto saliera a la luz su talento dramático y debutara a los veinte años.
Las luces de la sala se apagaron. Áilu se guardó el programa en el bolsillo y se sentó bien erguida. Cuando se levantó el telón, Sander puso el brazo muy cerca del suyo en el reposabrazos. El roce provocó a Áilu un estremecimiento y que se le erizara el vello del antebrazo y un cosquilleo en el estómago. No se atrevía a moverse para no asustarlo. Nunca habían estado tan cerca. Notaba su calor y el aroma de la loción de afeitar, que se mezclaba con el olor a algodón almidonado y planchado.
Áilu cerró los ojos y se abandonó al momento. Apenas prestaba atención a lo que ocurría en el escenario, donde una familia se enfrentaba a su decadencia con falsas convenciones, doble moral e hipocresía. Solo captó algunos retazos de aquel drama sobre la culpa y la herencia del pasado, cuya atmósfera sombría no encajaba con su estado de ánimo.
Pasada hora y media cayó el telón. Los aplausos sacaron a Áilu de su ensimismamiento. Sander, que no se había movido en todo el rato, tampoco parecía haberse enterado mucho de la obra. Se volvió hacia ella y la miró. Los aplausos se oían de fondo y las personas se convertían en siluetas borrosas. Ella tuvo la sensación de que no podría apartarse de aquellos ojos jamás. En ellos leyó una pregunta a la que respondió que sí en silencio.
—Disculpen, por favor, si me permiten pasar…
Una señora mayor que estaba a su lado la miró con cara de disgusto, y el encanto se rompió. Áilu y Sander dieron un respingo, se levantaron y se apresuraron a dejarla pasar.
El viento mecía las ramas de los castaños y el cielo estaba nublado. Un ruido sordo anunció una tormenta procedente del estrecho. Sander se sentó en un banco y atrajo a Áilu hacia sí. A ella se le aceleró el corazón y se alegró de que la penumbra disimulara el rubor que le teñía la cara. Enseguida pasaría. ¿Cómo sería estar en sus brazos y que sus labios se encontraran? No había dejado de pensar en eso durante toda la velada, dividida entre la ilusión y el miedo a hacer el ridículo, a hacer algo mal. ¿A qué estaba esperando el muchacho? ¿Ella se había confundido?
—Eres tan distinta… —dijo él en voz baja.
Áilu se puso tensa. ¿A qué se refería?
—Eres impenetrable, misteriosa. Muy distinta de la mayoría… —Se interrumpió—. ¡Qué idiota! Pensarás que soy un mujeriego y he estado con muchas chicas —dijo, y evocó en la mente de Áilu la imagen de numerosas bellezas rubias como su compañera de colegio Grete Risholt, que revoloteaban alrededor de él.
Sander se aclaró la garganta.
—He tenido algún que otro coqueteo, pero contigo…
—¿Qué significa que soy distinta? —preguntó con voz ronca, al tiempo que intentaba leerle la expresión.
—Lo que a mi padre tanto le fascina de tu madre —contestó—. Ese aire mágico y al mismo tiempo serio. La oscuridad, la profundidad. Tal vez sea por vuestras raíces hugonotes.
Áilu sabía que debía sentirse halagada por sus cumplidos, pero en cambio se desató una inquietud en su interior. Volvía a ser la diferente. Bajó la cabeza y deseó estar en otro sitio.
Él le cogió las manos y la miró a los ojos.
—Creo que me he enamorado de ti.
Áilu parpadeó. Oía un zumbido en la cabeza que le amortiguaba los estímulos externos. Al mismo tiempo, veía a Sander con absoluta nitidez. Le temblaban las manos, se le aceleró el corazón y tenía la boca seca. Tragó saliva.
—¿Puedo besarte? —susurró él, y se acercó un poco.
Ella levantó la cabeza. Antes de que pudiera responder, él la besó en los labios, la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí. Con la otra mano la agarró por la nuca. Áilu oyó que algo golpeaba, los latidos de los dos corazones. Cerró los ojos y le temblaron los párpados. Sander le rozó con suavidad las comisuras de los labios con la punta de la lengua. Sus respiraciones se mezclaron, ella abrió los labios y le devolvió el beso, que diluyó su congoja y sus dudas.
Unos días después, tras un largo día en la universidad lleno de conferencias y clases, una noche, al regresar a la pensión Randi Sunde le entregó un sobre grueso que había llegado de la oficina de correo. Áilu reconoció la letra de Solveig y corrió a su habitación a abrirlo.
Parma, 20 de septiembre de 1924
Querida Helga:
Antes de poner fin a nuestro pequeño viaje en unos días y trasladarnos a las aireadas alturas del balneario helvético, quería enviarte tanti saluti desde este país de una belleza indescriptible. La primavera que viene tenemos que venir todos juntos. Estoy ansiosa por enseñártelo todo. Las postales no reflejan la incomparable luz, los olores, la música omnipresente, los colores y sobre todo la hospitalidad y alegría de su gente.
El clima me sienta muy bien, hacía tiempo que no me sentía tan fuerte y sana. Lo único que me amarga en estos días claros es que os echo de menos a ti, a Gunnar y a Mette. Me alegrará verte cuando regrese a finales de octubre. Tengo pensado pasar unos días en Kristiania. Tal vez Gunnar tenga la posibilidad de acompañarnos.
Querida hija, espero que te vaya bien y que te hayas acostumbrado a tu nueva vida de estudiante en la gran ciudad.
Muchos besos,
SOLVEIG
Áilu dejó a un lado la carta, que había tardado casi una semana en llegar. Entretanto, Solveig y su madre estaban de camino a Suiza. Extendió encima de la colcha las postales que Solveig le había enviado desde sus diferentes paradas por algunas ciudades del norte de Italia e intentó imaginar un país donde crecieran palmeras, limoneros e hibiscos al aire libre y no en invernaderos, donde la vida de la gente transcurría principalmente al aire libre. Se sentó en su escritorio y sacó papel de carta y su pluma de un cajón.
Kristiania, 25 de septiembre de 1924
Querida Solveig:
¡Muchas gracias por tu cariñosa carta y todas las postales! Tengo muchas ganas de conocer todos esos lugares contigo y con Gunnar. Pero sobre todo me alegro mucho de que te encuentres tan bien.
A mí también me va muy bien, y ya me siento como en casa, tanto en la pensión (por cierto, muchos recuerdos de Randi Sunde) como en la universidad. Los estudios son muy interesantes y no me cuestan nada. De todos modos, debo decirte que hace unos días que tengo la cabeza en otra parte. Ya te imaginarás que me he enamorado. Imagínate, realmente volví a encontrarme con Sander Andersen. Pero no por casualidad, sino porque él quería verme. ¡A mí! Aún no me lo creo del todo. ¡Y hace unas horas me besó! Ha sido una sensación indescriptible. Pensaba que iba a estallar de alegría, y al mismo tiempo podría haberme echado a llorar. Ay, todo es tan nuevo y emocionante que estoy hecha un lío.
Espero que te lo pases muy bien en Suiza, cuento los días para volver a vernos.
Muchos besos de HELGA
El sábado 27 de septiembre empezó el tricentenario de la ciudad. Una serie de salvas disparadas desde la fortaleza Akershus anunciaron el inicio de las celebraciones.
Sander recogió a Áilu por la mañana para ir a la misa festiva que se celebraba en varias iglesias. A continuación, centenares de ciudadanos se dirigieron a la gran plaza del mercado, donde las floristas decoraban la estatua de Cristián IV con guirnaldas coloridas. Una banda de música tocaba melodías alegres, y un tiovivo giraba a su son. El olor a salchichas asadas y almendras tostadas impregnaba la atmósfera.
—¿Te apetece? —preguntó Sander señalando el tiovivo—. ¿O te mareas con facilidad?
—Ni idea, nunca he montado en algo así —admitió Áilu, y se mordió el labio. Debía de resultar extraño que por lo menos de niña no hubiera estado nunca en una feria. Sander la miró asombrado—. Claro que he montado en un tiovivo —añadió ella—. Pero nunca en uno tan grande.
Antes de que él pudiera hacerle preguntas, Áilu corrió a la taquilla y compró dos entradas. Cuando las sillas empezaron a dar vueltas, a Áilu se le encogió el estómago. Tras el breve susto se sintió genial: ¡estaba volando! Soltó un gritito de júbilo y agarró la mano de Sander, que iba sentado a su lado.
—Ha sido fantástico —dijo cuando volvieron a pisar suelo firme y salió del tiovivo un poco aturdida.
Sander propuso un pequeño refrigerio. Se sentaron en un saliente junto a la entrada de la iglesia, cuyo imponente campanario dominaba el lugar. Juntos disfrutaron de una manzana caramelizada, entre besos y miradas profundas.
—¿De verdad estoy aquí sentada? —preguntó Áilu en voz baja al cabo de un rato.
Sander le levantó la barbilla.
—Sí, y me hace increíblemente feliz.
El colofón de la fiesta lo pusieron los miembros de la asociación de vela de la ciudad, que lanzaron desde el agua fuegos artificiales hacia el cielo. Cogidos del brazo, Áilu y Sander contemplaron el espectáculo multicolor antes de que él la acompañara a casa. Tras un largo beso de despedida, Áilu subió los peldaños de la pensión. Se sentía ligera y eufórica. Loca de alegría, llamó como si fuera un redoble de tambor a la puerta. Randi Sunde le abrió; estaba pálida y parecía alterada. Áilu se asustó.
—¿Ha pasado algo?
Su patrona la cogió del brazo y la llevó a su habitación privada, donde Áilu nunca había estado. Cerró la puerta, señaló un sillón de orejas, se sentó enfrente y le cogió las manos.
Se aclaró la garganta.
—Hace unas horas llegó un telegrama de tu ama de llaves. Ha habido… —Se interrumpió, turbada.
—¿De Mette? —Áilu se levantó—. Por el amor de Dios, ¿le ha pasado algo a mi padre?
Posó la mirada en el telegrama de la Sociedad Telegráfica Real que estaba en una mesita. Quiso cogerlo, pero Randi se lo impidió sujetándole el brazo y le dijo:
—Tu madre ha fallecido en Italia en un accidente ferroviario.