37

Kautokeino, abril de 2011

El lunes por la tarde Nora y Mielat se separaron. Él tenía que viajar a Finlandia para entregarle los dos perros al pastor de renos que se los había encargado, y entretanto Nora visitaría a su abuela. Mientras Mielat recogía a los perros, ella colocaba sus maletas en la furgoneta. La tormenta que había hecho estragos durante el fin de semana había remitido. El cielo estaba encapotado y el aire, húmedo y frío. Nora se frotó los antebrazos, helada, y desvió la mirada hacia los bosques de abedules: ¿había alguien allí? Desde que había salido de la casa se sentía observada. No, entre los troncos claros no se movía nada, seguramente se había confundido. Cuando poco después Mielat giró el coche en dirección a la calle tampoco vieron a nadie, pero ella siguió sintiendo cierto desasosiego.

La casa de Ravna se encontraba en la orilla este del Kautokeinoelv, enfrente del núcleo principal de la población, a medio kilómetro de la iglesia que se erguía en el mismo lado del río en un montículo. Ravna ya estaba esperando en la puerta cuando Mielat detuvo la furgoneta junto al bordillo. Le dio un beso de despedida a Nora, saludó a Ravna y continuó su viaje directamente.

—¡Nora! Me alegro mucho de verte.

Ravna abrió los brazos y Nora le dio un cauteloso abrazo, pues la anciana le pareció más frágil que en su anterior visita. Tenía mal aspecto y estaba pálida.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Bueno, como puede estar una vieja —dijo Ravna, y la invitó a pasar con un gesto—. Ya es hora de que llegue la primavera de una vez. Cada año el largo invierno me afecta más.

Nora la siguió por un breve pasillo hasta el salón, parecido a la mayoría de los que había visto hasta entonces en el norte, dominado por una chimenea en la pared enfrente de la puerta, con un par de butacas delante. Un arcón de madera de colores y una estantería de dos tablas colgada eran los únicos muebles. Varias alfombras cubrían las tablas enceradas del suelo.

—¿Mi padre creció aquí? —preguntó Nora.

—Sí, mi marido y yo construimos la casa unos años antes de que naciera. La casa de mis padres, que antes estaba aquí, la destrozaron los alemanes hacia el final de la guerra, en su retirada de Finnmark.

—Tiene que ser horrible perderlo todo y ser expulsado de tu propia tierra.

Ravna asintió.

—Pero, dentro de la desgracia, tuvimos suerte. Pudimos escapar de la evacuación forzosa y huimos a Suecia, donde vivían unos parientes de mi madre. Allí encontramos cobijo. —Se le iluminaron los ojos, y esbozó una sonrisa soñadora—. Entonces conocí a mi marido. Criaba renos, y más tarde fue ampliando los rebaños aquí. Mi hija Gáddja se hizo cargo de ellos tras su muerte. —Sacudió la cabeza—. No puedo creer que hayan pasado ya quince años.

—¿No es raro que una hija se haga cargo de los rebaños?

Ravna asintió.

—En realidad habrían heredado los tres hijos, pero ni a tu padre ni a su hermano Ukko les interesaba. Además, tampoco habrían podido vivir todos de eso. Apenas daba para nosotros.

Nora pensó en su madre, que le había hablado de la pobreza que había vivido Ánok. No le extrañaba que él y su hermano intentaran escapar de esa precariedad estudiando.

—Últimamente me pregunto cómo habría sido crecer aquí, y qué curso habría seguido mi vida.

Ravna se encogió de hombros.

—Es difícil de decir. Pero no creo que uno tenga que pasar aquí su infancia para sentir un vínculo fuerte con esta tierra. ¿Has oído hablar de la Galería de Plata Juhls?

Nora asintió.

—Mielat me ha hablado con entusiasmo de ella y pronto me llevará.

—Hazlo, te gustará. La galería está un poco en las afueras del pueblo, en la orilla oeste del río. Es un edificio impresionante. Los Juhl tardaron décadas en construirla.

—Pero no la has mencionado por eso, ¿verdad?

—No; quería hablarte de sus propietarios. Regine Juhl es alemana, y su marido Frank es un artista danés. Ambos sienten un profundo interés por la cultura y las tradiciones sami, y eso los atrajo aquí a principios de los años cincuenta.

Nora enarcó las cejas.

—Fueron muy valientes al atreverse a venir aquí siendo ella alemana. Imagino que Regine no fue muy bien recibida.

—Era muy jovencita y modesta. No creo que la relacionaran con los crímenes de sus compatriotas.

Podía ser, pero aun así a Nora le pareció notable la intrepidez de la chica.

—Los dos se enamoraron y decidieron instalarse aquí e integrarse. Al principio eran los únicos forasteros, aparte de los dos maestros de la escuela. Sin embargo, con el tiempo se ganaron nuestra confianza. Siempre ayudaban a sus vecinos con consejos y apoyo, por ejemplo, cuando nos pusieron corriente eléctrica y muchos no sabían utilizarla. Y un día la gente les preguntó si podrían arreglarles sus alhajas rotas.

—¿Por qué? Pensaba que los sami se hacían sus alhajas.

—No, los propietarios de renos de la zona ni siquiera tenían esa posibilidad. Las alhajas se compraban o se cambiaban por otras mercancías. —Ravna soltó una risita—. Frank y Regine tampoco sabían hacerlas, pero la idea les atraía. Así que siguieron un curso de orfebrería en Dinamarca y luego fundaron aquí la platería.

Ravna le señaló la cajita que había en la estantería.

—Por favor, pásamela.

Nora obedeció y acarició las elaboradas tallas que decoraban la tapa.

—¿Es palo de rosa?

Su abuela asintió.

—Se la regalaron a mi madre de pequeña y dentro guardaba sus tesoros. Yo la conservo igual.

Abrió la cajita y sacó un broche de plata redondo formado por muchos discos pequeños que recordaba a una flor.

—Esta es una pieza heredada que durante años no pudo llevar porque tenía algunos aros rotos. Los Juhl se la arreglaron.

—Es maravillosa —dijo Nora.

Ravna rebuscó en la caja.

—Hace poco en Alta me preguntaste si los búhos nivales tenían un significado especial para tu padre. —Sacó una pequeña figura de un búho tallada en madera clara—. Esto se lo regaló Ánok a su abuela cuando cumplió sesenta y cinco años. Se daba mucha maña con el cuchillo. Entonces no pensé en por qué había tallado precisamente un búho. —Sonrió a Nora y le dio el búho—. Pero después de que me contaras tu sueño lo entendí.

Nora se levantó y exclamó:

—¡Creo que tengo su cuchillo!

Fue al vestíbulo, donde había dejado su bolsa, y volvió con el cuchillo que su tío había sacado de la basura en Tromsø.

—Ánok se lo regaló a mi madre como prenda de su amor.

Ravna cogió el cuchillo y con la otra mano se secó los ojos. Asintió y miró a su nieta.

—Sí, tallaba con esto. Antes siempre lo llevaba encima. No sabía que lo había regalado, pensaba que lo había perdido.

—Parece muy antiguo —comentó Nora.

—Sí, se lo dio mi madre, que a su vez lo recibió de su padre de pequeña. Ánok era su preferido, estaban muy unidos. —Ravna le devolvió el cuchillo—. Me alegro de que haya acabado en tus manos.

—Tiene una historia conmovedora —dijo Nora, pensativa.

La anciana esbozó una sonrisa socarrona.

—Entonces encaja bien con nuestra familia. —Se inclinó hacia delante y le dio unos toquecitos a Nora en la rodilla—. Pero basta de hablar del pasado. Háblame un poco de ti. Se te ve feliz.

Nora pensó en la noche anterior con Mielat y sintió que se le encendían las mejillas. Asintió en silencio.

—¡Me alegro! Creo que encajáis bien.

Nora la miró a los ojos. ¿Lo decía en serio? ¿No le molestaba que Mielat hubiera dejado a su nieta por ella? Se aclaró la garganta.

—¿Y qué pasa con Ealla?

Su abuela se encogió de hombros.

—No sé hasta qué punto eran fuertes sus sentimientos por Mielat, pero si tú quieres a Mielat y él a ti, tendrá que aceptarlo, por muy doloroso que sea. El amor no se puede forzar. —Sonrió—. Aunque mi hija Gáddja tal vez lo vea de otra manera. Según ella, Mielat es el yerno ideal para Ealla, aunque solo sea porque espera que colabore en el cuidado de sus rebaños de renos. Podría necesitar ayuda.

—¿También es lo que quiere Ealla?

Ravna se encogió de hombros.

—Tal vez, no lo sé con seguridad. Lamentablemente, ya no tenemos una relación muy estrecha. Desde que Gáddja se atrinchera cada vez con más obstinación tras su fanatismo, Ealla también se ha distanciado de mí.

Ravna dejó caer los hombros y los ojos se le pusieron vidriosos. Nora comprendió que lo que corroía a su abuela y la hacía parecer tan agotada era la tristeza por aquel distanciamiento.

—Ealla se deja influir mucho por su madre. Probablemente le da miedo enfrentarse a ella y expresar su propia opinión —dijo la anciana.

—¿Y por qué está Gáddja tan rabiosa?

—Se le han juntado varias cosas. Las cosas se pusieron feas de verdad después de la separación de su marido. La dejó hace cuatro años.

—Vaya, eso duele, claro.

Ravna asintió.

—Sí, así fue. Además, ella le quería de verdad. Pero aquí ya no tenía futuro. Tras sufrir un accidente, ya no podía trabajar criando renos y no encontró otro trabajo. Estuvo años así. Eso lo desmoralizó. Finalmente estudió contabilidad y consiguió un puesto en Statoil, en Hammerfest. En 2008 abrieron allí unas nuevas instalaciones de licuación de gas natural y se crearon centenares de puestos de trabajo.

—¿Y por eso se rompió el matrimonio, porque él había conseguido un trabajo en otra ciudad? —Nora la miró incrédula—. Hammerfest tampoco está tan lejos de aquí.

Su abuela asintió.

—Tampoco fue ese el motivo. Gáddja consideró una traición que su marido entrara a trabajar precisamente en Statoil; según ella, era pasarse al bando de quienes pisoteaban los derechos de los sami. No le interesó saber cuánto había sufrido estando desempleado. Para ella era pura maldad.

Un golpe en la ventana interrumpió la conversación. Nora se dio la vuelta y vio a Ukko, su mujer Andrine y los dos niños delante de la casa, recién llegados de Alta.

—Por favor, no te levantes —le dijo a Ravna, que lo intentó con dificultad, y fue presurosa al vestíbulo a abrir la puerta.

Mientras se saludaban, aparecieron Bigga, Nils y su hija Lotta. De pronto la casa estaba llena de gritos alegres y risas. Lotta corrió hacia Nora y le dio un impetuoso abrazo.

—¿Dónde os habéis dejado a tu hermano pequeño? —preguntó Nora.

—Con la abuela Pernilla. Está enfermo. Pero yo ya estoy sana otra vez —anunció la niña, que abrió la boca para decir «aaaah» como en el médico.

Bigga sonrió a Nora.

—Tuvo amigdalitis.

—Pero no fue muy grave —dijo Lotta—. Podía comer helado sin problema.

Al cabo de media hora estaban todos sentados muy juntos alrededor de la mesa de la cocina, saboreando un gratinado de fideos que había llevado Bigga. Nora disfrutó de la agradable reunión y se hizo una idea de lo que era la vida en una gran familia, algo que ella nunca había conocido.

—¿Os apetece ir al cine? —preguntó Bigga cuando los adultos tomaban el café después de comer, mientras los tres pequeños jugaban en el salón—. Podríamos dejar los niños en casa de mi madre, ya se lo he preguntado.

Bigga se volvió hacia Nora.

—Ahora mismo se celebra un festival de cine internacional donde proyectan sobre todo películas sami. Esta tarde ponen La rebelión de Kautokeino. ¿Tú qué dices? ¿Te apetece una emocionante clase de historia?

Nora asintió.

—Sí, mucho. —Se volvió hacia Ravna—. ¿Vienes?

—No, no, hija. Prefiero quedarme aquí y acostarme pronto. Los próximos días serán movidos, así que he de reservar las fuerzas.

Ukko decidió quedarse a hacer compañía a su madre, y su mujer Andrine se unió a Bigga, Nils y Nora.

La película no se proyectaba, como había supuesto Nora, en el centro cultural, que también albergaba el teatro Beaivvás, sino al aire libre. En un gran terreno había un anfiteatro de nieve, con los asientos cubiertos con pieles de reno. La pantalla era de hielo.

Nils aparcó el coche en el borde de la plaza y señaló unas motonieves que había delante de la pantalla. Se volvió hacia Nora con una sonrisa:

—Es práctico, ¿verdad? Un autocine de invierno.

—Pero en los asientos se está más cómodo —dijo Bigga, y cogió unas mantas del maletero.

Nora la siguió hasta los asientos de los espectadores. De nuevo tenía la impresión de que alguien la miraba por detrás. Se dio la vuelta, pero no vio a nadie entre los vehículos aparcados. ¿O alguien se había escondido? «Para ya, ¿quién iba a observarte? ¿Y por qué? Tampoco eres tan interesante», pensó.

Eran casi las ocho de la tarde. El sol ya estaba muy bajo en el horizonte y confería un brillo escarlata a los bordes inferiores de las nubes.

Andrine sonrió a Nora.

—Es el ambiente ideal para una historia dramática.

—Los bastidores de los decorados aún existen, por cierto —comentó Nils—. Para el rodaje se reconstruyó el histórico pueblo sami de Kautokeino en una base militar cerrada. Luego lo desmontaron lo llevaron al museo, junto con los trajes y el resto del atrezo.

Unos minutos después de haber tomado asiento empezó la proyección de la película, anunciada como un wéstern de la nieve basado en hechos reales. Nora enseguida quedó cautivada por la trama. En 1852 se produjo una rebelión de los sami. Encabezada por Aslak Hætta, un antepasado del director de la película, y su mujer, opusieron resistencia a un comerciante y hostelero noruego que, con ayuda del aguardiente y la violencia, había conseguido robar gran parte de las crías de renos sami. Como contaba con el apoyo de los religiosos de la zona, la rebelión también se orientó contra las autoridades estatales, que respondieron con dureza y ejecutaron a los cabecillas.

Nora siguió con emoción los acontecimientos que se sucedían en la pantalla. Era consciente de que se encontraba en medio del paisaje donde se había librado aquella lucha desigual, y eso la conmovió profundamente. Por primera vez entendía por qué gente como su tía Gáddja odiaban a los invasores del sur, supuestamente civilizado, y los consideraban unos indeseables destructores de sus recursos y su cultura. Le corroía una mezcla de vergüenza por proceder de ese mundo de depredadores, rabia por la arrogancia con que saqueaban a los pueblos nativos y admiración por el valor con que estos opusieron resistencia. Pocas películas la habían afectado tanto. Cuando aparecieron los títulos de créditos, las lágrimas le nublaban la vista. Se las limpió y miró alrededor. No era la única persona entre el público que tenía los ojos llorosos.