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Kristiania, septiembre de 1924

El domingo por la tarde, después de despedirse en el puerto de Gunnar y Solveig, que se iban a Arendal y Dinamarca respectivamente, Áilu conoció a sus compañeros de la pensión.

—Puedes sentarte al lado de la señorita Møller —dijo Randi Sunde, y le señaló una silla en el lado más largo de la mesa.

El sitio de la casera estaba en la cabecera, junto a la puerta que daba al pasillo, por donde pasó a la cocina antes de que Áilu pudiera ofrecerle su ayuda para servir la comida. En la otra cabecera de la mesa estaba el profesor alemán, que era un cincuentón. Estaba sumido en la lectura de un libro y se limitó a levantar la cabeza un momento para saludar a la nueva inquilina. Áilu le miró fascinada el bigote con las puntas retorcidas hacia arriba. La señorita Møller, una morena en plena treintena, se inclinó hacia ella y susurró:

—Imagínate, de noche se pone una funda para conservar la forma. Y por la mañana se levanta un rato antes a fin de tener tiempo para peinarlo y recortarlo. —Soltó una risita—. Necesita más tiempo que yo para acicalarse.

A Áilu le costó creerlo, a juzgar por el prolijo aspecto de la secretaria, que sin duda requería mucho esmero y tiempo. Le recordaba a esas valiosas muñecas con la cabeza de porcelana y pelo de verdad de las que tan orgullosa se sentía su compañera Grete y que aún hoy tenía en gran estima.

—Bueno, ya estamos —anunció Randi Sunde, depositando una bandeja con asado de cordero en medio de la mesa.

La seguía un hombre aproximadamente diez años mayor que Áilu, portando una bandeja con cuencos de patatas y coles de Bruselas y una salsera. Cuando la dejó, tomó asiento en la silla enfrente de Áilu. De estatura media, tenía pelo oscuro y corto y llevaba un sencillo traje negro.

Antes de que la casera cortara y repartiera el asado, señaló a Áilu y dijo:

—Para quien aún no lo sepa: Helga Foss es nuestra nueva huésped. Estudiará medicina aquí.

El profesor dejó el libro a un lado e hizo un cabeceo con una sonrisa benévola.

—Buena decisión —dijo con un fuerte acento—. Celebro que las jóvenes vayan a la universidad y amplíen horizontes.

La señorita Møller resopló escandalizada.

El profesor se sobresaltó e hizo una reverencia en su dirección.

—¡Disculpe, no quería ofenderla! Estoy seguro de que su jefe sabe apreciar sus competencias. —Y se metió rápido un gran bocado de asado en la boca.

La señorita Møller bebió un buen sorbo de agua, malhumorada. Randi Sunde le lanzó una mirada de desaprobación y se volvió hacia Áilu.

—Helga, creo que aún no has conocido a nuestro pastor. Por desgracia, mañana nos deja. —Parecía apenada de verdad.

El joven que tenía enfrente se levantó y le tendió la mano. Sus dedos largos se cerraron cálidos y firmes sobre los suyos.

—Lemek Kuoljol. Y aún no soy pastor, solo vicario.

Áilu se puso tensa. Aquel nombre era sami, no cabía duda. Sus miradas se encontraron. Él la miró con atención y respiró hondo.

—¿Puedo preguntarle de dónde es? —añadió con voz ronca.

—De Arendal —contestó ella, evitando mirarle.

Para eludir más preguntas, se volvió hacia su vecina y le hizo cumplidos sobre su vestido. La señorita Møller sonrió y se ofreció a enseñarle las mejores tiendas de moda de la ciudad.

—Y, por favor, llámame Doret. De lo contrario me siento vieja —le pidió con una risita forzada y lanzó una mirada al profesor, pero torció el gesto al ver que estaba concentrado en su comida y no reaccionaba.

Áilu apenas pudo probar bocado. Todo el tiempo sentía los ojos del futuro reverendo clavados en ella, lo veía inquieto y sabía que tenía preguntas en la punta de la lengua que ella no quería oír. Luchó contra el impulso de levantarse y esconderse en su habitación. «No seas infantil —se reprendió—. Con eso no conseguirías más que llamar la atención. ¿Por qué te sientes tan insegura? Que este hombre piense lo que quiera. Además, por suerte se marcha, solo tienes que evitarle durante unas horas más. Y cuando se haya ido de la ciudad, nunca volverás a verlo».

—¿No te gusta?

La pregunta de Randi Sunde la sacó de sus pensamientos.

—Sí, sí, está delicioso… Es que estoy bastante nerviosa por mañana y… —Notó que se sonrojaba.

—Entiendo —dijo Randi y asintió con amabilidad—. Es la primera vez que estás fuera de casa. Y el inicio en la universidad es un acontecimiento especial, por supuesto.

—Pues sí; recuerdo muy bien mi primer día en la universidad —intervino el profesor—: ¡Ah, cómo la envidio, señorita! ¡Lo que daría por poder disfrutar de nuevo de la magia de la vida de estudiante! ¡Disfrute de estos años! ¡Son los más bonitos de la vida!

—¿Dónde estudió usted? —le preguntó la señorita Møller.

—En la Universidad Técnica de Berlín. —Miró a Áilu y le explicó—: Siguiendo el modelo de otra de nuestras escuelas superiores, la Universidad Humboldt, se construyó la Universidad Real Federico Guillermo, la universidad local.

Después de comer, Áilu aceptó la invitación de la secretaria de acompañarla a su habitación a escuchar discos, mientras los demás se quedaban a tomar el café. La señorita Møller era una apasionada de todo lo que llegaba a Noruega desde Estados Unidos, adoraba a las estrellas de cine de Hollywood y le encantaban las canciones de moda americanas. En las paredes de su habitación colgaban carteles de películas, y en una cómoda en la que había un pequeño gramófono se amontonaban discos de 78 rpm.

Después de poner una animada música de baile, le pidió a Áilu que tomara asiento en su cama, cubierta con una colcha floreada. Del armario sacó una sombrerera donde guardaba recortes de prensa, revistas de moda, viejos carteles de cine, programas y otros recuerdos. De un sobre sacó una fotografía que le dio a Áilu con el rostro radiante. En ella aparecía una pareja muy elegante, sentados en un murito y sonriendo a la cámara. Debajo había una frase garabateada, ilegible.

Áilu la miró confusa.

—¡No me digas que no sabes quién es!

Doret Møller sacudió la cabeza.

—¿Es que en Arendal no hay ningún cine? ¡Son Mary Pickford y Douglas Fairbanks!

—Claro, ahora me acuerdo. Fairbanks hacía de Robin Hood —repuso Áilu—. Hace dos años fui con tres amigas a Kristiansand para ver la película.

—Pues yo vi a Fairbanks y su esposa cuando estuvieron en Kristiania en junio.

Hurgó en la caja y sacó un artículo de prensa que describía con lujo de detalles la visita de la estrella de cine. Admiradores entusiasmados abarrotaban las calles por donde pasaba la pareja hasta su hotel y los recibían con gritos de júbilo.

—Es un hombre tan guapo… —dijo con aire soñador mientras acariciaba la fotografía.

Áilu se abstuvo de comentar que no entendía tantos aspavientos por un hombre inalcanzable, casado y que solo conocía por sus películas.

La música se detuvo. La señorita Møller puso otro disco y se sentó de nuevo en la cama, al lado de Áilu.

—Estoy ansiosa por ver quién sucederá como huésped a nuestro monaguillo. Espero que no sea otro paleto. —Soltó una risita—. No pienses que voy a la caza de un hombre, pero no me importaría tener en la pensión un huésped encantador y con sentido del humor. El profesor es muy amable pero demasiado viejo. Y a ese Lemek no lo acabo de entender, es muy cerrado.

Áilu supuso que no había coqueteado con ella.

—¿Cuánto tiempo ha estado aquí? —preguntó.

—Más o menos un año. Trabajaba de vicario en una iglesia cercana. Ahora va a hacerse cargo de su propia comunidad en algún lugar del norte —contestó la señorita Møller, y cambió de tema.

Al día siguiente por la mañana tuvo lugar en el salón de fiestas de la universidad la recepción de los nuevos alumnos. Era un día soleado. Áilu despertó pronto y decidió recorrer el camino a pie. En la Solliplassen giró a la izquierda y siguió por la ancha Henrik Ibsens Gate junto al parque del castillo hacia el Teatro Nacional, donde desembocaba en la Karl Johans Gate. Pasó por el monumento al matemático Niels Henrik Abel, cuya tumba había visitado con sus padres durante su primera excursión en Arendal, y al poco tiempo estaba en la plaza de la universidad, enmarcada por tres edificios de estilo clásico.

Sacó del bolsillo de la capa la guía de viajes alemana que Gunnar le había dejado y leyó que en los edificios del medio se encontraba, entre otras cosas, el aula para las conferencias jurídicas, médicas y sobre ciencias naturales. Las columnas de la entrada soportaban un frontón con un friso de bronce que, según la guía, representaba a la diosa Atenea, «que dio vida a los primeros seres humanos». A la izquierda estaba la biblioteca, y a la derecha, la domus academica, el edificio original con el viejo salón de fiestas.

Áilu respiró hondo y siguió a unos jóvenes que tenían el mismo destino que ella, y al cabo de unos minutos estaba en un salón semicircular con varias filas de bancos de madera de respaldo alto orientadas a un púlpito situado en la parte frontal. Una galería a media altura ofrecía sitio a más asistentes. Áilu se sentó en un banco y admiró el techo, con una suntuosa decoración, del que colgaba una gran araña.

Poco después el rector Fredrik Stang se colocó tras el púlpito y dio la bienvenida a los nuevos alumnos en nombre de la universidad. A Áilu le costaba entender el sentido de sus palabras grandilocuentes. La excitación por empezar sus estudios de verdad le aceleró el corazón. ¿Qué cara pondrían el director del orfanato y su esposa, que la consideraban retraída e ingenua, si la vieran allí? Se sentó más erguida: imaginarse sus caras de incredulidad la complacía.

Tras el discurso, pidieron a los nuevos alumnos que se inscribieran en sus correspondientes facultades. Cuando Áilu se hubo matriculado en la oficina de administración en la primera planta, recibió un libro de estudios y la enviaron a otra sala, donde había expuesta una lista de asignaturas. Se apuntó al curso básico de anatomía, fisiología y farmacia y a varios seminarios que le parecieron interesantes.

Cuando volvió a salir a la plaza de la universidad, una voz le dijo por detrás:

—Si quieres puedo enseñártelo todo un poco.

Áilu se dio la vuelta y se estremeció: Sander Andersen estaba a unos pasos de ella. Cohibida, miró alrededor. ¿Lo decía de verdad? Alzó la vista hacia él, incapaz de pronunciar palabra.

—Perdona, no quería molestarte. Si tienes otros planes o prefieres ir sola…

—¡No, no! —exclamó Áilu, y continuó en voz baja—: Muchas gracias, acepto encantada.

Aturdida, se preguntó si sufría alucinaciones. ¿De verdad Sander Andersen, el soltero más codiciado de Arendal, estaba hablando con ella?

Él le sonrió.

—Bueno, entonces ven.

Áilu tuvo que ordenar a sus pies que se pusieran en movimiento. Se sentía como una cría de reno en sus primeros y torpes intentos de caminar. «Vamos, di algo —se azuzó—. Si no pensará que eres reservada o, mucho peor, insulsa».

—¿No tienes que estudiar? —preguntó. Tenía la voz quebrada.

—Bueno, también hay que hacer pausas —contestó él—. No se lo contarás a mis padres, ¿no?

Áilu sacudió la cabeza.

—Mi padre es de los que opina que hay que empollar de primera a última hora del día —añadió el joven—. Si por él fuera, ya habría hecho el examen en otoño.

Áilu lo miró de soslayo. Parecía tenso. ¿Y si no era un hombre tan seguro de sí mismo? Estaba claro que no lo era respecto a su padre. Dudó si insistir, no quería parecer curiosa. Sin embargo quien había sacado el tema a colación había sido él.

—¿Por qué tiene tanta prisa tu padre? —preguntó.

—Bueno, se le ha metido en la cabeza que debo seguir sus pasos, hacerme cargo del despacho y más tarde ser alcalde. Lo antes posible.

Aquellas confidencias hicieron que Áilu se sintiera más suelta.

—¿Y tú tienes otros planes?

Sander se encogió de hombros.

—A decir verdad, pienso poco en mi futuro. Nunca sabes exactamente lo que ocurrirá, así que prefiero disfrutar del momento. —Sonrió a Áilu—. Y este es muy bonito. Me alegro mucho de que estés aquí.

La muchacha sintió un cosquilleo en el estómago.

—No pensaba que nos volviéramos a encontrar tan pronto, en una ciudad tan grande.

Sander le guiñó el ojo.

—Eso ha sido fácil. Sabía que hoy estarías aquí.

Áilu abrió los ojos de par en par.

—Quieres decir… ¿Eso significa… que querías volver a verme? —balbuceó.

Él asintió.

—¡Por supuesto!

—Cuando nos encontramos en la muralla de la fortaleza no me dio la sensación…

—No sabía si a tu padre le parecería bien que quedara contigo —la interrumpió Sander.

Antes de que Áilu pudiera preguntar de dónde había sacado eso, el joven añadió:

—¿Vamos a la biblioteca para hacerte un carné de préstamos y luego nos sentamos en alguna cafetería?

Las siguientes dos horas fueron para Áilu como un sueño. No paraba de recordarse que estaba despierta y paseando con Sander por la Karl Johans Gate, contemplando los escaparates de las elegantes tiendas para luego sentarse en una cafetería al aire libre y comentar lo que veían. A Sander le proporcionaba un gran placer inventarles vidas y destinos a los viandantes. Áilu enseguida perdió la timidez inicial y dejó volar la imaginación.

Cuando un camarero se acercó a su mesa y al ver las tazas vacías les preguntó si deseaban algo más, Sander sacó el reloj de bolsillo y apretó los labios.

—La cuenta, por favor.

El camarero se alejó. Sander se volvió hacia Áilu.

—Podría estar aquí contigo eternamente, pero por desgracia tengo que ir al preparador. No puedo saltármelo.

Áilu asintió.

—Por supuesto, naturalmente.

—¿Nos vemos pronto? —preguntó.

—Encantada.

La joven regresó a la pensión muy animada, se sentía ligera y con ganas de dar saltitos. En la entrada del edificio estuvo a punto de chocar con Lemek Kuoljok, que en ese momento salía con dos maletas grandes. Las soltó y obligó a Áilu a pararse, que quería pasar por su lado sin decir nada.

—Me alegro de que nos veamos antes de mi marcha. —Sus cálidos ojos castaños parecían ver en el interior de Áilu—. No naciste en Arendal, ¿verdad?

Áilu evitó su mirada e intentó que su voz sonara indiferente pese a que se le retorcía el estómago.

—¿Por qué lo duda?

—Porque eres una de las nuestras.

—No sé a qué se refiere —replicó ella, y pasó por encima de una de las maletas para subir presurosa los peldaños.

Leat don beaivváža mánná? —preguntó él desde abajo. «¿Eres la hija del Sol?».

Aquella pregunta fue como un golpe para Áilu. Se quedó helada, se agarró a la barandilla y subió. ¿Quién era ese Lemek Kuoljok? ¿Cómo sabía su apodo? Solo su padre Heaika la llamaba así.

Antes de alcanzar la puerta oyó que pronunciaba su nombre, casi del todo convencido:

—¿Áilu?

No, no podía ser. Debía de haberlo entendido mal por el pánico. Llamó como premura a la puerta y entró como una exhalación cuando Randi Sunde abrió al cabo de un momento.