35

Kautokeino, abril de 2011

Cuando Nora despertó el sábado por la mañana, necesitó un momento para comprender dónde se hallaba. La habitación estaba bañada en una penumbra azulada y el aire era frío. Escindido de la cabeza, el cuerpo parecía seguir dormido; se sentía amodorrada y relajada. Volvió la cabeza y vio una mata de pelo desgreñado a su lado. La invadió una ola cálida y la asaltó el recuerdo de la noche anterior. Nora cerró los ojos y volvió a notar las manos de Mielat en su piel, su sabor en la lengua; se le aceleró la respiración y se deleitó de nuevo en el momento en que se fundieron en uno.

Nunca había sentido de una forma tan intensa a otra persona, jamás se había abierto sin reservas para entregarse sin pensar en nada. Se sentía vulnerable y al mismo tiempo protegida. Fue un instante mágico en que comprendió por qué en sami la palabra «conocer» también significaba «sentir», porque no solo se fiaban de la mente racional, sino que creían que intervenían otros niveles.

Abrió los ojos, se apoyó en un codo y observó dormir a Mielat con una mezcla de ternura y recelo. No podía creer que estuviera a su lado, se sentía tan colmada de felicidad que no sabía si reír o llorar.

Él se movió, abrió los ojos, sacó una mano del saco de dormir y la puso con suavidad sobre la mejilla de Nora.

Mu váibmu —murmuró—. De verdad estás aquí.

Ella se tumbó de nuevo y sus narices se rozaron.

—¿Dónde iba a estar?

—De regreso al país de los elfos. He soñado que volabas.

—Sí he volado, anoche —susurró Nora, y se arrimó a él.

Mielat buscó sus labios y se sumieron de nuevo en un beso que les hizo olvidar todo lo demás.

Cuando salieron del hotel de hielo para desayunar en el restaurante, les recibió un fuerte viento. El tiempo había cambiado y el cielo estaba cubierto de nubarrones.

—Creo que no es un buen día para una excursión con el trineo de perros —dijo Mielat.

—Lástima —contestó Nora—. Pero tienes razón, con viento no es divertido.

Apretaron el paso y poco después estaban sirviéndose del copioso bufet de desayuno.

—Espero que no te parezca demasiado aburrido pasar el fin de semana conmigo en casa —dijo Mielat cuando se sentaron a una mesa.

Nora le hizo una mueca.

—¿Quieres decir que una urbanita como yo no puede pasar más de veinticuatro horas sin riadas de gente alrededor, sin oír ruido en la calle, sin ir de compras y sin disponer de una oferta abrumadora de películas, conciertos y exposiciones?

Mielat sonrió.

—Algo parecido. —Le cogió la mano y añadió, muy serio—: Solo quiero que estés a gusto.

Nora sonrió y le apretó la mano.

—En esta mesa está todo lo que necesito para un fin de semana inolvidable.

De camino a casa de Mielat pararon en el centro de Kautokeino para proveerse de víveres en un supermercado, y llegaron a su propiedad a última hora de la mañana. Mientras Mielat llevaba el equipaje de Nora y las compras a la casa nueva, Nora se vio monopolizada por una alegre Algo, que no paraba de darle vueltas alrededor y saltarle encima aullando.

—Ahora eres su reno preferido —dijo Mielat, entre risas.

Nora habló con calma a la perra y la acarició.

—Bueno, preciosa, ¿me enseñas tus cachorros?

Caminó hasta la caseta de Algo, se puso en cuclillas, miró dentro y vio dos ojillos brillantes. Una cabecita con las orejas dobladas se estiró hacia ella, tras ella apareció otra y al cabo de un momento cuatro cachorros mullidos estaban a los pies de Nora. Algo los rodeó vigilante y empujó a uno de ellos que quería alejarse. Nora dejó que los pequeños le lamieran las manos y los acarició.

—Puedes darles de comer si quieres.

Nora se dio la vuelta y miró a Mielat, que se había acercado sin que se diera cuenta. Se incorporó.

—Con mucho gusto —sonrió.

Fueron al cobertizo donde Mielat almacenaba la comida de los perros. Abrió una trampilla en el suelo y sacó una gran pieza de carne y un cubo con casquería.

—Mi nevera —explicó—. Solo en pleno verano no sirve.

Mientras Nora rallaba zanahorias siguiendo sus instrucciones, hacía un puré con parte de la carne de reno y troceaba patatas hervidas, Mielat preparaba el alimento de los cinco perros adultos que en ese momento tenía a su cargo. Antes de Pascua pensaba vender dos, un pastor de renos finlandés se los había encargado.

—¿No te entristece deshacerte de ellos? —preguntó Nora—. A mí me costaría bastante.

Él se encogió de hombros.

—No demasiado, de lo contrario no los criaría. Además, procuro que acaben en buenas manos y los utilicen como perros pastores. Si sé que serán felices, la despedida es más fácil.

Nora asintió.

—Era una pregunta absurda. Sería imposible quedarte con tantos perros.

Mielat rio al pensarlo. Tras una breve pausa, dijo:

—Pero de Algo no me separaré nunca. Por cierto, su nombre deriva de álgu, la palabra sami para «principio». De hecho, con ella empecé la crianza de perros.

—¿Cuánto hace de eso?

—Poco más de tres años.

—¿Y no fue hace tres años también cuando empezaste a participar en el proyecto de investigación en Oslo?

Él asintió.

—Fue uno de los motivos por los que volví al norte.

Nora se sorprendió.

—¿Quieres decir que viviste todos los años anteriores en Oslo?

Mielat sonrió.

—La mayoría, sí.

—Increíble. Tal vez incluso nos cruzamos alguna vez y… —Se detuvo. ¿Qué habría pasado si hubiera conocido antes a Mielat? ¿Se habría enamorado de él? Probablemente no.

—Creo que nos hemos encontrado en el momento justo —dijo Mielat, y con eso terminó sus reflexiones—. No soy nada aficionado a los «qué habría pasado si…». —Sonrió y agarró a Nora del brazo—. Hay maneras más productivas de utilizar el tiempo. —Se inclinó y la besó.

Al cabo de una hora Nora se acomodó en una butaca delante de la estufa en el salón después de haber alimentado a los perros, cortado leña, entrado en calor y preparado café. Recogió las piernas debajo del cuerpo, bebió un sorbo de café y escuchó el crepitar del fuego y el aullido del viento, que arreciaba y hacía vibrar las contraventanas.

—Antes has dicho que volviste, entre otras cosas, por tu proyecto de investigación —dijo—. ¿Cuáles eran los otros motivos?

—Al principio era la única razón. En Oslo viven bastantes sami, pero muchos no hablan el idioma o solo lo chapurrean. Para poder extraer conclusiones serias sobre la influencia de la lengua y la cultura en una persona tenía que estar en contacto con gente que utilizara el sami en su vida diaria. Entonces me di cuenta de que yo mismo había olvidado muchas cosas. No esperaba que me asustara de esa manera. —Se interrumpió un momento y añadió con gravedad—: Al mismo tiempo tuve claro que quería vivir aquí —añadió.

Nora se quedó de una pieza: Mielat no era propenso a las palabras hueras. ¿Estaba evitando la pregunta? ¿Es que no quería decirle el verdadero motivo de su decisión? ¿Se había quedado por Ealla? Antes de que pudiera preguntarlo, él continuó:

—Cuando después del colegio fui a estudiar creía, como muchos de mis amigos y conocidos, que aquí no había futuro para nosotros. Queríamos ser noruegos modernos. Estaban esos activistas, a nuestros ojos anticuados, que nos pedían que siguiéramos la tradición de nuestros antepasados y lucháramos porque fuera reconocida con los mismos derechos, pero no nos interesaba mucho. Nos parecía pasado de moda y provinciano. —Sacudió ligeramente la cabeza—. Tardé un tiempo en comprender que no puedo huir de algo que está profundamente arraigado en mi interior. Y que no es obligatorio decidirse por un bando u otro.

—Vaya, seguro que a la madre de Ealla no le resultó fácil aceptarte como yerno. Desprecia a todo el que no sea cien por cien sami y piense como un sami.

Mielat adoptó un gesto reflexivo y dijo:

—Es verdad, en realidad es normal pensar eso. Pero no fue así. Creo que vio en mí a una especie de hijo extraviado que regresaba al clan. Conoce bien a mi tío Ante, hace tiempo que las familias son amigas.

Nora bebió un sorbo de café y preguntó:

—¿Cómo reaccionó Gáddja cuando supo de vuestra separación?

—Ni idea. ¿Te interesa? —Mielat la escudriñó con la mirada—. Ya estás pensando demasiado otra vez. Entiendo que te hiriera la actitud de tu tía, pero da igual lo que piense sobre nosotros, ¿no crees?

Nora se encogió de hombros y apartó la mirada. Ahí estaba de nuevo esa inseguridad, la que creía haber dejado atrás en la pubertad. Era raro que precisamente aquel hombre por el que sentía una atracción tan profunda pudiera desestabilizarla de esa manera. ¿Por qué le costaba tanto disfrutar del momento sin más? Mielat tenía razón, se agobiaba demasiado con cavilaciones innecesarias.

—¿Quieres que hagamos algo para comer? —propuso él.

Nora asintió, agradecida de que no le diera más vueltas al tema.

—Pero he de decirte que no soy muy buena cocinera. Cocino poco, no me divierte mucho hacerlo para mí sola.

Mielat se puso en pie.

—A mí me pasa lo mismo. —Le sonrió—. Por eso me alegra tener compañía hoy.

Nora lo siguió a la cocina. Tenía armarios colgados de vidrio y madera clara. Era alargada y había suficiente espacio para que dos personas pudieran moverse sin molestarse.

Mielat se dirigió a la puerta de la despensa y cogió un saco de patatas, una bandeja de champiñones y una cebolla grande. De la nevera sacó varios paquetitos y lo puso todo en la encimera.

—¿Qué harás con esta casa cuando hayas reformado la vieja? —preguntó Nora.

—Creo que la utilizaré como alojamiento para invitados.

—Buena idea —dijo Nora. Señaló los ingredientes—. ¿Qué preparas, entonces?

Finnbiff. Ragú de reno según una antigua receta familiar.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Nora.

—No temas, no te voy a degradar a pinche de cocina para endilgarte tareas desagradables como cortar cebolla —repuso Mielat con un guiño, puso la cebolla sobre una tabla y cogió un cuchillo colgado de la pared—. Puedes limpiar los champiñones y cortarlos en rodajas. Y poner las patatas a hervir. Con el finnbiff combina muy bien el puré de patatas casero.

Nora asintió.

—Me encanta el puré de patatas. Con una buena salsa es irresistible.

Mielat frio la carne de reno cortada a tiras y los dados de jamón en una sartén, los sacó en cuanto cogieron color y los reservó. A continuación rehogó la cebolla cortada con los champiñones, lo espolvoreó con un poco de harina y vertió la nata y el caldo. Nora entretanto cortó en trocitos las gruesas lonchas de brunost, un queso de cabra marrón de suero caramelizado que Mielat añadió con la carne a la cocción.

—El queso le da un toque suave —explicó, mientras lo sazonaba con sal y pimienta y ponía algunas enebrinas y una rama de romero en la sartén.

»¿Me pasas la ginebra? —le pidió, señalando un armario donde Nora encontró la botella que buscaba y se la dio.

»Un chorrito acentúa el sabor.

Mielat lo removió, sacó una cuchara de un cajón, la hundió en la salsa y se la dio a probar a Nora.

Nora la degustó, cerró los ojos y dijo «Mmmm». Rodeó a Mielat por la cadera y alzó la vista hacia él.

—Mi prima Lisa me explicó una vez que un proverbio alemán asegura que el amor se conquista por el estómago. Ahora entiendo de dónde viene.

Mielat sonrió.

—Entonces he de tener cuidado de que no encuentres un cocinero mejor.

Nora soltó una risita.

—Y si quiero deshacerme de ti, solo deberé preparar pescado en todas las variantes posibles —siguió bromeando Mielat.

Nora le dio un golpecito juguetón en el brazo.

—¡Pobre de ti! Entonces tendría que apañar algún mejunje para espantarte.

Mielat sacudió la cabeza entre risas.

—Tengo un estómago muy resistente.

Un pitido llamó su atención sobre el fuego, donde el agua de las patatas hervía a borbotones y salpicaba por encima del cazo.

—Deben de estar hechas —dijo Mielat, y pinchó con un tenedor una patata. Asintió y tiró el agua.

—¿Tienes limón? —preguntó Nora.

Mielat le señaló la despensa.

—¿Te apetece un sorbete de limón de postre?

—¡Claro, es una idea fantástica!

Nora estaba radiante, se alegraba de poder aportar algo a aquel festín. Mientras exprimía los limones y mezclaba el zumo con azúcar disuelto en agua caliente para luego batirlo y ponerlo en el congelador, Mielat peló las patatas para triturarlas con una prensa en un cuenco y mezclarlas con mantequilla, nata y sal.

Nora disfrutó de estar juntos en silencio. Observó a Mielat, cuyos movimientos indicaban que hacía tiempo que se las apañaba en la cocina. Por primera vez desde que era adulta pudo imaginarse conviviendo con un hombre, formando un hogar, decidiendo juntos qué comprar, cocinando juntos por la noche, invitando a amigos… en pocas palabras, compartiendo la vida.

Como si le leyera el pensamiento, Mielat le preguntó:

—¿Qué te parecería pasar aquí las vacaciones de verano? Podrías hacer un curso de sami, y a lo mejor ayudarme a reformar la casa vieja y arreglarla. Para mí es importante que te sientas a gusto en esa casa. —Nora notó que él la miraba con cierta inseguridad—. ¿Voy demasiado rápido?

Ella sacudió la cabeza.

—En absoluto. No se me ocurre nada mejor. —Y lo miró a los ojos—. Y me encantaría que la próxima vez que estés en Oslo te alojes en mi casa.

Mielat le sonrió, dejó la cuchara de remover en el fregadero, levantó a Nora en brazos, dio una vuelta sobre sí mismo y cantó unas palabras en sami con una peculiar voz gutural. ¿Qué era eso? Sonaba extraño y al mismo tiempo conocido. Hacía poco había oído algo parecido. ¡Sí, exacto! Le recordaba al yoik que había oído con su grupo de la guardería durante la jornada sami en el museo de Oslo. Reconoció sus nombres y se estremeció. ¡Mielat estaba cantando un yoik sobre ella o sobre sus sentimientos hacia ella! Aunque no comprendiera el significado de las palabras, la emocionó profundamente. ¡Transmitía tanta alegría!