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Kristiania, septiembre de 1924

Cuatro años después de que Áilu entrara en la Vidergående Skole de Arendal, en 1924, poco antes de Pascua, terminó el bachillerato. De sus amigas del colegio Grete, Hedda y Liv, solo esta última terminó con ella, las otras dos lo habían dejado después del décimo curso. Los padres de Grete la enviaron a una escuela de economía doméstica para que luego pudiera llevar como madre de familia ejemplar una casa decente. Para la familia Risholt no cabía duda de que el futuro esposo de Grete tendría una importante posición parecida a la de su padre, que como propietario de minas y miembro del Consejo Municipal gozaba de gran prestigio. Era un secreto a voces que el que estaba en el punto de mira como yerno era Sander Andersen, el hijo del alcalde.

Hedda hizo con su padre unas prácticas de sastrería, y Liv soñaba con estudiar idiomas en el extranjero. Suplicó a sus padres hasta que le permitieron matricularse en una universidad inglesa.

Áilu pronto tuvo claro que quería ser médico. A Gunnar le complació especialmente su elección, y aceptó enviarla a la capital Kristiania a estudiar. A Solveig le resultaba más difícil dejar marchar a su hija. No quería ser un obstáculo en su felicidad, pero le dolía pensar no tenerla a su lado a diario. Áilu esperaba el traslado a la universidad con una mezcla de alegría y nerviosismo, y disfrutó de las vacaciones de verano a conciencia, que la familia pasó como todos los años en la vieja casita de la isla de Merdø.

A principios de septiembre Gunnar y Solveig acompañaron a su hija a Kristiania y pasaron juntos un fin de semana en el hotel Viktoria. Luego Gunnar regresaría a la consulta en Arendal, Solveig se marcharía a Copenhague para visitar a su madre, con la que tenía previsto hacer un viaje al norte de Italia con una estancia posterior en un balneario suizo, y Áilu se trasladaría a la pensión en que sus padres le habían reservado una habitación.

Fueron en barco, que en apenas dieciséis horas recorrió los 250 kilómetros que los separaban de la capital. Áilu se sintió intimidada al ver su perfil de edificios altos. Recordó el viaje con Gunnar en el vapor que le había llevado de la monótona bahía del orfanato a un colorido mundo lleno de sorpresas que durante los primeros días la sobrepasaron.

Del puerto de Bjørviken, situado en el lado este, en la parte de la ciudad que sobresalía en el fiordo de Kristiania entre la enorme fortaleza de Akershus y la estación principal, caminaron junto al Rådhusgata y en pocos minutos llegaron a su hotel, un imponente edificio con voladizos, balcones y torrecitas. Una alfombra roja llevaba hasta la recepción. Para Áilu fue como si entrara en un castillo de cuento. Los suelos de mármol estaban cubiertos por gruesas alfombras, y las butacas y sofás tenían tapizado de terciopelo. A la luz de docenas de lámparas relucían los herrajes de latón de las puertas y el mostrador de recepción. Los mozos con librea se acercaron presurosos para subir las maletas a su habitación. Un señor distinguido, cuyo traje negro parecía tan rígido que Áilu se preguntó cómo podía moverse, buscó la reserva en un libro. Los huéspedes vestidos a la última moda pasaban por las salas o disfrutaban de bebidas y canapés en los grupos de asientos, conversaban o leían la prensa. Semejante espectáculo hizo que para Áilu todo tuviera un halo irreal. Era uno de esos momentos en que emergía su vieja inseguridad, la sensación de no pertenecer a ese mundo, de ser una especie de impostora. Sin querer se colocó detrás de Gunnar, evitando mirar a los demás. «Compórtate», se ordenó. Enderezó los hombros, levantó la cabeza y siguió a sus padres hasta la amplia escalinata. Subieron a la tercera planta, donde se instalaron en dos habitaciones contiguas.

—¿Os basta con media hora para refrescaros y cambiaros? —preguntó Gunnar—. Así podríamos dar una vuelta por la ciudad antes de cenar.

—Por supuesto —dijo Áilu.

—Lo siento, pero tengo que descansar un poco —contestó Solveig.

Gunnar le lanzó una mirada de preocupación.

—No te preocupes. Solo estoy un poco cansada. Una horita de reposo y estaré como nueva.

Se despidió con una sonrisa de Áilu y se fue con Gunnar, que la acompañó a su habitación.

Mientras se cepillaba el largo cabello, enredado por el viento del barco, Áilu se observó con mirada crítica en el espejo. Durante los últimos cuatro años sus formas infantiles se habían convertido en voluptuosidades femeninas. Era casi de la misma altura que Solveig, a veces incluso la confundían con ella a lo lejos. De cerca quedaban claras las diferencias: el rostro en forma de corazón de Solveig de tez translúcida y ojos azul marino estaba enmarcado por tirabuzones, mientras que Áilu tenía el pelo liso y el rostro bronceado por el sol. Unas pestañas espesas bordeaban sus ojos castaño claro, y encima se arqueaban unas preciosas cejas.

Se recogió el cabello en alto, se lavó la cara, se quitó la sencilla y resistente ropa de viaje y se puso una falda larga de lana fina con una chaqueta a juego.

Al cabo de unos minutos caminaba junto a Gunnar por la Rådhusgata hasta la Kongensgate, que llevaba a la fortaleza de Akershus. Ya al llegar al puerto, Áilu se había fijado en la enorme fortificación que parecía crecer directamente del acantilado rocoso y se erguía sobre el agua. Por una escalera de madera llegaron a las explanadas de hierba, desde donde se tenía una vista completa del fiordo y la ciudad.

Gunnar sacó la guía en alemán, la abrió por la entrada de Kristiania y leyó en voz alta:

—«El viejo castillo de la fortaleza de Akershus, erigida en el siglo XIII y sitiada sin éxito en varias ocasiones, la última en 1716 por Carlos XII de Suecia, fue reconstruido en su forma actual por Cristián IV de Dinamarca, y hasta aproximadamente 1700 fue su residencia real».

Gunnar se detuvo y señaló el barrio situado justo a sus pies. Con su trazado cuadriculado y sus calles anchas, parecía sacado del futuro.

—La ciudad recibe el nombre de ese rey Cristián. La reconstruyó tras un incendio en este lugar, exclusivamente de piedra y con un entramado de muros para prevenir futuros fuegos. Las cuadraturas son obra suya.

—Ya me acuerdo —dijo Áilu—. En la Edad Media la ciudad se llamaba Oslo.

—Y a partir del año que viene volverá a llevar ese nombre —la informó Gunnar—. La decisión suscitó acalorados debates, pero finalmente los nacionalistas lograron que el nombre de un rey danés se considere impropio para la capital de Noruega.

—¿Dónde está la ciudad antigua?

—Al este de la zona portuaria. Detrás de la estación. Al final quedó fuera de las murallas y actualmente tiene escasos habitantes. Había mucha gente pobre que no podía permitirse la cara vida en las nuevas construcciones, así que pasaron por alto la prohibición real y se construyeron allí modestas casas de madera.

—Pero ¡si es el doctor Foss! —le interrumpió una voz.

Gunnar y Áilu se volvieron y vieron a un joven alto. A Áilu le dio un vuelco el corazón. ¡Era Sander Andersen, el hijo del alcalde de Arendal!

Sander le tendió la mano a Gunnar.

—Qué sorpresa más agradable.

Desvió la mirada hacia Áilu y le sonrió intrigado.

—¿Y quién es su encantadora acompañante? De lejos he pensado que iba acompañado de su esposa…

A Áilu se le encendieron las mejillas. «¿Será posible que no me reconozca?», pensó. Bueno, tampoco era tan extraño. En sus escasos encuentros no se había fijado en ella, solo tenía ojos para Grete o las demás chicas.

Gunnar le rodeó los hombros con el brazo.

—Es Helga, mi hija —dijo—. Estudiará medicina.

Sander dio un respingo apenas perceptible y miró a la muchacha.

—Pero ¡qué tonto soy! Perdona que no te haya reconocido enseguida.

—No pasa nada —murmuró ella con la cabeza gacha.

—¿Hará pronto los exámenes oficiales? —se interesó Gunnar—. Hace poco lo mencionó su padre en una recepción en el Ayuntamiento.

—Sí, la primavera que viene —contestó Sander. Puso cara de resignación y le guiñó el ojo a Áilu—. Por mí dejaría de empollar. Ya tengo la sensación de que los códigos y la jurisprudencia me salen por las orejas. —Señaló a dos jóvenes que estaban a unos pasos de ellos—. Son mis compañeros, con los que estudio. Hemos salido a dar un paseo para airear la cabeza. Ahora tenemos que volver a la biblioteca. —Hizo una leve reverencia a Gunnar—. Salude a su esposa de mi parte. —Se volvió hacia Áilu y la saludó con la mano—. Te deseo un buen inicio de los estudios. Seguro que estarás a gusto. En Kristiania pasan muchas cosas.

Antes de que ella pudiera contestar, se dio la vuelta y se acercó a paso ligero a sus amigos. Áilu reprimió un suspiro con la esperanza de que Gunnar no notara lo mucho que la había alterado aquel inesperado encuentro. Se alegró de que Solveig no estuviera con ellos, pues enseguida habría entendido que Sander Andersen hacía que el corazón de su hija latiera más rápido.

—A que no adivinas a quién nos hemos encontrado —dijo Gunnar cuando al cabo de dos horas se sentaron con Solveig a una mesa del restaurante del hotel.

—¿Algún viejo conocido? —preguntó Solveig.

Gunnar sacudió la cabeza.

—Pues no. Alguien de Arendal. El hijo de nuestro alcalde.

Áilu, que fingía indiferencia y hojeaba la guía de Gunnar, sintió la mirada de Solveig clavada en ella.

—Qué coincidencia —dijo Solveig—. Apenas llevas unas horas aquí y ya te has encontrado con un conocido. A lo mejor puede enseñarte un poco la ciudad.

Áilu se encogió de hombros y dijo, casi con obstinación:

—No creo; en realidad no nos conocemos. Además, ya sería mucha casualidad encontrarnos otra vez.

Gunnar y Solveig se sonrieron y cambiaron de tema.

Por la mañana fueron con el trikken, el tranvía eléctrico, a la plaza de Solli, al suroeste del castillo en Frogner. En aquel barrio vivían los ciudadanos de bien en elegantes casas con calefacción central y agua corriente construidas a finales del siglo XIX. En una de ellas, una antigua paciente de Gunnar de su época en la clínica universitaria regentaba una pensión en la segunda planta para inquilinos de larga duración. Se había ofrecido encantada a proporcionarle un hogar a su hija durante sus estudios.

Randi Sunde, una mujer delgada de poco más de sesenta años, cabello gris y gafas sin montura, saludó a la familia con un afectuoso apretón de manos y los llevó por un pasillo amplio al salón, donde había una mesa ovalada para seis u ocho comensales, junto a un tresillo formado por dos sofás y tres butacas.

—Aquí comemos —explicó—. Además del desayuno, ofrezco a mis huéspedes una comida caliente, que suelo servir hacia las cinco. —Miró a Áilu y añadió—: Basta con que me digas por la mañana si quieres o puedes comer con nosotros. Seguro que dependerá de tus estudios. —Se volvió hacia Solveig—. No tiene de qué preocuparse, conmigo de momento no ha muerto nadie de hambre. Además, puedo calentarle algo a cualquier hora.

—Helga es muy independiente —contestó Solveig, divertida—. Sabe cocinar y si puede utilizar su cocina, puede prepararse algo ella.

—Me alegra saberlo —dijo Randi Sunde. Hizo una mueca y les dijo a Gunnar y Solveig—: No creerían lo que veo a veces. Hace poco tuve aquí a una señorita que me consideraba su criada. Menuda malcriada. En el fondo me daba pena: con esa actitud no se va a ninguna parte hoy en día. —Hizo un gesto con la cabeza a Áilu—. Tú y yo nos llevaremos bien, ya verás. Y ahora te enseñaré tu habitación.

Enfiló el pasillo y señaló el fondo.

—Ahí están los cuartos. El tuyo es el número cuatro —dijo, y abrió una puerta en medio del pasillo—. A la izquierda tienes el baño, a la derecha, en el número tres, vive el profesor Lindemann, de Berlín. Es arquitecto y todos los años viene a Noruega por unos meses; participa en proyectos de construcción. La habitación de enfrente, la número dos, quedará libre, el inquilino se va a principios de la semana. Y en la número uno está la señorita Møller, una secretaria. —Con un cabeceo señaló la puerta que había junto a la entrada—. Bien, si me necesitan, estaré en la cocina.

La maleta con la ropa y los libros de Áilu, que el día anterior se habían hecho enviar desde el puerto con un coche, estaba en medio de la habitación, provista de muebles estilo Biedermeier de nogal. En el suelo de parqué, delante de la cama, había una alfombra de lana tejida. La ventana daba a la calle. Áilu enseguida se sintió a gusto; la habitación tenía un aire acogedor.

—Te ayudaré a deshacer la maleta —dijo Solveig.

Mientras ella guardaba los vestidos en el armario y su marido colocaba unos libros de medicina en las baldas que había encima del escritorio, Áilu buscó un sitio para la cajita de palo de rosa que Solveig le había regalado por su decimoquinto cumpleaños. Contenía sus tesoros: los pañuelos bordados por Mette, el viejo cuchillo que Jonte le había guardado, el amuleto de cuarzo rosa, postales de Solveig de distintos balnearios y las cartas que Jonte le enviaba de América a intervalos irregulares, donde siempre estaba viajando para conocer aquel enorme país.

Gunnar señaló el escritorio situado junto a la ventana.

—Aquí te sentarás con tus libros.

Solveig sonrió a Áilu.

—Me gusta conocer dónde vivirás. Cuando lea tus cartas, podré imaginarte sentada aquí y lo que ves cuando miras por la ventana. —Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó los ojos—. Perdona, hoy estoy un poco sensible.

Áilu le dio un abrazo.

—Yo también te echaré mucho de menos. ¡Prometo escribirte como mínimo dos veces por semana!

Solveig rio.

—Supongo que la vida de estudiante no te dejará mucho tiempo para escribir a tu vieja madre. —Levantó una mano cuando Áilu fue a protestar—. No, no, hija mía. Quiero que disfrutes de tu vida y que seas feliz. Para mí es lo más importante.